12
Hannah estaba muy preocupada por Molly. La semana pasada había faltado dos veces por indisposición, y de hecho estaba muy pálida, pero Hannah sospechaba que había algo más que un simple catarro de verano. Molly parecía nerviosa y agitada. Cuando terminaba su turno se largaba a casa como una exhalación, y mientras estaba en el trabajo estaba taciturna, como si estuviera sumida en sus pensamientos. Así como antes charlaba con los demás a la hora del café, ahora seguía trabajando sin hacer ninguna pausa. Molly siempre había sido una chica risueña; era una persona afectuosa, que caía bien a todo el mundo. Ahora, sin embargo, era como si dentro de ella se hubiera apagado una luz.
Hannah decidió que había que intervenir y una mañana la abordó en la habitación que estaba limpiando.
—Molly, si tuvieras algún problema, ¿me lo dirías?
Hannah apoyó las manos en los hombros de la muchacha y la obligó a encararla. Molly la miró con los ojos muy abiertos.
—Claro.
—Es que pareces… Bueno, no se te ve feliz.
Molly se encogió de hombros. Hannah observó que estaba muy delgada y las clavículas se le marcaban bajo el uniforme. Además tenía la cara blanca como el papel, con cercos azules bajo los ojos.
—Estoy bien.
—Bruno me ha dicho que no has aceptado el cargo de gobernanta.
—¿Y? —respondió Molly, lanzándole una mirada dura.
—Creo que se te daría bien.
—Es demasiada responsabilidad.
—No es tan complicado contar sábanas.
—Sí que lo es —contestó secamente Molly—. Además, es posible que tenga que irme.
—¿Por qué? ¿Adónde vas?
—No sé.
—Te gusta trabajar aquí. —Hannah frunció el ceño, extrañada de lo que estaba diciendo Molly—. ¿No?
Molly permaneció un momento en silencio y de repente cerró los ojos. Hannah sospechó que intentaba contener las lágrimas.
—Sí, me gusta —respondió con un suspiro—. Pero… tengo que mudarme, eso es todo. Por cuestiones familiares.
Hannah la abrazó y percibió instintivamente la lucha interior por la que estaba pasando Molly.
—Ya sabes que puedes hablar conmigo cuando quieras.
—Gracias —respondió Molly, esforzándose por esbozar una sonrisa. Se deshizo del abrazo de Hannah, cogió el carrito de limpieza y rebuscó entre los productos para sacar el limpiacristales—. Tengo que limpiar los espejos. No sé por qué la gente tiene que tocarlos con los dedos pringosos, pero siempre lo hacen.
Sonrió jovialmente a Hannah, dejando claro que la conversación había terminado, y roció generosamente el espejo del dormitorio con el líquido limpiacristales.
Durante las últimas semanas había estado sometida a una presión insoportable, intentando encontrar a alguien que cuidara a Alfie ahora que Skyla se había ido. Su madre parecía disfrutar martirizándola; llegaba a la casa tan tarde que Molly tenía que correr como una loca para no perder el autobús, o no avisaba hasta el último momento de que no podría ir a cuidar a su nieto. Molly sabía que Teresa nunca le haría daño al niño; era estúpida y egoísta, pero no un monstruo. Sin embargo, la continua incertidumbre le destrozaba los nervios. Cuando su madre no podía hacer de canguro, Siobhan no tenía inconveniente en acudir a ayudarla, pero Molly no se fiaba ni un pelo de Zen, el novio. Si sabía que irían los dos a cuidar al niño, procuraba llevarse al trabajo todo el dinero que tuviera por casa. Zen consumía drogas, drogas duras además, y Molly sabía que la gente como él no tenía muchos escrúpulos para sacar dinero de donde fuera. Por este motivo, aunque estaba segura de que Siobhan no dejaría que le pasara nada a Alfie, no le gustaba nada el arreglo.
Sin un respaldo asegurado, era imposible aceptar el cargo de gobernanta. Maldito Joe. ¿Por qué había tenido que abandonarlos, a ella y a Alfie? Aunque no hubieran terminado siendo una pareja de cuento, al menos habrían compartido la responsabilidad, y habría contado con más dinero.
Molly suspiró mientras apartaba el edredón de la cama, retiraba las sábanas y las metía en la bolsa de la ropa sucia. Los recuerdos no solían atormentarla porque se esforzaba en mantenerlos a raya, pero cuando regresaban lo hacían con fuerza.
Solo podía echarse la culpa a sí misma.
Hannah estaba en medio del pasillo cuando se topó de bruces con Caragh.
—La última vez que miré, el mostrador de recepción no estaba en el tercer piso —dijo Caragh en tono acusador.
