3. LA ACTRIZ

26 de marzo

Es duro ser una diosa del celuloide. Para empezar, tienes que estar siempre estupenda. No puedes echarte pedos, no puedes escupir y no te atrevas a bostezar. Si lo haces, no tardarás en ver tu bocaza abierta en las páginas satinadas de Maxim o Stardust. Luego, no puedes ir a ninguna parte sin que una horda te pise los talones. Pero lo peor de ser una actriz famosa es que te ves obligada a contestar las preguntas más increíbles.

Fijaos, por ejemplo, en lo que pasó ayer en mi vuelo de regreso de Londres. Acababa de entrar en la cabina de primera clase del Air India 777, ataviada con mi chaqueta Versace color verde botella recién estrenada, unos tejanos ceñidos con un cinturón tachonado y unas gafas oscuras de Dior. Me instalé en mi asiento —el 1A, como siempre—, y deposité mi bolso de piel de cocodrilo de Louis Vuitton en el asiento de al lado, el 1B, vacío como siempre. Desde que tuve aquel desafortunado incidente en el vuelo a Dubai con un pasajero borracho que intentó toquetearme, hago que mis productores me reserven y paguen dos asientos de primera clase, uno para mí y el otro para mi intimidad. Me quité mis Manolos, saqué el iPod, me coloqué los auriculares y me relajé. He descubierto que ponerme los auriculares es la mejor manera de mantener a raya a los fans pesados y a las azafatas y pilotos que van en busca de autógrafos. Los auriculares me permiten observar mi entorno, y me eximen de la necesidad de reaccionar ante él.

Bueno, pues ahí estaba yo, inmersa en mi ecosistema digital privado, cuando entró la azafata acompañada de otra mujer, y seguidas ambas por un niño.

—Siento molestarla, Shabnamji[4] —exclamó la azafata con ese tono que utilizan cuando quieren pedirle un favor a un pasajero, como por ejemplo que se cambie de asiento—. La señora Daruwala tiene algo muy importante que decirle.

Le eché un vistazo a la señora Daruwala. Era exactamente igual que las señoras parsis de las películas: grande, de piel clara y guapa. Vestía un sari color fucsia y olía a polvos de talco. Sin duda iba en turista.

—Shabnamji, oh Shabnamji, qué honor para nosotros conocerla —dijo con un efusivo sonsonete.

Puse una expresión educada pero distante, con la que pretendo transmitir lo siguiente: «Usted no me interesa, pero la tolero, así que abrevie.»

—Éste es mi hijo, Sohrab. —Señaló al muchacho, que llevaba un traje azul completo que le sentaba mal y una pajarita—. Sohrab es su mayor fan. Ha visto todas y cada una de sus películas.

Enarqué las cejas. La mitad de las películas que he hecho han recibido la calificación de sólo para adultos. De manera que o la madre mentía o el niño era un enano.

La cara de la señora Daruwala adquirió una expresión grave.

—Por desgracia, mi querido Sohrab padece leucemia crónica. Cáncer de la sangre. Le estamos tratando en el Sloan-Kettering de Nueva York, pero los médicos ya han tirado la toalla. Dicen que sólo le quedan unos pocos meses de vida. —Se le quebró la voz y las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas. Me di cuenta de que el guión había cambiado, e inmediatamente pasé a la expresión de Mujer Bondadosa y Solícita, la que utilizo cuando hago esas visitas publicitarias a enfermos de cáncer y a la residencia para pacientes del sida.

—Oh, lamento mucho oír eso. —Apreté la mano de la señora Daruwala y le dediqué una beatífica sonrisa a su hijo—. Sohrab, ¿te gustaría hablar conmigo? Ven, ¿por qué no te sientas a mi lado? —Quité el bolso del asiento adyacente y lo coloqué a mis pies.

Sohrab aceptó el ofrecimiento de inmediato, dejándose caer en el asiento 1B como si hubiera viajado toda la vida en primera clase.

—Mamá, ¿podrías dejarnos solos un rato? —dijo de manera perentoria con el mismo tono que utiliza un jefe para decirle a su secretaria que salga.

—Sí, por supuesto, hijo. Pero no molestes a Shabnamji. —La señora Daruwala se secó las lágrimas y me lanzó una sonrisa radiante—. Para él, esto es como un sueño hecho realidad. Concédale unos preciados minutos de su tiempo. Y le repito que lo siento. —A continuación regresó a su asiento.

