8

Menos de una semana después del cambio de propietarios, el Rocks estaba completamente patas arriba.

George y Justin se quedaron impresionados con la energía de Lisa. No quiso contratar a nadie para desmantelar los baños, arguyendo que era mucho mejor invertir el dinero en material y grifería y que los tres estaban en condiciones de hacer esfuerzos físicos.

—Tú no hace falta que nos ayudes, es un trabajo muy duro. —Justin, que tenía unas ideas más bien anticuadas sobre las cosas que podían hacer las mujeres, contempló horrorizado cómo Lisa, con los pies protegidos por botas de trabajo, arrancaba de una patada una cisterna de váter.

—Oye, que yo llevo viviendo sola toda la vida y soy la reina del bricolaje —se defendió Lisa. Lo había demostrado un rato antes, cuando había localizado la llave de paso y había cortado el agua—. Me harté de tener que pagar cincuenta libras la hora cada vez que necesitaba algo. Me compré un manual y me puse manos a la obra.

Comenzó a desprender las cañerías de la pared mientras George y Justin se miraban con perplejidad a su espalda. A partir de ese momento, fue ella quien marcó la pauta. A las siete de la mañana los tenía ya levantados y retirando el papel de las paredes y la moqueta. El camión que pasaba a vaciar los contenedores casi no daba abasto. Pero Lisa era una jefa justa, que a las nueve de la mañana bajaba a la panadería del pueblo a comprar cruasanes y napolitanas de chocolate y al mediodía les preparaba sándwiches de beicon. A las seis les dejaba parar por fin y los tres bajaban a la playa a darse un baño y quitarse de encima la suciedad y el cansancio. Flotaban inertes en el agua, de cara al cielo, dejando que sus músculos doloridos se relajaran.

El viernes ya no quedaba prácticamente ningún vestigio de la decoración de los Websdale y el hotel parecía un cascarón vacío. Hacía un tiempo espléndido. Desde su atalaya vieron cómo el pueblo empezaba a llenarse de turistas que habían decidido aprovechar la optimista previsión meteorológica para disfrutar de un largo fin de semana. Justin imploró un día de fiesta, pero Lisa se mostró implacable.

—Pero tengo una clase de surf reservada… —protestó Justin.

—Mira, cuanto antes acabemos la reforma, antes empezaremos a ganar dinero. Toda esa gente son clientes potenciales… —Lisa hizo un gesto con el brazo, abarcando la playa—. Faltan solo unas semanas para que empiece la temporada alta. Si no aprovechamos las seis semanas de oro, empezaremos mal.

—Yo tengo papeleo pendiente. —George estaba decidido a salirse con la suya—. Tengo que programar los trabajos de renovación y asegurarme de que encargamos todo el material necesario. Créeme, Lisa. Es mi oficio.

—Bueno —aceptó Lisa sin mucha convicción—. Puedes tomarte la mañana libre, Justin. Y tú puedes pasarte el día en la oficina. Yo iré quitando la pintura de los pasamanos.

Salió con paso firme de la habitación, y Justin y George se miraron.

—Da miedo —opinó Justin.

—Sí, pero como capataz es genial —respondió George con una gran sonrisa—. Nunca había visto una demolición tan rápida.

—Es una negrera. —Justin sacó de una bolsa de plástico el traje de neopreno recién comprado y lo miró pensativo—. ¿Hay que quitárselo para mear o qué?

A mediodía, Lisa se dio cuenta de que estaba hecha polvo. Hacía un calor espantoso y el olor a disolvente la estaba mareando. Quizá sí debería tomarse la tarde libre. Lo que realmente le apetecía era dormir. Se habían pasado toda la semana levantados hasta después de medianoche, y aunque habían estado trabajando en un ambiente festivo, con la música a tope y un montón de botellas de cerveza, de pronto notaba el agotamiento.

Entró en la cocina a por un vaso de agua fría, pensando que beber un poco la reanimaría. Claro que también podía bajar a tomar un helado a Mariscombe, hacer media horita de pausa y luego seguir. Volvió al vestíbulo a recoger el bolso y se paró de repente.

En medio del caos había una muchacha que miraba a su alrededor con cara de consternación. Era muy delgada, casi demasiado frágil para sostener la enorme mochila de cocodrilo que le colgaba del hombro. Iba vestida con una blusa china de color jade, unos vaqueros de marca desgastados y unas botas con tacones finos de siete centímetros. En lo alto de la cabeza, prendidas de una mata de pelo color caramelo, llevaba unas enormes gafas de sol blancas de Courrèges.

Al acercarse, Lisa vio que no era una muchacha joven. Estaba bien entrada en la treintena, y a pesar de su cuerpo menudo y sus rasgos delicados, las arruguillas que le rodeaban los ojos y asomaban en las comisuras de la boca revelaban una vida intensa y trasnochadora. Además, aunque llevaba una ropa carísima, tenía las uñas mordidas hasta la raíz y la piel gris y apagada y apestaba a tabaco y perfume rancio. Fuera quien fuese, no salía bien parada de un examen atento.

—¿Desea algo? —preguntó cortésmente Lisa.

La sonrisa de la mujer iluminó lo que hasta entonces era una cara sin vida. Era obvio que era su herramienta, su arma, el medio que le permitía obtener lo que quería. Tenía unos dientes perfectos, blancos y muy pequeños.

—Estoy buscando a George.

Su voz era sorprendentemente grave, y se las arregló para pronunciar el nombre de George alargando mucho las vocales antes de sucumbir a un ataque de tos de proporciones alarmantes. Lo contuvo golpeándose repetidamente el pecho y hurgando en el bolso para sacar un paquete de cigarrillos.

—Lo mejor es tomar más nicotina. Lisa hizo una mueca de disgusto.

—¿Quién le digo que lo busca? —preguntó.

—Victoria.

—Y Mimi…

En el umbral apareció otra figura, que esta vez lucía una corta faldita escocesa cerrada con enormes imperdibles, un blazer de pana adornado con escudos escolares y una melenita cardada bajo la cual asomaban dos ojos cercados de azul metálico y de expresión levemente suspicaz.

—Victoria y Mimi —repitió Lisa con voz apenas audible. Había visto una maleta de Hello Kitty y una bolsa de viaje de tela en la puerta delantera, lo que parecía indicar que Victoria y Mimi no venían solo a tomar café—. ¿Tenéis… cita con él?

Fue recompensada con otra sonrisa deslumbrante.

—Creo que no necesito cita previa. —Victoria inhaló el cigarrillo recién encendido como si fuera el elixir de la inmortalidad y lanzó una nube de humo hacia el techo—. Soy su mujer.

Después de trabajar durante años cara al público y tener que lidiar con muchas personas detestables, Lisa era toda una experta en ocultar sus emociones. Se mantuvo impasible mientras escuchaba estas palabras, sobre todo porque algo en la mirada triunfal de la mujer indicaba que estaba esperando una reacción, y Lisa no pensaba darle el placer de verla desconcertada. A pesar de la temible agitación que se había apoderado de su estómago, sonrió.

—Esperad, por favor. Voy a ver si está disponible.

Con el corazón retumbándole en el pecho, Lisa salió del vestíbulo tan dignamente como pudo. Tan pronto como quedó fuera de la vista de las forasteras, se apoyó contra la pared más próxima. ¿La mujer de George? No podía ser cierto. Pero ¿por qué recurriría esa tal Victoria a una mentira tan fácil de desmontar?

Lisa tenía muy claro que sólo había una persona capaz de responder estas preguntas, y esa persona era el propio George. Se preparó para discutir. No valía la pena esperar más tiempo. Armándose de valor, entró con pie firme en la oficina donde George estudiaba concienzudamente el presupuesto de la reforma.

—George, una mujer pregunta por ti en la recepción.

George alzó la vista de los papeles, frunciendo el ceño ante la interrupción.

—¿Quién es? ¿Alguna representante de comercio? No espero a nadie.

—No. —Lisa cruzó los brazos sobre el pecho—. Dice que es tu mujer.

—¿Qué? —George se levantó de un salto.

—Delgada, guapa, fumadora… Ah, y la acompaña una chavalita.

—¡Joder! —George se tapó la boca con la mano.

De pronto Lisa pensó en una horrible posibilidad.

—Dime que no es tu hija.

—No, no… Por supuesto que no es mi hija. Debe de ser Mimi.

—Ah. —Lisa entrecerró los ojos y llegó a una rápida conclusión—. ¿Es tu hijastra, entonces? —preguntó jovialmente.

George estuvo unos momentos sin decir nada. Se mordió un dedo y se quedó mirando la ventana con expresión absorta, como si saltar a la calle fuera una posible respuesta o una huida, y al final suspiró.

—Lo siento, Lisa. No esperaba que pasara esto.

—Ya me lo imagino.

—No sé cómo me han encontrado.

—No ha debido de ser tan difícil. No estás en un programa de protección de testigos o algo así. —Su tono estaba cargado de vitriolo.

George se pasó los dedos por el pelo, un gesto que hacía siempre que estaba angustiado.

—Será mejor que baje a hablar con ella.

—Entonces, ¿lo es?

—Si es ¿qué?

—Tu mujer. ¿No es una chalada con una crisis de identidad, entonces?

—Encaja en las dos descripciones —repuso secamente George. Enseguida se acercó a Lisa y le puso las manos en los hombros, envolviéndola en lo que pensó sería un abrazo tranquilizador—. Oye, voy a ir a ver qué pasa. Cuanto antes me libre de ella mejor. ¿Te importa esperarme aquí? Luego te lo explico.

—Vete a la mierda —respondió Lisa, furiosa.

Se zafó del abrazo y salió a grandes zancadas al pasillo. George cerró los ojos, respiró hondo y salió tras ella. Solo le faltaba una pelea entre mujeres.

Cuando George llegó a la recepción, Lisa había desaparecido y Victoria fumaba con languidez. Cuando lo vio entrar, Victoria señaló la puerta de la calle con el cigarrillo.

—Se ha ido. Le he dicho que se quedara, pero ha pasado de mí olímpicamente. ¿He metido la pata?

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Es guapísima, por cierto. He dicho a Mimi que fuera a dar un paseo por la playa para que tú y yo pudiéramos charlar. —Victoria le tendió la mejilla, expectante—. Tengo la impresión de que tu novia no sabía nada de mí. Se ha quedado atónita cuando le he dicho quién era. Vaya, ¿no me das un beso?

Hizo un mohín, fingiéndose ofendida. George apretó los dientes, desesperado.

—Al grano, Victoria. No creo que hayas aparecido aquí por una feliz casualidad.

Victoria echó la ceniza al suelo.

—Tengo que reconocer que es muy mona, pero se nota que le gusta comer.

—Lisa no está gorda —replicó ásperamente George.

—Creo que tú también has ganado un poco de peso —lo provocó Victoria—. Nos alimentamos bien, ¿eh?

¿Cómo se las arreglaba Victoria para encontrar siempre su talón de Aquiles? Esos días habían estado funcionando a base de pescado frito y té con bollos, nata y mermelada. Sabía que había echado un par de kilos. Era muy típico de Victoria haberse dado cuenta, y muy típico también no perder la ocasión de señalarlo.

—¿A qué has venido, Victoria?

Victoria entrelazó los dedos, subió las manos hasta la barbilla y soltó un suspiro. George observó que aún llevaba los anillos que él le había regalado. La enorme turmalina brillaba en su mano izquierda, y en el dedo meñique estaba el Trinity de Cartier que ella había insistido tanto en tener.

—No sé por dónde empezar… —dijo con una voz ronca, encogiéndose de hombros, y enseguida le lanzó una deslumbrante sonrisa medio oculta por aquel flequillo absurdamente largo que solo alguien sin sentido de la realidad podía usar—. Te lo resumiré: Nick y yo hemos terminado. Y estoy arruinada, no tengo nada. Mimi y yo estamos sin casa y sin un céntimo.

—¿Y cuál es la conclusión? —quiso saber George, alzando una ceja.

—Tú tienes esta casa tan bonita y tan enorme… Y nosotras somos pequeñitas y no comemos mucho.

«No comes —pensó George—, pero bebes como una esponja». No lo dijo porque no quería terminar discutiendo a gritos. «Mantente firme —se dijo—. Firme, implacable. No hagas concesiones». Era la única forma de enfrentarse a Victoria.

—Lo siento, no puedo ayudarte.

—Tienes que hacerlo.

George se sorprendió al notarle un temblor en la voz. Victoria siempre se mostraba desafiante y segura. Ahora, sin embargo, acababa de palidecer. Las pecas que salpicaban su piel blanca como la leche, aquellas pecas que ella odiaba y que George en otro tiempo había adorado, parecían más oscuras que nunca. Recordó cuando las recorría con los dedos, jugando a dibujar de un punto a otro, en los días en que la belleza de Victoria lo dejaba completamente sobrecogido.

Ahora hubiera querido tenerla lo más lejos posible. Si la rozaba, estaría perdido. Dio un paso atrás casi sin darse cuenta. Olió su perfume y se estremeció. Aquel perfume de nombre tan apropiado: Fracas, tumulto.

Victoria se le acercó, hablando con una voz profunda e implorante.

—Estoy muy asustada, George. Mimi está muy alterada, y tú eres el único que puede ayudarla. Siempre la hacías entrar en razón. Me preocupa mucho que empiece a hacer locuras.

—Como tú, ¿no? —George sabía que estaba siendo desagradable.

—Sí, como yo. Puede que te sorprenda, pero no quiero que termine siendo lo que yo: una fracasada, una colgada, una borracha… una mujer que dejó escapar al único tío que se ha portado bien con ella. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¿Qué hago, George? Dime.

