CAPÍTULO XIII

¿Pronto?… Sí, la palabra retintineaba alegremente en los oídos del Guardián de los Lirios, y, dando un largo bostezo, sacó el asno del establo.

Parecíale, una vez más, que se había cambiado la manera de ser de su amo, quien en los días últimos se había convertido en un tirano casero de la peor especie. Y, contento de verse libre de él, aunque sólo fuera por poco tiempo, comenzó a canturrear un canto que aprendiera en tiempos de su niñez en el Sudán. Allá lejos, en el Sudán, se veían las cosas con aspecto diferente. Todo el paisaje era de arena movediza, y de las arenas surgían rocas oscuras, de color broncíneo, como espaldas arqueadas de egipcios y negros. Allí hacían ellos todo cuanto querían, que no era otra cosa que tumbarse a la sombra en el mediodía y al sol por la mañana y por la tarde…

En el crimen que le condenó a ser eunuco apenas pensaba, pero inconscientemente le había infundido una pérfida aversión contra los hombres en general y contra su amor en particular. El Guardián de los Lirios era como un gato, a la vez dócil y cariñoso, pero nunca devoto y fiel.

Con tardos pasos marchó por las calles hacia el barrio de Meidan para comprar algunos picos en casa del ferretero Abu Hassad. Abu significaba padre, pero se usaba la palabra únicamente en las ocasiones en que nosotros diríamos tío, ya sea por parentesco o simplemente por respeto. Así que diremos tío Hassad.

El Guardián de los Lirios, hombre indolente y barrigudo, se sentó en un taburete a la puerta de la tienda, y que era tan alto como el suelo de la misma.

—Que tus días sean dichosos, tío Hassad.

—Y también los tuyos.

—¿Cómo va tu salud?…

—Alabado sea Dios. No tan mal. Dios es grande.

—Dios es grande y sabio. Sí, sí.

—Glorifiquémosle, hijo mío. ¿Cómo estás de salud?…

—Muy satisfecho. Alabado sea Dios.

—Sí, alabado sea, hijo mío.

—Y ¿continúas vendiendo hierro viejo y chatarra, tío Hassad?

—¡Ah!, hijo mío; eso no es hierro viejo, sino estimables trabajos en hierro. Dios bendiga todavía la obra de mis manos. Y que sea alabado.

—Sí, sí. Sea glorificado. Allí en aquel rincón, me parece ver algunos picos.

—Verdad, verdad, hijo mío. ¿Quieres comprar alguna cosa…? Te aconsejo, entonces, que compres esta bien trabajada hoz, que es una verdadera joya de hermosura. Mira qué mango, qué hoja, qué corte. ¡Ah, ah! Pero antes tomarás un café.

El tío Hassad lanzó al azar un pequeño grito pidiendo café, en medio de la corriente de turbantes de variados colores que iban calle adelante, rozando la puerta de su tienda. Al momento fue escuchada su petición en la casa de enfrente. Y antes de un minuto se sentaba el tío Hassad y su comprador negro, cada uno ante su taza de café.

Entre tanto, Emin y sus hombres esperaban intranquilos y con mortal angustia la vuelta del eunuco. Cada segundo valía mucho más que el oro. Su futuro, el de todos, el del Islam, dependería quizá de la rapidez del eunuco. Nada en el mundo, ni aun la orden de Emin «¡Pronto, pronto!», podrían conseguir que el Guardián de los Lirios interrumpiera su charla acostumbrada y el preámbulo usual y corriente para convenir una compra.

Paladeó el sabor del café, chasqueando la lengua, y dijo:

—¿Son caros tus picos?…

—¿Caros? Sí, si tú asi lo quieres… Son, algunas veces, lo más caro de todas mis mercancías. Te aconsejo, por ello, como un sincero y viejo amigo tuyo y de tu señor, que harías mejor en comprar esta admirable hoz. ¡Que el café te aproveche!

—¡Y también a ti, tío Hassad! ¡Dios aumente tus bienes! ¿Cuánto pides por un pico?…

—Un pico, a causa del extraordinario trabajo que exige, es bastante caro. Por el contrario, esta hoz, que es una pieza única, magistralmente hecha, te la daría por cincuenta miserables parás. Mira cómo brilla. ¡Ahora fumarás, mi querido amigo!…

El tío Hassad lanzó otro breve grito entre el ondulante hormigueo de los turbantes.

Inmediatamente se presentó un camarero de color bronceado con una bandeja de estaño para recoger las vacías copitas de café, que, con sus soportes de estaño, parecían cáscaras de huevo colocadas en hueveras. Después puso a los pies de cada uno de ambos amigos, vendedor y comprador, su narguile, entregándoles el largo tubo, parecido a una serpiente. El narguile y la pipa de agua semejaban una garrafita de vidrio, de artística factura, medio llena de agua. El mismo tapón era una cabeza de pipa rellena con tumbak, sobre el cual se dejaba la brasa encendida.

