CAPÍTULO III

De no haber sido por la oscuridad de la noche, todavía reinante, los viajeros habrían visto, desde las ventanillas del coche, un mar intensamente azul y, al mismo tiempo, un paisaje a la vez áspero y riente. Al pie del rojizo Líbano, cuya cima, Djebel Sannin, encapuchan las nieves deslumbrantes, está la ciudad de Beirut, que se extiende, entre frondas, sobre una costa alta y escarpada, semejando un festón de flores sobre el umbral de una puerta. Es el umbral del Oriente. Las alturas del Líbano son frías, pero las riberas de sus playas ofrecen la flora de tres continentes, así como Constantinopla nos muestra la población de tres partes del mundo. Bien puede decirse que allí el paisaje frunce la frente, pero danza con los pies.

En los jardines, cerrados por matorrales de cactos espinosos, brotan de la tierra rojiza tupidos bosquecillos de pinos. Los bananos levantan sus refrescantes bóvedas, en forma de ojiva, entre limoneros, laureles, mirtos, moreras, cipreses y álamos blancos. Mas los cedros indígenas, sombríos y legendarios como una alegoría del Talmud, sobrepujan a todos por su sorprendente grandeza. Palmeras y sicomoros yerguen sus copas a respetable altura, como si desearan verse mecidos por los vientos de África, la tierra madre de donde emigraron. Las higueras, que, al modo de los camellos, pueden vivir a poca costa, sombrean los pedregales rojizos en las gargantas de la montaña. Los oleandros se cubren de innumerables flores, de las que se extrae un índigo que utilizan los comerciantes para teñir sus sedas. Espárragos y alcachofas crecen en estado silvestre. Las anémonas, que se crían lo mismo en las colinas del Tiveden, en Suecia, que junto al sepulcro de una favorita del harén, gozan, también aquí, de su corta existencia. Arriba, cerca ya de las cumbres, donde cesa la vegetación, y entre los acebos, cuyas hojas rígidas y punzantes suenan como pergamino seco, arraigan y crecen poderosos robles solitarios como ermitaños. De sus agallas fabrican los árabes una tinta con la que el sabio de barba gris, en la ciudad de Damasco, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, compone sus libros, escribiendo de derecha a izquierda.

Los viajeros no contemplaban, sin embargo, toda esa lujuria vegetal. Bajo un cielo suavemente iluminado por la luz de las estrellas, espesas sombras amortajaban el paisaje. Al romper el día, la diligencia había ya alcanzado las alturas del Líbano.

Nelly Harven, que la tarde anterior había desembarcado en Beirut, juntamente con su padre, del vapor procedente de Europa, experimentaba un sentimiento de decepción.

Las ventanillas de la diligencia se habían empañado. Un jirón de nube gris y frío colgaba de la montaña. De vez en vez, se entreveía una alquería pintada de blanco o un lejano monasterio maronita, que ella se figuraba cerrado y deshabitado. Sintiendo frío e intentando dormir, se arrebujó en su chal; pero el continuo traqueteo la mantenía despierta.

Lo que también la molestaba era no saber con seguridad si el doctor von Blumenbach, sentado frente por frente de ella, la miraba o no, pues tenía ocultos sus ojos detrás de las grandes gafas negras. Ni siquiera podía juzgar si estaba dormido o despierto.

Emin Ibn el-Arabi, sentado enfrente del viejo Harven, que iba durmiendo, tenía los ojos cerrados. Era difícil decir si estaba abstraído en sus pensamientos o si se sentía soñoliento por efecto del cansancio o de algún disgusto. Algunas veces contemplaba sus blancas y bien formadas manos, y cerraba los ojos de nuevo.

La diligencia corría con gran estrépito de ruedas y caballos. Cuando tropezaba con alguna piedra, todos alzaban la vista por un momento y se miraban unos a otros, asustados.

—¡Papá, dame un cigarrillo! —exclamó bruscamente, en una de esas ocasiones, Nelly Harven, separando tanto su velo, que boca y mentón quedaron al descubierto.