Había miles de cosas que podía responder George. Que la culpa era solo de ella; que no debería haber sido tan avariciosa, tan interesada, tan caprichosa; que el día en que Victoria se alejó de su lado para caer en las garras de Nick Taverner, el magnate de los medios más rastrero de la tierra, fue el día en que George dimitió de toda responsabilidad en lo que a ella se refería…

—Victoria, no tengo la más mínima idea de qué tienes que hacer. Y, francamente, no es problema mío.

—Pero eres mi marido.

—Un marido al que engañaste y abandonaste… ¿Es que ya no te acuerdas? —No quería sonar amargado. Quería usar un tono glacial.

—Cometí un error.

—No es eso lo que decías entonces. Dijiste que Nick Taverner reconocía tu talento y yo no, que él comprendía tus necesidades y te cuidaría.

—Tú me estabas asfixiando. Tratabas de controlarme.

—Intentaba frenar tu comportamiento autodestructivo, darte cierto sentido de la realidad… Pero tú me llamaste aburrido.

—No sabía lo que decía, y no sabía lo que estaba haciendo.

—Victoria, eras una mujer adulta. Tomaste tus propias decisiones.

Victoria pareció a punto de desmoronarse. Le temblaba la barbilla mientras intentaba ahogar un sollozo. George se preguntó cuánto había de representación y cuánto de sinceridad en su dramatismo. Victoria era capaz de usar todas las trampas del mundo para conseguir su objetivo. Se enjugó una lágrima fugitiva con los dedos, y George se esforzó en permanecer impasible.

—Por favor. Deja que nos quedemos una semana, mientras nos organizamos. Tengo que encontrar la manera de ganar dinero. Estoy en una situación desesperada, George.

—¿Qué ha sido de tu empresa?

Victoria vaciló antes de responder.

—Nick compró mi parte. —Tuvo la cortesía de parecer un poco avergonzada—. Ahora soy una simple asalariada. Y no creo que me deje volver a trabajar con él, ¿comprendes?

—¿Y qué pasó con el dinero de la venta? Seguramente te lo pagó bien.

—Lo calculó a la baja para que me ahorrase el impuesto de incremento de patrimonio.

—¡Joder, Victoria!

—Ya, ya… Pero no pensaba que terminaría rompiendo con él, ¿sabes?

—Algo te tiene que quedar. ¿Dónde ha ido a parar lo que tenías?

Victoria se encogió levemente de hombros.

—Ah, pues…

George frunció el ceño.

—¿Zapatos, bolsos, cocaína…?

—No me tienes en muy buen concepto, ¿verdad? —soltó Victoria.

—¿En qué lo has gastado, entonces?

—En un coche nuevo, y en cosas para Mimi… Fuimos a Mustique… —No terminó la frase—. Sesenta mil no dan para tanto hoy en día.

George suspiró profundamente. Victoria tenía los ojos empañados de lágrimas.

—Por favor… Si no lo haces por mí, hazlo por Mimi. No querrás que termine durmiendo en la calle, ¿verdad? Sé que te importaría un comino verme tirada en el arroyo, pero ella sí que te preocupa, ¿no?

George cerró los ojos. Sabía que Victoria le estaba tendiendo una trampa, pero estaba entre la espada y la pared. Claro que quería a Mimi. Aunque no era su hija biológica, oficialmente seguía siendo su hijastra y a George le importaba mucho cómo se encontraba. Además, sabía perfectamente que si no se responsabilizaba él de la chiquilla, nadie más lo haría. Con Victoria dando tumbos, y sin el apoyo de los millones de Nick Taverner…

¿Qué otra cosa podía hacer?

—Antes tengo que hablar con Lisa.

Aquella sonrisa perfecta. Aquel hoyuelo. George se giró bruscamente y se puso a mirar por la ventana.

—Es un sitio magnífico. —Victoria se le acercó por la espalda. George casi percibió la suavidad de su aliento en la nuca.

—Lo será. —La voz de George sonó rotunda.

—Lo estoy viendo… Con las paredes pintadas de un tono tiza, en blanco mate… Suelos sin enmoquetar… ¿Las cortinas? Mmm… En azul no, demasiado previsible en un sitio de playa. Rosa intenso y naranja quemado, quizá, contrastando con el marrón chocolate. Unos cuantos cuadros grandes… modernos, minimalistas. Muebles simples, en madera de balsa. Apliques de pared de cobre repujado…

¿Acaso había estado ya en el hotel y había echado un vistazo a los papeles de George? Era imposible. Sin embargo, la retahíla de detalles era casi idéntica al proyecto de reforma. ¿Acaso le leía el pensamiento? ¡Era capaz de hacerlo! George sabía que, en muchos sentidos, entre él y Victoria había una sintonía especial. Formaban una unidad. Una unidad que alguien había partido por la mitad, destruido, corrompido… Durante mucho tiempo George había creído que jamás podrían volver a aquella unión, que ningún gesto de amor o de cariño podría recuperar la sintonía. Pero sus palabras le habían hecho comprender que…

La había echado de menos.

Su mera presencia en la habitación le producía un cosquilleo en la piel. Sentía mariposas en el estómago, y no era ni por nerviosismo ni por miedo… aunque también sentía eso. Era excitación. Cada vez que George respiraba, el perfume de Victoria se mezclaba con el oxígeno del aire y se introducía en su corriente sanguínea. Victoria estaba ya en su interior, apoderándose de él, como un espectro. George apretó el puño y deseó tener algún talismán que le protegiera del poder de Victoria. Pero no tenía nada. Lo único que tenía para defenderse era el sentido común, que le decía que cuanto antes estuviera aquella mujer lejos de allí, mejor para todos.

—Será mejor… que vaya a buscar a Lisa —dijo con una voz débil.

Victoria sonrió, clavó la mirada en sus ojos y George sintió que hasta la última molécula de su cuerpo crepitaba.

—¿Dónde quieres que espere?

George se asustó. No podía dejarla sentada en su oficina. Conocía muy bien a Victoria… Abriría todos los cajones y conocería el estado de sus finanzas antes de que él hubiera dado dos pasos.

—Pues mira, puedes sentarte en el jardín. Hace un día magnífico. Te sacaré un café.

—No hace falta. Solo agua, por favor.

George la miró desconcertado. Victoria se sostenía en pie gracias a la nicotina, el alcohol y la cafeína.

—Estoy totalmente desintoxicada —explicó Victoria, con una jovialidad quizá excesiva—. Ahora mi cuerpo es un templo. Aparte del tabaco, claro. Algo hay que tener para ir aguantando.

—Ajá. —George no pudo evitar pensar que su respuesta era muy pobre para una novedad tan importante.

—He cambiado. He estado analizando las cosas, intentando ver en qué me equivocaba. —La voz de Victoria tembló levemente—. Debía de ser terrible vivir conmigo. Solo ahora, una vez que ha pasado, me doy cuenta de lo que tuviste que soportar.

Mierda, pensó George. Si Victoria se iba a volver frágil y vulnerable, a él ya no le quedaba ninguna esperanza. Crispó los dedos y apretó las rodillas, conteniéndose para no abalanzarse sobre ella y estrecharla en sus brazos.

—Nada que no pudiera superar —respondió George, con toda sinceridad—. No hace falta que te sientas culpable. Al final todo ha sido para bien.

—Sí. —Victoria recorrió la estancia con sus hermosos ojos, con una mirada que se iba apoderando del territorio como la luz de un faro—. La cosa, George, es que… —Bajó la voz unos decibelios y George tuvo que hacer esfuerzos para oírla—. Si no podemos llegar a un acuerdo… algo que nos convenga a todos, claro…, tendré que poner una demanda.

—¿Una demanda?

—De divorcio.

Fue como un puñetazo en el estómago. George se quedó paralizado y boquiabierto, mientras Victoria seguía hablando tranquilamente.

—Sé que no eres el propietario de todo esto, pero imagino que legalmente la mitad de lo que tienes debería ser mío…

¡Una bruja! ¡Era una auténtica bruja!

George caminó furioso por la arena, con las manos en los bolsillos. En el espacio de solo cinco minutos, Victoria le había hecho sentir una multitud de emociones contrapuestas: sorpresa, pánico, recelo, lujuria, piedad. Y finalmente miedo, mezclado con una abundante dosis de rabia ahora que estaba a una distancia prudencial de ella.

Cuando vio a Lisa se sintió aliviado, como si recuperara la cordura. Lisa no era peligrosa. Se podía confiar en ella y se podía razonar con ella. Estaba sentada en una roca, envolviéndose las rodillas con los brazos.

—Lo siento.

—Yo no salgo con casados. Es una de mis reglas de oro y siempre la he respetado. —Calló un segundo y añadió—: Que me conste, por lo menos. Debería haber sabido que eras demasiado bueno para ser verdad.

—Que estuviéramos aún casados era un mero detalle legal… No llegamos a divorciarnos porque nunca conseguimos tener una conversación que no terminara en un intercambio de reproches.

—Eso no explica por qué no me lo contaste.

George se subió a la roca contigua y se sentó también.

—Si no hablaba de Victoria era como si nunca hubiera existido, y así no podía hacernos daño…

—Baja de las nubes.

La mirada que Lisa le dirigió era fría y desdeñosa. George sintió que el estómago se le encogía.

—¿Me dejas que te hable de nuestro matrimonio?

—Haz lo que quieras. Yo luego te hablaré de los diecisiete hijos ilegítimos que se me olvidó mencionar

George dio un respingo. Lisa nunca era sarcástica.

—Entiendo que estés enfadada.

—¡Mira qué bien!

Lisa se levantó y empezó a saltar de roca en roca, en dirección al mar. George se puso de pie e intentó seguirla. Llevaba zapatos de suela de cuero, no muy prácticos para saltar sobre superficies resbaladizas y cubiertas de algas. Al final Lisa se topó con una poza demasiado ancha para saltarla y se paró. George llegó jadeando a su altura y vio que le caían lágrimas por las mejillas.

—Me siento estúpida. Eres un mentiroso… Y yo he renunciado a todo…

—Victoria no significa nada. Nunca pienso en ella.

—Pero es obvio que tú sí significas algo para ella. Si no, ¿por qué está aquí?

—Porque soy fácil de engañar, o eso cree.

—¿Se ha ido?

George vaciló.

—Todavía no.

—Le has dicho que se puede quedar —concluyó Lisa, rotunda.

—No, no le he dicho eso. Le he dicho que antes tenía que hablar contigo.

—¿Quieres mi permiso para que tu ex mujer se instale a vivir con nosotros?

George era consciente de que toda la situación era absurda, y en gran medida era culpa suya. Ojalá hubiera sido franco con Lisa desde un principio… Pero le había parecido mucho más fácil no hablar del pasado. A medida que pasaban los días y la ocasión de confiarle la verdad se iba volviendo cada vez más remota, había pensado que era más sencillo callar. ¿Por qué demonios había sido tan iluso? Las personas como Victoria no desaparecían discretamente entre bambalinas… Miró el océano que se extendía frente a él.

—Tengo que ir con pies de plomo con Victoria —dijo—, y voy a necesitar tu apoyo. Sé que dadas las circunstancias, no lo merezco. Pero si me dejas que te explique cómo estaban las cosas y qué nos pasó, puede que lo comprendas.

Lisa respondió con un reticente y apenas perceptible gesto de asentimiento. La curiosidad pudo más que el orgullo.

George recogió una concha del suelo y la lanzó hacia la charca, antes de respirar hondo y comenzar a relatar la historia.

—La conocí hace cinco años, justo después de trasladarme a Bath. Ella tenía una agencia de relaciones públicas y organizó la fiesta de lanzamiento de unos apartamentos de lujo que habíamos construido nosotros, en un antiguo manicomio rehabilitado. —Esbozó una sonrisa desolada—. Ya ves tú qué apropiado…

George quedó embelesado desde el momento en que se fijó en ella en la fiesta. Victoria llevaba un vestido drapeado de color verde esmeralda, salpicado de pequeñas mariposas, y unos tacones increíblemente altos con los que caminaba con pasmosa elegancia. En cierto momento sus miradas se cruzaron. El corazón de George empezó a latir más deprisa cuando ella se le acercó con gracilidad y, pescando dos copas de champán de la bandeja de un camarero que pasaba, le tendió una.

—Eres George Chandler, el director del proyecto de rehabilitación. Te instalaste hace seis meses en Bath y antes vivías en Bristol —le dijo, como si él lo hubiera olvidado.

George confirmó la descripción con un gesto.

—Veo que has hecho los deberes.

—Saber quién es quién forma parte de mi trabajo —respondió Victoria, y sonrió.

Fue una sonrisa de verdad. No el cortés rictus de azafata que había lucido toda la noche, sino una sonrisa que se extendía a los ojos y que derritió el corazón de George.

—Por si tú no has hecho los deberes, me presento: soy Victoria Snow. Ven a sentarte conmigo un momento. La recepción está funcionando de maravilla y puedo tomarme cinco minutos libres.

Lo llevó junto a una ventana y los dos se sentaron en unas butacas.

—Has hecho un trabajo magnífico —la elogió George.

No era mera cortesía. Victoria había trabajado realmente bien. La sala estaba abarrotada de pesos pesados de la ciudad. Había dos caras muy conocidas de las que se decía que habían adquirido ya un piso: el actor que interpretaba el papel de un guapísimo médico en una popular serie televisiva y un jockey que había sido seleccionado para el próximo Grand National. Los rodeaba una tropa de aduladores encantados de estar en las proximidades de una celebridad, aunque fuera menor.

