19. EVACUACIÓN
24 de marzo
Me han arrestado. Por asesinar a Vicky Rai.
Éstas no son las primeras líneas de un guión o de una novela. Las escribo sentada en un banco que cojea dentro de la sala de archivos de la comisaría de Mehrauli, donde me han detenido junto con otros cinco sospechosos. Es una sala grande, llena de expedientes que se amontonan en unos estantes metálicos de cinco metros de alto. Las telarañas adornan todos los rincones y un ventilador antiguo cuelga del techo de madera. La sala tiene ese olor a moho de las bibliotecas mezclado con el fétido hedor de un depósito de cadáveres, con lo que las esporádicas ráfagas de aire que entran por la ventanita con rejas suponen todo un alivio. Oigo el tenue repiqueteo de las gotas de lluvia. Hace más de dos horas que llueve.
Como mandan los cánones, llegué tarde a la fiesta, poco después de las once, para que mi entrada no pasara desapercibida. El césped estaba lleno de gente. Parecía que el todo Delhi había acudido para celebrar la absolución de Vicky Rai. Jagannath Rai también estaba presente, con una comitiva de parásitos vestidos de kurta pijama blancos y almidonados. Esta vulgar exhibición de músculo político, esta afrenta a la justicia, me daba asco. Pero más asco me daba Vicky Rai. Tras haberle visto de cerca —esa cicatriz escamosa que le baja por la mejilla izquierda, la manera en que le salía saliva de la boca cuando se excitaba—, me arrepentí de la decisión de pedirle ayuda. Iba a tener que pagar un precio muy alto para salvar a mi hermana.
Y entonces conocí al americano más raro del mundo. Era atractivo, con un fuerte parecido a Michael J. Fox; era rico, acababa de recibir quince de millones de dólares; y estaba locamente enamorado de mí. Pero resultó ser el psicópata contra el que Rosie me había advertido. Así que me libré del señor Larry Page, también conocido como Rick Myers, más deprisa de lo que él pudo decir «Hey».
A medianoche comenzaron los fuegos artificiales en el jardín, y también los discursos en el salón de mármol. Vicky Rai y su padre hablaron como si fueran miembros de una sociedad de admiración mutua. Sus lamentables panegíricos me dieron repelús. A continuación Vicky se fue al bar y comenzó a prepararse una copa. Fue en ese momento cuando las luces se apagaron y toda la casa quedó sumida en la oscuridad. Desde que vivo en Mumbai, casi se me han olvidado los cortes eléctricos, tan frecuentes en Azamgarh. Pero el que se fueran las luces en el Número Seis difícilmente podía obedecer a una sobrecarga no programada. Más bien parecía algo deliberado.
—Vaya, ¿qué ha pasado? —exclamé.
—Conecten el generador —gritó alguien.
A continuación sonó un disparo.
—¡Nooooooo! —chilló Jagannath Rai. Fuera estalló otro petardo, pero sonó tan fuerte que pareció que hubiera sonado dentro de la sala, reventándome casi los tímpanos.
En los tres minutos que la casa quedó a oscuras reinó un caos absoluto. Entonces volvió la luz, que me pegó con su repentino brillo. Lo primero que vi fue el cadáver de Vicky Rai, desplomado bajo la ventana, junto al bar. La sangre le había teñido de carmesí la camisa blanca. Oí otro chillido agudo y me di cuenta de que era yo quien había gritado. En ese momento, diez agentes de policía irrumpieron en la sala, capitaneados por un inspector que lucía un bigote con las puntas hacia arriba.
—¡Quietos! ¡Qué nadie se mueva! —vociferó el inspector, como si estuviera en una serie policíaca. Vio el cadáver de Vicky Rai y se agachó para examinarlo. Le tomó el pulso y le levantó los párpados—. Está muerto —proclamó antes de clavar la mirada en los invitados que había presentes—. Sé que lo ha hecho uno de ustedes. He acordonado toda la granja. Ahora la policía les registrará uno por uno. Nadie podrá salir del Número Seis hasta que no haya acabado nuestra investigación. Preetam Singh, empiece a cachear a los invitados.
Al oír esas palabras las manos se me quedaron frías. El americano estaba cerca de mí y fue el primer invitado que registraron. Un agente le pidió que abriera los brazos y las piernas. El americano se quedó sonriendo como un espantapájaros mientras el policía le palpaba el cuerpo y encontraba en el interior de su traje una pistola Glock negra y reluciente con silenciador.
—¿Qué es esto? —exclamó el agente mientras hacía oscilar la pistola en su dedo índice.
