I
Sten Sturen hizo venir de Andorf a un ingeniero llamado el maestro Andrés, y le encargó que tallara una imagen tan preciosa, que no hubiera otra parecida en todos los países del Norte, porque habría de servir para adornar la Catedral de Estocolmo.
El maestro Andrés era un hombre rudo e imperioso, pero de amable sonrisa y mano firme. Era alto y bien proporcionado. Llevaba sus cabellos, ya muy grises, partidos por una raya al medio, enmarcando una frente alta y despejada, como si fuera la cabeza de un Cristo. Su mirada era tan lánguida y extraña, que parecía brotar desde lo más profundo de su mente y proyectarse sobre quien hablaba. Así era como les parecía a sus amigos que, dándole una palmada cariñosa en el hombro, le decían:
«Maestro, ¿dónde están tus pensamientos…? Clavas tus ojos en nuestro semblante, pero estás abstraído, como si no nos vieras».
Había recorrido muchos países, y más de una vez ciñó armadura para probar la suerte de las armas. Era devoto sin afectación, y muy asiduo en visitar las iglesias. La gente, sin embargo, había observado que sólo se arrodillaba ante las imágenes de los santos, nunca ante las de las santas. Debajo de su jubón llevaba el maestro Andrés, colgada de una cadenilla, la efigie de San Jorge.
Se había alojado en casa de Bengt Hake, un juglar del palacio de los Sturen, que se había casado hacía un año con una muchacha de diecinueve años, constituyendo un hogar independiente. Bengt Hake era un hombre joven y soñador, que gustaba de acostarse cuando la luna aparecía en el firmamento. Su rostro, con el labio superior finamente delineado, parecía el de un niño. Sus cabellos, muy rubios, le caían hasta el pecho, y en su cinturón portaba un puñalito, como si fuera cosa de un juguete. Ya desde el primer momento simpatizó con su huésped y pronto se hicieron íntimos amigos. Llegaron a no tener ningún secreto el uno para el otro.
Una tarde, ya oscurecido, rogó Bengt a Andrés que le acompañara a la taberna del Consejo, donde ambos se sentaron, en uno de los bancos más apartados, para no ser molestados en su conversación. Bengt se pasó los dedos por el cabello, e, inclinando la cabeza, comenzó a decir:
—Bien sabes, maestro, que aquí, en el país, reina la discordia, y muchos piensan que debemos dejar a los Sturen y acogernos de nuevo al amparo de los reyes daneses. A tal fin, Jakob Ulvsson anda secretamente procurándose partidarios. Me han prometido una copa bien colmada de vino dorado del Rin si logro convencer a los demás juglares. Si tú me ayudas, te daré la mitad.
El maestro Andrés se echó a reír.
—Poco me importan vuestras querellas. Si cada uva de las orillas del Rin fuera una bolita de puro oro y me las ofrecieran todas, no conseguirías apartarme de lo que es justo y honorable.
La frente de Bengt Hake se serenó, al mismo tiempo que castañeaba sus dedos sobre el cinturón.
—Nada hay de verdad en lo que te he dicho, pero un nuevo amigo debe ser probado.
—Y ¿crees tú que el corazón de un hombre se pueda pesar con monedas? Si fuera eso verdad, harían falta pesas más finas y contrapeso… Pero ya empiezan a escuchar y extrañarse de que hablemos en voz baja. Cambiemos de tema de nuestra conversación.
—Realmente, aquí, en la ciudad, sólo hay un verdadero espía.
—¿Quién es…?
—Gorius Snickare. ¿No conoces a Gorius Snickare…?
—No, que yo sepa.
—¡Vaya! Se da el caso de que nadie le conoce. Pocos son los que le han visto. No se encuentra en parte alguna. Ni en su casa, ni fuera de ella, pero durante todo el día se ocupa de los asuntos del prójimo, y sabe cuanto sucede.
—Según tú, eso vale dinero.
—Todo lo contrario. A él no le preocupa el dinero, en absoluto. Son las intrigas de amor el objeto preferente de su vigilancia… Sí; hablemos de amor y dejemos las demás cosas estar como están. Y es del amor, además, de lo que todo el mundo habla de mejor gana. Yo soy feliz con mi amor, y a Metta, la mujercita de mi casa, no puedo dejarla sola ni una noche. El amor es como un jardín de muros muy altos que sólo permiten ver el cielo sobre él, y oculta todo lo demás.
El maestro Andrés respondió:
—Tú crees en el amor, amigo mío. El amor es carne. Vete al carnicero, y verás el amor destrozado y desollado.
—Pero yo observo que tú te distraes, muy gustoso, en compañía de las mujeres.
—También me entretengo, muy contento, entre los árboles y las flores que despliegan su hermosura, pero no turban mis pensamientos.
—Déjame vivir soñando y ser siempre fiel a mi esposa.