Miré a Sohrab, que me contemplaba boquiabierto como si fuera un enamorado obsesivo. Su mirada fija era un tanto inquietante. Me pregunté en qué me había metido.

—Bueno, ¿cuántos años tienes, Sohrab? —pregunté para que se sintiera cómodo.

—Doce.

—Una edad estupenda. Estás aprendiendo mucho, y todavía te queda mucho por delante, ¿verdad?

—No me queda nada por delante, porque no cumpliré los trece. Dentro de tres meses estaré muerto —contestó con una cara totalmente inexpresiva, sin rasgo de emoción. Frankenstein no lo habría hecho mejor.

—Oh, no digas eso. Seguro que te pondrás bien —dije, y cariñosamente le di unos golpecitos en el brazo.

—No me pondré bien —replicó Sohrab—. Pero eso no es lo importante. Para mí lo importante es saber una cosa antes de morir.

—Sí, ¿qué quieres saber?

—Prométame que me contestará.

—Por supuesto. Prometido. —Le dediqué todo mi relumbrón. Las cosas ahora serían más sencillas, me dije. Soy una profesional a la hora de tratar con mis pequeños fans. Todo lo que quieren saber es el nombre de mi película preferida, mis proyectos futuros y si tengo planes para protagonizar alguna película con sus actores favoritos—. Adelante, Sohrab. —Chasqueé los dedos—. Lista para tu pregunta.

Sohrab se inclinó hacia mí.

—¿Es usted virgen? —me susurró.

Era una confirmación de lo más evidente de que a mi lado tenía sentado a don Psicópata Junior.

Naturalmente, eso fue el final de mi conversación con aquel pequeño soplapollas. Lo mandé de vuelta con su madre en un pispás. También le solté una buena reprimenda a la azafata, que me prometió que ningún otro pasajero que padeciera ninguna enfermedad terminal volvería a interrumpirme durante el vuelo.

Posteriormente, cuando se me hubo pasado el enfado, reflexioné sobre la pregunta de Sohrab. Había sido vulgar y grosero al formularla, pero estoy segura de que los veinte millones de indios que dicen estar enamorados de mí también darían lo que fuera por conocer la respuesta.

Los hombres de la India clasifican a las mujeres en dos categorías: las que están disponibles y las que no. Las vacas sagradas son sus madres y hermanas. El resto es ganado para sus sueños de voyeurs y sus fantasías masturbatorias. En este país cualquier muchacha que lleve una camiseta es considerada una fresca. Y a mí casi siempre me ven con vestidos ceñidos, dirigiendo los pechos hacia la cámara, las caderas meneándose al compás de alguna melodía pegadiza. No me extraña que me hayan descrito como el sueño erótico por excelencia. Y cuanto más inalcanzable parezco, más deseable me vuelvo. Me escriben cartas con sangre, en las que amenazan con inmolarse si no les mando una foto con mi autógrafo. Algunos me remiten muestras de semen, dentro de trozos descoloridos de servilletas de papel. Me llegan propuestas de matrimonio a millares, desde el idiota del pueblo hasta operadores solitarios que llaman desde un centro de atención al cliente. Una revista para hombres me ha hecho una oferta permanente para sacarme desnuda a cambio de un cheque en blanco. Todas las mujeres me mandan rakhis que proclaman que somos hermanas, con la esperanza de recabar mi apoyo para evitar que sus hombres se descarríen. Las chicas preadolescentes me escriben cartas halagadoras, pidiéndome que rece por ellas para que con el tiempo estén tan bien dotadas como yo.

95-65-90 es mi número mágico. En esta época de silicona yo represento la belleza y las formas naturales. Soy pura anatomía, y sin embargo mi atractivo va más allá de mis medidas. Exudo una dulzura orgásmica que excita e inflama a los hombres. No me ven a mí. Sólo ven mis pechos, se pierden en ellos, se les traba la lengua, acceden a todos mis caprichos y fantasías. Llamadlo explotación cínica del ello reprimido, o la injusta prerrogativa de la celebridad, pero me ha dado todo lo que quería de la vida, y algo más.

A pesar de todos sus cambios de aspecto, la vida es indestructiblemente poderosa y placentera. Así lo dijo Friedrich Willhelm Nietzsche, mi Maestro. He extraído cada minúsculo placer de la vida durante los últimos tres años, ¿pero eso me compensa por la miseria que pasé los diecinueve años anteriores?