Victoria aceptó su elogio con otra sonrisa. George decidió que, con aquellos ojos verdes y rasgados y aquellos extraordinarios pómulos, se parecía a Lauren Bacall. O a Faye Dunaway. Exudaba glamur, elegancia y estilo. Concluyó que estaba absolutamente fuera de su alcance. Ni siquiera pensaba caer en la humillación de intentarlo. Seguro que existía algún señor Snow igual de glamuroso que ella.

—En realidad no es difícil. —Victoria se le acercó para hablar, con un gesto confidencial—. Se trata de gastar el dinero de otros, y eso se me da de maravilla.

—¿Que no es difícil, dices? —Protestó George—. Hay que pensar mucho para organizar una cosa así. Decidir la lista de invitados, los canapés, los regalos promocionales… Ha quedado perfecto, y en cambio, parece que se ha conseguido sin ningún esfuerzo. Para eso se necesita talento.

—Vaya —respondió Victoria, ladeando la cabeza y sonriéndole—. Me has pillado… Prefiero que la gente me crea un poco tontita. Eres muy… —Hizo un gesto pensativo, como si buscara la palabra adecuada—. Perspicaz.

Cruzó las piernas y la seda esmeralda de su vestido se abrió un poco, dejando ver un muslo esbelto y perfectamente fibrado envuelto en una media de rejilla. George intentó desesperadamente mirar cualquier otra cosa, hasta que se dio cuenta de que ella se estaba riendo de él.

—¿Qué pasa? —preguntó, ofendido.

—¿Qué haces después?

George frunció el ceño y no dijo nada, fingiendo que lo estaba pensando, mientras intentaba ganar tiempo.

—No lo sé —contestó.

Victoria mojó un dedo en el champán y lo acercó a la boca de él, recorriendo el arco del labio superior con una seria concentración. Luego su cabeza se acercó a la de George con la rapidez de una flecha y Victoria enjugó con un beso las últimas gotas de líquido. Un momento después le estaba sonriendo.

—Tengo que volver a recorrer la sala —declaró.

Y antes de que George pudiera responder, se alejó y se perdió entre la multitud.

George siguió las evoluciones de Victoria durante el resto de la velada, fascinado con la profesionalidad con la que conversaba, presentaba a la gente, deshacía camarillas y redistribuía a los invitados, pasaba bebidas y canapés, dirigía a los camareros… era evidente que no se le escapaba nada. Las copas sucias no estaban a la vista más que unos instantes. Las bebidas no se agotaban. Cada invitado se sentía la persona más importante de la fiesta.

Cuando la gente empezaba a marcharse, George se acercó discretamente a su jefe, Richard.

—¿Qué sabes de Victoria Snow?

Richard lo miró con dureza y apretó los labios.

—Es una loca, una ninfómana, una alcohólica y una manirrota.

—Vaya —respondió George, un poco desconcertado.

—Imagina una combinación de Paula Yates e Imelda Marcos, con un toque de la Sue Ellen de Dallas. Ni te le acerques.

George miró a Victoria al otro lado de la habitación, incapaz de relacionar la persona que le estaban describiendo con lo que veía.

—Ha organizado muy bien la fiesta —protestó—. Los invitados están mirando los planos y eso no suele pasar. Normalmente se dedican a beber gratis todo lo que pueden y largarse.

—Sí, bueno… No has visto su factura.

—Yo diría que se merece hasta el último penique.

Richard le dedicó una exasperante sonrisa de condescendencia.

—Es muy buena como relaciones públicas, pero su vida privada es una catástrofe. Créeme. He visto los estragos que causa…

—Quizá no ha encontrado a la persona adecuada.

Richard alzó la ceja burlonamente.

—¿Y crees que podrías serlo tú?

George se encogió de hombros sin comprometerse. Richard negó con la cabeza.

—Créeme, George. A juzgar por lo que cuentan de ella, está loca de atar.

—No me gusta hacer caso de las habladurías.

—Luego no digas que no te avisé.

George se tomó como un reto las fúnebres advertencias de Richard. Cuando el número de invitados empezó a escasear, se acercó distraídamente a Victoria.

—¿Vienes a cenar? —propuso.

—No, gracias —respondió cortésmente Victoria, y George sintió que se le caía el alma a los pies. Pero Victoria le obsequió con una sonrisa pícara y añadió—: No me gusta comer, me parece una actividad absolutamente sobrevalorada. Lo que me apetece es tomarme una botella de champán exclusivo en algún sitio donde tengan sofás cómodos y pueda quitarme estos zapatos ridículos y no tener que ser educada ni un minuto más.

George sopesó las alternativas tan velozmente como pudo. Recordó que tenía un par de botellas de Veuve Cliquot en la nevera (no era exactamente exclusivo, pero pensó que Victoria no protestaría). Tenía sofás muy cómodos y le dejaría quitarse todas las prendas de vestir que quisiera… Paró en seco. Invitarla a su casa era correr demasiado.

—Ya encontraremos algo, no hay problema. —Confió en que su respuesta no resultara demasiado dócil. No quería parecer un pelota—. Termina de despedirte, mientras voy a buscar el coche y te recojo en la puerta.

Menos de una hora después, estaban cómodamente sentados junto a la chimenea del hotel Queensberry, con una botella de champán sumergida en un cubo de hielo sobre la mesa baja y las altísimas sandalias L. K. Bennett de Victoria descuidadamente abandonadas a un lado de la butaca. George, que hasta entonces nunca se había enamorado a primera vista, descubrió que le temblaba la mano mientras servía el champán y se preguntó si tenía alguna oportunidad de algo con aquella criatura divina. Victoria combinaba de una forma extraordinaria el aplomo y la sensualidad… hablaba alargando sofisticadamente las vocales y su actitud corporal era lánguida, pero de vez en cuando sus ojos resplandecían con malicia.

—Antes de que lleguemos a algo más —le confió—, tienes que saber que traigo equipaje.

George vio mentalmente una colección de maletas de Louis Vuitton.

—¿Equipaje? —repitió, bastante innecesariamente.

—Se llama Mimi, diminutivo de Miranda, y es el resultado de demasiados Cinzanos en un baile del instituto. Y de mi idea de que ser madre soltera sería más divertido que terminar los estudios. Una decisión imprudente y testaruda, fruto de tener diecisiete años y pensar que sabía mejor que nadie lo que quería.

George seguía mirándola desconcertado.

—Tengo una hija —explicó pacientemente Victoria—. Una niña de doce años.

—¿Y eso es un problema?

Victoria suspiró.

—Para la mayoría de los tíos sí.

—¿Por qué?

—Porque no tengo libertad. Tengo que pensarlo bien antes de ir a algún sitio. Tengo que cuidarla, llevarla al colegio, alimentarla, estar pendiente de sus problemas, ayudarla con los deberes… Básicamente, pensar en ella antes que en mí. Y eso, la mayoría de los tíos lo llevan fatal porque quieren que ante todo pienses en ellos.

—Pues son muy egoístas. No creo que para mí fuera un problema.

—Ajá. Eso es lo que dicen todos al principio.

George se ofendió. Él no era así, y le molestaba que lo metieran en el mismo saco que a los tíos egocéntricos y superficiales con los que había salido Victoria hasta entonces. Era obvio que aquella conversación era una especie de examen. Aceptó el reto y propuso:

—Muy bien. En nuestra primera cita, iremos a patinar sobre hielo. Mimi, tú y yo.

Pensó que Victoria se alegraba porque la vio sonreír, pero ella lo miró de soslayo y dijo:

—¿No vas a preguntar por su padre?

George lo pensó un momento y decidió que era mejor saber a qué se atenía.

—Supongo que ya no estáis juntos, ¿no?

Victoria echó la cabeza para atrás y soltó una carcajada. George contempló su blanca garganta y ansió posar sus labios sobre ella.

—Claro que no, corazón. Era el bedel del colegio. En el baile de sexto curso le encargaron que nos vigilara y procurase que nadie se metiera en líos. No pude resistirme. Era guapísimo, muy a lo Sean Bean… callado, de facciones duras. Y más bruto que un arado. —Pasó un dedo por el borde de la copa y añadió—: Nunca había echado ni he vuelto a echar un polvo como ese. George sostuvo su mirada maliciosa sin inmutarse.

—¿Y qué fue de él?

—Ah, pues no me molesté en informarle del embarazo. Para empezar, estaba casado, y si se hubiera sabido la historia le habrían despedido. Le habría arruinado la vida. No valía la pena contarle nada.

—Pero ¿qué hay de tu hija? ¿No quiere conocerlo?

—Ya le he hablado de su padre. Si algún día quiere, ya organizaré un encuentro, pero de momento no parece interesada.

—A la gente le gusta saber de dónde viene, ¿no crees?

George la vio ponerse tensa y pensó que el comentario había sido excesivo.

—Por lo que a mí respecta, fue un donante de esperma. No habría podido ofrecerle nada a mi hija. ¡Por Dios, si vivía en un piso de alquiler subvencionado!

—¿Y qué problema hay en eso? —preguntó George, asustado de su franqueza.

Victoria contempló pensativamente la copa.

—Nada. Estoy un poco a la defensiva y siempre acabo diciendo cosas que no debería. —Apuró el champán y sonrió—. De todos modos soy una hipócrita total, porque yo también acabé en un piso de esos cuando tuve a Mimi. Mis padres se horrorizaron de que abandonara mi elegante escuela de señoritas con un bombo y sin sacarme el título. Mi padre me echó de casa y también me expulsaron del colegio. Mi padre dejó de pasarme dinero, estaba sin un céntimo y mi madre tuvo que buscarme un sitio donde vivir. Fue ella quien consiguió que en el ayuntamiento me adjudicaran un piso de alquiler subvencionado. Es una mujer que puede intimidar bastante y con una sola palabra logró que me pusieran la primera en la lista de espera. De todos modos, la única persona a la que no podía imponerse era mi padre. Tenía que fingir que se iba al golf para escabullirse de casa y venir a verme.

—Qué horror. Vaya forma de empezar una vida.

—No creas, me vino bien. No soportaba a mi padre, era un estirado y un déspota, y esa fue mi única posibilidad de escape. Y de hecho lo pasé muy bien. Mimi era una niña preciosa. No podía entender por qué no tenían hijos todas las chicas de mi edad. El único problema era el dinero, porque con las ayudas sociales no me alcanzaba para vivir. Por eso empecé a trabajar con la propietaria de una agencia de viajes de alto standing. Tenía la oficina en su domicilio y no le importaba que me llevara a Mimi; además podía hacer parte del trabajo en mi casa. Terminé encargándome del diseño de todos los folletos. Un día le organicé una fiesta para promocionar unas vacaciones alpinas. Fue fácil, lo llené todo de nieve falsa y árboles de Navidad y servimos vino caliente con especias y una enorme fondue. En el diario local publicaron una larga reseña y mi jefa triplicó las reservas. Después de eso me animó a crear mi propia agencia de relaciones públicas. Sin ella nunca lo habría conseguido. Me prestó un rincón de su oficina para que empezase y terminé abriendo un despacho propio. Así fue como nació Victoria Snow. —Extendió las manos y concluyó—: ¡Tachán!

—Así que ser madre soltera no es tan duro como todo el mundo imagina…

—Yo solo puedo hablar por mí. Además, Mimi era un angelito y siempre ha sabido divertirse sola. En fin, no tenía más remedio… —precisó. Se echó a reír a carcajadas y añadió—: ¿Sabes qué es lo gracioso? Va al mismo colegio del que me echaron hace años. No tienen ni idea de que es una niña ilegítima concebida detrás de la cancha de tenis.

Se derrumbó muerta de risa sobre los almohadones. George se asustó porque parecía un ataque histérico, pero Victoria de repente paró de reír y lo miró muy seria, y él se dio cuenta de que estaba más borracha de lo que creía.

—Llévame a casa.

La insinuación estaba clara, pero George no quería cometer el error de aprovecharse mientras estaba como una cuba. Si tenía que seducirla, quería que estuviera sobria.

Aquel sábado las llevó a la pista de hielo de Bristol. Victoria estaba muy guapa con su amplio jersey blanco de cachemira con reborde de plumón en cuello y puños y, por supuesto, patinaba como si hubiera nacido rodeada de hielo. Comenzó a evolucionar grácilmente por la pista sin volverse a mirarlos, mientras George y Mimi recorrían unos metros a trompicones, aferrados a la barandilla.

George se enamoró de Mimi de inmediato. Era una niña preciosa y divertida, lista y abierta. Carecía de la espléndida belleza de su madre, pero a sus doce años ya tenía una gran intuición del estilo y destacaba entre los demás. Tenía unos ojos pequeños y brillantes, unos labios carnosos y unos dientes algo separados que le provocaban un conmovedor ceceo. Ese día llevaba un gorrito puntiagudo, una desgarbada chaqueta de lana que se había hecho ella misma, una faldita vaquera y unos leotardos a rayas. Se aferró a la mano de George mientras daban una vacilante y patosa vuelta a la pista.

—Vamos —la animó George—. Tenemos que soltarnos. Le demostraremos a tu madre lo que podemos hacer.

—No me extrañaría nada que mamá hubiera ido toda la semana a clases para presumir de lo bien que patina —masculló Mimi—. No puede soportar no ser la mejor en todo.

En ese momento Victoria se deslizaba de espaldas, esquivando grácilmente a los demás patinadores. Recordándolo, George pensó que había sido el primer indicio de que aquella mujer necesitaba ser siempre el centro de atención.

