Capítulo 2
Jupiter tiene razón… ¡y está equivocado!
El profesor Carswell atravesó corriendo el patio en dirección a la casita, seguido por tío Titus y Pete, muy de cerca, mientras que el gordinflón de Jupiter iba más rezagado. Casi sin respirar, llegaron todos al porche de la casita y penetraron como una exhalación en el saloncito. La habitación apenas estaba amueblada y se hallaba… ¡vacía!
—¡Harold! —llamó el profesor, alarmado.
—¡Papá! —le respondió una voz aguda—. ¡Socorro!
La voz procedía del diminuto dormitorio de la vivienda. Pete y tío Titus siguieron al profesor. Vieron una cama estrecha, una silla y un escritorio enorme que estaba volcado. Un muchacho delgado se hallaba en el suelo, medio enterrado bajo el escritorio El profesor corrió hacia él.
—Estoy bien, papá —le tranquilizó Harold—. Pero no puedo salir de aquí.
El profesor, Pete y tío Titus levantaron conjuntamente la mesa y libertaron a Harold Carswell, el cual se puso de pie, quitándose el polvo de encima.
—Oí un ruido aquí, papá —explicó Hal—, y vine a Investigar. Había alguien vestido de negro… y enmascarado. Cuando le chillé, empujó el escritorio hacia mí, me hizo caer debajo y él huyó.
—¡Jupiter tenía razón! —exclamó Pete—. Vio a un individuo vestido de negro… pero entonces debía salir y no entrar en la casa. Jupe…
Pete volvió la cabeza y no vio a su amigo ni en el dormitorio ni en el salón. ¡Jupiter no estaba en la casita!
—¡Jupiter Jones! —gritó tío Titus.
—Caramba —murmuró Pete—, si estaba detrás de nosotros cuando salimos del caserón. ¿Dónde estará?
El profesor Carswell volvióse hacia su hijo.
—¿Por dónde huyó el ladrón?
—Por la parte de atrás.
—¿Llevaba algún arma, Hal?
—No vi nada…
De nuevo se inmovilizaron al escuchar un grito fuera. El profesor Carswell dio media vuelta sobre sí mismo.
—¡Creo que el grito ha sonado en el barranco de atrás! ¡Tal vez haya caído alguien abajo!
—¿Es muy profundo el barranco? —preguntó nerviosamente tío Titus.
—No, pero silo bastante hondo para que una persona quede malherida —repuso el profesor—. Síganme.
El viejo profesor les guió rápidamente hacia la parte posterior de la casa, pasando por entre un chaparral y un robledal, en tanto las sombras del crepúsculo se iban alargando sobre el suelo. Se detuvieron todos bruscamente al borde de un precipicio estrecho, de paredes muy empinadas, de unos tres metros de profundidad. Corría a través del cañón, curvándose y perdiéndose de vista en ambas direcciones. El fondo estaba formado por rocas pesadas y árboles erosionados.
Por ninguna parte se vela a Jupiter.
—¡Mirad! —exclamó Pete de pronto.
Había una mancha oscura sobre unas rocas de la grieta, hacia la derecha. Los cuatro descendieron por la abrupta ladera, hasta llegar a las rocas indicadas. Pete tocó la mancha. Estaba húmeda.
—Sangre… —afirmó el Segundo Investigador, tragando saliva.
* * *
Cuando Pete y los demás llegaron a la casita, Jupiter se hallaba bastante rezagado. Y vio la figura ataviada de negro que corría por detrás de la casita hacia el chaparral existente detrás de la propiedad.
El Primer Investigador comprendió que nadie más había visto al fugitivo intruso. Con toda seguridad, aquel hombre lograría escapar si Jupiter perdía algún tiempo advirtiendo a los que ya estaban dentro de la casita. Por tanto, sólo vaciló una fracción de segundo, y echó a correr en persecución del fugitivo.
Jupiter no consiguió ver con detalle a aquel individuo antes de que penetrase entre las sombras de los gruesos y frondosos robles. Jadeando, el Primer Investigador llegó a la espesa maleza… y entonces oyó el grito hacia el frente. Hubo un ruido como de maleza rota, luego, el rumor de algo que resbala y cae, y por fin un golpe sordo y un chillido.
Jupiter se acercó, por entre el espeso chaparral, hasta el borde del barranco. Entre la penumbra del fondo del precipicio, la figura ataviada de negro se incorporó y comenzó a avanzar hacia la derecha, por el fondo del barranco. El hombre arrastraba la pierna izquierda.
Jupiter empezó a descender y, en el fondo del barranco, halló sangre en algunas rocas. El rastro de sangre iba hacia la derecha. Jupiter siguió el rastro con toda cautela. El barranco era un lugar perfecto para una emboscada si el intruso sabía que era perseguido.