31 de marzo

Hoy he acudido de invitada de honor a una función que ha de honrar la memoria de Meena Kumari, la «Reina de la Tragedia», que murió hace exactamente treinta y cinco años. Ha sido un programa terriblemente aburrido, salpicado de los mismos empalagosos discursos que uno oye en todas las entregas de premios, y me ha dado que pensar. ¿Se reduce la imagen de un actor sólo a lo que se ve en la pantalla? El cine es muy unidimensional, tan sólo un chorro de luz, lo que Jean-Paul Sartre describió como «todo, nada, y todo reducido a la nada». Si fueran a juzgarme exclusivamente por mis películas, la historia me recordaría tan sólo como una muñeca vacua y sexy. Pero soy mucho más que un insignificante sueño de celuloide. Y cuando finalmente se publiquen mis diarios (expurgando lo que convenga, por supuesto), el mundo también lo reconocerá. Ya se me ha ocurrido un excelente título para el libro: Una mujer con enjundia: Los diarios de Shabnam.

19 de abril

Aishwarya Rai se ha casado hoy. ¡Gracias a Dios! Ahora probablemente dejará el cine, lo que para mí supone una rival menos. El Trade Guide del año pasado, en su lista de las diez heroínas de la industria del cine indio, me colocó en el número cuatro, justo detrás de Aishwarya, Kareena y Priyanka. Ahora soy la número tres.

Pero a ojos de mis fans ya soy la número uno. Saben que he llegado tan lejos en la industria tan sólo con mi empuje, sin la ventaja de haber sido Miss Universo ni el respaldo de pertenecer a una dinastía de actores.

Sea como fuere, mi meta para este año es clara como el cristal:

Ser la número uno.

Ser la número uno.

Ser la número uno.

20 de mayo

Esta mañana ha habido un buen follón en el piso. Un equipo de seis trabajadores vestidos de mono azul ha invadido mi dormitorio y mi cuarto de baño y pretende destrozar mi tranquilidad. Los supervisa Bhola, que les grita órdenes como si fuera un ingeniero de Obras Públicas. Fue idea suya colocar luces nuevas en el cuarto de baño, de esas que van empotradas y no ves las bombillas. Son realmente bonitas, sobre todo cuando bajas la intensidad, y parecen estrellas en el cielo nocturno. En el dormitorio, va a reemplazar mi viejo candelabro de Firozabad por uno nuevísimo de Swarovski y cambiar algunos cables defectuosos.

Debo decir que Bhola me ha sorprendido agradablemente. Una de las cosas buenas que tiene el estrellato consiste en descubrir tíos y tías a los que no habías visto en mucho tiempo, y primos lejanos y sobrinos que no habías visto nunca. Bhola es uno de esos parientes lejanos. Se presentó en mi piso una luminosa mañana, afirmando ser hijo de mi tía Jaishree de Mainpuri, y me suplicó que le consiguiera un papel en una película. Le eché un vistazo y solté una carcajada. Con su pelo engominado, su barriguilla prominente y sus modales rústicos parecía alguien más idóneo para la agricultura que para la cultura. Pero me dio pena su torpeza y lo empleé como secretario personal y criado, prometiéndole un papel en una película si trabajaba de manera satisfactoria. Ya han pasado dos años. Creo que incluso ha renunciado a su sueño de ser actor, aunque como compañero ha progresado mucho. Ahora no sólo me resulta útil a la hora de mantener a raya a molestos fans y cazadores de autógrafos, sino que también se le dan bien la electrónica y los ordenadores (una tecnología que todavía me intimida). Además, ha demostrado una maravillosa sagacidad para los negocios. Poco a poco he ido confiándole mis cuentas, aunque todavía no puedo confiarle mi agenda. Esa tarea sigue en manos de mi secretario, Rakeshji, que comparto con Rani.

Bhola no posee ningún don especial, ningún auténtico talento. Es una absoluta medianía. Pero el mundo está hecho de gente corriente. Totalmente corriente, cuya única labor es servir a los extraordinarios, los excepcionales, los gloriosos…

31 de mayo

Me duelen los dedos. Acabo de firmar casi novecientas cartas. Es un ritual que tengo que llevar a cabo cuatro veces al año, otro precio que hay que pagar por el estrellato.

