2

A la mañana siguiente Lisa se despertó con palpitaciones y una sensación de ardor en el estómago que podía deberse a la indigesta cena pero que más probablemente era fruto del estrés. Sintió un súbito acceso de pánico cuando le vino a la mente su comportamiento del día anterior. ¿Cómo demonios se le había ocurrido largarse del trabajo? A la fría luz del amanecer, su resolución se evaporó, sus principios se desdibujaron y su santa indignación se disipó. Empezó a angustiarse, convencida de haber reaccionado de una forma absolutamente desproporcionada.

Se estremeció al imaginar la venganza que podían llegar a tramar entre Tony y Milo. Los dos eran de esa clase de personas que no aceptan el rechazo y es mejor tener de tu parte. Lisa había oído historias a las que no había hecho mucho caso en su momento; ahora, sin embargo, los rumores se amplificaban en su mente y ya veía el coche con las ruedas pinchadas o un misterioso incendio en su casa. Intentó tranquilizarse. Después de todo, ¿qué había hecho? No había cometido ningún delito. Aun así, con su actitud había dejado en ridículo a Milo, y este, a su vez, la tomaría con Tony. Se los imaginó planeando entre los dos la forma de desquitarse…

¿Qué iba a hacer ahora? Había sido una locura actuar como había actuado. Además de haberse creado enemigos, tenía que pagar una hipoteca, por no mencionar el préstamo que había pedido para el coche. No se había extralimitado en los gastos, pero no podía permitirse estar sin trabajo. Era demasiado temprano para llamar a Tony y pedirle humildes disculpas. No obstante, aunque consideró mentalmente esta posibilidad, Lisa sabía que una situación como la del día anterior llevaba tiempo cociéndose. Hacía mucho que había dejado de entusiasmarle su trabajo. Si se desdecía, ganarían ellos; de todos modos, le inquietaba un poco pensar que quizá estaba quemando las naves.

Se escurrió de entre las sábanas tan silenciosamente como pudo y se puso los vaqueros del día anterior. George dormía profundamente y Lisa no quiso preocuparlo. Sabía que era la hora en que los miedos asaltan la imaginación y que a la luz del día todo se ve mejor. Salió al pasillo y bajó sigilosamente la escalera cubierta de gruesa moqueta. Un reloj de cuco le informó de que eran las siete y diez, no tan temprano como pensaba. Lo que necesitaba era una taza de té. Abrió la puerta del comedor y descubrió con sorpresa que las pesadas cortinas marrones ya estaban descorridas. Los primeros rayos de luz matinal empezaban a filtrarse por las ventanas mientras se abría paso entre las mesas para mirar al exterior.

Ahogó una exclamación al descubrir el espectacular paisaje. La noche anterior no se había fijado en que el Rocks estaba construido al borde de un acantilado, separado de un vertiginoso precipicio por solo veinte metros de césped en pendiente. Quince metros más abajo, unas olas enormes chocaban contra las rocas que daban nombre al hotel con una fuerza que enviaba chorros de espuma disparados hacia lo alto, como el champán que salta de la botella recién descorchada. El mar era gris. No, verde. No, ¿azul? Se desplazaba por el espectro de colores siguiendo una luz en constante cambio, imposible de definir. Un grupo de nubes cruzó velozmente el cielo, como un rebaño de ovejas acosadas por un perro pastor y cuando Lisa las miró se abrieron y dejaron asomar un trozo de vivísimo azul. Hacia el este, en la ancha lengua de tierra que separaba la parte baja de Mariscombe de la parte alta, Lisa vio la arena dorada de la playa y el espectacular oleaje que se precipitaba hacia la orilla con un entusiasmo poco adecuado para aquel momento del día en que cualquier persona con un mínimo de sentido común estaría aún durmiendo. Al oeste, los peñascos de un acantilado emergían del agua envueltos en jirones de la neblina que poco a poco se iba disipando.

Lisa se estremeció cuando la brisa matinal se coló bajo la fina tela de la camiseta de George. Vio que en el comedor había un calefactor eléctrico y se agachó disimuladamente para colocar el regulador en la temperatura máxima.

—Sí, ponlo a tu gusto. Yo estoy acostumbrada a este aire tan tonificante, pero me imagino que en vuestra casa tendréis la calefacción encendida toda la noche. La mía no arranca hasta las siete y media. —Webby se acercó a pasos rápidos, vestida con la misma bata de color rosa del día anterior y cargada con una tetera metálica—. Toma, aquí tienes un té.