—¿Por qué habría de ser un hombre desleal a su joven y bella esposa? El amor es, ante todo, un afán de juventud y de placeres. No hables del amor donde eso falta, porque entonces mentirías. Puede encontrarse la devoción más profunda y más fiel algunas veces en la vejez, que extiende sus luces crepusculares sobre dos esposos, pero eso es cosa diferente y mucho más sublime que el amor. Es la flor del jardín, y el amor es solamente la semilla escondida en el humus impuro de la tierra, que pronto se enmohece y se pudre. Si tocas la semilla, ten cuidado de no manchar tus guantes. ¿Sabes por qué? Cuando quiero probar a un hombre, hago lo mismo que ahora: le hablo del amor. Si se queda con los ojos muy abiertos, como si viera cosas desconocidas en el aire, ajeno a lo que le digo, entonces sé que tengo delante de mí a un buen hombre. Si, por el contrario, comienza a guiñar los ojos y a murmurar, entonces conozco que debo desconfiar de tal persona. Pues tal persona es fácil que sea un peligroso espía del reino, un miserable en su casa o un amigo traidor.
—Yo fui quien comenzó a hablar del amor; no tú, maestro.
—Pero fui yo quien te incitó a ello, y ahora te tengo a discreción. Vas subiendo cada vez más, en la escala del amor. Y esto significa que eres un hombre inofensivo, que no has nacido para ejecutar grandes cosas, porque, si no fuera así, debieras condolerte viéndote prisionero, y te detendrías a pensar.
—Maestro Andrés, no pronuncies tan duras palabras sobre un sentimiento que para mí lo es todo.
—«Todo», dices tú. Entonces nada te quedará cuando ese sentimiento se derrumbe un día convertido en cenizas. Y tendrá que derrumbarse. Yo, que estoy habituado a tallar imágenes y a manejar el compás, sé bien lo que es el amor. Es el óvalo en una rodilla. Es el semicírculo en un pecho de mujer. Contra ese semicírculo oprime el poeta desesperado su frente, y entonces gime y ruge su lira. Es cosa de reír, pero también parte el corazón. Horrible es el día en que el círculo comienza a secarse y a arrugarse, y ya no concuerda con mi compás. La salud y la hermosura rivalizan en perpetuar la existencia y la perfección del género humano. ¿Adonde se iría a parar si la vejez obesa y fea, la de pecho liso y aplanado y rostro enrojecido, fuera encendida por el mismo deseo…? Pero sobre todo esto hablan los hombres mintiendo por temor; también yo participo de su espanto y huyo del amor, como si fuera de una gran desgracia.
—Hablas como un fraile.
—Hablo así porque veo que los frailes tienen razón. Deja correr el tiempo. Ya hablaremos de eso en otra ocasión.
El maestro Andrés se levantó del banco, atrayendo las miradas de los muchos parroquianos que se encontraban en la taberna del Consejo. Su traje era de paño oscuro y liso, y él tenía por costumbre oprimir frecuentemente el compás de hierro que llevaba encabalgado en el cinturón.
—Soldados, juglares, artesanos —dijo—. Habéis oído nuestra conversación, y ahora quiero yo deciros lo siguiente: Dejad de entonar canciones estúpidas y de andar tras de las mujeres, porque pronto nos acostaremos sobre el banco, decrépitos y agonizando, condoliéndonos de no haber administrado mejor las horas de nuestra vida. Por eso odio la sensualidad, que es un impedimento para nuestras ocupaciones, y nos priva del señorío sobre nosotros mismos. Aunque soy casado, he dejado sin titubeos a mi mujer y a mi hijo en casa, y ahora me encuentro entre vuestros nobles corazones; así, con un buen apretón de manos, formemos una hermandad libre y sin nombre, y honrémonos a nosotros mismos con una conducta intachable.
Algunos de los bebedores respondieron dando manotazos sobre la mesa y riéndose, pero la mayoría, dejando a un lado vasos y jarros, se agruparon en torno a él.
—Es lamentable —dijeron— que los pensamientos puedan ir a conturbarte cuando estés ejecutando tu proyectada obra, que verdaderamente será admirable de contemplar. Bendito sea el día en que la consagremos en nuestro templo. ¿Qué es lo que representará…? Se dice que a San Jorge salvando a la princesa de las garras del dragón. ¿Significará que el joven y hermoso reino de Suecia es salvado de las garras de la opresión…?
—Así piensa Sturen, mis queridos amigos, pero yo sólo puedo tallar una imagen siguiendo mi propio genio.
Bengt Hake se levantó bruscamente, abrazó al maestro Andrés y le besó en ambas mejillas.
—A la luz de la linterna habláis todos como unos hipócritas, pero en la oscuridad poca confianza tengo yo en la pureza de vuestros corazones. Con el maestro es cosa diferente, porque vibra con energía y fuerza; por eso su obra será magnífica. Hagamos un círculo en torno de él para protegerle. La amistad que ahora nos une la conservaré religiosamente hasta el último momento de la vida. Dadle vuestros fementidos juramentos, que pretenden ser virtuosos. Yo tengo un regalo de amigo mucho más valioso y que confirmará la confianza que tengo en él depositada. Le daré lo que más amo en el mundo: Metta, mi esposa, la mujercita de mi casa, posará ante él cuando esté tallando la imagen de la doncella, para que sea más hermosa que todo lo que haya él ejecutado en sus largos viajes y peregrinaciones.