Harven bostezó sin alzar la vista, acarició su blanca barba y acomodó mejor la muleta, que sostenía entre las piernas. Después inclinó la cabeza a un lado, quedándose tan dormido como antes.

Una sonrisita, más fingida y cortés que natural, jugueteó en torno de la juvenil y fresca boca de Nelly quien sacando una pequeña mano, enfundada en un guante sueco de color gris amarillento, tiró a su padre graciosamente del brazo, al tiempo que murmuraba en voz muy baja:

—Pero ¡papá!

Harven alzó de nuevo la cabeza, pronunciando en tono conciliador algunas palabras incomprensibles mientras sacaba, palpando, del bolsillo de su chaleco un paquete de cigarrillos empezado.

Entre tanto, Blumenbach, sorprendido, levantó las gafas hasta la frente, mostrando unos ojos de color gris claro que irradiaban vida y energía y que iluminaron repentinamente su fresco semblante.

—¿Es usted americano? —preguntó cortésmente, después de unos minutos, mientras Nelly encendía un delgado cigarrillo ruso, que apenas duró seis bocanadas antes de consumirse.

Harven se enderezó frotándose los ojos con un gesto de resignación; y, como si hubiera decidido con toda la fuerza de su voluntad no dormir más, respondió:

—¡Sí! Somos americanos. Y, ciertamente, sólo una americana como mi querida hija se atrevería a tomarse tales libertades.

Blumenbach sonrió amablemente, respondiendo:

—En lo que a eso atañe, el Oriente es el verdadero país de la libertad. Aquí todo el mundo puede vivir a su gusto. Y precisamente el fumar es un placer cotidiano para las damas. Por mi parte, no encuentro nada más interesante que una señorita jugueteando con un cigarrillo encendido. ¿No es verdad que entonces nos parece ver que las mujeres se alhajan con diamantes…? Mucho más hermoso que el verdadero diamante es el que arde en la punta de un cigarrillo, y que reúne en sí los tres colores: azul, rojo y blanco. Si yo fuera casado, le rogaría a mi mujercita que fumara. Y me sentiría feliz si, como los musulmanes, tuviera muchas esposas que, sentadas en torno mío, manejando coquetonamente sus cigarrillos, los encendieran, uno después de otro, en mi pipa. ¿Se proponen ustedes residir mucho tiempo en Damasco?…

—Un par de meses, por lo menos —contestó Nelly.

Blumenbach la felicitó por no tener necesidad de detenerse allí más tiempo, añadiendo que él no se dirigía a aquella ciudad por su gusto.

—Yo tal vez muera allí —pronosticó, con acento melancólico—. Soy médico, señorita. Un serbio amigo mío, que tiene un negocio en Damasco, me ha propuesto establecerme allí, porque Damasco carece de un verdadero médico, de un médico de carrera. Los curanderos del país no inspiran confianza a los franceses y extranjeros, como verán ustedes, pero conozco solamente algunos vocablos, árabes y tropezaré en mis comienzos con muchas dificultades.

Las últimas palabras las dijo Blumenbach dirigiéndose a Emin Ibn el-Arabi, cual si quisiera hacer a éste una pregunta. La conversación se había mantenido todo el tiempo en francés.

Emin alzó la vista, respondiendo un poco tímido, pero con voz melodiosa:

—Si en algo puedo servirles, me pongo gustosamente a disposición de ustedes. Soy natural y vecino de Damasco, esch-Scham, como nosotros decimos. Ahora regreso de Estambul, donde he residido estos últimos meses. Ha sido el único viaje de mi vida.

—¡Vaya! Sí que podemos decir que hemos hecho una magnífica adquisición —exclamó Blumenbach, con jubiloso acento—. Tenga la bondad de perdonarnos si somos un poco curiosos. ¿Le parece a usted que yo conseguiré un brillante porvenir en Damasco…?

—Seguramente. He visto a muchos europeos llegar allí sin conocer una sola palabra de nuestra lengua…, y ahora…

—Y ¿ahora…?

Emin contempló su blanca y velluda mano.

—Ahora son nuestros señores.

Al llegar a este punto la conversación se interrumpió.