—Muchas gracias.

—Te has levantado temprano.

—Soy un desastre, cuando me despierto ya no hay forma de que vuelva a dormirme. Y quería empezar a explorar un poco. —Lisa señaló el paisaje—. Es impresionante.

—Te aseguro que no te cansas de mirarlo. Puedes quedarte aquí y ver cómo va cambiando con el clima. A veces hay un sol resplandeciente en una esquina de la ventana y nubarrones de tormenta en la otra.

—¿Cuánto hace que vive usted aquí?

—Quince años. Desde que a mi marido lo prejubilaron en la compañía de la luz. Compramos la casa con el dinero que heredó de su difunta madre. —Hizo una mueca y añadió—: Supongo que ahora no podríamos, porque los precios se han disparado en el último año y medio. Con tanta catástrofe natural y tanto terrorismo, la gente vuelve a las vacaciones playeras. Pero no me quejo. —Sonrió con picardía—. Sé que puedo sacar un buen dinero.

—¿Va a vender el hotel?

La señora Websdale asintió vigorosamente, haciendo bambolear sus carnosas mejillas.

—Bill falleció el otoño pasado.

—Vaya, lo siento. —Lisa la miró con cara afligida, pero la señora Websdale rechazó su conmiseración agitando una mano cargada con una extraordinaria cantidad de alhajas doradas.

—No te preocupes, preciosa. Fue bastante rápido. Yo no tenía idea del negocio y el último año ha sido duro. No me cuesta preparar los desayunos o cambiar las sábanas, lo complicado es el mantenimiento. A mi edad no puedo subirme a una escalera para cambiar una bombilla o limpiar los canalones, y tampoco voy a pagar a un chapuzas. No, sacaré lo que pueda y me compraré un pisito en algún sitio caluroso. Y espero que me sobre para echarme un amante joven.

Lisa, sin saber si tomarse en serio o no las palabras de la anciana, observó perpleja cómo la señora Websdale estallaba en unas contagiosas carcajadas.

—De hecho… —continuó la señora Websdale, luchando por contener la risa—, este chico es justo mi tipo. ¡Si no fuera porque obviamente está comprometido, más le valdría ir con cuidado!

Tendió un dedo gordezuelo hacia la puerta y Lisa se volvió y vio a George en el umbral. Había que reconocer que estaba muy guapo con la cara soñolienta y el pelo revuelto, vestido con un jersey azul y unos vaqueros. No pudo evitar unirse a las risas al pensar en Webby persiguiéndolo.

—¿Qué os hace tanta gracia? —preguntó George, ofendido.

—Nada, majo —lo tranquilizó la señora Websdale—. Estás a salvo, no te preocupes. Hace treinta años la cosa habría sido distinta.

George miró a Lisa desconcertado, pero ella se limitó a señalar la ventana con un gesto.

—Ven a ver este paisaje tan increíble. —Se volvió hacia Webby y añadió—: Debe de estar cansada de oír eso.

George se acercó a Lisa mientras Webby le servía una taza de té.

—¡Uau!

—Id a dar un paseíto si queréis, freiré algo para el desayuno mientras tanto —propuso Webby, pasándole la taza a George—. Al fondo del jardín encontraréis un sendero que baja hasta la cala. No es privada pero es como si lo fuera, porque poca gente se molesta en subir a lo alto de la peña para volver a bajar. Todo el mundo prefiere ir a la playa grande, donde hay lavabos públicos y puestos de patatas fritas. Podéis rodear las rocas con la marea baja, pero procurad no quedaros aislados porque en ese caso tendríais que volver por el camino más largo.

—Aprovechemos ahora que hace buen tiempo.

—Lisa estaba brincando de impaciencia.

Lo que a George realmente le apetecía era tornarse una taza de café de Costa Rica recién hecho y leer el Times del sábado, pero como no parecía probable que pudiera conseguirlo, cedió a las súplicas de Lisa con el mejor talante que pudo.

—Voy a buscar las chaquetas —anunció con una sonrisa resignada.

La señora Websdale lo siguió con una mirada ávida mientras salía del comedor.

—Es guapísimo, ¿no?

