11

Lisa conocía bien las artimañas de las mujeres. La histeria, la maledicencia, las neurosis y los celos abundaban en el mundo en el que se había movido hasta hacía bien poco, aunque ella procuraba que no le afectaran. A pesar de que el trabajo de promoción suscitaba inevitables comparaciones, había conseguido sortear las rivalidades que iban surgiendo por el camino. Era demasiado práctica para perder el tiempo en tontas discusiones.

Por eso le extrañó comprobar que Victoria le inspiraba un hondo disgusto además de una desconfianza instintiva. No tenía nada que ver con el hecho de que fuera la mujer de George. Era su manera de comportarse, la forma que tenía de mirar, el hecho de reclamar constantemente la atención. Todo era calculado, todo lo hacía buscando un efecto, desde el modo de cruzar las piernas hasta el gesto con el que se apartaba el pelo de la frente, pasando por su lánguida manera de hablar, como si le diera pereza comunicarse. Lisa era observadora y se daba cuenta de que cada uno de los gestos de Victoria estaba perfectamente ensayado y planeado. No había nada espontáneo en su comportamiento, motivo por el cual Lisa sentía una intensa suspicacia, aunque George no parase de repetir que a él no le afectaba.

Para colmo, la presencia de Victoria hizo que Lisa tuviera muy en cuenta sus propios defectos. Nunca había estado obsesionada con los kilos, pero al lado de ella no se veía curvilínea sino pesada y torpe. Y cada vez que hablaba era consciente de su acento pueblerino. Le pareció que había oído a Victoria imitando su manera de pronunciar las vocales, aunque no podía demostrarlo. Para colmo, delante de su ultramoderno y carísimo guardarropa, se sentía una desaliñada.

Lisa no estaba acostumbrada a sentirse insegura. Cuando se levantó de la cama, dos días después de la llegada de Victoria, se dijo que tenía que tranquilizarse. Reprimiendo la urgencia de ducharse, lavarse el pelo y maquillarse, se puso con gesto desafiante un chándal raído, se recogió la melena en una coleta y se encasquetó una gorra de béisbol para bajar al pueblo a buscar pan y cruasanes. Nadie la obligaría a fingir que era otra.

Diez minutos después, al abrir la puerta de la panadería, la envolvió un delicioso aroma a pan caliente y se le hizo la boca agua. Se puso a la cola, inspeccionó el mostrador con una mirada ansiosa y comprobó con alivio que todavía quedaba un cruasán de almendras: se daría aquel lujo para consolarse de las tribulaciones de la semana anterior.

Acto seguido, contempló con horror cómo la dependienta cogía con unas pinzas su objeto de deseo y lo metía en una bolsa de papel.

—Lo siento, corazón. —La mujer le sonrió comprensiva mientras tendía el cruasán al cliente precedente—. Era el último. Si quieres que te reserve uno, dímelo. Solo hacemos media docena.

—No pasa nada —respondió valientemente Lisa.

El cliente se volvió y Lisa se topó con unos ojos grises que la observaban.

—Que no se diga que he dejado a una señorita sin desayuno. —Tenía una voz profunda que Lisa sintió resonar en su cuerpo desde unos pasos de distancia. El hombre le tendió la bolsa con un gesto solemne.

—No, no. No se preocupe. —Lisa, con una sonrisa incómoda, rechazó la invitación con un gesto de la mano—. Me vendrá bien ahorrar unas calorías.

El hombre la repasó con la mirada, como si quisiera calibrar su índice de masa corporal. Lisa, a su vez, examinó su pelo negro y rizado, sus hombros anchos y sus cejas espesas. Llevaba unos chinos de color caqui y una camisa de lino blanca y arrugada. Cuando sonrió fue como cuando asoma el sol sobre el mar en un día nublado.

—Insisto —declaró—. Me llevaré una napolitana de chocolate.

Lisa aceptó la bolsa con reticencia.

—Gracias.

El hombre cogió la napolitana y salió de la panadería dedicando a Lisa un discretísimo guiño y dejando una estela de colonia que se mezclaba con el aroma del pan recién horneado.

—Es guapo, ¿verdad? —suspiró la mujer del mostrador—. A ese sí que le dejaría que me amasara…

—Es muy agradable —aceptó Lisa, aún desconcertada por el encuentro—. Bueno, creo que me llevaré seis cruasanes para mis compañeros.

—Es más de lo que sueles pedir, ¿no?

—Pues sí —respondió Lisa, con un tono cargado de sugerencias—. De repente tenemos el aforo completo.

Cuando subía hacia el hotel pensó que no había nada como un gesto de caballerosidad para alegrarle a una el día. Se preguntó quién sería aquel hombre, ¿un lugareño o un turista de paso? En cualquier caso, destacaba; no era particularmente alto, pero tenía un aire especial. Normalmente, cuando un tío le guiñaba el ojo, Lisa sentía más bien repulsión, pero esta vez le había parecido un comportamiento perfectamente aceptable, ni lascivo ni demasiado familiar.

Fue quien fuese aquel tipo, el encuentro había reforzado la confianza de Lisa, que ahora se sentía más que dispuesta a enfrentarse a la flacucha de Victoria.

Bruno cruzó el aparcamiento del hotel, limpiándose las migajas de cruasán de los labios y con unas repentinas ganas de silbar.

Pensó que era extraño no pestañear con la legión de mujeres atractivas que todos los días deambulaban por Mariscombe escuetamente vestidas y de repente descubrir que alguien le llamaba la atención. La chica de la pastelería era indiscutiblemente guapa, pero había algo más aparte de su aspecto… algo que la hacía destacar. El centelleo de su mirada, la sonrisa rápida… Bruno no habría sabido decir de qué se trataba exactamente, pero el encuentro le había alegrado el ánimo.

Atravesó la puerta giratoria y entró en la recepción, donde un equipo de carpinteros estaba retirando el sombrío revestimiento de madera, procurando causar el mínimo de molestias posible. Hannah estaba detrás del mostrador imprimiendo las llegadas del día siguiente. Era el próximo objetivo de Bruno, pero ahí acababa todo. Aparte de Frank, Molly y Hannah, el resto del personal eran unos gandules. Bruno se recordó que tenía que ser positivo.

—Hannah —dijo—. Quiero hablarte de una cosa. Ven a mi despacho.

Hannah era su protegida. Bruno creía que sería una buena gerente, pero no de momento, ya que aún no tenía suficiente experiencia. Sin embargo, tenía otros planes para aprovechar los talentos de la chica. Algo que pensaba que le gustaría…

—¿Coordinadora de bodas?

Hannah lo miró boquiabierta, absolutamente perpleja. Bruno extendió frente a ella unos papeles con estadísticas y artículos que había sacado de las revistas y de internet.

—Parece que el gasto medio actual de una boda es de dieciocho mil libras —explicó— y pienso que una parte nos vendría bien. Tenemos un entorno perfecto y las instalaciones necesarias. Ya he solicitado el permiso para celebrar ceremonias… y me han dicho que no hay razón para que no nos lo den.

—Guau. —Hannah estaba impresionada—. Es una gran idea. No sé por qué no se le había ocurrido a nadie hasta ahora.

—¿Tal vez porque supone mucho trabajo? —replicó secamente Bruno—. Creo que en este hotel, en general, impera la ley del mínimo esfuerzo.

—Eso es verdad —reconoció Hannah.

—Quiero que empieces ideando unas ofertas y que prepares un folleto. Obviamente, es muy importante acertar en el precio, pero podemos buscar diferentes niveles, desde una sencilla boda en la playa hasta contratar a un helicóptero para que se lleve a la feliz pareja de viaje de novios. —Dejó unos folletos sobre la mesa—. Aquí tienes ejemplos, sacados de otros hoteles con instalaciones similares a las nuestras. Utilízalos como guía. Y te sugiero que trabajes conjuntamente con Frank.

—¿Qué?

Bruno vio que Hannah enrojecía casi instantáneamente.

—Habla con él de los menús y de la distribución de las mesas. Decidid cuántos invitados se podrían acoger con comodidad. Quizá se pueda ampliar el espacio con una carpa… se podría instalar una en el césped, detrás de la terraza.

Hannah consiguió serenarse y asintió.

—Y a lo mejor podríamos dar también despedidas de soltero. No de las vulgares… —añadió enseguida—. Me refiero a un fin de semana con surf y tratamientos estéticos, en el que puedan participar tanto los chicos como las chicas.

—Buena idea. —Bruno estaba contento. Había tenido la corazonada de que Hannah era la mujer ideal para aquella tarea y al parecer había acertado—. De momento no puedo pagarte un plus, pero recibirás una generosa comisión por cada boda que reserven. Así que cuanto antes esté la cosa funcionando, mejor.

Cuando llegó al Rocks, Lisa encontró en la cocina a George y a Victoria, que iba vestida con una camiseta de la gira de los U-2 y nada más.

—¡Ostras no tenía ni idea de dónde había ido a parar! —estaba diciendo George, visiblemente complacido de recuperar su valiosa posesión.

—La encontré mezclada con mi ropa cuando me marché. —Victoria sonrió—. Me la pongo para dormir cuando lo exige el decoro.