Una hora más tarde se detenía la diligencia delante del hotel de Schtora, cuya fachada y demás paredes estaban completamente pintadas de blanco.

Resultaba ridículo este bajo hotel edificado aquí arriba, en la alta y desierta meseta de Coelesiria. Dentro, en el salón, había una mesa puesta a estilo francés, servida por camareros franceses… y con precios también franceses.

Harven, que, apoyado en su muleta, descendió con precaución del coche para llegarse a la mesa, juntamente con los otros viajeros, sacó su cuaderno de apuntes, en el cual anotó algo mientras su semblante adoptaba una expresión burlona.

Harven era un escritor humorista. Después de la muerte de su esposa había emprendido este largo viaje en compañía de su hija para satisfacer los deseos de ésta y descubrir, al mismo tiempo, tipos cómicos para sus novelas.

Media hora después volvían los viajeros a ocupar sus asientos en la diligencia, que, tirada por los seis galopantes caballos, rodaba a toda marcha por la alta meseta, en dirección al lejano Antilíbano, que se extendía por toda la línea del horizonte.

La marcha, en dirección Norte durante algunas horas, los condujo a la ruinas de Baalbek, que aportaron el primer saludo solemne del antiguo Oriente. En medio de un círculo de exuberantes jardines se levantaba la acrópolis de Baalbek, rodeada de murallas, cuyos basamentos estaban constituidos por enormes bloques que tenían hasta setenta pies de longitud. Alrededor de las columnas del templo, donde una raza con un concepto más optimista de la vida que la nuestra adoraba a dioses tales como el Sol y Venus, había construido el Islam torres y obras de fortificación de tal manera que el conjunto ofrecía una impresión más abigarrada y pintoresca que religiosa. Pero ocurre con este grandioso templo lo mismo que con otras ruinas conmemorativas del Oriente antiguo: que resultan un conjunto de ilustraciones a diferentes hechos de la Historia, reunidas en un solo libro. A la vista de un monumento tal, no sólo se olvida uno de sí mismo y de las menudas cuestiones localistas de su tiempo, sino que también se desembaraza completamente de tantas y tantas minucias e insignificancias como abruman nuestra alma. Es como si, desde la cumbre de una montaña, viera uno desfilar por el llano a toda la Humanidad formando un pequeño grupo fácil de abarcar con una sola mirada, llevando al frente a los desnudos hombres trogloditas y a un par de sabios ingleses cerrando la marcha. Y si se dispusiera de un cuaderno de apuntes como el de Harven, entonces sería fácil perderse entre los bloques de piedra copiando inscripciones, descifrando su significado y haciendo descubrimientos.

Si los viajeros de la diligencia hubieran visto a Baalbek, se habrían quedado repentinamente silenciosos dentro del carruaje, como si fueran una selección de los más taciturnos pensadores. Pero es cualidad característica del Oriente el comenzar, gustoso, a representar la escena con un traje modesto y reservar sus mejores galas y sus gestos más expresivos para la escena final, como hacen los grandes trágicos.

Nada había en este desolado paisaje, en esta triste meseta cubierta de hierba y rodeada de montañas, que hablara de Asia. La niebla había descendido, y hacia el Sur resplandecían las cumbres nevadas de la sierra de Hermón; pero los colores eran fríos y el cielo estaba casi cubierto de nubes.

Hubiera sido muy aburrido aquel largo y monótono viaje en diligencia si Blumenbach, que era hombre ingenioso, no fuera divirtiendo a los viajeros con sus historietas y felices ocurrencias.

A la puesta del sol, el camino, antes tan sombrío y pedregoso, empezó a estar rodeado de bosquecillos de álamos. Las mansiones campestres surgían de entre frondas y boscaje. Las corrientes de agua murmuraban al pasar de sus agitadas ondas. Un suave perfume de flores y de hierbas penetró a través de las ventanillas del coche. Los caballos estiraron sus patas aumentando la velocidad de la marcha. El cochero los excitaba haciendo restallar la fusta.

