CAPÍTULO XIX

Poco después de la medianoche se encontraban Emin, Scheik Ibrahim, Alí y el Guardián de los Lirios en el vestíbulo abovedado de la cloaca.

Scheik Ibrahim se había tomado un ligero haschis para estar inspirado en el momento decisivo. Mas esta vez, el haschis produjo un efecto contrario. Scheik Ibrahim soñó que veía un hombre formado de tierra húmeda, que, según él, significaba que el acto que Emin, él mismo y los demás intentaban realizar acabaría de mala manera, porque soñar con imágenes era soñar con algo que el Corán consideraba pecaminoso.

—En muchas de nuestras mezquitas que antes fueron iglesias hay pintados frescos que representan hombres, y, no obstante, las mezquitas son lugares santos —objetó Emin.

—Las imágenes pintadas no son peligrosas —continuó diciendo Scheik Ibrahim, que de cuando en cuando tropezaba en su largo kumbaz—, pero las imágenes que dan sombra están prohibidas.

Emin hizo un gesto, como si pensara: «Quisiera sacudirte por los hombros, pero no debo». Después, volviéndose hacia Alí, le preguntó:

—¿Qué…? ¿El paschá…?

—Creo, señor, que nos será favorable.

Emin había enviado a Alí al paschá para darle a entender que si indicaba a sus soldados turcos que descuidasen la vigilancia de las puertas del barrio árabe hasta romper el día, recibiría un buen regalo.

Para llegar inadvertido hasta la entrada de la cloaca, Emin tuvo que deslizarse fuera de su casa atravesando una puerta trasera. Su hogar estaba lleno de hombres, tantos, que algunos hubieron de quedarse fuera, en la calleja, porque en los patios no había espacio para todos. Esperaban con intranquilidad el amanecer, pero también con esperanza, porque se acercaba la hora en que Emin, fiel a su promesa, les entregaría el dinero con que habían de sobornar al paschá.

Emin se descalzó las babuchas, deslió su turbante, arrojó al suelo su kumbaz y su kaftán y se introdujo en el excavado y estrecho pasadizo.

—Tú te degradas, señor. Tú, que eres nuestro jefe, quédate aquí en la entrada, y danos órdenes, pero deja que seamos nosotros quienes nos deslicemos hasta el cofre.

Era Alí quien hablaba, el cual, con su hermoso rostro moreno iluminado por un fulgor religioso, hacía un último intento para disuadir a Emin, quien le respondió:

—El que se humille esta noche será mañana ensalzado. Sígueme, Alí, y coge la linterna.

Agachados, y cuidando de evitar que se desplomaran los puntales que sostenían el pasadizo, Emin y Alí penetraron en él. Cuando se encontraron debajo de la plancha de mármol negro, que debía de ser una losa cuadrangular del pavimento de la habitación que estaba sobre sus cabezas, Alí se dobló, afirmándose en sus codos, y Emin se izó sobre su espalda. Y apartando poco a poco la tabla que habían colocado debajo de la plancha de mármol para sostenerla, dio un golpe a ésta con el puño, logrando desencajarla inmediatamente. Después tiró de ella, haciéndola bajar suavemente con ambas manos y colocándola, finalmente, en el suelo, junto al montón de ladrillos que habían demolido la primera vez que excavaron en dirección al pavimento.

Desde la misma espalda de Alí se introdujo Emin a través del agujero del pavimento de la habitación, a la manera que lo hace un cómico disfrazado a través de una trampa en la escena, o un viejo califa surgido de la tierra para salvar la ciudad de sus padres.

—¡La linterna! —murmuró Emin en tono imperativo, en pie todavía sobre la espalda de Alí.

Proyectó la luz por la habitación. Perfectamente. Era el mismo cuarto sin ventana, pero con una puerta cerrada que daba a la botica. Estaba vacío, y únicamente había arrimado a una estrecha pared un cofre pintado de color amarillo. El cofre del tesoro.

Emin dejó la linterna en la mano de Alí. Después se arrastró cautelosamente por el suelo, alumbrado por el débil resplandor que procedía de abajo. El cofre era muy pesado. Verdaderamente, parecía que no eran pocos los rublos que Blumenbach tenía aún escondidos.

En el instante en que Emin comenzó a remover el cofre, se oyó un ruido del lado de la botica. Miró en torno suyo buscando un arma.

—¡Un ladrillo, y desvía un poco la linterna! —murmuró Emin, dirigiéndose a Alí.

