13. EL PROYECTO CENICIENTA

8 de agosto

He mandado a Bhola a Patna para que recoja a Ram Dulari —mi doble— y me muero de impaciencia por verla.

9 de agosto

Rosie Mascarenhas ha anunciado en las noticias de hoy que La casa de los famosos, un clon de Gran Hermano, me ha pedido que participe en su próximo reality show, que empieza dentro de seis meses. Ha insistido para que aceptara.

—Ya sabes que la carrera de Shilpa Shetty ha cobrado un nuevo impulso después de ganar Gran Hermano. Ahora toma el té con la reina de Inglaterra, conoce a primeros ministros y le dan doctorados honoris causa. Incluso se habla de hacer una película biográfica sobre ella.

—Pero mi carrera no necesita ningún impulso —le he dicho—. De todas maneras, un poco más de publicidad no puede hacerte daño. Todas las actrices de Bollywood se mueren por entrar en La casa de los famosos, y yo te lo pongo en bandeja. El guión está bastante bien. Quieren que te pelees con otra concursante y abandones el programa enfurruñada. En una semana habrás salido de la casa, pero la publicidad durará meses.

—¿Pero eso no era un reality show? —he preguntado.

—Y lo es —ha dicho mi representante—. Pero nadie lo sabrá.

—¿No crees que la vida es demasiado corta para aburrirnos de esta manera? —le he dicho, y le he dado orden de que rechace la oferta.

Los reality shows se presentaron como la gran esperanza de la era digital. Un nuevo género que presentaría a gente real en situaciones reales, gente que soltaría carcajadas reales y derramaría lágrimas reales. Pero ha sido presa de la fácil tentación de la programación preparada, degenerando en una charada ajustada a un guión controlado por las cadenas de televisión, en la que los concursantes derraman lágrimas falsas y tienen rabietas fingidas para arrancar un mínimo interés a los televidentes hastiados. ¿Y por qué culpar a los televidentes? Hoy en día todo el entretenimiento está prefabricado. Incluso la guerra. No es de extrañar que la muerte haya perdido su capacidad de impresionarnos.

Por eso espero a Ram Dulari con tanta impaciencia. En un universo en lo que todo es predecible y está amañado, sólo ella podría tener la capacidad de sorprenderme.

10 de agosto

Ram Dulari ha llegado hoy de Patna.

Bhola, que la acompañaba en el tren, parecía estar estupefacto. Ha dicho que tuvo que pellizcarse para estar seguro de que no era yo. Incluso el vigilante que hay abajo ha saludado a Ram Dulari creyendo que era yo que volvía de rodar una película.

El parecido desde luego es inquietante. Es delgada, es un poco más estrecha de caderas que yo, y su estatura es exactamente la misma que la mía: un metro sesenta. Era como si me viera a mí misma en el espejo.

Sólo he rodado una película en la que tuviera dos papeles, y en ella interpretaba a dos gemelas idénticas. Pero al verme al lado de Ram Dulari me he preguntado si el arte imita a la vida o la vida imita al arte. Ahí estábamos, Seeta y Geeta, Anju y Manju, Ram y Shyam,[15] juntas en el mismo fotograma. Podía golpear a mi gemela idéntica, tirarle del pelo, darle la mano o pintarle labios sin tener que recurrir a los efectos especiales.

La pobre chica temblaba, no sé si de agotamiento o miedo. Vestía un harapiento sari verde, probablemente el mismo que llevaba cuando se sacó la foto, y su única posesión era una maltrecha maleta color habano que sin duda contenía harapos parecidos. Así que la he llevado al pequeño dormitorio que hay junto al mío, le he dado un par de saris viejos y le he dicho que viviría en mi casa. Se le han puesto los ojos como platos al ver la opulencia de la habitación y ha caído a mis pies, sollozando de gratitud.

Por la noche ha entrado en mi habitación sin previo aviso, se ha sentado en la alfombra y ha comenzado a masajearme las piernas. Le he dicho que eso no era necesario, pero ha insistido. Ha estado una hora entera frotándome los pies, y al final he tenido que obligarle a parar, momento en el cual se ha puesto a fregar los azulejos de mi cuarto de baño.

Un poco después, cuando le he llevado la cena a su habitación, la he encontrado dormida en el suelo, acurrucada en posición fetal. Al ver la inocencia infantil de su postura, en mi interior ha brotado una emoción extraña, indefinible, una mezcla de ternura y piedad. Me he sentado junto a ella en la alfombra y le he acariciado suavemente el pelo. Mientras lo hacía, me he visto transportada a las polvorientas callejas de Azamgarh y a la inocencia soñadora de mi propia infancia.

No obstante, me pregunto qué haré con ella.

12 de agosto

Seguía preguntándome qué hacer con Ram Dulari cuando la cuestión se ha resuelto sola. Shanti Bai, que ha sido mi cocinera Maharashtrian Brahmin durante los últimos tres años, se ha quedado embarazada y ha dejado el trabajo de repente. Ram Dulari ha ocupado el puesto de inmediato. Me ha preparado un poco de kadhi y sooji ka halwa para almorzar. He saboreado con intenso placer esos platos olvidados durante tanto tiempo. La comida no sólo estaba riquísima, sino que me ha evocado lo que cocinaba mamá, el auténtico sabor de Uttar Pradesh y Bihar.

Al igual que yo, Ram Dulari es vegetariana. Al parecer, encontrarla ha sido una de las cosas más afortunadas que me han ocurrido.

24 de agosto

Ya han pasado dos semanas desde que Ram Dulari se instaló en mi casa, y me tiene totalmente seducida. Cuesta creer que exista en el mundo gente como ella. No sólo es una gran cocinera, también es una persona muy trabajadora, fiel y honesta que cree en los anticuados valores del deber y la lealtad. Pero su absoluto candor y su confianza ciega en todo el mundo también son preocupantes. Esta ciudad se la comerá viva.

Me recuerda muchísimo a mi hermana pequeña. He sido incapaz de hacer nada por Sapna, pero al menos puedo hacer algo por Ram Dulari. Es huérfana. La trataré como si fuera mu hermana de verdad.

26 de agosto

He estado pensando mucho en qué puedo hacer por Ram Dulari, y he tomado una decisión. Transformaré esta rústica belleza de pueblo en la encarnación de la finura y la sofisticación. Es imposible que se convierta en otra Shabnam Saxena, pero al menos puede hablar y caminar como yo. Y luego le buscaré un buen partido y le proporcionaré una espléndida boda.

Sé que no va a ser tarea fácil. No es más que una aldeana sin ninguna cultura. Pero veo en ella cierto atisbo de refinamiento. Después de todo es una brahmán de piel clara, no una persona vulgar de casta baja. Bien arreglada puede llegar a estar presentable. Tiene la voz áspera y chillona. Con la práctica, se puede suavizar y refinar. Es simplona y no tiene maldad. A través de la imitación se convertirá en una persona fina y educada.

También he encontrado un nombre perfecto para la misión de transformar a esa ingenua en una dama.

Lo llamaré Proyecto Cenicienta.

27 de agosto

He hecho venir a Ram Dulari a mi habitación y le he contado mi plan.

—Voy a convertirte en una persona nueva. Mírame. Te ofrezco la oportunidad de ser exactamente igual que yo. ¿Qué dices?

—Pero ¿por qué, didi? —me ha preguntado—. ¿Cómo es posible que una criada consiga ser igual que su ama? No está bien. Soy feliz como estoy.

—Pero yo no soy feliz viéndote como eres. —He puesto una mueca—. Si soy tu ama, tienes que obedecer mi voluntad.

—Sí, didi. —Ha inclinado la cabeza—. Lo que mandes.

—Bueno. Entonces empezaremos mañana.

28 de agosto

Hoy ha comenzado la primera fase de la transformación.

Se ha iniciado con un corte de pelo. Se han eliminando las largas trenzas negras de Ram Dulari, dejándole un peinado que mi estilista china Lori habría calificado de «media melena juvenil hasta los hombros».

Luego le he dado un ajustado vestido color rosa, el que yo llevé en International Moll, y le he dicho que entrara en el cuarto de baño y se lo probara. Es uno de mis vestidos más provocativos. La parte de delante es un corsé de encaje, y tiene unas rajas sexys en los muslos y una parte de abajo estilo falda pañuelo.

Habían pasado quince minutos y Ram Dulari aun no había salido del cuarto de baño. De manera que he llamado a la puerta, he entrado y casi me muero de risa. Estaba intentando ponerse el vestido por encima de su blusa y su combinación. Me ha costado Dios y ayuda hacerle entender que los finos tirantes del vestido, el abundante escote y la espalda al aire significaban que debajo no podía llevar sujetador.

—Vamos, quítate la ropa. —He chasqueado los dedos.

Se ha desabrochado la blusa y me he callado. Le he hecho seña de que también tenía que quitarse el sujetador. Todo el cuerpo le temblaba al desabrocharlo. Era uno de esos blancos y baratos de diez rupias que venden en la calle. Ha intentado cubrirse el pecho desnudo con las manos, pero yo se las he apartado.

Sus pechos son grandes y erguidos, con los pezones oscuros y puntiagudos entre una pequeña aureola. Calculo que debe de tener una talla noventa.

—Y ahora quítate la combinación —le he ordenado.

Se ha puesto a llorar.

—Por favor, no me pida que lo haga, didi —me ha suplicado.

Entonces he comprendido lo rara que era aquella situación. A alguien que entrara de improviso le habría parecido una escena sacada de una película de lesbianas. He cedido.

—Muy bien. Olvídalo. La verdad es que no te hace falta llevar ropa occidental.

Ram Dulari ha recogido su sari y su blusa y se ha ido corriendo a su dormitorio como si acabaran de violarla. He oído su llanto apagado.

He comprendido que sin duda alguna Ram Dulari es virgen. Ésa era la primera vez que se desnudaba delante de otra persona, y sólo su incuestionable lealtad hacia mí le ha hecho superar su inhibición natural.

¿Qué he hecho, arrancando a esta virgen aldeana de su villorrio y trayéndola a las pérfidas luces de la ciudad?

Pero mirémoslo desde otro punto de vista. Ram Dulari es un territorio virgen, una mente que aún no ha despertado, un cuerpo que aún no ha sido tocado. Es una tabla rasa a la espera de que yo la moldee a mi antojo. Una madre puede hacer eso con su hija —moldear su cuerpo y su mente a su imagen—, pero es algo que hay que hacer a conciencia, a lo largo de un período de diez o doce años. El Proyecto Cenicienta tendrá que alcanzar el mismo resultado en sólo diez meses.

