12. LA MALDICIÓN DE LOS ONKOBOWKWE

El aborigen de Pequeña Andamán estaba sentado en el tranvía número 30, viajando entre Kalighat y el puente de Howrah y sintiendo la brisa en la cara.

Eran las nueve y media del 19 de octubre. El aire era cálido y agradable. Se había levantado la neblina de polución de la mañana y en el cielo no se veía ni una nube: era una extensión ininterrumpida de azul rota sólo por los irregulares pináculos de los rascacielos. La tibia luz del sol cosquilleaba la piel de Eketi. Aspiró el aire espeso y acre de la ciudad, abrió los brazos en toda su extensión, echó la cabeza hacia atrás y gozó de la deslumbrante maravilla de estar vivo. Como si estuvieran sincronizadas, dos palomas grises revoloteaban sobre su cabeza al unísono, compartiendo la dicha de ese día.

Se encontraba en Esplanade, el concurrido corazón de la metrópolis, y allí donde mirara sólo veía gente y más gente. Los niños le señalaban entusiasmados, los hombres se lo quedaron mirando boquiabiertos, y a las mujeres se les cortaba bruscamente el aliento y se tapaban la boca con la mano; él sonreía y los saludaba. Alrededor del tranvía había un torbellino de tráfico: coches, taxis, rickshaws, motos, bicicletas. Se oían bocinazos, superbocinazos, zumbidos y chirridos. Enjambres de desvencijados autobuses privados pasaban a toda velocidad por la carretera, con chóferes uniformados con medio cuerpo asomando por la ventanilla y gritando su destino a voz en cuello. Anuncios chillones de dentífrico y champú reclamaban la atención de los transeúntes desde enormes vallas. Los edificios altos y decadentes que había a cada lado de la carretera se levantaban como una cordillera de antiguas colinas. Eketi se sentía como si flotara en medio de un esplendoroso sueño.

Sólo habían pasado dos semanas desde el trascendental día en que se presentó voluntario para recuperar la piedra sagrada robada por Banerjee. A los Ancianos los había pillado por sorpresa Ashok Rajput, el funcionario de Bienestar Social que había estado oyendo sus deliberaciones a escondidas. Y más aún les había sorprendido su buena disposición para llevar a Eketi a la India en barco para ayudarle a recuperar el ingetayi. Bajo coacción, habían aceptado su oferta a regañadientes, pues él no sólo había descubierto sus planes, sino que era el único que conocía la dirección de Banerjee. Pero habían advertido a Eketi que no se fiara de él. El funcionario lo utilizaría para llegar a la piedra sagrada, y luego tendría que librarse de él igual que de una mosca latosa.

Los preparativos para el viaje habían durado más de una semana. Ashok había tenido que conseguir un permiso del Departamento de Bienestar Social. Y Nokai, el hechicero, tardó un tiempo en reunir el «equipo de supervivencia» de Eketi: tubérculos y tiras de jabalí seco para comer, bolitas medicinales para la salud, terrones de arcilla roja y blanca para pintar su cuerpo, una bolsa de grasa de cerdo para mezclar con la arcilla, y el plato fuerte, el chauga-ta, un amuleto para prevenir la enfermedad, hecho de huesos del mismísimo Tomiti. Eketi había escondido todos estos objetos dentro de una bolsa de tela negra —una Adidas falsa que había conseguido en el asentamiento de Hut Bay—, y los había cubierto con unas cuantas ropas viejas. Tras una noche de fiesta y celebración, se le había despedido como a un héroe. Al día siguiente había salido de Pequeña Andamán en compañía de Ashok rumbo a Port Blair en una lancha motora del gobierno. Esa misma noche había embarcado de manera clandestina en el MV Jahangir, un gran barco de pasajeros que zarpaba tres veces al mes hacia Kolkata y cuyo capitán era conocido de Ashok. El funcionario había ocupado un camarote de lujo, mientras a Eketi lo había mandado a una litera de tercera clase, para mantenerlo oculto de las miradas curiosas, en un apretado armarito cerca de la sala de máquinas.

—Y ahora recuerda —le había dicho Ashok a Eketi— que nadie debe enterarse de que eres un onge de Pequeña Andamán. Así que no te quites nunca la gorra y procura que la mandíbula que llevas alrededor del cuello quede oculta debajo de tu camiseta. Si alguien te pregunta debes decir que eres un adivasi, un aborigen llamado Jiba Korwa de Jharkhand, que es un estado indio en el que hay muchas tribus primitivas como la tuya. ¿Entendido? Y ahora repite tu nuevo nombre.

—Eketi es Jiba Koba de Jakhan.

—¡Idiota! —Ashok le dio un golpe en la cabeza—. Tienes que decir: «Soy Jiba Korwa de Jharkhand.» Y ahora ponte la gorra y repítemelo veinte veces.

Así pues, Eketi tuvo que ponerse su gorra roja y repetir su nuevo nombre hasta que se lo aprendió de memoria.

El barco completó su viaje de mil doscientos cincuenta y cinco kilómetros en tres días, y llegó al muelle de Kidderpore, Kalkota, al atardecer. Esperaron a que todos los pasajeros se hubieran ido y a que cayera la noche. Desembarcaron y cogieron un taxi.

En cuanto el taxi hubo salido del muelle, la noche oscura cobró vida con una brillante exhibición de fuegos artificiales. La tierra temblaba con el sonido de los petardos al estallar.

—¿Me están dando la bienvenida? —preguntó Eketi entusiasmado, pero Ashok le hizo callar y le dio unos golpecitos al chófer en el hombro—. ¿Cómo es que estáis celebrando el Diwali veinte días antes de lo que toca?

El chófer soltó una carcajada.

—Vaya, ¿es que ni siquiera sabes que has llegado a Kolkata en la época de nuestra fiesta mayor? Hoy es Saptami, y mañana Mahashtami.

—Oh, mierda —maldijo Ashok en voz baja—. No me había dado cuenta de que habíamos desembarcado en pleno Durga Puja.

Desde luego, la ciudad estaba sumida en el fervor de la oración. Había magníficos pandals prácticamente en todas las esquinas, que brillaban en la noche como palacios iluminados. Eketi iba en el asiento delantero y contemplaba asombrado aquellos templos temporales de tela y bambú, que competían entre sí en su llamativa vulgaridad. Algunos tenían cúpulas, otros minaretes. Uno evocaba la torre de un templo del sur de la India, mientras que otros recordaban una pagoda tibetana. Había uno que tenía forma de anfiteatro griego y otro que parecía un palacio italiano. El camino a estos pandals estaba cubierto de alfombras rojas y alumbrado con una serie de paneles iluminados.

Las calles estaban abarrotadas de gente, mucha más de la que Eketi había visto en su vida, y la ciudad estaba empapada de sonidos. En cada pandal había altavoces que retronaban. En cada esquina resonaban tambores, una llamada primitiva convocando la reunión de la tribu. Y se reunían a millones, ataviados con saris almidonados y camisas y pantalones perfectamente planchados, convirtiendo la ciudad en un carnaval gigante. El taxi tuvo que desviarse varias veces, pues había calles enteras bloqueadas por la policía, que vociferaba instrucciones de prudencia a los peatones desde sus megáfonos.

Una hora y diez minutos después el taxi se detuvo en Sudder Street, el gueto de mochileros lleno de hoteles mohosos y tiendas decrépitas donde vendían comida, souvenirs y accesos a Internet. Ashok se registró en el Hotel Milton, donde reinaba una extraña atmósfera de lúgubre decadencia. El encargado miró con suspicacia a Eketi y le pidió el pasaporte. Ashok tuvo que sacar su identificación de funcionario para impedir que las preguntas continuaran.

Recorrieron pasillos mal iluminados hasta llegar a una habitación de la primera planta en la que todo era muy básico, apenas dos camas separadas por una mesilla. A la cruda luz de los fluorescentes, Eketi observó manchas de humedad en las paredes y telarañas en todos los rincones. Del retrete adyacente llegaba un sonido de gotas.

—A Eketi no le gusta este hotel. —Arrugó la nariz.

La cara de Ashok se encendió de cólera.

—¿Qué esperabas, morenito? ¿Creías que te iba a instalar en el Oberoi? Incluso este agujero es mucho mejor que vuestras asquerosas chozas. Y ahora cállate y échate en el suelo.

Mientras Eketi se lo miraba todo con cara mohína, el funcionario disfrutaba de una comida de pollo al curry y pan naan que pidieron al servicio de habitaciones. A continuación sacó el mechero y encendió un cigarrillo.

El aborigen observó el paquete de tabaco.

—¿Eketi puede tener uno?

Ashok enarcó las cejas.

—Creía que habías jurado no tocar el tabaco hasta que consiguieras el ingetayi.

—Sí. Pero ésta no es mi isla. Aquí puedo hacer lo que se me antoje.

—No, morenito. —Ashok lo miró con desdén—. Aquí haces lo que a mí se me antoja. Y ahora vete a dormir.

Eketi se echó en el frío suelo con la bolsa de tela como almohadón y masticó una tira de jabalí seco. No tardó en oír los sonoros ronquidos de Ashok, pero le costó dormir. Los tambores parecían cada vez más cercanos, y hacían temblar el suelo de madera. Eketi se levantó y se acercó a la ventana. Observó el resplandor de un pandal a lo lejos, contempló a los yonquis y a los perros que se cobijaban bajo los toldos de la calle, y respiró el aire de esa ciudad vasta y misteriosa, experimentando un escalofrío de placer culpable.

A la mañana siguiente acompañó a Ashok a dar un paseo por la zona que rodeaba al hotel. En las dos horas siguientes, vio la cúpula blanca del planetario de Birla, el inexpugnable octágono de ladrillos y mortero de Fort William, y el verde de Maidan, lleno de jardines, fuentes y monumentos conmemorativos. Vio hombres que hacían ejercicio con enormes pesas, a otros que corrían, saltaban o paseaban al perro. Sonrió al cruzarse con un grupo de gente que estaba de pie en un círculo y simplemente reía, y se quedó en silencio al ver el grandioso barroco del Victoria Memorial, su mármol blanco con un tono de rosa bajo el sol naciente. Era el edificio más grande que había visto en su vida, y el más hermoso. Aquel descubrimiento le estremeció.

Siguieron caminando, y pasaron junto a Shaheed Minar, la alta «torre de los mártires», situada en la punta septentrional del Maidan, y acabaron en Esplanade. El incesante ajetreo de miles de personas moviéndose, los rascacielos y la cacofonía de sonidos emocionaban y asombraban a Eketi. Le fascinaban especialmente los ruidosos tranvías, que se movían a paso solemne en mitad de la carretera.

—¿Eketi puede montar en uno?

Tiró de la manga de Ashok y el funcionario accedió a regañadientes. Se subieron al siguiente tranvía. Iba moderadamente abarrotado y consiguieron hacerse un sitio. Pero en la siguiente parada se subió un gentío que iba rumbo al trabajo, y el vehículo quedó lleno hasta los topes. Eketi acabó separado de Ashok y atrapado entre dos ejecutivos armados cada uno con su maletín. La presión de la gente era insoportable. Eketi comenzaba a sentirse asfixiado. Luchando por respirar, se agachó y comenzó a abrirse paso entre las piernas de los pasajeros, avanzando lentamente hacia la salida de atrás. Al final consiguió alcanzar la puerta, y, saltando por encima de la barandilla de hierro, utilizó la ventanilla abierta como cornisa y ágilmente saltó a la parte de arriba del tranvía. Ahora estaba sentado sobre el techo, justo debajo del cable eléctrico, con su bolsa negra de tela junto a él, y se sentía como un pájaro al que acaban de liberar de su jaula.

El tranvía se adentró en Dalhouise Square, ahora conocida como BBD Bagh, el epicentro administrativo de la ciudad, que era donde acababa el viaje. Un agente de tráfico que estaba de servicio se lo quedó mirando atónito, a continuación corrió hasta colocarse delante del tranvía y lo detuvo bruscamente.

Dentro del atestado tranvía, Ashok Rajput por fin había conseguido encontrar un asiento. Se limpió el sudor y la mugre de la frente, miró con desagrado a aquella masa humana que bullía a su alrededor y se preguntó si no sería ése su último viaje en transporte público. Había concluido que Kolkata no era de su agrado. Había algo en el aire de la ciudad que se coagulaba como una flema en el fondo de su garganta. Y luego estaban los atascos de tráfico, los repugnantes mendigos, y las calles nauseabundas. Pero aquella misma tarde, si todo iba bien, tendría la piedra sagrada en sus manos.

Había investigado bastante lo que era el ingetayi. Al parecer se trataba de un trozo de piedra arenisca negra, de unos sesenta y cinco centímetros de alto, en forma de falo y con labrados jeroglíficos indescifrables que tenía al menos setenta mil años de antigüedad. Haría que Eketi se la robara a Banerjee. A continuación conseguiría una réplica exacta que le haría un escultor que conocía en Jaisalmer. Entonces enviaría a Eketi tranquilamente de vuelta a su infernal agujero de Pequeña Andamán y vendería el original a Antigüedades Khosla, quienes ya habían acordado pagarle un millón ochocientas mil rupias por el shivling grabado más antiguo del mundo.

Ashok Rajput pensó en todo lo que haría una vez tuviera el dinero. En primer lugar iría a ver a Gulabo. Había aceptado aquel degradante empleo de funcionario de Bienestar Social en aquella remota isla, alejada de la civilización, sólo por fastidiarla por haberlo rechazado. No la había visitado en cinco años, aunque había seguido mandándole giros postales de dos mil rupias al mes para pagar la educación de Rahul. Pero no había podido olvidarla. Gulabo lo obsesionaba a pesar de los miles de kilómetros de tierra y mar que separaba el Rajastán de las Islas Andamán, invadía sus sueños y le sembraba una añoranza que le llenaba de furia y deseo.

Ahora iría a Jaisalmer, la cubriría con los fajos de billetes de mil y la regañaría: «Siempre me decías que no servía para nada. Bueno, ¿qué me dices ahora?» Y entonces volvería a proponerle que se casara con él. Estaba bastante seguro de que esta vez ella le aceptaría. Sin ninguna condición previa. Ashok abandonaría su empleo de tercera con esos malditos aborígenes en mitad de ninguna parte y se establecería en Rajastán. El ingetayi era el amuleto definitivo de la buena suerte que cambiaría su vida para siempre.

Cuando el tranvía se paró repentinamente con un chirrido, salió de su ensueño.

—¿Qué pretendes? —le ladró el policía, señalando a Eketi con un dedo y haciéndole seña de que bajara—. Namun dada namun.

En cuanto Eketi hubo bajado del techo del tranvía, el cobrador le soltó un rapapolvo.

—¿Es que pretendes suicidarte? ¿Dónde está tu billete?

Los pasajeros se asomaban por las ventanillas para mirarlo.

—¿Nam ki? ¿Cómo te llamas? —le preguntó el agente.

Eketi simplemente negó con la cabeza.

—Este tipo no es indio —declaró el cobrador—. Mira lo negro que es. A mí me parece africano. Vamos a ver qué lleva en la bolsa. Debe de ser un traficante de drogas. —Intentó quitarle a Eketi la bolsa que llevaba al hombro.

—¡No! —gritó Eketi, y apartó de un empujón al cobrador.

El agente le cogió de la oreja y se la retorció.

—¿Tienes billete?

—Sí —contestó Eketi.

—¿Dónde está?

—Lo tiene Ashok sahib.

—¿Y dónde está ese tal Ashok?

Eketi señaló en dirección al tranvía.

—No veo ningún Ashok —dijo el agente mientras agarraba a Eketi por él pescuezo—. Será mejor que vengas conmigo a comisaría, allí comprobaremos qué llevas en la bolsa.

Estaba a punto de llevarse a Eketi a rastras cuando Ashok por fin consiguió salir del tranvía y llegar donde estaba el policía.

—Perdone, agente —dijo sin aliento el funcionario—. Este individuo está conmigo. Yo tengo su billete. —Sacó dos billetes del bolsillo de la pechera.

El agente le cogió los dos billetes y los estudió. A regañadientes, dejó ir a Eketi.

En cuanto el agente ya no pudo oírlos, Ashok le soltó un fuerte sopapo en la mejilla al aborigen.

—Y ahora escúchame, cerdo moreno —dijo furioso—. Móntame otro numerito como éste y te pudrirás en la cárcel lo que te queda de vida. Esto es la India, no tu jungla, donde puedes hacer lo que se te antoja.

Eketi le lanzó una mirada furiosa y no dijo nada.

Regresaron al hotel y tomaron un almuerzo ligero. A eso de las seis Ashok decidió ir a casa de Banerjee.

Pararon un rickshaw motorizado y Ashok le dio al conductor la dirección, que leyó en un trocito de papel que llevaba en la cartera.

—Llévanos a Tollygunge. En la esquina de Indrani Park y JM Road.

El rickshaw motorizado los llevó por silenciosas calles secundarias para evitar la locura de las calles principales. Se apearon en la esquina de Indrani Park y descubrieron el estanque que buscaban casi de inmediato. Era poco más que una depresión en el suelo, llena de agua sucia del monzón y bordeada de juncos medio podridos. Pero lo rodeaban cinco casas, y la que estaba más a la derecha tenía un tejado de un verde vivo.

—¡La casa de Banerjee! —exclamó Eketi.

Era una típica vivienda de clase media, modesta y anodina. De ladrillo, tenía un pequeño jardín rodeado por una cerca de madera. En la desvencijada puerta de la verja una placa anunciaba su nombre: «S. K. Banerjee».

—¿Debería entrar Eketi y coger el ingetayi? —preguntó el aborigen.

—¿Es que te crees que puedes entrar sin más en la casa y pedirle a Banerjee que te dé la piedra? —se mofó Ashok—. Él te la robó, y ahora tú tendrás que robársela a él.

—¿Y cómo hará eso Eketi?

—Eso es algo que tendré que pensar.

Durante la hora siguiente examinaron la casa con cautela desde todos los ángulos posibles, buscando una ventana abierta, una puerta trasera. Ashok no le encontró ningún punto débil.

—Eketi sabe cómo entrar —declaró de pronto el aborigen.

—¿Cómo?

—Por ahí. —Eketi señaló una chimenea verde negruzca que asomaba del tejado.

—No seas bobo. Es imposible que trepes ahí, por no hablar de meterte por esa angosta chimenea.

—Eketi lo hará —declaró muy seguro de sí mismo—. Lo puedo demostrar ahora mismo. —Ya estaba a punto de saltar la valla cuando Ashok le cogió por el hombro—. No, no, idiota. No puedes irrumpir en la casa de alguien a plena luz del día. Tienes que esperar a que Banerjee y sus vecinos se vayan a dormir.

Mataron el tiempo paseando entre los muchos tenderetes que había al lado de la carretera y que habían aflorado en Tollygunge durante la temporada del puja. Después de cenar tarde un apetitoso curry de pescado y arroz, regresaron a casa de Banerjee.