Como la camiseta apenas le tapaba el culo, Lisa no creía que fuera precisamente decorosa, pero no pensaba hacer ningún comentario. Tal como ella lo veía, la camiseta era un emblema de lo ansiosa que estaba aquella mujer por elevar su cotización. Si pensaba que las alusiones a la vida compartida con George eran sutiles, estaba equivocada. Para Lisa, eran una señal evidente de desesperación.

George, entretanto, luchaba por no mirar más abajo de la tela gris y comprobar qué bragas llevaba puestas Victoria, que gastaba en lencería más de lo que la mayoría de las mujeres gastan anualmente en ropa de todo tipo.

—Bueno, ¿y qué tienes previsto hacer hoy? —Quiso saber George, acercándose con determinación a la cafetera—. Obviamente, nos quedan bastantes cosas por resolver…

—Sí, es verdad. No quiero molestaros. Supongo que… tengo que buscarme un abogado. Y quizá… ¿pedir un subsidio?

George la miró intrigado.

—¿Un subsidio?

—Ya te lo he contado. No tengo un penique.

—Victoria, no creo que los propietarios de un BMW Z4 puedan pedir ayudas.

—Pero necesito el coche.

—Necesitas un coche, no ese coche. —George midió meticulosamente cuatro cucharadas de café recién molido—. Mi primer consejo sería que cambiaras ese trasto por algo más sensato, como un Nova o un Polo.

Victoria lo miró horrorizada.

—Me estás tomando el pelo.

—Has dicho que necesitas dinero, y ese coche vale más de veinte mil libras. Podrías comprarte algo decente por cinco mil.

Lo cual te deja quince mil para pagar la fianza de un piso, o de lo que sea.

Victoria hizo una mueca.

—Se me da fatal hacer negocios, seguro que me timarían.

George puso los ojos en blanco al escuchar algo tan absurdo.

—Es muy sencillo. Conéctate a internet, mira a qué precio se están vendiendo y luego pon un anuncio en el periódico local. Al día siguiente tendrás una cola de candidatos en la puerta.

Victoria estuvo un momento sin decir nada.

—¿Hay algún cibercafé en Mariscombe? —preguntó al final.

—Puedes usar mi ordenador. Pero no te estés toda la mañana, tengo trabajo que hacer.

—Eres mi salvación —dijo Victoria, dándole un beso—. No sé qué haría sin ti.

George respondió con una sonrisa entristecida.

—Dile a Mimi que si quiere trabajar hay un montón de cosas que puedo encargarle.

—Ah, creo que ya se ha buscado algo —comentó Victoria en tono indiferente, mientras ponía bolsitas de té en un par de tazas.

—¿Qué? —preguntó George, ceñudo.

—Conoció a un grupito en el Old Boathouse y ahora está ayudando a una chica que tiene un tenderete en la playa. Hacen trenzas y tatuajes con alheña y cosas así. Está emocionadísima.

—Ah.

—Voy a ir a llevarle una taza de té. ¿Puedo coger uno de esos cruasanes? —Antes de que nadie pudiera responder, Victoria cogió la bolsa de papel que Lisa había apartado para ella—. Ay; qué rico. Y está todavía caliente. ¿Hay mermelada de frambuesa?

Lisa apretó los dientes y sacó un tarro de mermelada de fresas.

—Solo de fresa, lástima —dijo con voz cantarina—. Pero toma, sírvete.

Lisa había decidido que más valía morderse la lengua y no intervenir. Si George quería ayudar a Victoria, mejor que mejor. Quizá así resolvería sus problemas y se largaría.

—Hoy viene la mujer que ha de tomar medidas para las cortinas —recordó Lisa, hablando con George— y hemos de tener muy claro cómo van a ser si queremos que estén listas a tiempo.

—¿Cortinas? —Victoria pareció animarse considerablemente—. ¿Qué vais a poner? ¿Puedo echar un vistazo?

—No —replicó George, tajante. Si Victoria empezaba a interferir, lo complicaría todo y el presupuesto se pondría por las nubes—. Vamos a poner cortinas de trabillas en lino crudo.

Victoria ladeó la cara y Lisa tensó la mandíbula, esperando el veredicto.

—Clásico pero seguro —decretó al final Victoria—. ¿Con ribetes? En V. V. Rouleaux tienen unas cenefas fabulosas con dibujos de conchas marinas.

George soltó la cafetera con demasiada energía y el café caliente salpicó toda la mesa.

—¡Mierda! —protestó, contrariado.

Su enfado se debía a que había visto aquel ribete en el último número de House and Garden. Claro que quedaría perfecto, pero como un sólo metro costaba más que toda la tela de las cortinas, estaba absolutamente fuera de cuestión. Le resultaba muy frustrante no poder poner exactamente lo que quería, pero era esencial no salirse del presupuesto. Solo le faltaba que Victoria metiera baza.

—Tú no opines, Victoria, por favor. Ya sabes lo que dicen «Obra de común, obra de ningún» —intervino firmemente Lisa—. Queremos dejarlo sencillo, siempre podemos añadir cosas más adelante. De momento tenemos que ir con cuidado para no cometer errores que salgan caros.

Victoria la miró largamente mientras George, nervioso, tragaba saliva.

—Entonces no digo nada —respondió Victoria al final—. Los errores que he cometido a lo largo de mi vida han sido siempre carísimos.

Cogió las dos tazas de té y salió de la cocina.

—Con un poco de suerte a finales de la semana ya no estará. Si no le hacernos caso, se aburrirá enseguida —opinó, con una sonrisa apesadumbrada. Se acercó a Lisa y le tendió una taza de café, dándole un beso conciliador en la mejilla—. Me has perdonado, ¿verdad?

—¿Qué hay que perdonar? —preguntó Lisa, apartándose el pelo de la cara—. Comprendo perfectamente que quisieras olvidarla —contestó con sarcasmo.

George hizo un gesto de desagrado. La verdad, no podía haber dos personas más diferentes que aquellas dos mujeres. Eran dos polos opuestos, y era por eso por lo que quería tanto a Lisa.

—Te quiero, ¿sabes? Nunca haría nada que te hiciera daño —le dijo.

—Lo sé. —Lisa suspiró y le enlazó la cintura. George la atrajo hacia él y frotó la cara contra su cuello. Para su gran alivio, la caricia pareció conmoverla. Eso era lo maravilloso de Lisa: no era rencorosa.

—Lo siento —dijo Victoria mientras ellos se separaban de golpe—. Se me ha olvidado preguntaros… ¿Alguien sabe dónde hay una peluquería decente por aquí?

Aquella tarde, Caragh entró sin llamar en la habitación de Frank y descubrió con disgusto que estaba con Hannah, los dos acurrucados frente a una montaña de recetas y folletos y revistas de bodas.

—¿Qué coño estáis haciendo? —quiso saber.

—Preparamos unas ofertas —contestó Frank—. Hannah será coordinadora de bodas.

Mientras Caragh asimilaba la información, Hannah se echó a temblar. Tenía la impresión de que Bruno no la había informado de la novedad, y si había algo que Caragh detestaba era que la dejaran al margen. Tal como temía Hannah, la otra le lanzó una mirada desdeñosa.

—¿Y tú qué coño sabes de bodas? —dijo—. No creo que nadie vaya a pedirte en matrimonio.

Hannah, horrorizada, salió corriendo de la habitación.

—Eres una cabrona —opinó Frank.

—Fóllame —ordenó Caragh, dejándose caer sobre la cama.

—Lárgate —respondió Frank, antes de salir en busca de Hannah. La encontró llorando en la cocina.

—Tiene razón —sollozó—. Soy horrorosa.

—No digas eso —la consoló Frank—. No es verdad. Yo creo que eres…

—¿Qué? —quiso saber Hannah, con la cara enrojecida y surcada de lágrimas.

—Ven aquí —dijo Frank, abrazándola. Para su sorpresa, Hannah lo apartó de un empujón.

—No —exclamó con vehemencia—. ¡El peor insulto! ¡Un beso por compasión! ¡Solo me faltaba eso!

Frank se escabulló a su habitación, un poco desconcertado. Durante un momento había deseado sinceramente besar a Hannah, pero ahora no sabía si había sido por compasión. Ni con la mejor voluntad del mundo, ni siquiera con varias cervezas encima, se podía decir que era atractiva, y él no quería mentirle. Pero tenía algo especial. Su sinceridad, su bondad, la forma en que lo animaba y le ayudaba… ¿Era más que una amiga? ¿Qué sentía por ella?

Cuando entró en la habitación, Caragh seguía tumbada en la cama.

—¿Aún no te has largado? —masculló Frank, y descubrió con sorpresa que Caragh tenía las manos debajo de las bragas.

—He pensado que, ya que tú no ibas a encargarte, me lo haría yo misma —dijo con la voz entrecortada—. Y para serte sincera, me está saliendo bastante bien. A lo mejor no te necesito, después de todo. —Se estremeció y cerró los ojos—. Qué placer… No necesito tu polla, Frank. Las mujeres no os necesitamos… —Frank, paralizado, observó la destreza con que se movían sus dedos y tragó saliva. Caragh abrió los ojos y le lanzó una mirada.

—Estoy a punto, Frank. ¿Quieres comprobarlo tú mismo?