Todos elogiaron a Bengt Hake por su amistoso ofrecimiento, y estrecharon las manos del maestro Andrés. Cuando, poco después, las campanas comenzaron a tocar silencio, se encaminó cada cual a su casa.
El caserío de Bengt Hake se asentaba en el islote de Käpplinge. Y el maestro Andrés había instalado su taller en un almacén vacío que estaba a la orilla del agua. Las avispas y las abejas del verano penetraban volando por el ventanal de la fachada, y cuando el maestro se encaramaba sobre el gran bloque de encina, podía columbrar los mástiles de los navíos que navegaban por los canales, y el tejado de chapa de cobre, ya oxidada, del castillo de la ciudad. Detrás de él, por el lado de tierra, en lo alto, se extendía la casa-habitación en forma rectangular, y no había por todo el contorno árboles ni matorrales, sino una inmensa pradera de hierba alta y suave, de un color verde intenso, inundada de florecillas blancas y amarillas. Tan hermoso era todo esto, que el maestro Andrés acostumbraba llamar al caserío El paraíso encontrado.
Todas las mañanas se sentaba Bengt Hake en la antojana de su casa para ensayar marchas y pasos de danza, y a veces ocurría que, repentinamente, se quedaba silencioso, para echarse atrás el cabello que le caía sobre el rostro. Algunas veces se escuchaba también el canto de Metta, acompañándole.
Cuando ella quería llamar a una de sus sirvientas no iba a buscarla, sino que interrumpía su canto y empezaba a dar voces en la dirección en que aquélla se encontraba. Ahora que Metta servía de modelo al maestro Andrés para tallar la imagen de la princesa, algunas veces, estando posando en el taller del artista con el manto sobre los hombros y las manos cruzadas, comenzaba a llamar, de repente, a grandes voces, a una u otra de sus sirvientas. En el taller se reunían, colocándose a lo largo de las paredes, muchos espectadores para contemplar, gustosos, cómo el artista ejecutaba su obra, y también para admirar a Metta. Alguna vez también acudían allí señores de alto rango, y a todos contaba el maestro Andrés que nunca se cansaría del modo de ser de Metta, pues cada día se sentía delante de ella tan curioso como si se tratase de una extraña. Inesperadamente tomaba ella gusto por un determinado guiso; entonces, y durante toda una semana, no servía otro manjar en la casa, hasta que, de la misma manera, inesperadamente, aquel gusto volvía a desaparecer para no servirse más. En algunas ocasiones se sentaba Metta junto a su marido y cantaba al compás de su música canciones amorosas que componían entre los dos, lo que consideraban como el placer más delicioso del corazón; pero, de pronto, se cansaba de las canciones, y ninguna súplica conseguía de ella que siguiera cantando. A veces permanecía horas enteras arrodillada para servir de modelo como princesa, y entonces esto le parecía el pasatiempo más alegre del mundo; pero, a la mañana siguiente, ya quería bailar y retozar, y correr de un lado a otro como un niño alocado; lo que más odiaba, en ese momento, era estarse tranquila. Durante sus ocupaciones, se la veía a veces llena de entusiasmo, con las mejillas ardientes y sonrosadas, y otras se arrojaba sobre la hierba, pareciéndole que toda la vida era una carga. «Tal y como soy —decía ella—, tal quiero mostrarme, sin fingimientos».
Para todas sus excentricidades tenía el maestro Andrés una palabra de disculpa, y Bengt Hake le escuchaba con los ojos brillantes. Cuando el maestro Andrés medía a Metta con su compás, diciendo que todos los artistas eran unos malos aprendices comparados con el Creador del mundo, Bengt Hake se sentía más feliz y más digno de envidia que ningún otro hombre, y se marchaba tocando ruidosamente su instrumento, que semejaba el viento soplando en el tejado de turba del caserío.
Sin embargo, era principalmente por la noche, a la luz de la linterna de cuerno colgada del techo, cuando el maestro Andrés asía con febril ardor la gubia y el cuchillo y se ocupaba en la talla del dragón y del airado caballero. Entonces cubría la talla de la doncella con una oscura envoltura.
De esta manera se habituó, poco a poco, a trabajar toda la noche, y por el día lo hacía solamente una hora escasa o nada.
Llegó un día en que comenzó Bengt Hake a mostrarse duro y frío con su esposa. En las comidas, que antes habían sido alegres, disputaban por la cosa más insignificante, hasta abandonar los dos la mesa, dejando solo al maestro Andrés.
El comedor seguía siendo el mismo de antes, con su suelo alfombrado de hierbecillas y flores de la pradera y con sus ramascos ardiendo en el hogar; en los platos de la mesa seguía habiendo rosquillas y pasteles; pero el contento había huido ya de los corazones. Bengt Hake había cambiado también su asiento, que tenía enfrente del maestro Andrés, y se había vuelto intratable, mostrándose irritado por la cosa más fútil.
—Metta —dijo una noche que estaba despierto en la cama—, eres una hermosa muñeca de quien los hombres se cansan pronto. ¿Crees todavía en el amor, Metta?… ¿Sabes lo que es eso?… Es un círculo…, un círculo… ¡Vaya! No puedo explicar lo que es, pero debieras oírlo del maestro. Él odia el amor porque le tiene miedo. Son solamente los tontos como yo quienes lo adoramos, cuando debiéramos seguir la conducta del maestro.
