CAPÍTULO XVIII

Un mendigo solitario quedaba todavía sentado en la escalinata de la mezquita. Emin le dio una limosna. La oscuridad de la noche, que comenzaba, no era tan intensa para impedir a Nelly ver cómo Emin deslizaba furtivamente en la mano del mendigo una moneda brillante de plata u oro por debajo del óbolo de cobre. ¡Qué elevados y grandes sentimientos, se decía ella, se ocultan en el alma de un árabe!

De ninguna manera diole a comprender que había visto la noble generosidad que él ocultó debajo de la insignificante moneda de cobre. En vez de eso, Nelly dijo:

—No quiero regresar a casa en este momento. Me encuentro muy excitada y preferiría ir a la casa de baños.

Emin la acompañó, pero sin ofrecerle el brazo, como lo haría un occidental. Silencioso, marchaba junto a ella, con su turbante y su kaftán azul celeste festoneado de piel, semejante a un personaje dibujado en un libro de leyendas orientales. Era siempre el mismo hombre enigmático, el mismo conjunto de cosas iguales y diferentes. Estaba casi convencida de que él no había ido a la mezquita para esperarla. Durante los últimos días, tan agitados, Emin se había olvidado completamente de la cita, y había ido a la mezquita para rezar, por costumbre, sus oraciones al ponerse el sol. Y por esto se sorprendió él cuando la reconoció allí inesperadamente, como ella pudo observar. Sólo después de un rato se sintió agitado por el mismo sentimiento que cuando la besó en el patio del hotel. Pero ¿qué nombre impondría ella a ese sentimiento impulsivo, conforme al criterio de un hombre occidental?… Casi era cierto que un árabe como él, que no trataba con otras mujeres que con aquellas que consideraba como cosas de su propiedad, no estaba habituado a tomar en serio ni hacer gran aprecio de sus ternuras sentimentales. ¡Cuánto deseaba Nelly que él aprovechara este corto tiempo en que caminaban juntos para hablar con ella, en vez de ir silencioso! ¡Con qué entusiasmo no le escucharía si él le confiara sus planes! Nada sabía ella de su fantástico proyecto de exhumar el tesoro. Si hubiera hablado, su confianza hubiera hecho de ella su aliada más abnegada, porque una mujer occidental sería su mejor consejera al indicarle cómo habría de proceder en su combate contra Occidente. Pero a Emin no se le ocurría confiarse a una mujer. Buscar ayuda y apoyo en una mujer era cosa totalmente ajena a sus ideas. Cuando, en cierta ocasión, en el patio del hotel, mientras él hablaba sobre la antigua alegría de la ciudad de sus padres, le informó Nelly de las pasiones y sufrimientos de Occidente, Emin quedó admirado de su acertado razonamiento. Pero tal admiración había despertado en él más bien animosidad que simpatía. «Vosotras, las mujeres de Occidente —había respondido—, razonáis casi como los hombres». Otra vez, hablando Nelly sobre el amor a la Naturaleza, que en el Occidente de nuestros días comenzaba a prevalecer, él la escuchaba silencioso. Finalmente, con un tono pedantesco, como si quisiera significar que las mujeres parlotean siempre tonterías, dijo: «¡Maldita Naturaleza!, puesto que tú contemplas cómo desaparece sin remisión tu juventud. ¡Maldita!, puesto que oyes balar al cordero bajo el cuchillo del matarife. ¡Maldita!, puesto que ves el pastizal del pobre enteramente seco. ¡Maldita!, puesto que la muerte te arranca de todo cuanto amas». Casi la contradecía en todo. Nelly guardaba silencio en su presencia, pero no podía evitar el ocuparse de él en sus pensamientos, cuando ambos se separaban. Emin la olvidaba prontamente en la ausencia; pero cuando volvía a ver la blancura de su rostro y su hermosa apostura, hervían sus sentimientos como un torrente de lava.

Un débil rayo de luna atravesaba la oscuridad, iluminando las estrechas y enlosadas o desnudas calles.

