CAPÍTULO X
Cuando Emin encontró su puerta cerrada y supo que los hijos de su huésped habían sido raptados, se paró en el umbral, ocultando el rostro entre las manos. Inclinado hacia adelante, sin pronunciar palabra, atravesó lentamente el patio, dirigiéndose a su habitación, en donde, sin querer tomar alimento alguno, estuvo encerrado todo el día.
Pero fuera, en los barrios mahometanos, se expandía de puerta en puerta el rumor de lo sucedido. Y el rumor reunió a los curiosos en grupos. Incitó a los comerciantes de los bazares a quedarse abstraídos en sus pensamientos, olvidándose de suscitar la atención de los transeúntes que pasaban junto a sus puertas. Descendió las escaleras de los austeros bazares de los libros, y las cabezas sesudas y graves de los nichos se quitaron las gafas y pidieron venganza a Dios. Muchos hasta cerraron sus tiendas. Penetró en las mezquitas, donde los orantes estaban con sus intercesores al frente, a quienes les interrumpieron en su oración, excitándoles, fanatizándoles y juntándoles en grupos soliviantados que marchaban seguidos de centenares de frenéticas, salvajes figuras, a través de calles y callejas, para desembocar en la estrecha plaza delante del Consulado serbio.
Damasco tenía, ciertamente, sus pobres y sus miserables; pero si éstos no eran inválidos o estaban deformados por las enfermedades, semejaban personas nobles disfrazadas de mendigos árabes. El hombre de Damasco necesitaba de poco para vivir —el alimento era barato—, y ni el clima duro ni el trabajo pesado deterioraban su piel o rompían la armonía de las líneas de su cuerpo. Los hermosos vestidos, que, al mismo tiempo, daban impresión de riqueza, de colorido, de sencillez y de elegancia, resaltaban mucho más el pálido color bronceado o la hermosura moreno-caoba de sus cuerpos. La irritada masa popular concentrada delante del Consulado no presentaba por eso el terrible aspecto del llamado populacho de una revuelta callejera europea. Ningún andrajo descolorido, ningún semblante desfigurado por el frío, el hambre o la bebida. Ninguna barba descuidada de bandido, ni cabellos despeinados. Ninguna gorra sucia y harapienta, con la visera deshilachada, o abollados sombreros hongos. Ningún repugnante olor de cerveza o aguardiente. El sol del desierto hacía resplandecer los turbantes, de deslumbradora blancura, cuidadosamente enrollados, y los kaftanes de azul celeste, como si iluminara una duna en una playa del archipiélago o una ola de agua azul y espumosa. Llenaba de luz los brazos y los hombros morenos, de magníficas formas, y los semblantes hermosos, la mayor parte jóvenes y lampiños. Pero los grandes ojos negros que resaltaban en estos rostros, fulgurando con un brillo salvaje como de animales de presa, eran lo bastante para que este tropel de pueblo se hiciera más temible que la más exaltada legión vestida con todos los trapos sucios del Occidente. Los labios entreabiertos dejaban al descubierto los dientes, blancos como perlas. Profundos pliegues se dibujaban a ambos lados de la boca, y un suave, pero creciente murmullo de voces, se oía, como si fuera el hervor del agua de una caldera gigantesca.
Todo reposaba. Algo como un vaho somnífero se extendía sobre la multitud, a quien no parecía guiar la ejecución de una firme determinación, sino el movimiento sobresaltado de un durmiente en medio de sus sueños.
Las persianas del Consulado, pintadas de un color achocolatado, estaban cerradas. Por entre las hendiduras de las tablillas, Blumenbach, Harven y Nelly contemplaban aquel cuadro en movimiento y lleno de colorido que cubría la plaza. Blumenbach se dio cuenta entonces de que había obrado imprudentemente al aconsejar a Harven y a Nelly que se alojaran en su casa como lugar seguro; pero no era únicamente por su seguridad por lo que Blumenbach les había invitado a instalarse en el Consulado, sino porque comenzaba a interesarse por Nelly y quería disfrutar el mayor tiempo posible del encanto de su compañía.
En cuanto a lo demás, nada tenía que oponer al tumulto de allí afuera. Desde ahora, las protestas se dirigirían contra su persona, y comprendía que el conducirlo todo a un buen desenlace constituiría su mayor éxito, y el éxito era el solo fin de Blumenbach en la vida.
Al otro lado de la cerrada puerta estaba Skandar, enfundadas las piernas en sus pantalones bombachos, ingenuo, imprevisor, un niño grande, sin conciencia de la gravedad del peligro. Algunas mujeres viejas, sin velo, con las caras del color de la caoba, pies y brazos desnudos, y con sus túnicas de azul oscuro abiertas sobre el pecho, comenzaron a lanzar agudos y penetrantes chillidos. Hacían gestos execrables, levantaban los brazos por encima de sus cabezas, cortando el aire con sus dedos ganchudos, y cogían barro de la calle, arrojándolo contra las paredes del Consulado.
Dos mendigos casi desnudos que dormían al sol, junto a una esquina de la casa, fueron despertados por el barro que caía sobre sus cuerpos, y pacíficamente mudaron de sitio, indiferentes, silenciosos y sin erguirse más de lo que necesitaban para huir a las pellas de barro y basura que las mujeres lanzaban. Después volvieron la espalda a la multitud, y, sin importarles todo aquello ni un comino, se adormecieron tranquilamente, al modo que sus padres lo habían venido haciendo, generación tras generación, sobre las mismas piedras desde mil años atrás.
