3
El domingo por la noche, de vuelta en Bath y mitigada la exaltación producida por las altas dosis de Chablis y de sexo hotelero, George tuvo una fuerte sensación de bajón. Al día siguiente tendría que volver a la normalidad, justificar la precipitada evasión de la reunión del viernes, averiguar cómo se encontraba Colin, descubrir hasta dónde llegaba la responsabilidad de la empresa… Era increíble lo poco que había pensado en sus problemas durante el fin de semana, pero en Mariscombe era fácil engañarse y salirse de los confines de la realidad.
De repente deseó que Lisa no se marchara,
—¿Por qué no te quedas esta noche?
—Bueno, ¿por qué no? Mañana no tengo que madrugar para ir al trabajo. —Lisa extendió perezosamente los brazos—. Y puedo anular la visita a la manicura y pasar de rasurarme las piernas y depilarme las cejas. —Se echó a reír al ver la cara de asco de George y añadió—: No te preocupes, no me voy a volver una zarrapastrosa de la noche a la mañana, pero será un lujo no tener que estar siempre perfecta por si llaman para un trabajo. —Ladeó la cara para mirar a George, que se había puesto a hurgar en el enorme frigorífico en busca de algo para comer—. ¿Ya has decidido qué harás?
—¿Unos huevos revueltos? También hay un tetrabrick de crema de verduras.
—No hablaba de la cena, ya lo sabes.
George suspiró.
—No puedo largarme sin tener otro sitio adonde ir.
—¿O sea que te estás rajando?
George se decidió por la sopa. Necesitaba comer. Eligió una pieza de la batería de cocina colgada del techo, abrió el envase y vertió el líquido verde claro en el interior de la cacerola.
—No dejo de pensar que es muy arriesgado. Tendríamos que vender nuestras casas, no tenemos idea de si seremos capaces de trabajar juntos y, además, ¿qué sabemos tú o yo de llevar un hotel?
—No puede ser más duro que llevar una freiduría. Y hay mucha gente que compra hoteles sin tener ni idea del negocio. Aprenden sobre la marcha.
George removió la sopa con una cuchara de madera. No le gustaba nada ser tan cauteloso. La prudencia era tan poco sexy… Vio que Lisa lo miraba con los ojos resplandecientes, sin miedo de lanzarse al vacío.
—¿Y no crees que todo está escrito, que ha sido el destino el que nos ha llevado hasta allí? ¿Cómo explicas que los dos dejáramos el trabajo el viernes y termináramos en un hotelito costero que está pidiendo a gritos una reforma? Es… ¿cómo definirlo?
—Revelador.
—Exacto. Revelador.
Lisa sacó de la mochila el papel con los cálculos. Lo habían repasado tantas veces que empezaba a estar manoseado.
—Es un sitio tan bonito…
—Es una porquería.
—¡Pero bueno! ¿No eras tú el que casi tiene un orgasmo al imaginar las losetas hidráulicas escondidas bajo la moqueta del vestíbulo?
Parecía tan indignada que George no pudo menos que reír.
—Tienes razón. Lo que pasa es que soy consciente del trabajo que supone el proyecto.
—Bueno, si no estás dispuesto a arrimar el hombro… —replicó Lisa, lanzando bruscamente el papel sobre la encimera de la cocina.
—No es eso.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
Se hizo un silencio mientras George retiraba la crema del fuego.
—Estoy asustado —reconoció.
—En ese caso, más vale que vuelvas humildemente a la oficina mañana por la mañana, pidas disculpas a todo el mundo y sigas pagando tu prudente y sensato plan de pensiones, porque ya no vas a salir de allí en toda tu vida. Claro que, al menos, no estarás asustado.
Esta última frase estaba cargada de vitriolo. George pestañeó sorprendido. No sabía que Lisa pudiera ser tan cáustica.
—Vale —respondió, concentrándose—. Vamos a hacer cuentas otra vez, ¿te parece?
Lisa sonrió y cogió otra vez el papel con los detalles. George le lanzó un lápiz del recipiente de cuero que tenía junto al teléfono.