Es posible que la Fase Uno haya sido un desastre sin paliativos, pero no todo está perdido. Simplemente he cometido un error de cálculo. Antes de transformar el cuerpo de Ram Dulari, debo transformar su mente.

30 de agosto

He comenzado dándole clases de inglés elemental. Por suerte, puesto que ha ido unos años al colegio, no he tenido que comenzar con la diferencia entre R-A-T y C-A-T. He pasado directamente a la construcción de la frase, sintaxis y gramática.

Es una alumna aplicada, perspicaz e intuitiva.

—Creo que tienes un gran potencial —la he felicitado—. Cada día te sentarás conmigo una hora y harás los ejercicios que te diga. Y ahora dime una frase en inglés, lo primero que se te pase por la cabeza.

—Me gusta que aprendo inglés —ha dicho de manera entrecortada, y yo he aplaudido encantada.

La Fase Dos parece estar encarrilada.

14 de septiembre

Filmfan dice que soy vanidosa. Citando a esa zorra de Devyani que me entrevistó para el último número: «Shabnam está enamorada de su propia belleza, deslumbrada por su tez clara de melocotón.» ¿Y qué? Soy hermosa, lo sé y el mundo lo reconoce. Todo este rollo de que una mujer ha de ser hermosa por dentro son chorradas, inventadas quizás por alguna periodista poco agraciada para esconder su propia fealdad. Preguntadle a una mujer feúcha cómo se siente por dentro; no hay brillo interior que pueda calentar los corazones de las chicas de piel oscura que soportan la vida sólo gracias a las promesas de la crema Fair & Lovely.

23 de septiembre

Hoy Ram Dulari ha sido capaz de leer un relato completo. Tres páginas enteras. ¡Hurra!

11 de octubre

Mi última película, Hello Partner, cuyo protagonismo he compartido con otras estrellas, no ha sido un gran éxito de taquilla. Según Trade Guide, es posible que la película pase sin pena ni gloria. Tampoco es que me haga muy desdichada. La película tenía que ser una plataforma de lanzamiento para Rabia, otra hija más de una estrella sin talento, y el director era un gilipollas desagradable que se ha llevado su merecido por cortar tres de mis escenas clave en el montaje final.

El Proyecto Cenicienta, por otra parte, va sobre ruedas. Ram Dulari ya sabe suficiente inglés para contestar a las llamadas telefónicas.

Albergo la sospecha de que tengo entre manos un diamante en bruto.

25 de octubre

Hoy me ha llegado una gruesa carta marcada como «Estrictamente Confidencial». Escrita con una letra infantil, comenzaba diciendo: «Mi queridísima Shabnam, creo que un amor como el nuestro es tan escaso como los dientes de gallina.»

Me he reído tanto que la carta se me ha ido de las manos y ha salido volando por la ventana. Ni siquiera me he molestado en recuperarla.

24 de noviembre

Sé que una actriz de Bollywood tiene que hacerse la tonta, sobre todo si es una bomba sexual. Los hombres no deben sentirse intimidados por su inteligencia. Pero ayer, en un programa idiota de la KTV sobre lo que patrocinan los famosos (todavía no entiendo por qué Rosie me mandó a ese programa), rompí la regla de oro.

El presentador, un hombrecillo de mediana edad, intentó atacar mi campaña a favor de PETA, la asociación que defiende que se dé un tratamiento ético a los animales.

—La gente como usted hace estas campañas sólo para obtener publicidad barata sin saber en realidad de qué van ni qué causa defienden —afirmó. Y a continuación, sin venir a cuento, me preguntó—: ¿Ha oído hablar de la bahía de Guantánamo?

—Sí —contesté—. Es una prisión militar de los Estados Unidos.

—Mal. Se halla en el extremo suroriental de Cuba. Y eso precisamente me da la razón. Ustedes, las tías buenas descerebradas de Bollywood, no tienen idea de lo que pasa en el mundo. Sólo les interesan la moda y las últimas tendencias en peinados.

A lo mejor sólo pretendía provocar, pero no pude soportar su condescendiente arrogancia, así que fui a por él.

—Muy bien, señor, ¿podría usted decirme qué película ganó la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes de este año? —contraataqué.

—Pues… no —contestó. No se esperaba aquella réplica.

—¿Debería concluir, entonces, que todos los presentadores son unos idiotas presuntuosos que sólo piensan en sí mismos y no saben nada de las artes?

—Eso es como comparar manzanas y naranjas —objetó—. Nosotros triunfamos gracias a nuestra capacidad; ustedes sólo porque tienen una cara bonita.

—Si ése fuera el caso, entonces todas las chicas que salen en el desplegable de Playboy deberían haber triunfado en Hollywood —contesté—. El cine no venera la belleza, venera el talento. —A continuación pasé a preguntarle por la filosofía de Martin Heidegger (no había oído hablar de él), la poesía de Osip Mandelstam (tampoco sabía quién era), las novelas de Bernard Malamud (la misma respuesta) y las películas de Ki-duk Kim (ídem). Al final del interrogatorio el muy capullo necesitaba una ratonera en la que meterse para no seguir con aquella vergüenza.

A Rosie no le hizo gracia.

—Prepárate, a partir de ahora Stardust te apodará doctora Shabnam —dijo muy seria, y se estremeció.

¿No es curioso que el máximo honor universitario sea el mayor insulto que te pueden dedicar en este glamouroso negocio?

15 de noviembre

Ahora estoy en Lucknow, la ciudad en la que pasé tres de los mejores años de mi vida. He venido con la compañía musical de Annu Sir para una actuación a beneficio de una fundación que trabaja con niños de la calle.

La primera vez que vine a Lucknow, hace seis años, acababa de salir de Azamgarh, y la capital de Uttar Pradesh me pareció la ciudad más grande del mundo. Tenía maravillosas librerías, atractivos mercados, elegantes jardines, y, por encima de todo, una pátina de elegancia y cultura. Me enamoré del adab y el tehzeeb de Lucknow, un cambio a mejor después de la tosquedad rústica de Azamgarh. Desde entonces, la gracia decadente de la ciudad ha conservado en mi imaginación una hermosa textura.

Ahora, en cambio, cuando llego a Lucknow, veo la ciudad a través del prisma de mis viajes por medio mundo. Comparada con Mumbai, Lucknow no da la talla como ciudad, y parece un sitio provinciano lleno de sordidez y miseria, del estrépito y el caos de la India de medio pelo. Pero siempre ocupará un lugar especial en mi corazón. La ciudad ha moldeado mi vida. Si Azamgarh fue el matadero de mis ambiciones, Lucknow fue la cuna de mis sueños. Es aquí donde aprendí a creer en mí misma, a tener aspiraciones, a volar alto.

La sala de Natya Kala Mandir estaba abarrotada de gente. En cuanto me presentaron como hija de Uttar Pradesh y producto de Lucknow, la multitud prorrumpió en un gran clamor. Los gritos resonaban por toda la sala como explosiones de cañón. Una niña me cogió de la mano y no me soltaba, y otra se desmayó cuando me vio de cerca. Me acordé de la noche en que vi por primera vez en Lucknow a Madhuri Dixit, la famosa actriz de los noventa, y su etérea belleza me dejó anonadada.

Pero hoy yo era Madhuri Dixit, el centro de atención de todas las miradas. La sala al completo había venido a verme bailar, pero yo estaba tensa y distraída. A lo largo de todo el espectáculo mis ojos no dejaban de pasearse por las filas delanteras, en busca de una cara familiar. Mis oídos se aguzaban en busca de una voz conocida. Azamgarh, al fin y al cabo, está sólo a doscientos veinte kilómetros de Lucknow, y yo tenía la infundada esperanza de que Babuji o mamá o quizás Sapna pudieran haberse enterado de mi visita y vinieran a verme. Pero en aquel mar de caras ninguna pertenecía a mi pasado, y mi mirada sólo se encontró con las mismas sonrisas lascivas y ojos lujuriosos que veo en cada espectáculo desde Agra hasta Ámsterdam.

Aquella noche saldé mi deuda con la ciudad, y no creo que vuelva nunca más.

31 de diciembre

En este último día del año, Rosie me ha traído un puñado de cartas escritas por un fracasado que se llama Larry Page. Lleva escribiéndome cinco cartas por semana desde octubre. Y lo que más me intriga es que es americano (o al menos eso dice).

El tipo está completamente majareta. Dice que yo le escribí haciéndome pasar por una tal Sapna Singh y que incluso prometí casarme con él. Ahora bien, por qué una actriz famosa iba a enamorarse de un patán como él es un reto al pensamiento. Ese pobre mentecato declara su amor por mí con frases como: «Por ti recorrería el infierno con unos calzoncillos de gasolina.»

También intenta enseñarme cosas de la vida. Un ejemplo: «Si la vida te da limones… haz limonada.» Otra perla: «La vida es como un sándwich de mierda: cuanto más pan pones, menos mierda tienes que comer.»

Pero basta ya de bromas. A Rosie le preocupa mucho que el tipo pueda ser un psicópata, y que antes de que me dé cuenta tenga que ir al Tribunal Supremo para conseguir una orden de alejamiento contra el señor Larry «Acechador» Page. Así que hoy le he dado orden a Bahadur de que cribe concienzudamente las visitas. Cualquiera con la más mínima pinta de americano verá prohibida la entrada y será llevado directamente a la comisaría de Andheri. También le diré a Bhola que hable con el comisario Godbole, sólo por si el psicópata tiene antecedentes.

¡Éste es el precio de la fama!

7 de enero

Ram Dulari ha resultado ser una alumna muy aventajada. Ahora es capaz de hablar inglés con la labia de un guía turístico. En la mesa consigue manejar el cuchillo y el tenedor con la finura de una marquesa. Es capaz de hacer un giro sobre unos zapatos de tacón de quince centímetros y de comer chop suey con palillos.

Tenía la esperanza de completar el Proyecto Cenicienta en diez meses. Ram Dulari lo ha logrado brillantemente en sólo cinco.

Esto merece una celebración.

13 de enero

Hoy me ha ocurrido un desastre. Cuando salía de la bañera después de haber estado un buen rato dentro, he resbalado y me he torcido el tobillo. No es que no pueda andar, es que no puedo ni cojear.