Al frente se oyó una portezuela de coche al cerrarse y un motor al ponerse en marcha. Jupiter echó a correr. Poco después, el barranco surgía al cañón principal, que rodeaba la propiedad de los Carswell antes de tomar la dirección de Rocky Beach. Cuando Jupiter llegó allí, las luces traseras del coche se desvanecían ya en dirección a la ciudad.
* * *
Pete todavía se hallaba contemplando las manchas de sangre en las rocas, en el fondo del barranco, cuando oyó que llegaba alguien. Tío Titus también lo oyó.
—¡Agáchate, Pete! —Le avisó—. Alguien viene. ¡Todos abajo!
Todos se agazaparon en las sombras, dispuestos a saltar sobre el intruso.
Fue Jupiter quien apareció por el recodo del precipicio.
—¡Jupe! —preguntó Pete—. ¿Qué ha sucedido?
—Perseguí a ese individuo —explicó el muchacho—, pero lo he perdido.
—¡Jupiter Jones! —estalló tío Titus—. ¡Nunca debiste emprender solo la persecución de un ladrón!
—No trataba de capturarlo —replicó Jupe—. Sólo le seguí para verle la cara. Pero estaba muy oscuro y tenía un coche aguardándole.
El profesor Carswell meneó la cabeza.
—No entiendo qué buscaba. Supongo que se equivocó de casa. En las residencias de esos cañones vecinos vive gente acaudalada, y ese tipo debió confundirse de mansión. Bien, creo que será mejor que hablemos de negocios, señor Jones.
Todos regresaron a la casita. El profesor encendió las luces y sacó dos maletas de piel del armario del dormitorio. En una había ropas: un traje pasado de moda, otro de franela gris, varias camisas, corbatas y calcetines. En la otra, había varias pinturas, un búho disecado, una estatuilla de Venus, unos prismáticos y una caja con cubiertos de plata.
—El viejo Joshua era maniático, y sólo llevaba corrientemente un suéter y unos pantalones viejos —explicó el profesor Carswell—. Pero yo me di cuenta de que era muy educado, y siempre usaba cubiertos de plata cuando comía. Sin embargo, en los siete meses que vivió aquí, todo lo que hizo fue sentarse en el jardín, en nuestra silla de lona, y bosquejar cuadros. De noche, siempre pintaba. ¿Lo ven?
El profesor apartó una lona que cubría un montón en un rincón, dejando al descubierto veinte cuadros. Todos ellos eran pinturas de la casita del jardín. En unos, se veía la casita en primer plano, mientras en otros estaba tan lejos que apenas se distinguía el porche con sus remiendos.
—No están mal —opiné tío Titus.
Sus ojillos relucieron al examinar el contenido de las dos maletas, ante los cubiertos de plata y las pinturas. A tío Titus le encantaba comprar cosas que pudiera vender en su «Patio Salvaje». Su esposa, tía Mathilda, frecuentemente se quejaba de los objetos sin valor que su marido adquiría. Pero tío Titus estaba firmemente convencido de que todo tenía su comprador. Y usualmente estaba en lo cierto.
—¿Vende todo esto? —preguntó.
—Sí. El viejo me debía al morir varios meses —repuso el profesor Carswell—. A veces, recibía algún dinero de Europa, y anoté la dirección para escribir a mi vez allá, mas no he obtenido ninguna respuesta. Nadie ha venido a yerme, ni a pagarme la deuda, y yo necesito dinero.
Mientras tío Titus y el profesor discutían el precio, Jupiter comenzó a examinar los bienes del difunto Joshua Cameron con profundo desaliento. No había nada verdaderamente valioso.
—¿Qué le ocurrió al señor Cameron, Hal? —preguntó luego.
—Se puso enfermo —explicó el muchacho—. Yo traté de ayudarle, pero el hombre deliraba por la fiebre. Y sólo balbuceaba algo referente a telas y zigzag. Vino el médico y pretendió llevárselo a un hospital, pero el señor Cameron murió antes de poder ser trasladado. Era muy viejo y estaba muy enfermo.
—Bueno —intervino Pete—, aquí no hay nada que pueda tentar a un ladrón, Jupe. Supongo que ese fulano se habrá equivocado de sitio.
Jupiter asintió tristemente. Luego, procedieron a cargar los bienes del difunto Cameron en la camioneta de los Jones y se encaminaron hacia el «Patio Salvaje», pasando por el sinuoso cañón. Al llegar delante de la boca del barranco, Jupiter frunció el ceño.
—Los ladrones no suelen equivocarse de casa —musitó pensativamente el obeso Primer Investigador.
—Bueno, supongo que ya nunca sabremos qué buscaba aquel ladrón —rezongó Pete.
—Supongo que no —suspiró Jupiter.
Pero los dos muchachos estaban equivocados.