CAPÍTULO IX
El invierno había sido extraordinariamente benigno. Y la primavera llegó antes que de costumbre.
Cuando Emin y sus invitados salieron a caballo por las puertas de la ciudad, se encontraron con un mar de flores y de verdor. La primavera en Damasco era, durante tres semanas, una pomposa fiesta floral. La tierra se cubría con las hierbas más jugosas y multitud de plantas. Los «siete ríos» resplandecían entre los plátanos, y los pájaros gorjeaban.
Detrás de los jinetes se extendía la sinuosa muralla de la ciudad, flanqueada de grandes y medio derruidas torres con puertas monumentales. La muralla descansaba sobre basamentos de grandes bloques de piedras rectangulares, de color rojizo, y las paredes de las torres estaban incrustadas con arabescos, abriéndose en algunas elegantes y airosos ajimeces. Ocurría a menudo que el gusto estético de los árabes transformaba una tronera en una ventana arqueada, con los marcos ornamentados.
Las pardas murallas, detrás de las cuales se elevaban los árboles de los innumerables jardines de la ciudad, parecían, vistas a distancia, del color de la piel humana, y semejaban dos brazos gigantescos, quemados por el sol, que estrechaban con un abrazo inmenso toda la tierra verde y florida que les rodeaba.
Los jinetes atravesaron extensos lugares sepulcrales, pensando en la innumerable serie de famosos personajes que, desde Fátima, la hija del profeta, y su hermano de oración, el etíope Bilal el-Habesch, yacían en tierra de Damasco. Cuando pasaron sobre su sepultura, percibieron un ruido hueco, despertado por el chocar de los cascos de las cabalgaduras contra las bajas bóvedas soterradas que aún separaban a los dos sexos después de la muerte, y adonde la siguiente noche de su entierro fueron visitados por los ángeles escribas Munkar y Nekir. Leyendas y recuerdos brotaban, por decirlo así, de la tierra, o caían, como frutos maduros, por encima de las cercas de los jardines.
Allí, la realidad no bastaba ya para colmar el espacio vacío de ciertas leyendas religiosas del Islam, grandes evocadoras de confusas historias de fantasmas. En la parda montaña pelada que se alzaba enfrente de los viajeros había morado Abrahán. Allí estuvo el hoyo sangriento donde el cadáver de Abel había sido depositado, y desde esa misma montaña, el profeta había contemplado la ciudad donde nunca pudo entrar. Como selváticas y rampantes enredaderas, se entremezclaban las leyendas cristianas y árabes, aferrándose a muros y mezquitas, sepulcros y piedras, a cimas de montañas, a fuentes, a pozos…
El camino estaba enlosado y sombreado de árboles por ambos lados.
Harven, que se había atado la muleta a la espalda y que parecía así tener una joroba, cabalgaba sobre su asno, que le llevaba más fácilmente que un caballo. Sin embargo, no podía sino con dificultad seguir a Emin, que galopaba montando un caballo ruano que, atada al pescuezo por un cordoncito, llevaba una bolsita roja de cuero marroquí, conteniendo la tabla registradora de su pedigree. «Ocurría —manifestó Harven— que en Damasco todo sucedía al revés que en su patria. Si se bajaba a una bodega, se la encontraba caliente, en vez de fría. Si uno sentía frío en su cuarto, se abrían las puertas y ventanas que daban a la calle. Cuando venía el verano, permanecía encerrado en casa durante todo el día; pero, al llegar la noche, se subía con su colchón a la terraza y se dormía a la intemperie, a la luz de las estrellas. Los asnos no eran tan perezosos y estúpidos como en Occidente, sino, al contrario, ágiles y fogosos, tanto, que los árabes bien pudieron escribir este epitafio sobre la tumba del profeta: “Aquí yace un hombre tan paciente como ágil y fogoso; en una palabra, un verdadero asno”».
Nelly, que rehuía el entablar conversación con Emin, procuraba mantener cierta distancia entre ambos, bien caminando un poco adelante o, frenando su caballo para que no galopara, un poco detrás.
Después de una corta cabalgata llegaron al pueblo de Salahiye, que dormía entre sus jardines con alminares rotos y cúpulas destruidas. Mendigos que, en grupos, sesteaban al sol se despertaron por un momento al suave pisar de los cascos, sin herraduras, de las caballerías y con las voces de sus jinetes y demás gentes que los seguían. Pronto fueron retirándose, uno tras de otro, y Salahiye quedó en el mismo silencio profundo que antes. Solamente había abierto un ojo y bostezado.
Emin señaló con el índice una majestuosa cúpula, manifestando que debajo de ella reposaba su difunto abuelo, el filósofo y poeta Muhi-ed-din Ibn el-Arabi. Poco después se detuvieron ante la puerta de su jardín. Todos se apearon.
Su casa de campo consistía únicamente en un edificio abovedado, de paredes blanqueadas, que formaba una sola habitación sin ventanas. Harven previo que no sería posible hacer allí una estancia prolongada.