La zona del estanque estaba tranquila. Las luces de las casas vecinas ya estaban apagadas, pero en la casa de Banerjee seguía brillando un fluorescente.

Esperaron bajo el toldo de una lechería hasta que el fluorescente se apagó poco después de medianoche. Al instante Eketi abrió su bolsa y sacó unos terrones de arcilla roja y blanca, junto con la bolsa de grasa de cerdo. Se quitó la gorra y comenzó a despojarse de su vestimenta.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó alarmado Ashok.

—Eketi se prepara para coger el ingetayi. Un onge tiene que mostrar el debido respeto.

Desapareció detrás de la lechería y media hora más tarde se presentó de nuevo ataviado sólo con un taparrabos y la mandíbula en torno al cuello. En la cara se había pintado franjas rojas y blancas, y en mitad del pecho y el abdomen se había dibujado una delicada espina de pez blanca. Parecía una alucinación nocturna.

—Espero que no te vea nadie así. Incluso a mí se me pone la piel de gallina. —Ashok fingió un temblor y miró su reloj entrecerrando los ojos—. Es casi la una. Ha llegado el momento de que subas al tejado.

Sin decir palabra, Eketi se encaminó hacia la casa de Banerjee.

Eketi saltó sin ningún esfuerzo por encima de la cerca de madera que rodeaba la casa y se subió al tejado con la agilidad de un mono, sin que sus pies produjeran el menor sonido. La chimenea era bastante estrecha, pero a base de retorcer el cuerpo consiguió ir deslizándose por su interior, mientras sus manos se iban cubriendo de hollín. Colocando las manos y las piernas de manera estratégica, el aborigen bajó la chimenea y aterrizó sobre la encimera de la cocina con un ruido sordo.

Sólo tardó unos segundos en acostumbrarse a aquella oscuridad completa. Abrió la puerta de la cocina y salió a una galería. A su izquierda había tres puertas. Entró en la primera. Era un cuarto de baño vacío, y en él no había señal de la piedra sagrada. Salió de puntillas y probó la segunda puerta. No estaba cerrada con llave, pero en cuanto puso el pie dentro, se oyó el chasquido de un interruptor y sus ojos quedaron cegados de luz. Vio a un anciano con gafas sentado en la cama, ataviado con un pantalón de pijama azul claro.

—Entra, te estaba esperando —dijo Banerjee en onge, con una voz totalmente inexpresiva.

—¿Dónde está nuestro ingetayi? —preguntó Eketi.

—Te lo diré. Pero primero dime quién eres. Sé que vuestra gente puede viajar fuera del cuerpo. ¿Eres real o tan sólo una sombra?

—¿Qué más da?

—Tienes razón —dijo taciturno—. Los sueños también pueden matar. Así pues, ¿vas a matarme por haber robado la piedra sagrada?

—Los onge no son asesinos como los jarawas. Eketi sólo ha venido a por la piedra. ¿Dónde está?

—Ya no la tengo. Me deshice de ella hace diez días.

—¿Por qué?

—Porque está maldita, ¿no? Debería haberlo sabido. Me quitó a mi hijo, a mi único hijo. —A Banerjee se le quebró la voz.

—¿Qué ocurrió?

—Estudiaba en Estados Unidos. Hace dos semanas, murió en un extrañísimo accidente de coche. Sé que la culpa es mía. Si no os hubiera quitado vuestro ingetayi, Ananda ahora estaría vivo. —Banerjee sollozó.

—¿Quién la tiene ahora?

—Te lo diré, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Tienes que decirme cómo devolverle la vida a un muerto.

Eketi negó con la cabeza.

—Ni siquiera Nokai puede hacer eso. Nadie puede desafiar la voluntad de Puluga.

—Por favor, te lo ruego. Mi esposa se está volviendo loca de pena por nuestro hijo. No puedo seguir así. —Banerjee lloraba con las manos juntas.

—Es la maldición de los onkobowkwe. Tú mismo has hecho que cayera sobre ti. —Eketi se encogió de hombros—. Y ahora dime quién tiene el ingetayi.

—No —dijo Banerjee con repentina fiereza—. Si no puedes devolver la vida a mi hijo, entonces tampoco conseguirás el ingetayi. —Con la velocidad de un gato, saltó de la cama, salió como una bala por la puerta y se encerró en el cuarto de baño.

—Abre. —Eketi comenzó a aporrear la puerta, pero Banerjee se negaba a abrir. Rebosando frustración, el aborigen emprendió una búsqueda concienzuda en todas las demás habitaciones de la casa, dañando un par de armarios y rompiendo unos cuantos ídolos de porcelana, pero no encontró la piedra sagrada. No obstante, en el dormitorio de Banerjee descubrió una cartera de piel negra sobre la mesilla de noche. La agarró, se dirigió a la puerta principal, quitó el pestillo y salió al jardín.

Dos minutos después estaba de vuelta en la lechería.

—¿Qué ha pasado? He visto que se encendía una luz. ¿Ha ido todo bien? —preguntó Ashok sin aliento.

—Sí.

—¿Y dónde está la piedra sagrada?

—No está en la casa.

—¿Qué no está en la casa? ¿Eso significa que Banerjee debe de haberla vendido? ¿Te ha dado alguna pista?

—No. Pero te he traído esto. —Eketi le entregó la cartera de piel. Ashok la abrió. Dentro había poco dinero, pero soltó un silbido al sacar una tarjeta comercial. «Anticuarios de Calcuta», se leía en ella. «Propietario Sanjeev Kaul. 18B, Park Street, Kolkata 700016».

—Apuesto a que tu Banerjee le ha vendido el ingetayi a este anticuario —afirmó Ashok.

—Entonces, ¿cómo se lo quitaremos a él?

—Mañana le haré una visita.

—¿Pero cómo volvemos al hotel? ¿Encontraremos un taxi a esta hora?

Nada más decir eso, un rickshaw motorizado apareció en un callejón cercano. Fueron corriendo hacia él.

—¿Puedes llevarnos a Sudder Street? —le preguntó Ashok al chófer, un hombre de mediana edad que apestaba a alcohol.

El chófer lo miró abriendo mucho los ojos, a continuación miró a Eketi, y huyó chillando con su vehículo.

Park Street era una zona comercial moderna para gente pudiente, llena de tiendas de ropa de diseño y boutiques a la última. Anticuarios de Calcuta resultó ser un establecimiento bastante grande que estaba junto al elegante restaurante Continental. Ashok Rajput atravesó unas ornamentadas puertas de latón y descubrió que dentro se estaban haciendo importantes reparaciones. El techo estaba ennegrecido de hollín, y había un fuerte olor a chamuscado. Un hombre alto y de piel clara, con una nariz larga y prominente lo miró inquisitivamente.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ashok.

—Hace tres días se desató un incendio terrible. La mitad de nuestra tienda se quemó. Perdimos muchas antigüedades, pero por suerte nadie resultó herido.

—¿Es usted el señor Sanjeev Kaul?

—Sí. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me llamo Ashok Rajput. Trabajo en el Departamento de Bienestar Social de las Islas Andamán —declaró en un tono muy oficial mientras sacaba su tarjeta de identidad plastificada—. Estoy aquí en relación con el robo de un antiquísimo artefacto de piedra que pertenece a la tribu de los onge. ¿El señor S. K. Banerjee le vendió a usted un shivling?

—Sí. Hace cosa de diez días.

—¿Se da usted cuenta, señor Kaul, de que está infringiendo la Ley de Antigüedades y Tesoros Artísticos de 1972?

—Banerjee no me dijo que fuera una antigüedad de las Andamán. —Kaul frunció el entrecejo—. Mire, yo no sabía que estaba infringiendo ninguna ley. No me pareció más que una piedra antigua.

—Me gustaría verla.

—Lo siento, ya no la tengo. El lunes pasado se la vendí a un cliente de Chennai.

—¿Chennai?

—Sí.

—¡Oh, no! —dijo Ashok, y cerró las dos manos en un puño—. Quiero todos los detalles de esa persona a la que le vendió la piedra.

Diez minutos después, Ashok salía de la tienda con un papelito en el que figuraba otra dirección. Cuando llegó a la habitación del hotel, Eketi aún dormía.

—Levántate, cabrón, y empieza a hacer las maletas —dijo.

—¿Adónde vamos ahora?

—A Chennai —replicó Ashok—. A ver a un tal S. P. Rajagopal.

—¿Y cómo iremos?

—En tren.

La estación de Howrah estaba más concurrida de lo habitual por ser temporada de fiestas. Eketi se quedó mirando el caos de los andenes, las hileras de pasajeros despatarrados en el frío suelo, los vendedores ambulantes que anunciaban revistas y refrescos a voz en cuello, y sobre todo los mozos vestidos de rojo, que acarreaban maletas y cajas sobre la cabeza. Observó el sudor que brotaba de esas caras y se volvió hacia Ashok.

—¿Por qué la gente trabaja tanto?

—Porque no comen la sopa boba como los de tu tribu —dijo Ashok con desprecio—. ¿Sabes cuánto me han costado dos billetes para Chennai? Este viaje se está volviendo una pesadilla.

—¡Pero a Eketi le encanta!

A medida que el tren avanzaba a toda velocidad hacia el andén, Eketi tensó el cuerpo, alarmado. Se refugió detrás de Ashok durante unos momentos antes de entrar cautelosamente en el coche cama. Las mujeres retrocedieron al verle, y agarraron sus bolsos, nerviosas. Los niños lo miraron atemorizados y se abrazaron a sus padres. Eketi sonrió. Fue una sonrisa de dientes perlados y deslumbrantes. El tren aflojó la marcha.

Eketi tomó asiento junto a la ventanilla y no se levantó durante las veintisiete horas de viaje. Sintió el sol en los ojos, el viento en la cara; contempló el mudable calidoscopio de colores a medida que los campos de maíz parduscos daban paso a la verde exuberancia de los arrozales, maravillándose de la inmensidad de ese país por el que podías viajar durante horas, cruzar aldea tras aldea y no llegar nunca a tu destino. Cuando el día se hizo noche, el persistente ritmo del tren se convirtió en una nana que suavemente le meció hacia el sueño.

En Chennai todo fue diferente. Hacía aún más calor que en Kolkata, y había más humedad. Los hombres eran más atezados y llevaban bigote. Las mujeres vestían saris de muchos colores y lucían flores en el pelo. Nadie hablaba hindi.

En cuanto salieron de la estructura gótica de ladrillo rojo de la estación central de Chennai, el aborigen olisqueó el aire. El monzón del noroeste seguía activo, y el aroma de la lluvia flotaba en el aire como un perfume húmedo.

—¿Este lugar tiene mar?

—Sí. ¿Cómo lo sabes? —preguntó Ashok.

—Eketi puede olerlo.

Se subieron a uno de los ubicuos rickshaws motorizados amarillos y negros y Ashok le dijo al chófer que los llevará directamente a la residencia de Rajagopal en Sterling Road, en la zona de Nungambakkam. Cuando se adentraron en el remolino del tráfico que había delante de la estación, Eketi puso unos ojos como platos ante los imponentes edificios y las elegantes tiendas que flanqueaban el abarrotado bulevar. La ciudad estaba llena de vallas publicitarias que anunciaban los últimos éxitos de taquilla tamiles, pero lo que más le fascinaba eran las imágenes gigantes en contrachapado de políticos y estrellas de cine que salpicaban las calles, algunas tan altas como un edificio de dos plantas. Chennai era una ciudad de figuras troqueladas. Una gigantesca mujer sonriente y ataviada con un sari competía por los votos con un anciano de gafas negras. Heroínas de mirada lujuriosa y héroes con bigote y peinados exagerados asomaban por encima del tráfico como colosos.

Sterling Road era una vía concurrida, llena de locales comerciales, bancos y oficinas, entre los que se intercalaban grandes casas. El rickshaw motorizado los dejó justo delante de la residencia de Rajagopal, una villa elegante pintada de verde y amarillo. Había dos guardias uniformados apostados e impasibles a cada lado de la alta verja metálica, que por alguna razón estaba abierta.

—¿Habéis venido para el rezo? —le preguntó un guardia a Ashok.

El funcionario asintió sin saber de qué le hablaba.

—Por favor, entra. Está en el salón principal.

—Espera aquí —le dijo Ashok a Eketi, y cruzó la verja. Recorrió un camino en curva que llevaba hasta la puerta, con céspedes bien cuidados a cada lado. La casa tenía una sólida puerta de teca y también estaba abierta, y Ashok entró en una gran sala en la que habían quitado todos los muebles. Había sábanas blancas en el suelo, sobre las que se sentaban aproximadamente cincuenta personas, casi todas ataviadas con ropa de color claro. Los hombres se sentaban a un lado, y las mujeres al otro. En la otra punta había una gran fotografía enmarcada de un joven con el pelo cortado a cepillo y grueso bigote, decorada con una guirnalda de rosas rojas. Delante de la foto quemaban unos palitos de incienso, y el humo ascendía en finas columnas. Una mujer bien parecida y un tanto sobrada de peso que debía tener treinta y pocos estaba sentada junto a la foto. Cubierta con un sencillo sari de algodón blanco sin volantes ni adornos, tenía toda la pinta de ser la afligida viuda.

Ashok se sentó en la última fila de la zona de los hombres y puso una expresión solemne acorde con la ocasión. Tras unas discretas preguntas a otro de los asistentes se enteró de que toda aquella gente estaba allí para presentar sus condolencias por la muerte de Selvam Palani Rajagopal —al que sus amigos conocían como SP—, fallecido hacía dos días de un ataque al corazón, provocado por una repentina e inesperada pérdida económica.

Ashok se quedó dos horas hasta que la reunión terminó. Después de que el último de los dolientes se hubiera ido, se acercó a la viuda con las manos juntas.

—Me llamo Amit Arora. Lamento mucho enterarme de la muerte de SP, Bhabhiji, lo lamento mucho —murmuró—. Es difícil imaginar que un hombre de treinta y cinco años pueda sufrir un ataque al corazón. Me topé con él hace apenas diez días en Kolkata.

—Sí. Mi marido tenía muchos negocios en Kolkata —contestó ella—. ¿Cómo conoció a Raja? —La mujer hablaba con una voz ahogada que Ashok encontraba extrañamente erótica.

—Fue profesor mío en el Instituto de Tecnología Indio de Madrás.[14]

—Vaya, ¿así que usted también fue alumno del instituto? Qué raro que Raja nunca mencionara su nombre.

—Dejamos de vernos después de licenciarme. Ya sabe lo que son estas cosas. —Extendió las manos y quedó en silencio. En algún lugar de la casa silbó una olla a presión.

—¿Así que usted también vive en Chennai? —preguntó la señora Rajagopal—. Aquí no hay muchos indios del norte.

—No. Ahora vivo en Kolkata. Me fui de Chennai después de licenciarme.

Una doncella trajo el té en una taza de porcelana fina.

—Si no le importa, hay algo que me gustaría preguntarle, Bhabhiji —dijo Ashok con el tono zalamero de alguien que va a sacar un tema delicado.

—¿Sí? —respondió ella con cautela.

—SP me contó que le había comprado un shivling a un anticuario de Kolkata. ¿Podría verlo?

—Oh, ¿ese shivling? Adu Poyiduthu! Ya no lo tenemos. Ahora lo tiene Guruji.

—¿Guruji? ¿Quién es?

—Swami Haridas. Raja había sido su discípulo durante los últimos seis años. Guruji vino ayer al funeral. Vio el shivling y preguntó si podía quedárselo. De manera que se lo regalé. Ahora que Raja ya no está con nosotros, ¿qué iba a hacer yo con él?

—¿Podría decirme dónde vive Guruji? ¿Queda cerca?

—Vive en Mathura.

—¿Mathura? ¿Se refiere a la Mathura de Uttar Pradesh?

—Sí. Allí está su ashram. Pero tiene sucursales por toda la India.

Ashok aflojó la espalda en un gesto de desánimo.

—¡Ahora tendré que viajar hasta Uttar Pradesh!

—¿Por qué? ¿Por qué le interesa tanto ese shivling?

—Es una historia bastante complicada… ¿Podría darme el número de teléfono de Swamiji en Mathura?

—De hecho, Guruji no está en Mathura ahora.

—Entonces, ¿dónde está?

—Ha emprendido una gira mundial. Ayer salió de Madrás rumbo a Singapur. Desde allí irá a los Estados Unidos, y luego a Europa.

—¿Y cuándo regresará a Mathura?

—No creo que antes de dos o tres meses.

—¿Dos o tres meses?

—Sí. Si quiere encontrarle, lo mejor que puede hacer es ir al Magh Mela de Allahabad en enero del año que viene. Me dijo que estaría allí para los sermones.

—Gracias, Bhabhiji. Cuídese. Estaremos en contacto —dijo Ashok, intentando que la decepción no se filtrara en su voz, y se despidió.

Eketi seguía sentado en el bordillo delante de la entrada cuando Ashok cruzó la verja.

—¿Por qué has tardado tanto? —Le lanzó una mirada suspicaz a Ashok.

—La piedra sagrada ha vuelto a darnos esquinazo. Peor aún, ni siquiera está en el país —dijo Ashok abatido—. No volverá hasta dentro de tres meses. De manera que voy a llevarte de vuelta a la isla.

—¿De vuelta a la isla? —Eketi se puso en pie alarmado—. Pero me prometiste que regresaríamos con el ingetayi.

—Lo sé. ¿Pero qué quieres que haga contigo durante tres meses? No quiero buscarme líos con el Departamento de Bienestar Social.

—Es que Eketi no quiere regresar a la isla.

Ashok lo atravesó con la mirada.

—¿Es que has perdido totalmente la chaveta? ¿Por qué no quieres regresar?

—¿Y para qué voy a regresar? Eketi estaba atrapado en esa isla, asfixiado —gritó el onge—. Me quedaba mirando las fotos de la India que hay en el libro que nos diste en la escuela y soñaba con ellas. He observado los grandes barcos que cruzan el océano y me he preguntado adónde iban. Antes veía a los extranjeros que llegaban con sus cámaras y se nos quedaban mirando embobados, y me volvía loco. Me entraban ganas de subirme a sus barcos e irme a cualquier parte. Donde fuera. Por eso he venido. Para huir de la isla. Y Eketi no vuelve.

—¿Por eso te presentaste voluntario para recuperar la piedra?

—Sí. Eketi quería ir a la India.

—¿Y te da igual lo que le ocurra a tu tribu si no recupera la piedra sagrada?

—Eketi te ayudará a recuperar el ingetayi. Y luego puedes devolverlo, y Eketi se quedará en tu maravilloso país.

—Así que todo esto era parte de un astuto plan, ¿eh? ¿Y has pensado qué vas a hacer aquí?

—Eketi se casará. En mi tierra, los ancianos se casan con todas las jóvenes. No tenía ninguna esperanza de encontrar esposa si me quedaba en la isla. Aquí puedo tener una nueva vida. Conseguir una esposa.