—No está mal.

—¿Te vas a casar con él?

A Lisa le desconcertó un poco una pregunta tan franca.

—No —respondió con vacilación—. La verdad es que no. No quiero casarme con nadie. No creo en el matrimonio.

—¿Una chica tan maja…? —protestó Webby, con un ruidoso suspiro de desaprobación.

Lisa se volvió a mirar por la ventana, aferrando la taza de té.

—Una vez te casas —empezó a explicar—, ya solo puedes ir cuesta abajo.

—Es una visión muy cínica. —Webby parecía ofendida por el diagnóstico de Lisa—. El señor Websdale y yo nos adoramos hasta el día en que exhaló su último suspiro.

—Tuvieron suerte —respondió Lisa con firmeza—. Yo, particularmente, no estoy dispuesta a correr el riesgo.

Dejó la taza sobre la mesa para señalar que la conversación había terminado. Luego sonrió, pensando que quizá había sido un poco brusca.

—Solo bajaremos un momento a la cala. No tardaremos.

Webby asintió.

—Procuraré que no se enfríe el desayuno.

Se quedó mirando cómo Lisa salía del comedor zigzagueando entre las mesas. Era una muchacha muy guapa. Redondita y curvilínea, no un palo de escoba como la mayoría de las jóvenes de hoy en día. Webby se preguntó qué le habría sucedido para volverse tan dura. Quizá algún cabrón la había dejado plantada o la había maltratado. Webby no podía entender que alguien quisiera tratar mal a una muchacha tan preciosa como Lisa, pero había gente muy rara y egoísta. Bajo aquel mismo techo habían sucedido historias terribles… No eran pocas las parejas que se iban de vacaciones en un desesperado intento de salvar un matrimonio en peligro. Webby había visto de todo, desde silencios sepulcrales hasta discusiones a grito pelado. Pero también finales felices…

Recogió las tazas y volvió con paso ligero a la cocina. Por la ventana de la parte trasera vio a Lisa y a George atravesando el jardín cogidos de la mano y sonrió. Tal vez el mar obraría su magia. Lo hacía a menudo.

Lisa había crecido en la freiduría que tenía la familia en la zona mala de Gloucester, cerca de los muelles. Por desgracia no tan cerca como para atraer a una gran clientela, aparte de los pobretones que pasaban por delante cuando volvían a casa desde el pub. El negocio lo había abierto el padre de Lisa, Bob, que había trabajado en una cantina militar y tenía cierta idea de cocinar para mucha gente. Lo regentaba con Julie, la madre de Lisa. La cariñosa, alegre y menuda Julie, que sabía lo suficiente de la vida de cada cliente para conversar con ellos cuando entraban a comprar patatas fritas, podía frenar una discusión con una sola palabra cuando alguien se ponía agresivo y era capaz de memorizar qué querían las quince personas de una cola y calcular el momento exacto de echar al aceite el trozo de abadejo o de bacalao para que saliera crujiente y dorado justo cuando el cliente que lo había pedido llegaba al mostrador.

Desde la llegada del género a las cinco de la mañana hasta el último cucurucho de patatas fritas servido a las once de la noche, las jornadas eran duras. Y los Jones habían aprendido por experiencia propia que en cuestión de dinero sólo se puede confiar en la familia. Era increíble la facilidad que tenían los empleados para engañar a los jefes, aunque fuera en algo tan tonto como no cobrar el puré de guisantes a sus parejas. Como decía Bob, «cuida de los guisantes y el negocio se cuidará de sí mismo». Habían aprendido a detectar los trapicheos, pero era muy cansado tener que estar siempre pendiente. Era más sencillo no contratar a nadie. Al fin y al cabo, uno no puede estafarse a sí mismo.

Por eso, desde los trece años, Lisa se puso manos a la obra. Sus padres no la obligaron ni mucho menos, pero a ella le pareció que debía ayudarlos, y además de este modo conseguía dinero para sus gastos en un momento en que empezaban a interesarle la ropa, el maquillaje y los discos, cosas que no quería mendigar a sus padres. A las cuatro, cuando llegaba a casa después de la escuela, tenía el tiempo justo de cambiarse y comer cualquier cosa antes de ponerse el mandil y ocupar su puesto detrás del mostrador. El horario vespertino de la freiduría empezaba a las cinco, y aparte de algún momento de calma cuando daban el culebrón por la tele o justo antes de que cerrasen los pubs, era un no parar.