Éste le tendió un ladrillo y retrocedió algunos pasos con la linterna, de modo que el cuarto del tesoro quedó casi a oscuras.

Chirrió un travesaño de madera. La puerta se abrió hasta la mitad. Sobresaltado, asombrado, pálido, con mirada aterrorizada, asomó Skandar la cabeza. Llevaba una bujía, que protegía con una mano para defenderla de la corriente de aire. No vio nada, ya que al proteger la bujía con la mano, desviando la luz, el cuarto continuaba hundido en las sombras, mientras él mostraba a plena luz su rostro, boquiabierto y atontado.

Emin sabía que todo dependía de saber aprovechar este momento. Skandar estaba durmiendo en la botica y se había despertado al ruido que hiciera Emin al remover el cofre. Una voz, un grito, sería bastante para despertar toda la casa. Fuera se encontraban los soldados turcos con la bayoneta calada. No había en todo el barrio un ser más inofensivo que Skandar. Pero el Destino había resuelto que él fuera la pobre víctima sacrificada en interés de otros. Aún mostraba su cuerpo los cardenales de los golpes y patadas que, algunos días antes, le había asestado el populacho enfurecido delante del Consulado. Emin le dio con el ladrillo en la cabeza. Sin lanzar un grito cayó Skandar de espaldas. La bujía resonó al caer y rodó, ardiendo todavía, hasta los pies de Emin, que la recogió para alumbrar el cuerpo de aquel pobre inocente que una suerte fatal había interpuesto en su camino. Skandar yacía con los ojos muy abiertos y su mano derecha temblaba.

Emin le golpeó repetidas veces la cabeza con el ladrillo. El último golpe sonó sordamente, como si su cráneo estuviera hueco. La mano de Skandar se inmovilizó, su mentón cayó sobre el pecho y la boca se entreabrió.

Emin arrojó el ladrillo a través del agujero, empujó el cofre adelante, llamando a Alí en voz baja. Después que éste lo cargó a su espalda, descendió Emin por aquella trampa ocasional, arrojó al suelo la bujía apagada, volvió a encajar la plancha de mármol en su lugar, asegurándola tan perfectamente como antes.

Medio minuto después ya estaba el cofre en el vestíbulo de la cloaca. Alí sacó un cuchillo, intentando forzar el candado.

—Tú, Alí, recibirás, por lo menos, dos mil kurusch por haberme acompañado. Pero maneja bien el cuchillo para que ninguna moneda se caiga al suelo.

El Guardián de los Lirios se sentaba beatíficamente con las piernas cruzadas, contemplando el cofre con curiosidad. Después, dijo tontamente:

—Señor, hace ya mucho tiempo que me has prometido un nuevo kumbaz.

—¿Crees que no recompensaré a un fiel servidor?… Y tú, Scheik Ibrahim, recibirás dos mil kurusch para tu escuela en el bazar de los libros. Los mendigos de la mezquita de Velid también tendrán su parte. Pero no forcejees tanto, Alí. Si las monedas ruedan por tierra, nos costará mucho trabajo recogerlas.

Mientras tanto, el candado había cedido, y Scheik Ibrahim se inclinó codicioso hacia adelante, para levantar la tapa del cofre.

—¡Espera! —gritó Emin—. Puesto que yo he sido el primero en la hora del peligro, también debo serlo en la alegría de la victoria.

Y levantó seguidamente la tapa. Gimiendo sordamente, se cubrió el rostro con las amplias mangas de su túnica, mientras se balanceaba inseguro por efecto de lo que veía.

En efecto, el cofre no contenía más que una multitud de pequeños departamentos, en cada uno de los cuales había tarritos y frascos con etiquetas. ¡Alá! Éste era el cofre con los preparados farmacéuticos que Blumenbach había traído consigo a la llegada.

La misma fantasía árabe, que hizo de la antigua Palmira una ciudad construida por los genios y que poblaba de fantasmas los pozos y los oasis, había imputado también a Blumenbach, a causa de su prodigalidad, un increíble tesoro de rublos. ¿Qué tenía de extraño que estos mismos hombres, que interiormente eran como grandes niños, creyeran a pies juntillas esta maravillosa historia?… Allí estaban humillados ante la realidad del Occidente, que se sonreía burlonamente de ellos.

Un complot, un pasadizo subterráneo como en las leyendas, un robo con fractura y un asesinato, todo para terminar consiguiendo una serie de preparados farmacéuticos.