Desde esta mañana, Ram Dulari me ha estado aplicando una pomada en el pie y compresas calientes para rebajar la hinchazón. El doctor Gupte dice que tardará al menos diez días en curarse. Por suerte, la película de Guddu Dhanoa que tenía que empezar a rodar el 10 de enero ha quedado aparcada durante un tiempo, por lo que no ha hecho falta tramitar ninguna cancelación. Pero no podré asistir al estreno de mi última película, Amor en Canadá, que tiene lugar mañana en el cine IMAX. El productor es Deepak Hirani, mi padrino, por el que siento un inmenso respeto, y para él será un gran golpe que su primera actriz no aparezca en el estreno. Por desgracia, una actriz nunca puede aparecer escayolada, pues de lo contrario hubiera ido como fuera al estreno, aunque llovieran chuzos de punta.

Estaba a punto de llamar a Deepak para disculparme por no poder asistir cuando Bhola me lo ha impedido.

—Tengo una idea, didi.

—¿Cuál?

—¿Por qué no envías a Ram Dulari al estreno?

—¿Y eso de qué servirá?

—Quiero decir en tu lugar, haciéndose pasar por ti.

Le he dirigido a Bhola mi mirada más letal, la que utilizo con los productores que interpretan de manera demasiado liberal mi cláusula de que no me desnudo en las películas.

—¿Es que has perdido la chaveta? ¿Cómo Ram Dulari va a hacerse pasar por mí?

—Piénsalo un momento, didi. Es exactamente igual que tú. La misma estatura, la misma complexión, el mismo tono de piel. Una vez se haya puesto maquillaje y tu ropa, apuesto a que nadie será capaz de notar la diferencia.

—Pero todo el mundo sabe que no es más que una cocinera.

—¿Quién lo sabe, didi? Nadie. Ram Dulari nunca sale de casa. Ni siquiera el vigilante la ha visto.

En eso tenía razón. Habíamos mantenido a Ram Dulari escondida en casa como si fuera un secreto de familia.

—Te digo, didi, que es un plan perfecto. Ram Dulari asistirá al estreno, pero todo el mundo pensará que eres tú. El público estará contento. Deepak Sir estará contento, y nadie lo sabrá nunca.

Bhola era convincente, pero yo no lo tenía tan claro.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque yo iré con Ram Dulari, didi, estaré con ella todo el tiempo. No tiene que hacer gran cosa. Entraremos por la puerta de atrás para evitar a los admiradores. Se subirá al escenario para encender la lámpara y posar con el reparto para las fotos. Luego, cuando acabe la película, volveremos a salir por la puerta de atrás.

—Imagínate que alguien le hace una pregunta.

—Ram Dulari no abrirá la boca. Haré correr la voz de que te duele la garganta. Te digo, didi, que es un plan infalible.

Yo seguía teniendo mis dudas.

—Pero ¿y si sale mal? ¿Y si la descubren? ¿Y si Salman Khan o Akshay Kumar descubren que no es más que mi doble?

—Entonces fingiremos que todo era un truco. La película tendrá aún más publicidad. Deepak Sir desde luego no se quejará.

Era una locura, pero ya no me lo parecía tanto como antes.

—Muy bien —declaré—. De acuerdo. Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Tengo que verlo todo en vídeo.

—Muy bien. Te conseguiré la cinta.

14 de enero

Estaba perfecta. Yo misma no habría estado mejor. Sonrió cuando hubo que sonreír, encendió la lámpara con el toque justo de reverencia, permaneció perfectamente inmóvil para las fotos, no cerró los ojos cuando los flashes le dieron en la cara, supo dar la mano con el decoro de una princesa y estar en medio de las estrellas de Bollywood con la sangre fría de una auténtica celebridad.

Es una bendición que Ram Dulari no haya visto ninguna película en hindi. Cualquier otra chica se habría desmayado al estar tan cerca de Salman y Akshay. Pero ella no se dejó impresionar. Ella misma es una estrella. Creada por el Proyecto Cenicienta.

Azim Bhai, el coordinador de dobles de la película, también estaba en el estreno. Me dieron ganas de llamarle y decirle que yo había conseguido el mejor doble de todos, ¡y ni siquiera el cámara había sido capaz de distinguirlo!

16 de enero

Bhola es como uno de esos tigres que han probado la sangre. Hoy ha venido a verme con otra atrevida proposición. B. R. Virmani, el magnate de la industria textil, me ha pedido que me convierta en la imagen de marca de una nueva línea de tejanos que va a lanzar su empresa. Me ha ofrecido quinientas mil rupias por aparecer cinco minutos en la inauguración de la nueva tienda Liquid Jeans el viernes que viene, para lo que sólo faltan dos días.

—El relaciones públicas de Virmani es Rakesh Dattani. Le conozco muy bien. Me ha confiado que si no aceptas se lo ofrecerán a Priyanka, tu mayor rival. Y eso es algo que no queremos, ¿verdad? —ha dicho Bhola.

—Pero no puedo ir. Llevo la pierna escayolada.

—Te equivocas, didi. Puedes ir. —Me ha guiñado el ojo y ha señalado a Ram Dulari.

—Esto es una locura. ¿Cómo demonios crees que Ram Dulari puede enfrentarse a todos esos admiradores que abarrotarán la tienda?

—Es muy sencillo. Le diremos a Virmani que mantenga un estricto control de seguridad y no permita que los admiradores se le acerquen.

—¿Pero no tendrá que decir algo cuando corte la cinta?

—Sí. Sólo tres líneas. ¿Ram Dulari? —Le ha hecho un gesto.

—Estoy encantada de estar aquí. Me encanta Liquid Jeans. Y a vosotros también os encantará —ha entonado Ram Dulari. Aunque lo ha pronunciado rígida como un maniquí, la verdad es que no ha estado mal.

—Así que lo teníais todo preparado. Habéis estado conspirando a mis espaldas —me he quejado.

—No, didi, por favor, no culpes a Ram Dulari. Yo la he entrenado —ha dicho Bhola, contrito—. Le he hecho creer que seguíamos tus órdenes. Pero si no quieres que vaya, no irá. Tu confianza vale para nosotros muchísimo más de quinientas mil rupias.

Entonces he cedido.

—Venga, podemos utilizar este dinero para la boda de Ram Dulari. Pero no te olvides de mi cinta de vídeo.

18 de enero

He visto la cinta esta tarde. Ram Dulari ha vuelto a estar soberbia. Había al menos trescientas personas en la tienda, casi todas universitarios. Ram Dulari ha absorbido la adulación, los vítores y los aplausos como si fuera el maestro de ceremonias de un circo, y ha subido pavoneándose a la tarima, vestida con sus tejanos, como una modelo de pasarela. He detectado un atisbo de indecisión cuando estaba a punto de hablar, un leve temblor, pero no se ha atrancado. Y su voz se parecía muchísimo a la mía. Ha cortado la cinta como un político profesional y toda la sala ha prorrumpido en un aplauso ensordecedor.

Al ver la histeria de masas que Ram Dulari estaba generando, he tenido que recordarme que yo era Shabnam Saxena y ella sólo una impostora. Yo era la verdadera, y ella tan sólo una copia.

El único incidente ha tenido lugar cuando se marchaba. De repente, un grupo de adolescentes ha roto el cordón de seguridad y se ha abalanzado sobre ella. «Un autógrafo, por favor, Shabnamji», gritaban, poniéndole delante de la cara libros de autógrafos y trocitos de papel. Ram Dulari se ha quedado un momento helada y la cámara ha captado la expresión de su cara. Un cruce entre perplejidad y desconcierto, como una escolar que no sabe la respuesta en un examen. A continuación Bhola la ha agarrado por el brazo y se la ha llevado, seguida de los gritos de decepción de sus admiradoras.

20 de enero

—¿Qué es un autógrafo, didi? —me ha preguntado Ram Dulari mientras yo almorzaba.

—Es la única arma que olvidé colocar en tu armadura —reconocí.

—¿Me enseñarás a firmar autógrafos?

Así que le he enseñado a escribir su nombre y el mío: la ondulación de la S, la desigual simetría de la habna y la pequeña floritura al final de la M. Lo ha aprendido muy deprisa, y a los pocos días estaba firmando autógrafos de prueba con tal desenvoltura que he sentido la tentación de endosarle las estereotipadas cartas de respuesta de Rosie Mascarenhas.

—¿Por qué me mandas a esas funciones en las que finjo que soy tú, didi? —me ha preguntado cuando estaba a punto de retirarme aquella noche.

—Es un juego, Ram Dulari, sólo un juego —he replicado con cautela.

Durante un instante me ha parecido ver otra expresión en su cara, un cruce entre frustración y resentimiento. A continuación me ha sonreído y ha salido de mi dormitorio.

21 de enero

Ya casi se me ha curado el tobillo. Pero el doctor Gupte dice que debería seguir llevando la escayola otros tres días. Lo que significa que también me perderé la velada de los Premios Blitz de Cine, donde tengo que recibir el premio a la Mejor Actriz en un Papel Negativo por mi interpretación en Venganza de mujer.

Esta vez he sido yo quien ha decidido enviar a Ram Dulari. Ésta será su prueba definitiva. Si sobrevive a eso, sobrevivirá a todo.

La prepararé personalmente para enseñarle qué tiene que decir y hacer. Luego lo veré por televisión cuando retransmitan la entrega de premios.

24 de enero

Me he apoltronado en el sofá y he encendido la televisión de plasma. La retransmisión en directo ya había empezado, y una joven presentadora nos enseñaba la actividad que tenía lugar delante de Complejo Deportivo Andheri a medida que las estrellas aparecían en sus coches y posaban para las cámaras.

Cinco minutos después llegaba mi Mercedes plateado E500 y Ram Dulari se apeaba de él vestida con un sari muy sexy de color blanco que lleva una orla de lentejuelas. Su llegada ha levantado un clamor.

Yo estaba sentada en la cama, boquiabierta, viéndome pavonearme por la alfombra roja. Se me ha puesto la piel de gallina cuando he empezado a saludar con las dos manos y miles de admiradores enloquecidos se han puesto a salmodiar mi nombre. Miles de flashes me han estallado delante de los ojos y me han cegado mientras yo sonreía a las cámaras.

De nuevo, la interpretación de Ram Dulari ha sido intachable. No ha demostrado nerviosismo alguno al enfrentarse a veinte mil admiradores que no paraban de gritar. Al verla recoger mi premio, he sentido el mismo orgullo que debió de sentir Miguel Ángel por su David, Leonardo da Vinci por su Mona Lisa, y Nabokov por su Lolita. Ha sido la emoción de un artista que ve cómo su creación cobra vida. Pero la emoción que he sentido ha sido mayor que la de cualquier pintor o escritor, pues mi creación era mucho más que una estéril colección de palabras o una mancha de color en un lienzo. Era carne viva, no mármol muerto: un protoplasma que pensaba, respiraba y se movía. Estaba imbuido de la vitalidad y fluidez de la vida a la que todo arte aspira pero ninguno es capaz de reproducir.