La casa estaba situada en medio de un jardín rodeado de altos muros, sombreada de mirtos, rosales, nogales y dos tupidos sicómoros.
En una presa murada se deslizaba murmurando una corriente de agua cristalina. A lo largo de los bordes de la presa se juntaban las palomas para beber, arrullándose amorosamente, batiendo sus alas. Por efecto de los rayos del sol y el reflejo de las aguas brillaban a la vez sus cuerpos por arriba y por debajo.
El Guardián de los Lirios, que ya tenía dispuestas las empanadas, la comida, las alfombras y todo cuanto se necesita para celebrar una «fantasía», condujo a los huéspedes a un hermoso lugar situado debajo de los árboles.
Alrededor de ellos ascendía una parra de poderosos zarcillos, pero con las hojas aún muy delgadas. Sobre sus cabezas se arqueaba un granado. Entre masas de flores blancas de los cerezos y perales enrojecía la púrpura de un alto arbusto, que tendía hacia el cielo azul una tierna rama cubierta con la flor color rojo subido del melocotón.
El Guardián de los Lirios extendió su alfombra de colorines sobre la mullida hierba, disponiendo los servicios del yantar. Pétalos de flores caían sobre platos y copas. Algunos se fijaban en los hombros y en el turbante de Emin, semejando pequeños ramos, blancos unos, de un rojo intenso y de un rojo más claro otros. Algunos, como copos de nieve, se posaban en los brazos de Nelly, agrupándose sobre sus rodillas y en su copa de sorbete e inundando el aire de grato olor. Su perfume era a veces tan intenso, que podría compararse con el que exhalaban el sándalo, la resina, las especias, el café y el tabaco que perfumaban algunos de los bazares de la ciudad.
¡Qué bien comprendía ahora Nelly el sentimiento de gozo que se apoderaba del corazón del árabe cuando, después de una larga travesía por el desierto o por las montañas, sufriendo un sol abrasador, entraba cabalgando en una tarde de primavera por las verdes colinas y los jardines que rodean a Damasco! Los poetas árabes habían entonado en todo tiempo cantos en alabanza a esta ciudad. Y a su tenor habían cantado también los occidentales, cuyas alabanzas cesarían tal vez en un futuro próximo. Pronto perdería el Oriente sus cualidades más típicas, y entonces amanecería el tiempo del desencanto. Entonces los occidentales se honrarían en desenmascarar a Damasco, demostrando que ya no era lo que fue antaño; que era inmerecida la exagerada fama de sus bazares; que los jardines eran feos, y que el color de su cielo no siempre era intensamente azul. Los detractores hablarían triunfalmente de la pésima agua de sus pozos, del mal olor que la ciudad exhalaba durante la canícula, cuando el sol cocía la tierra fértil que, generación tras generación, durante miles de años, habían regado con detritos de toda suerte y habían alimentado la sangre y la carne de sus hombres. Llegarían en su difamación hasta lanzar sus dardos contra los tiempos en que los muertos y vagabundos eran innumerables, los mendigos tenían sabañones en las manos y la nieve caía en tales cantidades, que desfondaba el techo de los bazares. Pero aún no había llegado la hora de los detractores. Todavía era Damasco la ciudad de la alegría antigua y la ciudad del Islam.
Nelly aspiró con delicia el aire fresco y perfumado, olvidándose hasta de su frío comportamiento con Emin, y exclamó, volviéndose hacia él:
—¡Qué hermoso es esto!
Él contestó:
—Dios ha creado los jardines con el fin de incitar a los hombres a embellecer el interior de las ciudades, para que no fueran los turbantes más bellos que la cabeza. Pero es verdad que vosotros aún no habéis visto todo lo que contiene la ciudad bendita por Dios. Debierais visitar la mezquita de Velid. Id el próximo viernes al caer de la tarde. Seguramente me encontraréis allí.
Nelly no respondió, pero tampoco se mostró enojada por la reiterada conversación de Emin sobre la mezquita. Nunca se había mostrado él respecto a aquella súplica tan exigente como ahora, que estaba delante de ella cubierto, por decirlo así, por una nevada de pétalos de flores, algunos de los cuales habían quedado enredados en su corta barba árabe, negra como el hollín.
El crepúsculo vespertino irrumpió prontamente, seguido por las sombras. Algunos farolillos de papel de diferentes colores fueron encendidos y colgados de los árboles. Y la «fantasía» comenzó.
Los músicos y cantores, que estaban sentados, fumando, en un rincón del jardín, vinieron a sentarse más cerca, con las piernas cruzadas. Iban pobremente vestidos, y algunos de los hombres llevaban espesas cabelleras largas. Sus timbales, laúdes, flautas de madera sin pulimentar y otros instrumentos eran muy primitivos. Las mujeres cantaban con voz nasal monótonas melodías, largas y quejumbrosas, que se parecían a la marcha que Emin había tocado en el piano del hotel. Una música sin preludio ni fin. La chillona orquesta las acompañaba. A veces, se callaban cantoras y músicos, y entonces solamente el timbal resonaba monótono, acompasado, como el tam tam de un negro salvaje.