—Si no cecearas, Bengt, siempre que dices alguna cosa, intentaría escucharte.
Saltó de la cama y, vistiéndose rápidamente, dirigió sus pasos hacia el taller del artista. Cuando entró en él se detuvo perplejo, con los pulgares metidos en su cinturón. Para tener algo en qué ocuparse, bajó la linterna de cuerno y arregló la mecha.
—Respóndeme una cosa, maestro —dijo él—. ¿Por qué has arrojado un paño oscuro sobre la imagen de la doncella?
El maestro Andrés fingía no escucharle y continuaba su obra de talla en la imagen del dragón, de la que hacía saltar algunas laminillas de madera, pero como la pregunta fuera repetida, respondió:
—Para mí, el combate entre el caballero y el dragón es lo más importante. Ciñendo su dorada armadura y con la espada en alto, arroja San Jorge la lanza contra el dragón, y detrás del santo se arrodilla la salvada doncella.
—Es una hermosa representación, maestro, y ese animal monstruoso que, entre calaveras y huesos, se levanta del fango de la tierra, tu cuchillo lo muestra más terrible y espantoso a medida que las noches pasan.
—Entonces, ¿te alegras más cuando yo me ocupo en tallar la imagen de la doncella…?
—Comprendo mejor su imagen y, entonces, también te comprendo a ti mejor.
—¿Por qué te ha disgustado Metta…? Ahora arde un infierno en tus ojos y las chispas vuelan hacia mí, que ya no puedo ser feliz ni estar contento.
El maestro Andrés cambió el cuchillo por un escoplo y un martillete, pero apenas cogió el mango de la herramienta, la dejó suavemente a un lado.
—Bengt, eres un niño grande. No hagas caso de mis palabras y goza de tu amor mientras puedas.
—Y ¿cómo terminará…?
—Como empezó. Con mentira y con angustia. ¿No comenzó casi como una enfermedad, con insomnio y opresión sobre el pecho y la garganta…?
—Es cierto que fue así. Y después, repentinamente, Metta fingió ser muy devota de la iglesia.
—¿Había sido antes una hipócrita…?
—¿Ella? ¿Metta? Era la franqueza misma, la franqueza personificada. Pero para poder atraparme…
—Tuvo que aprender a mentir.
—¡Ah!, en eso se hizo bastante hábil.
—¿Y engañó a su madre…?
—Su madre había muerto; pero le quedaban el padre y hermanos…, y amigas. También ocurrió que estuvo a punto de prometerse a otro hombre en matrimonio… Sí…, así resulta casi siempre…, se comprende.
—Y ese hombre era un hombre de honor, ¿no es verdad? ¿Ves tú? Una historia de amor se compone muy frecuentemente de tres partes: un hombre pundonoroso y dos ladrones. ¿Recuerdas la canción de la reina y el paje?
Bengt volvió a subir y colgar del techo la linterna, y tarareó:
Era el rey viejo de pelo cano,
como la nieve sobre el abedul,
y su joven reina, con pie soberano,
marchaba arrogante con su manto azul.
—Así dice la canción; pero podrás cantar también esta estrofa que, en todo caso, habla, al fin, de un infortunio idéntico:
La reina, que era vieja y canosa,
pasaba el día todo en gemir,
porque el rey se iba, con las graciosas
frescas doncellas, a divertir…
—Y ¿deben llamarse grandes esas cosas que nos hacen anegarnos en lágrimas?
—Bastante hay de qué llorar, maestro. Pero todavía creo en el amor, y si un día pierdo esa fe, entonces sé que antes de un año encanecerá mi cabello y me sentaré en mi banco, con los ojos cubiertos de cataratas, que me impedirán distinguir el verano del invierno.
El maestro Andrés estaba medio vuelto de espaldas, sin trabajar, y con los brazos colgando a lo largo de la capa; pero Bengt continuó hablando:
—Cuando, algunas veces, después de tocar por la noche en el palacio del señor Sturen, al retornar a mi hogar, veo titilar, reflejadas en el espejo del agua, las luces de mi casa, entonces me siento como si fuera el más rico de los hombres, porque tengo todo lo que deseo. Así que llego a casa, puedo arrojar leña en la chimenea, sentarme y contemplar las sillas vacías alrededor de la mesa, principalmente la de Metta y la tuya, e imaginarme que estamos todos sentados, como de costumbre, durante las comidas, y que comienzo a hablar con vosotros sobre nuestra felicidad, sobre el amor y la amistad, pero con desenvoltura y con palabras más floridas que si se tratara de otra cosa. No me atrevo a tocar mi flauta por temor a despertar a Metta o distraerte a ti en tu delicado trabajo; pero cuando, finalmente, siento que mi alma rebosa de felicidad, salgo a la puerta de la casa y canto tan suavemente, que ni siquiera Gorius Snickare podría oírme. Ahora, en el estío, no hay tantas estrellas como para que no pueda yo contarlas, y, mientras ando paseando de aquí para allá, en mi soledad, acostumbro bautizarlas con nuestros nombres.