—Acabamos de ver cuál es la estrella más grande de todas —ha dicho el presentador mientras la cámara recorría a los miles de admiradores que canturreaban: «Shabnam… Shabnam»—. Parece que éste es el año de Shabnam Saxena, a la que se ve más joven y guapa que nunca —ha añadido el presentador—. Y ha demostrado su versatilidad ganando el premio a la Mejor Actriz en un Papel Negativo. Y parece que en los años venideros va a obtener muchos más laureles y a conquistar muchos más corazones.

Los admiradores se han puesto frenéticos cuando Ram Dulari ha firmado un autógrafo sobre el pecho de un adolescente cuya camiseta proclamaba «I Shabbo» y la retransmisión ha congelado un momento la imagen.

El Maestro dijo: «La experiencia, en cuanto deseo de experiencia, nunca desaparece.» Mientras contemplaba aquella imagen congelada de mí misma, comprendí lo que significaba.

De repente me había liberado de la máscara de la celebridad, la máscara «que acaba devorando el rostro». Por primera vez podía contemplarme sin el lastre psicológico de contemplarme. He disfrutado de ver mi popularidad desde fuera, por así decir. Una emoción extraña, como una experiencia extracorpórea sin salir del cuerpo.

Aquella noche Ram Dulari había liberado a Shabnam Saxena.

Ram Dulari y Bhola regresaron a la una.

—Bien hecho, Ram Dulari, no has cometido ni un error. Has estado perfecta. De verdad que estoy orgullosa de ti —le dije con una sonrisa radiante.

Ram Dulari se me quedó mirando.

—Entonces, didi, ¿cuándo vas a enseñarme a actuar?

No me podía creer lo que oía. ¿Había perdido la cabeza? Inmediatamente puse mi expresión de profesor enfadado, la que utilizo con mis admiradores díscolos.

—El hecho de que te parezcas a mí no significa que puedas actuar como yo, Ram Dulari —dije en un tono que habría congelado el fuego.

—Sí que puedo, didi. Escucha esto —dijo, y de un tirón recitó algunos de mis diálogos de International Moll.

Debía de haberse pasado horas viendo los deuvedés de mis películas, pues fue una interpretación brillante. Pronunció el diálogo sin equivocarse. Y lo hizo poniendo la cantidad justa de emoción. Tuve que admitir que podía llegar a ser una actriz condenadamente buena. Los celos me estrujaron el corazón.

—Por hoy ya te has divertido bastante. Ahora ve y pon a remojar las judías para mañana —dije, e hice ademán de que se fuera.

En cuanto hubo salido de la habitación le lancé una mirada furiosa a Bhola.

—Basta. Ram Dulari no volverá a sustituirme nunca más. Creo que tanta adulación se le está subiendo a la cabeza.

—Sí, didi —admitió, avergonzado—. Ya no saldrá más.

Me pareció importante que a Ram Dulari se le recordara cuál era su auténtica posición en la vida. No era más que mi cocinera, y se había transformado en Cenicienta por voluntad mía. Y al igual que a Cenicienta se le acababa la diversión al llegar la medianoche, a ella también debía acabársele.

Mientras escribo esto, pienso: ¿qué debería hacer con ella? Es un juguete que he creado para mi propia diversión. Pero ¿qué haces con un juguete cuando te cansas de él? ¿Dónde arrojas una masa de protoplasma que piensa, respira y se mueve?

He intentado recordar lo que Gepetto había hecho con Pinocho, y entonces me he acordado de que, en la versión original, Pinocho había sufrido una muerte espantosa: lo ahorcaban por sus innumerables defectos.

15 de febrero

Hoy estaba en los Estudios Mehboob, en el rodaje de la última película de Sriram Raghavan, todavía sin título. Pero nadie parecía ser capaz de concentrarse en el trabajo. Había una extraña tensión eléctrica en el aire. Me he dado cuenta de que todo el mundo aguardaba el veredicto del caso de Vicky Rai.

A la hora de comer todo el equipo se ha reunido en la sala de proyección, y han conectado el proyector a la televisión por cable. Yo estaba en la caravana de maquillaje, y cuando he entrado en la sala he visto a Barkha Das poniendo una mueca de desagrado en la gran pantalla.

—Acabamos de recibir la noticia de la sala del tribunal. Vicky Rai ha sido absuelto por el asesinato de Ruby Gill —ha anunciado.

En el estudio se ha instalado un silencio de asombro. Nadie se lo podía creer. Por una vez, ni siquiera Barkha Das encontraba las palabras.

—Bueno, ¿qué puedo decir? Este veredicto es realmente terrible, aunque no del todo inesperado. Durante años, los ricos y famosos de la India han conseguido manipular la ley y salir impunes de numerosos casos de asesinato. Hoy Vicky Rai pasa a formar parte de esa lista. Al parecer, para el hombre corriente la justicia no es más que un sueño. Es un día triste, no sólo para la familia de Ruby Gill, sino para el indio de a pie.

Yo no conocí a Ruby, pero por alguna razón el veredicto me ha llenado de una extraña tristeza, como la que experimentas cuando te enteras de que un avión se ha estrellado en un país lejano.

16 de febrero

Resulta que es ni más ni menos que Jay Chaterjee el que da una fiesta en el Bar Athena para celebrar la absolución de Vicky Rai, y me ha enviado una invitación. Qué obscenidad. No sé qué me parece más preocupante: el hecho de que la gente celebre esta parodia de la justicia, o que alguien tan inteligente y artístico como Jay Chaterjee pueda tener amistad con un criminal como Vicky Rai. Esto ha sido una revelación. Incluso el Steven Spielberg de Bollywood parece tener los pies de barro.

He mandado una cortés nota de disculpa, sabiendo a ciencia cierta que eso podía perjudicar mi candidatura para protagonizar la próxima película de Chaterjee, para la que aún está buscando el clon de Salim Ilyasi. Pero tengo mis principios.

Por desgracia, también tengo mis límites. Hoy mismo, mientras estaba haciendo una sesión de fotos en Lonavala, un grupo de universitarios se me ha acercado.

—Vamos a mandarle una petición al presidente de la India solicitando que se repita el juicio de Vicky Rai. Nuestro objetivo es conseguir diez millones de firmas. ¿Querría usted firmar, Shabnamji? —me han preguntado.

—No —he dicho bastante abochornada—. No quiero meterme en política.

—Esto no tiene nada que ver con la política, señora —ha dicho un chaval de aspecto serio—. Tiene que ver con la justicia. Hoy ha sido Ruby. Mañana podríamos ser usted o yo.

—Estoy totalmente a favor de vuestra causa, pero no puedo poner mi firma —he dicho, y me he disculpado. Los estudiantes se han alejado abatidos.

Lo único que he hecho ha sido seguir el consejo de Rakeshji, mi secretario: no apoyar ninguna crítica al gobierno. Invariablemente se convierte para ti en una carga y el gobierno siempre puede tomar represalias. ¿Quién quiere que le hagan una inspección de Hacienda o le retengan el pasaporte?

En cualquier caso, dudo que alguna vez corra el mismo destino que Ruby Gill. Como dijo Barkha, los ricos y famosos siempre salen impunes de las acusaciones de asesinato, pero no se matan entre ellos.

17 de febrero

Me voy tres semanas a Australia para rodar tres secuencias musicales con Hrithik para la película de Mahesh Sir Metro. Es mi primera visita a Australia, y estoy impaciente por ver todos los lugares de los que tanto he oído hablar.

Ram Dulari estará sola en casa, y he dado orden a Bhola de que vigile atentamente la casa y a ella.

20 de febrero

Es posible que Sidney sea la ciudad más impresionante del mundo. Ver por primera vez el Teatro de la Ópera y el Puente de la Bahía ha sido un momento mágico. En Bondi Beach probablemente haya más cuerpos bronceados que en ninguna otra playa del planeta. Y los australianos son gente que sabe divertirse de verdad.

Me lo estoy pasando bomba.

Es especialmente divertido ver a todas esas chicas australianas rubias y de ojos azules meneando las caderas al unísono conmigo mientras suena una banda sonora en hindi. En Bollywood se ha convertido en algo casi obligatorio que en cada película haya al menos una canción con algunos bailarines blancos firang siguiendo los frenéticos bailes de los actores indios de piel morena. En una secuencia musical concreta que hemos filmado hoy, unas bailarinas australianas rubias tenían que postrarse a los pies de Hrithik, seguirle a cuatro patas, jadeando y resoplando como perras en celo, e implorarle un beso.

¿Es eso lo que llaman colonialismo al revés?

4 de marzo

Hoy ha tenido lugar un episodio bastante interesante. Un hombre de pelo plateado y rostro curtido que se hace llamar Lucio Lombardi ha venido a verme a la suite de mi hotel. Hablaba un inglés excelente y afirmaba ser el director comercial de un príncipe árabe cuyo nombre se me escapa.

Le he preguntado qué le traía a Sidney. Ha dicho que el príncipe estaba dispuesto a pagarme cien mil dólares si accedía a pasar una noche con él el día de su cumpleaños, que es el 15 de marzo. Iría a Londres en su jet privado, me alojaría en el Dorchester, pasaría una noche con el príncipe y el 16 de marzo me llevarían de vuelta a Mumbai.

El señor Lombardi me ha explicado todo esto con ese tono afable con el que los directores me cuentan un guión. Parecía un hombre con dinero y relaciones, pero no contaba con el temperamento de una diva india.

—Debo decirle que su proposición me parece intolerablemente ofensiva —he estallado—. Ese príncipe suyo, ¿quién se cree que soy? ¿Una puta barata?

He fingido ofenderme por el poco tacto de Lombardi, pero no estaba ofendida. Sé que en la mente de los hombres ocupo ese lugar indeterminado entre puta y esposa. A una esposa se la puede seducir, a una puta se la puede comprar. A una actriz como yo sólo se le pueden hacer proposiciones deshonestas. Y eso es precisamente lo que ha hecho Lombardi.

El italiano no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta. Ha sido muy insistente, y ha aumentado la oferta a doscientos mil dólares, y luego a trescientos, y al final ha subido hasta el medio millón, añadiendo que estaba dispuesto a pagarme el cincuenta por ciento al momento, en efectivo.

Al final ha sacado el último as que le quedaba en la manga, una foto del príncipe. Me lo había imaginado como un feo tullido con alguna enfermedad venérea, pero la foto de papel satinado que me ha enseñado era la de un joven robusto vestido con una de esas túnicas holgadas hasta los tobillos que llevan los hombres árabes, rematada con un tocado a cuadros. Tenía la cara alargada, de piel clara, dominada por un tupido bigote castaño.