—Esto sí que es el colmo. —El funcionario soltó una carcajada sardónica—. ¿De verdad piensas que un idiota de medio pelo como tú va a conseguir aquí una esposa? ¿Es que no te has mirado al espejo? ¿Quién se va a casar con un enano negro como tú?

—Eso déjaselo a Puluga —dijo Eketi con petulancia.

La actitud de Ashok cambio de repente.

—Mira, cabrón. No te he traído a una excursión turística. Has venido para recuperar el ingetayi. No lo hemos encontrado, así que debes regresar a Pequeña Andamán. Mañana el Nancowry zarpará rumbo a Port Blair, y tú estarás conmigo a bordo del barco. Ya estoy harto de tus tonterías. Y ahora ven conmigo, tenemos que encontrar un hotel para pasar la noche.

Ashok paró un rickshaw motorizado, pero el aborigen se negó a subirse.

—Eketi no va —dijo en tono categórico.

—No me obligues a sacudirte, negrito. —Ashok levantó la mano.

—Eketi no irá aunque le pegues.

—¿Entonces quieres que llame a la policía? ¿No sabes que cualquier aborigen que esté fuera de su reserva puede ser encarcelado de inmediato?

Los ojos de Eketi parpadearon de miedo, y Ashok se aprovechó de su ventaja.

—Y ahora entra, cabrón —dijo a través de los dientes apretados, y de un empujón metió al aborigen en el vehículo.

—Llévanos a Egmore —le dijo al conductor.

Mientras atravesaban el tráfico de media tarde, el aborigen permanecía sentado en una actitud tensa, como un esprínter acuclillado en la línea de salida. El pulso se le aceleró cuando el rickshaw motorizado se acercó a un concurrido cruce. En cuanto el vehículo se paró en el semáforo, Eketi salió de un salto con su bolsa de tela negra. Lo único que pudo hacer Ashok fue quedarse mirando, estupefacto e impotente, mientras su acompañante corría en zigzag en medio de un laberinto de coches, autobuses, motos y rickshaws, y no tardó en perderlo de vista.

Eketi estuvo corriendo mucho rato, esquivando carros y vacas, atravesando parques infantiles vacíos y pasando junto a cines abarrotados. Finalmente se detuvo a recuperar el aliento delante de una tienda de reparación de bicicletas. Encorvado hacia delante, llenó los pulmones de aire y a continuación miró a su alrededor. La tienda de reparación de bicicletas estaba situada en mitad de un concurrido mercado. A lo lejos se veía una isleta con una gran estatua en medio. Permaneció un buen rato al borde de la calle, aspirando los gases tóxicos de los camiones y coches que pasaban, escuchando el estruendo que nacía en el cruce y sintiéndose como un niño perdido entre una multitud de desconocidos. También comenzaba a tener hambre. Fue en ese momento cuando se fijó en un hombre alto que estaba de pie al otro lado de la calle; llevaba unas gafas de sol a la última, una camisa de lino blanco suelta y pantalones grises. Se apoyaba con aire despreocupado contra la reja metálica de una parada de autobús y fumaba un cigarrillo. Al igual que él, el desconocido llevaba el pelo recogido en moños pequeños y muy apretados. Pero lo que le hizo acercarse a ese hombre fue el color de su piel, casi tan negra como la suya.

Eketi cruzó la calle y avanzó hacia la parada del autobús. El desconocido advirtió su presencia casi de inmediato y rápidamente aplastó el cigarrillo con el tacón del zapato.

—¿A quién tenemos aquí? ¡Un hermano africano! —exclamó.

Eketi le dirigió una sonrisa nerviosa.

—¿Y de dónde eres tú, hermano? ¿De Senegal? ¿De Togo? ¿Parlez-vous français?

Eketi se encogió de hombros y el desconocido volvió a intentarlo.

—Entonces debes de ser de Kenia. Ninaweza kusema Kiswahili.

Eketi negó con la cabeza.

—Me llamo Jiba Korwa y soy de Jharkhand —dijo.

—¡Vaya! ¿Así que eres indio? Estupendo. —El desconocido dio unas palmadas—. ¿Hablas hindi?

Eketi asintió.

—Yo hablo ocho idiomas, y el tuyo es uno de ellos —dijo en un hindi perfecto—. He estudiado en la Universidad de Patna —añadió a modo de explicación.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Eketi.

—Michael Busari, para servirte, de la gran ciudad de Abuja, en Nigeria. Mis amigos me llaman Mike.

En ese mismo momento pasó un policía en moto, y de manera instintiva Eketi se escondió detrás de la parada del autobús. No salió del escondite ni cuando el policía hubo pasado el cruce.

Mike le dio unos golpecitos en el hombro.

—Veo que estás metido en algún lío, hermano. El mundo no es un lugar agradable, sobre todo para los negros. Pero no temas, ahora yo te protegeré.

Había algo profundamente tranquilizador en las maneras del nigeriano, que enseguida se ganó la confianza de Eketi.

—¿Conoces bien esta ciudad? —preguntó Eketi.

—La verdad es que no, hermano. He vivido casi siempre en el norte de la India. Pero conozco Chennai lo suficiente como para guiarte.

—Tengo hambre —dijo Eketi—. ¿Puedes darme algo para comer?

—Precisamente ahora iba a almorzar. ¿Qué te gustaría comer?

—¿Tienen carne de cerdo?

—¿Cerdo, eh? Eso te lo puedo arreglar para la cena. Pero ahora podemos ir a McDonald’s.

—¿Qué es eso?

—¿Nunca has probado un Big Mac? Entonces vamos, hermano, permíteme que te introduzca en el maravilloso mundo de la comida basura.

Mike le llevó a un McDonald’s cercano donde le compró a Eketi una comida completa y un cucurucho de helado. Mientras el aborigen daba cuenta de una jugosa hamburguesa, Mike le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Y ahora dime, amigo mío. ¿Qué has hecho? ¿Has matado a alguien?

—No —dijo Eketi, masticando sus patatas fritas.

—¿Entonces le habrás robado a alguien?

—No —dijo Eketi, y dio un sorbo a su Coca-Cola—. Sólo me he escapado de Ashok.

—¿Ashok? ¿Y quién es ese tal Ashok?

—¡Mierda! —dijo Eketi, y se mordió el labio—. Es un hombre malo que me estaba molestando.

—Oh, ¿así que era tu jefe? ¿Y te has hartado de él y te has escapado de tu aldea?

—Sí, sí —dijo Eketi asintiendo con vehemencia, y pasando a lamer el helado.

—¿Pero cómo has acabado en Chennai, hermano? Está muy lejos de Jharkhand.

—Ashok me trajo aquí para un trabajo. No sé cuál —dijo Eketi, y soltó un eructo de satisfacción.

—Si has huido, imagino que no tienes ningún lugar donde quedarte. ¿Me equivoco? —preguntó Mike.

—No te equivocas. Aquí no tengo casa.

—No hay problema. También me encargaré de eso. Vamos, deja que te lleve a mi choza.

Se subieron a un autobús MTC de un llamativo verde que se dirigía a T. Nagar, donde el nigeriano tenía alquilada una modesta casa de dos habitaciones. Mike hizo entrar a Eketi y señaló un enorme sofá que había en el salón.

—Puedes dormir ahí. Y ahora descansa un poco mientras voy a comprar provisiones para la cena.

Mike se había quitado por primera vez las gafas de sol, y Eketi veía ahora los ojos del nigeriano. Eran fríos y carentes de emoción, pero al aborigen le tranquilizó su sonrisa, llena de cordialidad y afecto. Mike también resultó ser un excelente cocinero, y su cena de sopa de lentejas y salchichas de cerdo con especias hizo que Eketi se chupara los dedos.

Aquella noche, tumbado sobre el mullido sofá, sintiéndose saciado y seguro, el onge dio gracias a Puluga por la amabilidad de los desconocidos. Y por lo sabroso del cerdo.

A Michael Busari le encantaba hablar. Y aunque cuando hablaba se dirigía a Eketi, éste tenía la impresión de que en realidad hablaba solo. Durante esos monólogos, Eketi se enteró de que Mike llevaba siete años viviendo en la India. Dijo que era un hombre de negocios que en aquel momento tenía varios asuntos entre manos, y que había acudido a Chennai hacía una semana para rematar una transacción con un joyero llamado J. D. Munusamy.

—Y ahí es donde a lo mejor necesitaré tu ayuda, hermano. —Le dio unos golpecitos en la rodilla.

—¿Qué clase de ayuda?

—He convencido al señor Munusamy de que haga una importante inversión en la industria petrolífera nigeriana. Es un asunto que le proporcionará un jugoso beneficio. En mi papel de intermediario tengo derecho a una comisión. Munusamy tendría que haber transferido cien mil dólares a mi cuenta, pero en el último minuto dijo que me lo daría en efectivo. Quiero que vayas a su casa a recoger el dinero en mi nombre. ¿Harías esto por mí, hermano?

—Por ti daría incluso la vida —dijo Eketi, y abrazó a Mike.

—Muy bien. Entonces tendrás una cita con el señor Munusamy a las nueve de la noche del 26 de octubre, o sea, dentro de dos días. Hasta entonces, relájate, come, bebe, disfruta.

Eketi se tomó el consejo al pie de la letra, y pasó el resto del día holgazaneando en la casa, mirando la televisión y atiborrándose de salchichas de cerdo. Por la tarde le pidió a Mike que lo llevara a la playa, y el nigeriano accedió.

Sufrieron el atasco de la arteria de Mount Road, con sus relucientes rascacielos y sus plazas llenas de tiendas iluminadas de neón. Eketi se puso como loco cuando el autobús MTC se metió en las estrechas callejas de Triplicane, llenas de casas viejas y templos antiguos, y el intenso olor a salitre penetró en sus fosas nasales. Sacó el cuello por la ventanilla para ver el mar, y perdió todo interés por las impresionantes estatuas e imponentes monumentos conmemorativos que bordeaban el paseo marítimo.

Fue el primer pasajero en bajarse del autobús en cuanto éste se detuvo en Marina Beach. Incluso a esa hora de la noche, la playa estaba atestada. Varias familias se relajaban sobre la arena y cenaban. Los niños montaban a caballito y chillaban encantados mientras sus madres compraban baratijas en tiendas iluminadas con lámparas. La luz giratoria de un faro proyectaba su brillo sobre la superficie del océano. Las luces de un barco lejano titilaban en la noche mientras unas olas de espuma morían suavemente en la orilla. Eketi aspiró el intenso aroma del aire del océano, que olía a sal y a pescado, y a partir de ese único olor toda una isla surgió en su recuerdo. Saludó con la mano a Mike, que estaba a unos buenos cien metros, y comenzó a meterse en el agua completamente vestido.

—¡Jiba! ¡Jiba! ¡Vuelve! —gritó Mike, pero Eketi ya se había adentrado bastante en el mar y se alejaba nadando.

Salió del océano veinte minutos más tarde, y en la piel le relucían diminutas perlas de agua, tenía algas pegadas a la ropa y le caía arena del agujero de la gorra.

—Estaba muerto de preocupación —gruñó Mike.

—Me entraron ganas de darme un baño —dijo Eketi sonriendo.

—¿Y qué es eso que escondes?

Eketi sacó la mano derecha de detrás de su espalda y exclamó:

—¡La cena! —Enseñó un gran pez que no dejaba de agitarse.

Mike compró dos latas de Coca-Cola, Eketi encendió una hoguera, y los dos compartieron un sabroso pescado asado.

—Bueno, dime, ¿qué te parece Chennai, hermano? —preguntó Mike.

—¡Me encanta! —dijo efusivamente Eketi—. Me vuelven loco los sonidos, los colores y las luces de este maravilloso mundo. —Dio un sorbo de Coca-Cola, hurgó las ascuas medio apagadas con un palo y miró fijamente al nigeriano—. Eres la persona más amable y simpática que he conocido.

—Somos hermanos, amigo mío, tú y yo.

—¿También puedes ayudarme a encontrar una esposa?

—¿Una esposa? Naturalmente. En cuanto me hayas hecho ese trabajillo, tendrás una docena de chicas en fila delante de ti para elegir.

La promesa de Mike fue suficiente para que Eketi abordara la operación de recoger el dinero del joyero con la misma ilusión con que iría a cazar un jabalí. Estaba de un humor extraordinario cuando Mike lo llevó a Guindy, situado en la parte suroccidental de la ciudad.

La casa de Munusamy estaba situada en el interior de un bloque residencial, y en aquella zona había un silencio y una tranquilidad que contrastaban con el ajetreo de las calles principales. Una pálida farola proyectaba misteriosas sombras sobre una hilera de apartamentos dúplex que flanqueaban los dos lados de la calle.

Mike señaló la casa de Munusamy, el número 36, que tenía una puerta de madera labrada.

—Te estaré esperando en la esquina —le susurró a Eketi, y le entregó un pequeño sobre—. Dale esto a Munusamy. Se lo explico todo en esta nota, de manera que no tendrás que abrir la boca. Buena suerte.

El nigeriano desapareció entre las sombras y Eketi se dirigió hacia la puerta de Munusamy. Un criado le esperaba. Condujo a Eketi por un tramo de escaleras hasta un salón donde un hombre calvo de mediana edad estaba sentado en un sofá color crema. El señor Munusamy llevaba una camisa blanca sobre un dhoti color crema. Tenía la cara redonda y dominada por dos rasgos: un pequeño bigote rectangular que casi parecía salirle de la nariz y tres líneas horizontales de arcilla amarilla en la frente, que eran la señal de su casta.

—Bienvenido, bienvenido —dijo para saludar a Eketi.

Eketi inclinó la cabeza y le entregó el sobre.

Munusamy leyó rápidamente la nota de Mike y miró al aborigen con una expresión alicaída.

—Tenía muchas ganas de conocer al gran Michael Busari, pero resulta que tú no eres más que su representante.

—Deme el dinero —dijo Eketi.

—Aquí lo tienes —dijo Munusamy, y sacó un pequeño maletín que había tenido hábilmente escondido entre las piernas.

Cuando Eketi se agachó para recoger el maletín, un flash estalló delante de su cara con la rapidez de un rayo. Casi al mismo tiempo cinco policías entraron corriendo en la habitación desde diversas puertas y se abalanzaron sobre él.

—Quedas arrestado —anunció un inspector.

Antes de que Eketi pudiera comprender lo que ocurría, lo habían esposado y metido en un furgón policial.

En la comisaría, un edificio de aspecto decrépito con un tejado de ripia, lo arrojaron al interior de una celda grande. En su precario inglés afirmó que era inocente, e intentó que los agentes se apiadaran de él, pero le amenazaron con palos. De manera que se quedó acurrucado en el suelo de cemento y esperó a que Mike apareciera. Confiaba en que su amigo lo explicaría todo y le sacaría de la comisaría en poco tiempo.

A mediodía del día siguiente, Mike todavía no había aparecido, aunque sí cierto inspector llamado Satya Prakash Pandey, de la policía de Bihar. Era un tipo panzudo que constantemente masticaba nuez de betel. Tenía la cara seria, un bigote con las puntas hacia arriba y transmitía una malhumorada impaciencia, como un animal salvaje atado a una correa. Lo único positivo era que hablaba hindi.

—He venido para llevarte conmigo a Patna —informó a Eketi—. Ahí es donde buscan a Michael Busari por asesinato.

—¿Asesinato?

—Sí. Estafó a un hombre de negocios, y éste se suicidó. Y tú, hijoputa, serás nuestro testigo estrella en el juicio contra Busari.

—Pero si Mike es un buen hombre.

—¿Un buen hombre? —El inspector soltó una carcajada—. A tu jefe, el señor Michael Busari, también conocido como el Halcón, se le busca por catorce casos de estafa en siete estados. Ha estafado a varios hombres de negocios con el timo de los dólares negros y con inversiones en petróleo que han resultado ser falsas. Así que en Chennai le tendimos una trampa. El señor Munusamy era el señuelo, y Busari tenía que ser la presa. Pero en lugar de a él, te tenemos a ti. ¿También eres nigeriano?

—No. Me llamo Jiba Korwa y soy de Jharkhand.

—¿De Jharkhand? ¿De qué parte de Jharkhand?

—Esto…, no me acuerdo.

—Así que no te acuerdas, ¿eh? No te preocupes, mi mano ha aclarado las mentes de muchos gángsters endurecidos. Tú no eres más que un pardillo —dijo el inspector con una sonrisita.

La tarde siguiente condujeron a Eketi, esposado, a la estación del ferrocarril, y lo metieron en un tren rumbo a Patna. La única persona que iba con él en el vagón de primera clase era el inspector Pandey.

El tren inició su viaje de tres días a Patna a las tres y veinticinco de la tarde, y una hora después el inspector comenzó su interrogatorio.

—Muy bien, hijo de la gran puta, quiero saberlo todo de ti —dijo, y escupió un chorro de jugo de betel color rojo sangre a través de las barras metálicas de la ventana.

—Ya se lo he dicho, soy Jiba Korwa, de Jharkhand —dijo el aborigen.

—¿Y qué estabas haciendo en Chennai?

—Había venido de visita.

Sin previo aviso, el inspector le soltó una bofetada con la mano abierta. El golpe lanzó a Eketi hacia atrás. Le dolió.

—He dicho que me cuentes la verdad, hijoputa. Te lo preguntaré otra vez. ¿De dónde eres? —vociferó el inspector.

—De Jharkhand.

—¿De qué aldea de Jharkhand?

—No lo sé —dijo Eketi, lo que le valió otra sonora bofetada.

—Te lo preguntaré por última vez. Dime la verdad o morirás en este tren.

El interrogatorio prosiguió durante toda la tarde y toda la noche. A mitad del día siguiente, Eketi se derrumbó, incapaz de seguir resistiendo el castigo. Sollozando y sorbiendo por la nariz, reveló todo lo relacionado con su viaje desde Pequeña Andamán, le habló de Ashok y de su encuentro con Busari.

El inspector escuchó a Eketi con paciencia. Se metió en la boca otro paan, y soltó un gruñido de satisfacción.

—Por fin has dicho la verdad, cabronazo. Dicen que mi mano es como una garra de hierro, porque siempre consigue sacarle la verdad al sospechoso.

Eketi se acarició la mejilla.

—¿Le gusta pegar a la gente?

Pandey se encogió de hombros.

—Si no pegas, no consigues ninguna condena. Nos vemos obligados a trabajar así. Y luego se convierte en una mala costumbre, igual que comer nuez de betel.

—Así pues, ¿le pega a la gente para demostrar su fuerza?

—La verdad es que no es para demostrar nuestra fuerza, sino para ocultar nuestra debilidad —dijo el inspector con sorprendente franqueza—. Sólo abusamos de los pobres y de los que no tienen poder, porque no pueden devolver el golpe.