Las cartas son respuestas a admiradores que me escriben desde todos los rincones del mundo, desde Agra a Zanzíbar. Cada semana llegan quinientas, veinte mil al mes. De entre éstas, Rosie Mascarenhas, mi agente de prensa, selecciona aproximadamente unas mil para que las conteste personalmente, cosa que hago con un texto estándar y lleno de estereotipos en el que expreso mi felicidad por poder comunicarme con mis admiradores, un poco de bla, bla, bla acerca de mis inminentes proyectos, para acabar deseándoles que gocen de buena salud, felicidad y prosperidad. Las cartas van acompañadas de una fotografía en papel brillante en la que se me ve en primer plano: una recatada para mis admiradoras femeninas y para los niños, y otra moderadamente picante para los adultos. Rosie me sugirió la opción del autopen, en la que una máquina reproduce mi firma en cada carta, ahorrándome el engorro de tener que firmarlas personalmente, pero la desestimé. La verdad es que ya pertenezco al mundo irreal del cine, donde todo es falso. Quiero que mi firma, al menos, sea real. Pienso en la cara de felicidad de mis admiradores cuando abren la carta y ven mi foto. Debe de haber gritos de sorpresa y alegría. Luego seguro que enseñan la carta a la familia, los amigos y los parientes. Todo el barrio disfruta un rato de su aureola. Durante días hablan de ella, la comentan, la debaten, la besan y la remojan con lágrimas. Quizás la fotocopian, la plastifican, la enmarcan e incluso, posiblemente, la adoran.

Desaparece el dolor de mis dedos.

Como norma, Rosie no abre las cartas que vienen marcadas como «Personal» o «Confidencial». Éstas me llegan directamente y me han proporcionado horas de diversión. India es la nación de la tierra con más estrellas. De cada dos personas, una quiere ser actor, venir a Mumbai y triunfar en Bollywood. Estos aspirantes a actores me escriben desde polvorientas aldeas y tiendas de nueces de betel, desde pantanos infestados de malaria en ínfimos villorrios de pescadores. Me escriben en un hindi defectuoso y en un inglés rudimentario, con frases titubeantes y una sintaxis precaria, con la única pretensión de compartir sus sueños conmigo y pedirme consejo, ayuda y a veces dinero. Casi todas las cartas me llegan acompañadas de fotos en las que se les ve acicalados y poniendo un puchero, una sonrisa tonta o provocadora, intentando comprimir en esa imagen todo su asombro, anhelo, entrega y desesperación con la esperanza de que derrita el corazón de un productor. Pero por mucho que lo intentan no pueden ocultarle su rudeza a la lente implacable de la cámara. Su vulgaridad y su tosquedad se derraman de esas poses que proclaman no sólo la estupidez del que aparece en la foto, sino también su lamentable desamparo.

Las cartas de las chicas me parecen especialmente inquietantes. Algunas sólo tienen trece años. Quieren irse de casa, abandonar a sus familias, todo por quince minutos de fama. No tienen idea de lo que es, de lo que cuesta, triunfar en Mumbai.

Antes incluso de que lleguen al despacho del director de casting, algún repugnante fotógrafo o un agente con mucha labia las atraerá a un salón de masaje o a un sórdido burdel. Y sus frágiles sueños de estrellato se harán añicos al chocar con la realidad de pesadilla de la esclavitud sexual.

Pero sigo el ejemplo de la propia historia de mi vida y no respondo a estas chicas. No siento el deseo de entrometerme en sus lamentables vidas, ni tengo la capacidad de alterar la trayectoria de sus destinos condenados al fracaso. Es la ley de la selva. Sólo los más capacitados sobreviven. El resto queda confinado al basurero de la historia. O al basurero de la sociedad.

16 de junio

Vicky Rai ha vuelto a llamar hoy. Lleva ya dos años persiguiéndome. Un auténtico plasta. Pero Rakeshji dice que debo seguirle la corriente. Después de todo, más o menos es un productor, y tiene influencias.

—¿Por qué no quieres hablar conmigo? —ha preguntado Vicky Rai.

—Porque no tengo nada que decirte —le he contestado—. ¿Cómo es que tienes el número de mi nuevo móvil?

—Sé que te lo cambias cada tres meses. Pero tengo mis fuentes de información. Siempre subestimas mi poder, Shabnam. Puedo hacer mucho por ti.

—¿Cómo qué?

—Como conseguirte el Premio Nacional. Mi padre puede pulsar algunas teclas en el gobierno. Y ahora no me digas que no quieres el Premio Nacional. El Filmfare Award y el trofeo Hero Honda no están mal, pero a la larga todo actor y toda actriz anhela el Premio Nacional. Es el reconocimiento definitivo.