He tenido que admitir que el príncipe era apuesto (aunque de una manera afeminada) y que medio millón de dólares era una cantidad importante. He hecho mis cálculos. Lombardi me ofrecía veinte millones de rupias por actuar una noche.

Ya tengo casi sesenta millones de rupias en el banco. Pero he tardado tres años y medio en conseguirlas. Y ahora me ofrecía un tercio de esa cantidad por sólo una noche de trabajo.

¿Y qué significa en realidad «una noche»? Significa, esencialmente, dos sesiones de sexo (ni siquiera el príncipe tendrá aguante para una tercera). Esto se traduciría en un máximo de veintidós minutos. De manera que ganaría 22.727 dólares por minuto. Y eso son 378 dólares por segundo. ¡Uau! Si lo calculamos por segundos, es probable que sólo Mohamed Alí ganara más, pero también es verdad que él salía magullado y aporreado del ring. Y yo a lo mejor incluso lo pasaba bien.

Aun así, he dicho que no.

Lombardi parecía abatido.

—Está usted cometiendo un error, señorita Saxena, al no aceptar esta generosísima oferta. ¿Quizás le preocupa que llegue a saberse? Le aseguro que somos de lo más discreto.

—No —he dicho.

—¿Entonces se trata de algún tipo de moralidad caduca? ¿No conoce el proverbio italiano que dice que por debajo del ombligo no existe la religión ni la verdad?

—No estoy en venta, señor Lombardi, y le puede decir eso a su príncipe —he dicho, y he cerrado la puerta.

Puede que por debajo del ombligo no existan la religión ni la verdad, pero detrás de la frente hay algo que se llama cerebro. Al rechazar al príncipe, lo único que hago es aumentar su deseo. ¡Confío en que para su próximo cumpleaños se muera por ofrecerme un millón de dólares!

Entonces igualaremos la oferta de la película Una proposición indecente.

Me pregunto por qué todavía no hemos hecho un remake en hindi.

8 de marzo

¿Cómo se puede empezar a relatar el peor día de mi vida?

Intuí que algo iba mal en el momento en que mi vuelo procedente de Singapur aterrizó a las ocho de la tarde y Bhola no apareció en el aeropuerto para recogerme. Sólo estaba Kundan y el Mercedes.

—¿Dónde está Bhola? —le he preguntado al chófer.

—No lo sé, señora. No le he visto en una semana. Ha sido Rakesh Sir quien me ha dicho que la recogiera en el aeropuerto.

Media hora más tarde, cuando hemos llegado al piso, estaba a oscuras. He encendido la luz y he dejado escapar un grito ahogado. La casa estaba hecha un desastre. Habían volcado los sofás de la sala, mi hermoso jarrón de cristal Waterford estaba hecho añicos en el suelo. Del comedor llegaba un hedor a carne, y me he quedado de una pieza al ver envases de comida para llevar con restos de chile de pollo y cerdo agridulce encima de la mesa, rodeados de finos hilos de chow mein. Una pirámide de ollas y sartenes sucias me ha saludado en la cocina, donde la sartén de hierro estaba tirada en un rincón.

Pero el mayor desastre lo he encontrado en mi dormitorio. Habían arrancado las sábanas de la cama y desgarrado con saña el colchón. Habían abierto los cajones y todos los armarios. Por encima de la alfombra se desperdigaban papeles, horquillas y ropa. En mi tocador no había nada y se habían llevado toda mi colección de perfumes y cosméticos. He ido corriendo al vestidor, en cuyo armario empotrado hay una caja fuerte. Pero no me hacía falta correr. La pesada puerta metálica de la caja había sido abierta con un soplete y no quedaba más que un agujero vacío. Por suerte guardo casi todo mi dinero y mis mejores joyas en una caja de seguridad del banco HSBC, pero aun así he perdido casi cien mil rupias, unos tres mil dólares, quinientas libras y algunos euros, un collar de esmeraldas y un reloj Breitling. Pero mucho más me ha afectado descubrir que toda mi colección de zapatos y bolsos había desaparecido del armario. Mis Manolo Blahnik y Christian Louboutin, mis Balenciaga y Jimmy Choo, se lo habían llevado todo.

Mientras contemplaba el desastre del vestidor, he tenido el escalofriante pensamiento, que me ha llegado como un golpe en el estómago, de que habían entrado unos ladrones en el piso, lo habían registrado y se habían llevado todo lo que había de valor después de comer tranquilamente comida china y matar a Bhola y a Ram Dulari.

Me he quedado inmóvil, rodeada por el frío silencio de la casa, intentando reunir el valor suficiente para abrir la puerta del baño y descubrir sus dos cuerpos magullados y abotagados flotando en una bañera llena de un líquido carmesí. ¡Mi bañera!

He sido incapaz. De manera que he vuelto al dormitorio y he cogido el teléfono de la mesilla para llamar a la policía. Ha sido entonces cuando he descubierto un mensaje escrito a mano pegado al auricular. «Antes de que llames a la policía», decía con una letra que me era vagamente familiar, «echa un vistazo a la cinta de vídeo que hay en el cajón inferior de la derecha de tu tocador.»

He ido corriendo hasta el tocador y he abierto el cajón inferior derecha. Había una cinta de vídeo, negra, sin etiqueta alguna. Ese mismo anonimato la hacía parecer levemente amenazante.

Por alguna razón, los ladrones no se habían llevado los aparatos electrónicos del piso. La televisión de plasma, el deuvedé y el aparato de alta fidelidad estaban intactos. Con las manos temblorosas he introducido la cinta en el reproductor y he encendido la tele. No me habría extrañado encontrarme el cadáver de Ram Dulari flotando en la bañera, pero lo que he visto no me lo esperaba de ninguna manera. Había una bañera, desde luego, pero la única persona que flotaba en ella era yo, y estaba completamente desnuda.

Los veintidós minutos de duración del vídeo me mostraban remojándome en la bañera, jugando con la alcachofa de la ducha, soplando las pompas de jabón de mi cuerpo, todas esas cosas que una chica solitaria hace en el cuarto de baño.

Me he quedado horrorizada al pensar que una cámara había filmado todas esas imágenes de mí. Pero lo más preocupante ha sido el hecho de que se habían tomado desde mi propio cuarto de baño.

He abierto la puerta del baño y he mirado en el interior. En la bañera no se veía ningún cadáver. Sólo reinaba un silencio sobrenatural, roto únicamente por el gotear metronómico de las gotas del grifo. He levantado la mirada hacia los focos empotrados del techo. A primera vista todos parecían iguales, pero en el del medio, el que quedaba justo encima de la bañera, he distinguido el brillo líquido de la lente de una cámara.

He vuelto al dormitorio y he examinado otra vez la nota. De repente he reconocido la letra. Era la de Bhola. Había intentado disimularla, pero las tes la delataban.

Entonces me he dado cuenta del montaje. Bhola había instalado cámaras en mi dormitorio y en el cuarto de baño, me había estado grabando en secreto durante casi nueve meses y había acumulado Dios sabe cuántas cintas. Aprovechando mi ausencia, había saqueado la casa, revolviéndolo todo para que pareciera que había sido obra de ladrones, y ahora me amenazaba con hacer públicas las cintas si acudía a la policía.

Este hombre, Bhola, que me llamaba hermana, se ha convertido ahora en un chantajista. Y ha elegido bien su objetivo. Nadie podría comprender mejor que yo la apurada situación en que me hallo. El atractivo de una bomba sexual reside en mantener oculto el sexo. Al igual que a una mujer en ropa interior se la considera más sexy que a una desnuda, cuando la excitación desciende al porno se acaba la mística. Toda la industria del cine indio se basa en el concepto de la excitación casta. Puedes mostrar un escote aquí, un atisbo de muslo allá, pero nunca la cosa en sí. Las actrices de Bollywood pueden ser sexys, pero siempre han de ser decentes.

Sabía que si la cinta se hacía pública, destruiría mi reputación, y que mi carrera caería en picado y ya no habría manera de remontar. Sabía que no podía ir a la policía.

He intentado llamar a Bhola a su móvil, pero no ha contestado. «El abonado al que ha llamado ya no está disponible», decía un mensaje grabado. Probablemente Bhola ya se había comprado un móvil nuevo. A lo mejor ya ni siquiera estaban en la India.

¿Cómo he podido cometer el tremendo error de tener de secretario a una serpiente venenosa? Pero ya no tiene sentido lamentarse. Como dice el Maestro, nunca cedas al remordimiento, pues eso no sería más que añadir una segunda estupidez a la primera.

Sólo hay otra pregunta que me ronda por la cabeza. ¿Qué le ha hecho Bhola a la pobre Ram Dulari?

12 de marzo

Han pasado cuatro días desde que Ram Dulari fue secuestrada. Creo que está muerta. Lo siento en los huesos. Bhola la ha matado, ha cortado el cadáver en pedacitos, los ha metido dentro de un saco, ha introducido una pesada piedra en el interior y lo ha arrojado al océano, donde probablemente descansa con los peces.

Como os dirá la policía, existe un límite temporal para encontrar a personas desaparecidas. En el momento en que se rebasa ese límite, las oportunidades de encontrar vivo al rehén disminuyen de manera drástica. Compadezco a los padres que mantienen la esperanza de recuperar a su hijo secuestrado después de meses, incluso años.

En la vida se trata de minimizar pérdidas y pasar página. Como he hecho yo.

Ram Dulari R.I.P. Bhola P.E.I. (Púdrete en el Infierno. Con el tiempo.)

13 de marzo

El productor «Tetas» Luthra, más conocido como el rey del porno blando de Bollywood, ha venido a verme hoy. Es un hombre rollizo y corpulento que resuella al hablar, y puede presumir de haber conseguido cuatro éxitos seguidos.

—Bueno, Shabnam, ¿podemos empezar a rodar el 15 de abril? —me ha preguntado con su voz sin resuello.

—A rodar ¿el qué?

—Mi película, Sexy Número Uno.

—Luthra sahib, ya te dije hace seis meses que no voy a hacer tu película. No me sentía cómoda con todas esas escenas de besos y bañeras que querías.

—Pero luego cambiaste de opinión. Ya te he pagado cinco millones por adelantado. Y en efectivo.

—¿Cinco millones por adelantado?

—Sí. El mes pasado tu secretario Bhola me comunicó que aceptabas y dijo que necesitabas el dinero inmediatamente. Incluso me dio las fechas de abril y mayo. La producción comienza dentro de un mes. Le pediré a Jatin que comente contigo la cuestión del vestuario. Será más bien escaso, como sabes, pues este guión exige que se vea algo de carne. Te aseguro que todas tus tomas se filmarán de manera muy estética.