Cuando lograron dar una vuelta completa a la pista sin aferrarse a la barandilla, Victoria estaba ya sentada en la galería superior, bebiendo una taza de cacao caliente coronada de nata y malvaviscos. Mientras se le acercaba tambaleándose sobre los patines y seguido de una también trastabillante Mimi, George sintió una oleada de pasión. Era extraño. Tenía que reconocer que le había entrado miedo al pensar en lo que le esperaba, pero al dirigirse al mostrador en busca de otras dos tazas de cacao caliente pensó que aquello podría controlarlo sin problemas.

Tan bien lo controló, que antes de darse cuenta las tenía a las dos viviendo en su casa. De la noche a la mañana el reducto masculino de George había sufrido una invasión. En la puerta de la nevera, el compartimiento de la mantequilla estaba lleno de botecitos de laca de uñas Chanel. Había bragas desparramadas por el baño, además de bolas de algodón, bolsas de la tintorería desprovistas de las prendas que contenían y tiradas por el suelo, separadores de dedos de los pies, pasadores, mascarillas anti ojeras, toallitas autobronceadoras, alisadores de pelo, rizadores de pelo, uñas postizas, esparadrapo para escotes y rellenos de sujetador. Victoria estaba espectacular cuando salía a la calle, pero lo dejaba todo patas arriba.

Aunque George no se consideraba un maniático, nunca se habría imaginado que una sola persona pudiera crear tanto caos. En cualquier caso, un poquito de desorden no era un sacrificio tan grande a cambio de tener en su vida a aquella mujer fascinante, espectacular y divertida. Además descubrió que le encantaba vivir con Mimi y que la presencia de la niña no perjudicaba en absoluto su relación con Victoria. Le tostaba panecillos alemanes para desayunar y le hizo descubrir la Nutella y la mermelada de arándanos. La acompañaba al colegio con el coche porque estaba más cerca de su trabajo que del de Victoria y Mimi le contaba las cosas que hacían sus amigas… historias que a George le ponían los pelos de punta, aunque prefería que se las contase a que las mantuviera en secreto. Por la noche la ayudaba con los deberes, ya que Victoria no tenía la paciencia o, según decía siempre, la inteligencia suficientes para enfrentarse a los logaritmos o a los verbos irregulares del francés. Y los fines de semana, si Victoria tenía trabajo o había pedido hora en la peluquería, a George no le importaba hacer de chófer y de cajero automático. Sabía que se le podría acusar de estar malcriando a Mimi, pero tenía la impresión de que la niña lo había pasado mal en los últimos años y había llevado una existencia demasiado solitaria y autosuficiente. Unos pocos mimos no le harían daño.

Seis meses después estaba ansioso por consolidar la relación que se había creado entre los tres. Era de esas personas que necesitan papeles oficiales. Por eso, en Nochevieja, cuando Victoria y él admiraban desde la ventana del salón los fuegos artificiales que estallaban sobre Bath, le propuso matrimonio. Y por eso una semana después estaba en una playa caribeña, con las perneras de su mejor pantalón de lino enrolladas porque las olas le llegaban a los tobillos, y con Victoria al lado, ataviada con un vestido de seda blanco, mientras los dos pronunciaban sus votos. Mimi, con unos pantalones bombachos de color rosa y un jersey calado con capucha, contemplaba la ceremonia desde la orilla.

—¡Hola, papi! —exclamó muy sonriente cuando George y Victoria salieron del agua cogidos de la mano, convertidos en el señor y la señora Chandler.

De vuelta en Bath organizaron una gran fiesta para celebrar la boda. Sólo Richard, el jefe de George, fue parco en las felicitaciones. George pensó que habría intentado ligar alguna vez con Victoria y ella le habría rechazado. En el trabajo se había dado cuenta de que Richard podía ser un poco rencoroso. Probablemente su laconismo era resultado de la frustración.

A partir de entonces George y Victoria se convirtieron en la pareja de moda entre el grupito más selecto de la ciudad. Ellos dictaban el bar al que había que ir, el restaurante en el que había que comer, las invitaciones que había que aceptar y las que había que rechazar. Entrar en su sanctasanctórum era acceder a una vida de lujo, alimentada de champán y cócteles exóticos. Al principio George estaba encantado. Le gustaba la ropa de marca, le encantaba la moda, adoraba estar a la vanguardia de las tendencias. Sabía que trasnochaba demasiado, pero aún era joven y no le afectaba, de momento por lo menos. Además, no quería perderse ni un segundo de la compañía de Victoria. Se la comía con los ojos, estaba pendiente de todas sus palabras, no podía quitarle las manos de encima. Y el sexo… ¡Ah, el sexo! Era dicha, era éxtasis… Cualquier palabra se quedaba corta.

No obstante, a medida que fueron pasando los meses el entusiasmo de la novedad comenzó a apagarse. Lo primero que empezó a hacerse pesado fue la agitada vida social; su esplendor inicial se fue empañando y George descubrió lo que tenía de vano y superficial. Las conversaciones que en otro momento le habían parecido fascinantes, las frases que se le habían antojado irónicas, se repetían una y otra vez. La mayoría de sus conocidos tenían un único tema de conversación: ellos mismos, y eran demasiados los que necesitaban estar borrachos o colocados para pasarlo bien. A George le gustaba tomar una copa de vez en cuando, pero no solía perder el control.

De repente miró a sus supuestos amigos y vio una pandilla de vanidosos e inseguros. Y comprendió que Victoria, por el hecho de frecuentarlos, compartía varios de los rasgos que a él le parecían tan desagradables. Podía ser falsa y rencorosa y era capaz de volver la espalda a una persona por los motivos más triviales. Además tenía un gran afán de protagonismo. Coqueteaba todo el rato, aparentemente por el puro placer de hacerlo, por comprobar que era la posibilidad más interesante de la concurrencia. Necesitaba ser irresistible. George empezó a verla con otros ojos.

Lo más preocupante, sin embargo, era el hecho de que bebía cada vez más; todavía peor era saber que un montón de amigos de ella estaban enganchados a otras cosas más fuertes. Victoria no se lo contaba porque sabía que le parecería mal. En todo caso, tomara lo que tomase, empezó a afectar a su vida diaria. Algunos días, aunque fuera entre semana, se quedaba toda la mañana en la cama. George le daba el desayuno a Mimi y la llevaba en coche al colegio, y más tarde telefoneaba a casa, a eso de las once, justo cuando Victoria se acababa de despertar y estaba aún aturdida e incoherente. Pese a todo, se las arreglaba para recuperarse antes del mediodía y aparecía en la oficina radiante y perfecta, dispuesta a hacer todas las llamadas pendientes. George pensaba que detrás de tan milagrosa recuperación tenía que haber una pequeña ayuda química.

Lo más exasperante era que Victoria seguía comportándose con absoluta profesionalidad. Simplemente, no concertaba ninguna cita por la mañana e iniciaba la jornada laboral a la hora de la comida. Y seguía ampliando la clientela, ya que por mucho que se la pudiera criticar, era innegable que sabía cómo causar sensación. Cada vez que organizaba el lanzamiento de un producto o un local, conseguía darle un toque especial que quedaba grabado en la mente de su clientela potencial. Era infatigable, innovadora y audaz, y ganaba una pequeña fortuna que se le iba de las manos antes de llegar a la cuenta del banco.

Aunque nunca dejaba tirados a los clientes, su vida privada había perdido el norte. Cada vez eran más frecuentes las ocasiones en que George tenía que llevársela a rastras de alguna reunión social en la que se había puesto agresiva y antipática. Podía ser muy ofensiva, sabía encontrar el punto débil de las personas y era capaz de criticar con una crueldad despiadada o incluso amenazar a cualquier mujer que intentara eclipsarla. Si se daba el caso, Victoria la atacaba con saña y al día siguiente no mostraba el más mínimo remordimiento. Entretanto George acumulaba facturas de su floristería favorita porque tenía que enviar carísimos ramos a sus anfitriones y a los invitados a los que Victoria había ofendido. Muchos se limitaban a decir «Victoria es así», pero a George no le parecía una buena excusa. No se puede disculpar una grosería con el argumento de que uno siempre ha sido un maleducado.

A veces pensaba que podría salvarla. Algunos sábados, si lograba recabar su atención antes de que empezara a prepararse para salir a cenar, George hablaba con ella de la casa, que poco a poco iba rehabilitando. Se sentaban frente a un café y un montón de revistas y ella proponía ideas, ideas que a George le entusiasmaban porque solían ser muy sencillas pero con el toque de inspiración que había hecho de Victoria una excelente profesional. Y si era un día especialmente afortunado se iban a pasar la tarde a Walcott Street y recorrían almonedas y anticuarios, tiendas de iluminación y talleres de interiorismo, eligiendo cuidadosamente los objetos que convertirían su casa en un hogar. Siempre era ella la que descubría la pieza clave: la estatuilla que quedaría tan bien frente a la ventana de la entrada, el enorme cuadro abstracto que realzaría las paredes del salón con sus vivos colores, la araña francesa que habría que reparar pero quedaría ideal en la cocina a pesar de no ser nada práctica. Esa era la Victoria que George hubiera querido ver siempre, pero no podía evitar pensar que la tenía de prestado, como si le estuviera siguiendo la corriente pero contara los segundos que faltaban para volver a ser ella misma. Y aunque George intentaba retenerla, la Victoria que le gustaba terminaba siempre escabulléndose. A las seis empezaba a arreglarse, se ponía el disfraz, se entonaba con un cóctel o una copa de champán, y a las ocho había desaparecido completamente.

Un día George se armó de valor para decirle que la bebida se había convertido en un problema. Era domingo, y al mediodía, cuando Victoria aún no se había levantado, hizo tortitas y le llevó el desayuno a la cama. El detalle más revelador era que Victoria ya no tenía resacas, se limitaba a dormir. George le preguntó qué era lo que intentaba olvidar, o quizá ocultar, pero ella dijo que solo quería divertirse e insistió en que no le pasaba nada. George sospechaba que había algo más.

—¿Es por mí? —preguntó, porque el declive había comenzado tras la boda.

—Claro que no. Te quiero.

—Entonces, ¿qué es? La gente que es feliz no se comporta así, Victoria. Estás muy descontrolada. Me preocupas.

Siguió insistiendo, hasta que Victoria no pudo más y cubrió de lágrimas la bandeja del desayuno.

—No me soporto —sollozó—. No soy la persona que me gustaría ser.

—Pero ¿qué dices? Eres preciosa, inteligente, simpática… En fin, cuando no te emborrachas y la tomas con la gente.

—Pero soy una farsante. Es todo teatro. Soy absolutamente artificial. Toda esta ropa… no es más que una coraza, el disfraz que me permite fingir que soy quien no soy. Una estúpida re presentación.

—¿Y quién te gustaría ser, entonces? —George no entendía nada.

—Una persona cálida, amable, generosa, que no pensara que todas estas chorradas son importantes.

—Es que no lo son.

—Pero yo no puedo funcionar sin ellas.

—Estás loca.

—Exacto.

—No, no es eso lo que quería decir. Quería decir que sí eres la persona que te gustaría ser. No eres fría ni vana ni superficial, porque en ese caso no me habrías hablado de estas cosas.

George miró a Victoria, acurrucada en la cama y con la cara pálida de desesperación. Extendió el brazo y le acarició el pelo.

—¿Sabes qué pienso? —preguntó en voz baja. Victoria negó con la cabeza, sin mirarlo, clavando una mirada ausente en la pared—. Creo que deberíamos tener un hijo.

Victoria se incorporó de golpe.

—¿Qué?

—Te daría serenidad y podrías olvidarte de todo ese rollo de la supermujer. Yo gano lo suficiente para mantenernos a los dos. Si no te gastas el dinero en ropa, claro —intentó bromear—. Quiero decir, si de verdad hablabas en serio y no te importaría estar tranquilamente en casa con unos leggins de Dorothy Perkins…

Antes de que pudiera terminar la frase, Victoria le soltó un jarro de agua fría.

—¡No digas burradas! —gritó—. No me has entendido, ¿verdad? No quiero un maldito niño. Solo me faltaría eso: ¡otro hijo! ¿Es que no lo entiendes? Soy un desastre como madre. Ya le he arruinado la vida a Mimi y no veo por qué tendría que arruinársela a nadie más.

—¿Qué dices? No le has arruinado la vida a Mimi. Es una niña perfectamente feliz.

—Gracias a ti, solamente. No gracias a nada que haya hecho yo.

—Pero yo también estaré ahí cuando venga el próximo niño.

Victoria acercó mucho la cara a la de George y chilló como una posesa:

—¡No habrá un próximo niño!

George dio un paso atrás, desconcertado ante su reacción. Victoria se dejó caer sobre la cama, sollozando desesperadamente.

—Por el amor de Dios, Victoria. Tu actitud es absolutamente irracional. Hablemos con calma.

George recordó que había empezado a suplicarle. Estaba sinceramente convencido de que un niño la ayudaría, frenaría su inconsciente afán autodestructivo, daría un sentido a su vida… Pero Victoria lo acusó de ser un ingenuo.

—¡Es horrible! —chilló—. La maternidad es algo espantoso. ¿Por qué crees que soy un desastre? No soporto la responsabilidad. No soporto pensar que cualquiera cosa que llegue a ser Mimi será culpa mía. No soporto que sea la prueba viviente de todos mis errores.

—Pero la quieres, ¿no?