Pronto llegaron a la puerta de la casa de baños, sobre la cual una bandera izada indicaba que en esta noche solamente estaba abierta para las mujeres.

Nelly ofreció a Emin sus manos, porque todo el ardor, toda la vivacidad que ella, en el curso de los años, había ocultado bajo su rígido aspecto, se habían encendido caldeados por el Oriente, haciendo caer la máscara. Emin asió fuertemente sus manos para atraerla hacia sí, pero las soltó bruscamente porque en el sombrío vestíbulo, detrás de ella, brillaba un rayo de luz y algunas mujeres, charlando en voz alta, salían del vestuario.

Nelly se volvió de espaldas a Emin y se adentró en la casa, sin despedirse siquiera.

El vestíbulo no era otra cosa que un pasillo largo, sinuoso y muy estrecho. Cuando ella pasó rozando a las mujeres con que se cruzaba, sintió como si un gran peso le sofocara el pecho. Aquella vergonzosa y fugaz separación en un sombrío vestíbulo había arrojado la sombra del más vulgar y grisáceo prosaísmo en medio del ensueño romántico en que había vivido durante las horas últimas. Se sintió invadida por sombrías inquietudes, y como reacción juzgó conveniente, según la manera oriental, el aprovechar la ocasión.

Miró repetidas veces atrás para ver si Emin se había demorado a la puerta, y retroceder entonces, sin titubeo alguno, para decirle unas corteses «¡Buenas noches!».

Pero ya Emin se había alejado calle adelante. Todo estaba desierto y silencioso allí fuera, a la luz de la luna que brillaba débilmente, y las parlanchinas mujeres desaparecían en la lejanía con rápidos y menudos pasos. Entonces Nelly dio en imaginarse que estaba contenta y era feliz.

Con mesurado paso entró en el magnífico salón del vestuario, donde se desvestían las bañistas. No tenía que abonar retribución alguna, porque el establecimiento era una fundación benéfica y permanecía abierto para todos, hasta para los cristianos de la ciudad si, contra su costumbre, alguna vez sentían el placer de bañarse convenientemente. Nelly depositó, sin embargo, una moneda de plata en la mano del portero.

¿El portero?… Sí, allí se encontraba apostado nada menos que un hombre guardando la entrada a los baños de las mujeres árabes. Pero Alá, que conocía su propio sexo y que sabía que el agujero de la cerradura de la puerta era demasiado grande, había decretado que el pobre fuera ciego.

El salón del vestuario, amueblado con estrados y divanes, y en cuyo centro chapoteaba un surtidor, se parecía a una mezquita de elevada cúpula, dentro de la cual temblaba un rayo de luna que penetraba a través de las vidrieras multicolores de las pequeñas ventanas. Lámparas colgantes del techo lanzaban sus luces rojas, amarillas y azules sobre las toallas que pendían de una cuerda, semejando banderas de los colores más diversos. El salón bullía de un ruido ensordecedor. Mujeres medio desnudas o envueltas en sus secas sábanas se sentaban, con las piernas cruzadas, sobre cojines o sobre el suelo, fumando, bebiendo café o comiendo confites. Chachareaban y se reían unas con otras. Algunas eran peinadas por sus sirvientas o se dejaban teñir el cabello. Otras se pintaban las uñas con una especie de laca o se maquillaban el semblante y ennegrecían las ojeras. Dos coros de danzarinas se balanceaban lánguidamente de un lado a otro, levantando sus brazos desnudos, al compás de sus castañuelas y de un ruidoso darabucka.

Un grupo bullicioso de niños desnudos, tanto chicuelos como chicuelas, como si fueran amorcillos, se revolcaban por el suelo entre risas y gritos. Todo aquel ruido era dominado por el grito repetido de una criatura.