La cabeza ha comenzado a darme vueltas. ¿Bhola había cobrado cinco millones en mi nombre y me había metido en una sórdida película de serie B?

—Lo siento, pero tiene que haber una confusión. En ningún momento he autorizado a Bhola a aceptar tu proyecto. Y quien se encarga de programar las fechas es Rakeshji, no Bhola.

—¿Pero qué dices, Shabnam? Si hasta has firmado el contrato, basándome en el cual te di el anticipo.

—¿Contrato?

—Sí, aquí lo tienes. —Ha abierto su maletín y me ha entregado un documento mecanografiado. Era mi contrato habitual, en el que faltaba de manera prominente la cláusula que dice que no aparezco desnuda. Al pie del documento estaba mi firma y la fecha: 17 de febrero, el día que me fui a Australia.

Miré la firma. Yo no había firmado ese contrato, pero la firma parecía auténtica. Y entonces caí en la cuenta. Bhola debía de habérselo dado a Ram Dulari para que lo firmara. Si su firma le quedaba perfecta en los autógrafos, también podría falsificarla para firmar un contrato.

—Mire, señor Luthra, definitivamente no voy a hacer su película —he dicho de manera terminante.

El productor se ha enfadado.

—Entonces te demandaré por incumplimiento de contrato —ha dicho con su voz sin resuello.

—Estoy segura de que podemos resolver esto de manera amistosa. Estoy dispuesta a devolverle el dinero si usted está dispuesto a romper este contrato. Y como gesto de buena voluntad, apareceré gratis en su película durante dos minutos.

Se lo ha pensado.

—De acuerdo, pero con una sola condición. Que me devuelva el dinero mañana. Los cinco millones. En efectivo.

—Se lo prometo. Iré al banco a primera hora de la mañana.

He exhalado un suspiro de alivio por haber podido rescindir este arriesgado contrato. No me esperaba que Tetas aceptara tan fácil. Pero sabe que podrá encontrar a muchas chicas dispuestas a aceptar un papel en chhote kapde —ligeritas de ropa, el eufemismo que se utiliza para desnudos aprobados por la censura— que cobrarán sólo una décima parte de mi caché. La industria del cine está llena de adolescentes dispuestas a desnudarse a la primera de cambio. Se pondrán cualquier vestuario que el productor les dé, harán un baile de stripper que haría sonrojarse a cualquier profesional de Las Vegas y se pasearán a cuatro patas con unos pantis color carne.

14 de marzo

El director del banco, un caballero muy bien vestido, me ha dado una bienvenida bastante menos cordial que en ocasiones anteriores. Le he solicitado retirar cinco millones en efectivo de mi cuenta. Ha puesto una sonrisa gélida y ha dicho que el banco no me podía conceder un descubierto tan grande.

—¿Un descubierto? ¿Para qué necesito un descubierto si tengo un montón de dinero en el banco?

—Se le olvida, Shabnamji, que el 16 de febrero vino aquí y retiró todo el dinero de su cuenta, incluso el efectivo que tenía en sus depósitos a plazo fijo. Dijo que iba a transferirlos a otro banco.

—Pero… no es posible que hiciera eso. Hacía meses que no venía al banco.

—Vino usted personalmente con su secretario, el señor Bhola Srivastava. ¿No se acuerda de que estuvimos sentados en esta misma habitación y le expliqué que perdería los intereses de sus depósitos a plazo fijo? Usted firmó todos los impresos y recogió el dinero. A continuación se fue a su caja de seguridad y retiró todas sus pertenencias.

Cada palabra que decía el director del banco era como un martillazo en mi cabeza. Sesenta millones de rupias, esfumados. Todas mis joyas de oro, esfumadas. Mis monedas de oro de Dubai de 24 quilates, esfumadas. Mi colgante de platino, esfumado. Mi voz, esfumada.

—Yo… yo… yo no sé… cómo… cómo… cómo ha podido… pasar.

El director me ha lanzado esa mirada compasiva que la gente dedica a las personas que están en peligro inminente de ser enviadas a una institución mental.

He regresado al piso aturdida, le he dicho a Rakeshji que cancelara todos mis compromisos para ese día, y me he derrumbado en la cama.

Me he preguntado a cuántos otros productores les ha dado fecha Bhola para luego quedarse con su dinero. He paseado la mirada por los muebles que he conseguido volver a poner en su lugar. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que me llegue un aviso de desahucio y tenga que venderlo todo para pagar a mis acreedores?

En esencia, la vida es una guerra. Yo no puedo permanecer de espectador silencioso de mi propia ruina económica, de la destrucción sistemática de mi carrera. Iré a la policía y les contaré todo lo que ha hecho Bhola. Cómo me ha estafado, robado, obligado a Ram Dulari a hacerse pasar por mí, y que probable mente la ha matado.

Si la cinta de vídeo se hace pública, lo afrontaré. Sin duda me abochornará, pero no me destruirá. Y lo que no te destruye, te hace más fuerte. He decidido hacerle una visita al comisario Godbole, pero esperaré al 18 de marzo. No permitiré que la perfidia de Bhola me estropee el día de mi cumpleaños.

17 de marzo

Hoy cumplo veintitrés años. Productores y directores me han estado llamando todo el día para felicitarme. Me han llegado ramos a docenas; toda la casa apesta a rosas y lilas.

Rosie Mascarenhas me dice que ha llegado un diluvio de tarjetas de felicitación de mis admiradores. Ha contado al menos treinta mil, lo que ha roto todos los récords postales anteriores.

Esta noche Deepak Sir me ofrece una fiesta de cumpleaños en el Sheraton.

Incluso en medio de esa celebración, mi mente está teñida de tristeza. Porque nadie me llamará de Azamgarh para desearme un feliz cumpleaños. El primer año que pasé en Mumbai, el 17 de marzo estuve esperando junto al teléfono desde la mañana a la noche, con la infundada esperanza de que Babuji y mamá me llamaran, pero no ocurrió. Mi familia ha roto conmigo de una manera tan definitiva que probablemente ni siquiera recuerdan que es mi cumpleaños.

18 de marzo

Esta tarde me ha llegado un envío de DHL. Al abrirlo me he encontrado con un pequeño paquete, muy bien envuelto y adornado con cintas.

Al abrir el papel dorado me he quedado de una pieza. Porque en mi mano había otra cinta de vídeo, negra, sin tapa ni etiqueta. En la parte inferior de la cinta había pegado un pequeño Post-it. «Feliz cumpleaños, aunque con retraso. Si aún estás pensando en ir a la policía, mira esta cinta», decía la letra inclinada de Bhola.

He metido la cinta en el reproductor, pensando que vería la siguiente entrega de «Aventuras de una chica solitaria», pero lo que ha aparecido en escena me ha provocado una sacudida eléctrica en la espina dorsal.

En la cinta aparecía yo practicando sexo con un hombre. La cara del hombre no se veía, pero por su piel blanquecina y su panza peluda he sabido sin la menor duda que se trataba de Bhola. Las imágenes eran muy gráficas. Todo era tan explícito que me he quedado patidifusa. En comparación, la cinta de la bañera parecía una película de Disney.

La cinta dejaba claras unas cuantas cosas. Una, que Ram Dulari estaba vivita y coleando. Y dos, que era cómplice por voluntad propia de todos los delitos de Bhola. Cómo una tímida virgen se había metamorfoseado en una ninfómana desatada seguía siendo un misterio para mí, pero su traición me ha dolido más que la de Bhola.

Bhola y Ram Dulari, menudo equipo han formado. Son unos Bonnie y Clyde modernos y reales, descontrolados, poniendo la ciudad patas arriba, estafando, follando, haciéndose pasar por mí para conseguir sesenta millones de rupias. Y yo tengo que pagar sus facturas.

Durante un buen rato me he quedado sentada en la cama, paralizada. A continuación he comenzado a considerar mis opciones. La cinta del baño me había dejado sin capacidad de reacción, pero en ésta el papel principal lo interpretaba Ram Dulari. No me podía hacer responsable de los actos de mi doble. Si yo acudía a la policía y Bhola hacía pública esta cinta, ¿qué era lo peor que podía ocurrir? Si nos guiábamos por ejemplos recientes, la cinta recorrería todo el mundo como un videoclip en Internet y acabaría descansando en el cielo del ciberespacio, un archivo permanente en el que se alivian y se solazan los adictos al porno.

Me he puesto a pensar en Pamela Anderson y Paris Hilton. He pensado en la inmensa publicidad gratuita, en los récords de taquilla. Me convertiría en la actriz india más famosa del mundo, me haría con el número uno solo con ese éxito guarro. ¡Y luego, de manera muy conveniente, le echaría la culpa de todo a Ram Dulari!

No, no, no. Qué gran error. ¿En qué estaba pensando? Esto es la India. Aquí enseñar el ombligo ya se considera una indecencia. Aquí una mujer en bikini ya despierta protestas callejeras. ¿Y cómo iba a demostrar que la mujer que aparece en la cinta era mi «falso» yo? Sobre todo después de que exhibieran la cinta de la bañera en la que era yo de verdad.

Intervendría la policía. Intervendría la justicia. Acabaría en la cárcel. Habría manifestaciones callejeras organizadas por la Sociedad para la Regeneración Moral. Quemarían efigies mías, harían trizas los carteles de mis películas. La industria del cine me evitaría. Sería el final de mi carrera.

¡Mierda!

Piensa, maldita sea. Piensa. PIENSA.

20 de marzo

Hoy se ha producido la llamada que llevaba cuatro años esperando.

A las nueve y veinte en punto ha sonado el teléfono y una operadora apática me ha preguntado si yo era Shabnam Saxena.

—Sí, soy Shabnam Saxena —he dicho.

—Hable, por favor, la persona que la llama está al teléfono —ha dicho con desgana la operadora, completamente ajena al hecho de que acababa de hablar con una de las personas más famosas de la India.

—Hija, soy mamá. Llamo desde un locutorio. —He oído la fina voz de mamá y se me ha puesto el corazón en un puño.

Se oía muy mal, pero al instante me he dado cuenta de que no era una llamada para desearme feliz cumpleaños. Era una llamada de auxilio.

Mamá me imploraba que regresara inmediatamente a Azamgarh.

—Ha ocurrido una gran tragedia —ha dicho—. Tu padre está en el hospital, y su vida pende de un hilo. No puedo contarte nada por teléfono. Sólo te pido que vengas, hija mía. Ven.