Si el Guardián de los Lirios, o algún otro, tropezaba contra un árbol, caía un nuevo diluvio de pétalos de flores que, iluminados fantásticamente por los farolillos, se posaban sobre las cabezas de los músicos y sobre las cuerdas de sus instrumentos.
Nelly notó que Emin estaba esta noche más silencioso que de costumbre y que la miraba casi fijamente. Para que él no se percatase de que le observaba, se hacía la distraída y, de cuando en cuando, se dirigía a su padre, llamándole la atención sobre alguna fase del extraño espectáculo.
Cuando, al fin, ya estaba bastante entrada la noche y los músicos se hubieron alejado, introdujo Emin a sus huéspedes en la casa de campo.
El Guardián de los Lirios había extendido dos alfombras sobre el suelo, una para Emin y otra para Harven y Nelly, a quien diole, además, un largo cojín para que le sirviera de almohada y una manta de lana.
Pasar toda la noche vestido sobre una dura alfombra es una cosa muy arábiga. Harven pretendió ser tan cristiano, que primeramente se echó encima su abrigo de verano, alzando el cuello.
Después de abrigarse lo mejor que pudieron, se tumbaron en las alfombras. La puerta permaneció abierta. Afuera, en el jardín, murmuraba el agua. El perfume de los árboles y flores era aún más intenso de lo que había sido durante el día. Por detrás del bosquecillo de mirtos, que antiguamente fue consagrado a Venus, parpadeaba la estrella de su nombre.
Harven se durmió al poco tiempo, pero Nelly permaneció un gran rato despierta. Una de las veces que cambió de postura observó que Emin, reclinado sobre los codos, la contemplaba. Estaba acostado a dos pasos de ella, cerca de la puerta.
Nelly le volvió la espalda. Al hacerlo resbaló de su hombro la manta de colorines y sintió frío. No quiso moverse, y fingió que dormía.
Pasado un rato se levantó Emin y, acercándose calladamente a ella, extendió con suavidad la manta sobre su espalda y hombro, y, retrocediendo silenciosamente a su lugar, se acostó y se quedó dormido.
Un poco más tarde dormía también Nelly.
Soñó que Emin estaba junto a ella en medio de una calle de Damasco, ofreciéndole con ambas manos grandes cantidades de pétalos de flores de su jardín.
El sueño era una cosa absurda, sin sentido, como acostumbran serlo todos los sueños; pero entretuvo su imaginación toda la noche.
Cuando se despertó, al rayar el alba, Emin había salido al jardín. Cuando regresó, su cara infundía pavor. Se dirigió directamente a Harven, diciendo:
—Me han traicionado ustedes.
Harven se incorporó en el lecho, sin comprender lo que él decía.
Nelly pensaba solamente que si Emin llevara al cinto un puñal curvo con puño de piedras preciosas, como había creído que usaban todos los árabes, seguramente lo hubiera desenvainado en este momento.
Emin manifestó que un emisario venido de la ciudad acababa de informarle de que Blumenbach, aprovechándose de su ausencia, había sacado de su casa a los dos hijos del serbio, llevándoles consigo. Y que el venir él juntamente con Harven y Nelly a Salahiye había sido un engaño de Blumenbach para tener entre tanto las manos libres.
Harven intentó demostrar su completa ignorancia de los planes de Blumenbach, pero Emin, sin hacerle caso, le volvió la espalda y se marchó, sin despedirse. Algunos minutos más tarde iba ya camino de la ciudad, seguido del Guardián de los Lirios.
Harven y Nelly debieron ellos mismos ensillar sus asno y caballo, respectivamente, con ayuda de un jardinero viejo y tuerto. Cuando, ya montados, comenzaron las caballerías a estremecer el suelo con sus casos, cayó todavía, una vez más, una lluvia de pétalos blancos y rojos que cubrió sus hombros.
Nelly iba silenciosa y reconcentrada, mirando el camino en lontananza por si podía divisar a Emin.
Cuando pasaron frente al Consulado serbio, abrió Blumenbach el balcón exclamando:
—Veo que la casa de campo no era habitable, puesto que regresan tan pronto —y agregó—: De ninguna manera deben ustedes volver al hotel, porque la ciudad ya está medio revuelta. Aquí, en el Consulado, dispondré en seguida dos habitaciones para ustedes. Estarán más seguros.
Harven le dio las gracias, pero preguntó a Blumenbach si era cierto que, para apartar de su camino a Emin, les había aconsejado engañosamente a los tres que se fueran a Salahiye.
Blumenbach ni lo afirmó ni lo negó; pero, aunque se disculpaba, sacó Harven la siguiente consecuencia, que manifestó a Nelly cuando subían las escaleras del Consulado:
—No debemos enojarnos con Blumenbach. Nos aconseja en todo caso bien, y su energía merece nuestra confianza.
Mientras hablaba, Harven iba recogiendo por debajo del cuello de su gabán, entre sus pliegues y de sus bolsillos pétalos de flores que, aunque ajados, conservaban todavía su penetrante perfume de especias.