Claro que quería. No habría sido humano si no. Reprochándose su debilidad, Frank se bajó rápidamente la bragueta y se quitó los pantalones. Justo cuando subía a la cama, Caragh arqueó la espalda y emitió una serie de gemiditos.

—¡Señor!… ¡Hostia! —Caragh jadeó y se contorsionó, hasta que se quedó repentinamente quieta y una sonrisa de gozosa satisfacción le llenó la cara—. Lo siento, cariño. No podía esperar. Da igual, ya habrá otra ocasión.

A la hora del té, Lisa encontró a George y a Victoria plantados en medio del vestíbulo, mirando con el ceño fruncido un muestrario de colores.

—Creo que cometéis un gran error —dijo Victoria—. Este tono es excesivamente frío. Necesitáis algo que aporte calidez.

—¿Qué pasa? —preguntó Lisa.

—Estamos intentando elegir un color. —George levantó el muestrario y lo contempló con los ojos entrecerrados.

—¿No habíamos quedado que iría blanco?

—Sí, pero ¿qué blanco?

—El blanco siempre es blanco, ¿no?

George y Victoria la miraron muy serios.

—¡Que va!

—Ah.

Victoria se puso a recorrer la recepción a grandes pasos, agitando las manos.

—Tenéis que tener presente que aquí la luz cambia constantemente. Necesitáis algo que quede bien con sol o en los días más grises y desapacibles del invierno. Y tiene que ser un tono matizado, no muy crudo. Esto no es el Mediterráneo. No podéis salir del paso con un «blanco brillante».

Lisa volvió la cara y se encontró con la pila de latas que habían dejado los pintores para empezar a trabajar al día siguiente. En todas ponía «blanco brillante».

—Yo elegiría un «satinado suave» de Farrow & Bali —declaró Victoria—. Es un tono muy simpático. Resulta sosegado y combina con todo.

Lisa tuvo que esforzarse para no soltar una carcajada. ¿Cómo podía ser «simpático» un tono de pintura? ¿O «sosegado»? ¿Y no era lo propio del blanco combinar con todo?

—Elegid pintura al agua para las paredes y al aceite para los suelos —continuó Victoria—. La clave está en el mate. Mate, mate, mate.

—Ajá —dijo Lisa, que no tenía ni idea de qué estaban ha blando.

George estaba recorriendo el vestíbulo con el muestrario de colores, colocando cuadraditos frente a las paredes, las ventanas o las maderas y aguzando la vista ansiosamente.

—Victoria tiene razón, ¿sabes?

—Nos costará una fortuna —protestó Lisa.

—Es mejor hacer la inversión ahora que gastar en otra cosa y lamentarlo después.

—Ajá —respondió Lisa—. Eres tú la que entiende. ¿Yo qué puedo decir, pobre de mí?

—No te enfades —dijo George, mirándola consternado—. A Victoria se le dan muy bien estas cosas y resulta que tiene razón. Es culpa mía, debería haber reflexionado con más calma.

Lisa carraspeó y comenzó a hablar en voz baja.

—¿Va a entrometerse en todo lo que ya estaba decidido? —quiso saber—. ¿O piensa dedicarse a solucionar sus propios problemas?

George pestañeó.

—Entendido —contestó—. Hablaré con ella.

A mediados de la semana, los pintores ya habían llegado con las mascarillas y las pistolas pulverizadoras y se habían puesto a trabajar, llenándolo todo de olor a pintura fresca. La transformación era muy visible. A medida que las paredes y la carpintería se cubrían de blanco, la casa se iba inundando de luz y las habitaciones parecían duplicar su tamaño. Lisa, a su pesar, empezó a pensar que Victoria tenía razón y que el color elegido, si te fijabas bien, tenía una suavidad y una sutileza especiales. Pero no estaba dispuesta a admitirlo en voz alta.

Afortunadamente, sin embargo, lo que le fuera que le hubiera dicho George surtió efecto, ya que Victoria estaba bastante discreta. Ocupaba con Mimi una de las habitaciones del piso superior y entraba y salía procurando molestar lo mínimo posible, aparte de montar un pequeño drama cuando vinieron a llevarse su querido Z4, aunque enseguida se animó al echar un vistazo al cheque. También había comenzado a ocuparse del diseño gráfico, desde el logo hasta los folletos, y tenía bastantes contactos que estaba encantada de explotar para ellos. Hacía un gran esfuerzo por tratar con deferencia a Lisa, preguntándole su opinión y solicitando su conformidad antes de decidir nada. Lisa empezó a preocuparse por la factura que les pasaría.

—No te preocupes —la tranquilizó George—. Se siente tan culpable por haberse presentado de repente, que insiste en no cobrar nada.

—Pero está arruinada —protestó Lisa, sin saber por qué ahora la defendía.

—Déjala —la aconsejó George—. No es fácil que haga algo a cambio de nada.

—Tú lo has dicho —respondió hoscamente Justin, que seguía molesto con la presencia de Victoria.

Lisa le estaba tomando mucho cariño a Justin, que con su estilo inimitable estaba siendo de gran ayuda y se preocupaba por protegerla. Cuando Justin estaba cerca, Lisa tenía la sensación de contar con un aliado. Además, Justin tenía ideas locas que podían dar al Rocks el toque especial que necesitaba. Por ejemplo, convertir uno de los cuartos de planchar de la planta baja en una zona de duchas, con un espacio adyacente para guardar tablas de surf y trajes de neopreno.

—Hay un poco de interés egoísta en la propuesta, ¿no crees? —bromeó George, porque Justin estaba volcado en su nueva afición y aprovechaba todas las ocasiones que surgían para lanzarse a las olas.

—No vale la pena tener un hotel si no puedes aprovechar las instalaciones —replicó Justin, apartándose de la cara un mechón que el sol y el agua del mar habían vuelto casi blanco.

Entretanto, en el vestíbulo aguardaban seis bañeras de cobre, a la espera de que los carpinteros construyeran las tarimas sobre las que irían instaladas para poder disfrutar de las vistas. George estaba convencido de que unos baños lujosos eran la clave del éxito para un hotel y por eso habían decidido sacrificar dos de los dormitorios más pequeños, de manera que cada habitación pudiera tener su baño propio.

El proceso de toma de decisiones era interminable. La oficina estaba inundada de folletos: desde tiradores hasta cristalerías, pasando por sábanas y lámparas. George se sentía en el séptimo cielo porque estaba haciendo justo lo que más le gustaba: dar los últimos toques. Lisa se reía cuando le veía dar mil vueltas a cada detalle.

—¿Los ponemos en peltre o en niquelado brillante? ¿Y pomos o tiradores? —preguntaba.

—¡Elige tú! —insistía Lisa—. Yo no tengo ni idea, ya me conoces. No me entusiasma estar pensando en qué tipo de pomo vamos a usar.

George miró el folleto y suspiró.

—Pomos en forma de estrella de mar en las puertas del baño —promulgó al final—, y manijas con reborde trabajado en los dormitorios.

Lisa, en privado, pensaba que unos pomos redondos y lisos serían perfectos, pero sospechaba que no era adecuado comentarlo. Además, sabía que era su incapacidad para entender la importancia del pomo correcto lo que la hacía tan distinta de Victoria. Tenía que admitir que la obsesión de George con los mínimos detalles del hotel empezaba a cansarla. George insistía en que todo tenía que estar previsto y había que decidir el acabado de los cuchillos y los tenedores con tanto cuidado como las mantelerías, las lámparas y la cristalería.

—Créeme, la gente se fija —dijo a Lisa—. Será eso lo que nos distinguirá de un hotel corriente.

—Pero pensaba que íbamos a dejarlo sencillo.

—Por eso mismo todo tiene que estar perfectamente elegido —concluyó George, tras un suspiro.

—Ah —respondió Lisa, como si eso lo aclarara todo, aunque no era así.

A comienzos de la siguiente semana las cosas empezaron a fallar. Lisa se tiraba de los pelos.

—¿Dónde está el tío del ayuntamiento? —Quiso saber—. Esta mañana tenía que revisar las salidas de incendios para darnos el certificado.

Aunque no estaban haciendo obras de envergadura, tenían que cumplir un montón de normativas y reglamentos, y a Lisa le resultaba muy frustrante no poder dar un paso hasta no haber terminado el anterior. Cuando llamó al ayuntamiento, el perito dijo que había telefoneado alguien del propio hotel para posponer la visita.

—¡Mentira! —Soltó bruscamente Lisa—. Típico de funcionario, pasarle la pelota a otro… Quiero verlo aquí este mediodía.

George se asustó. A alguien del ayuntamiento no se le podía hablar así, por lo menos si querías tener todos los papeles en el momento adecuado. Pero, milagrosamente, funcionó.

—No se anda usted con chiquitas, ¿eh? —dijo el perito, admirado.

—Pues no, ya ve.

Lisa puso una marca bien visible en la pizarra blanca que George había instalado en el despacho. Tenían un programa detallado de todas las cosas que había que hacer en orden consecutivo, con los nombres de contacto, el número de referencia, teléfonos y fechas previstas. De este modo, todo el mundo sabía qué se estaba haciendo en cada momento y nadie podía alegar ignorancia. George sabía por experiencia que la comunicación era esencial.