El Guardián de los Lirios se llevó el tubo, rojo como el coral, a sus labios de negro, aún más rojos, lanzando grandes y espesas bocanadas de humo, sin pronunciar palabra. Entre tanto, habían transcurrido ya diez minutos del tiempo en que se estaba gestando el porvenir venturoso de la ciudad.

Finalmente, el tío Hassad sopló de su boca una gran nube de humo hacia el techo de la tienda, reanudando la conversación de la siguiente manera:

—¡Que la pipa te siente bien! Mi casa es tuya.

—Y a ti lo mismo, tío.

—¿Compras, pues, esa hoz, que es una especialidad? ¡Mira qué mango…!

—No tengo hierba ni grano que segar, tío Hassad. ¿Qué haría yo con una hoz? Pero dime, por favor: ¿qué sueles pedir por un par de estos miserables picos? Mucho no pueden valer…

—Si fuera a un extranjero, le pediría una cantidad muy grande, casi increíble. Pero, a decir verdad, no estoy dispuesto a vender ninguno de estos picos.

—Te ofrezco una moneda francesa de diez francos por uno.

—¿Quieres burlarte de un hombre viejo y canoso? Puesto que eres amigo mío, te lo dejaré por la tercera parte de lo que me costó a mí. Te lo malvenderé por un precio irrisorio, por una cantidad miserable. Cincuenta francos franceses en monedas de a diez.

Esto le pareció al Guardián de los Lirios demasiado caro.

—Cinco piezas de diez francos es mucho pedir —dijo con un tono de desdén—; pero mi amo es generoso.

—¡Marchallah!… ¡Una pieza de diez francos por un pico de esa clase!… Tu pipa se ha apagado, hermano.

El tío Hassad lanzó por tercera vez otro pequeño grito por encima de la calle llena de gente. Al instante apareció el bronceado camarero con unas largas tenazas llevando una brasa, que el Guardián de los Lirios colocó en su pipa, quedándose abstraído un gran rato saboreando el delicioso humo, mientras allá, en la cloaca abovedada, se sentaban Emin y sus hombres, con sudor frío en sus frentes, escuchando todo ruido que pudiera semejarse al paso del eunuco, que tan ansiosamente esperaban.

—Vaya, ¿dejas el pico por una pieza de diez francos franceses? —declamó el Guardián de los Lirios, con acento resuelto y levantándose para marcharse.

—¡Una moneda de diez francos!… ¿Me tomas por un tonto…? Pero espera un poco. Pensémoslo. Por razón de nuestra amistad, te rebajaré el precio a cuatro monedas de diez francos…, más esta hoz. Por el contrario…

—Bien. Puesto que me dejas un pico por cuatro monedas de diez francos, supongo yo que, si tomo dos picos, me dejarás el segundo en tres monedas de diez francos.

—Ofendes mis canas… Pero, aguarda un poco… ¡Vaya!, el segundo pico lo tendrás por tres monedas de diez francos.

—Perfectamente, tío Hassad. De buena gana me llevaría un tercer pico si te contentaras con que te pagara dos monedas de diez francos por él.

—¡Dos monedas de diez francos!… ¡Si no fueras tan impaciente, querido hermano! Me vas a empobrecer, mas Dios, que es bueno, me ayudará.

—Sí. Él es bueno. Y visto que puedo adquirir un tercer pico por dos monedas de diez francos, supongo yo que dejarás que me lleve los tres picos, y además otro, sin darte por los otros más que dos piezas de diez francos.

—¿Cuatro picos por dos piezas de diez francos? ¡Nunca, nunca! ¿Para esto hemos fumado y tomado café juntos como dos buenos amigos?… Si, al menos, ofrecieras tres monedas de diez francos, una…

—No, dos. ¡Dios te conceda un día feliz!

—¡Marchallah! ¡Vaya, tómalos! ¡Llévatelos todos! ¡Me arruinas, me fuerzas a que un día me presente como un mendigo a la puerta de tu señor!

Y el tío Hassad se sentó, acurrucado, como un pájaro enfermo.

El Guardián de los Lirios cargó los cuatro picos a lomo de su asno y, después de una ausencia de cuatro horas, retornó, al fin, a donde le esperaba su amo.

Mas si un extranjero le siguiera disimuladamente, se diría a sí mismo: «¿Cómo sería posible que un pueblo con tal espíritu infantil, un pueblo que desperdicia su ingenio en parecidas tonterías en vez de preocuparse de su futuro, no hubiera de sucumbir inexorablemente en su lucha contra nosotros, que somos más trabajadores?…».