—Eso es lo que lo empeora todo; sería mucho más sencillo si no la quisiera. No habría el dichoso sentimiento de culpa, no habría remordimientos ni miedos, no sentiría ese peso de la responsabilidad del que intento huir continuamente sin conseguirlo, porque Mimi siempre está ahí. Por eso bebo y pierdo el mundo de vista, porque durante cinco minutos consigo ser la persona que podría haber sido si nunca la hubiera tenido. Y al menos ahora sé que tú estás ahí para cuidarla.

—¡Qué barbaridad! —George estaba horrorizado.

—No lo entiendes, ¿verdad?

—No sé por qué tienes que complicarlo tanto. No sé por qué no puedes simplemente…

Quiso decir «madurar», pero no se atrevió.

—En fin, ya está. Ahora ya sabes que soy una persona horrible y que te estoy utilizando.

Victoria se sonó con la manga y le clavó una mirada desafiante. George estaba aturdido. ¿Solo era eso para ella, una especie de figura paterna que le permitía dimitir de toda responsabilidad hacia Mimi? Era evidente que Victoria no tenía ninguna intención de tener otro hijo, y George no podía negar que estaba triste, ya que últimamente había empezado a acariciar la idea de ser padre. Había estado pensando mucho en ello e incluso había decidido qué habitación de la casa sería la más apropiada para el bebé. Ahora, sin embargo, había quedado claro que todo era una fantasía y nunca se haría realidad. De entrada, George no podía confiar en Victoria, tan frágil, vulnerable y caprichosa, y él carecía de la fuerza y la sabiduría necesarias para contrarrestar la furia que albergaba en su interior. Victoria era como un caballo salvaje, necesitaba alguien que la domara, y quizá él no era el hombre adecuado para conseguirlo. Nunca más volvería a sacar el tema del niño. Como mucho, confió en que, ahora que por fin había salido a la luz el tema, Victoria recapacitaría en lo de la bebida.

Lo que sucedió fue que empeoró. Victoria se volvió caprichosa e impulsiva. Usaba ropa más extremada y provocativa, con las faldas muy cortas y los tacones muy altos. George estaba muy preocupado. Veía que le temblaba un poco la mano al verter la leche en el café del desayuno, como si en realidad quisiera un lingotazo de vodka.

Entretanto Mimi experimentó una metamorfosis, dejó de ser la niña de carita redonda y se convirtió en una guapa y larguirucha jovencita. Y aunque los dos se seguían llevando la mar de bien, a George le desconcertaba su rápido crecimiento. Sus compañeras del colegio eran muy precoces y la mayoría tenían padres ricos que, por lo visto, no se preocupaban por lo que hicieran siempre que no interfiriese en su vida social. Todas tenían mucho dinero a su disposición y muy pocas normas. A George le incomodaban sus temas de conversación, sus gustos musicales y sus atuendos… El estilo de Mimi también se había vuelto más extravagante, una mezcla entre porrera y fulana. Victoria no parecía preocupada.

—Está buscando su identidad. No irá así cuando tenga veintisiete años. Ten paciencia.

George, que entendía la importancia que tenía la identidad para Victoria, no se vio con ánimos de discutir. Aun así, le molestaba que Victoria aceptase tan rápidamente, con una pasividad que era casi una forma de alentarla, ciertos aspectos del comportamiento de su hija. Por lo visto, entre las chicas de su edad era normal ir a fiestas y discotecas, beber y fumar. Aunque Mimi, a diferencia de muchas de sus amigas, incapaces de hilvanar dos frases seguidas, seguía tratándolo con cariño y conversando con él, George no aprobaba su forma de divertirse.

Victoria, en cambio, no le daba importancia.

—Es ella la que debe elegir.

—Pero habría que advertirla de los peligros.

—Ya los conoce. No es tonta.

—¿Dónde pones el límite? ¿Permitirías que se acostara con alguien o que tomara drogas?

Victoria lo miró como si estuviera loco.

—No pensarás en serio que hará esas cosas, ¿verdad?

—Creo que necesita orientación, pero no sé si soy yo quien debe dársela.

—Tú sabrás.

George hizo un torpe intento de abordar algunos de los temas conflictivos con Mimi, quien respondió dándole una palmadita en la mano y asegurándole que sabía perfectamente lo que hacía, una respuesta que George no encontró precisamente tranquilizadora. Con quince años tendría que estar pensando en las clases de hípica y en Kylie Minogue, y no en salir por ahí vestida como una colgada y en escuchar a grupos de nombres espantosos, como Cradle of Filth (de Porquería).

El colmo fue el cumpleaños de Mimi. George había reservado mesa para ella y tres amigas en su restaurante favorito, que servía básicamente hamburguesas y pizzas pero en un ambiente sofisticado, todo cristales y cuero blanco, con camareros jóvenes y guapos que se apresuraban a satisfacer los caprichos de la clientela. Mimi insistió en que George y Victoria cenaran también con ellas… algo muy inusual, ya que todas sus amigas despreciaban a sus padres y procuraban estar el mínimo de tiempo en sus inmediaciones. Pero George y Victoria, por lo visto, molaban.

Aquella noche Victoria eclipsó a Mimi y a sus amigas. Parecía de su misma edad y se había puesto una ropa más corta, más ceñida y más escandalosa que la de ellas. En otro tiempo George se habría sentido orgulloso, pero ahora estaba incómodo. Era como si la invitada a una boda robase el protagonismo a la novia. Observó cómo Victoria daba cuenta de tres Cosmopolitan en rápida sucesión y se iba animando cada vez más, riendo con las chicas y coqueteando con los camareros, que se peleaban por atenderla.

Apretó los labios en un gesto de desaprobación cuando Victoria ofreció el paquete de tabaco a las chicas.

—No deberías animarlas a fumar —protestó entre dientes.

—¡Dios! Si fumarán igualmente a espaldas nuestras… ¿Cuál es el problema?

George entendió que Victoria necesitaba parecer joven y moderna y estaba ansiosa por que la considerasen una más de la pandilla. Se alegró de que por lo menos Mimi no fumara.

—El tabaco es una porquería —declaró mientras todas sus amigas encendían un pitillo—. Envejece y estropea la piel. Además, ¿quién quiere oler a cenicero?

Victoria le sacó la lengua y pidió otro Cosmopolitan. George, a pesar de que se sentía muy incómodo con su actitud, decidió tranquilizarse y disfrutar de la velada.

El plato fuerte tenía que ser el postre. George lo había organizado todo con cuidado y encargado el día anterior. Justo cuando hacía una señal a los camareros para que trajeran el pastel de cumpleaños, Victoria sacó unas invitaciones para la inauguración del Ruby Tuesday, un nuevo local nocturno. Hubo un coro de grititos y exclamaciones de emoción.

—Genial —chilló Yasmin.

—El lunes se morirán de envidia en el colegio —cacareó Leyla.

—Tu madre mola, Mimi —declaró Joo.

—Tenemos que irnos ahora mismo —anunció Victoria—. Si llegarnos después de las once, no nos dejarán entrar.

—Espera un momento —dijo George—. El pastel de Mimi…

—¿Pastel? —resopló Victoria, con un gesto de fastidio—. ¡Estas invitaciones son un tesoro! Pídeles que te lo envuelvan para llevar.

Salió en tromba del restaurante, seguida por su escuadrilla de lolitas, justo cuando aparecía el encargado con una torre de brownies de chocolate intercalados con bolas de helado, todo cubierto de peladillas plateadas, bengalas y velas encendidas, George, solo en la mesa, miró fijamente la bandeja.

—Voy a tener que cobrárselo de todos modos —dijo el encargado.

—No lo dudo —respondió secamente George—. Sírvalo en otra mesa de mi parte.

Pagó la cuenta y se fue a casa.

A las dos de la mañana telefoneó Mimi, muy asustada.

—George… No sé qué hacer. Yasmin está vomitando en el baño, Leyla se está pegando el lote con un chaval y a Joo no la veo por ningún lado.

—¿Dónde está tu madre?

Hubo un pequeño silencio.

—Pues… Hace rato que no la veo.

—Voy a buscarte.

Veinte minutos después, George conseguía entrar en el Ruby Tuesday después de amenazar a los guardias de seguridad diciendo que habían dejado entrar a unas menores y que si el local quería seguir abierto más allá de la noche inaugural, más les valía dejarle pasar. Tardó media hora en reunir al grupo de amigas de Mimi, que se encontraban en diferentes estados de ebriedad y desnudez. Mimi estaba exhausta y llorosa.

—Lo siento, George —no paraba de repetir—. Yo no quería venir; que conste.

—No tuviste mucha posibilidad de elegir —contestó George, muy serio—. ¿Dónde está tu madre?

Hubo un incómodo silencio.

—Creo que está en la zona VIP —aventuró finalmente Yasmin.

Esta vez George tuvo que discutir con un guardia plantado con los brazos cruzados delante de una cinta roja, hasta que descubrió que podía convencerlo con un billete de veinte libras. En la zona VIP estaban las caras más conocidas y poderosas de Bath, justo las que George había tratado de evitar en los últimos meses. Deambuló por el local con la cabeza gacha y al final encontró a Victoria en un rincón oscuro, sentada a horcajadas en el regazo de un rubio vestido con pantalones de cuero. Durante un horrible instante George pensó que era Rod Stewart, hasta que se dio cuenta de que este tío andaba por los cuarenta y pocos años y por lo tanto era mucho más joven. De todos modos, su pelo demasiado largo y demasiado decolorado y sus pantalones demasiado ceñidos eran igualitos a los del cantante. George se quedó mirándolos hasta que Victoria terminó alzando la vista.

—¡Cariño! —gorjeó, sin sombra de culpabilidad en el rostro. George vio en sus ojos que estaba muy colocada—. Te presento a Nick. Nick es uno de los propietarios de este sitio tan, tan, tan fantástico.

—Mira qué suerte. —George esbozó una sonrisa forzada y le tendió la mano—. Soy George Chandler.

—Ajá. —Nick correspondió al saludo de George con una mano y acarició el muslo de Victoria con la otra.

—El marido de Victoria —especificó amablemente George.

George sacó a Victoria del local, la llevó al sitio donde los estaban esperando las chicas, pálidas y agotadas, y la metió a empujones en el taxi que aguardaba para salir.

—Lo siento —se disculpó Mimi, aferrándole la manga.

—Tranquila, no es culpa tuya. —George la abrazó—. Lástima que se haya estropeado tu cumpleaños.

—La cena estaba buenísima. Muchas gracias.

George estrechó a Mimi contra él, consciente de que aquella relación sería lo más cercano que tendría en toda su vida a la paternidad. Había sido una locura proponer otro hijo a Victoria.

Se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva. Era extraño. Nunca se había visto como un padre de familia, pero ahora que sabía que sería imposible empezaba a desearlo de verdad.

A la mañana siguiente, George estaba de pie junto a la cabecera de la cama, viendo cómo Victoria recuperaba la conciencia poco a poco. Estaba tan enfadado que se había ido a dormir a la habitación de invitados porque no habría podido soportar la proximidad de su cuerpo aletargado, su total inconsciencia.

—Solo lo diré una vez. —La rabia le provocaba tal temblor que apenas podía controlar la voz—. Eres de una irresponsabilidad absoluta. No sé qué coño tomaste la otra noche, pero más vale que lo dejes si quieres seguir bajo este techo un minuto más. Tenías que estar pendiente de las niñas y ni por un segundo se te ocurrió vigilarlas. De hecho, si no fuera por Mimi… —No terminó la frase porque vio que Victoria se había vuelto a dormir. Furioso, apartó las azucenas de un jarrón y arrojó el agua sobre el cuerpo inerte. Victoria se levantó de golpe, escupiendo.

—¡Joder, George!

—Tu hija de quince años tiene más sentido común que tú. Y no se te ocurra volver a humillarme de ese modo nunca más.

Victoria lo miró parpadeando, con la cara enmarcada por mechones sucios y enmarañados.

—Por el amor de Dios, George. Cálmate. ¿Cuándo perdiste el sentido del humor?

—¿Cuando me encontré a mí mujer rodeando con las piernas la cintura de otro tío?

—Estábamos hablando de trabajo.

—Solo había un trabajo que pareciera interesarte en ese momento, cariño. Y para serte sincero, estás ya un poco vieja para vivir de eso.

George sabía que Victoria podía pasarse varios días dando vueltas a cualquier insinuación sobre su edad y aquel comentario le dolería. Fue lo único que se le ocurrió para desquitarse, y acertó. Al salir de la habitación oyó cómo el jarrón estallaba contra la pared, a sus espaldas.

Cuando se había enterado de la historia de Victoria con Nick Taverner, no hacía ni un mes antes, George no había protestado. Quizá había sido una reacción cobarde (¿la clase de hombre no trata de luchar por la mujer que ama?), pero estaba harto de discusiones.

Sin embargo, sí había querido saber el motivo.

—Porque él no me da la lata —respondió sencillamente Victoria.

Hubo un pequeño silencio mientras George asimilaba la respuesta.

—De momento —contestó al final, pero no trató de disuadirla.

No estaba sorprendido. Nick Taverner era mayor que él (cuarenta y tantos), pero endemoniadamente atractivo, aunque en un estilo un poco hortera. Estaba metido en un montón de negocios y tenía una impresionante fama de ligón. Justo lo contrario de George. Cada vez que coincidía con Nick Taverner, tenía la impresión de ser un tipo gris y aburrido.

Lo que le destrozó el corazón no fue que Victoria lo dejara. Ya hacía tiempo que George tenía el corazón roto, desde el momento en que había entendido que nunca serían la familia que anhelaba. Ahora sentía un dolor sordo y vacío, y la añoranza de lo que podría haber pasado si hubiera tenido el valor de plantar cara a Victoria. De todos modos, si hubiera conseguido domarla, ¿habría seguido siendo la mujer que él deseaba? Desprovista de su vivacidad, seguramente la atracción habría desaparecido.