Y Bengt Hake se envolvió en la capa.
—Buenas noches, maestro. Veo que estorbo con mi charla y que prefieres estar solo. Antes no era así.
Cuando se hubo marchado, cogió el maestro Andrés el jarro del agua del estante y bebió como un hombre febril. Después cubrió también minuciosamente con un paño oscuro la imagen del caballero y, seguidamente, se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra la peana de la imagen. Parecía estar sumido en graves cavilaciones; luego, por último, se quedó dormido.
Durante los días que siguieron, Bengt Hake apareció raras veces por su casa. Una noche, que venía de un baile en casa de los Sturen y se detuvo en la taberna del Consejo en vez de irse a casa, el maestro Andrés, que estaba cenando en compañía de Metta, se volvió a ésta, diciendo:
—Metta, nosotros no gozamos ya de la misma felicidad. Es como si una sombra se hubiera interpuesto entre ti y Bengt. Tampoco él se comporta conmigo como antes. ¿Qué ha ocurrido?
—Tú no supiste medir bien al hombre, aunque te crees tan prudente, maestro —respondió ella, con los codos apoyados sobre la mesa y las manos cruzadas debajo de la barbilla—. Estoy cansada, cansada, cansada. ¡Desgraciado de aquel que se atreva a pisotearme!
—¿Te refieres a Bengt?
—Claro que sí.
El maestro Andrés acaricióle los cabellos con amor casi paternal.
—Mira, Metta. Habla sinceramente. ¿Me he portado mal alguna vez o abusado de tu amistad? Muéstrame que te parezco digno de confianza.
—Tú no comprendes al hombre, te digo. En cuanto dejaste de elogiarme, de alabar mi belleza delante de toda la ciudad, Bengt no ve en mí otra cosa que faltas y defectos.
—¿Quiere, acaso, que, por causa de su vanidad, seamos los tres desgraciados? Yo creo que sería más conveniente dar la vuelta cuando el campo empieza a arder.
—Cuando todos me llaman gentil y hermosa, no aparta los ojos de mí, y le oigo por las noches salir a la antojana de la casa y entonar canciones a la felicidad de su amor. Ahora, dice que soy una muñeca de la que todos se cansan en seguida y que después tiran a un lado. Yo no puedo querer ya a aquel que no me quiere a mí. En menos tiempo del que necesito para decirlo, se me hiela el corazón hasta el fondo, ante una fría mirada. Así soy yo. Él me ha pisoteado y ahora quiero pisotearle yo a él.
—Ahora veo que ha llegado la desgracia.
—No le conoces. Te lo digo por última vez. Quiere verte sufrir de amor por su esposa, y que, por causa de ella, combata tu espíritu con el dragón.
—Un capricho pernicioso de un hombre casado, aunque buen amigo.
—Mejor se llamaría un capricho vulgar y muy natural. ¿Qué vale la cosa robada si nadie quiere adquirirla?… Mi vida y la suya se derrumbarán.
—Y mi amistad y la suya… Dios es testigo de que esto es verdad. Y todo se hará trizas porque una vez me cegó la pasión al contemplar tu rostro radiante de juventud.
—¡Calla! ¡Calla, si no quieres perderme! No hables tan fuerte, maestro. Me parece oír que alguien anda ahí abajo, por el prado.
—Será Gorius Snickare.
—Guárdate de ese hombre. Por su causa muchos han muerto apedreados aquí, en la ciudad, y otros acabaron en la horca.
—¡Qué bulbo tan admirable en el jardín del amor, iluminado por la luna, es el tal Gorius Snickare! Pero también entre los apóstoles y buscadores del amor se encuentra siempre un Judas. Sería una felicidad si no llegaran a trece. ¿Cómo es el aspecto de ese hombre que todo lo sabe?
—Se dice que tiene los ojos pequeños y de color castaño… pero no hay nadie que jure haberle visto…
—Menos le temería a él que a mi conciencia. Bengt es amigo mío.
—Una vez que estabas tú sentado, abstraído en tus pensamientos, oyó que, murmurando, decías que la hermosura pasa, pero que un corazón puro dura siempre. Desde entonces, te estima menos, y duda de tu gusto y de tu talento como artista.
—¡Es la recompensa del mérito! Y ¿si nosotros le engañáramos…?
—Nos mataría…
El maestro Andrés se alejó, yendo a sentarse en un tajuelo delante de la chimenea donde los ramascos que ardían se habían convertido en una brasa llameante.
—¿Es, entonces, verdad lo que dice la vieja leyenda, tan admirada de todo el mundo, contando la tragedia de un esposo, una esposa y un amante?
—Aquel que una vez se enreda en una tragedia semejante, es como si cayera en un laberinto sin salida. Pero ¡sí! Se encuentra una salida, una puerta trasera y, entonces, tiene uno que recoger apresuradamente sus cosas en el saco y largarse.