Silencioso, pálido, encogido, casi atontado, contemplaba Emin con ojos muy abiertos las drogas y píldoras de Blumenbach. Había envejecido tanto en los últimos días, que parecía el hermano más viejo del joven y apuesto Emin que antes fuera, casi su anciano y consumido padre.

Alí se lamentaba desconsolado. Scheik Ibrahim dio un fuerte puntapié al cofre, que rodó por el suelo, saltando y desparramándose los trozos de cristal de los frascos que contenía. Después comenzó a lanzar pestes y lamentos. No debieran haberse mofado del sueño que él había tenido de aquella imagen del hombre de barro. Ahora Alá manifestaba bien claramente que no elegía a ninguno de ellos como su instrumento. Los amigos los despreciarían y maldecirían, y el paschá mandaría prenderlos.

—Tú, Ibrahim, y tú, Alí —balbució Emin después de un rato de silencio—, treinta y cinco mil kurusch hemos reunido, ¿no es verdad? Iros a mi casa a recogerlos y llevarlos al paschá. Quizá se conforme con ellos.

Cuando Scheik Ibrahim y Alí retornaron, después de dos horas, encontraron a Emin y al Guardián de los Lirios en el establo, sentados en el suelo, fumando un cigarrillo.

—El paschá tomó el dinero —dijo Alí con acento de júbilo.

—Lo tomó —refunfuñó Scheik Ibrahim—, mas yo conozco bien a estos tunantes y tragadineros de Estambul.

Alí miraba sorprendido a Scheik, Emin no respondió. Después de un rato, se sentaron los cuatro, fumando en silencio, como si esperaran la aparición de un ser sobrenatural dispuesto a resolver su problema. Emin se sentía aniquilado, y ya no podía retener en sus manos la dirección del complot. El tremendo fracaso habíale arrojado de golpe al nivel de los demás, o más abajo todavía. Ya no era su conductor, sino el conducido. Ya no personificaba las grandes cualidades de su raza, sino la debilidad y el fatalismo de sus secuaces.

Se oyeron fuertes golpes a la puerta.

—¡Abrid! —ordenó el Scheik Ibrahim, que había asumido la dirección en lugar de Emin. Y al mismo tiempo lió un cigarrillo.

El Guardián de los Lirios se levantó y descorrió, haciendo miedosos gestos, el pestillo de la puerta.

¿Quién entraba? El que menos podían esperar. El hombre más ridículo y más gallina de la ciudad vistiendo de fez, de casaca negra y negros pantalones bombachos, conforme la moda turca. El menudo y flacucho cadí.

Todos se levantaron y le saludaron un poco inquietos, pero corteses.

—Dios os dé una buena noche —comenzó el cadí—. Tengo algo muy importante y muy apremiante que deciros.

—Dios te dé un día feliz —respondió Emin. Y seguidamente—: ¿Cómo estás de salud?

—Mal, como siempre. ¿Y tú?

—Bien. Alabado sea Dios.

—Sí. Alabado sea. Dios es grande.

—Grande y bueno.

—¿Cómo están tus ojos, Emin? Parecen enrojecidos y fatigados.

—Estoy muy cansado. ¿Y tus ojos, efendi?

—Dios es grande. Él me reserva todavía el gusto de la vista.

—Dios es grande. Sí, efendi, la alegría de la vista, del oído y del olfato. Todo es don del cielo. Pero siéntate, efendi; mi casa es tuya.

—Dios aumente tus bienes. Me sentaré con gusto debajo de tu techo y me aprovecharé de tu hospitalidad, que siempre fue muy alabada.

Emin sabía muy bien que el cadí, en el fondo de su alma, era un turco de los viejos y favorecía a su partido, aunque no se atrevía a demostrarlo ante su esposa, mujer de alto rango y amiga de reformas. Emin se engañó en cuanto a que él viniera con buen propósito. Antes que ser descortés, prefería Emin arriesgar su vida. Por este motivo, a pesar de su angustia y la curiosidad que le consumía, se deshizo en los usuales cumplimientos y maneras de hablar. Pues que el establo era suyo, debía cumplir los deberes de hospitalidad y, por aniquilado que estuviera, lo hizo.

También el cadí fue igualmente liberal en palabras superfluas, aunque era portador de malas noticias. Y como si de propósito dejara estas noticias a un lado para que, cuando al fin las manifestara, saltaran repentinamente adelante con un salto audaz, como un títere.