Hannah se irguió remarcando su estatura, que superaba en más de un palmo la de Caragh.
En cuanto Hannah salió de la habitación, Molly parpadeó para frenar las lágrimas que había intentado ocultar, deseando fervientemente que Hannah no fuera tan amable. Podía soportar que la gente fuera antipática, pero cuando eran comprensivos, cuando actuaban como si le tuvieran afecto… en esos casos, había un momento en que pensaba que iba a tener un ataque de nervios.
—He ido a dejar un mensaje a un huésped —replicó. Caragh dibujó una semisonrisa irónica.
—Seguro que no estabas… ¿ligando con un huésped?
Hannah la miró sorprendida.
—Claro que no.
—No, claro que no —la imitó Caragh, con una voz cargada de insinuaciones—. Tendría que estar muy desesperado…
Hannah se quedó paralizada por la impresión. ¿Cómo demonios se podía ser tan cruel? ¿Qué placer sacaba Caragh burlándose de su aspecto? No tenía por qué considerarla una rival, ya que ni en un millón de años la elegiría nadie a ella antes que a Caragh, con su piel de seda y su pelo rojizo y brillante. Pero tampoco hacía falta que se lo restregara por la cara.
—¡Serás cabrona…!
Las dos se dieron la vuelta y se encontraron con Molly en mitad del pasillo, mirando a Caragh con los ojos llameantes.
—¡Hanna vale un millón de veces más que tú, creída de mierda!
Hannah se tapó la boca con la mano. Caragh respiró hondo, con la nariz temblando de rabia contenida, y miró ásperamente a Molly.
—¿Cómo has dicho?
—Conmigo no hace falta que te pongas en plan gerente. No eres más que una zorra engreída.
—Y tú estás despedida.
—No creo —replicó Molly—. Si me despides, Bruno descubrirá todos los chanchullos que has organizado.
—Primero tienes que demostrarlo —dijo Caragh.
—Créeme, sé lo que digo. —Molly sonrió con dulzura—. Puedo aportar pruebas muy convincentes. Y ahora quiero que le pidas disculpas a Hannah.
—¡Ni lo sueñes! —declaró Caragh, lanzándole una mirada desafiante.
Molly le sostuvo la mirada, implacable.
—¿Cobros en negro a los huéspedes? —preguntó—. Se te olvida que las habitaciones hay que limpiarlas igual, aunque no se haya registrado el ingreso. Lo tengo todo anotado.
El cuello de Caragh se iba volviendo rojo de rabia. Dio un paso adelante y Hannah pensó que iba a pegar a Molly. Pero Molly se cruzó de brazos y dio un paso adelante también. Caragh la miró de arriba abajo y luego miró a Hannah.
—Lo siento, Hannah. Te ruego que me perdones —dijo, en un tono tan dulce que era imposible creer que no fuera sincera—. Estamos en el peor momento del mes y he tenido bastante jaleo. No quería herir tus sentimientos.
—Está bien —murmuró Hannah.
—Estoy segura de que los huéspedes harían cola para acostarse contigo si pensaran que tienen alguna oportunidad —añadió con voz falsa, antes de girar en redondo y recorrer el pasillo a grandes pasos, dejando tras ella una estela de Chanel. Hannah, incrédula, se volvió a Molly.
—Has estado increíble.
—Aún no he terminado con ella —respondió Molly con una mirada furiosa.
Hannah dio un respingo, impresionada por este aspecto del carácter de Molly.
—Eres más dura de lo que pareces —dijo con admiración.
Molly sonrió tristemente.
—Y no sabes ni la mitad —respondió con una voz hosca.
Se alejó por el corredor empujando el carrito de limpieza y Hannah, por el gesto de sus hombros, comprendió que era mejor dejarla tranquila.
Unas horas después, Caragh estaba desnuda en la cama de Frank, que se estaba poniendo la chaqueta, preparándose para el turno de noche. Ya debería estar en la cocina, supervisando los preparativos. Pero ella se había presentado en su habitación una hora antes, muy cabreada e imponiéndole exigencias. Hasta Frank pensó que esta vez se había pasado. Estuvo a punto de decirle que en el catálogo constaban como «juguetes», no como «instrumentos de tortura».
No era que no lo pasara bien, pero a veces se preguntaba si alguna vez volvería a disfrutar de un sexo tranquilo y normal. ¿O Caragh lo había corrompido? ¿Tendría que seguir siempre algún ritual levemente sadomasoquista para que se le levantara? Esperaba que no. Las pinzas para pezones y los dildos tenían su función, claro está, pero Caragh parecía tener una idea un poco retorcida de quién se ponía qué y dónde iba cada cosa.