—Bueno, de momento no me interesan los premios.

—Muy bien, ¿y si te ofrezco un papel en mi próxima película? Se titula Plan B. Akshay ya ha firmado. La producción empieza en junio.

—No tengo fechas libres en junio. Estaré rodando en Suiza con Dhawan sahib.

—Si no tienes un mes libre, ¿tienes al menos una noche? ¿Sólo una noche?

—¿Para qué?

—No hace falta que te lo explique, ¿verdad? Reúnete conmigo en Delhi y yo me encargaré de todo. ¿O prefieres que venga a Mumbai?

—Lo que preferiría es que colgaras y no volvieras a molestarme, señor Vicky Rai. —Lo dije en tono firme y apague el móvil.

¿Qué se cree este cabrón, que soy una mercancía que está a la venta? Espero que lo condenen por el asesinato de Ruby Gill y se pudra en la cárcel el resto de su vida.

30 de julio

Jay Chatterjee es tan frustrante; me dan ganas de tirarme de los pelos. Supuestamente es el director más brillante de la industria, pero también es el más excéntrico. Hoy nos hemos encontrado en los Estudios RK, y ha dicho que va a incluirme en el reparto de su próxima película.

Me he puesto a temblar de emoción. Una película de Jay Chatterjee significa no sólo un superéxito, sino también muchos premios. Es el Steven Spielberg de Bollywood.

—¿De qué va la película? —le he preguntado, procurando controlar mis palpitaciones.

—Es sobre un chico y una chica —ha dicho.

—¿Qué clase de chica?

—Una chica muy guapa de una familia muy rica —ha dicho con su habitual actitud distraída, mientras sus dedos tocaban un piano imaginario—. Llamemos a la chica Chandni. Los padres de Chandni quieren que se case con el hijo de un industrial, pero ella está enamorada de un misterioso sujeto sin oficio ni beneficio llamado K.

—¡Qué misterioso! —he exclamado.

—Sí. K pertenece a este mundo, aunque no del todo. Emana poder, una atracción hipnótica que hace perder la chaveta a Chandni. Ésta cae bajo su hechizo, se convierte en su esclava, y sólo entonces se da cuenta de que el desconocido es de hecho el Príncipe de las Tinieblas.

—Uau. ¿El mismísimo demonio?

Exactement! Mi plan es contar la historia a dos voces, la de Chandni y la de K. Lo que impulsa la narración es la interacción de las dos historias, la tensión dramática de su relación. ¿Qué te parece?

Solté una larga bocanada de aire.

—Creo que es estupendo. Algo nunca visto en el cine indio. Será otra obra maestra de Jay Chatterjee.

—¿Entonces te interesa? ¿Serás mi Chandni?

—¡Ya lo creo! ¿Cuándo empezamos a rodar? Vamos a hablar de fechas enseguida.

—Empezaremos a rodar en cuanto encuentre al actor que hará de K.

—¿A qué te refieres?

Chatterjee ha hecho una pausa y se ha pasado los dedos por su barba desgreñada.

—Me refiero a que quiero crear un nuevo paradigma para los jóvenes airados. Para K. he estado pensando: ¿hasta cuándo podemos seguir dándole al público el mismo tío cachas enmascarado como héroe de acción, o cretinos con cara de color chocolate que fingen ser los reyes del romanticismo? La gente quiere cambios, anhela algo nuevo. Quiero que K. sea el heraldo de ese cambio. Será el casi héroe definitivo. Alguien cuyo personaje combina las cualidades de héroe y villano. Duro, pero blando. Brutal, pero tierno. Alguien cuyo aspecto te derrite el corazón y cuya cólera te hiela la sangre.

—¿No crees que Salim Ilyasi sería perfecto para el papel? —le he preguntado.

—Eso es exactamente lo que yo pienso —ha dicho Chatterjee con aire taciturno—. El problema es que Salim se niega a trabajar conmigo.

—Pero ¿por qué?

—Cometí el error de echar pestes de su mentor, Rama Mahoma Thomas, en una entrevista.

—¿Y qué vas a hacer?

—Intentar encontrar otro Salim Ilyasi. Hasta entonces, la película tendrá que esperar.

¿Habéis oído alguna vez cosa más ridícula? Una película que no se puede rodar no por falta de guión, ni del director, ni de dinero, sino por falta de un héroe que ni siquiera existe. Pero bueno, ése es Jay Chatterjee. Y cuando él dice que hay que esperar, esperas. Así que esperaré.