—¡Bueno, que me aspen si lo sé! —exclamó Larry—. No tengo idea de cómo ha llegado aquí esta pistola. Ni siquiera sé disparar este maldito trasto.
—Llévenselo para interrogarlo —le ordenó el inspector al agente antes de dedicarme su atención—. Shabnamji, si no le importa, tengo que registrar su bolso. —Antes de que pudiera expresar la menor protesta, me arrebató el bolso de la mano. Lo abrió y rebuscó en él con la destreza de un agente de aduanas. Y apareció la Beretta—. ¡Vaya! ¿También usted tiene una pistola? —dijo con el mismo tono de sorpresa de un sacerdote que descubre a una monja en un burdel.
Detecté un brillo de malicia en los ojos del inspector mientras examinaba la pistola.
—¿Puedo preguntarle, señorita Shabnam, por qué ha traído una pistola a la fiesta?
—Para protegerme —contesté fríamente con la esperanza de que no pudiera oír el golpeteo de mi corazón tan nítidamente como yo.
Sacó el cargador, lo examinó y lo olió.
—Mmmm… Se ha disparado una bala. ¿Está segura de que no la ha utilizado para matar a Vicky Rai?
—Naturalmente que no —le espeté, adoptando ese tono despectivo que utilizo para bajarles los humos a los subordinados que intentan propasarse conmigo.
—De todos modos, tendrá que venir a la comisaría. Meeta —dijo haciendo un gesto a una agente de aspecto malhumorado—, llévesela.
Mientras Meeta me sacaba de allí, me topé con el señor Mohan Kumar, ahora más conocido como Gandhi Baba, que parecía sufrir un ataque epiléptico. Le salía espuma de los labios e intentaba desesperadamente echar algo por la boca. Había un agente a su lado, que llevaba una reluciente Walther PPK, que parecía haber salido del bolsillo de la kurta de Mohan Kumar. Me pregunté cómo ese apóstol de la no violencia podría explicar qué hacía con una pistola dentro de la granja. ¿Qué nueva versión de las ideas de Gandhi estaba poniendo en práctica?
El señor Jagannath Rai parecía estar atravesando problemas parecidos.
—Le estoy diciendo que ésta es una Webley & Scott con licencia que poseo desde hace veinte años —le explicaba a un agente que estaba leyendo el número de identificación de un revólver gris con la culata de madera. Jagannath Rai, al ver que sus palabras encontraban oídos sordos, se volvió hacia el inspector—. Alguien ha asesinado a mi hijo. En lugar de intentar atrapar al asesino, ¿intentan echarme la culpa a mí, el padre? Soy el ministro del Interior de Uttar Pradesh. Haré que les arresten a todos.
—Mire, señor Rai —dijo el inspector mirándolo ceñudo—. Esto no es Uttar Pradesh, donde hace usted lo que se le antoja. Esto es Delhi, y aquí hará usted lo que nosotros le digamos. Todo aquel que esté dentro de la granja y lleve pistola es sospechoso de asesinato. Y eso le incluye a usted. Preetam Singh, lléveselo detenido.
Nos metieron a todos en una furgoneta azul con las ventanillas cubiertas de tela metálica y nos llevaron a la comisaría de Mehrauli. La sala de archivos era la más lúgubre de la comisaría, pero aun así era mejor que un calabozo. Fue allí donde conocí a los otros dos sospechosos, sin duda los más enigmáticos del grupo. Uno era un indígena bajito de Jharkhand, con la piel más negra que he visto nunca. No se fijó en mí, y permaneció sentado solo en el suelo, al parecer suspirando por una chica llamada Champi. A cada agente que pasaba le pedía noticias de ella. Los policías lo insultaban y le dedicaban gestos amenazadores.
El otro sospechoso era un joven desgarbado llamado Munna Movil, que tenía el pelo largo y rizado. Era apuesto al estilo macarra, y me recordaba a Salim Ilyasi, aunque también había en él una desconcertante petulancia. Me dijo que estaba en el jardín cuando las luces se apagaron. Pero no fue capaz de explicar de manera satisfactoria qué estaba haciendo en el jardín con una pistola Black Star China en el bolsillo.
En la sala de archivos no dejaban de entrar agentes. Fingían examinar algún expediente, pero sabía que en realidad venían a verme a mí, la mayor celebridad que había honrado aquella mugrienta comisaría.
Mohan Kumar, también conocido como Gandhi Baba, se paseaba por la sala como un chico perdido, hasta que se sentó a mi lado. Me lanzó una extraña mirada lasciva.
—Así pues, Shabnam, ¿por fin se ha decidido a aparecer en Plan B?
Su voz sonó tan extrañamente parecida a la de Vicky Rai que casi me muero del susto. Aquel hombre realmente me daba escalofríos.