Por primera vez durante todo el viaje se reflejó en el semblante de Emin un sentimiento que bien podría llamarse de curiosidad e interés. Parecía completamente incapaz de atender a la conversación y de reír cordialmente. Su risa, siempre silenciosa, pasaba casi inadvertida. La expresión de su rostro era habitualmente de una profunda seriedad. Pero ahora, en este momento, su mirada cobró un brillo más ardiente. Compuso los pliegues de su negro gabán, abrochó los botones, se colocó bien el fez en la cabeza y se volvió a los demás viajeros como para decirles alguna cosa. En este preciso momento se detuvo la diligencia.

El cochero y los demás árabes —entre ellos Emin— descendieron del carruaje y se echaron de bruces en el suelo, al lado del camino. El conductor había percibido la voz de un lejano muecín anunciando la oración, y, aunque el coche marchaba a gran velocidad y por la falda de la montaña, tuvo que detenerse. Todo se hizo paz y silencio. Se oía únicamente el suave susurro de los álamos y el murmullo de los arroyos.

Cuando Emin terminó su oración y puso nuevamente el pie en el estribo para subir al coche, señalando en el horizonte lejano una estría desigual de luz amarillenta que el sol pintaba en el cielo y que parecía una cadena formada de enormes topacios de diferentes tamaños, exclamó, mientras sus negros ojos de árabe realzaban su brillo:

—¡Allí está la ciudad bendecida por Dios!

El crepúsculo duró solamente algunos minutos. Era ya de noche cuando la diligencia entraba en Damasco.

Un amable oriental, vistiendo cortos pantalones bombachos, chaquetilla redonda de color azul claro y cubierta su cabeza con un fez rojo, abrió la portezuela del coche.

—¡Hotel Dimitri! ¡Hotel Dimitri! ¿Puedo conducir el equipaje de los señores viajeros al hotel Dimitri?

Los viajeros se apearon. Apoyado en su muleta, Harven se detuvo junto a una linterna de la diligencia, anotando en su cuaderno de apuntes las siguientes observaciones: «Diligencia francesa. Conversación en francés. Paisaje de Fontainebleau, con villas y álamos blancos. Ciudad bendecida de Dios. Cochero con pantalones bombachos y cuello suelto. Mozo de equipajes que habla francés. Cuando los árabes ruegan a Alá, ponen la cabeza en tierra y levantan el trasero al cielo».

Blumenbach, a quien le estaba esperando su amigo serbio —un señor grueso con la cabeza cubierta con un fez rojo— en la parada del coche, dio las gracias a los americanos por su grata compañía durante el viaje, prometiendo visitarles al día siguiente en el hotel Dimitri. Nelly le contestó que sería bien recibido.

Emin no se despidió, sino que, con gran sorpresa de Nelly, se encaminó al hotel. Su casa estaba bastante alejada, y como las puertas que comunicaban los diferentes barrios de la ciudad habían sido cerradas al caer la noche y además no disponía de linterna alguna, determinó pernoctar en el hotel.

El amable mozo de equipajes, cuyo corto pantalón se abombaba aún más al andar, iba delante de los viajeros llevando una gran linterna. Después de caminar algunos minutos por entre casas bajas de color grisáceo, cerradas herméticamente y que parecían abandonadas, entraron en el hotel.

Harven, que se sentía cansado y a quien, como siempre, después de realizar algún esfuerzo le dolía el pie, se retiró a su habitación tras de besar a Nelly en la frente y desearle buenas noches, dejándola entregada a sí misma, como suelen hacer los norteamericanos con sus hijas tan pronto completan su desarrollo y se pueden regir por sí solas.

Antes, sin embargo, habían ordenado con un gesto irónico y perfecta calma, como si estuviera en una hostería de Londres, que llevaran a su cuarto una taza de té.

Con mesurada desenvoltura, netamente americana, y empaque firme y señoril, penetró Nelly en el comedor y, sentándose en la mesa, que era larga y ya estaba dispuesta, se entretuvo a examinar la minuta.

Emin se sentó alejado de ella, al otro lado de la mesa, y pidió una taza de café negro y un postre que consistía en arroz azucarado. Ninguno de ellos habló una palabra.