Durante varios años, el negocio fue viento en popa. Los Jones podían proclamar con orgullo que sus fritos eran los mejores de la ciudad, porque cambiaban el aceite regularmente y usaban el pescado más fresco. En la freiduría The Happy Plaice no había lugar para rebozados rancios, patatas recalentadas o salsas enfriadas. La lechuga de los kebabs nunca estaba pasada y el local se mantenía escrupulosamente limpio. Las baldosas blancas relucían, el mostrador de acero centelleaba y el equipo de sonido emitía las dulces voces de Joni Mitchell, Carly Simon y Neil Young… Julie, hija de los setenta, era famosa por ponerse a cantar de repente sus piezas favoritas mientras los clientes habituales esperaban sonrientes a que acabara el número para pedir la consumición.

Aunque trabajaban mucho, Lisa y sus padres disfrutaban de sus momentos de ocio. Los domingos eran sagrados y los pasaban siempre juntos. Normalmente salían de excursión al campo o comían en el pub, o Lisa se iba de compras con su madre a algún centro comercial mientras Bob trasteaba con el coche. Y una vez al año disfrutaban de un merecido descanso en España, mientras Andrea (la hermana de Julie) y su marido se hacían cargo de la freiduría durante una semana.

España les gustaba mucho. Julie y Lisa eran grandes amantes del sol. Se alojaban en el mejor hotel que estuviera a su alcance y cenaban en restaurantes todas las noches, satisfechos de que por una vez fueran otros los que hicieran el trabajo. Y cada vez que iban hablaban de montar un bar y cambiar de país. Conocían gente que lo había hecho. El último verano vieron una pequeña urbanización construida en torno a una piscina, en un sitio donde el aire olía a azahar.

—Podríamos comprar uno de estos chalets —propuso Julie, pensativa—. No tiene por qué ser de los grandes, sólo hace falta que tenga vistas al mar. Regentar aquí un bar no puede ser más duro que trabajar en The Happy Plaice, y por lo menos hace sol.

—Dentro de cinco años —prometió Bob—. Esperemos a tener dinero ahorrado.

—Entonces nunca lo haremos —suspiró Julie—. Lo que me mata son los puñeteros inviernos…

De repente Lisa vio a su madre con ojos nuevos. Hasta entonces no se había dado cuenta de que estuviera tan cansada. Su madre era una persona alegre, siempre dispuesta a sonreír y a abrazarte, siempre riendo y cantando. Aquel agosto, Lisa advirtió por primera vez su agotamiento. Quizá se debía a que acababa de cumplir los cuarenta y los cambios hormonales le restaban vitalidad.

En octubre se hizo evidente para todo el mundo que lo que fatigaba a Julie no era solo el peso de los años. Estaba siempre cansada, le dolía la cabeza y tenía problemas de visión. Nunca se quejaba, pero cualquiera podía darse cuenta de que lo estaba pasando mal. Se la veía pálida y exhausta, con la cara marcada por oscuras ojeras. Ya no tenía ánimo para nada. Había dejado de cantar y ni siquiera aguantaba la música encendida en el local.

Al final, Lisa consiguió convencerla de que fuera al médico. La rapidez con que reaccionaron en la consulta fue un claro indicio de que algo no iba bien. En menos de quince días, Julie ingresó en el hospital para que le quitaran las entrañas como quien le quita las pepitas a un melón. Aunque la operación fue calificada de éxito, el pronóstico no era nada bueno. Las células malignas habían decidido buscar otros lugares donde instalarse y reproducirse y habían conquistado rincones ocultos del cuerpo de Julie a los que no consiguieron llegar los cirujanos.

Bob no podía asimilarlo. Seguía ocupándose de la freiduría, sombrío y silencioso. Lisa redobló sus esfuerzos, aunque nadie esperaba que una muchacha de quince años asumiera tanta responsabilidad, pero alguien tenía que hacerse cargo de la situación mientras su madre se sometía al agresivo tratamiento de quimioterapia necesario para aniquilar los tumores restantes. Lisa compró una maquinilla con la que le rapaba los mechones que no se le habían caído, y después le untaba con cariño el cuero cabelludo con lociones aromáticas hasta que Julie se quedaba dormida en sus brazos, agotada y sin fuerzas.