No intercambiaron más palabras durante varias horas. Mientras el tren traqueteaba a través de la noche, el inspector se reclinó en su litera, sumido en sus pensamientos. Eketi se quedó sentado junto a la ventanilla abierta, y el aire frío era como un bálsamo para sus mejillas hinchadas. De repente el inspector le dio un golpecito en el hombro.

—He decidido hacer una estupidez —afirmó, y llevó la mano a la pistolera de piel.

Un escalofrío de temor recorrió el cuerpo de Eketi.

—¿Es que… es que va a matarme? —preguntó sintiendo un nudo en la garganta.

—Eso sería demasiado fácil. —El inspector sonrió por primera vez al sacar una llave de la pistolera.

—¿Entonces qué?

—Voy a liberarte.

Eketi lo miró a los ojos.

—¿Está jugando conmigo?

—No, Eketi. Esto no es un juego. —Pandy negó lentamente con la cabeza—. Esto es tu vida. Y no es muy diferente de la mía. Igual que tú, a veces yo también me siento asfixiado, en un trabajo donde me encuentro con la escoria de la sociedad día sí y día también. Pero de vez en cuando consigo secar las lágrimas de la cara de una viuda o devolver un niño desaparecido al regazo de su madre. Esos momentos son los que me permiten seguir adelante.

Eketi miró por la ventanilla. En la lejanía, sus ojos sólo encontraron la oscuridad aterciopelada que atravesaban a toda velocidad. Pero cerca del horizonte distinguió las luces brillantes de una lejana ciudad.

—Tengo dos hijos pequeños —añadió el inspector—. Creen que su padre es un héroe, que combate a los criminales y asesinos. Pero no soy más que un hombre corriente que lucha contra el sistema, y casi siempre pierde. Sé que eres inocente. Así que liberarte será una pequeña victoria. —Miró su reloj—. Ahora debemos estar en las afueras de Varanasi. Quiero que tires de esto. —Señaló la cadena de emergencia que tenía sobre la cabeza—. Esto detendrá el tren. A continuación quiero que salgas del compartimento y te pierdas en la noche. Le diré a todo el mundo que te has escapado mientras yo dormía.

—¿Por qué hace esto?

—Para mantener vivo tu sueño. Para mantener vivo el sueño de mis hijos. Si llegas conmigo a Patna, te pasarás al menos cinco años pudriéndote en la cárcel hasta que se celebre el juicio. Así que huye ahora que tienes la oportunidad.

—¿Pero adónde voy a ir?

—Tu mejor opción es Varanasi. La gente va allí a morir. Yo te mando allí para que vivas. —Insertó la llave en las esposas de Eketi y las abrió—. Pero recuerda —dijo levantando un dedo—, la nuestra es una tierra extraña y sublime. En ella puedes conocer a las mejores personas del mundo y a las peores. Puedes experimentar una amabilidad sin parangón y presenciar hechos de una crueldad extraordinaria. Para sobrevivir aquí, debes cambiar tu manera de pensar. No confíes en nadie. No cuentes con nadie. Aquí estás totalmente solo.

—Entonces a lo mejor debería regresar a mi isla —farfulló Eketi mientras se masajeaba la zona en que las esposas se le habían clavado en la muñeca.

—Eso lo has de decidir tú. La vida puede ser desagradable. O puede ser hermosa. Todo depende de lo que hagas con ella. Pero hagas lo que hagas, mantente alejado de la policía. No todos los inspectores son como yo.

—¿No se meterá en un lío dejándome marchar?

—Probablemente el departamento me abrirá otro expediente por incompetencia y negligencia. Pero ya me da igual. Me he salido de esa carrera de ratas. Pero a lo mejor tú estás a punto de entrar en ella. Buena suerte, y no te olvides de coger tu bolsa.

Mientras Eketi se echaba su bolsa al hombro, Pandey sacaba unos billetes del bolsillo de su camisa.

—Coge esto. Te ayudará a pasar unos cuantos días.

—No lo olvidaré —dijo Eketi mientras aceptaba el dinero con los ojos llenos de lágrimas.

El inspector le ofreció una leve sonrisa y le apretó la mano un momento.

—No te quedes aquí llorando como un asno, cabronazo. Tira de esa maldita cadena —dijo con brusquedad, y se cubrió la cabeza con una manta marrón.

A Eketi le dolían las piernas. Durante más de dos horas había estado corriendo sin parar, atravesando tupidos campos de caña de azúcar y aldeas dormidas, en busca de las luces de la ciudad. Ahora se hallaba en Chowk, el congestionado corazón de Varanasi, pero las luces titilantes se habían apagado y las bulliciosas calles estaban vacías. Un silencio sobrenatural reinaba en la zona, interrumpido sólo por algún perro o gato callejero. Los mendigos dormían en la acera bajo las tiendas cerradas con postigos. Un grupo de policías hacía guardia delante de un templo antiguo.

La única chispa de vida que se veía a esa hora en la ciudad era una farmacia muy iluminada que estaba abierta toda la noche. Eketi se escondió detrás de un jeep aparcado y observó cómo el encargado dormitaba detrás de un mostrador de madera, rodeado por estantes de cristal llenos de cajas y frascos.

Llegó una mujer y le dio unos empujoncitos al encargado para despertarlo. Un par de minutos después la mujer salió de la farmacia llevando un paquetito marrón, y Eketi vio su cara por primera vez. Era la mujer de aspecto más extraño que había visto nunca. Era casi tan alta como Ashok, y llevaba los ojos perfilados con kohl oscuro. En las mejillas se le acumulaba tanto colorete barato que estaba agrietado, y tenía los labios pintados de un rojo intenso, aunque su mandíbula aplanada y su mentón cuadrado daban a su cara un aspecto masculino. Llevaba un sari rojo y verde con una blusa amarilla que le sentaba mal. Tenía las manos grandes y peludas. De hecho, Eketi incluso distinguió una fina línea de vello que le comenzaba en el ombligo y desaparecía dentro de su blusa.

Consumido por la curiosidad, comenzó a seguirla. La mujer atravesó callejuelas silenciosas abundantes de basura, recorrió callejones oscuros y caminos serpenteantes y aglutinados, y finalmente apareció en la boca de una calle concurrida y animada. A ambos lados de la calle había casas antiguas de dos plantas, con balcones completamente labrados por los que asomaba la música y el tintineo de las campanillas que llevan las bailarinas en el tobillo. En el piso de abajo, unas mujeres de expresión dura y ojos ausentes, algunas vestidas con blusas muy escotadas y combinación, se inclinaban contra los portales oscuros y lanzaban provocativas sonrisas a los transeúntes. Había una tienda de paan en la esquina, donde un hombre despachaba triángulos de hoja de betel ya preparados, un tenderete donde vendían panecillos e incluso una tienda de tarjetas telefónicas de prepago. Los olores a jazmín y a fritura se mezclaban en el aire espeso y húmedo. Mientras el resto de la ciudad dormía a pierna suelta, los residentes de esa calle celebraban una fiesta.

—Bienvenido a Dal Mandi —le dijo a Eketi un hombre vestido con un lungi y una camiseta sin mangas—. ¿Te gustaría probar nuestros productos? —Detrás de él, una chica vestida con un sari rosa soltó una risita. Pero Eketi no se fijó en ella, concentrado como estaba en seguir a la mujer que ahora caminaba de manera decidida hacia la otra punta de la calle, que finalizaba en un cruce en el que la mujer giró a la derecha para meterse en otro callejón. Eketi también giró a la derecha.

De repente, la mujer dio media vuelta y agarró la mano derecha de Eketi.

—¿Por qué me sigues? ¿Crees que soy una prostituta?

Aquello pilló completamente por sorpresa a Eketi, quien pugnó por liberarse de la mano de la mujer, que era tan fuerte como la de un hombre.

—¡Déjame! —gritó.

Ella lo observó atentamente.

—¿Quién eres, diablillo negro?

—Primero dime qué eres tú.

—¿Qué clase de pregunta es ésa?

—Quiero decir si eres un hombre o una mujer.

Ella se rió.

—Ésa es la pregunta que todo el mundo quiere que responda. Hay hombres incluso dispuestos a pagar por averiguarlo.

—Yo… no lo entiendo.

—Me llamo Dolly. Soy el líder de los hinjras.

—¿Los hinjras? ¿Y qué es eso?

—¿Es que no has oído hablar de los eunucos? ¿De qué planeta vienes?

—La verdad es que no sé qué son los eunucos.

—Somos el tercer sexo. Entre hombre y mujer.

A Eketi se le pusieron unos ojos como platos.

—Ni hombre ni mujer. ¿Cómo es posible eso?

—En nuestro país todo es posible. —Dolly hizo un gesto con la mano—. Pero cuéntame algo de ti. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?

—Soy Jiba Korwa, de Jharkhand.

—Jharkhand, ¿eh? Yo tenía una amiga que se llamaba Mona. También era de Jharkhand, aunque no tan negra como tú. Ahora se ha ido a probar suerte a Bombay.

—¿Dónde vives?

—No lejos de Dal Mandi.

—¿Y qué es eso? —Eketi señaló el paquete marrón que tenía en la mano.

—¿Esto? Es un medicamento que me ha costado mucho encontrar. A esta hora sólo había una farmacia abierta. Es para mi amiga Rekha. Su hija está muy enferma.

—¿Qué le ocurre?

—Tiene malaria. Lleva diez días con fiebre alta.

—¿Malaria? Yo puedo curar la malaria.

—¿Tú? —Lo repasó de arriba abajo—. Enano bromista, ¿ahora me vienes con que eres médico?

—Créeme, lo soy. Y bastante bueno. En mi isla una vez salvé a un chico que iba a morir de la malaria.

—¿Tu isla? ¿Y qué isla es ésa?

—Mierda —exclamó Eketi, y rápidamente, para disimular su metedura de pata, abrió su bolsa y sacó un manojo de hojas secas—. Esta planta puede curar la malaria. Si me llevas con tu amiga, yo trataré a su hija.

—¿Hablas en serio? —Dolly se lo pensó un momento y a continuación asintió—. De acuerdo. No perdemos nada con probarlo. Ven conmigo.

Eketi la siguió de nuevo a través de las tortuosas callejuelas secundarias de la ciudad. Bajaron unos cuantos callejones, cruzaron una apestosa alcantarilla abierta, y de repente Eketi se encontró en el enclave de los eunucos. A pesar de lo tardío de la hora, estaban en plena actividad, vestidos con saris y salwar kameez, con la cara pintada y exagerados peinados. Saludaron a Dolly y miraron a Eketi llenos de curiosidad, más amistosos que hostiles.

Las casas eran pequeñas y austeras, casi todas poco más que una chabola de una habitación construida con ladrillo y cemento. Dolly se detuvo delante de una casa que tenía la puerta amarilla. Un eunuco que llevaba un sari naranja y azul y un ramillete de jazmines prendidos en la trenza salió corriendo por la puerta, agarró a Dolly y se echó a llorar.

—Tina se va a morir. Mi pobre Tina —gimoteó.

Dolly habló con algunos de los eunucos antes del volverse hacia Eketi.

—El médico ha venido a ver a Tina hace un rato —le dijo—. Dice que la niña no tiene salvación, y la fiebre le ha llegado al cerebro. Mi viaje a la farmacia ha sido inútil. —Soltó el paquete de las medicinas, que cayó al suelo, y se cubrió la cara con las manos.

Eketi avanzó y abrió la puerta amarilla.

Entró en una habitación pequeña y abarrotada de trastos. Había ollas y sartenes en un rincón, ropas en otro. Pero sus ojos se fijaron en un colchón que había en el suelo, sobre el que se veía a una niña cubierta con mantas. No tendría más de ocho o nueve años, y su cara era redonda con los ojos almendrados. Frágil y delgada, parecía haber perdido toda vitalidad. Tenía la cara pálida y unas grandes ampollas rojas en el cuello. Los ojos estaban cerrados, pero de vez en cuando murmuraba algo incoherente.

Eketi abrió la cremallera de su bolsa de tela y se puso a trabajar. Sacó el manojo de hojas secas y le pidió a la madre de la chica que las moliera hasta formar una pasta y luego la calentara. A continuación mezcló la arcilla roja con grasa de cerdo y pintó la frente de la chica con franjas horizontales. Mientras Dolly contemplaba aquel proceso con escepticismo, Eketi aplicaba arcilla amarilla al labio superior de la niña, y le frotaba la barriga con la pasta caliente de hojas molidas. Al final sacó un collar de huesos.

—Éste es el chauga-ta, hecho con los huesos del gran Tomiti. Curará el cuerpo y alejará el eeka —anunció, y puso el collar alrededor del cuello de la niña.

—¿Eres una especie de hechicero? —preguntó Dolly con expresión preocupada.

—Sólo intento ayudar.

—Y, ahora, ¿qué debemos hacer?

—Esperaremos hasta la mañana —dijo Eketi, y bostezó—. Tengo mucho sueño. ¿Hay algún sitio donde pueda echarme?

—¿Es que no tienes casa?

—No.

—Ya me lo imaginaba —suspiró Dolly—. Vamos, te llevaré a mi casa.

Su casa era la más grande de los alrededores, con dos habitaciones y una diminuta cocina. Las paredes estaban pintadas y adornadas con láminas enmarcadas de dioses y diosas. Una alfombra descolorida cubría el suelo, e incluso se veía una mesita plegable con sillas de madera. Un reloj de pared anunciaba que eran las tres menos cuarto. Eketi se dejó caer al suelo y al cabo de unos minutos dormía como un tronco.

Cuando despertó a la mañana siguiente, Dolly ya estaba en danza.

—Has obrado un milagro —dijo dedicándole una sonrisa radiante—. La fiebre de Tina ha desaparecido. Se encuentra mucho mejor.

Rekha, la madre de Tina, apareció poco después y cayó a los pies de Eketi.

—Eres un ángel enviado del cielo —exclamó agarrando la mano del aborigen—. Mi hija y yo estaremos siempre en deuda contigo.

Después de ella se le acercó otro eunuco que pestañeó de manera coqueta antes de enseñarle un brazo.

—Tengo ampollas en el antebrazo. ¿Tienes algún remedio para esto?

—No, no. No soy médico —gruñó Eketi.

—Debes de tener hambre —dijo Dolly—. Voy a prepararte el desayuno.

Ese mismo día, mientras Dolly estaba sentada a la mesa cortando verduras, Eketi se le acercó.

—La curiosidad me está matando.

—¿A qué te refieres? —Dolly enarcó las cejas.

—Todavía me confunde lo que me dijiste anoche. ¿Cómo es posible que no seas ni un hombre ni una mujer?

Con una mueca, Dolly dejó el cuchillo, se puso en pie y se levantó el sari.

—Compruébalo tú mismo.

Eketi soltó un grito ahogado de horror.

—¿Naciste… naciste así?

—No. Cuando nací era un hombre, como tú, pero siempre me sentí una mujer atrapada en un cuerpo de hombre. Yo era el más pequeño de tres hermanos y dos hermanas. Mi padre era un próspero comerciante de telas de Bareilly. Al hacerme mayor pasé un calvario. Mis hermanos y hermanas siempre se metían conmigo. Incluso mis padres me trataban con desprecio y burla. Se daban cuenta de que yo era diferente pero aun así querían que me comportara como un chico. Así que cuando cumplí los diecisiete robé el dinero que mi padre tenía en la tienda y huí a Lucknow, donde conocí a mi gurú y me hicieron la operación.

—¿Qué clase de operación?

—El dolor es atroz, pero te mantienen unos días a base de opio, que te alivia un poco. Luego se lleva a cabo la ceremonia del nirvana.

—¿Y eso qué es?

—Significa renacimiento. Un sacerdote te corta los genitales con un cuchillo. Un golpe y mi órgano desapareció. —Dolly hizo el gesto de cortar con las manos. Eketi soltó otro grito ahogado—. Una vez realizada la operación, pasas a ser considerado una mujer. Entonces mi gurú me tomó bajo su protección y me trajo a Benarés. Fue aquí donde descubrí toda una comunidad de eunucos. Llevo diecisiete años viviendo aquí. Estos eunucos son lo que considero mi familia, mi hogar.

—O sea, que de hecho eres un hombre.

—Al principio lo fui.

—¿Y no te sientes raro sin tu… tu… picha? —preguntó Eketi un tanto indeciso.

Dolly se echó a reír.

—No necesitas la picha para sobrevivir en este país. Necesitas dinero, e inteligencia.

—¿Y cómo te ganas la vida?

—Cantamos en bodas y nacimientos, en inauguraciones de casas y otras ocasiones auspiciosas, y repartimos bendiciones. La gente cree que los hinjras tienen el poder de protegerles de la mala suerte y la desgracia. Y de vez en cuando también trabajo para un banco.

—¿Qué clase de trabajo es ése?

—A menudo la gente le pide prestado dinero al banco y no lo devuelve. Entonces el banco nos pide a los eunucos que nos presentemos en la puerta donde vive el moroso. Cantamos canciones obscenas y generalmente damos tanto la lata que el hombre acaba pagando.

—¡Eso parece divertido! O sea, que eres feliz siendo un eunuco.

—No se trata de ser feliz, Jiba —dijo Dolly con cierta tristeza—. Se trata de ser libre. Pero basta de hablar de mí. Dime, ¿qué te ha traído desde Jharkhand a nuestro Uttar Pradesh?

—Me escapé de mi aldea. He venido aquí para casarme.

—¡Estupendo! Ésa es una nueva razón para emigrar. ¿Y has encontrado chica?

—No. —Eketi sonrió con timidez—. Pero no paro de buscar.

—¿Y ya has decidido dónde vas a vivir?

—¿Puedo quedarme en esta casa contigo? Tienes mucho sitio.

—Esto no es ninguna pensión de beneficencia —dijo Dolly en tono cortante—. Si te quedas aquí, tendrás que pagarme el alquiler. ¿Tienes dinero?

—Sí, mucho —dijo Eketi, y sacó los billetes que le había dado el inspector Pandy.

Dolly contó los billetes.

—Aquí sólo hay cuatrocientas rupias. Lo consideraré el alquiler de un mes. —Le dedicó una sonrisa lasciva y metió los billetes en los misteriosos confines de su blusa—. También necesitas dinero para comer. Yo no puedo darte tres comidas gratis al día.

—¿Entonces qué debo hacer?

—Tienes que conseguir un trabajo.

—¿Me ayudarás a encontrar trabajo?

—Sí. Están construyendo un nuevo hotel de cinco estrellas. Mañana te llevaré a la obra.

—¿Y hoy me enseñarás un poco la ciudad?

—Desde luego. Ven conmigo. Te llevaré a los ghats de Kashi.

De día, Chowk parecía completamente diferente. La zona estaba llena de tiendas que vendían saris, libros y plata, y en los puestos de comida de la calle principal despachaban dulces y lassi. Las calles estaban abarrotadas de gente. Los rickshaws pugnaban con las bicicletas y las vacas por hacerse un sitio entre los coches.