Nelly conocía ya por sus visitas anteriores a muchas de las mujeres árabes, quienes acudieron prestamente a su encuentro, rodeándola y charlando todas a la vez, amables y curiosas. Cuando Nelly comenzó a desvestirse, fue objeto del examen más minucioso. ¿Por qué usaba un corsé de ballenas? ¿Era un amuleto contra el mal de ojo el medallón que llevaba al cuello, pendiente de una cadena de oro? ¿Por qué se peinaba de tal manera? Sus hombros y brazos, que eran más fuertes y más hermosos que los de las pequeñas mujeres árabes, fueron examinados detenidamente y colmados de alabanzas en un estilo pomposamente florido. Aquellas amables mujercitas árabes se miraban al mismo tiempo unas a otras, comparando sus pies y manos. Hafsa mostraba orgullosa sus muslos, bien formados, pero se lamentaba, con gesto afligido, porque sus rodillas no eran tan hermosas como las de Zatife. Ildis, que era muy joven, pero esposa ya (dehanum) de un funcionario turco, era muy alabada por su bella espalda. Zatife afirmaba, sin embargo, que ninguna era tan bien formada como una muchacha armenia de piel blanca que se sentaba acurrucada en uno de los divanes, y cuyos cabellos eran tan largos, que le alcanzaban los talones. Ildis no quería dar la razón a Zatife, quien tanto se enojó, que se le saltaron las lágrimas y, finalmente, se marchó, sentándose lejos de las otras, como una chicuela malhumorada.

Nelly se sentía muy conturbada mientras duró esta escena, porque veía que su raza era muy superior a la árabe en perfección corporal. Los semblantes de aquellas mujeres, parlanchinas incansables, no siempre eran bellos y carecían de expresión. Sus miembros, por el contrario, estaban, por lo general, muy bien formados.

Cuando Nelly, al fin, se envolvió en su gran sábana seca, que le llegaba a los pies, y rodeó su cabeza con una toalla, a manera de turbante, se le aproximaron dos negritas que la condujeron al baño.

Las negritas llevaban únicamente un paño rojizo a rayas alrededor de las caderas, y en el brazo de una de ellas brillaba un ancho aro liso de latón. Para que Nelly no se quemara sus pies desnudos sobre el suelo de mármol, caliente casi como un horno, la calzaron con una especie de gruesas sandalias de madera llamadas kabkab, que resonaban estrepitosamente a cada paso.

El departamento más interior, fuertemente caldeado, estaba tan lleno de vapor, que no se veían las paredes. Nelly se encontró enteramente envuelta en una nube espesa que producía, por un lado, un reflejo rojizo y, por el otro, amarillento. Cuando la nube se disipaba ligeramente por un momento, se veían como detrás de un velo grupos de mujeres árabes, desnudas y de graciosas formas, tumbadas en el suelo de espalda o de lado. Cuando la nube se espesaba, Nelly ya no distinguía otra cosa que las dos negritas, que la rociaban de arriba abajo con el agua fría o caliente contenida en dos grandes ánforas de latón.

El rugido del fuego, que se alargaba por dentro de los tubos colocados debajo del suelo y de las paredes, era como un trueno que constantemente estuviera retumbando. De cuando en cuando se oían algunas voces chillonas gritar entre el ruido. ¿Qué decían tales voces? Unas veces decían que el agua estaba demasiado caliente; otras, que demasiado fría, o cosas parecidas. También se cambiaban frecuentemente noticias sobre la persona que hacía tiempo era comidilla de toda la ciudad. El nombre de Emin Ibn el-Arabi cruzaba repetidas veces aquel mar de nubes, y a Nelly le parecía sentir todavía sus ardientes besos cada vez que la rociaban con agua caliente. Unas veces le quemaban el brazo, otras el cuello, según las negritas derramaban sobre ella los chorros de agua caliente de sus relucientes ánforas.

Se decía entre aquel mar de nubes que la esposa del cadí —censurada y aborrecida por todas— había mandado al paschá que, sin más preámbulos, encarcelara a Emin. El mar de nubes decía también que no era posible pensar que el paschá fuera tan miserable como para cometer tal atropello, aunque era un turco. Emin no había cometido todavía ningún acto criminal. Toda su fama descansaba en la confianza que él había despertado.