De inmediato me trasladé al banco de al lado, donde Larry Page estaba sentado con aire meditabundo. Recordé las palabras del Maestro: «De todas las miserias del hombre, la más amarga es ésta: saber tanto y no poder controlar nada.» Por primera vez comprendí lo que debía de sentir un preso en el corredor de la muerte. Lo impotente que debía de sentirse contra el poder del estado. Mientras aquellos zafios agentes me desnudaban mentalmente, el miedo se me agolpó en la garganta. Estaba convencida de que tarde o temprano descubrirían el cadáver que había en Azamgarh, averiguarían que la pistola que yo llevaba había sido el arma homicida y me acusarían de asesinato. Estaría a merced de esos polis de mirada lujuriosa, a los que ya se les hacía la boca agua con la perspectiva de interrogarme. Sin duda me desnudarían y posiblemente me violarían.
Y aunque consiguiera superar la acusación de asesinato, no podría evitar la ruina. Aquella mañana había descubierto que Bhola no sólo le había cobrado un anticipo a Tetas Luthra, sino al menos a otros cuatro productores.
Jagannath Rai estaba de pie en un rincón, hablando con su abogado. Pero sabía que yo no necesitaba un abogado; necesitaba un escapista.
Viendo que mis opciones menguaban rápidamente, le eché otro vistazo al americano que estaba sentado a mi lado. Afirmaba ser un humilde operador de carretilla elevadora, pero después de que le encontraran aquella pistola Glock encima, mi impresión era que se trataba de un agente secreto. Si había obtenido una recompensa de quince millones de dólares y una carta con los elogios del presidente de los Estados Unidos, debía tratarse del agente del FBI más inteligente en activo. Y sin embargo conseguía hacerse pasar por un idiota de una manera brillante, imitando a esos torpes detectives de las películas y de las novelas. Quizás ese hombre podía ser mi salvación.
Me arrimé un poco más a él.
—Larry, antes dijiste que estabas en no sé qué Programa de Protección de Testigos. ¿Crees que yo también podría acogerme a él?
Un poco más y se cae del banco.
—¿Puedes repetirlo?
—Me estaba preguntando si podría ir contigo a los Estados Unidos.
—Ahora hablas mi idioma. Lo averiguaré ahora mismo —dijo entusiasmado, y marcó un número en su móvil.
A los diez minutos tenía una respuesta.
—He hablado con Lizzie, la directora de operaciones de la CIA. Me ha dicho que moverá algunos hilos y conseguirá que te incluyan en el Programa de Protección de Testigos. Ahora mismo ya está trabajando para sacarnos de aquí. Tenemos un Boeing 757 de las Fuerzas Aéreas que nos ha de llevar a los Estados Unidos. Pero hay una pega.
—¿Cuál?
—Dice Lizzie que sólo puedes entrar en el programa si estamos casados legalmente. —Se puso de rodillas y juntó las manos—. Dime, Shabnam, ¿quieres casarte conmigo?
Contemplé aquella cara perdidamente enamorada y me puse en pie. Caminé hacia la ventana y miré al exterior. Ya no llovía, pero una pálida niebla flotaba en el aire. La tierra despertaba con una fertilidad rejuvenecida. Olía a barro y hierba, a frescor, a lozanía. La noche había terminado y el sol comenzaba a asomar por el horizonte, anunciando un nuevo día. Aquella sencilla promesa me conmovió, y tomé una decisión.
—Sí. —Espiré largamente—. Me casaré contigo, Larry.
—Me haces más feliz que un cerdo retozando al sol —dijo rebosante de alegría—. ¿Dejarás el cine por mí?
Sonreí.
—Por ti incluso dejaré el país. —Me gustaba ese hombre. Con el tiempo a lo mejor incluso podría amarle.
Larry se marcó un baile, pero se detuvo de repente, como si recordara algo.
—Lizzie ha dicho que hay otra cosa.
—¿Qué es?
—No puedes seguir llamándote Shabnam. Todos los que están en el Programa de Protección de Testigos tienen una nueva identidad. Tienes que elegir un nuevo nombre y Lizzie te conseguirá un pasaporte en menos que canta un gallo.
Pensé en cuál podía ser mi nuevo nombre. Quería algo claro y sencillo, y que al mismo tiempo supusiera una ruptura completa con mi pasado en el cine. Un nombre que fuera justo lo contrario de Shabnam Saxena. Y me llegó de repente.
—Ya tengo mi nuevo nombre. —Chasqueé los dedos.
—¿Cuál es? Dímelo, dímelo —me insistió Larry.
—Ram Dulari —dije triunfante.