—Muy bien —dijo Lisa—. Mañana puedo conseguir trescientas y pico mil por la casa y casi doscientas mil por el piso.
Lisa tenía una casita en las afueras de Stratford y hacía tres años había comprado en la misma zona un piso que tenía alquilado a una estudiante.
—Tendrás que pagar el impuesto por incremento de patrimonio —señaló George.
—Entonces, digamos que en cuanto tenga liquidada la hipoteca, podré poner cuatrocientas mil.
—Si a mí me dan quinientas cincuenta mil por esto, tendré más o menos lo mismo.
—Y el precio orientativo del Rocks son setecientas mil.
—Con lo cual, sólo nos quedarían cien mil para poner en marcha el negocio.
—¿Sólo? —exclamó Lisa.
—Hay que ser realistas. Ya sé que hablamos de una simple remodelación estética, pero hay que arrancar montones de moqueta y de papel. Y sería mejor reformar los cuartos de baño. Además, habrá que poner muebles. Cien mil libras no darán para mucho.
—Podemos pedir un préstamo. La gente lo hace, George.
George sacó la chapata del horno justo cuando sonaba el timbre de la puerta.
—¿Quién demonios será un domingo por la noche?
Se quedó parado en medio de la cocina, sosteniendo el pan con las manoplas del horno.
—Voy a abrir —anunció Lisa, bajando del taburete.
—¡No!
George dejó el pan sobre la encimera y salió corriendo de la cocina. Lisa lo miró frunciendo el ceño. Pensó que debía de estar agobiado, porque se había puesto tenso de repente. En cierto modo, lo estaba acorralando. Ella encontraba el plan absolutamente lógico. ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Que lo intentaran y fracasaran? Cogió otra vez el papel con los cálculos. Mientras intentaba imaginar una forma de convencerlo de que el proyecto era ideal para los dos, George volvió a entrar en la cocina acompañado de un tipo alto y demacrado.
—Es Justin. Acaba de volver de la estación de esquí, el muy bandido.
—Seis semanas en Morzine. Una lata. —Justin cruzó la cocina a grandes pasos y saludó a Lisa con dos besos en las mejillas.
Lisa no sabía decir si Justin era atractivo o no. Era como el Principito de Antoine de Saint-Exupéry: flaco y un poco asustadizo, con un mechón de pelo muy rubio en la frente y unos grandes ojos azules que parecían clavarse en el fondo de tu alma y adivinar todo lo que quisieran sobre ti. Normalmente tenía la piel muy blanca, pero la estancia en los Alpes había dado a su tez un tono dorado.
—¿Ibais a cenar? Fantástico, estoy hambriento. —Se sentó frente a la mesa central de la cocina—. Llevo semanas sin hacer una comida en condiciones. No se puede vivir solo de fondue.
—No sé cómo has podido soportarlo —bromeó George, cortando el pan y sirviendo sopa para todos.
—Ha sido agotador —protestó Justin.
Para sufragar su afición al esquí, Justin había aceptado ser el mánager de un grupo de música metal, Los Archiduques, que habían actuado todas las noches en diferentes hoteles de los Alpes franceses. Y no le había ido mal el negocio.
—Me pasaba el día haciendo contactos y buscando bolos para la próxima temporada. También tenía que asegurarme de que se presentaban en el local de actuación y meterlos en el autocar después, borrachos como cubas. He estado haciendo de niñera siete noches a la semana. ¡Necesito unas vacaciones!
—Pues tienes suerte. Tenemos el destino perfecto para ti.