—No; jamás se encuentra salida alguna del laberinto, si no se ha nacido ladrón forzador, con disposición innata para deslizarse a través de las ventanas. Muchas veces, durante mis numerosas andanzas, pletóricas de vicisitudes, he observado que los rateros y los estafadores son consumados artistas en aventuras amorosas. Aquel que no puede engañar con la misma serenidad con que apura un vaso de agua, hará un miserable papel en tales embrollos. ¿Qué te crees tú que son los jóvenes caballeros que vienen aquí para arrimarse a las paredes del taller mientras yo trabajo, contemplarte y hacerte signos de cabeza, cuando Bengt vuelve la espalda…? Son rateros, que se hicieron demasiado ricos y necesitan continuar robando… dinero. ¡Siempre me acompaña la misma fatalidad…!
—¿Siempre? ¿Has caído, entonces, antes de ahora, en un laberinto como ése, tú, nuestro insigne maestro Andrés, el celebrado artista, que tan severamente predica contra lo vano y pecaminoso de la sensualidad?
—Yo soy como son todos los demás.
—Quizá también habrás aprendido a forzar y deslizarte a través de las ventanas. Y vienes a nosotros como un hipócrita. Y ahora se te cae la capa, dejándote al descubierto.
—Yo soy un hipócrita porque odio sinceramente un poder que animó mis ojos con la virtud de distinguir lo que es hermoso, pero que me arranca del objetivo de mi vida para arrojarme entre los impostores. Mas no atiendas a mis palabras, que son las de un hombre que ha amado muchas veces. Un hombre así es como un mendigo vagabundo. Una vez encontró una fuente, cuya agua era más clara y más fresca que ninguna otra, y se acostó junto a ella por un corto tiempo. Más tarde anduvo de un lado para otro, tratando de volver a encontrar aquel lugar. «Aquí está», decía siempre que se inclinaba sobre una nueva fuente; pero observaba que cada vez era el agua más tibia y más turbia hasta que, al fin, comprendió que jamás descubriría el camino de la primera.
—Maestro, hablas como un hombre atormentado por la angustia y la desesperación.
—Mejor dirías, sencillamente, «como un hombre».
—Entonces un corazón ¿sólo puede amar feliz y apasionadamente una sola vez, un solo mes del estío…?
—Y cuando ese mes pasa, el corazón se cierra y vive para otra cosa muy diferente del amor.
—¿Hasta dónde has llegado, entonces?
—¿Yo? Písame como si fuera una mala hierba.
—Maestro, has tallado sobradamente en la imagen del dragón, y también en la del airado caballero. Ven conmigo ahora, y termina la imagen de la doncella.
—Ya reinan las sombras por ahí afuera, Metta, y tendremos que encender la linterna y llevarla con nosotros.
—Las obras que se hacen en la oscuridad rehuyen la luz.
—Envuélvete en la capa, al menos, Metta, porque sopla el viento frío de la mar.
—Me cubriré con la capa cabeza y rostro, caso de que alguien nos encuentre. Y descálzate. Si los ladrones son sorprendidos, tienen que huir silenciosamente.
—Nos maldecirán a los dos.
Marcharon en la semioscuridad, pero no cogidos de la mano. Entre ambos mediaba un ancho espacio. Del mar llegaba un viento frío.
Bengt Hake regresó a su casa a la mañana siguiente, pero acompañado de todos los juglares de Sturen con sus esposas e hijas. Estaba soñoliento y decaído; mas cuando los condujo a todos al taller del artista, y vio que el maestro Andrés estaba trabajando en la imagen de la doncella, de la que había quitado la envoltura de paño oscuro, que ahora cubría las del dragón y del caballero, chispearon sus ojos como si hubieran sido encendidos por una llama. Dio una vuelta en torno de la imagen, intentando mantener un aire indiferente; y, cuando iba a comenzar una segunda vuelta, giró sobre los talones, murmurando:
—A la paz de Dios, querido maestro. Bueno fue que la otra noche habláramos tú y yo sinceramente, y como íntimos amigos, porque ahora observo que has recobrado la sana alegría de trabajar.
Se había ya dado color al semblante de la doncella, y dorado su corona, y un murmullo de admiración corrió entre los espectadores, porque nunca se había visto en Suecia una imagen tan hermosa y al mismo tiempo, tan dulce y angelical.
Bengt Hake marchó a su casa para llamar a Metta, que había dormido mucho en aquella clara mañana, y estaba sentada en el corredor, pálida y con el cabello despeinado. Sin mirarle, hacía incisiones con las uñas en los balaustres mordidos por el viento; pero él, izándose cuanto pudo sobre la punta de sus pies, le dio una palmada afectuosa en una de sus manos, diciéndole:
—No estarás enfadada conmigo, prenda de mi corazón, aunque yo por algún tiempo me mostré contigo duro y extraño, sin saber por qué. Llevémonos todos bien, nuevamente. Baja y posa como modelo. La imagen de la doncella es tu viva imagen. Me siento orgulloso y feliz de que seas tú, pero mucho más me contenta el considerar que son las expertas manos del maestro Andrés las que han ejecutado esta obra, porque yo le amo como si fuera mi padre o mi hermano.