El jueves, Lisa, sentada tras la mesa de la oficina, hundió la cabeza en las manos. Habían traído unas baldosas erróneas para los cuartos de baño. Parecía uno de esos realities televisivos donde cambian una casa de arriba abajo, pero con todo saliendo mal. Ya era el quinto desastre en pocos días, y Lisa empezaba a pensar que había duendes. Era consciente de que hoy en día son habituales los errores, los pedidos se retrasan y los especialistas aceptan más encargos de los que pueden tramitar y enfrentan a los clientes entre sí, al igual que los funcionarios. Pero el número de fallos era sospechoso.

George reaccionó con una calma exasperante.

—Todo es absolutamente normal —dijo sin inmutarse—. De hecho, me preocuparía que algo no fallara.

—Alguien no quiere que triunfemos —insistía Lisa.

—No seas paranoica. Según mi experiencia, todo va como la seda. No ha habido ningún problema serio.

En aquel momento apareció Victoria con el diseño definitivo del logotipo.

Cuando George y ella se inclinaron sobre la mesa para examinar el dibujo de cerca, Lisa se quedó mirándolos. ¿Era Victoria la responsable de lo que sucedía? ¿Habría decidido estresarla para complicar su relación con George? George aún le consultaba algún detalle de vez en cuando y Lisa hacía esfuerzos para no sentirse amenazada. Al fin y al cabo, si a ella no le interesaban lo más mínimo aquellos temas, no era tan raro que George buscara una segunda opinión en otro lado, y era obvio que respetaba el criterio de Victoria.

¿Se estaría volviendo paranoica, como había dicho George?

—Lisa, ¿qué opinas?

George lanzó una mirada circunspecta por encima de la cabeza de Victoria, como si la regañara por no estar atenta.

—Lo siento, estaba a kilómetros de aquí. —Lisa se acercó a la mesa para observar el diseño y tuvo que reconocer que era magnífico—. Es precioso, Victoria.

George sostuvo el papel frente a la luz para examinarlo más de cerca.

—¿Y si lo mandamos grabar en las copas de vino? ¿Qué opináis?

«Otro dichoso gasto», pensó Lisa, pero estaba bastante segura de que no era un comentario adecuado.

—Tienes mala cara, Lisa. —Victoria la miró preocupada—. Se te ve estresada, creo que estás abusando un poco de tus fuerzas. George, la estás haciendo trabajar demasiado.

A Lisa le incomodó la observación de Victoria. ¿Qué quería decir con que tenía mala cara? ¿Era su forma de llamarla desaliñada? Sabía que estaba acalorada y sudada y que aquella mañana no se había lavado el pelo porque tardaba mucho en secarse; además llevaba una sudadera manchada y unos vaqueros viejos. Victoria, en cambio, iba con un vestido de lino azul pálido y unas zapatillas de deporte y estaba fresca y elegante.

—Hay un salón de belleza fabuloso en Bamford —declaró Victoria—. George, pídele hora para un masaje. No puede estirar tanto la cuerda o se morirá de agotamiento.

Lisa se pasó la mano por la frente, sintiéndose una niñita observada por unos padres preocupados.

—Estoy bien —insistió.

—No —replicó Victoria—. Conozco a George. No se da cuenta de que las mujeres necesitamos que nos mimen. Voy a pedirte hora yo misma.

Levantó ágilmente la tapa del móvil y comenzó a recorrer la agenda. Lisa la observó con recelo. ¿Era aquel el teléfono que utilizaba para liarlo todo, anulando las horas acordadas y cambiando los pedidos? ¿Y era otro truco fingir preocupación y reñir a George por no haber pensado en apartar a Lisa?

Decidió no protestar. Se daba cuenta de que se estaba poniendo un poco neurótica, y no podía contar con Justin para que la calmara, ya que se había ido fuera un par de días por algo de trabajo. Se sintió muy sola de repente. George casi llegó a acusarla de histérica.

—Todo saldrá bien —le dijo.

—Sí —respondió Lisa—. Todo saldrá bien porque estoy yo aquí controlando.

«En lugar de perder el tiempo eligiendo pomos para las puertas», quiso añadir.

Al día siguiente, Charlie, el yesero, no se presentó para enlucir las paredes de los nuevos baños. Por lo tanto, el fontanero tampoco podía instalar las bañeras y el albañil no podía revestir las paredes y los suelos. A Lisa le entraron ganas de chillar. Cuando lo telefoneó para pegarle la bronca, Charlie se excusó diciendo que primero había que alicatar y poner los sanitarios y que él tenía que esperar a la siguiente semana.

—¡Qué barbaridad! ¿Quién te ha dicho eso?

—No lo recuerdo.

—Mira qué bien —replicó secamente Lisa—. Quiero que vengas aquí ahora mismo.

—Estoy con otro trabajo —protestó el yesero—, en el hotel Mariscombe. No puedo dejarlos tirados.

—¿Por qué no? —preguntó Lisa—. Ya me has dejado tirada a mí.

Colgó el teléfono de golpe, sabiendo que no valía la pena discutir. Estaba tan furiosa que decidió calmarse tomando una copa en el Mariscombe Arms. Leonard, como siempre, la escuchó con simpatía mientras Lisa despotricaba.

—No te creas las excusas de Charlie —le aconsejó—. Ha ido al hotel Mariscombe porque cuando Bruno quiere algo, todo el mundo corre a sus pies.

—Es muy injusto. No puede ir así por la vida.

—¡Ja! ¡Ve y díselo…!

—Pues sí que se lo diré. —Lisa alzó la barbilla en un gesto desafiante.

Leonard rio.

—Eres valiente. Serás la primera persona que se le enfrente. Bruno Thorne tiene acojonado a todo el mundo.

—A mí no. —Lisa casi le arrebató de las manos el vino con soda que Leonard acababa de preparar y lo engulló con ansia.

—No me extrañaría que fuera él el que ha estado sabotean do las obras todo el tiempo.

Lisa lo miró boquiabierta por encima del vaso.

—¿Eso crees?

—Sería típico de Thorne. Es el cacique del pueblo y no quiere rivales.

—Pero el Rocks es minúsculo comparado con su hotel. No somos rivales para él, ¿no?

—No, pero recuerda que quería comprarlo, y no tiene buen perder. —Leonard cruzó los brazos con altivez—. Sé de qué hablo. También quiso comprar el pub, pero gané yo. Y me las hizo pagar, te lo aseguro. Ningún albañil quería hacerme presupuesto, no encontraba camareros… Al final tuve que contratar a gente de fuera.

Lisa volvió a pensar en los pequeños incidentes de la semana anterior. Probablemente Bruno conocía a todos los proveedores de la zona y habría podido hacerles alguna insinuación. Si se creía el cacique del pueblo, seguro que lo estaba pasando en grande saboteándolos.

—¡Qué cabrón! —masculló Lisa. Leonard parpadeó.

—¡No la tomes con el mensajero! —dijo. Lisa no pudo evitar reír.

—No lo digo por ti. ¡Hablo del dichoso Bruno Thorne!

Dejó el vaso bruscamente sobre la barra y Leonard lo retiró.

—¿Otro?

—No, gracias. —Lisa bajó del taburete—. Si me tomo otra copa, acabaré pegándole un puñetazo.

—No se merece menos —opinó Leonard, observando con mal disimulada admiración cómo Lisa salía resueltamente del pub con la melena ondeando a la espalda.

La recepcionista del hotel Mariscombe puso cara de susto cuan do Lisa dijo que quería ver a Bruno.

—No está —tartamudeó—. Creo que esta mañana se ha que dado trabajando en su casa. ¿Quién le digo que pregunta por él?

—Iré a verlo allí.

—Ha dicho que no quería que lo molestaran.

—Que se joda.

Lisa salió con paso airado de la recepción y atravesó la puerta giratoria. Hannah pensó en llamar a Bruno para avisarle de que una loca se dirigía hacia su casa, pero el teléfono empezó a sonar y en el momento en que había terminado de hablar había una cola de clientes esperando para pagar y marcharse. Y cuando terminó de atenderlos se había olvidado completamente de la interrupción porque estaba demasiado ocupada pensando en la carta que había recibido aquella misma mañana.

Ya la habían citado. Tenía habitación reservada para dentro de dos semanas y había conseguido coger dos semanas de vacaciones coincidiendo con la fecha. No era fácil obtener el permiso, pero como era justo antes de la temporada alta había logrado convencer a Bruno, que al consultar su historial había visto que Hannah no había cogido ningún día libre desde Navidad y la había reñido amablemente. Lo que no sabía era que Hannah había estado reservándose días porque iba a necesitarlos para la convalecencia. No creía que Bruno quisiera una recepcionista con pinta de salir de un combate con Mike Tyson.

Ahora que la operación era inminente, casi no podía creerlo. Había aprovechado el último día libre para ir a ver al cirujano y todo había sido muy surrealista, observando imágenes del antes y el después y discutiendo posibles tamaños y formas. Incluso había visto una simulación por ordenador del aspecto que llegaría a tener y Hannah se había emocionado con la perspectiva.

—Si hay algo que le preocupe, llame a mi secretaria —dijo el médico.