George le pasó el papel con los datos del Rocks y esperó anhelante su reacción, ya que la opinión de Justin le importaba más que ninguna otra. Tenía la impresión de ser el único amigo verdadero de Justin, pero no sabía muy bien por qué. No se consideraba una persona tan interesante como para gozar de aquel privilegio. Se habían conocido en la universidad, donde Justin era la estrella de la facultad de filología y redondeaba el dinero de la beca escribiendo brillantes trabajos para estudiantes ricos pero poco aficionados a hincar el codo. Un día, alguien lo delató. Probablemente, alguien que había sido víctima de su mordacidad o que lo envidiaba porque todas las chicas de la universidad estaban locamente enamoradas de Justin, aunque fuera siempre vestido con los mismos vaqueros y la misma sudadera verde oscuro, con una bufanda de cachemira en torno al cuello si hacía frío y un pañuelo de lunares rojos cuando hacía buen tiempo, todo ello complementado con un reloj de cuerda antiguo y unas zapatillas de tenis blancas. Justin no se dejó amedrentar por la consiguiente expulsión. Su estilo de vida actual era legendario. Viajaba a donde lo llevaba el viento, normalmente estaciones de esquí de fama internacional, y siempre encontraba un modo de sufragarse la estancia. Era caprichoso, despreocupado, atrevido… Un inconformista. Alguien imposible de encasillar o de etiquetar. Y tenía un éxito increíble. Por eso su opinión era tan importante para George.
—Hemos estado en la playa —explicó Lisa—, fantaseando con comprar un hotel.
Justin examinó pensativamente el papel con los datos.
—Ahora mismo es un desastre —dijo George—. Todo formica y melamina. Moquetas estampadas, techos falsos, molduras de escayola…
—Una maravilla —bromeó Justin—. ¿Y qué habéis planeado?
—Una especie de hotelito con encanto junto al mar. Estilo años veinte con toques de modernidad. Algo así como Los cinco van a la playa…
—Me hago una idea —respondió Justin, asintiendo.
Lisa decidió que era el momento de intervenir.
—Tal como lo cuenta George parece más complejo de lo que es. En realidad es muy sencillo. No hace falta montar nada complicado porque la gracia está en el entorno. Todo se reduce a ofrecer habitaciones grandes y luminosas y servir buenos desayunos, con café de verdad.
—Y no ese aguachirle que quería darnos Webby —precisó George, encogiéndose de hombros.
—¿Y qué os frena? —quiso saber Justin, dejando el papel sobre la encimera y cogiendo la copa de vino.
George sonrió irónicamente.
—El dinero, simplemente. Por muchas vueltas que le damos, no vemos la forma de reunir la cantidad necesaria para organizarlo bien.
—Mi banquero es bastante amable —observó Lisa, llenando las tres copas de nuevo.
—¿Como para darte un cuarto de millón?
—Siempre me envía una felicitación en Navidad —respondió Lisa, encogiéndose de hombros.
George negó con la cabeza.
—No tenemos tiempo de buscar inversores. A finales de este mes el hotel se adjudicará al mejor postor.
Justin pasó un trozo de pan por el borde del plato y lo masticó pensativamente.
—Yo puedo poner doscientas si sirve de ayuda. No me importa perder un poco de capital.
Lisa y George se miraron, sin dar crédito a lo que oían.
—¿Cuánto?
—Doscientas mil, claro —especificó Justin sin inmutarse.
—¿Hablas en serio? —George sabía que Justin no acostumbraba hacer chistes, pero tenía que asegurarse.
—Totalmente. Pero a cambio quiero ser socio comanditario con un tercio del negocio.
George calculó mentalmente los detalles. Era una participación elevada, si tenían en cuenta que Lisa y él aportarían cuatrocientas mil libras cada uno, además de su tiempo. Pero sabía que si Justin se implicaba se las arreglaría para que el negocio funcionase. Además les ahorraría tiempo, porque no tendrían que asistir a tediosas reuniones en el banco. Por otra parte, George sabía perfectamente que Justin tenía fondos. Si entraba en el negocio y necesitaban más capital, estaba seguro de que los ayudaría. Decidió presionarle un poco. No se sentía culpable por hacerlo, porque su amigo no era de los que se dejan manipular. Era imposible engañarle.
—Pongamos que doscientas cincuenta.
Lisa lo miró sorprendida. Nunca había visto a George como un duro negociador.
—Admiro tu descaro —declaró Justin, con una gran sonrisa—. Me inspira confianza. Que sean doscientas cincuenta.
George miró el papel cubierto de cifras garabateadas, añadió las doscientos cincuenta mil a la suma y subrayó el total con tres gruesas rayas negras.
—Casi empieza a parecer una posibilidad.