—Sí, mamá —he dicho esforzándome por retener las lágrimas—. Iré.

21 de marzo

He regresado a Azamgarh, mi ciudad natal. He ido en avión de Mumbai a Varanasi, y allí he cogido un taxi para recorrer los últimos noventa kilómetros. Para que la gente no me reconociera y me acosara me he puesto un burqa sobre los tejanos.

Lucknow ha cambiado mucho en tres años, pero después de siete Azamgarh está igual que siempre. El mismo albañal congestionado salpicado de casas ruinosas y suburbios miserables. Las carreteras están llenas de socavones. La basura se amontona en cada esquina. De las alcantarillas que hay a los lados de las calles rebosan las aguas pútridas. Las vacas recorren las calles a su antojo. Carteles de políticos con sonrisas de plástico y las manos juntas ante el pecho decoran todos los espacios vacíos.

Kurmitola, donde está la casa de nuestra familia, se ha convertido en una monstruosidad claustrofóbica. Sus calles estrechas antes bullían de bicicletas y rickshaws, pero ahora se oye el sonido de las bocinas de los coches, los cláxones de los triciclos y el chirrido de neumáticos. En las desvencijadas vallas publicitarias se ven carteles de películas chabacanas y anuncios de clínicas para problemas sexuales. Hábiles artesanos vestidos con ropas viejas trabajan en tiendas decrépitas. Hombres arrugados fuman viejas pipas sobre unas aceras asquerosas, y parecen los últimos vestigios de un pasado olvidado.

No me ha costado nada localizar mi casa, situada en la linde de un campo que los niños utilizan para sus partidos de criquet y fútbol. He llamado a la ajada puerta y mamá me ha abierto. Se la veía más vieja y con el pelo más gris que nunca. Nos hemos abrazado y derramado unas pocas lágrimas. A continuación me ha hecho sentar en un colchón que crujía, en el patio octogonal en el que Sapna y yo jugábamos a la rayuela, y me ha explicado la razón por la que me había pedido que volviera a Azamgarh.

Hace dos días secuestraron a Sapna mientras volvía de la escuela. La llevaron a una casita de Sarai Meer, un barrio de mala nota situado justo a la salida de la ciudad, famoso por sus gángsters. Una vez allí su secuestrador intentó violarla, pero Sapna consiguió apoderarse de la pistola del gángster y lo mató de un tiro.

Volvió a casa a las pocas horas de su secuestro, pero Babuji tuvo un ataque al corazón al oír la noticia. Ahora él está en el hospital y Sapna escondida en la casa, aterrada por si la policía aparece en cualquier momento y se la lleva acusada de asesinato. Mamá me ha llamado desesperada, como último recurso.

He apretado la mano de mamá entre las mías mientras me contaba todo esto con la voz quebrada.

—Tu hermana llegó temblando como una hoja —ha añadido—. No pude ni mirarla a los ojos, tanto dolor había en ellos. La delincuencia ha aumentado mucho en esta ciudad, y ninguna chica está a salvo. Bueno, ¿qué se puede esperar de un estado en el que el propio ministro del Interior es un conocido delincuente? Tu Babuji sigue sin admitirlo, pero yo te digo, hija, que hiciste lo correcto al irte a Bombay. Y ojalá te hubieras llevado a tu hermana contigo. Entonces no habríamos llegado a esto.

—Entre el bien y el mal existe lo accidental, mamá, que no está ni bien ni mal, y sobre lo que no ejercemos ningún control.

—Tienes razón, hija. Ocurrirá lo que tenga que ocurrir.

—¿Dónde está Sapna? —le he preguntado.

—Está escondida en el trastero y se niega a salir. La pobre niña lleva cuarenta y ocho horas sin comer. A lo mejor tú consigues que te escuche.

Me acordé de que el trastero era la habitación más sombría de la casa. No tenía ventanas y el aire era oscuro y estadizo, y en él frotaba el rancio olor del polvo y la madera mohosa. Era el escondrijo perfecto cuando Sapna y yo jugábamos al escondite, pero ninguna de las dos soportaba estar más de diez minutos en esa lúgubre habitación. Y ahora Sapna llevaba dos días enteros recluida allí.

Subí corriendo las escaleras hasta el trastero y llamé a la abollada puerta, de cuya madera la pintura iba cayendo a tiras.

—Soy yo, Sapna. Abre.

Hubo un breve silencio, y a continuación Sapna abrió la puerta y se refugió entre mis brazos. Se la veía ojerosa y demacrada, con unos grandes círculos oscuros bajo los ojos. Me rodeó con los brazos y me apretó muy fuerte, hundiendo los dedos en mi columna vertebral, buscando las marcas familiares de la infancia en el terreno de mi espalda. A continuación se derrumbó y lloró, y los sollozos sacudieron su frágil esqueleto. Lloró copiosamente hasta quedar sin lágrimas. Le acaricié la cabeza y compartí en silencio su dolor.

Finalmente, ante mi insistencia, Sapna comió algo. Luego se puso un burqa negro igual que el mío y nos fuimos al hospital a ver a Babuji.

La habitación de la UVI era silenciosa y poco iluminada. Mi hermana mayor, Sarita, estaba con mi padre, sentada en una silla con la misma expresión agobiada que tenía la última vez que la vi, la expresión de una mujer infelizmente casada con tres hijos ingobernables. Me abrazó más cálidamente de lo que esperaba. Nunca tuvimos una relación muy estrecha, pero quizás mi fama había salvado el abismo que nos separaba.

Babuji yacía en una cama metálica tapado con una sábana verde, y respiraba a través de un tubo. Ha encogido desde la última vez que le vi. La vejez ha resaltado los surcos de su cara y las venas de sus manos; la enfermedad los ha profundizado. Tiene el pelo ralo, y calvo en algunas zonas. Mientras dormía, ha exhalado algún gruñido.

He hecho muchas escenas parecidas en el cine: la hija fiel en el lecho de muerte de su padre, pero casi se me había olvidado el olor a antiséptico de un hospital de verdad. El rítmico pitido del monitor del corazón resonaba en el cuarto como una señal de radio en el espacio exterior. Escuché el siseo y el zumbido neumáticos del ventilador, vi los verdes picos digitales del electrocardiograma y sentí una ínfima oleada de alivio.

Un médico con gafas y bata blanca entró en la habitación y examinó el gráfico adosado a la cama.

—¿Está mejorando, doctor? —le pregunté.

El médico se quedó sorprendido de que una mujer ataviada con burqa le hiciera la pregunta en inglés.

—Sí. Se está recuperando bastante bien. Pero tendremos que tenerlo en observación los próximos tres días.

—Por favor, que esté lo mejor atendido posible. El dinero no es problema.

Fue curioso decir eso, porque era evidente que el dinero sí era un problema. Estaba de deudas hasta el cuello y sin un penique en el banco. Pero cuando te enfrentas a algo tan elemental como el asesinato, las preocupaciones por el dinero comienzan a parecer intrascendentes.

En cuanto el médico se fue, le cogí la mano a Sapna.

—Babuji se pondrá bien. Ahora llévame a Sarai Meer. A la casa donde te llevó ese hombre.

Sapna apartó la mano de la mía.

—No, didi. No soportaría volver a ese lugar.

—Pero tienes que volver, Sapna —le imploré—. He de borrar todas las huellas de tu presencia en esa casa.

—No soy capaz de volver a ver a ese hombre, ni aunque esté muerto.

—Te prometo que sólo serán diez minutos.

Después de mucho convencerla, Sapna aceptó llevarme a Sarai Meer. Mientras nuestro rickshaw motorizado pasaba por delante de los lugares que recordaba de mi infancia y adolescencia, me invadieron recuerdos de otro tiempo. Me acordé de tardes furtivas que pasábamos chupando hielo endulzado y machacado que le comprábamos a un vendedor ambulante delante del Inter College, y de cuando hacíamos novillos para ir al cine Delight, de las expediciones a Asif Ganj para ver escaparates, de las especiadas samosas de Nathu Sweets, en MG Road.

Sapna le dijo al chófer que se detuviera delante del mercado principal de Sarai Meer. Desde allí seguimos a pie hasta nuestro destino.

Era una zona predominantemente musulmana, aunque no se veía a muchas mujeres que vistieran el burqa. Casi todas las casas eran chabolas destartaladas. Aleteaba la ropa tendida en balcones medio derruidos, y los hilos de la televisión por cable bajaba serpenteando de todos los tejados. Eché un vistazo en las cavernosas tiendas de comestibles y en las farmacias vivamente iluminadas, los diminutos videoclubs y los locutorios que habían brotado en la localidad como setas. El aroma a comida recién preparada nos llegaba desde los humeantes puestos callejeros.

Sapna se agarraba a mí como se agarraría a un madero una chica que se ahoga. Percibía su desesperación en cómo sus uñas se adentraban en mi piel, y supe que mi hermana pequeña había perdido la inocencia. Para ella, el mundo familiar de Azamgarh de repente se había convertido en extraño y maligno, y yo era su único refugio.

Lo que Bhola me había hecho no era nada con lo que le había pasado a ella. Yo había pagado el precio de la fama, pero ella había pagado el precio de la pubertad, de ser una mujer en una población llena de hombres lujuriosos.

Como había dicho mamá, ninguna chica estaba a salvo en esa ciudad. Hasta una niña de tres años podía ser violada y mutilada por los pervertidos que holgazaneaban por las calles con la única idea de satisfacer sus apetitos. Insulté para mis adentros a esos cabrones que le habían negado a mi hermana incluso la femenina felicidad de visitar un mercado.

Sapna se detuvo a la entrada de un largo callejón que enmarcaba la cúpula verde y el solitario minarete de una mezquita que se veía a lo lejos, y miró furtivamente a derecha e izquierda. El horrible grito de un azaan desgarró el aire de repente, llamando a los fieles a la oración, y una bandada de palomas salió volando de la barandilla del minarete y se adentró en el cielo gris. Un gentío de hombres barbados comenzó a dirigirse hacia la mezquita.

Esperamos hasta que la multitud se hubo disipado; entonces Sapna me llevo por una calleja adoquinada hasta una casa de una sola planta cerrada por una puerta de lo más anodino. La puerta no estaba cerrada con llave, y entramos en un patio donde había un guayabo agonizante en el centro. Tras cruzar el patio llegamos a otra puerta con un pasador metálico. Sapna se cubrió la cara con las manos y yo la empujé lentamente. Me asaltó un enjambre de moscas y un hedor a carne podrida.