Pero Hannah no sentía ninguna inquietud. Un incontenible nerviosismo, tal vez, pero no miedo. Al fin y al cabo, ¡aquella operación le iba a cambiar la vida!

Lisa sabía dónde vivía Bruno porque una noche Leonard había señalado la casa desde el ventanal del Mariscombe Arms y a ella le había parecido magnífica. Pensó que era muy típico de una persona tan arrogante comprarse la casa más cara del pueblo. Estaba en una finca apartada, a media altura de la playa, y era un precioso chalet Art Déco, de líneas rectas y tejado plano, con vistas panorámicas. Seguramente valía más de un millón de libras.

De hecho, la finca estaba tan apartada que ni siquiera había una carretera que condujera hasta la casa; solo una destartalada pista de tierra que transcurría en paralelo a las dunas, flanqueada de helechos y de fucsias. Mosquiteros y tarabillas cruzaban el camino delante de Lisa y mariposas de alas coloridas entraban y salían de los arbustos.

Estaba mucho más lejos de lo que se había imaginado. Cuando llegó a la puerta del chalet, estaba hecha una furia porque las modernas chanclas que se había comprado en la tienda de ropa de playa dos días atrás le habían hecho una llaga entre los dedos. ¿Quién demonios se creía el tal Bruno Thorne? Lisa se imaginaba perfectamente su aspecto, porque en su anterior trabajo había conocido a un montón de tíos como él. Tipos ruidosos, horteras y engreídos, convencidos de que todo el mundo tenía que correr a servirles tan pronto como chasqueaban los dedos. Se lo estaba imaginando con un enorme Rolex, y quizá también con una gruesa cadena de oro en torno al cuello y unas gafas de sol de marca. Y se habría bañado en aftershave del caro. En fin, daba igual, ya podía prepararse, porque Lisa sabía muy bien cómo tratar a los tipos de su calaña y estaba dispuesta a todo.

Levantó la pesada aldaba de la puerta y la dejó caer con firmeza, irguiéndose bien para mirarlo a la cara. Esperó un momento y cuando estaba a punto de llamar otra vez, se abrió la puerta.

No se esperaba ni lo más mínimo lo que apareció. Bruno Thorne llevaba un polo de color gris azulado y unos bermudas anchas e iba descalzo. Su pelo negro y rizado estaba despeinado era evidente que no se había afeitado porque una sombra de barbita negra le cubría la mandíbula. En la mano derecha llevaba una taza alta de café.

Era el hombre de la panadería.

—Hola —saludó con una voz vacilante y una expresión de desconcierto—. Nos hemos visto ya, ¿verdad?

Lisa titubeó pero solo durante un segundo. Daba igual que aquel hombre le hubiera cedido el último cruasán de almendras. Tenía algo que decirle.

—Sí —respondió secamente—. Soy Lisa Jones, y vengo a protestar porque nos ha robado al yesero.

Las cejas de Bruno, espesas y negras, se dispararon hacia lo alto.

—¿Eso he hecho?

—No haga como si no supiera de qué le hablo. —Lisa no pensaba ceder lo más mínimo—. Es totalmente inadmisible. Creerá que puede conseguir lo que quiera blandiendo un cheque, pero se equivoca. No voy a dejarle pasar ni una, ya que insiste en que lleguemos a ese extremo.

—¡Eh, eh, eh! Calma… —Bruno levantó una mano para frenar la diatriba. Para desesperación de Lisa, estaba sonriendo—. ¿Podría parar un momento y decirme exactamente qué ha pasado?

—¡No me trate con condescendencia! —Lisa se apartó el pelo de la cara con un gesto brusco.

—No era mi intención en absoluto. ¿No quiere pasar un momento?

Hablaba en un tono ligero y no parecía preocupado por las acusaciones mientras terminaba de abrir la puerta y movía la taza para indicar que pasara. Lisa vaciló, desconcertada. Se había mentalizado para una discusión, no para una invitación cortés.

—Bueno —aceptó, y entró tras él a un amplio y luminoso vestíbulo, con una escalera diáfana. Bruno abrió otra puerta y se hizo a un lado para dejarla pasar.

—Adelante.

Al pasar por su lado, Lisa notó otra vez el aroma de su colonia. ¿Lima, albahaca, bergamota? Algo tan sutil y delicioso que tuvo ganas de aspirarlo de nuevo.

Un momento después se quedó boquiabierta. La habitación en la que acababa de entrar tenía al menos nueve metros de altura. La pared exterior era curva y estaba formada por puertas plegadizas de cristal que daban a una galería, mientras que las otras estaban pintadas de un delicado verde «Nilo» que parecía un reflejo del agua del exterior. En el centro de la habitación, de cara al mar había un conjunto de sofás en ante beis dispuestos alrededor de una mesa baja de madera maciza. En la pared de atrás había tres enormes cuadros, de dos por dos metros cada uno, con pinturas abstractas de fuerte colorido: en uno predominaba el violeta oscuro; en otro, el rosa fuerte y en el tercero, el rojo intenso. En un rincón había un piano de media cola… el hecho de que pareciera pequeño indicaba lo enorme que era la estancia. En la pared más alejada de la puerta había una gran chimenea, flanqueada por una ordenada pila de leña que llegaba hasta el techo y por unas estanterías que albergaban una extensa selección de libros, desde gruesos y lujosos volúmenes sobre arte hasta una colección de manoseadas novelas de aeropuerto. Una gastada alfombra de piel de cebra estaba extendida frente a la chimenea y sobre ella había un Rhodesian Ridgeback que alzó las orejas cuando Lisa miró asombrada a su alrededor.

Era el salón de una persona que sabía exactamente lo que quería y no tenía nada que demostrar. Todo lo contrario de lo que había imaginado Lisa.

Bruno señaló el sofá central y Lisa se sentó muy tiesa, un poco intimidada por aquel entorno tan perfectamente elegante. Palpó el ante del asiento, increíblemente suave y acogedor. Qué maravilloso tenía que ser derrumbarse sobre aquel sofá, colocar los pies sobre la mesa y limitarse a mirar el mar…

Bruno se sentó en el sofá contiguo, colocó las manos tras la cabeza y estiró las piernas frente a él.

—Bueno, y ahora ¿quiere decirme qué es lo que ha pasado? Lisa estaba decidida a no ceder. Al principio se había desconcertado un poco, pero no pensaba dejar que aquel hombre la manipulara. Bruno podía tener un gusto exquisito, pero eso no quería decir que no fuera capaz de jugar sucio.

—No sé a qué está jugando, pero he venido a decirle que no pensamos rendirnos, así que más vale que se vaya preparando.

—¿Jugar? Creo que no tengo mucho tiempo para jugar estos días.

—¿Y todas las interrupciones de las obras? ¿Que el tío del ayuntamiento se ponga terco y nos complique la existencia, que los electricistas no aparezcan cuando dijeron que vendrían, que el yesero nos deje tirados y se presente misteriosamente en su hotel…?

Bruno se pasó una mano por el pelo, desconcertado.

—Yo creo que es cómo funcionan habitualmente las cosas en Devon…

—Sabemos que quería el Rocks y no lo consiguió.

—Le aseguro que si lo hubiera querido realmente, ahora sería mío. Pero no valía lo que estaban dispuestos a pagar por él.

Lisa sintió una duda repentina, pero estaba decidida a no dejarse engañar.

—He visto al yesero trabajando en su hotel. Nos lo ha robado y nos ha desmontado por completo el plan de trabajo.

Bruno se frotó la barbilla, analizando lo que estaba diciendo Lisa.

—Supongo que Charlie vino a mi hotel porque sabe que pago. Muchos de los que acaban de instalarse no son tan formales y los artesanos del pueblo se han pillado los dedos más de una vez. Lo siento, pero no es culpa mía si los dejó tirados.

—Alguien lo llamó para decirle que no viniera a nuestro hotel.

—Bueno, pues no fui yo. Se lo juro.

Lisa bajó la vista y miró al suelo. Había algo en la actitud corporal de Bruno que indicaba que estaba diciendo la verdad. La pequeña duda que acechaba en los confines de su cerebro se amplió hasta convertirse en una duda mayor. ¿Se habría equivocado de persona? Bruno parecía demasiado tranquilo para hacer mezquinas llamadas de teléfono; Lisa no se lo imaginaba rebajándose a algo tan nimio.

Carraspeó e intentó aclararse la voz.

—Quizá ha sido… un malentendido.

—Quizá debería indagar un poco antes de lanzarse a hacer acusaciones. Seguro que podría demandarla por difamación.

Lisa tragó saliva para serenarse, convencida de haber hecho el más completo ridículo. Durante un horrible instante, pensó que iba a llorar. Hundió la cara entre las manos y luchó por contener las lágrimas, dándose cuenta de que estaba tan superada por los acontecimientos que había reaccionado de una forma exagerada. Y ahora, el hombre más poderoso de Mariscombe la amenazaba con llevarla a los tribunales…

—Eh, tranquila, que lo he dicho en broma.

Bruno estaba de pie a su lado, mirándola con preocupación. Lisa percibió otra vez el olor de su colonia. ¿Mandarina? No, algo más especiado. Fuera lo que fuese, la estaba mareando.