Eketi pensaba que todos lo miraban boquiabiertos, hasta que se dio cuenta de que en realidad miraban a Dolly. Las mujeres retrocedían horrorizadas en cuanto la veían. Los hombres le dedicaban una mueca de desagrado y la rehuían. Los niños se burlaban de ella y le dedicaban silbidos lujuriosos. Otros se mofaban de ella haciendo chocar las palmas de las manos de lado. Pero ella hacía caso omiso de todas las pullas, y guió a Eketi por las concurridas calles hasta un callejón que conducía a una serie de escalones de piedra que bajaban hasta el Ganges, y por primera vez el indígena pudo ver los ghats.

El río tenía un brillo oscuro, como plata fundida, y algunos botes cabeceaban sobre su superficie como patos chapoteando. Los muros de contención estaban llenos de peregrinos. Algunos se sentaban debajo de un parasol de palma y consultaban a un astrólogo. Otros compraban baratijas, y otros se daban un baño en el río. Sacerdotes tonsurados salmodiaban mantras; sadhus con barba le rendían homenaje al sol; y algunos recios luchadores llevaban a cabo sus ejercicios de musculación. Los ghats se extendían por toda la fachada del río hasta donde alcanzaba la vista. En el aire húmedo se veían finas columnas de humo que ascendían de las pilas funerarias que ardían en la lejanía.

—El río une a los peregrinos y a los dolientes —dijo Dolly—. Nuestra ciudad es una celebración de los vivos y también de los muertos.

—Un hombre me dijo que la gente viene a morir a esta ciudad. ¿Por qué? —preguntó Eketi.

—Porque se dice que si mueres en Kashi vas directamente al cielo —replicó Dolly.

—Así que cuando tú mueras, ¿irás directamente al cielo?

—El cielo no existe, Jiba. —Dolly le lanzó una mirada benevolente—. Hay cielos distintos para personas distintas. Nosotros los eunucos incluso hacemos nuestras incineraciones en secreto.

Un día más tarde, el 1 de noviembre, Eketi comenzó su primer trabajo de verdad. Dolly lo acompañó a lo que parecía el borde de un inmenso cráter. La obra, por dentro, era como las feas entrañas de una bestia descomunal. Una delgada hilera de mujeres que llevaban pesadas cargas sobre sus cabezas se movía a través del vientre de la bestia, y los hombres, armados con picos, agujereaban sus tripas. Los andamios de madera parecían columpios gigantes levantados por todo el edificio, y unas grúas monstruosas alcanzaban el cielo con unas lenguas que entraban y salían de sus bocas. El aire apestaba a sudor y transmitía los sonidos del metal golpeando el metal.

Dolly conocía al capataz, un hombre llamado Babban que tenía un ceño permanente en la cara. Echó un vistazo a los tensos músculos de Eketi y le dio trabajo al instante. Al indígena le entregaron una pala y le dijeron que se uniera a un grupo de trabajadores que cavaban una zanja.

Era un trabajo duro. A Eketi la pala le resbalaba continuamente de las manos debido a la transpiración, y en los ojos se le metía un polvo amarillo. El hoyo era como un horno, e incluso los blandos grumos de tierra parecían brasas bajo sus pies desnudos.

A las dos sonó una sirena anunciando la hora de comer, y Eketi exhaló un suspiro de alivio. La comida no era más que arroz y verduras aguadas, pero el breve descanso a la sombra le dio un nuevo sabor.

Los obreros se sentaron en grupo y comieron en silencio.

—¿Quién es el propietario de este hotel? —preguntó Eketi a un hombre de aire demacrado y cargado de espaldas que estaba acuclillado a su lado. Se llamaba Suraj. Iba vestido con harapos polvorientos que olían a sudor rancio.

—¿Cómo voy a saberlo? —El hombre se encogió de hombros—. Debe de ser un ricachón. ¿Qué más da? Nosotros no vamos a vivir en este hotel. —Miró detenidamente a Eketi—. No pareces de por aquí. ¿Habías trabajado antes en la construcción?

—Es la primera vez —contestó Eketi.

—Ya me había dado cuenta. No te preocupes. Yo llevo en este trabajo tres años y sigo cometiendo errores. Pero tienes que cuidarte, si no, acabarás encorvado para siempre como yo. Y no aspires el polvo. Obstruirá los poros de tu cuerpo. A veces me lo encuentro incluso en la caca. Mira cómo tengo las manos y los pies por culpa de este trabajo. —Suraj extendió las palmas de las manos. Tenían callos y estaban ásperas como cocos. Tenía ampollas en los pies, y las plantas se le habían desgarrado, formándole arroyos de sangre seca.

—¿Por qué haces este trabajo, entonces? —preguntó Eketi.

—Tengo cinco bocas que alimentar. Necesito el dinero.

—¿Y cuánto pagan aquí?

—Lo justo para ir tirando.

Volvió a sonar la sirena y los obreros se pusieron en pie con desgana. Trabajaron toda la tarde, acarreando ladrillos, cargando barro, rompiendo piedras, haciendo cemento, cavando y rellenando, construyendo un hotel con sus manos desnudas.

Cuando a las seis de la tarde el capataz por fin anunció que había acabado la jornada laboral, aquellos hombres derrotados se echaron los picos y las palas a la espalda, las decaídas mujeres recogieron sus cestos y sus bebés, y se pusieron en fila delante del contratista.

Eketi también recogió su salario, consistente en cinco billetes de diez rupias nuevecitos, y puso rumbo a casa de Dolly.

Mientras pasaba por delante de un elegante centro comercial, un cartel que adornaba un escaparate llamó su atención. En él se veía una preciosa isla, cubierta por una tupida vegetación y rodeada de un océano color turquesa. Se quedó allí varios minutos, y a continuación, audazmente, entró en la tienda. Detrás del mostrador había una mujer joven pintándose las uñas. Detrás de ella se veía un gran mapamundi, y a su lado se amontonaban los folletos. La joven contempló la ropa polvorienta y la cara sucia de Eketi con abierto desagrado.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Quiero ir a la isla cuya foto está en el escaparate.

—Son las Islas Andamán —dijo ella con desdén.

—Sí, lo sé. ¿Cuánto cuesta ir allí en barco?

La joven se sopló las uñas y cogió un folleto que tenía la misma foto de la isla en la cubierta.

—Tenemos un viaje organizado de cinco días. El coste total del paquete más barato son nueve mil rupias desde Kolkata. Y ahora no me haga perder el tiempo.

—¿Puedo coger uno de éstos? —Señaló el folleto. La chica se lo dio rápidamente y lo echó.

—¿Qué tal el trabajo? —le preguntó Dolly nada más entrar en casa.

—No he venido de mi aldea para esto —replicó Eketi, masajeándose la espalda. Sacó las cincuenta rupias del bolsillo y se las dio a Dolly—. ¿Podrías guardarme este dinero?

—Ningún problema —dijo Dolly.

—¿Y podrías decirme cuántos días tendré que trabajar para ganar nueve mil?

Dolly frunció el entrecejo e hizo un rápido cálculo.

—Ciento ochenta días. Digamos unos seis meses. ¿Por qué?

—Quiero visitar esta isla —dijo, levantando el folleto turístico como si fuera un trofeo de caza.

Fue la seductora promesa que contenía ese folleto de papel satinado lo que hizo que Eketi se olvidara del dolor de espalda y de los calambres en las piernas. Después de cenar se echó en el suelo y se puso a mirar la foto de la isla, sintiendo el soplo del viento a través de las altas palmeras, oyendo el canto de las cigarras en la espesa jungla y reviviendo el sabor de la carne de tortuga en la lengua.

Al día siguiente volvía a estar en la obra, haciendo el mismo trabajo. Sus manos no tardaron en adquirir cierto ritmo, de manera que a final de semana ya ni tenía que mirar lo que estaba cavando. Aunque el trabajo se le hacía más fácil, Eketi seguía odiándolo y se odiaba a sí mismo por hacerlo.

Ahora su mundo giraba alrededor de la casa del eunuco y la obra donde trabajaba. No había tenido tiempo de explorar el resto de la ciudad ni ganas de conocer a los demás residentes de la colonia de Dolly. Incluso había pospuesto el proyecto de encontrar esposa. Para él, el domingo y el lunes, el Diwali y el Año Nuevo significaban lo mismo: cinco billetes de diez rupias, que entregaba diligentemente a Dolly para que se los guardara.

Pasaron dos meses y medio. A medida que el hotel comenzaba a ganar altura, las esperanzas de Eketi se iban haciendo mayores.

—¿Cuánto dinero crees que tengo ya acumulado, Dolly? —le preguntó al eunuco una tarde.

—Unas tres mil rupias —contestó Dolly.

—Eso significa que sólo necesito seis mil más para mi viaje —dijo Eketi, sorprendiéndola con la nostalgia de su voz y sus recién adquiridos conocimientos matemáticos.

Dolly le lanzó una extraña mirada, pero no dijo nada. Aquella noche, sin embargo, añadió discretamente mil rupias de su propio bolsillo al dinero que le guardaba.

Dos días después, Eketi estaba metiendo piedras dentro de una trituradora cuando de repente se oyó una tremenda explosión y una gran nube de polvo se levantó de un rincón del hoyo. Echó a correr hacia la escena del accidente y vio que uno de los andamios de bambú se había derrumbado desde una altura considerable. Un trabajador yacía boca abajo en el suelo, cubierto de polvo, las extremidades torcidas en ángulos antinaturales. Otro de los trabajadores le dio la vuelta, y Eketi soltó un grito de angustia. Era Suraj.

La muerte de Suraj provocó que las obras se pararan durante dos días. Así que Dolly le pidió a Eketi que la acompañara en una misión que habían encargado a la «gente de la ribera». Junto con otros cuatro eunucos se dirigieron a un atestado mercado en Bhelupura. Dolly señaló una tienda situada en una planta baja que vendía utensilios eléctricos.

—Nuestro objetivo es el propietario de esta tienda, Rajneesh Gupta —le dijo a Eketi—. Necesito que lo hagas salir de la tienda, y nosotras haremos el resto.

De manera que Eketi entró en la tienda y le dijo al propietario, un hombre de aspecto insignificante, que había alguien fuera que quería conocerle. En cuanto Rajneesh Gupta, con un aire atónito, salió de la tienda, los hinjras se abalanzaron sobre él. Los acompañantes de Dolly le rodearon y comenzaron a meterse con él, cantando y bailando mientras daban palmas al unísono. Dentro de ese círculo humano, Dolly acariciaba la mejilla de Gupta, le cosquilleaba las axilas y lo cubría de maldiciones:

—Que tus hijos fracasen, que tu negocio fracase, que tu cuerpo quede infestado de insectos, y que tú mueras como un perro.

Todos los demás tenderos salieron a disfrutar de la diversión. Rieron y se burlaron, y Eketi se quedó sorprendido al comprobar que no era de los eunucos de quienes se mofaban, sino del desdichado Gupta.

—Y ahora devuelve el préstamo antes de que pasen diez días o te haremos otra visita. —Dolly le clavó un dedo al propietario, antes de golpearlo con la trenza al dar media vuelta y llamar a retreta a sus tropas.

Eketi no pudo evitar sentir cierta lástima por el señor Gupta, que se quedó de pie en mitad del mercado, solo y ruborizado, intentando ahogar sus sollozos.

Al día siguiente se reanudaron los trabajos en la obra, pero ya no fue lo mismo. El fantasma de Suraj rondaba el lugar, y a Eketi el día se le hacía más largo, la comida más insípida y la pala más pesada. Nunca había puesto su corazón en el trabajo; ahora incluso sus manos comenzaban a sublevarse.

Aquella tarde, cuando regresó a casa, la encontró en un completo desorden. Habían registrado el armario, había sangre en el suelo y ni rastro de Dolly por ninguna parte. Fue Rekha, con lágrimas en los ojos, quien le puso al corriente de lo sucedido. Al parecer, Rajneesh Gupta se había presentado aquella tarde en la colonia con tres matones alquilados y armados con palos de hockey. Habían irrumpido en casa de Dolly y le habían pegado hasta dejarla sin sentido. El eunuco había sangrado profusamente y habían tenido que darle treinta puntos.

—Ahora está en el hospital del distrito de Kabir Chaura, y su vida pende de un hilo.

—¡No! ¡No! —gritó el onge y, cegado por el dolor, salió corriendo. Justo cuando alcanzó la verja del hospital un grupo de eunucos salía en tropel. Cuatro de ellos sostenían en alto una camilla de bambú sobre la que había un cadáver envuelto en un sudario blanco. Le seguían otros tres eunucos que salmodiaban: «Ram Nam Satya Hai.» No le hizo falta mirar el cadáver para saber que se trataba de Dolly, a la que llevaban a su viaje definitivo. Aquella salmodia funeraria resonaba en sus oídos con la claridad de un martillo batiendo el metal. El aire le salió de los pulmones como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago. Se desplomó al suelo como una marioneta sin hilos.

Regresó del hospital como ido y llegó a casa de Dolly prácticamente arrastrando los pies. Al entrar se fue directamente al armario que habían registrado y buscó desesperadamente sus ahorros, encontrándose con que había desaparecido hasta la última rupia. Se quedó un buen rato en la habitación, contemplando las manchas de sangre secas del suelo, imaginándose el brutal suceso de aquella tarde. A continuación recogió su bolsa de tela y se fue de la colonia.

Mientras cruzaba Chowk, en el aire comenzó a resonar una salmodia y un tintineo de cascabeles. Levantó la mirada hacia el cielo. El sol se había puesto, y el Ganga Aarti, la ceremonia de oración del atardecer, había comenzado en el Dasashwamedh Ghat. Pero aquel día no sintió la tentación de bajar al río. Dolly se había ido al cielo de los eunucos. Aquella ciudad ya no sería la misma sin ella. Y, sin ella, Eketi no quería saber nada de aquella ciudad.

En las afueras de Varanasi, cerca de la autopista, se topó con un camión que estaba parado en el arcén. Iba lleno de peregrinos que se dirigían a un lugar llamado Magh Mela. El conductor, un sij con turbante y una larga barba negra, intentaba arreglar un pinchazo. Eketi le pidió si podía llevarle, y el sij aceptó.

Justo antes del amanecer del 22 de enero el camión descargó su mercancía humana sobre un puente de cemento que daba al Ganges, y Eketi se encontró de pronto en una nueva ciudad.

El alba rompía indolente sobre la ciudad santa de Prayag. El aire era frío y tonificante. Las olas lamían suavemente las orillas arenosas. Los rayos carmesíes del embriónico sol teñían el agua con los tonos del arco iris. Unos botes de madera se mecían cansinos en la orilla del río. Una neblina humosa colgaba en la atmósfera, vistiendo el paisaje en tonos grises. Bandadas de pájaros surcaban el aire, manchando el cielo rojizo con motas oscuras. Un mar de estandartes de colores y banderines color azafrán ondeaban al viento. A lo lejos, el puente de Naini despertaba a la vida con el estruendo de un tren expreso que cruzaba su estructura metálica. El Fuerte Rojo de Akbar dominaba la línea del horizonte, empequeñeciendo los edificios provisionales y las tiendas de campaña que habían brotado en aquella población temporal.

Eketi se enteró de que aquello era el Magh Mela, una fiesta anual en la que la gente iba a bañarse. Mientras permanecía de pie en la arenosa orilla, llegó una procesión de bailarines y músicos, precedidos por un mensajero que llevaba un poste rematado por un turbante. Los músicos creaban una cacofonía de gongs y tambores, caracolas y trompetas, anunciando la llegada de los sadhus naga. Se oyó un gran estruendo cuando un grupo de monjes cubiertos de ceniza se metieron en el agua ataviados tan sólo con guirnaldas de caléndula, blandiendo unas espadas de acero y unos tridentes de hierro al tiempo que chillaban: «¡Gloria a Mahadev!» Los fieles se apartaron asustados o se inclinaron en una reverencia en el momento en que aparecieron los nagas desnudos. Eketi se quedó petrificado cuando los sadhus se salpicaron de agua y dieron volteretas sobre la arena. Estaba fascinado por su pelo largo y enmarañado y sus temibles ojos enrojecidos, pero lo que más le fascinaba era que despreciaran la ropa completamente.

A los nagas les seguían los líderes de diversas sectas espirituales. Esos santones vestidos de color azafrán llegaban en diversos medios de transporte. Uno se presentó sobre un petardeante tractor, mientras otro lo hizo sentado sobre un trono de plata en la parte posterior de un remolque. Algunos eran transportados sobre palanquines enjoyados cubiertos de alfombras de piel de leopardo, mientras otros llegaban en carros dorados con paraguas de seda, seguidos por cientos de fieles que cantaban sus alabanzas y salmodiaban bhajans.

El punto de convergencia de todos estos grupos era el sangam, esa franja de agua que demarcaba el punto de unión de norte y oeste, donde las corrientes marrón amarillentas del Ganges se encontraban con las aguas negras azuladas del Yamuna. Allí donde el río era menos profundo estaba atestado de fieles temblorosos. Hombres en diversos grados de desnudez que exhibían todo tipo de ropa interior, mujeres que se esforzaban por proteger su retrato mientras ofrecían oraciones con ambas manos, y niños que salpicaban en las aguas fangosas. Las guirnaldas naranjas cabeceaban sobre la superficie del agua junto a envases de tetrabrik y plásticos. Los cánticos de alabanza a Shiva y a la Madre Ganges hendían el aire.

Eketi también se dio una rápida zambullida en el agua fría y luego se quedó deambulando por la orilla, disfrutando de los puris y jalebis gratuitos que repartían los seguidores más adinerados y tomando el sol. Cuando comenzó a hacer demasiado calor, Eketi decidió explorar los terrenos del Mela y se dirigió directamente a un bazar improvisado que olía a incienso y especias. Allí las mujeres se probaban pulseras de cristal de un millón de colores y compraban copiosas cantidades de bermellón, mientras los niños más pequeños asediaban las tiendas de juguetes, suplicando a sus padres que les compraran pistolas de plástico y animales de cristal en miniatura. En la calle había astrólogos que atraían a los clientes con amuletos de la buena suerte para todo lo que uno pudiera imaginar. Los tenderetes de libros hacían su agosto vendiendo librillos devocionales de impresión barata y carteles chillones esparcidos por el suelo, donde los dioses y diosas de siempre —Krishna, Lakshmi, Shiva y Durga— se disputaban el espacio con otros nuevos: Sachin Tendulkar, Salim Ilyasi, Shabnam Saxena y Shilpa Shetty. Un vendedor ambulante de flautas repetía monótonamente la misma melodía; otro vendedor infatigable intentaba convencer a las amas de casa de que probaran su rallador de aluminio siete en uno; y otro con mucha labia vendía aceite de serpiente como cura contra la impotencia.