Cuando Nelly, por fin, después que la secaron y frotaron con agua perfumada, retornó a su asiento del diván en el salón del vestuario, se quedó sumida en el agradable reposo que, según la leyenda, representa el sexto acto en ese baño de hadas que es un baño oriental. La mayoría de sus afables, pero parlanchinas, amigas árabes se habían marchado, y, sin embargo, no estaba triste. Al contrario, comenzó a sentir que su resolución de ser paciente y feliz se iba convirtiendo en realidad. Yacía envuelta en un manto seco blanco y largo, dejando solamente desnudos los brazos. Las negritas habían ceñido su cabeza con una nueva toalla seca, de color azulado, y sobre una mesita baja, incrustada de nácar, que había a su lado, le sirvieron un humeante café en una copa hermosamente tallada.

Intentó alejar de sus pensamientos a Emin, ocupándose de otra cosa. Se acordó de su patria. ¡Qué diferente y opuesta era a esta ciudad de Damasco, que ahora la tenía por huésped! Allí, en los países de las gigantescas chimeneas, que eran otra especie de alminares, habría ahora nieve fundida y brumas. Todo se confabulaba allí para inspirar a los hombres un concepto sombrío y pesimista de la vida: el clima, el modo de vivir, las duras condiciones de la existencia, las habitaciones austeramente decoradas y los trajes oscuros. ¿No era bastante con que los hombres usaran sombreros negros, feos y ridículos, que parecían tubos de estufa, aunque mejor sería usar casquetes brillantes para poner un poco de color en el ambiente gris? Los occidentales también marchaban por el polvo de las calles calzando zapatos negros, aunque un gris o un terso amarillo, como los calzados de los musulmanes, hubiera sido, naturalmente, más conveniente y menos feo. Si un árabe intentara describir a los petimetres de Occidente, se expresaría así: «Portan sobre la cabeza las caperuzas de las chimeneas de sus crematorios; sus trajes están hechos de paños funerarios, y tienen encajados los pies en pequeños ataúdes».

Aunque la decadencia de Oriente era inminente, su pueblo vivía confiado, descuidado como un niño. Las gentes de Occidente, por el contrario, que esperaban un gran futuro, eran refunfuñonas y estaban cansadas de la vida, como los viejos enfermos. Para los orientales, el dolor era un mal necesario; los occidentales, en cambio, hacían de él una religión, porque frecuentemente lo consideraban como el precio de la suerte, y todo su objetivo era sacrificar el presente a un porvenir mejor. Con el tiempo, tanto exageraron esta creencia, que comenzaron a amar el dolor por el dolor mismo, y hasta tuvieron la suerte de suprimir su aspecto plañidero y suplicante. Sucedió así cuando el Occidente fue impresionado por algo muy típicamente occidental: lo que se llama el dolor del mundo. El dolor del mundo, o la enfermedad alemana, como así dio en llamarse, tenía un contenido demasiado grande y realista para que no tomara inmediatamente gigantescas proporciones, extendiéndose por el mundo como una peste. El dolor del mundo, el pesimismo, había abierto la era del presente dentro de la historia del sufrimiento occidental. Ahora se había roto el hielo. Ahora podrían los hombres más joviales concentrarse diariamente y compartir los dolores del mundo. Solitarios, lloraron junto a las fuentes de los bosques, o buscaron su consuelo en el alcohol. Cuando comprendieron que esto era indigno, se dieron a trabajar; pero para adormecer un dolor tan místico y exacerbado, hubieron de trabajar hasta el exceso, y de esta manera sólo consiguieron un nuevo tormento. La filosofía del dolor había saturado de tal manera el proceso de sus pensamientos, que el hombre occidental comenzó a despreciar o dudar de todo lo que no tenía un color negro. Los murciélagos y otros animales nocturnos son atraídos con el color blanco; los occidentales son sugestionados con el color negro. Todo lo que amarga la existencia lo consideraban un gran honor, y se jactaban de su «hermoso odio». Si habían hecho su suerte, no se vanagloriaban de su habilidad, sino que señalaban con orgullo las privaciones y sufrimientos de su juventud. Dramas que espantarían, como las corridas de toros, ganaban entre ellos una increíble aprobación; y el más grande servicio que un escritor podría hacerles era mostrar en su obra el sufrimiento que les desvelaba.