Y como vio que Metta continuaba sentada, la cogió de la mano y continuó hablando:
—Prepárate, Metta. Ponte el vestido del domingo y el collar. Manda a las sirvientas que instalen la mesa en el prado y dispongan los platos para los invitados, porque hoy festejaremos a nuestro maestro, que se sentará entre nosotros dos.
—¡Si pudiera ser un solo día en la vida tan feliz como cuando comencé a morar en esta casa!
—Ahora eres presa de una de tus horas sombrías, Metta; porque tú, siempre resplandeciste como una piedra preciosa, no eres así. Resplandece otra vez más, y deja que la luz juguetee en torno tuyo.
—Tienes razón —dijo ella levantándose—. No valgo para estar triste. Ahora quiero estar alegre, alegre, alegre…
Las mejores galas de Metta fueron sacadas de cofres y armarios, y, cuando ya estaba magníficamente vestida, vino Bengt, que le abrochó el collar y la besó.
A Metta bailábanle los pies cuando él la condujo escaleras abajo, y ya afuera, en el prado delante del caserío, ayudó a las sirvientas a disponer la mesa y las sillas, colocando una corona de flores alrededor de cada plato. Seguidamente fue ella misma a buscar a todos los invitados, cuidando de sentar a su lado al maestro Andrés. Éste se contagió de su entusiasmo cuando Metta les escanció el vino, y, subiéndose en una silla y oprimiendo la copa contra su corazón, habló sobre el paraíso encontrado y sobre el camino del sol, que titilaba en el espejo de las aguas, entre las naves mercantes de Lübeck. Sentía placer en burlarse del peligro, de la misma manera que un tunante vagabundo se detiene debajo de una horca, y, bromeando, se hace un nudo alrededor del cuello.
—Sólo una cosa falta.
Los juglares, ávidos de curiosidad, tiraron al maestro de las mangas.
—Y ¿qué es ello, maestro?
—Gorius Snickare.
—¡Ja, ja, ja! Sería una hermosa perla en la cadena.
—Debieras haberle traído con vosotros para que la luz del día le diera siquiera una vez en los ojos. También yo le enseñaría, muy gustoso, cómo se esculpe la imagen de una doncella.
—Ten cuidado, maestro; ese hombre es peligroso. No necesita que le inviten. Antes que llegue la noche, ya sabe al dedillo cuántos platos se sirvieron en la mesa.
Mientras que el maestro bromeaba con la gente, sacó Bengt su caballo de la cuadra, aparejándolo con unas bridas guarnecidas de plata y una manta con largas borlas. Luego hizo montar a uno de sus pajecillos sobre el lomo del animal y le puso una trompeta en la mano. Abrió la verja de enfrente de la casa y sacudió un golpe en el anca al corcel, que, temblando, se encabritó.
—¡Bravo, muchacho! Toca fuertemente el cuerno y corre derecho a casa del señor Sturen. Dile que vas como emisario del muy renombrado maestro Andrés y particípale la feliz nueva de que la obra que él ha encargado, y recompensado espléndidamente, estará mañana, día de la. Asunción de Nuestra Señora Santísima Virgen, perfectamente dispuesta para ser entronizada en la Catedral. Pero a vosotros, amigos y hermanos —la trompeta resonó, y él se dirigió a sus invitados—, os exhorto, por de pronto, como buen juglar, a que, conforme al uso consagrado, brindemos por nuestro honorable empleo.
—A brindar por el honorable empleo —repitieron ellos, y chocaron las copas.
—Y seguidamente —continuó Bengt—, a brindar por el maestro Andrés y por su obra, tan prontamente acabada. Vendrá un tiempo en que Metta, ya vieja y encanecida, se sentará junto al fuego de la chimenea cardando lana. Entonces yo, cada vez que entre en nuestra Catedral, contemplaré, entusiasmado, a la esposa de mi juventud, a la única mujer que amé de todo corazón. Allí estará ella de rodillas, con las manos cruzadas como antaño, y tan hermosa y fiel como el oro.
—Tan hermosa y fiel como el oro —repitieron los invitados.
Entonces se levantó Metta:
—Yo también quiero darte las gracias, maestro. Déjame besar tu mano.
El maestro Andrés saltó del banco donde estaba encaramado, y retrocedió dos pasos. El labio inferior le temblaba, y no se dio cuenta de que la copa que mantenía en la mano se había ladeado, derramándose el vino sobre su calzado.
—¡Eso no, Metta!
Fue todo lo que acertó a responder, porque había perdido el dominio de sí mismo.
—Se emociona —murmuraron los invitados—. Está impaciente por volver al trabajo.
Luego, un rato después que hubieron comido, descendieron, formando grupos, por el camino, en dirección al taller del artista. Muchos llevaban todavía sus instrumentos, pintados de rojo, apoyados sobre los hombros, como si fueran yugos. No pensaban en otra cosa que en las imágenes. Quitaron la cubierta del dragón. Y, cuando vieron las roídas calaveras y las vértebras debajo de sus garras, hablaron con acento patético del pecado y de la muerte.
El maestro Andrés dividió a sus espectadores en diferentes equipos de trabajo, quienes comenzaron a prestarle ayuda, pintando el dragón y el emplazamiento, pero no consintió que nadie tocara, a no ser él mismo, a la doncella y al caballero.