George se quedó mirando el coche en el que se alejaban Victoria y Mimi, como Thelma y Louise en su descapotable, y pasó el fin de semana limpiando la casa para eliminar todo rastro de las dos. Quitó del dormitorio las preciosas cortinas diseñadas por Jane Churchill y las sustituyó por una persiana veneciana de madera oscura, y compró un juego de sábanas en un sobrio y masculino estampado a rayas. Repintó el dormitorio de Mimi, cambiando por un rojo intenso el lila nacarado que había elegido con ella unos meses atrás, y puso estantes para libros en todas las paredes. Echó a la basura todo vestigio de feminidad del baño, llevó al desván cojines, cubre sofás y jarrones y tiró todas sus revistas. No paró hasta que la casa volvió a ser austera, de líneas puras, masculina… Victoria y Mimi no lo necesitaban, y él no las necesitaba a ellas.

Después llamó a Justin y los dos se fueron a pasar un fin de semana de amigotes a Barcelona, donde asistieron a un concierto de los Stones y terminaron borrachos como cubas.

—Y ya no las he visto desde entonces… —George llegó al final de la historia y contempló el mar con aire ausente, incapaz de sostenerla mirada de Lisa—. Hasta hoy. Te lo digo con toda sinceridad.

Lisa percibió un cambio en su tono de voz. Sonaba forzada, casi estrangulada; supuso que estaba luchando por contener el llanto.

—¿Puedes entenderlo, aunque sea un poquito? —consiguió articular George al final.

¿Si podía entenderlo? Era él el que no terminaba de entender las cosas. Lisa llevaba mucho tiempo preparándose para esta eventualidad, había procurado mantener a los hombres a distancia, se había alejado cuando se acercaban demasiado, había defendido tercamente su independencia a pesar de sentirse algunas veces muy sola, tremendamente sola. Todo para no volver a sentir lo que había sentido hacía tiempo. Aquella desolación absoluta, aquel instante en que se le había helado la sangre en las venas, como si anduviera sobre una cuerda floja y de repente viera que la red de protección había desaparecido. Ahora volvía a recordarlo con total claridad. Incluso percibía el olor de la habitación, el intenso olor a sexo y al perfume de Andrea. El angustioso segundo en que había comprendido que el único hombre en quien podía confiar, el que estaría siempre a su lado, firme como una roca, la había traicionado. En un momento, toda la esencia de su padre se había venido abajo.

Y ahora volvía a sucederle lo mismo. Lisa había confiado en George y había permitido que se le acercara demasiado. No había sido deliberado sino algo que había ido sucediendo poco a poco, porque después de tantos años de terco aislamiento era agradable compartir cosas con alguien, aparcar momentáneamente la impresión de que toda la responsabilidad de sus decisiones recaía sobre ella misma. Lisa había bajado la guardia y había caído en la trampa. Se había dejado arrastrar por una situación que iba contra todo lo que había intentado controlar y ahora estaba pagando el precio. El hombre al que había llegado a… en fin, sí, podía decir «amar»… no era quien parecía ser. Le había estado ocultando un oscuro y feo secreto, cuando ella le había otorgado implícitamente su confianza. La había engañado, y quién sabe cuánto tiempo más habría estado engañándola si no hubiera quedado al descubierto. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? ¿No había aprendido hacía tiempo que la única persona del mundo en la que podía confiar era ella misma? Lisa se estremeció al darse cuenta de su error.

George le tocó suavemente un brazo.

—Lisa…

Lisa lo apartó con brusquedad. No valía la pena montar un número. Si empezaba a quejarse y a lanzar reproches, quedaría claro que George le importaba, y Lisa no tenía ninguna intención de revelar su vulnerabilidad. Tenía que ser fuerte, como había sido hacía tiempo. La vez anterior había levantado cabeza, lo había dejado todo atrás y había empezado de nuevo. Sacó pecho, decidida a mantener la dignidad, y repasó mentalmente sus posibilidades.

Esta vez las cosas eran un poco más complicadas. No podía irse sin más, como le pedía su instinto, pues había demasiadas cosas en juego. Con su carácter práctico, Lisa decidió que lo importante era poner en marcha el hotel. Tenían que empezar a sacar beneficios lo antes posible si no querían irse todos a pique. Al fin y al cabo en las últimas semanas habían estado gastando dinero a espuertas y las reformas no se podían interrumpir de repente. Tenían que recuperar la inversión cuanto antes. Cuando empezara a ver beneficios, ya decidiría qué hacer. No pensaba rajarse justo en aquel momento.

Miró a George. Tenía que encarar el asunto con profesionalidad. No podía perder el tiempo con histerismos.

—Claro que pueden quedarse, mientras no tengan inconveniente en echar una mano —respondió con firmeza—. Nos vendrán bien dos ayudantes, y hay un montón de habitaciones disponibles. Eso sí, tienen que marcharse cuando inauguremos. —Se puso de pie antes de asestar el último golpe—. Bueno, voy a llevar mis cosas a otra habitación.

George se levantó de un salto, desconcertado. Cuando Lisa daba media vuelta para regresar al hotel, la detuvo cogiéndola del brazo.

—No dejarás que esto nos separe, ¿no?

Lisa se apartó un mechón de la cara en un gesto impaciente.

—Joder, George. Es bastante grave no decir que estás casado. En una escala de ofensas del uno al diez, está casi en el once. Seguramente es peor que tener un lío. Es inexcusable.

Apretó los labios y lo miró con frialdad. Tenía que mostrarse fuerte, impasible, inconmovible…, igual que aquella tarde con su padre. Si no, se derrumbaría sin remedio.

George respiró hondo.

—Lisa, estoy profundamente avergonzado —declaró—. Sé que he cometido un error imperdonable. Pero después de Victoria… En fin, pensé que no quería enredarme con ninguna otra mujer; me parecía absurdo abrirme para terminar sufriendo. Pero de pronto apareciste tú y decidí que valía la pena correr el riesgo. Y resulta que en vez de sufrir yo, he terminado haciéndote sufrir a ti. Por supuesto, ahora me doy cuenta de lo egoísta que fui, pero en ese momento era un mecanismo de defensa… —Tragó saliva y se pasó una mano por los ojos, parpadeando—. He cometido un error. No era mi intención engañarte. Simplemente… sucedió. ¿Lo comprendes?

Lisa guardó silencio un momento. Le parecía estar oyendo su propia filosofía, como si George repitiera el lema que ella misma se había forjado. Vaciló. ¿Estaba siendo injusta? Después de todo, no era la única persona traicionada. ¿Acaso la impresión de descubrir el secreto de George la había despojado de su humanidad, como le había sucedido con su padre? En algunos momentos, en su afán de blindar emociones y protegerse, había llegado a sentirse como un robot. Se colocó por un momento en la situación de George y comprendió que tal vez merecía ser escuchado.

—Sí, supongo… —Habló en un tono vacilante, reacia a capitular cuando se sentía tratada tan injustamente.

—Sé que soy culpable. Sé que me engañé, que actué mal, que escondí la cabeza en la arena… Pero era la única forma de mantenerla fuera de nuestra vida. Para mí, Victoria es como la caja de los truenos… Desde el primer momento en que me fijé en ella, supe que terminaría trayéndome calamidades. —Alzó los ojos con resignación—. Sé que suena pomposo, pero la veo como a la protagonista de una leyenda griega. La única forma de seguir adelante era fingir ante mí mismo que Victoria nunca había existido.

—Y ahora que está aquí… ¿quieres que se quede?

—¡No por Dios! Estoy impaciente por verla marcharse, pero sé que si no la ayudo… —George buscó la mejor manera de explicarlo—. Ahora que ha vuelto a aparecer, tengo que apartarla de mi vida para siempre y conseguir que deje de tener poder sobre mí. Pero antes hay que resolver algunas cuestiones prácticas y para ello tenemos que hablar cara a cara, porque no me fío. Si le digo que se largue, buscará mil maneras de vengarse. Y además, claro, está Mimi… —Miró a Lisa con expresión angustiada y añadió—: Me preocupa lo que le pueda pasar, y no estoy seguro de que a Victoria le suceda lo mismo. A ver si me explico…, sé que quiere a su hija, pero es muy capaz de utilizarla como un arma arrojadiza. Y no es justo, Mimi es aún una niña y no ha tenido una vida fácil. Si consigo resolver el asunto… de una forma amistosa… —George hizo una mueca porque sabía que estaba siendo optimista—. En fin, tenemos que tomárnoslo de la mejor manera posible; si no, se saldrá con la suya. Acaba de irrumpir en mi vida y ya ha empezado a estropearlo todo, como hizo la otra vez. Por favor no dejes que lo consiga.

Quiso abrazarla. Lisa se puso tensa, pero George la estrechó contra él.

—No quiero seguir con el proyecto si no te tengo a mi lado. No tendría ningún sentido. Este sitio es parte de nuestra vida, Lisa. Mira. —Señaló a lo alto del acantilado—. Nos hemos arriesgado y vamos a conseguir que el hotel sea un éxito. Tú y yo. Con un poquito de ayuda de Justin, claro, pero los dos sabemos que para él es solo un juego. Para nosotros, en cambio, es un sueño. Hemos renunciado a todo por este proyecto, y estamos ya muy cerca del triunfo, nos falta muy poco. No dejes que Victoria nos lo arrebate.

A su pesar, Lisa trató de serenarse y apoyó la cabeza en el hombro de George. Tenía razón, habían recorrido un gran trecho. ¿Iba a dejar que su terco orgullo les impidiera alcanzar el éxito? ¿Quién habría ganado, en ese caso?

—¿Estas en mi bando? —susurró George, acariciándole el pelo con la mano.

—Sí —respondió Lisa en un susurro, sin saber si el sabor salado de sus labios era la brisa del mar o las lágrimas de los dos entremezcladas.

En teoría, Mimi había recorrido mucho mundo. Tenía el pasaporte cubierto de sellos exóticos porque a su madre le gustaba pasar las vacaciones en lugares remotos. Sin embargo, no tenía ni idea de que pudiera existir un paraíso como aquel en el propio país donde vivía. Siempre había creído que la costa inglesa era aburrida…, fría y gris, con playas de guijarros y un montón de viejos bebiendo té en termo. Y en cambio, en Mariscombe el sol resplandecía sobre un cielo de un azul purísimo, y los altos y verdes acantilados se recortaban frente a un mar centelleante que no tenía nada que envidiar al Mediterráneo. La arena era tan dorada como en cualquiera de las playas que Mimi había conocido en sus viajes. El impacto del lugar le llegaba a través de todos los sentidos. Desde la playa venían los gritos de alegría de los bañistas y los chillidos de las gaviotas, de las puertas de los comercios salían ritmos contrapuestos, el olor a mar se mezclaba con el delicioso aroma de las patatas que se estaban friendo en una camioneta cercana. Todo el mundo sonreía y hacía su vida, sin meterse con nadie. Los niños salían de las tiendas cargados triunfalmente con cubos, palas y cedazos y trastabillando sobre sus chancletas nuevas. Los padres se daban la mano como hacía años y sonreían con indulgencia. Los bebés lamían sus primeros helados desde los confines de sus cochecitos. Los jóvenes amantes se embadurnaban los unos a los otros con crema solar, explorando sensualmente la piel que el ritmo de la vida cotidiana les había impedido acariciar desde hacía semanas. Dos muchachos salieron acelerados de una casa, sosteniendo una tabla de surf cada uno, y corrieron calle abajo en dirección el mar. Mimi los miró alejarse y admiró la amplitud de sus hombros, la esbeltez de sus cinturas, su piel del color de la miel derretida.

Paseando por las pocas calles que formaban el pueblo, se dio cuenta de que iba muy mal vestida para la ocasión. Por la mañana, cuando salían de Bath, no hacía demasiado buen tiempo, y ahora, con el calor del principio de la tarde, se sentía ridículamente abrigada. Los transeúntes que pasaban casi desnudos por su lado la miraban desconcertados. Mimi se quitó el blazer del colegio pero seguía sintiéndose demasiado elegante con su faldita escocesa y sus botas altas.

Entró en una tiendecita abarrotada de ropa con estampados de flores y collares de cuentas. Los altavoces emitían música mientras Mimi hurgaba en los percheros buscando un disfraz adecuado, La ropa tenía mucha importancia para ella; ¿cómo no iba a tenerla, siendo hija de Victoria? Pero a Mimi no le interesaban las marcas y el precio de las prendas, sino conseguir un estilo interesante gastando lo menos posible y diferenciarse del resto. Curiosamente, ahora que estaba en Mariscombe, quería tener el mismo aspecto que las demás adolescentes que deambulaban por las calles… conseguir un aire despreocupado, playero, informal.

Eligió un top de ganchillo atado al cuello, un pareo azul y unas chanclas con incrustaciones de concha y se lo llevó todo al probador. Se atusó el pelo, tratando de liberarlo de la laca que hacía unas horas lo había mantenido en su sitio. Se miró al espejo y suspiró. Parecía una mezcla entre Barbie Surfista y Reina de los Infiernos. Tendría mucho trabajo para conseguir el aspecto de una belleza de playa. El tinte negro del pelo tendría que desaparecer y necesitaría una tonelada de loción autobronceadora, pero era un comienzo.

Se acercó a la caja cargada con la ropa con la que había entrado.

—¿Te lo llevas puesto?