En medio de aquel carnaval había siete carpas grandes que albergaban atracciones para toda la familia. Salían carcajadas de la Casa de los Espejos y chillidos de la Exhibición de Monstruos de Feria, que anunciaba un hombre sin estómago y una mujer injertada en el cuerpo de una serpiente. Incluso había una noria, un estudio fotográfico y un espectáculo de magia. Pero la cola más grande se formó delante de una carpa en la que se anunciaba Rangela Disco Dhamaka. Los hombres miraban con unos ojos como platos el cartel de tres metros que había encima de la entrada en el que se veía, recortadas, las fotos de dos chicas con un sujetador descomunal y unos minishorts en poses provocativas. De la carpa salía el sonido de una música a todo volumen.

El taquillero, que estaba sentado dentro de una cabina, le lanzó un guiño cómplice a Eketi.

—¿Quieres echar un vistazo? Sólo son veinte rupias.

—No —dijo Eketi con una carcajada—. ¿Por qué tirar el dinero sólo para ver unos pechos de mujer?

Tampoco mostró mayor interés por el tenderete del tiro con arco, donde los clientes intentaban ganar unos ositos de peluche agujereando unos globos clavados en un tablero con arcos y flechas. Tras observar varios intentos fallidos, se acercó hasta el propietario del tenderete y le entregó un billete de diez rupias de los cinco que aún conservaba. Un pequeño grupo de chavales se arremolinó en torno a él y lanzó gritos de ánimo. Mientras apuntaba, los tendones de su cuerpo se tensaron. A su mente acudieron recuerdos del último jabalí que había cazado en la isla, lo que le provocó una excitación ya olvidada. Soltó la flecha y ésta dio en el globo que había justo en el centro del tablero. Los niños saltaron y gritaron de alegría; el propietario puso mala cara y le entregó un osito de peluche. Eketi le regaló el juguete a una niña y cogió otra flecha. Cuando se fue del tenderete, los niños tenían veinte ositos de peluche, y el propietario, a punto de llorar, se disponía a cerrar su puesto.

Animado por su éxito en el tiro con arco, Eketi cruzó muy airoso una carretera de grava y se encontró en una zona completamente distinta de los terrenos del Magh Mela, donde le llegó el canturreo de los mantras y el repique de las campanillas. Allí estaban los akharas, que servían de sede temporal a las diversas sectas espirituales, cuyos líderes competían abiertamente para conseguir la atención del público utilizando poderosos altavoces.

Fue ahí donde volvió a encontrarse con los nagas. Los sadhus desnudos estaban reunidos alrededor de un patio, sentados en duros charpoys, fumando en pipa o haciendo ejercicio. En el centro del patio había un montículo de ceniza que utilizaban para embadurnarse el cuerpo. Al cabo de un rato los sadhus se retiraron a una tienda de campaña grande y blanca y Eketi entró cautelosamente en el patio. Se quitó la ropa, la metió dentro de su bolsa de tela y se zambulló en ese montículo de ceniza como si fuera un tanque de agua. Al igual que un búfalo retozando en el barro, rodó por la ceniza, se embadurnó la cara, el cuerpo e incluso el pelo, y disfrutó de la emoción de volver a estar de nuevo desnudo.

Cuando ya estaba a punto de marcharse, un sadhu naga salió de la tienda. Eketi se acuclilló en el suelo como un animal acorralado, pero el sadhu le sonrió a través de sus ojos vidriosos y le ofreció una pipa. Eketi le devolvió la sonrisa y dio una profunda bocanada. Aunque en la isla había sido adicto al zarda —tabaco de mascar—, no estaba preparado para el embriagador efecto de la marihuana. Se sentía inexplicablemente mareado, como si varias pequeñas ventanas se hubieran abierto en su cerebro: los colores eran más vivos y los sonidos más nítidos. Se tambaleó y tuvo que agarrarse al sadhu para no caerse, a lo que éste le gritó: «Alakh Niranjan!», «¡Gloria al que no puede ser visto ni mancillado!».

En ese instante Eketi se convirtió en un naga más, y éstos le aceptaron como uno de los suyos. La suya era una casa sin ninguna señal que la distinguiera. La ceniza borraba todas las diferencias, los reducía a todos a un tono uniforme de gris, y su trance psicodélico no conocía diferencias de clase ni de casa.

Eketi disfrutaba de ir desnudo y vagaba por el poblado como un espíritu libre con licencia para pintarse el cuerpo. Vivir como un sadhu naga tenía además otras ventajas. Los fieles le daban limosna, los propietarios de los restaurantes le daban comida gratis y los guardias del Templo de Hanuman nunca ponía ninguna objeción a que por la noche durmiera en la veranda cubierta. Al cabo de una semana había aprendido a decir Alakh Niranjan y a impartir bendiciones a los devotos, blandía un tridente y bailaba alrededor del fuego sagrado con los demás nagas.

Le encantaba sobre todo fumar en pipa. La marihuana le hacía olvidar su dolor. Le hizo olvidarse de Dolly, Ashok y Mike, le hizo olvidarse de lo que haría después, de adónde iría. Le bastaba con vivir sencillamente el momento.

Y así pasó un mes. Llegó el Maghi Purnima, el día de la luna llena del mes de Magh, el último de los días señalados para bañarse antes del Mahashivrati y el final del Magh Mela. Eketi estaba sentado a la orilla del río, contemplando cómo una continua hilera de peregrinos se bañaba en el sangam, cuando el suelo que había bajo sus pies tembló y una descomunal explosión golpeó la zona como un trueno. Tan fuerte fue el estallido que le tiró al suelo. Vio un humo negro brotando a su espalda, ascendiendo hacia el cielo como una nube que se arremolinara. A continuación los chillidos desgarraron el aire. Cuando se puso en pie había gente tendida por todas partes, sangrando y chillando. Vio a un niño al que la explosión le había arrancado la pierna, y no lejos distinguió un torso sin cabeza. La arena estaba sembrada de cristales rotos, ropa manchada de sangre, zapatillas, pulseras y cinturones. Un puesto de té cubierto de chapa había quedado reducido a una amorfa masa humeante de metal. Hombres y mujeres con las caras surcadas de sangre corrían despavoridos con una expresión ida, pronunciando desesperadamente los nombres de sus seres queridos. Se habían declarado varios incendios.

La rapidez del ataque —pues todo parecía haber sucedido en un pestañeo— confundió a Eketi. Su ferocidad lo desarmó. El Mela se había convertido en un caos absoluto. Cerca del río se había declarado una pequeña desbandada, y los peregrinos empujaban y caían uno encima de otro en su desesperación por escapar. Por todas partes se oían sirenas de policía. Eketi se puso rápidamente su camiseta roja y sus shorts caquis y siguió a las hordas que corrían a toda velocidad hacia la salida. Una vez hubo alcanzado la seguridad de la carretera principal, le dio unos golpecitos a un conductor de rickshaw que estaba de pie junto a la carretera.

—¿Cómo se va a la estación del tren, hermano?

La estación del tren de Allahabad parecía totalmente ajena a la carnicería que había ocurrido en la otra parte de la ciudad. Los trenes iban y venían. La gente seguía subiendo y bajando de los vagones. Los mozos iban cargados de un lado a otro. Lo mismo que siempre.

Eketi se apoyó en un dispensador de agua fría y se preguntó qué tren coger. No conocía las ciudades indias y no tenía dinero. Y en ese momento sus ojos divisaron a un sujeto delgado y muy bien afeitado, de pelo corto y negro, que estaba sentado en un banco de la estación, a escasa distancia, con un cigarrillo en la boca y una maleta gris protegida entre sus piernas. Dio un respingo al comprender que se trataba de Ashok Rajput.

Eketi podría haber dado media vuelta e irse fácilmente, pero se acercó al funcionario y le saludó juntando las manos:

—Hola, Ashok sahib.

Ashok levantó la mirada y casi se ahoga.

—¡Tú! —exclamó.

—Eketi cometió un gran error al abandonarte —dijo el indígena contrito—. ¿Podrías mandarme de vuelta a mi isla? No quiero seguir aquí ni un día más.

El desconcierto inicial de Ashok remitió rápidamente y Eketi vio de nuevo la desdeñosa arrogancia de siempre en la cara del funcionario. Ashok tiró su cigarrillo.

—Cerdo negro y repugnante. Me he pasado los últimos cuatro meses buscándote desesperadamente. ¿Y crees que ahora puedes acercarte a mí tan tranquilo y pedirme que te mande de vuelta? ¿Crees que soy un maldito agente de viajes?

El onge se arrodilló en el suelo.

—Eketi suplica perdón. Ahora haré todo lo que digas. Sólo quiero que me mandes de vuelta a Gaubolambe.

—Entonces júrame primero que obedecerás todas mis órdenes.

—Eketi lo jura por la sangre del espíritu.

—Bien. —Ashok se ablandó—. Sólo con esa condición te llevaré de vuelta a Pequeña Andamán. Pero no inmediatamente. Antes tengo un asunto que acabar. Hasta entonces serás mi criado. ¿De acuerdo?

Eketi asintió.

—¿Qué estabas haciendo en Allahabad? —preguntó Ashok.

—Nada. Simplemente pasaba el tiempo —dijo Eketi.

—¿Has visitado el Magh Mela?

—Sí. Ahora mismo vengo de allí.

—Tienes suerte de estar vivo. Ha habido un ataque terrorista, uno de los peores. Dicen que la explosión ha matado al menos a treinta personas.

—¿Tú también estabas?

—Sí. Me preocupo más por tu tribu que tú. He venido al Magh Mela buscando la piedra sagrada.

—¿Entonces la has recuperado?

—No —dijo Ashok pesaroso—. Un ladrón la robó de la tienda de Swami Haridas en la confusión que siguió a la explosión.

—O sea, ¿qué la hemos perdido para siempre?

—No lo sé. Espero que vuelva a aparecer cuando el ladrón intente vendérsela a alguien.

—¿Y adónde vas ahora?

—A mi ciudad natal. Jaisalmer. Y ahí es donde vas tú también, por cierto.

Su tren llegó a Jaisalmer a la mañana siguiente. La estación era como una pescadería, pues una muchedumbre de conductores de rickshaws y de taxistas canturreaba los nombres de sus hoteles, y había gente con banderolas que anunciaba todo tipo de pensiones y una turba de agentes a comisión que acosaba a los pasajeros con ofertas de safaris en camello y servicios de taxi jeep gratuitos, y a quienes los policías acababan haciendo retroceder con porras.

Ashok parpadeó ante aquel sol cegador y se secó el sudor de la frente con un pañuelo. Aunque era la última semana de febrero, un calor seco crepitaba en el aire como si fuera electricidad.

El funcionario parecía conocer a todo el mundo en Jaisalmer.

Pao lagu, Shekhawatji —le dijo al superintendente de la estación—. Khamma ghani —saludó al propietario de la cafetería de la esquina, quien le abrazó afectuosamente y le ofreció una bebida fría.

—Ésta es mi ciudad —dijo Ashok agitando un dedo delante de Eketi—. Como hagas alguna cosa rara, me enteraré enseguida. ¿Entendido?

El onge asintió.

—Una vez Eketi ha jurado por la sangre del espíritu, tiene que mantener su promesa. Un onge que rompa su promesa se gana la cólera de los onkobowkwe. Muere y se convierte en un eeka, condenado a vivir bajo la tierra.

—Estoy seguro de que no te gustaría un destino tan terrible —dijo Ashok. Se subieron a un maltrecho y escandaloso rickshaw que los condujo por las calles de la ciudad.

Eketi vio casas diseminadas, vacas sentadas a un lado de la carretera y a una mujer que caminaba con un cántaro de agua en la cabeza. De repente gritó:

—¡Alto!

—¿Qué ocurre? —preguntó Ashok, claramente irritado por aquella interrupción.

—¡Mira! —chilló Eketi, señalando algo delante de él. Ashok vio un grupo de tres camellos avanzando pesadamente por la carretera.

—Nunca los habías visto, pero son unos animales totalmente inofensivos. —Ashok soltó una carcajada y le dijo al conductor que continuara.

Minutos después entraban en un mercado callejero. Las mujeres rajastaníes, ataviadas con odhnis de un deslumbrante rojo y naranja y con los brazos cargados de pulseras, se aglomeraban en torno a las tiendas de ropa y los puestos de fruta mientras los hombres exhibían turbantes llenos de color e impresionantes bigotes con las puntas enhiestas. Ya continuación, a través de la neblina de calor y polvo, un espléndido fuerte de piedra arenisca amarilla surgió en la distancia como un tembloroso espejismo. Con sus majestuosas murallas, las torres del templo delicadamente esculpidas y numerosos bastiones teñidos de una luz color miel, la Ciudadela parecía haber surgido directamente de alguna fantasía medieval.

Eketi se frotó los ojos para asegurarse de que no estaba viendo visiones.

—¿Qué es eso? —le preguntó a Ashok con una voz sobrecogida.

—Es el fuerte de Jaisalmer. Y vamos a entrar en él.

El conductor del rickshaw motorizado protestó mientras subían la colina de Trikuta, en lo alto de la cual se hallaba el fuerte dorado. A medida que se iban aproximando al fuerte, Eketi se daba cuenta de que los bastiones eran en realidad medias torres, rodeadas de altas torretas y unidas por gruesos muros.

Entraron en el complejo del fuerte a través de una verja gigantesca que conducía a un patio adoquinado, donde convergía un laberinto de callejuelas que se abrían en todas direcciones. El patio estaba ocupado por tiendas que vendían colchas de muchos colores, artefactos de piedra y marionetas. Un músico con turbante tocaba el sarangi, mientras un compañero suyo vestido de manera parecida tocaba los manjira, entreteniendo a un grupo de turistas extranjeros que lo rodeaban y sacaban fotos.

A medida que el rickshaw motorizado se adentraba más en el fuerte, éste se convertía en una ciudad dentro de la ciudad, salpicado de casas espléndidas. Carteles, banderolas, cables eléctricos desfiguraban muchos de esos antiguos havelis, aunque la complejidad de las tallas de sus fachadas con celosía era ni más ni menos que poesía hecha piedra. Los callejones secretos y serpenteantes bullían de actividad. Había tiendecillas en las esquinas que vendían de todo, desde jabón hasta clavos. Los vendedores de fruta que había en la calle se sentaban junto a enormes pilas de manzanas y naranjas. Sastres con barba accionaban sus máquinas de coser a pedales al ritmo de los balidos de las cabras. Una música ensordecedora salía de los restaurantes que daban a la calle y se mezclaba con los cánticos de los vecinos templos jainistas. Había niños que hacían volar cometas desde lo alto de azoteas medio en ruinas, y las vacas rumiaban lentamente en medio de la calle.

Cuando pasaron por delante de una hilera de casas de paja y adobe pintadas, Ashok le señaló al conductor su residencia familiar, un haveli grande y ruinoso de dos plantas con ventanas de celosía y una puerta de madera labrada tachonada con remaches de hierro. La puerta no estaba cerrada con llave y entraron en un patio abierto.

Un chaval larguirucho, de unos trece años, vestido con kurta pijama blanco, salió de la veranda.

—¡Tío! —gritó encantado ante aquella sorpresa, y se acercó corriendo a Ashok y le abrazó con una sorprendente ternura.

—¡Qué alto estás, Rahul! —dijo el funcionario.

—Hacía cinco años que no me veías, tío —replicó el muchacho.

—¿Está en casa Bhabhisa? —preguntó Ashok.

—Sí. Está en la cocina. La llamaré.

—No, deja que le dé también una sorpresa —dijo Ashok.

—¿Quién es este individuo que viene contigo?

—Es un criado que conseguí en la isla. Ahora trabajará para nosotros.

—¡Estupendo! Lalit, nuestro último criado, se escapó la semana pasada. ¿Pero por qué es tan negro?

—¿Es que no has visto las fotos que te envié? Todas las tribus de Andamán son como él. Pero será un buen trabajador. ¿Por qué no le enseñas dónde viven los criados? —dijo Ashok, y se fue hacia la veranda.

El muchacho miró a Eketi con suspicacia.

—¿Eres caníbal?

—¿Qué es un caníbal? —preguntó Eketi.

—Un hombre que come hombres. Mi tío dice que las Islas Andamán están llenas de tribus de caníbales.

—Sólo los jarawas son caníbales. Pero yo nunca me he encontrado con ninguno.

—Si te hubieras topado con alguno ahora no estarías aquí —dijo el muchacho riendo—. Me llamo Rahul. Ven conmigo.

Hizo entrar a Eketi por la puerta principal y le hizo seguir un camino lateral que discurría paralelo a la casa. Un adolescente vestido con chaleco y pantalón corto estaba en medio del sendero con un gran perro alsaciano, que se puso a gruñir.

—Eh, Rahul, ¿quién es este negrito que está contigo? —gritó el adolescente, tirando de la correa del perro.

—Es nuestro nuevo criado —replicó Rahul.

—¿De dónde lo has sacado? ¿De África?

Rahul no respondió.

—¡Salvaje de la jungla! —le soltó el chaval a Eketi cuando éste pasó a su lado. El perro tiró de la correa.

—No le hagas caso a Bittu, siempre le está tomando el pelo a la gente —dijo Rahul en un tono casi de disculpa.

La zona donde vivían los criados estaba en la parte de atrás de la casa, y no eran más que dos habitaciones sin ventanas, oscuras, lúgubres y separadas por un retrete común, cuya máxima comodidad eran unas camas de cuerda y unas mantas ásperas. El haveli estaba situado cerca del borde de uno de los noventa y nueve bastiones del fuerte, y justo detrás de las habitaciones de los criados había un parapeto de piedra arenisca donde había atada una vaca. Disfrutaba del sol, rumiando y meneando la cola de vez en cuando para espantar las moscas. Eketi se inclinó sobre el parapeto y vio el muro del fuerte, y debajo de él una empinada pendiente rocosa. A lo lejos, la ciudad de Jaisalmer se extendía como un tapiz marrón y gris. Se divisaba una azarosa profusión de casas cuadradas con tejados planos, que desde esa altura parecían cajas de cerillas. Cerca del horizonte incluso fue capaz de distinguir las dunas de arena del desierto de Thar, que parecían olas congeladas. Olisqueó el aire y le sorprendió descubrir que no había ni atisbo de agua cerca de ese mar de arena.

De repente se oyó un agudo gañido a su espalda, y cuando Eketi se volvió descubrió que el alsaciano le embestía con la boca abierta y enseñando los dientes.

—¡Bittu! ¿Qué has hecho? —chilló Rahul, pero el indígena no mostró ningún temor y colocó suavemente la mano sobre la espalda del mastín. Éste se quedó completamente quieto y comenzó a lamerle la mano, emitiendo unos suaves gemidos de satisfacción.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Rahul asombrado.

—Los animales son nuestros amigos —dijo Eketi—. Es de los inene de quienes debemos preocuparnos.

—¿Y quiénes son esos inene?

—Gente como tu amigo. —Señaló con la cabeza a Bittu.

En ese momento un gran estruendo atravesó la atmósfera e hizo temblar el suelo. Eketi levantó la mirada y vio dos reactores cruzando el cielo. Giraron a la izquierda y desaparecieron entre las nubes.