—Oiga, justo ahora iba a comer algo. ¿Me acompaña? Podremos hablar con más calma.

Diez minutos después, Lisa estaba sentada en la terraza de suelo de madera, de cara al mar. Bruno sacó una fuente blanca sobre la cual había dispuesto un pedazo de cremoso Brie, un chorizo y un montoncito de relucientes aceitunas negras.

—Sírvase —le indicó, y desapareció otra vez dentro de la casa para volver a salir con una baguette, una botella y dos copas. Le sirvió una copa de vino tan frío que la condensación empañó el cristal instantáneamente. La copa era pesada y de pie alargado y Lisa la aferró con fuerza. El líquido del interior centelleaba con un brillo rosado.

Prosecco —le informó Bruno—. Es lo único que se puede beber al mediodía. Es tan ligero que no da sueño ni embota la cabeza.

Lisa tomó un sorbito apreciativo. Era dulce y recordaba el aroma del melocotón. Y a pesar de que Bruno había dicho que llevaba poco alcohol, la hizo sentir un poco achispada, como si las burbujas le hubieran subido a la cabeza. No era una sensación desagradable. Luego recordó que ya había tomado una copa en el Mariscombe Arms. Tendría que ir con cuidado. No quería hacer aún más el ridículo.

—Esta casa es… espléndida —se atrevió a decir, sabiendo que sus palabras se quedaban cortas.

—¿Qué esperaba? —respondió Bruno, sonriente—. ¿Un picadero con moqueta blanca y espejos en el techo? ¿Una cama de agua?

—¡No!

—Tranquila. Sé qué fama tengo en el pueblo. El ricachón con más dinero que sentido común.

—Entonces no debería aparecer con un helicóptero. —Lisa sabía que estaba siendo impertinente, pero le molestaba que la gente se quejara de su fama cuando se la merecía.

Sin embargo, Bruno no pareció molestarse.

—Ah, no era mío. Tengo un amigo que vive en Cornualles y a veces me invita a ir con él cuando viene de Londres. Me ahorra un tedioso trayecto de cuatro horas en coche.

Lisa dio otro sorbo a la copa. Sabía que tenía que pedir disculpas y el efecto que le estaba haciendo el vino le hizo comprender que más valía hacerlo cuanto antes.

—Siento mucho haberme puesto así. —Bajó la vista con timidez—. Han sido dos semanas muy estresantes, por muchos motivos que no voy a explicar.

No pensaba mencionar a las ex esposas y las hijas adoptivas que aparecían de repente. Era absurdo, y además, no era asunto de Bruno.

—No se preocupe. —Bruno le lanzó una sonrisa compasiva—. Sé lo frustrante que puede ser este pueblo cuando no consigues llevar adelante las cosas.

—Hay quien no se ha cortado en acusarlo a usted. Bruno volvió a alzar las cejas.

—No me diga. ¿Leonard Carrington?

Lisa lo miró sorprendida.

—¿Cómo demonios lo ha sabido?

Bruno se sirvió un pedazo de Brie mientras meditaba la respuesta.

—Leonard no puede resistirse a criticarme cuando tiene ocasión. Quería comprar este chalet y yo me adelanté. Nunca me lo perdonará.

Lisa abrió la boca, escandalizada.

—Pero él ha dicho que era usted el que quiso comprar el Mariscombe Arms y que intentó sabotearlo.

—¿Aún se queja de eso? Sí, iba a comprarlo yo, pero me retiré de la subasta porque pensé que estaba gastando demasiado. Él se cabreó mucho porque hice subir el precio. Pero desde luego, no le saboteé. Se las arregló él solito para buscarse problemas. Nadie lo ayudaba porque siempre espera conseguir las cosas gratis. —Sus ojos se estrecharon en un guiño—. A no ser que haya alguna chica guapa de por medio, y entonces es más que generoso.

—¡Joder!

—Leonard es un viejo verde con una imaginación desbordante y mucho tiempo libre. No hay que creerle una palabra. —Hizo una pausa y añadió—: Y supongo que no les habrá contado que él también iba tras el Rocks.

—¡No! —Lisa abrió los ojos con indignación.

Bruno no pudo contener una carcajada.

—Intentó llegar a un acuerdo monetario con la antigua propietaria, pero ella no quiso saber nada.

—¿La señora Websdale? —Lisa reflexionó sobre la novedad—. Según Leonard, eran… en fin…

No quería decir lo que había insinuado Leonard, porque incluso ahora la idea le parecía ridícula. Bruno lo hizo por ella, con otro alzamiento socarrón de las cejas.

—En sueños, quizá. Como le he dicho, a veces a Leonard le cuesta distinguir la fantasía de la realidad.

Se inclinó sobre la mesa para llenar la copa de Lisa. Su brazo era musculoso; el reloj que lucía en la esbelta muñeca era suizo y no tenía nada que ver con el mamotreto dorado que Lisa se había imaginado. Lisa se apartó un mechón de la frente. El calor, el vino y la constatación de que se había precipitado la estaban poniendo nerviosa.

—Me siento muy tonta.

—En Mariscombe hay mucho mar de fondo, la verdad. Parece el paraíso, pero si uno rasca un poco… —Se pasó por el cuello un pulgar bronceado y añadió—: Pero nosotros no hace falta que nos peleemos. A mí, particularmente, me encanta su proyecto. Un hotelito con encanto es justo lo que necesita Mariscombe para mejorar de imagen. Y la buena publicidad nos beneficiará a todos. ¿Qué le parece si enterramos el hacha de guerra?

Lisa asintió con energía.

—Creo que me siento culpable por haber hecho caso de los rumores.

—La verdad es que por aquí no andamos escasos de eso. —Su expresión era amarga—. No hay nada que guste más a los del pueblo que confundir a los recién llegados. Es casi un deporte local. Es exasperante, pero uno termina acostumbrándose.

—Tengo que reconocer que no es exactamente lo que esperaba.

—A los dieciocho años estaba impaciente por largarme, no podía soportar la mentalidad pueblerina… Todo el mundo lo sabe todo de uno, desde tu talla de pantalones hasta la chica con la que te diste el primer morreo. Pero algo me hizo echarme atrás. La verdad es que también tiene cierto encanto.

Lisa señaló el paisaje. El sol del principio de la tarde había convertido el mar en un lago verde grisáceo que sólo en la orilla tenía algo de movimiento. La arena centelleaba, casi blanca.

—Esto, para empezar.

—Sí. —Bruno miró el agua pensativamente—. Supongo que hay un período en la vida en que necesitas el bullicio de la gran ciudad, pero después empieza a perder la gracia.

—¿Está contento de haber vuelto, entonces?

Hubo una breve pausa.

—Era… el momento.

Lisa, recordando los otros rumores que había escuchado, se dio cuenta de que estaba entrando en terreno peligroso. Bruno se volvió a mirarla con una sonrisa un poco tensa.

—Bueno, hábleme del Rocks. ¿Han tirado ya esas horribles cabeceras de tela acolchada?

Lisa rio.

—Tranquilo. Es lo primero que fue a la basura. Hemos necesitado diecisiete contenedores. Nuestra querida señora Websdale estaba muy orgullosa de sus proezas decorativas. Le horrorizaría saber que hemos vaciado totalmente el hotel.

Empezó a describir los cambios que estaban haciendo. Y mientras hablaba, no pudo evitar exaltarse al señalar las diferencias con George.

—Seguramente ya lo sabe —se inclinó hacia adelante, con una chispa de malicia en los ojos—, pero hay más de una clase de pintura blanca. Por lo menos veintisiete, al parecer. Y es importante qué tono se elige.

Bruno rio. Lisa vio que tenía los dientes muy blancos. «Blanco porcelana», decidió.

—Es una forma de esnobismo —declaró Bruno—. Es como los que se las dan de entender de champán… Póngalos en una cata a ciegas y ya verá: no sabrán distinguir un Krug de veinte años de una botella de diez libras del súper. Lo mismo pasa con el color… La mayoría de ellos, si se lo presentas uno al lado de otro, no sabrían distinguir el acrílico blanco comprado en los grandes almacenes del «cáscara de huevo» de Farrow & Bail.

Lisa pensó que sus palabras la consolaban. Suponiendo que fueran sinceras, claro. Era obvio que las paredes de la casa de Bruno no estaban pintadas con esmalte de hipermercado. Se sintió un poco culpable de haber buscado apoyo en él, pero durante la última semana se había sentido más de una vez al margen, como si fuera una palurda, y era agradable saber que no necesariamente estaba equivocada.

—En fin —concluyó—, si no hay más líos, abriremos dentro de tres semanas.

—Qué maravilla, qué envidia me dan. Es justo lo que me gustaría hacer a mí.

Durante un atroz momento, Lisa pensó que quizá había hablado demasiado. ¿Habría revelado todos sus secretos? ¿Iba a robarle Bruno las ideas y montar lo mismo en el hotel Mariscombe? No debería haberse tomado la segunda copa de vino… el alcohol siempre le hacía hablar más de la cuenta. Acto seguido se dijo que era una tontería preocuparse. Bruno tenía sus propios planes. No necesitaba copiar a nadie, eso era evidente.

—Mañana le diré a Charlie que vaya a su hotel —dijo—. Lo mío puede esperar. Es un proyecto a largo plazo.