2 de agosto

Hoy me ha llegado la siguiente carta, con las letras «Privado» en el sobre:

Respetada Shabnam Didi:

Espero que te encuentres bien, por la gracia de Dios. Yo, Ram Dulari, te toco los pies respetuosamente. Soy una Maithil Brahmin, tengo diecinueve años y vivo en la aldea de Gaurai, de la zona de Sonebarsa, en el distrito de Simarthi, y soy la chica del pueblo que saca las mejores notas.

Ahora tengo un serio problema. Nuestra aldea ha sufrido grandes inundaciones que lo han arrasado todo. Se han llevado nuestra casa y nuestro ganado, y por desgracia mis respetados padre y madre han muerto. A mí me salvó un bote del ejército. Primero estuve en Sitamarhi, en un campamento espantoso de tiendas de campaña rotas, pero ahora vivo en Patna, en casa de Neelam, mi mejor amiga.

Yo no conocía tu existencia, porque en la aldea no había ningún cine grande como en Patna. Pero Neelam ha visto muchas películas tuyas y me llama tu hermana pequeña. Me saca una foto con su cámara y me pide que te la mande.

Soy muy buena cocinera, y conozco muchas recetas, entre ellas el gulab jamum y el sooji ka halwa. También coso muy bien y puedo tejer un jersey en sólo dos días. Puesto que soy una Maithil Brahmin, preparo la comida estrictamente de acuerdo con los rituales, soy totalmente vegetariana, y todos los ayunos y festividades los observo como es debido.

Por favor, ponte en contacto conmigo en la dirección que figura en la carta y ayúdame llevándome a Mumbai y dándome techo y un trabajo. Dios derramará sus bendiciones sobre ti.

Toco los pies a todos los ancianos de la familia y recuerdos a los niños.

Tu hermana pequeña,

RAM DULARI

El contenido de la carta no tenía nada de extraordinario. Recibo docenas de ofertas similares de chicos y chicas que desean venir a trabajar a mi casa en condiciones de semiesclavitud, simplemente por el privilegio de compartir el espacio conmigo. Pero me intrigó que Ram Dulari se refiriera a sí misma como mi hermana pequeña. De inmediato pensé en mi hermana de verdad, Sapna, que tendría también diecinueve años. Probablemente seguía en Azamgarh con mis padres, aunque no podía estar segura, pues no había tenido contacto con ella, ni con ellos, en los últimos tres años. Me habían borrado de sus vidas, pero yo no había conseguido borrarlos de mi mente.

Saqué las fotos del sobre. Eran fotos normales de 10 × 15. Miré la primera, y casi me caigo de la silla. Porque la cara que me miraba era la mía propia, en primer plano. Los mismos ojos grandes y oscuros, la nariz pequeña, los labios carnosos y la barbilla redondeada.

Rápidamente miré la segunda foto. En ella se veía a Ram Dulari ataviada con un sari verde y barato, apoyada contra un árbol. Y no era sólo la cara, sino que su complexión era parecida a la mía. La única diferencia visible era el pelo. Ella tenía unas trenzas negras largas y lustrosas, mientras que yo llevo el pelo en una melena que me llega a la barbilla, con el flequillo asimétrico. Pero éste es un detalle insignificante. La chica era clavada a mí. Ram Dulari era mi Doppelgänger.

Lo que más me chocó de las fotos, aparte del extraordinario parecido conmigo, fue el hecho de que Ram Dulari se mostrara tan natural. No había artificio, ni fingimiento, en su esfuerzo por parecerse a mí. Sencillamente era así: una chica que ignoraba su propia belleza, e inmediatamente sentí que nos unía una relación como de parentesco. Ahí estaba yo, viviendo en un lujoso ático de cinco habitaciones en la mejor ciudad de la India, y ahí estaba ella, una huérfana sin suerte, que apenas conseguía sobrevivir en la región de Bihar, donde las bandas de saqueadores campaban a sus anchas. En ese momento decidí ayudarla, y enviar a Bhola a Patna a la mañana siguiente para que trajera a Ram Dulari a Mumbai y a mi casa.

No sé qué haré con ella. Ya tengo bastantes criados, incluso buenos brahmanes. Todo lo que sé es que no puedo dejar a la pobre chica a su destino. No puedo ser un silencioso espectador de su sufrimiento. De manera que intervendré en su destino, y lo cambiaré.

Pero, al hacerlo, ¿cambiaré también el mío?