—¡Aviones! —gritó entusiasmado el onge.

—No son aviones, sino reactores de combate —le corrigió amablemente Rahul—. En Jaisalmer tenemos una gran base aérea. Cada día puedes ver pasar MiG-21. Estos reactores incluso llevan bombas.

—Vi explotar una bomba en Allahabad. Mató a treinta personas —dijo Eketi.

—¿Sólo a treinta? —se burló Rahul—. Estos reactores llevan bombas que pueden matar al momento a más de mil personas.

Pasó otro reactor.

—¿Van a dejar caer una bomba sobre nosotros? —preguntó Eketi alarmado.

—No —dijo Rahul riendo—. Vamos, mamá querrá conocerte.

La sala de estar del haveli era una habitación pequeña y rectangular atestada de muebles antiguos de Shekhawati: sofás labrados y decorados, butacas acolchadas y bancos de poca altura. Las alfombras del suelo desprendían un olor a moho por falta de uso. La repisa de la chimenea estaba dominada por una piel de tigre rematada por la cabeza disecada, en la que se veían unos ojos de vidrio y unas fauces abiertas de las que asomaban una lengua artificial y los dientes. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de un hombre alto y de hombros anchos, mandíbula prominente y un impresionante y tupido bigote con las puntas hacia arriba. La habitación era un santuario dedicado a él. Se le veía en diversas poses, casi siempre con un largo rifle entre manos.

—¿Quién es este hombre? —preguntó Eketi.

—Es mi padre —dijo Rahul, orgulloso—. El hombre más valiente del mundo. ¿Ves esa piel de tigre que hay en la pared? Mató a ese tigre sólo con sus manos.

—Yo una vez maté un jabalí sólo con mis manos. ¿Y dónde está tu padre ahora?

—En el cielo.

—¡Oh! ¿Y cómo murió?

Antes de que Rahul pudiera responder, su madre entró en la sala, seguida de Ashok. Gulabo era una mujer muy atractiva de treinta y pocos años, de cara ovalada, nariz aquilina e imperiosa, ojos oscuros, cejas delicadas y finos labios. La curva de su boca sugería una rígida altivez, pero en sus ojos oscuros se adivinaban hondos pesares.

Iba vestida con un kanchi blanco: una blusa holgada y sin espalda que llevaba encima de una falda roja plisada. Se tocaba la cabeza con un odhni de color naranja, pero no llevaba joyas ni en el cuello ni en las manos. El sol de última hora de la tarde se filtraba a través de una ventana con celosía, creando filigranas de luz y sombra sobre las paredes estucadas. También iluminaba los planos angulosos de la cara de Gulabo, severa e inflexible. No era una mujer a la que se le pudiera ir con tonterías.

Se sentó en el diván y miró al indígena de arriba abajo.

Tharo naam kain hai?

—Será mejor que le hables en hindi, Bhabhisa —le aconsejó Ashok—. Dile tu nombre. —Le hizo un gesto a Eketi.

—Me llamo Jiba Korwa, de Jharkhand —soltó Eketi como si fuera un loro.

—¿Pero no me habías dicho que era de Andamán? —Gulabo enarcó las cejas.

—Y lo es, Bhabhisa, pero nadie debe saberlo. Por eso le di este nuevo nombre.

—¿Y qué sabes hacer? —le preguntó Gulabo a Eketi.

—Hará todo lo que le digas, Bhabhisa —terció Ashok, pero ella le interrumpió en seco.

—No te lo he preguntado a ti, sino a él.

—Lo que usted me diga —replicó Eketi.

Gulabo le explicó sus deberes en un tono estricto y a continuación señaló de manera desdeñosa sus pantalones cortos y su camiseta.

—¿Dónde vas con esta ridícula ropa? A partir de mañana debes ir vestido de manera apropiada y llevar turbante. Entonces al menos parecerás un rajastaní.

La nueva vestimenta de Eketi consistía en una camisa blanca abotonada hasta arriba, pantalones casi hasta el pecho que se hinchaban en las caderas y se estrechaban en los tobillos, y un turbante rojo con topos de color naranja que le encajaba de manera perfecta. Eketi se quedó de pie delante de un espejo y puso una mueca.

Cuando cogió la escoba, sus pensamientos regresaron a la isla, donde siempre había detestado la monotonía de las tareas domésticas que le obligaba a hacer el personal de Bienestar Social, pero la experiencia de trabajar en la obra le había transformado. Ahora tenía unas manos de obrero incapaces de permanecer ociosas. Así que se pasaba el día trabajando en el haveli, barriendo el suelo, lavando los platos, planchando la ropa y haciendo las camas. A las cinco había acabado todas sus tareas y entonces se sentaba en la sala en compañía de Rahul a ver la tele. Lo que más le gustaba a Rahul eran las películas con mucha sangre y vísceras, que el indígena encontraba asquerosas. En las escasas ocasiones en que tenía la tele para él solo, Eketi se pasaba el rato cambiando de canal. Pasaba fugazmente por Doordarshan y HBO, Discovery y National Geographic, empapándose de fugaces imágenes de mundos lejanos. Vio las montañas cubiertas de nieve de Suiza y la flora y la fauna de África, las góndolas de Venecia y las pirámides de Egipto, pero no vio lo que tanto ansiaba ver, un atisbo de su isla en las Andamán.

La familia de Ashok era vegetariana, y Gulabo cocinaba muy bien. Sus platos poseían el sabor distintivo del Rajastán, fuerte y especiado. Y aunque Eketi echaba de menos el cerdo y el pescado, poco a poco comenzó a disfrutar de aquella dieta básica de dhal, bati y churma. Gulabo añadía generosas cantidades de mantequilla diluida a sus rotis, y siempre le ofrecía a Eketi un vaso hasta arriba de suero de leche con cada comida. A Eketi le gustaban especialmente los postres.

La vida en el haveli seguía siempre la misma pauta. Rahul pasaba medio día en la escuela. Ashok pasaba casi todo su tiempo dentro de la casa, encerrado con Gulabo. Y cada tarde Eketi se sentaba junto a la muralla del fuerte, con un brazo apoyado en la barandilla del parapeto, y contemplaba el caer de la noche, escuchando el susurro del viento que soplaba sobre las murallas con almenas del fuerte, a la espera de que Ashok lo llevara de vuelta a su isla.

Un cálido día de primeros de marzo, mientras Rahul estaba en la escuela y nada perturbaba la perezosa calma de aquella letárgica tarde, Eketi fregaba el suelo delante de la habitación de Gulabo. Ashok estaba dentro con ella, y a Eketi le llegaban fragmentos de su conversación.

—Este indígena es el mejor criado que hemos tenido nunca. Jamás había visto a nadie trabajar con tanto ahínco. ¿No podría quedarse para siempre?

—El muy idiota quiere volver a su isla.

—¿Pero no me habías dicho que dejabas el trabajo?

—Y lo dejo. Ya no lo necesito. Voy a conseguir mucho dinero.

—¿Cómo?

—Es un secreto.

—Cuéntame algo más del indígena.

—No hablemos más de él. Vamos a hablar de nosotros. Gulabo, sabes que te amo.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué no te casas conmigo?

—Primero debes demostrar que eres un hombre. Tu hermano mató un tigre sólo con sus manos. ¿Tú qué has hecho?

—¿Es que mi amor no es suficiente?

—Para una mujer de Rajput, el honor es más importante que el amor.

—No seas tan cruel.

—Y tú no seas tan cobarde.

—¿Es ésta tu respuesta definitiva?

—Ésta es mi respuesta definitiva.

Ashok salió de la habitación un poco más tarde, con una expresión sombría. Eketi lo vio irse de casa y no regresó casi hasta el anochecer.

—Puede que pronto vuelvas a tu isla —le dijo a Eketi—. Acabo de averiguar dónde está el ingetayi.

—¿Dónde?

—Ahora está en Delhi. Lo tiene un industrial llamado Vicky Rai. Recoge tus cosas. Iremos allí mañana.

Llegaron a la estación del tren de Nueva Delhi a primera hora de la mañana del 10 de marzo. Ashok llevaba su maleta y Eketi su bolsa de tela negra. Cogieron un autobús hasta Mehrauli.

A medida que el autobús pasaba por los monumentos más importantes de la capital, Ashok hacía un breve comentario para provecho de Eketi. Pero Nueva Delhi no consiguió entusiasmar al onge. El esplendor Victoriano de Connaught Place, el imponente edificio de India Gate y el majestuoso complejo presidencial situado en lo alto de la colina de Raisina apenas despertaron su interés. Para Eketi, aquella extensa y caótica metrópolis no era más que otra jungla de cristal y cemento sin alma, con los mismos atascos de tráfico y sonidos discordantes a los que ya se había habituado. Lo único que anhelaba era volver a su isla.

El autobús los dejó delante del Templo de Bhole Nath de Mehrauli.

—Aquí es donde vamos a alojarnos —dijo Ashok—. Cortesía del señor Singhania, un hombre de negocios muy rico que pertenece a la junta directiva del templo.

Eketi quedó impresionado con el complejo del templo. Y más aún le impresionó la suite de Ashok, que generalmente se reservaba para los santones que iban de visita. Espaciosa y bien amueblada, tenía el suelo de mármol y un baño con los grifos chapados en oro. A Eketi no lo iba a rodear tanto lujo. Lo habían desterrado a un edificio anexo, una choza vacía cerca de donde vivían los encargados de la limpieza. No era más que una habitación vacía que no tenía ni cama.

Cuando Eketi dejó su bolsa en el suelo, el olor a comida se coló por la puerta y se le hizo la boca agua. En la casa de al lado estaban preparando el desayuno.

Salió de la choza y apareció en un jardín. El templo apenas estaba despertando a la vida, aunque ya se veía un buen número de devotos dentro del sanctasanctórum. Una chica estaba sentada sola sobre un banco de madera bajo un hermoso árbol. Aunque la chica le daba la espalda, percibió de inmediato la presencia de Eketi e intentó levantarse.

—No, por favor, no te levantes —se apresuró a decir Eketi.

Ella volvió a sentarse y se cubrió la cara con la mano derecha. De la crisálida envuelta en dedos de su cara, sólo eran visibles los ojos negros.

—¿Por qué escondes la cara? —le preguntó él.

—Porque no me gusta hablar con la gente.

Él se sentó a su lado.

—Ni a mí.

Surgió entre ellos un incómodo silencio hasta que la chica volvió a hablar.

—¿Por qué no te marchas, como los demás?

—¿Por qué iba a marcharme?

—Porque ésta es la cara que tengo. —Se volvió repentinamente hacia él y quitó la mano de delante de la cara.

Eketi vio que tenía marcas de viruela por todas las mejillas y la mitad inferior de la cara desfigurada por un labio leporino. Al momento comprendió cuál era su juego. Intentaba ahuyentarlo con su fealdad.

—¿Eso es todo? —dijo él riéndose.

—Eres un hombre raro. ¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

—Me llaman por muchos nombres. Negrito, caníbal, cabrón…

—¿Por qué?

—Porque soy diferente de ellos.

—Sí que lo eres —dijo ella, y volvió a quedarse callada. La luz del sol moteaba el jardín a través del denso follaje de los papayos que delimitaban los bordes. Un espléndido pájaro anaranjado revoloteó cerca del banco. Eketi emitió un sonido de arrullo que salió del fondo de su garganta y el pájaro dio un brinco hasta su mano abierta. Eketi sostuvo el pájaro en la palma y suavemente lo depositó en el regazo de la chica.

—¿Esto es algún truco? —preguntó la chica.

—No. Los pájaros son nuestros amigos.

—¿De dónde eres? —preguntó ella liberando al pájaro.

—Soy Jiba Korwa de Jharkhand.

—¿Jharkhand? ¿No es ése el nuevo estado? Está muy lejos.

—De hecho, soy de más lejos aún. Pero ésa es una larga historia. ¿Cómo te llamas?

—Champi —contestó ella.

—Champi. Bonito nombre. ¿Qué significa?

—La verdad es que no lo sé. No es más que un nombre.

—Entonces deberías cambiártelo y llamarte Chilome.

—¿Por qué?

—En nuestra lengua chilome significa «luna». Y tú eres tan hermosa como la luna.

—Venga ya —dijo Champi, y se sonrojó. Al cabo de unos momentos añadió—: Sabes, es el primer forastero que me habla en un año.

—Y tú eres la primera chica con la que hablo desde que me fui de mi isla.

—¿Isla? ¿Qué isla?

Kujelli! ¡Mierda! —Eketi se dio un golpe en la cabeza. Al mismo tiempo oyó una voz estridente que salía del primer edificio anexo:

—¡Champi, hija, el desayuno está listo!

—Me llama mi madre —dijo Champi, y se puso en pie. Andaba con el brazo derecho extendido, siguiendo una trayectoria que había quedado grabada en su cerebro a través de infinitas repeticiones. Sólo en ese momento Eketi se dio cuenta de que la chica era ciega.

Ashok llevó a Eketi a la granja de Vicky Rai después de comer. Atravesaron el suburbio de Sanjay Gandhi, un laberinto de callejones estrechos y oscuros que contenía un conglomerado de chozas pequeñas y sórdidas que se mantenían erguidas gracias a postes de bambú y sacos de tela hecha jirones. Los tejados eran un feo mosaico de alquitrán, bolsas de plástico, trozos de metal, ropas viejas —cualquier cosa que los residentes habían tenido a mano—, y sobre el mosaico había piedras para que el viento no se lo llevara. Un grupo de hombres vestidos con camisas hasta las rodillas y pantalones anchos holgazaneaban al aire libre mientras sus mujeres llenaban ollas de agua del grifo municipal o cortaban verduras. Unos niños desnudos recubiertos de una capa de polvo jugaban con perros sarnosos. Montones de basura y restos animales recubrían el suelo como hojas secas. El olor a humo de madera y a fuegos de boñiga recorría el aire.

Eketi tiró de la manga de Ashok.

—¿La gente vive de verdad en estas chozas?

Ashok le lanzó una mirada de irritación.

—Por supuesto que sí. ¿Es que nunca has visto un suburbio?

Eketi negó lentamente con la cabeza.

—En nuestra isla hasta los pájaros construyen mejores nidos.

Casi justo enfrente del suburbio estaba el Número Seis. Rodeada de una alta verja metálica, era una mansión de mármol de tres plantas que sobresalía del vecindario como una burla permanente. Detrás de la mansión asomaba el minarete acanalado de piedra arenisca del Qutub Minar, apenas a un kilómetro de distancia.

Ashok y Eketi cruzaron la calle para ver más de cerca la granja, y llegaron hasta una tapia de color óxido de cinco metros de altura rematada por alambre de espino.

—¿Cómo vamos a entrar en este lugar? —se preguntó el indígena—. Ni siquiera Eketi puede escalar esta tapia.

—Lo conseguiremos. No te preocupes —le aseguró Ashok cuando pasaron por delante de la verja principal, en la que había al menos seis guardas con uniforme de policía. Doblaron una esquina y giraron a la izquierda, hacia el extremo norte de la propiedad. Dieron con una entrada de servicio que no parecía estar vigilada. Ashok intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada por dentro. La tapia rematada de alambre de espino se extendía durante quinientos metros más y no tenía cavidades, huecos ni fracturas que les pudieran ser de utilidad. Pero cuando rodearon la parte de atrás Ashok vio algo que le hizo detenerse. Incrustada en la tapia de cemento había una pequeña puerta metálica marrón, probablemente una entrada para viandantes. No parecía que la utilizara nadie, pues la pintura se había desprendido y los bordes estaban oxidados. Ashok probó con el pomo de metal oxidado, pero la puerta no se abrió. De hecho, cedió tan poco que dio la impresión no sólo de estar cerrada, sino también entablada por dentro. Ashok dio un paso atrás y examinó los alrededores. Detrás de él había una arboleda de eucaliptos y luego una jungla espinosa llena de arbustos de acacia. Por culpa de las zarzas, toda la zona que quedaba detrás del Número Seis no era sólo inhabitable, sino también prácticamente inaccesible.

—Sólo con que pudiéramos abrir esta puerta —dijo impaciente.

—Eketi puede abrir esta puerta pasando al otro lado de la tapia —comentó el onge.

—¿Pero cómo vas a llegar al otro lado de la tapia?

—Gracias a esto —dijo Eketi, y dio unos golpecitos al alto eucalipto.

—Pero las ramas de este árbol no llegan a la tapia. ¿Cómo lo harás?

—Te lo enseñaré —dijo Eketi, y comenzó a trepar por el tronco del eucalipto. A los pocos segundos había llegado a la copa. Agarró una recia rama, tiró de ella hacia abajo con su peso hasta que quedó tan tensa como un tirachinas. A continuación se impulsó con los pies contra el tronco y como una flecha humana se proyectó hacia las ramas y el follaje de un jamun que asomaba por encima de la tapia. Observado por un horrorizado Ashok, surcó el aire y aterrizó en la copa del jamun. Desde ahí, para él fue un juego de niños llegar al suelo. Un minuto después la puerta metálica oxidada se abría con un chirrido.

—¿Sabes que estás loco, no? —Ashok negó con la cabeza al entrar por la puerta. El indígena sonrió, ajeno a los numerosos cortes y arañazos de su cuerpo.

El funcionario estaba casi eufórico cuando dio los primeros pasos en el interior de los terrenos del Número Seis. Le parecía increíble que a las pocas horas de llegar a Delhi estuviera dentro de la granja. Les llegó un sonido de agua y el zumbido mecánico de una segadora. Atisbo a un jardinero concentrado en segar el césped, apenas a treinta metros de distancia, y estaba a punto de esconderse detrás de un árbol cuando comprendió que la oscuridad natural de aquella zona boscosa impedía que nadie lo detectara. Desde donde se encontraba, se veía perfectamente el trazado de todo el complejo, y cuando el jardinero se hubo alejado, le señaló a Eketi lo más destacado: la mansión de tres plantas que se veía a lo lejos, la piscina de tamaño olímpico, la glorieta y el pequeño templo que había en la esquina derecha del césped.

—Ahí es donde está el ingetayi. Estoy totalmente seguro —le dijo a Eketi.

—Entonces ve y cógelo —dijo Eketi.

—¿Es que en estos últimos cinco meses no has aprendido nada? —le reprendió Ashok—. ¿Es que no has visto al jardinero? Y además habrá otros veinte criados y guardas en la casa. Nos pillarían en un segundo.

—Entonces hagámoslo por la noche, protegidos por la oscuridad.

Ashok señaló los altos postes eléctricos colocados a intervalos regulares en el césped.

—Eso son reflectores poderosos. Apuesto a que de noche toda esta zona está tan iluminada como si fuera de día.

—Entonces, ¿qué haremos?

—Tener paciencia. Ya se me ocurrirá algo —dijo Ashok.