—Es muy amable, gracias. Bueno, tengo que irme ya. Todo el mundo estará preguntándose dónde estoy.

Lisa se levantó y tendió la mano a Bruno.

—Qué formal —opinó él, inclinándose y rozando su mejilla contra la de ella—. Ha sido un placer conocerla, señorita Jones.

Lisa tragó saliva al notar el roce de su barba contra la piel. «Cálmate», se dijo débilmente.

—Llámame Lisa, por favor.

Estaba tan cerca que sintió su voz dentro de ella cuando Bruno pronunció su nombre. Aspiró aire agitadamente.

—Para mí también ha sido un placer.

—Por cierto, me llamo Bruno.

—Bruno. —Como si no lo supiera.

Se sonrieron. Lisa pensó que sus ojos eran gris pizarra. El color del mar cuando el sol ya se ha puesto.

—Oye, vamos a hacer una fiesta de inauguración dentro de quince días y me encantaría que vinieras. Te enviaré una invitación.

—Me parece fantástico. Estoy impaciente por ver qué habéis conseguido. Y entretanto, si tienes más problemas, llámame. No te puedo prometer milagros, pero a lo mejor puedo ayudar. Ya que tengo fama de controlarlo todo, más vale que la aproveche, ¿no?

Durante un breve instante, Lisa se preguntó si pretendería espiarlos, pero concluyó que era absurdo. El hombre que acababa de conocer no había llegado a donde estaba entrometiéndose en asuntos ajenos. No necesitaba rebajarse a ese nivel. Maldito Leonard. Lo mataría en cuanto lo viera.

Bajó alegremente la escalera que llevaba a las dunas y se volvió para despedirse antes de salir a la playa. Bruno le había dicho que era mucho más rápido que recorrer de nuevo el camino de su casa y al menos Lisa podía quitarse las chanclas y andar descalza por la arena. Los pies la estaban matando; tendría que parar en el pueblo a comprar tiritas.

Mientras caminaba por la orilla del agua en dirección al Rocks, reflexionó sobre su nuevo conocido. Bruno era completamente distinto de lo que esperaba. La imagen mental que se había formado era la de un hombre hecho a sí mismo, un ricachón engreído y hortera. Estaba segura de que iba a repugnarle nada más verlo.

Sin embargo, el hombre al que acababa de conocer era alguien tranquilo y relajado, además de un seductor. De hecho. Lisa estaba rabiosa porque después de comer con él casi había empezado a bailar en la palma de su mano. Normalmente no se dejaba convencer con palabras amables. ¿La estaría ablandando el aire del mar? ¡Había acabado invitando a Bruno Thorne a la fiesta de inauguración, por Dios! Su mayor rival… ¿en qué estaría pensando? Daba igual… no tenía por qué enviarle la invitación. Y era difícil que le llegara por otras vías.

Satisfecha después de decidir que de ahora en adelante se resistiría a los encantos de Bruno, Lisa chapoteó en las olas que lamían la arena mientras la marea iba ascendiendo poco a poco y dio un respingo cuando el agua salada le mojó las llagas de los dedos.

Desde la galería, Bruno observó cómo la silueta de Lisa se iba haciendo cada vez más pequeña a lo largo de la playa. Aquella chica era una fascinante combinación de dureza e ingenuidad. Había empezado a discutir con mucha energía, pero al final de la comida estaba hecha un corderito y había contado más cosas de las que debería.

Bruno no tenía muy claro cómo estaba organizado el Rocks. Lisa había nombrado a sus compañeros, pero no había dicho si eran sólo socios o alguno era algo más. Solo una persona habría podido informarle: el dichoso Leonard, el bocazas de Mariscombe, pero Bruno no podía ir a preguntárselo. Si mostraba el más mínimo interés por Lisa, a los dos días Leonard estaría contando que los había pillado juntos.

Además ya tenía bastante trabajo organizando el hotel. La reforma del Rocks subiría la categoría del pueblo y Bruno no quería quedarse rezagado. Por lo menos ahora que ya sabía a qué se enfrentaba.

Mimi se apoyó con cautela en el respaldo. Había encontrado un chicle pegado debajo de una mesa y había tenido que cambiarse de asiento. No tenía ni idea de que los trenes pudieran oler tan mal, a sudor ajeno, a humo de tabaco y a perfume barato. Sacó la revista y empezó a hojearla, pero miraba las fotos sin verlas. El cerebro le iba a mil por hora.

Era extraño ser una adolescente. Los adultos perdían tanto tiempo preocupándose por si te drogabas o te acostabas con alguien que nunca se les ocurría que pudieras tramar algo realmente malo. No le había sido difícil colarse en la oficina de George cuando nadie miraba, ver las citas marcadas en el tablero y cambiar un par de pedidos para sembrar el caos.

Y ahora había emprendido la parte final del plan.

Había conseguido que Yasmin se hiciera unas fotos con la ayuda de Leyla. Al fin y al cabo, una vez la había abordado un ojeador de una agencia de modelos, en Paddington Station. Yasmin se había reído y había contestado que aquel era un trabajo para memas y que ella pensaba estudiar Derecho en Cambridge. Yasmin era muy inteligente además de espectacularmente guapa, un hecho que Mimi, que no era ninguna de las dos cosas, encontraba un poco injusto. De todos modos quería mucho a su amiga, que siempre la había ayudado en los momentos difíciles. Yasmin había aceptado muy contenta la última propuesta y había aceptado el reto con entusiasmo, rebuscando en el armario medias de rejilla, boas de plumas, estampados de leopardo y prendas de cuero para disfrazarse y hacer mohines provocativos frente a la cámara que manejaba Leyla. Habían enviado los resultados a la cuenta de Hotmail de Mimi, que los había descargado en un cibercafé de Mariscombe y los había reenviado junto con una nota de acompañamiento. La respuesta que esperaba no había tardado más que tres días.

Y ahora allí estaba. Bajó del tren en Birmingham New Street y se abrió paso entre la muchedumbre para llegar a la parada de taxis, intentando que la nariz se acostumbrase a la peste a tubos de escape y comida rápida que tanto contrastaba con el aire puro que había estado respirando últimamente. Mimi se había imaginado que sería una urbanita hasta el fin de sus días, pero ahora estaba impaciente por salir de la ciudad. Se notaba el pelo sucio y los poros atascados. Apenas podía respirar cuando montó en el taxi. Se consoló pensando que aquella noche volvería a sentir la brisa del mar en la cara y el sabor de la sal en los labios. Era curioso que lo añorase tanto.

Se había adaptado con una increíble rapidez a la vida en la costa. Le sentaba bien; le gustaba el ambiente relajado e informal, la forma en que todo el mundo se tomaba las cosas como venían. No competían, todos parecían ser amigos en pie de igualdad, sin establecer jerarquías por el aspecto o el dinero. Además, 1e encantaba ayudar a Cassie en el tenderete. Mimi se encargaba de hacer trenzas, enredando cuentas de colores en el pelo de la gente para que pudieran adoptar una identidad distinta, convertirse en otra persona, durante su semana de vacaciones. En resumen, Mimi estaba tranquila por primera vez en la vida. Cuando salía con sus amigas de Bath sabía que tendría que soportar discusiones, gritos e histerismo. En Mariscombe, en cambio, todo el mundo era agradable.

Especialmente Matt. Cada vez que pensaba en él, Mimi sentía una calidez repentina en el estómago. La hacía sentir tan… ¿qué? No sabía cómo definirlo. Tan segura, decidió al final. Segura y cómoda. Con los demás tíos que le habían gustado estaba recelosa y ansiosa, y la sensación era tan desagradable que evitaba directamente el contacto con ellos. Matt, en cambio… Estar con él era un placer, porque podía ser ella misma y porque él no la criticaba por nada. Ni por su especial idea de la vestimenta, ni por su historia familiar, ni por sus inauditos gustos musicales, que casi nunca coincidían con los de los demás. Por primera vez en su vida, Mimi no se sentía un bicho raro ni una inadaptada. Era simplemente Mimi.

No es que Matt y ella estuvieran saliendo; no lo creía, al menos. Pasaban mucho tiempo juntos, en la playa al salir del trabajo o en el Old Boathouse por las noches, escuchando conciertos o jugando al billar. Y él la cogía de la mano cuando iban a algún sitio o le pasaba un brazo por los hombros. Pero no se habían besado; por el momento. Mimi pensaba que era mejor así, porque sabía adónde llevaban los besos y no estaba del todo preparada… por el momento. De todos modos, pensaba que Matt podía ser el elegido.

El taxi circuló por una calle de bares, cafeterías y clubes y entró en una travesía con farolas victorianas de imitación adornadas con cestos de flores colgantes. Se detuvo delante de un local de fachada acristalada. Mimi se sorprendió, ya que era mucho menos sórdido de lo que pensaba. Por un momento no supo muy bien qué hacer a continuación. El aspecto era el de una empresa en la que se gana mucho dinero, no la trastienda cutre que había imaginado. Pero había llegado hasta allí y no pensaba malgastar el billete de tren sin intentarlo.

—Tengo cita con Tony —informó a la recepcionista, intentando que no la intimidaran aquel pelo rubio y perfecto y aquellos labios carnosos y rojos.