Accedí a una pequeña habitación en la que había un ventilador de techo, una cama de madera con dosel y una cubierta verde, un escritorio, sobre el cual se veía una jarra de barro y una botella de ron Triple X sin abrir y un armario de madera. En las paredes desnudas no había calendarios, ni fotografías ni pertenencias personales de ningún tipo. Era una habitación sin memoria, un picadero impersonal.

El hombre yacía boca abajo en el suelo de piedra, vestido con un kurta pijama de color blanco. Era alto, corpulento y estaba totalmente muerto. Junto a él había una pistola de un negro mate.

Ver de cerca un cadáver puede llegar a poner bastante nervioso, sobre todo si éste ya ha comenzado a descomponerse. Me aparté el velo, me apreté la nariz y cogí la pistola. Era una Beretta 3032 Tomcat, compacta y ligera.

—¿Es ésta la pistola con que le disparaste?

Sapna asintió con la cabeza y la recorrió un escalofrío.

—Dijo que sabía que yo era tu hermana. No dejaba de repetir: «Nadie puede conseguir a Shabnam, pero yo al menos puedo decir que he conseguido a la hermana de Shabnam.»

De sus labios salió un sollozo y le volví a coger la mano. Por asociación, yo también era culpable, cómplice en el asesinato de aquel cerdo.

—Tengo que ver su cara —dije.

—Yo no —gimoteó Sapna.

—Vamos, ayúdame. —Agarré al hombre por la muñeca e intenté darle la vuelta. Era grande e inerte como una roca, y tuve que clavarle la pierna en la cadera y empujar con todas mis fuerzas antes de poder ponerle de espaldas.

En cuanto vi su cuerpo abotagado la boca se me llenó de bilis. La barriga se le había distendido como un globo de helio, y tenía las manos y los pies rígidos como el cemento. Un fluido le había manado de la boca, nariz, ojos y orejas y se había coagulado formando una sustancia pegajosa de tipo mucoso. La piel tenía un color céreo azul verdoso. La cara estaba tan grotescamente hinchada que era casi irreconocible, y los ojos se habían hundido en el cráneo. Lo único que se podía adivinar es que había tenido una cara grande, bien afeitada y desfigurada por numerosas marcas de viruela, quizás el residuo de una enfermedad infantil. Tenía un corte profundo en la oreja izquierda, como si alguien le hubiera dado una cuchillada. Y en mitad de la frente había un pequeño agujero que parecía un disco en el lugar donde había entrado la bala. Sorprendentemente había poca sangre.

—¿Tienes alguna idea de quién es este tipo? —le pregunté a Sapna, respirando por la boca.

—No, didi. No le había visto nunca. Cuando salía del colegio me agarró por detrás y me metió en un taxi. Al menos veinte estudiantes debieron ver cómo me secuestraba, pero ninguno se atrevió a dar la alarma.

—Cuando te trajo aquí, ¿os vio alguien?

—No lo sé. Me ató y me amordazó. Pero cuando me metió en esta casa yo debía de estar inconsciente.

—¿Hubo… lucha?

—Sí. Me pidió que me desvistiera. Me negué y se abalanzó sobre mí. Me desgarró el kameez. Entonces vi la pistola que estaba debajo del almohadón y la cogí. Me acometió como un toro enloquecido y la pistola se disparó. Te lo juro, didi, no tenía intención de matarlo. Sólo quería escaparme de él.

—Y los vecinos, ¿es que no oyeron el disparo?

—Probablemente sí, pero en Sarai Meer los disparos no son nada nuevo, y nadie les presta atención.

—¿Y cómo conseguiste llegar a casa con un kameez roto?

—Agarré una de sus kurtas del armario, corrí hasta la calle principal y cogí un rickshaw motorizado hasta casa.

Me imaginé la escena, y a continuación fui hasta el armario y lo abrí. De unas finas perchas metálicas colgaban un par de camisas y pantalones. Todos los estantes estaban vacíos, pero al fijarme más atentamente descubrí una bolsa de tela negra al fondo del estante inferior. La saqué de allí y abrí la cremallera. Estaba llena de fajos de billetes de cien rupias nuevecitos.

A Sapna se le pusieron los ojos como platos al ver todo ese dinero.

—Oh, didi, ¿cuánto crees que hay?

—No lo sé. Pero al menos setecientos u ochocientos mil —dije—. Vamos a ver quién era este cabrón. —Rebusqué en los bolsillos de la kurta del muerto y encontré una destrozada cartera de cuero negro y un móvil Nokia azul bastante abollado. La cartera contenía 3.325 rupias y unas cuantas monedas, pero ni un papelito que pudiera identificarlo. Cogí el móvil. También estaba muerto. Probablemente se había quedado sin batería.

—Muy bien, deja que empiece a borrar las huellas de nuestra visita —dije, y durante la media hora posterior limpié cada centímetro de la habitación con un pañuelo para asegurarme de que no quedara ninguna huella. También limpié la pistola y la metí dentro de la bolsa de tela. Cuando levanté la bolsa, descubrí que pesaba bastante.

—¿Qué haces, didi? —gritó Sapna—. Estás robando el dinero.

—Lo necesitamos más que él —dije, y también metí en la bolsa la cartera del muerto.

Cerramos la puerta de la habitación y la dejamos como antes, limpiamos el pasador metálico, cruzamos el patio y salimos de nuevo al callejón. No bien hube pisado la calle, un hombre con barba ataviado con un traje gris pathan me señaló con su dedo rollizo.

—¿No es Shabnam Saxena? —le preguntó a su compañero, que iba vestido de manera parecida, y que se me quedó mirando con la boca abierta.

—Sí. Es Shabnam. ¡SHABNAM ESTÁ AQUÍ! —gritó a voz en cuello.

—¡Mierda! —exclamé en voz baja al comprender que se me había olvidado cubrirme la cara con el velo. La gente comenzaba a mirarme, incluso ahora que me había cubierto la cara. Agarré a Sapna por el brazo y medio corriendo medio andando nos dirigimos a la entrada del callejón, arrastrando la pesada bolsa. Tuvimos suerte de que un rickshaw motorizado vacío pasara por allí, y me metí en él de un salto, haciendo entrar a Sapna de un tirón mientras el asombrado conductor casi vuelca.

—Llévanos a Kurmitola. Rápido. Te pagaré quinientas rupias.

El conductor me miró incrédulo y aceleró su motocicleta con pretensiones como si fuera uno de los vehículos de James Bond.

Aquella noche contamos el dinero. Había un millón de rupias. Le entregué el botín a mamá. Ella lo necesita más que yo. Pero Sapna seguía inconsolable.

—Ahora te he involucrado a ti también, didi. La policía te cogerá —gimoteó. Se aferró a mí como si fuera mi hija mientras dormíamos en la habitación de Babuji, pero cuando más tarde me levanté para coger un vaso de agua, ya no estaba en la cama. La encontré en el cuarto de baño, sentada sobre el suelo húmedo, intentando cortarse las venas con la hoja de afeitar de Babuji.

—¿Qué haces, Sapna? —chillé, y arranqué la hoja de afeitar de sus dedos temblorosos. Todo su cuerpo se estremeció como si lo hubiera recorrido un violento escalofrío. La ayudé a volver a la cama, y me eché con ella, cubriéndonos completamente con la pesada manta de lana, ahogando el frío y mis sollozos.

Fue dentro de ese oscuro capullo de lana, mientras escuchaba los apagados latidos del corazón de mi hermana pequeña, cuando tuve mi primera epifanía auténtica. Con asombrosa claridad se me revelaron lo efímero de la vida, la transitoriedad de la fama y el verdadero sentido de la familia. Vi con toda su crudeza el aprieto en que estaba Sapna y el origen de su punzante angustia, y en ese instante decidí que, pasara lo que pasara, protegería a mi hermana. Aunque eso implicara que me acusaran a mí de asesinato.

Al mismo tiempo recordé las palabras de Barkha Das —que los ricos y famosos manipulan la ley y asesinan con impunidad— y me dije que ojalá tuviera un as en la manga que pudiera solucionar todos nuestros problemas, un aliado en las altas esferas. Alguien que pudiera deshacerse del cadáver y consiguiera que se echara tierra sobre aquel asunto. Y entonces se me ocurrió que conozco a ese hombre. Es un productor a tiempo parcial, un asesino esporádico y un mujeriego a jornada completa. Y, lo más importante, es el hijo del ministro del Interior de Uttar Pradesh, la persona que controla toda la policía del estado. Se llama Vicky Rai.

22 de marzo

Le he llamado por el móvil. Por suerte, no comunicaba.

—¿De verdad eres tú, Shabnam? Espero que mi identificador de llamadas no me esté gastando una broma.

—Vicky, necesito tu ayuda.

—Así que, después de todo, quieres el Premio Nacional.

—No. Es mucho más grave que eso.

—¿De verdad? ¿Es que has asesinado a alguien? Sólo era una broma.

—No puedo hablar por teléfono. Necesito verte.

—Bueno, hace ya mucho tiempo que me muero de ganas de verte.

—¿Puedo ir a verte hoy?

—¿Hoy? No, hoy es un mal día. ¿Por qué no vienes mañana? Ven directamente al Número Seis.

—¿El Número Seis?

—Sí. Mi granja de Mehrauli. Todos los taxistas de Delhi conocen la dirección. Mañana por la noche doy la fiesta más espectacular de la tierra. Celebro mi absolución.

—Tengo que verte en privado. No en una fiesta.

—Y nos veremos, en privado, querida, pero después de la fiesta.

—Pero tienes que prometerme que me ayudarás.

—Claro que te lo prometo. Todo lo que quieras. Pero mi ayuda tiene un precio.

—Estoy dispuesta a pagarlo.

—Esto no tiene sólo que ver con tu participación en Plan B.

—Sé de lo que estás hablando, Vicky.

—Muy bien. Entonces te veré mañana, 23 de marzo, a las ocho de la tarde en el Número Seis.

—Nos vemos.

—Una cosa más, Shabnam.

—Dime.

—Ponte algo sexy, ¿de acuerdo?

Ya está. Los dados ruedan sobre el tapete. He rechazado acostarme con un príncipe, pero acabo de aceptar acostarme con un asesino. Es el precio que exige el amor fraternal. Y lo pagaré de buena gana.

He cogido la Beretta del muerto, he apretado el botón del seguro y he sacado el cargador. En las películas he manejado las suficientes armas como para conocerlas perfectamente. Quedan seis cartuchos. He vuelto a colocar el cargador y con mucho cuidado he metido la pistola dentro del bolso.

Voy a casa de un asesino; lo menos que puedo hacer es llevar protección. Es mi propio plan B.