Pasaron otros quince minutos explorando la zona boscosa y se toparon con dos magníficos pavos reales. En la mismísima línea del bosque, cerca del rincón nororiental, vieron una cascada artificial. El agua caía en cascada por unas grandes rocas e iba a parar a un estrecho canal que discurría en paralelo a un sendero adoquinado que conducía hacia los garajes y la entrada principal. Ashok se dirigió de puntillas a los garajes, que estaban cerrados, echó un largo vistazo a su alrededor y regresó apresuradamente con Eketi.

—Tengo un plan —dijo entusiasmado—. Pero debes recordar el emplazamiento exacto de estos dos garajes.

Salieron por la misma puerta trasera y regresaron al templo.

Champi volvía a estar sentada sobre el banco de madera del jardín de atrás cuando Eketi regresó. Ella le atraía como un imán. Cuando se sentó a su lado, Champi sonrió.

—Oh, ya estás aquí otra vez.

—¿Siempre estás sentada aquí? —preguntó Eketi.

—Me gusta este sitio —contestó ella—. Es tranquilo. Todo el mundo prefiere el jardín de delante.

—No sabía que eras ciega. Tus ojos son como los de todo el mundo. ¿Qué te pasó?

—Nací así.

—Debe de ser muy duro no ser capaz de ver a la persona con la que estás hablando.

—Ahora ya estoy acostumbrada a la negrura.

—A lo mejor Nokai tiene una cura para tu ceguera.

—¿Quién es Nokai?

—Nuestro torale, nuestro hechicero.

—¿De verdad podría conseguir que viera?

—Excepto devolver la vida a un muerto, puede hacer cualquier cosa.

—¿Entonces me llevarás a verlo? ¿A Jharkhand?

—La verdad es que no vive en Jharkhand. Vive en una isla.

—¿Qué isla es esa de la que siempre hablas?

Eketi habló en un susurro.

—Te lo diré si me prometes mantenerlo en secreto.

—Te lo juro por Alá. Prometido. —Champi se pellizcó el cuello.

—La verdad es que no soy Jiba Korwa de Jharkhand. Soy Eketi Onge de Gaubolambe —dijo en tono de complicidad.

—¿Y dónde está eso?

—En Pequeña Andamán.

—¿Y dónde está eso?

—En mitad del océano. Para llegar allí hay que coger un barco grande.

—Entonces, ¿por qué has venido aquí?

—He venido para recuperar una piedra sagrada que nos han robado.

—¿Y qué harás cuando hayas recuperado la piedra sagrada?

—Regresaré a mi isla.

—¡Oh! —dijo Champi, y se quedó callada.

—Al principio quería quedarme —añadió Eketi—. Pensaba que podría empezar una nueva vida aquí, encontrar una esposa. Pero ahora quiero volver. Aquí la gente se comporta como si fueran los dueños del mundo, y a mí me tratan como a un animal.

—Yo no te trato así —dijo Champi.

—Eso es porque no puedes ver. No soy como los tuyos. Soy diferente. Y cada vez que alguien me llama negrito, algo se revuelve en mi interior. Me siento como si hubiera cometido un delito. Pero el color de mi piel es el que es, y no puedo hacer nada.

—Estoy de acuerdo. Y, del mismo modo, yo no puedo hacer nada con mi cara. Es la voluntad de Dios —dijo Champi, y lentamente levantó su mano derecha. Con el dedo índice dibujó los contornos de la cara de Eketi, memorizando cada ángulo, cada pequeña curva y declinación—. Ahora ya puedo verte.

Eketi se estremeció al sentir el contacto de su mano y miró aquellos ojos ciegos.

—Dime, ¿estás casada?

—¿Qué pregunta es ésa? —Champi soltó una risita—. Naturalmente que no.

—Ni yo tampoco. ¿Vendrás conmigo a mi isla?

—¿Y qué me prometes una vez allí?

—Abundancia de pescado y fruta. Nadie te molestará. ¡Y no tendrás ninguna necesidad de trabajar!

—Me encantaría visitar tu isla algún día, pero no ahora.

—Pero ¿por qué?

—Mi familia está aquí. Mamá y Munna. ¿Cómo voy a dejarlos?

—Sí, tienes razón. Yo también me acuerdo mucho de mi padre y de mi madre.

—Pero debes hablarle de mí a Nokai.

—Lo haré. Y si no puedes venir conmigo a ver a Nokai, enviaré a Nokai a verte a ti.

—¿A qué te refieres?

—Nokai puede salir de su cuerpo y volar siempre que quiera.

—¡Vaya! Ahora hablas como ese Aladino de la serie de televisión.

—De verdad, te lo juro por Puluga. Nokai me enseñó ese truco, pero todavía no lo he intentado.

—¡Qué cosas dices! —Champi se rió y regresó a su casa.

Eketi no volvió a verla aquel día, pero siguió pensando en ella, y Champi se convirtió en una presencia alegre que daba energía a su paso y le hacía soñar despierto. Por las noches se echaba en el suelo de piedra de su choza, sacaba un grumo de arcilla roja, la mezclaba con grasa de cerdo y con el dedo hacía hermosos dibujos sobre la pared. Si Ashok los hubiera visto, habría reconocido que era un dibujo nupcial.

Cuatro días más tarde, Ashok Rajput caminaba de un lado a otro del suelo de mármol de su habitación de invitados. Una embriagadora excitación iba creciendo en su interior, y su origen había que buscarlo en el último chismorreo que había oído en el puesto de té del barrio. Vicky Rai planeaba dar una gran fiesta el 23 de marzo, exactamente dentro de una semana. Estaba convencido de que ésa sería su oportunidad. Todo lo que necesitaba era enseñarle a Eketi algo de electricidad elemental. De manera lenta pero segura, su plan iba tomando forma.

Aquella misma tarde, a mediodía, dos hombres irrumpieron en la choza de Eketi. Uno era un cuarentón pelirrojo de barba desaliñada, y el otro era un joven de cuerpo atlético y pelo negro de punta. No había nada destacable en su vestimenta, y del hombro de ambos colgaban unas idénticas bolsas de yute marrón.

—Hemos oído decir que eres de Jharkhand, ¿es cierto? —le preguntó el cuarentón a Eketi.

—Sí —contestó Eketi, un poco asustado—. Soy Jiba Korwa de Jharkhand.

—Hola, camarada Jiba. Yo soy el camarada Babuli. Y éste es el camarada Uday.

Eketi jugueteó nervioso con su gorra.

—Camarada Jiba —continuó el cuarentón, recorriendo el cuarto con la mirada—, somos del Centro Maoísta Revolucionario, el CMR para abreviar, el grupo revolucionario más progresista del país. ¿Has oído hablar de nosotros?

—No —dijo Eketi.

—¿Cómo puedes ser de Jharkhand y no conocer nuestro grupo? Somos la organización naxalita más grande de la región. Y luchamos para abrirle los ojos a gente como tú.

—¡Pero si ya los tengo abiertos!

—¡Ja! ¿Cómo puedes llamarle a esto tener los ojos abiertos? Vuestras vidas están controladas por los ricos imperialistas. Os hacen trabajar y os pagan una miseria. Os quitan la tierra y violan a vuestras mujeres. Vamos a cambiar todo eso.

—Sí —añadió el más joven—. Vamos a destruir esta sociedad burguesa vacía y corrupta y sus instituciones y las vamos a sustituir por una estructura completamente nueva. Vamos a crear una nueva India. Y queremos que nos ayudes.

—¿Ayudaros? ¿Cómo?

—Participando en nuestra revolución armada.

—¿Así que habéis venido a ofrecerme trabajo?

—Camarada Jiba, no somos un departamento gubernamental. No te estamos ofreciendo trabajo. Te ofrecemos un estilo de vida. La oportunidad de ser un héroe.

—¿Y qué tendría que hacer?

—Convertirte en un guerrillero revolucionario. Participar en la guerra de nuestro pueblo. Hasta te daremos un arma.

—No me gustan las armas. —Eketi negó con la cabeza—. Matan a la gente.

—Camarada Jiba, intenta comprenderlo —dijo el camarada Babuli impaciente—. Luchamos para que tu vida sea mejor. Dime, ¿qué es lo que más deseas en la vida?

—Una esposa.

—¿Una esposa? —El camarada Uday fulminó con la mirada a Eketi, como si hubiera cometido una herejía—. Nosotros intentamos organizar una revolución, ¿y a ti sólo se te ocurre pensar en una maldita esposa?

El camarada cuarentón intentó suavizar las cosas.

—No pasa nada. Camarada Jiba, comprendemos tus necesidades. En nuestra organización tenemos muchas chicas. Todas son jóvenes revolucionarias. Te encontraremos una esposa. Lo único que queremos que hagas ahora es considerar nuestra oferta. Te dejaremos algunos folletos. Échales un vistazo, y más adelante uno de los nuestros se pondrá en contacto contigo. ¿Camarada Uday? —Le hizo una seña a su colega más joven.

El camarada Uday rebuscó en su bolsa de yute y le entregó a Eketi un grueso fajo de folletos.

Eketi tocó el papel. Era bonito y satinado, como los folletos turísticos que había recogido en Varanasi, pero en éste se veían sangrientas imágenes de cabezas cortadas y hombres encadenados.

—No me gustan estas fotos. —Se estremeció—. Me van a dar pesadillas.

El camarada Babuli soltó un suspiro.

—¿Es que no hay nadie aquí que crea en nuestra causa? Eres la décima persona que hoy nos da calabazas. Pensábamos que al ser de Jharkhand al menos tú nos apoyarías.

El camarada Uday, sin embargo, no estaba dispuesto a darse por vencido.

—Mira, negro cabrón —le espetó—. Podemos hacerlo por las buenas o por las malas. Nos hemos cargado a cien policías en el distrito de Gumía. Si no cooperas con nosotros iremos a tu aldea y nos cargaremos a todos los miembros de tu familia. ¿He hablado clarito?

Eketi asintió temeroso.

—Así que ya puedes pensar en nuestra oferta. Volveremos a ponernos en contacto contigo en dos semanas. ¿Entendido?

Eketi volvió a asentir.

—Muy bien. Y otro consejo. —El camarada Babuli bajó la voz—. Más te vale no hablarle a nadie de nuestra visita.

—Pues de lo contrario, tu familia… —El camarada Uday se pasó el filo de la mano por el cuello.

—Salud, camarada —dijo el camarada Babuli, y levantó el puño al salir de la choza.

—Salud, camarada —dijo el camarada Uday, e hizo la V de victoria.

Kujelli! —dijo Eketi, y cerró la puerta. Decidió no hablarle a nadie de aquellos extraños visitantes.

Siguió viéndose con Champi cada día. Se sentaban en el banco y Eketi le relataba divertidas historias acerca de su isla, y Champi se reía como nunca se había reído. Pero lo más habitual era que estuvieran en silencio, compartiendo una comunión silenciosa. Su amistad no precisaba vocabulario. Crecía entre sus silencios.

La tarde del 20 de marzo Ashok llamó a Eketi a su habitación.

—Tengo un plan para conseguir la piedra sagrada. Escúchame atentamente. Dentro de tres días se celebra una gran fiesta en la granja. Será entonces cuando lo hagas.

—¿Y qué tendrá que hacer Eketi?

—Te he conseguido una camisa blanca y limpia y unos pantalones negros. Te los pondrás y entrarás en la granja por la puerta trasera a eso de las diez. Estarás más o menos una hora esperando en la zona boscosa, comprobando que todo vaya bien. Justo a las once y media te dirigirás a los garajes que te enseñé.

—¿No me cogerán?

—Lo dudo. Habrá tantos invitados, camareros y cocineros en la fiesta que no es probable que nadie se fije en ti, pero si alguien te pregunta, dices que eres el chófer del señor Sharma.

—¿Quién es el señor Sharma?

—No importa. Es un apellido muy corriente y es probable que en la fiesta haya algún señor Sharma. Verás que en el muro que separa los dos garajes está el conmutador del suministro eléctrico. Lo abrirás y sacarás el fusible. La casa se quedará sin electricidad y todo quedará a oscuras durante al menos tres o cuatro minutos. Entonces tienes que entrar en el jardín, ir al templo, hacerte con el ingetayi y volver a salir por la puerta de atrás. Es así de simple. ¿Crees que serás capaz de hacerlo?

—No. Eketi no sabe nada de fusibles.

—No te preocupes. Te enseñaré cómo has de hacerlo. Ven conmigo —dijo Ashok y lo llevó hasta la parte de atrás del templo. En una pared lateral estaba el conmutador eléctrico, dentro de un tablero de metal gris. Ashok abrió la puerta del tablero y Eketi vio varias hileras de relucientes interruptores eléctricos.

—Esto es lo que tienes que hacer. —Ashok señaló el primer fusible—. Sólo tienes que agarrar esta cosa blanca de aquí y tirar de ella.

Eketi la tocó con cautela.

—No te preocupes, no te electrocutarás. Y ahora simplemente tira de ella.

Eketi tiró del fusible y de repente todas las luces del templo se apagaron.

—Ahí lo tienes —dijo Ashok con una sonrisa. Le quitó de las manos el fusible a Eketi y volvió a colocarlo, con lo que se restableció el suministro eléctrico.

—¿Puede Eketi volver a probarlo? —preguntó el indígena, tirando del fusible una segunda vez. Batió palmas cuando el templo volvió a sumirse en la oscuridad, antes de volver a colocarlo.

—Esto no es un juego, idiota —le reprendió Ashok.

Cuando volvieron a la habitación del funcionario, Eketi expresó otra duda.

—Has dicho que tengo que quitar el fusible a las once y media. ¿Pero cómo sabrá Eketi que son las once y media? No tenemos reloj.

—Yo sí —dijo Ashok, y sacó un pequeño despertador de su maleta—. Ya está puesto a las once y media. Cuando oigas sonar la alarma sabrás que es la hora. Quédatelo.

El indígena se metió el despertador en el bolsillo.

—Cuando Eketi esté en el bosque, ¿dónde estarás tú? ¿En la granja?

—Estaré aquí mismo, en mi habitación, esperando a que regreses con la piedra —dijo Ashok.

—¿Qué? ¿Mandas a Eketi a la granja solo?

—Sí. Es tu piedra sagrada. Es tu ceremonia de iniciación. En esta misión estás totalmente solo. Si alguien te pregunta, no me conoces y yo no te conozco. Prométeme que si algo va mal y te cogen, no darás mi nombre.

—Eketi lo jura por la sangre del espíritu —dijo solemnemente el indígena—. ¿Pero prometes tú también que devolverás a Eketi a su isla después de que haya recuperado el ingetayi?

—Lo prometo solemnemente. Yo mismo te acompañaré.

El indígena no dijo nada y se tocó la mandíbula.

—¿Puede Eketi llevar a alguien con él?

—¿A alguien? ¿A quién?

—A Champi.

—¿Esa chica coja y ciega?

—No está ciega. Vosotros estáis ciegos.

—¿Es que no ves que es la chica más fea de la ciudad?

—Es mejor que todos vosotros juntos. Eketi quiere casarse con ella.

—¿De verdad? ¿Sabes cómo os llamaría la gente? ¡El señor y la señora Bichos Raros! —dijo Ashok, y se echó a reír. Sólo se contuvo cuando vio que en los ojos de Eketi comenzaba a brillar una inexplicable amenaza. Aquella noche había algo sombrío y nocturno en el indígena. Ashok decidió seguirle la corriente—. Muy bien. Conseguiré un billete para ella. Y ahora vete a dormir. Sólo faltan tres días para el 23 de marzo. Y tienes trabajo.

Aquella noche tenía una cualidad mágica, casi onírica. Eketi estaba tendido en el suelo, pensando en Champi y en su isla. Consideró la posibilidad de convertirse en hechicero a su regreso a Gaubolambe. Todo dependía de si Nokai tenía una cura para la ceguera de Champi. Si el hechicero no la tenía, él mismo tendría que buscar una.

De repente oyó el crujir de unas pisadas y enseguida se puso en guardia. Un poco después oyó a varias personas levantando la voz en la casa de al lado. Parecía que algo ocurría dentro de la choza de Champi.

Y a continuación oyó un grito desgarrador. Al instante supo que era Champi. Como si fuera un elefante enloquecido, salió de su choza e irrumpió por la puerta de atrás de la casa vecina. Parecía haber sido atravesada por una tormenta. Habían volcado el colchón. Vio a Munna, el hermano de Champi, despatarrado en el suelo, y a la madre de Champi inconsciente en un rincón. Champi llevaba un salwar kameez verde, y con los brazos aporreaba a un hombre de baja estatura vestido con una reluciente camisa color crema, mientras un hombre alto y enjuto de pantalones negros presenciaba la escena.

Con un terrible rugido se abalanzó contra el hombre que importunaba a Champi, lo agarró por el cuello y lo levantó dos palmos. Comenzó a retorcer el cuello del hombre hasta que los ojos comenzaron a salírsele de las órbitas. El hombre alto abrió un cuchillo Rampuri y dio unas estocadas al aire. Eketi arrojó al bajito sobre la mesa de madera, que se hizo astillas con el impacto, y avanzó hacia el alto como si el cuchillo que tenía en la mano no fuera más que un trozo romo de madera. El alto le lanzó un navajazo y una fina línea de sangre apareció en el chaleco del indígena. Pero éste siguió avanzando, haciendo caso omiso de su herida, los labios doblados en un gesto salvaje. Le arrebató el cuchillo al hombre alto y abrió la boca enseñando su perfecta dentadura blanca, para a continuación hundirla en el hombro izquierdo del hombre. Entonces fue el alto quien soltó un grito de dolor. Mientras tanto, resollando, el bajito se había puesto en pie. Con la cabeza acometió la espalda de Eketi, lo que hizo que éste perdiera momentáneamente el equilibrio. Pero, en lugar de aprovecharse de esa pequeña ventaja, los dos hombres salieron pitando de la choza antes de que Eketi pudiera volver a ponerse en pie.

Champi todavía estaba encogida en un rincón cuando Eketi la levantó, la cogió en brazos y la sacó de la choza. Se sentó en el banco que había debajo del gulmohar y emitió unos sonidos de consuelo mientras Champi se abrazaba a él, temblando como una hoja.

—Sácame de aquí, Eketi, sácame de este lugar. Quiero marcharme contigo. Quiero casarme contigo. No quiero seguir más tiempo aquí —dijo entre sollozos.

—Shhh…, no digas nada.

—Me da igual que Nokai me cure la ceguera o no. Quiero vivir contigo en tu isla. Para siempre.

—Dentro de dos días te llevaré conmigo. Hasta entonces ponte esto. —Se desanudó la cuerda negra de la que colgaba la mandíbula y la colocó alrededor del cuello de Champi—. A partir de ahora Puluga te protegerá de cualquier daño.

—¿Y tú?

—No te preocupes por mí. El ingetayi me protegerá. Pronto lo recuperaré.

—¿Y dónde está?

—En una granja que pertenece a alguien llamado Vicky Rai.