Mimi alzó la cara y se encontró con dos ojos de color agua marina.

—Sí, si no te importa.

—Ibas demasiado elegante para la playa —comentó el dependiente, con una amplia sonrisa.

—Un poquito.

—Espera, que corto las etiquetas. —El chico cogió unas tijeras—. Acércate.

Mimi esperó obedientemente a que el dependiente terminara de cortar las etiquetas de los precios y le lanzó algunas miradas de reojo. Llevaba unos bermudas de tela de camuflaje y unas zapatillas de skater con los cordones en verde chillón. Tenía el pelo castaño claro y largo hasta los hombros, con los rizos moteados por la sal del mar. Mimi sintió una súbita necesidad de acariciarlos. Al final él terminó de cortar las etiquetas y ella buscó el monedero en el bolsillo del blazer

—¿Has venido de vacaciones?

—No exactamente. —Mimi sacó unos billetes arrugados—. He venido a ver a mi padrastro.

—Pásate más tarde. Actúa un grupo en el Old Boathouse.

—¿Son buenos?

—No son los Red Hot Chili Peppers, pero ¿qué más da? Será divertido.

Sonrió mientras metía la ropa que llevaba Mimi al entrar en una bolsa de la tienda y se la daba. Mimi se fijó en que el nombre que aparecía en el escudo de la camisa era Matt. Sintió un pequeño vuelco en el estómago cuando sus dedos se rozaron, los de ella muy blancos, los de él de un moreno dorado.

—Nos vemos luego, si acaso…

—Si acaso… —Mimi esbozó una sonrisa y se volvió para salir.

Era increíble. Aquel chaval había sido muy amable con ella, y sin embargo no se había sentido agobiada en ningún momento. Los chicos de Bath, o bien se interesaban por una sola cosa o bien pasaban de ella totalmente. En general eran unos gilipollas. Imbéciles de colegio privado que intentaban demostrar que eran más ricos y más enrollados que nadie conduciendo a toda velocidad los deportivos que sus padres habían cometido el error de comprarles para ahorrarse la obligación de llevarlos arriba y abajo todo el tiempo. Hablaban imitando el vocabulario de los barrios bajos y se las daban de consumir un montón de drogas. Mimi los encontraba muy poco interesantes. A los cinco minutos de llegar a Mariscombe, en cambio, se había topado con multitud de Adonis de los que no podía apartar la vista. Y no eran muñecos de plástico sino criaturas fibradas y de melena abundante, ojos sonrientes y bermudas desgastadas; seres fascinantes con los que anhelaba trabar amistad o algo más que amistad. En Bath no había nadie al que considerase digno de tal honor. Nadie le aceleraba el pulso o la dejaba sin aliento. Mariscombe era otra historia. Con un suspiro, Mimi comenzó a subir otra vez la cuesta del hotel, preguntándose qué habría pasado entre George y su madre.

Lo pasó muy mal cuando Victoria había dejado a George para irse a vivir con Nick, aunque no lo había demostrado por que había aprendido hacía tiempo que era más fácil aceptar sin más los planes de ella. Ahora, sin embargo, pensaba que, de haber sabido lo horrorosa que sería la experiencia, habría plantado cara a su madre. Había echado muchísimo de menos a George. Siempre podía contar con él… y no solo si necesitaba dinero o alguien que la llevara en coche a los sitios. George se había interesado sinceramente por ella, y Mimi añoraba el afecto, la camaradería que había entre los dos.

Nick, en cambio, la había tratado fatal. Desde el principio había dejado muy claro que Mimi era una intrusa y que su mera presencia en la casa le inhibía y le hacía sentirse viejo. Mimi se divertía recordándole la edad, subiendo aposta el volumen de la música, aunque no le apeteciera especialmente escucharla tan alta, sólo para que él quedara como un carcamal si le pedía que la bajase. Mientras George se había preocupado por integrarla en la vida cotidiana de la familia, Nick hacía lo posible por excluirla. Ahora Mimi tenía que ir al colegio en autobús, cuando George no tenía nunca inconveniente en llevarla en coche y de hecho él mismo insistía en hacerlo. Nick, astutamente, presentaba su exclusión bajo el disfraz de la libertad. Incluso puso una nevera en el anexo que ocupaba Mimi para que pudiera tener su propia comida, con la excusa de que así disfrutaría de independencia. Pero ella no quería tener independencia. Cuando vivía con George esperaba con ilusión el momento de preparar espaguetis a la boloñesa para que Victoria se los comiera al volver del trabajo; como su madre no solía comer en casa, eran ocasiones bastante especiales. Mimi se encargaba del pan de ajo y la ensalada mientras George se ocupaba de la salsa, y luego lanzaban un espagueti contra la nevera para ver si estaba al punto… un ritual ridículo que seguían siempre, a pesar de que era más fácil morder la pasta, y que nunca dejaba de divertirlos. Nick no era de los que lanzan espaguetis contra la nevera.

Pero ya no importaba, porque Nick estaba fuera de su vida para siempre. Ya se había encargado Mimi de ello. Después había tenido algún momento de miedo, claro, sobre todo cuando había visto que no sería tan fácil encontrar a George, y quizá más aún cuando se había hecho patente su apurada situación económica, ya que la idea que tenía Nick de la venganza consistía en cortarles totalmente las fuentes de financiación, y lo había hecho a conciencia. Sin embargo, cualquier cosa era mejor que estar las dos entre sus garras, aunque no tuvieran ni un penique.

Mimi había tardado unos días en averiguar adónde se había trasladado George, hasta que había conseguido sonsacárselo a su antigua secretaria. Cuando quería podía ser muy astuta y además tenía dotes de actriz. Tardó unas semanas en convencer a Victoria de que debían pedir ayuda a George. De hecho le sorprendió ver que su madre tenía su orgullo y se avergonzaba de cómo lo había tratado. Solo cedió cuando en la pantalla del cajero automático apareció el aviso «operación no disponible. Consulte a su oficina bancaria».

Mimi estaba convencida de que George estaría dispuesto a ayudarlas. Sabía que adoraba a su madre. Jamás olvidaría la expresión de sus ojos cuando la miraba embobado ni el dolor que reflejó su cara cuando Victoria le dijo que lo dejaba. Mimi no había visto nunca, ni antes ni después, una emoción tan profunda en ninguna otra persona. Desde luego no en Nick, que solo era capaz de expresar lujuria o codicia. A Nick no le interesaban más que el sexo y el dinero, y ahora que le había sacado a Victoria todo lo que había podido y había demostrado que tenía el cerebro repartido entre la cartera y la bragueta, ya no quería saber nada de ellas. Mimi estaba segura de que George sería su salvación.

Había, claro está, un pequeño obstáculo. La chica de la brocha. A pesar de que iba vestida con raída ropa de trabajo, Mimi se había dado cuenta de que era muy guapa. Fuera quien fuese, era la absoluta antítesis de Victoria: en lugar de esbelta, fría y distante, era curvilínea, cálida y natural. Claro que también parecía un poco vulgar… Mimi no era una esnob, pero había notado que tenía acento de pueblo. Ahora bien, todas esas cosas eran buenas, porque significaban que George había buscado justo lo contrario de lo que tenía antes… y eso quería decir que huía de todo lo que le recordase a Victoria…, lo cual significaba que aún estaba enamorado de ella.

Mimi subió la cuesta trabajosamente, con el sudor resbalándole por la espalda. Estaba segura de que George volvería con Victoria en un abrir y cerrar de ojos, y si hacía falta manipular sutilmente el proceso, ya se encargaría ella. Podía hacer lo que quisiera con él. No es que se hubiera aprovechado alguna vez de George, le quería demasiado para eso, pero ahora, por su propio bien, estaba dispuesta a presionarlo.

Cuando George y Lisa volvieron al hotel se encontraron a Victoria tomando el sol en el jardín.

—Puedes quedarte dos semanas —anunció George. Lisa y él habían decidido que era mejor establecer un límite de tiempo—. Pero no estarás de vacaciones.

—¿Vacaciones? —repitió Victoria, un poco ofendida.

—Ya sabes lo que quiero decir.

—No sé si lo sé, pero te prometo que me portaré bien y me esforzaré al máximo en ayudaros. ¿A quién habéis encargado la promoción?

—A nadie. Lo estamos haciendo todo nosotros.

—Perfecto, lo haré yo. Informaré a los encargados de todas las secciones de viajes y a todos los directores de revistas…

Había comenzado a caminar nerviosamente arriba y abajo.

—Espera, espera. —George la frenó con un gesto de la mano antes de que se entusiasmara—. Tenemos un presupuesto limitado.

—Pero pensáis dar una fiesta de presentación, ¿no?

—No.

—¡Hay que darla! Tenéis que dejar clara vuestra posición, hacer una entrada triunfal. ¿Cómo queréis que la gente sepa que os habéis instalado aquí si no se lo decís?

Cuando George iba a abrir la boca para protestar, Victoria alzó la mano, imitando el gesto que había hecho él un momento antes.

—Para. Sé exactamente qué me vas a decir: que no os lo podéis permitir. Pero tampoco podéis permitiros no hacerlo. Tenéis que defender vuestra cuota de mercado y no tiene por qué costar una fortuna. Con este entorno, no hará falta un gran presupuesto.

—Es que no tenemos presupuesto, Victoria.

—Oye, por dos mil libras podéis tener una cola de gente que dará la vuelta a la manzana. ¿Qué queréis hacer, si no? ¿Enviar una cutre nota de prensa que irá directa a la papelera? Mira, George: estáis gastando una fortuna en este sitio. No hacer publicidad es un falso ahorro, y lo sabes.

George suspiró. Sabía que Victoria tenía razón.

Diez minutos después fue a buscar a Lisa para decirle que Mimi y Victoria se quedaban y que tenían que conseguir dinero para la fiesta de inauguración, justo lo único que habían decidido descartar. Cuando entraba en el vestíbulo vio una silueta alta, larguirucha y coronada por una gran mata de pelo negro atravesando la puerta.

—¿Mimi?

La linda carita de Mimi estalló en una sonrisa y George notó que el corazón le daba un vuelco. Abrió los brazos y Mimi corrió hacia él.

—Qué ganas tenía de verte, George.

Por algún motivo, sentir los brazos de George en torno a ella le dio ganas de llorar. Y eso fue lo que hizo.

—No llores, mujer —la consoló George, acariciándole la espalda.

—Ha sido horroroso. —Mimi tenía la voz ahogada por el llanto—. Ese cabrón la trató fatal, George.

—Lo sé. Me ha puesto al día.

Mimi lo miró con las mejillas surcadas de lágrimas.

—¿Te ha contado que le pegaba?

George la miró desconcertado.

—No. Solo me ha contado… en fin, lo de tu amiga.

—Me imaginaba que no te diría nada. De hecho tampoco me lo ha contado nunca a mí, pero yo le oía. Era siempre cuando habían estado bebiendo, pero eso no es una excusa, ¿verdad? Sé que mamá puede ser muy desagradable, pero Nick podría haberle hecho mucho daño.

Mimi lo miró muy seria. George estaba horrorizado. Sabía lo exasperante que podía ser Victoria. Él mismo había tenido que reprimir muchas veces las ganas de agarrarla del brazo y zarandearla, pero nunca le había puesto la mano encima, por mucho que ella lo provocara. Estaba claro que Nick Taverner no se había controlado tanto.

Rodeó los hombros de Mimi con el brazo y la estrechó con cariño.

—Tranquila —dijo en voz baja—. No tienes que volver con él.

—Pero ¿adónde iremos?

—Ya lo solucionaremos.

No se le ocurría cómo, pero no podía dejar que Mimi se deprimiera. Sospechaba que era la única figura masculina que había tenido una presencia más o menos estable en la vida de aquella pobre niñita sin padre y que también había sufrido el rechazo de sus abuelos, aunque George sospechaba que debía de ser más culpa de Victoria que de ellos.

Le sonrió y señaló los flecos del pareo.

—¿Y esto qué es? ¿Te has vuelto una surfista?

—Me sentía estúpida con la ropa que llevaba. Lo he comprado con lo que me quedaba del regalo de cumpleaños.

George sintió una punzada de remordimiento. No había enviado tarjeta ni regalo a Mimi, cosa que, por supuesto, debería haber hecho. Mimi no merecía que la alejase de su vida por el comportamiento de Victoria. Aun así, decidió que era peor empezar a sacar billetes del bolsillo a estas alturas.

—Aquí nadie se interesa mucho por la ropa, el ambiente es muy informal.

—Es fantástico —respondió quedamente Mimi, con los ojos brillantes—. ¿Podemos quedarnos?

—Un par de semanas, mientras arregláis las cosas. —George le alborotó el pelo con cariño.

Al levantar la vista se encontró con Justin de pie en el umbral.

—¿Qué demonios hace aquí Victoria? —preguntó Justin, malhumorado—. Por favor, que alguien me diga que es una alucinación.

Aquella noche, George, Lisa y Justin celebraron consejo de guerra.

—No puedo echarlas —se justificó George—. Victoria me está presionando con el divorcio y la pensión compensatoria y tengo que tenerla contenta.

—No tienes por qué —protestó Justin—. ¿A qué coño viene la pensión compensatoria? Mientras vivía contigo no aportó absolutamente nada al hogar familiar, y fue ella la que la cagó y te dejó plantado, no lo olvides. No le debes nada, George.

George suspiró.

—No, pero hay que pensar en Mimi.

—No eres su padre —le recordó Justin, señalándolo con el dedo—. No eres responsable de ella. Además, ya tiene edad para cuidar de sí misma. Habrá cumplido ya los dieciocho, ¿no?