Por eso los escritores trataban de inculcar en sus libros una filosofía que podría ser, aproximadamente, formulada así: «Yo soy verdaderamente el mártir más grande que jamás baila al son francés…». Abrir las páginas de un drama, de una novela o de un cuento occidental era como abrir la puerta de la sala de un hospital. Se veía, sufriendo, un semblante ideal. Las grandes almas se estremecían con su doliente Occidente como con un terremoto. Los mil minúsculos imitadores intentaban parecérseles, pero eran tan iguales entre sí como dos regimientos de soldados de plomo que son fundidos en el mismo molde, pero que unos se pintan de rojo y otros de azul para que puedan guerrear sin confundirse. Había en todo este estilo un trasunto conventual tal, que confería al libro la característica de breviario. ¿No era posible que el Occidente sobrepasara el límite y, tarde o temprano, soplara una reconfortante brisa?

Gemir o sollozar le parecía a Nelly en esta hora sinónimo de debilidad. Era una debilidad pobre: era, en primer lugar, una conmiseración ante el propio dolor, y, en segundo, una concesión al gusto del tiempo.

También Nelly abrigaba cierto respeto mal dispuesto para el dolor y el sacrificio. Si hubiera podido examinarse a sí misma, comprobaría, precisamente por esta confirmación, lo imposible que era el librarse de las cualidades que más notablemente caracterizaban su raza. Para ella, sin embargo, el dolor y el sacrificio eran algo que se negaba a mostrar, algo casto y puro, que no quería manchar al enseñarlo ante quienquiera que encontrara. No podía desdeñar el martirio, porque entonces debería desdeñar a todos los hombres; pero amaba mucho más a aquellos mártires que eran alabados o despreciados todavía mientras la hoguera crepitaba debajo de sus pies.

Precisamente, un mártir así era, en cierto modo, el Oriente; porque conservaba, aun en los días de su decadencia, la serena majestad de la alegría y esplendor antiguos. Nelly amaba, al mismo tiempo, la vida popular, rica en colorido, de las calles bulliciosas y de las abandonadas al silencio. Amaba los modestos y también los miserables hogares árabes, donde el optimismo antiguo y el sentimiento de la belleza eran evocados por el utensilio más insignificante: por las armoniosas líneas de un ánfora o por una ornamentada marmita de barro. Deseaba interiormente quedarse allí para siempre, vivir los restantes días de su vida a la manera oriental, gozando del presente apaciblemente, sin preocupaciones, para ir envejeciendo suavemente y morirse casi sin darse cuenta.

Cuando sus pensamientos volvieron a concentrarse, poco a poco, en Emin, sintió el mismo desasosiego penoso y sofocante que había ya experimentado al entrar en la casa de baños, y, al echarse a un lado, resbaló de sus hombros y espalda el manto de secarse. Su imaginación de mujer occidental era demasiado ingenua para preguntarse si Emin sería alguna vez para ella algo más de lo que era ahora. Pero ella deseaba permanecer siempre en su proximidad, no en su casa, sino, mejor aún, enfrente, para juntamente con él, libertar a Endimión, libertar de su sueño al Oriente, en torno del cual tantos hambrientos mochuelos giraban en acecho.

Mientras Nelly estaba absorta en sus fantasías, observó reiteradas veces que una cierta intranquilidad comenzaba a surgir entre la multitud que llenaba el salón. Las bailarinas habían terminado su danza, acallando sus castañuelas y sus darabuckorna. Las mujeres conversaban agrupadas, y los niños se reunían en torno de ellas, escuchando ávidos de curiosidad.