Después que Emin hubo preguntado detalladamente al cadí cómo se encontraba de la cabeza a los pies, se resolvió a sonsacar la noticia que ansiaba, con ánimo ya más atrevido. Durante los dilatados preludios de la conversación había oído en lontananza un confuso ruido de voces y de pasos, y comenzó a temer un peligro inminente. Sus palabras, sin embargo, caían lentas y aduladoras, y, al fin, formuló la siguiente pregunta:

—Efendi, tus pies te llevan aún tan rápidamente como antaño. ¿Qué es lo que te trajo aquí?…

—Mi amistad por ti, hermano. Sin embargo, por tu salvación, nadie debe saber que yo te he buscado. No sé por qué razón estás en este establo, adonde me guió uno de tus amigos; pero si es para ocultarte, entonces tienes razón para ello.

—¿Razón? ¿Qué quieres decir, efendi?

—Sí, tienes motivo sobrado. El paschá se embolsó vuestros kurusch, pero os traiciona. Es un hombre con la astucia de veinte mujeres. En este momento asedia tu casa con sus soldados. Y de esta manera obtiene dos ganancias: dinero para su bolsa y méritos ante su señor de Estambul.

—¡El traidor! Lo presagiaba. Así son los turcos —exclamó Scheik Ibrahim, cuyos ojos brillaban ferozmente.

—Tú serás apresado, Emin —siguió diciendo el cadí—. Yo tengo que juzgarte. Seré compasivo, pero con la mejor voluntad del mundo no podré absolverte si te hacen muchos cargos. He cumplido contigo como un amigo poniéndote sobre aviso. ¡Huye!

Solamente ahora Emin se dio cuenta de que sería conducido ante un tribunal y que sería condenado y degradado como un simple criminal.

Reconocía ahora que se había introducido en casa ajena, que había robado… Únicamente pensaba en el robo. El asesinato se había ejecutado tan inesperada, tan rápida, tan fácilmente… Transcurrió bastante tiempo antes que él, Emin Ibn el-Arabi, comprendiera que había matado con un ladrillo al criado de un occidental. Ahora se daba cuenta de que sería acusado por haber asesinado a Skandar. No sentía angustia ni intranquilidad por el hecho mismo, sino por sus consecuencias.

Ofreció al cadí un cigarrillo, que éste encendió. Al mismo tiempo, cambiaron entre sí muchas palabras de despedida y se abrazaron.

Finalmente se alejó el cadí, que todo el tiempo estuvo sentado, lleno de inquietud, como si lo estuviera sobre ascuas, temiendo ser sorprendido en compañía de aquel cabecilla del pueblo, ya caído y perseguido.

Después que el cadí se hubo marchado, los cuatro hombres permanecieron silenciosos y fumando, mientras el ruido aumentaba constantemente fuera, en las calles. Por último, Emin se volvió al Guardián de los Lirios, diciéndole con un dejo de amargura en la voz:

—Atiende bien lo que te digo. Aprende todas las palabras de memoria.

Guardó silencio durante un momento, expidiendo tres grandes bocanadas de humo. Seguidamente continuó con el mismo tono amargo:

—Mañana te entrevistarás con ese viejo extranjero que es cojo y con su hija; los saludarás de mi parte, y les dirás que siento gran tristeza en el corazón por serme imposible decirles adiós.

Algunas horas más tarde amaneció. Emin se había afeitado la barba y las cejas. Vestía un harapiento kumbaz descolorido y un oscuro gorro picudo de fieltro, como usan los jornaleros del campo. Su semblante, en el que lucían sus ojos grandes y fríos, perdió toda expresión; estaba como muerto. Podía comparársele a una botella de cristal cuyo contenido se evaporó, dejando un poco de sedimento para que pudiera apreciarse que fue vino y no agua lo que contenía.

Había llegado el momento en que debía entregar a sus secuaces los rublos de Blumenbach, pero no se dirigió a su encuentro. Montó en un asno a pelo, llevando por bridas una simple cuerda. Fue el muchacho que divertía al sultán; pero tuvo la mala suerte de romper los cristales de una ventana, y ahora se escapaba, huyendo del castigo.

Emin ya no tenía grandeza de alma. No había crecido para la inaudita responsabilidad que su fama le imponía. No había conseguido sacar a luz lo mejor que alboreaba en la sangre de sus mayores y que había heredado. Había atraído la deshonra, el oprobio y el ridículo sobre su raza. El Guardián de los Lirios dio un garrotazo en el anca al asno, el cual, moviendo las orejas y trotando a paso corto, se dirigió a la puerta de la ciudad.

De esta manera abandonó Emin Ibn el-Arabi, como si fuera un malhechor perseguido, la ciudad de sus padres, que tanto amaba.