Caragh lo estaba volviendo loco. Era una mandona, una cizañera, una obsesa sexual y una paranoica. Aquella tarde le había dado miedo. Parecía Uma Thurman en Pulp Fiction. Estaba eufórica y tenía las pupilas muy dilatadas. Y había sido muy cruel. En cierto momento, Frank había pensado que no podría aguantar más, pero ella siempre parecía saber hasta dónde llegar.
Por supuesto, Frank podría haberse defendido si hubiera querido. Estaba en forma. Tenía los músculos fuertes y fibrados gracias al surf. Podía haberla parado con un solo gesto. Pero eso era lo más extraño. No era tanto una cuestión física como mental.
La miró mientras se abrochaba los botones de la chaqueta. Caragh se estaba acariciando los pechos en un gesto absorto, y por increíble que fuera, Frank se sintió otra vez excitado. Creía que no podía ser posible.
—Aquí mandamos nosotros, Frank —dijo Caragh—. Es nuestro reino. Las cosas tienen que ser exactamente como las queremos. Tu querido Bruno se hartará y volverá a la capital cuando menos te lo esperes, puedes estar seguro. Y entonces es cuando intervenimos tú y yo.
Frank no tuvo valor para contradecirla. Le daba mucha rabia ser tan cobarde, porque sabía qué lo frenaba. En su momento había sabido que no actuaba bien. Eso de aceptar la propina de un proveedor, facturando carne ecológica de primera calidad cuando suministraba carne común y repartirse la diferencia con el representante… pero Caragh lo había convencido, diciéndole que los jefes de cocina tenían esta prerrogativa, que era una práctica habitual y que no hacerlo era de imbéciles. Y ahora estaba involucrado en el asunto. Si se cabreaba o criticaba cualquier cosa que hiciera, Caragh le recordaba lo que había hecho.
Pensó con nostalgia en el anuncio que había visto en el periódico local. En el hotel que estaba a punto de abrir al otro lado de la bahía buscaban un jefe de cocina, y Frank supo instintivamente que aquel era el avance profesional que necesitaba. Un sitio donde pudiera imprimir su sello, ser creativo y hacerse un nombre. No es que no apreciara las oportunidades que le estaba dando Bruno, pero el hotel Mariscombe no estaría nunca en las guías para gourmets. Él encajaba mejor en un sitio como el Rocks, un hotel moderno que tenía grandes aspiraciones y se mostraría atrevido en lo gastronómico, pero lo suficientemente pequeño para que Frank pudiera adquirir experiencia.
Si no hubiera sido tan crédulo y tan débil, ahora sería libre de hacer lo que quisiera. Ocultó su pelo rizado bajo el gorro de cocinero y suspiró en voz baja. Estaba atado, literal y figurada mente, a la loca de Caragh. Estaba atrapado.
Caragh esperó a que Frank se pusiera la chaqueta de cocinero y se marchara a la cocina. Luego bajó de la cama, se vistió, salió de puntillas de la habitación y recorrió el corredor hasta que encontró la puerta que buscaba. Sacó la llave maestra del bolsillo y abrió rápidamente la cerradura.
Echó un vistazo desdeñoso a su alrededor, El elefante de trapo sobre la almohada, el calendario de Robin Williams, la patética colección de cosméticos sobre el tocador. Con cuidado, abrió los cajones y comenzó a registrarlos. No tardó en encontrar unos extractos bancarios y una libreta de cuentas que resultaron bastante interesantes; aunque no lo suficiente. Los metió otra vez en el cajón y siguió buscando.
En el siguiente cajón encontró algo que la hizo sonreír de oreja a oreja. Un folleto informativo. El folleto de un hospital privado. Y con él, una carta.
Querida señorita Baldwin:
Nos complace confirmar la reserva de una habitación entre las siguientes fechas…
Bla, bla, bla. No hacía falta leer mucho más. Caragh sacó el móvil, grabó el número que venía indicado en el membrete de la carta, la metió otra vez en el cajón y dejó la habitación tal como la había encontrado.
Diez minutos después, en la intimidad de su cuarto, sacó el móvil y pulsó un botón.
—¿Con la secretaria del señor Burrough? —preguntó—. Soy Hannah Baldwin. Lo siento mucho, pero lo he estado pensando y no quiero seguir con la operación. He llegado a la conclusión de que tengo la nariz que Dios me ha dado y voy a tener que vivir con ella. No me parece correcto ir contra la naturaleza. Si es posible anular la reserva…
Después, Caragh cerró el móvil de golpe, satisfecha. «Vaya estúpida», pensó. Con lo horrorosa que era la tal Hannah Baldwin, ¿de verdad pensaba que una simple operación de nariz iba a cambiar las cosas?