Se sentó a esperar en un sofá de cuero blanco y se puso a hojear un ejemplar de Vogue, tratando de no pensar en los retortijones que le estaban causando los nervios.

—¿Miranda Snow? —Mimi alzó la vista y se encontró con un tío vestido con traje negro y camiseta blanca. Tenía el pelo plateado y muy corto y cuando sonrió brilló un diamante en uno de los dientes—. Soy Tony Lavazza.

Le tendió la mano y Mimi se levantó rápidamente. Mientras se saludaban, Tony Lavazza la repasó con una mirada apreciativa y frunció el ceño.

—No te pareces mucho a las fotos.

—Hay una explicación. —Mimi se pasó una mano por el pelo, nerviosa—. No son mías, pero sabía que de otra manera no me habría recibido.

Tony frunció el ceño.

—¿Es una broma? —Quiso saber—. No puedo darte trabajo. Ni eres pechugona ni tienes la pinta que se necesita.

Mimi se estremeció.

—Ya lo sé —respondió, malhumorada—. No soy estúpida.

—Lo siento, maja —respondió Tony, avergonzado—. No quiero ser cruel, pero no sabes la de chavalitas que vienen a verme creyéndose que son un regalo para la cámara. Eres mona, pero no sirves para hacer de modelo sexy.

—Dejemos las cosas claras. No me quitaría la camiseta para ustedes ni aunque estuviera muriéndome de hambre.

—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?

—Quiero hablarle de Lisa Jones.

—¿Lisa? —Su rostro adoptó una expresión sombría—. ¿Te ha enviado ella?

—No. —Mimi ladeó la cara y sonrió—. ¡Qué va! Si supiera que estoy aquí, se enfadaría. Mucho.

Media hora después, Mimi salía del local con lo que necesitaba. Era una pena. En realidad Lisa le caía bien, pero tenía que seguir con el plan. Lisa no necesitaba a George. No como su madre.

Victoria estaba luchando por salir adelante y Mimi estaba orgullosa de ella. Sabía que estaba haciendo un gran esfuerzo por dejar la bebida. Quizá no era una alcohólica inveterada, pero no solía esperar a que acabara la jornada de trabajo para tomarse la primera copa del día. Mimi sabía que desde que estaban en el Rocks había reducido el consumo a un vasito de vino ocasional, sobre todo porque si se emborrachaba perdía el control y terminaba enemistándose con la gente. También sabía que su madre estaba trabajando como una mula para agradecer el favor a George y que dedicaba más tiempo al diseño de los folletos y menús, el logotipo y la imagen corporativa de lo que había hecho jamás con ningún otro cliente.

Además, sabía que su madre llevaba muy mal ver a George y a Lisa juntos. Lo sabía porque la oía sollozar en la cama hasta altas horas de la noche.

—Fui una tonta y tengo lo que me merezco —decía, pero Mimi no estaba dispuesta a dejarla hundirse sin intentar salvarla.

Mimi sabía bien que su madre tenía defectos. Sabía que era una caprichosa y una manipuladora, además de frívola y un desastre con el dinero. Sí, tenía muchos fallos, pero Mimi la quería y siempre intentaba protegerla. Podía ser la primera en criticarla, pero no aceptaba que nadie se metiera con ella injustamente. Le impresionó ver la poca energía que le quedaba para defenderse. Victoria había perdido su antiguo aplomo. Mimi sospechaba que estaba aterrada ante la perspectiva de un futuro sin dinero y sin un techo. Sin un hombre.

Victoria no había tenido las cosas fáciles, como algunos podrían pensar. Criar sola a una niña era duro, y Mimi sabía que le había costado un gran esfuerzo. Especialmente porque los padres de Victoria, en realidad, le habían dado la espalda. No la habían dejado morir de hambre, pero tampoco le habían dado el apoyo que necesitaba. Y desde luego, no le habían demostrado ningún cariño. Cuando recordaba las escasas visitas de su abuela («viajes de culpabilidad», los había definido Victoria), Mimi veía a una mujer flaca y nerviosa que entraba y salía de la casa sin obsequiar a su nieta con un beso o un abrazo. Ni siquiera traía una bolsita de caramelos. ¿Tanto le habría costado?

A Mimi le resultaba difícil creer que fueran tan duros, que pusieran los valores convencionales por encima del bienestar de su hija, que su estirada desaprobación se impusiera ante lo que debería haber sido un amor incondicional. Ahora que ya no era una niña, valoraba de forma más madura sus circunstancias. En todo caso, estaba decidida a evitar que trataran mal a Victoria. Sí, había cometido errores (¿no los cometemos todos?), pero no merecía que la crucificaran. Necesitaba amor y apoyo, como cualquier persona.

Al principio, cuando Nick las había dejado sin dinero y aún no habían vuelto con George, Mimi pensó que la salvación podía estar en su verdadero padre, su padre biológico. Quizá había llegado el momento de que aflojara pasta, que afrontara una responsabilidad que durante diecisiete años había soslayado. Al fin y al cabo, reflexionaba Mimi, si tenía algo de dinero que no necesitaba, a ellas les vendría bien. Se había ahorrado diecisiete años de pensión alimenticia, ¿no? Tal vez había llegado el momento de cobrarse la deuda.

Victoria se había mostrado siempre abierta a revelar la identidad de su padre, pero Mimi había tenido la impresión de que mostrar demasiado interés por él le habría valido una bronca y no había hecho muchas preguntas. Sin embargo, una vez decidió que su padre biológico podía ser la respuesta a sus problemas, unió los escasos datos que tenía sobre él y localizó sin gran dificultad una dirección en los alrededores de Bath. Era un consuelo, ya que en teoría podía estar en cualquier parte del mundo.

Era una casa muy pequeña en una hilera de adosadas, un poco destartalada pero muy bonita, con la puerta de la calle pintada de blanco y grandes macetas de geranios que le daban un aire francés. En la fachada había un cartel que anunciaba restauración de muebles y lacado de madera. Mimi entró en el callejón que daba al jardín trasero y vio lo que parecía un taller. Sintió una pizca de decepción. No parecía haber dado con una mina de oro. El corpulento bedel que la había engendrado no había prosperado en la vida, como había fantaseado ella en ocasiones. No iba a reaparecer oportunamente divorciado y milagrosamente enriquecido, para que Victoria y él se fundieran en un abrazo. Tampoco iba a dar un beso a la hija cuya existencia ignoraba y llevárselas a las dos a una casa solariega, pequeña pero elegante, para vivir felices para siempre.

Aun así, Mimi sentía curiosidad. Ya que estaba allí, podía ver cómo era el hombre cuyos genes había heredado. Esperó casi dos horas hasta que apareció un tipo corpulento, greñudo y barbudo, vestido con una camiseta ancha y unos bermudas de color caqui. Muy atractivo, si bien en un estilo bohemio o artesano. Mimi vio que llevaba un pendiente y fumaba un cigarrillo liado. Lo observó con atención en busca de semejanzas y pensó que quizá había heredado su nariz algo torcida y los labios carnosos. Unos momentos después apareció una señora con el pelo largo y teñido con alheña, vestida con una falda hippy de color turquesa. Los dos subieron a una furgoneta y arrancaron entre petardeos del tubo de escape y protestas del motor. «Imposible», pensó Mimi, recordando la afición de su madre a los coches deportivos. Estaba claro que la salvación no estaba allí.

No había sentido nada especialmente intenso al verlo. Le había parecido guapo, pero no veía qué podía aportar a sus vidas. Tendría que restaurar un montón de muebles para asegurar a Victoria el nivel al que estaba acostumbrada. Además, tenía su propia vida. Mimi no podía presentarse en su puerta así como así. Al fin y al cabo, él no la había repudiado sino que nunca había sabido que existía. Antes de salir en su busca, Mimi había decidido fiarse de su instinto. Si veía que sentía la necesidad de conocerlo, intervendría. Pero al mirarlo no había sentido nada. Aquella tarde, cuando volvía en autobús al horrible hotel donde seguían alojadas, decidió que solo una persona podía sacarlas de aquel lío. La única persona que les había dado amor, seguridad, alegría y un hogar. Y Mimi no estaba dispuesta a dejar que George volviera a escapárseles de las manos.

Ahora que había conseguido encontrarlo y ya estaban en el Rocks, lo único que le faltaba por hacer era proseguir con el plan y alejar a Lisa. Mimi era una chica de recursos. Había imaginado que Lisa tendría secretos, porque todo el mundo los tiene, y había procurado estar atenta para descubrir pistas. No había tardado mucho en oírle contar la historia de la compra del Rocks. Para hacer reír a sus interlocutores, Lisa exageró las cosas y explicó que había hecho un estriptis en el salón de muestras.

—Mi agente no estaba nada contento, os lo aseguro —terminó—. De hecho, creo que nadie se había atrevido jamás a hacer un corte de mangas a Tony Lavazza. Pero no me he arrepentido en ningún momento.

Mimi tardó poco en localizar al agente de Lisa y usar a Yasmim para acercarse a él. Y tal como había imaginado, Tony estaba ansioso de venganza, como demostraban las fotos guardadas en el fondo de la mochila.