En lo más alto de todo, sobre la escalera, estaba el maestro con sus pinturas y su oro, y arrodillada, junto a él, estaba Metta con su manto azul y con el cabello suelto.
—¡Campo de rosas y tumba de lirios! —murmuró Bengt Hake al maestro Andrés, señalando con el dedo las mejillas de su esposa, que eran rosa y nácar, semejantes a la flor de la manzana.
Como el maestro Andrés no respondiera, echó Bengt a correr escalera arriba, hasta alcanzarle.
—Todavía no has dorado las hojas de la corona de la doncella. ¡Deja que yo lo haga, porque, en agradecimiento de todo lo que ella ha sido para mí, debo coronar su inocente cabeza!
El maestro Andrés frunció el entrecejo, palideció, sintió frío por el rostro y estuvo a punto de caerse. Poniendo una mano sobre la cabeza de Bengt, intentó detenerle.
—No debes hacerlo, Bengt.
Los invitados dejaron su trabajo, y encaminándose hacia ellos, desde todos lados, exclamaban y decían:
—¿Por qué no ha de hacerlo…? Consiente, maestro; si alguno hay digno de coronar la hermosa imagen de Metta, tendrá que ser aquel a quien ella, casta y fiel, entregó su juventud.
Otros decían:
—Estás fatigado, maestro; baja de ahí y deja que amantes manos sujeten en la cabeza de la doncella el adorno, que durará siempre. Aquí estamos ejecutando una obra que servirá para gloria de Dios y edificación de los hombres.
El maestro Andrés oprimía más y más con su mano la cabeza de Bengt Hake; éste, alzando la vista hacia él, con voz firme y resuelta, exclamó:
—¡No; yo solo, no! ¡No; yo solo, no! Los dos juntos sujetaremos la joya: el maestro y yo, los dos íntimos y leales amigos. Cuando Metta y yo nos pudramos en una tumba olvidada, los maridos y las esposas se reunirán en la Catedral, asistiendo a los oficios y, viendo brillar todavía la corona, acaso cubierta de polvo, entonces ellos les dirán a ellas: «¿La veis? ¡Es la corona del amor casto y fiel!».
—Pídeme lo que quieras —dijo el maestro Andrés—: pero eso ¡nunca!
Los invitados soltaron sus herramientas, murmurando todos, cada vez más fuerte y más alto:
—Creíamos que eras un hombre de corazón, maestro. Ahora hablas con acento orgulloso. ¿No es Bengt Hake ya tu amigo…? Corren extraños rumores por la ciudad.
—¿Rumores…?
El maestro Andrés intentó reír todavía una vez, despectivo y arrogante, pero temblándole los labios. Entonces, apartó Bengt de su cabeza la mano del maestro y subió junto a él, al peldaño más alto de la escalera.
—Tú, no conoces el oficio y no sabes dorar una corona —dijo el maestro.
—Enséñame tú.
Los invitados comenzaron a exclamar:
—¡Vaya, enséñale tu arte, maestro!
—¿Y si echa a perder mi obra?
—Manos amorosas no podrán estropear una gran obra.
—¿Es él o soy yo quien manda aquí?
—Somos nosotros, porque en nuestra Catedral será entronizada tu obra. Somos nosotros, que te hemos acogido con generosidad y con los brazos abiertos.
—¿Lo habéis hecho a causa de mi nombre o de mi arte…?
—¡Todo el honor sea para tu arte, pero nosotros queremos ahora también consagrar tu obra en espíritu!
—¿Es entonces, el espíritu lo mejor y más justo…?
—¿Qué quieres decir con eso…?
—¡Vaya! Dejemos el trabajo por hoy.
—¿Y el muchacho que está en camino del palacio de Sturen con la noticia de que mañana la imagen puede ser colocada? Envía al señor una falsa promesa, y ya verás lo que te responde.
Todos se colocaron en círculo en torno de la obra de arte.
Entonces comenzó el maestro Andrés a indicar a Bengt lo que tenía que hacer, y ambos doraban al mismo tiempo la corona; pero el maestro temblaba y tenía que rehacer y corregir su propio trabajo. Cuando Metta lo contempló, cruzó las manos detrás del cuello, exclamando:
—¡La corona de oro brilla como el sol! ¡Brilla como el sol…!
El maestro Andrés no se atrevió a sostener la mirada de Metta, pero durante todo el tiempo frotaba suavemente con un trozo de seda las puntas de las hojas doradas de la corona, hasta que Bengt Hake completó su trabajo.
—¡Tiene razón! —susurraban los invitados—. El sol brilla en la corona de oro, ¡brilla! ¡Brilla el sol…!
Bengt Hake rodeó con su brazo la cintura del maestro, ayudándole a descender pausadamente la escalera.
—¡Tu obra está terminada!
El maestro Andrés se sentó pesadamente sobre uno de los toscos bloques de encina que no se habían utilizado. Recogió del suelo el mazo de madera que utilizaba como herramienta y, atravesándolo sobre sus rodillas exclamó:
—Sí; la obra está concluida. Marchad a casa, buenas gentes, y dejadme aquí, sentado en la soledad…