—No le deis muchas vueltas —dijo Justin—, o nunca lo haréis.
Lisa sintió un remolino de agitación en el estómago.
—Vamos, George. ¿Qué podemos perder?
—Pues… ¿unas doscientas mil libras cada uno, además de nuestro trabajo? —George intentó usar un tono alegre.
—Eso ya lo he perdido —dijo Lisa.
—Creo que ha llegado el momento de que des el paso, George. —Justin estaba haciendo de abogado del diablo—. Si no, corres grave peligro de convertirte en el tío más aburrido del universo.
—¡Hombre gracias! —exclamó George, fingiéndose ofendido—. ¡Sólo porque a ti te guste vivir peligrosamente…!
—No puedo quejarme de mi vida peligrosa.
—¡Serás creído!
—Pues nada. —Justin se encogió de hombros—. Mañana, cuando te levantes, ponte el traje gris y corre a encerrarte en una oficina hasta el fin de tus días.
—¡Justo lo que le estaba diciendo yo! —Lisa no sabía si era muy leal por su parte tomar partido en la discusión, pero George necesitaba un empujoncito.
—No todos somos capaces de tirarnos a la piscina inconscientemente.
—Yo no soy un inconsciente. Nunca he apostado por algo sin haber reflexionado antes. Y no os estaría ofreciendo mi dinero si no pensara que podéis triunfar.
—Ni siquiera has visto el sitio.
—Si tuviera que destacar una cualidad tuya, George, sería tu buen gusto en cuestión de edificios. Entiendes de arquitectura.
—Sí, eso sí.
—Es un sitio precioso. —Lisa sintió la necesidad de intervenir—. El interior era horroroso, pero la vista es espléndida. Y prácticamente tienen una playa privada. Es un hotel perfecto para una escapada romántica o para un fin de semana entre amigas… Es imposible que alguien no esté a gusto allí.
—No corramos tanto —terció George, alzando las manos—. Lo que necesitamos es un buen plan de negocio.
—Tonterías —dijo Justin—. No he usado uno en la vida.
—¿No te interesa proteger la inversión?
—Un plan de negocio no es ninguna garantía de protección. Para serte sincero, me parece más bien limitador. No tengo inconveniente en ir extendiendo cheques cuando haga falta basándome en lo que me habéis contado.
—¿En serio?
—Siempre que me reservéis una habitación cuando os visite… —Justin sonrió—. Me apetece hacer surf.
George lanzó una mirada a la cocina, pensando en los cinco años que había dedicado a dejar la casa exactamente como la quería. Había sido un trabajo arduo, un proyecto en el que se había volcado en cuerpo y alma. Solo hacía dos meses que había puesto la última baldosa. ¿Quería disfrutar del resultado de sus esfuerzos o quería sacarles rendimiento y pasar a otra cosa?
Pensó que el destino era una cosa muy extraña. Si Colin no se hubiera caído de la escalera de mano, él no estaría planteándose ahora un cambio tan radical.
—Vayamos paso a paso —propuso Lisa—. Podemos empezar haciendo una oferta.
—Una oferta cerrada te compromete legalmente —le advirtió George—. Luego no te puedes retirar.
—Por Dios, George. ¿Por qué eres siempre tan cenizo? Vamos a por ello y ya está.
Al cabo de tres semanas, George contenía el aliento con el teléfono pegado a la oreja, mirando a los demás ocupantes de la cocina.
Justin tenía el ceño fruncido bajo el suave flequillo rubio que le caía sobre el ojo izquierdo desde que George lo conocía. Era tangible su nerviosismo, algo poco habitual en él, ya que normalmente no se agobiaba por nada. George se preguntó cuál sería el motivo de su agitación. Quizá su amigo no confiaba del todo en las posibilidades de éxito del proyecto.
Lisa se mordía el labio con impaciencia. En ningún momento habían hablado de qué harían si se aceptaba la oferta y de repente George se sintió responsable. No tenía por qué, ya que Lisa tenía las cosas muy claras. No había sido él quien había tenido que convencerla, ni mucho menos. Al fin y al cabo, era ella la que había decidido dejar la agencia.