Al principio, Nelly no preguntó la causa. Continuaba absorta en sus pensamientos, presa del lánguido sopor que causa un baño árabe. Había bebido su café y yacía con los ojos cerrados, como si soñara. Entonces se oyó un confuso ruido en la sala, y la voz chillona de una vieja gritar como unas veinte veces con acento angustioso:

Challi balak! (¡Atención!).

Nelly se irguió, recostándose sobre los codos. Vio que algo desusado iba a suceder. Todas parecían temer un peligro inminente. Las mujeres se vestían febrilmente, con precipitación, o recogían con premura sus prendas principales en grandes bultos. Pastillas de jabón, toallas, pomas de crema, frascos de agua olorosa y tartas medio húmedas, todo se amontonaba sin orden ni concierto. Las mujeres que aún se encontraban en el cuarto de baño salieron corriendo, desnudas, agitando frenéticas sus sábanas de baño y arrastrando las pesadas sandalias de madera.

También Nelly fue contagiada por esta angustia. Se envolvió en su manto, que le llegaba a los pies y parecía una toga, abriéndose paso hasta llegar junto a la chillona vieja, que, después de cada décima o vigésima exclamación de «¡Atención!», haciendo grandes gestos, contaba un suceso terrible.

En medio de la general confusión no pudo Nelly comprender sus palabras; y como hablaba un árabe incomprensible, nadie respondía a sus preguntas. Poco a poco, no obstante, fue captando alguna información de lo que ocurría, y retrocedió seguidamente a su sitio, vistiéndose a toda prisa.

Emin Ibn el-Arabi era también el personaje principal del rumor que irrumpió en la casa de baños. El paschá había obedecido a la esposa del cadí, y, para extinguir a tiempo el incendio, apostó soldados en todas las puertas del barrio árabe. La adopción de esta medida fue consecuencia de un nuevo escrito de Blumenbach, que exigía reparación por el insulto que la canalla de la ciudad había inferido al Consulado serbio. El apóstata serbio y sus hijos habían caído en olvido hacía ya mucho tiempo. Nadie le conocía. Nadie le había visto. Había solamente representado el papel de chispa incendiaria. La discordia se había convertido en una lucha entre el Occidente y Damasco.

Si alguna de las mujeres que allí estaban hubiera abrigado la más ligera sospecha de que Nelly era actualmente huésped de Blumenbach, la hubieran sacado los ojos. Pero ninguna de ellas sabía si Nelly conocía a Blumenbach. Creían que habitaba en el hotel Dimitri, y, además, como siempre hablaba de Damasco con la mayor admiración, la consideraban casi como una de las suyas.

Por eso ellas calmaron también a Nelly cuando notaron que comenzaba a inquietarse, confirmándola que en Damasco nunca se atentaría contra ninguna mujer. Aunque estuviera la ciudad en llamas y los sablazos cayeran de derecha a izquierda, podría una mujer tocada con su velo caminar tranquilamente, por las calles. El hombre que la inquietara quedaría deshonrado para siempre. Las otras mujeres no temían por ellas mismas, sino por sus maridos y por su hogar.

Una vez vestida, Nelly se alejó rápidamente.

Algunos minutos después, la casa de baños, unos momentos antes tan poblada y bulliciosa, se quedó desierta y llena de silencio.

Cuando Nelly entró en el comedor del Consulado, donde Harven y Blumenbach la esperaban muy intranquilos, sentados a la mesa, se sentía muy agitada. No parecía la misma, y con una vivacidad que contrastaba grandemente con su habitual manera de ser, asió con fuerza la mano que Harven le tendía, al tiempo que exclamaba:

—¡Ya llegó lo que había de ocurrir!

Los dos hombres habían estado conversando sobre la trama del suceso. Blumenbach miró a Nelly de soslayo, disgustado, volviéndose después hacia la abierta ventana, a través de la cual se oía un lejano toque de trompeta y el paso de los soldados que estaban apostados en el exterior del ultrajado Consulado.