Skandar, con la valentía de un muchacho, advertía a las mujeres que se retiraran; pero sus indicaciones eran acogidas con un murmullo de grosería e injurias, muy diferentes de las que un pueblo occidental vocifera. Cuando a una de aquellas mujeres viejas se le ocurrió llamar a Skandar «perro sarnoso, que roía los huesos en casa de un franchute», parecióle que había alcanzado el colmo del insulto, y toda la multitud comenzó a repetir, jubilosa, sus palabras, como si hubieran sido un canto magistral y electrizante.
Skandar, fuera de sí, golpeó a la vieja con su bastón.
—¿Te atreves a pegar a las mujeres? —bramó ella, parándose delante de él con los puños levantados.
—¿Te atreves? —repitieron todas las voces, que sonaban como un trueno sobre aquel mar de turbantes blancos como la espuma.
Skandar siguió golpeando.
En un instante fue arrojado al suelo, sus vestidos desgarrados, y las mujeres viejas escupieron sobre él. Manchado de basura y desnudo hasta la cintura, combatió desde el suelo a patadas y golpes. Se mofaban de él, tirábanle de las orejas y de los cabellos y le frotaban el rostro con estiércol. Su bastón fue hecho pedazos, y el esférico puño de plata, circulando sobre la multitud como una pompa de jabón, desapareció para siempre. Dos jovenzuelos, frenéticos, escalaron hasta una ventana, y arrancaron y tiraron al suelo el escudo de armas de Servia, que, al tocar el pavimento, como estaba pintado en una chapa de hierro, sonó con gran estrépito. En este peligroso momento se abrió la puerta del Consulado, dando paso a Blumenbach.
Premeditadamente y con fino tacto, se había vestido completamente a la europea. Llevaba su sombrero de fieltro gris claro, guantes del mismo color y un fino bastón de paseo. En el ojal izquierdo de la solapa de su chaqueta lucía todavía la cinta roja que había recogido de la caja de cigarros. Como para librarse del calor, apartó más la solapa, de modo que la cinta roja se hizo más visible.
Se detuvo un par de minutos contemplando la multitud, que repentinamente se había apaciguado. Blumenbach había adoptado una expresión que no demostraba temor ni intranquilidad, sino más bien indiferencia, mezclada con un cierto asombro complaciente. Su gesto parecía decir: «¿Se han vuelto locos estos elegantes muchachos del turbante?» o «¿Qué significa esto…?».
Luego se adentró valientemente por entre el gentío, repartiendo golpes a derecha e izquierda con su bastoncillo, que tan pronto caía sobre un rostro como sobre un hombro desnudo.
Hubiera bastado una sola mano para arrancarle el bastón. Hubiera bastado descalzar una babucha y golpearle con ella la frente para que Blumenbach cayera desmayado al suelo entre los pies de los andrajosos. Hubiera bastado que, sacudiendo la pereza fatalista, surgiera una voluntad unánime y resuelta para que aquella muchedumbre de Damasco diera fuego al Consulado. El inepto paschá turco huiría, y Estambul, que vende a su propio pueblo, su grandeza y hasta su propio Dios por las dádivas corruptoras de los impostores occidentales, temblaría con toda su miserable debilidad ante una de sus provincias. Pero este magnífico pueblo árabe, que antaño había visto a Europa palidecer ante su poderío, que con ánimo resuelto había rechazado de los contornos de Damasco a las bandas de forajidos de las Cruzadas, temía ahora alzar la mano y atentar contra un indefenso europeo. A la vista de su traje gris claro, su cinta en el ojal de la solapa y su bastón de paseo, quedáronse todos paralizados con un respeto supersticioso. Rugiendo como leones ante la endeble fusta de un temerario domador, retrocedieron, paso a paso, confusos, sumisos, apretujados y vapuleados.
¡Tan humillado estaba este pueblo, que un tiempo fue tan generoso y valiente! ¡Tan profunda era su degradación! ¡Tan sombrío, tan sin esperanza aparecía su futuro! Era como si todo cuanto el hombre oriental emprendiera estuviese destinado de antemano a convertirse en una nueva humillación, en un primer paso hacia una caída inevitable. Nosotros prosperamos paso a paso, pero con seguridad, en todo lo que la prosperidad aprovecha. Nosotros, en cierto modo, hasta parece que rejuvenecemos en medio de nuestra vejez, y marchamos firmemente adelante; pero el vencido y traicionado pueblo de Oriente, que aún conserva el aspecto fresco de la juventud, está agonizando, acostado, al borde del camino.
Blumenbach hizo a Skandar, que ya se había levantado, una señal para que entrara en la casa, y sin haber pronunciado una sola palabra en todo ese tiempo, dio, finalmente, media vuelta, siguiendo a Skandar lentamente y muy sereno, como si el suceso hubiera sido una pura bagatela, que ya se echaba al olvido. Y cerró la puerta tras de sí con gran estrépito. Tres minutos después, una compañía de soldados turcos se apostó delante del Consulado con bayoneta calada.