En el ejercicio de sus funciones, George había participado en innumerables subastas de este tipo, pero siempre en representación de clientes. Había llegado a dominar el arte de adivinar las ofertas rivales y calcular con exactitud qué cantidad podían permitirse perder para que la apuesta fuera rentable, cuándo ir al alza y cuándo ofrecer poco. Y había aprendido también a no implicarse nunca personalmente. Esta vez, sin embargo, era muy distinto. Ahora se trataba de él. Mientras esperaba el resultado, el corazón le latía con fuerza, tenía la boca seca y su estómago daba brincos como una tortilla lanzada al aire por un cocinero inspirado.
Escuchó el veredicto del agente inmobiliario y colgó el teléfono pausadamente.
—Bien —dijo con firmeza. Hizo una pequeña pausa dramática y cuando los otros lo miraban desconcertados estalló en una gran sonrisa—. Ya podéis ir a por los bañadores y las chancletas… Somos los orgullosos nuevos propietarios del Rocks.
Unos segundos después, George recibía el espontáneo abrazo de Lisa y Justin desfilaba por la habitación dando triunfales manotazos en el aire y cantando «Quiero hacer el amor en la playa…» con voz no demasiado afinada.
Al inclinarse para coger el maletín, George pensó que la felicitación del agente inmobiliario había sido un poco fría. Quizá no le había sentado bien que unos forasteros triunfaran en la subasta frente a los lugareños. Daba igual, la gente de Mariscombe terminaría agradeciéndoselo porque gracias a ellos tres el pueblo se haría famoso y los precios de las propiedades subirían. George sintió una súbita emoción y sacó la botella de champán que había metido un rato antes en la nevera.
—¿Cómo lo sabías? —exclamó Lisa.
—La puse sin pensar —sonrió George, retirando el forro de metal y descorchando con cuidado la botella.
La ocasión lo merecía. Tres semanas de adrenalina, noches de insomnio y malabarismos con los números. Los preparativos, los informes, los papeleos, las largas discusiones con el ayuntamiento, los cálculos, las visitas al banco para la desagradable tarea de solicitar un préstamo adicional si lo que sacaban por la venta de las casas no equivalía al importe de la compra. Y lo más importante de todo, el proyecto de renovación: la impresionante y radical reforma gracias a la cual el Rocks dejaría de ser un lóbrego y anticuado hostal playero para convertirse en un elegante establecimiento con encanto junto al mar.
Richard, su jefe, se mostró sorprendentemente animoso cuando George fue a decirle que presentaba su dimisión. George había pensado que se lo tomaría mal, pero Richard parecía casi tan entusiasmado como él mismo.
—Que tengáis mucha suerte los dos. Tengo que reconocer que me dais envidia.
—Aún no es seguro.
—No te preocupes, lo vais a conseguir. —Richard parecía muy convencido—. Y cuenta con mi ayuda si lo necesitas. Para la peritación, para elegir al contratista, todas esas bobadas… solo hace falta que llames.
Por un momento, George se sintió culpable.
—Joder, vas a conseguir que me avergüence. Me siento como si te estuviera dejando tirado.
—No te rindas, tío. Vas a hacer realidad el sueño de muchos. Demuéstranos que se puede conseguir y a lo mejor se anima algún otro a dejar este nido de víboras.
Los ánimos de Richard ayudaron a George a resistir durante la última etapa. Hasta entonces había pensado que en cualquier momento podía dar marcha atrás, era como jugar, daba cada paso con la seguridad de saber que si no lo conseguía volvería a ocupar la mesa de la oficina al lunes siguiente. Sin embargo, en el último minuto, con la conformidad de Lisa y de Justin, añadió diez mil libras más a la oferta. No estaba dispuesto a perder por ahorrarse un poco de dinero. Y la apuesta dio resultado.
—¡Por el Rocks! —declaró, alzando la copa.
Su euforia se apagó sólo un instante, cuando la voz de la conciencia le susurró que lo que estaba haciendo en realidad era huir. Mientras engullía el líquido espumoso, George se preguntó si Devon quedaría suficientemente lejos.