—No, aún no. Tiene diecisiete y es la víctima inocente de toda la historia.

—¿Has oído alguna vez eso de «de tal palo, tal astilla»? —preguntó Justin, alzando una ceja—. Eres un ingenuo, George.

—Déjalo ya, Justin, joder —intervino finalmente Lisa—. Si a mí no me importa que estén, no veo por qué vas a protestar tú.

Justin frunció el ceño y se puso a mirar por la ventana. George hizo tamborilear el bolígrafo sobre el papel.

—He dicho que como máximo dos semanas, y a Victoria le he aconsejado que se busque un buen abogado para resolver los problemas de su empresa. Nick Taverner la ha dejado en la calle.

—Bien por él.

—No lo defiendas, Justin —protestó George—. Es un mamón. Victoria lo pilló manoseando a una amiga de Mimi en el jacuzzi.

—Sólo te digo que vayas con cuidado, George —suspiró Justin, poniendo los ojos en blanco—. Y si quieres un buen abogado para ti, avisa.

—¿Podemos dejar de perder el tiempo y hablar de otras cosas más importantes, por favor? —preguntó Lisa, desperezándose y bostezando—. Mañana vienen los carpinteros a arreglar las habitaciones, el lunes empiezan las entrevistas con el personal y tenemos que ir buscando ya proveedores. Y es que, por si lo habíais olvidado, faltan cuatro semanas justas para la inauguración…

Más tarde, cuando Lisa había ido a darse una ducha y quitarse de encima la suciedad de las obras, Justin se encaró otra vez con George.

—Eres mi colega, tío. Diría incluso que mi mejor amigo. Entenderás que me sienta un poco dolido.

—¿Y eso?

—Joder, George… Si hubiera sabido que aún estabas casado con esa bruja, nunca me habría metido en negocios contigo. No hay nada que no sea capaz de hacer esta mujer.

—Ya sé que nunca te cayó bien, pero…

—Mira… No es por presumir, pero soy un tío con pasta. Tengo un radar interno que me ayuda a encontrar oro, y ahora mismo me está mandando señales para que me aleje de ti…

—No exageres, Justin. Lo tengo todo controlado.

—Júrame que es verdad. Si tienes un momento de debilidad… Si Victoria empieza a manipularte…

—¡No tendrá ocasión! —George estaba muy convencido.

—Ve con cuidado, sólo digo eso —concluyó Justin, poniéndole una mano en el hombro.

—Oye, mientras estés tú por aquí protegiéndome, Victoria no podrá acercarse lo más mínimo. Eres peor que un Rottweiler… —bromeó George.

—Tengo que serlo —respondió sombríamente Justin. Ni por un momento se había dejado engañar por el disfraz vulnerable y recatado de Victoria.

Aquella noche, cuando Mimi intentó convencerla para que la acompañase al Old Boathouse, Victoria reaccionó airadamente.

—¿Cómo se te ocurre, Mimi? Sabes que estoy intentando dejar de beber.

—No hace falta que bebas —respondió Mimi, mirándola con desconcierto—. Puedes pedir una Coca-Cola o un agua.

Victoria le lanzó una mirada fulminante.

—No entiendes nada, ¿verdad?

—Pues no —respondió Mimi—. ¿No podemos ir a ver el concierto, sin más?

—¿Tu también me vas a dar la lata…? —suspiró Victoria, dejándose caer boca abajo sobre la cama.

—¿Y por qué «también»? —Mimi estaba perpleja. Al fin y al cabo, todos se habían portado bastante bien con su madre, y sin embargo parecía más nerviosa que nunca.

—¡No sé! —Exclamó Victoria con la voz llorosa, hundiendo la cara en la almohada—. Lárgate y diviértete, ¿vale? Aprovecha ahora que puedes.

—Paso de ti. —Mimi odiaba la frase, que le parecía el colmo de la indiferencia adolescente, pero en aquel momento parecía el comentario más apropiado.

En cuanto se marchó su hija, Victoria se dio la vuelta y se quedó mirando fijamente el techo. El día había sido desastroso. En el fondo había esperado un reencuentro épico como en Lo que el viento se llevó. Estaba convencida de que George, en cuanto la viera, se pondría contentísimo y rezumaría compasión. Sin embargo su expresión había indicado otra cosa: había puesto cara de… en fin, sólo podía definirse como desagrado. Desde luego, no de alegría. Y, como Escarlata O’Hara en el momento de comprender que ya no tenía ninguna influencia sobre Rhett Buttler, Victoria había descubierto con pavor que sus encantos ya no eran los de antes.

Se había fijado en la forma en que George abrazaba a Lisa, en cómo le sonreía, y había sentido una amarga envidia. Añoraba los abrazos de George, su consuelo, su estabilidad, pero ya no tenía derecho a disfrutarlos. A pesar del documento que los mantenía oficialmente unidos, Victoria sabía que unos años atrás lo había fastidiado todo, y ahora, llena de remordimiento, lamentaba amargamente su debilidad, su egoísmo, su falta de sensatez… no haber sido capaz de reconocer el amor de un hombre bueno cuando lo tenía a su lado.

A Mimi le intimidaba un poco ir sola al Old Boathouse. Para empezar, no sabía si iba vestida adecuadamente. Era imposible parecerse a las chicas que se paseaban por Mariscombe, todas aquellas sosias de Joss Stone vestidas con faldas blancas de volantes, de modo que decidió cultivar su propio estilo punki playero. Rescató su falda vaquera más vieja y remendada, la combinó con el top que se había comprado por la mañana, cogió unas plataformas de suela de esparto de Victoria, añadió unas medias de rejilla cortadas justo a la altura de la rodilla y se colgó del cuello varios collares de cuentas.

Al abrir la puerta del local le llegó de golpe el calor de los cuerpos y el rumor de las conversaciones. Se abrió paso hasta la barra y pidió una San Miguel. Al cabo de cinco minutos vio aparecer a Matt, que se le acercó y le dio un abrazo.

—Hola. Al final has venido.

—Pues sí.

—Genial. Ven, que te presento a la pandilla.

La llevó junto a un grupito de jóvenes sentados junto a la máquina de discos. Todos eran muy simpáticos. En el momento en que entraban los músicos, a Mimi ya la habían invitado a dos fiestas y a una barbacoa en la playa para el fin de semana. Estaba muy sorprendida porque todo era muy distinto de Bath, donde cada vez que salían se pasaban dos horas discutiendo ferozmente adónde irían y después, cuando el destino estaba decidido, dedicaban por lo menos una hora más a examinar cada una el aspecto de la otra y poner verde el atuendo de las demás mientras se enviaban mensajes de texto para cambiar los planes acordados. De repente la salida se convertía en una competición alcohólica y a las diez de la noche todas sus amigas estaban ya borrachas y a punto de pelearse, llorar o enrollarse con alguien a quien odiaban. Dos horas después venía el despliegue para dejar a todo el mundo en sus respectivas casas: llamar por teléfono al padre o madre más dócil, reunir dinero entre todas para un taxi o convencer a alguien con coche para que las acompañara, no sin que una u otra empezara a vomitar o se cayera redonda. En Mariscombe, en cambio, no sucedería nada de eso. En primer lugar, porque no había muchos destinos para escoger; por lo visto, aquel era el punto de reunión de todo el mundo. En segundo lugar, porque no iban en busca de la borrachera. Habían tomado unas cervezas, claro, pero parecían capaces de parar antes de descontrolarse. Mimi comprendió de pronto que en realidad detestaba su vida social. Nunca se había sentido parte del grupo y dudaba que alguna de sus amigas se considerase realmente integrada porque de hecho se trataba de conseguir que todo el mundo se sintiera al margen.

Aquí, en cambio, todos parecían empeñados en hacerla sentirse bienvenida. Durante el concierto, Matt se le acercó y le apoyó una mano en el hombro. No era el gesto de un ligón, actuaba como si fueran amigos de toda la vida. Mimi lo miró sonriente y él sonrió también.

—Qué buen concierto.

Mimi asintió.

—¿Hasta cuándo te quedas?

Mimi tardó un poco en responder.

—¿Quién sabe? —dijo al final—. Quizá para siempre.

Desde el otro extremo de la barra, Justin observaba con recelo los movimientos de Mimi. Solo le faltaba que a la chica le encantara Mariscombe y decidiera quedarse. En cierto modo, era más peligrosa que su madre. Justin sabía que George le tenía mucho cariño, y si andaba con pies de plomo con Victoria era porque le preocupaba su hija. De todos modos, hasta Justin tenía que reconocer que Mimi era una muchacha encantadora. Fuera quien fuese su padre, tenía que haber sido un buen tipo, porque la chica no había heredado de su madre su carácter tranquilo.

Justin estaba dispuesto a impedir que Victoria complicara la vida a George y a Lisa. No estaba preocupado por sí mismo, pero sabía que el Rocks era vital para sus dos amigos. Además, Lisa le había venido muy bien a George. Desde que había empezado a salir con ella había vuelto a ser el de antes, en lugar del gilipollas superficial en que se había convertido al casarse. Justin echó una mirada al local y concluyó tristemente que Mariscombe no era el tipo de lugar donde podría contratar a un asesino a sueldo.

Suspiró, cogió las monedas que le devolvía el camarero y se alejó de la barra con la botella de vino y las dos copas que había pedido. Regresó junto a la banqueta de la ventana y miró la cara de ojos risueños que le estaba esperando.

—Hola. —Sonrió, y de inmediato se sintió mejor. Más le valía ocuparse de sus propios asuntos.

Aquella noche, cuando George se derrumbó agotado en la cama, Lisa se hizo la dormida. No quería hablar de los acontecimientos del día porque aún no tenía muy claro qué pensar. Sabía que si hacían el amor como acostumbraban, en cierto modo estaría dando por sentado que lo perdonaba, y no se sentía aún preparada para ello. No es que quisiera castigarlo negándole su cuerpo, pero muchas veces el sexo la hacía sentirse vulnerable y no sabía si podría evitar caer en algún tipo de crisis nerviosa que haría ver a George lo herida que se sentía.

Tumbado a su lado, George escuchó su respiración y se preguntó si realmente estaría dormida. No sabía muy bien qué terreno pisaba. Puede que Lisa le hubiera perdonado de palabra, puede que hubiera aceptado la presencia de Victoria bajo su mismo techo, pero durante toda la noche su mirada había tenido una frialdad que nunca había visto en ella. Sabía que Lisa no se arredraba ante nada y aún temía las represalias. Además, conocía a las mujeres lo suficiente para saber que el perdón no era nunca definitivo, que durante un tiempo podía haber recriminaciones y comentarios mordaces. No podía concluir que se había salido con la suya.

Para pensar en otra cosa empezó a repasar la lista de asuntos que tenía que resolver durante la semana siguiente, las personas a las que debía telefonear, el permiso de obras, la imprenta, solicitar otro contenedor, la chica que iba a hacer las cortinas… Pero no conseguía dormirse. Y por encima de sus pensamientos flotaba una imagen persistente que George se esforzaba en vano en apartar de su mente: la imagen de Victoria acostada en una cama a solo unas habitaciones de distancia. Estaría desnuda, porque siempre dormía así, aun en pleno invierno. George se armó de valor e intentó pensar en cualquier cosa que no fuera aquel cuerpo esbelto que conocía tan bien, pero le resultaba imposible. Tenía la impresión de percibir su aroma desde la distancia. Victoria lo invadía, se estaba filtrando en su cerebro y en sus sentidos. Estaba en sus pensamientos, en los poros de su piel. Se le había olvidado el poder que tenía aquella mujer sobre él. Era como si nunca hubieran existido dos años de abstinencia.

Tendría que haberle dicho que se largase. No era el miedo a la venganza lo que lo había hecho sucumbir a sus ruegos, aunque hubiera usado aquella justificación ante Lisa y Justin. La verdadera razón era que, ahora que había vuelto a verla, ya no podía resistirse. Estaba loco, aquello era una tortura. Era como el alcohólico que se sirve una copa y la deja sobre la mesa todo el día.

Tal vez si hacía el amor con Lisa podría quitarse a Victoria de la cabeza. No sabía si deslizar una mano exploratoria por sus curvas. Normalmente no habría vacilado, ya que a Lisa le encantaba que la sacara así de su sopor; no era de las que frenan las propuestas nocturnas. George le acarició tentativamente los pechos, con suavidad pero con firmeza, y los pezones de Lisa se irguieron con el roce. Alentado, rozó la curva de su abdomen y le besó un hombro, inhalando profundamente su perfume cítrico del gel de ducha. Lisa, sin abandonar su estado de semiinconsciencia, soltó un gemidito y se apretó contra su cuerpo, animándolo. George notó que abría las piernas y al tocarla oyó que emitía un ahogado jadeo de placer. La penetró desde atrás y se mantuvo en su interior mientras la llevaba con sus caricias al borde del orgasmo. Solo cuando tuvo la seguridad de que ella estaba a punto de correrse empezó a moverse. Él estaba a punto también, y los dos compartieron un fugaz momento de intensidad y dulzura.

—Te quiero —susurró George, hundiendo la cara en la melena rizada de Lisa, pero ella no contestó.

Un momento después, su respiración indicaba que volvía a dormir. George no sabía muy bien si había llegado a despertarse del todo. Recostado sobre las almohadas, esperó a que su corazón palpitante recuperase el ritmo normal.

Lisa era maravillosa, y él la quería. Lo que sucedía era que su cabeza le estaba jugando una mala pasada. A la mañana siguiente, cuando se levantara, habría recuperado el control.