En el instituto terminaron enterándose de lo que pasaba. En casa Lisa mantenía la compostura, pero tras asistir a una conferencia en la que se habló de la enfermedad y en la que la mayoría de sus compañeros se pasaron el tiempo soltando risitas y cuchicheando, no pudo más y tuvo un ataque de llanto. Bob tuvo que ir a hablar con el director, que se mostró tan amable como pudo pero también firme. Lisa no podía hacerse cargo de su madre, trabajar en la freiduría y llevar al día las tareas escolares. El señor Jones se apoyaba demasiado en su hija. ¿No había ningún otro familiar que pudiera ayudarlos?

Fue así como vino a echar una mano la tía Andrea.

Lisa nunca había confiado en su tía. Era una versión seca y endurecida de su madre, con los mismos rasgos pero ásperos y avejentados, maquillados en exceso y estropeados por los efectos del sol. Andrea no vacilaba a la hora de exigir o de opinar. Bebía y fumaba demasiado y usaba faldas muy cortas y un tinte muy rubio. Y a Lisa no le gustaba nada verla acariciar a su padre todo el tiempo. Su tía tocaba a todo el mundo, era una persona muy táctil, pero sus manos se demoraban un poco más cuando se trataba de Bob. Lisa empezó a albergar sospechas, sobre todo cuando supo que el matrimonio entre la tía Andrea y su marido Phil no pasaba por un buen momento. El propio Phil se lo advirtió.

—Ten cuidado con ella —le dijo—. A Andrea solo le interesa una cosa, y es el dinero. Por eso se distanció de mí cuando vio que el negocio empezaba a hacer agua.

Sonrió tristemente de su intento de chiste. Phil era fontanero… un mago con la llave inglesa pero un desastre como empresario. Varias deudas importantes lo habían dejado sin liquidez y había terminado quebrando. Por lo visto, Andrea no le había apoyado demasiado. En opinión de Phil, la rapidez con que había acudido en auxilio de su hermana era bastante sospechosa.

—No para de decirme que quiere un descapotable —continuó Phil—, como si yo pudiera sacar uno de la chistera por arte de magia.

Para el cuarenta cumpleaños de su mujer, Bob había comprado un Rover de segunda mano con el capó de lona. Estaban los dos muy contentos y a Julie le encantaba salir de paseo con el nuevo coche.

—No es por alardear —insistía Bob—. He trabajado mucho para poder comprarlo, pero es nuestro pequeño capricho. Si no, ¿de qué sirve trabajar?

Era evidente que Andrea lo había interpretado como una señal de que había más de donde sacar.

Cuando la gravedad de la enfermedad de Julie la obligó a guardar cama, la tía Andrea se instaló con ellos. Lisa no podía negar que su tía se esforzaba, porque además de trabajar en la freiduría y llevar la casa cuidó de Julie hasta el momento en que el médico insinuó delicadamente que sería mejor ingresarla en el centro de cuidados paliativos. Fue entonces cuando lo supieron.

Fueron unas semanas terribles. «Qué lento transcurre el tiempo cuando estás esperando a que muera alguien —pensaba Lisa—. Una parte de ti ansía un milagro y otra ansía la liberación, mientras vas viendo cómo la persona que amas se deteriora, se va marchitando como un ramo de flores abandonado». Como Bob no se atrevía a ir a ver a su mujer al centro de cuidados paliativos, Lisa tenía que tomar el autobús. Su padre se excusaba con la freiduría, pero Lisa sabía que en realidad no era capaz de aceptar la situación. Por cada día que dejaba de ir al hospital, Bob podía seguir haciéndose la ilusión de que la próxima vez ya habría mejorado y se la encontraría sentada al borde de la cama, riendo y probando las chocolatinas que le habría llevado algún amable visitante; se engañaba pensando que no la vería tumbada e inerte, exhausta y derrotada, sin fuerzas siquiera para coger el mando y cambiar de canal en el aparato portátil que tenía en la habitación para no perderse los últimos enredos del culebrón televisivo. Julie siempre se había quejado de que para ver East Enders tenía que esperar al resumen de los domingos, cuando había perdido la gracia porque todo el mundo había comentado hasta la saciedad lo sucedido desde la última vez en que ella lo había visto y esperaba con ansia la siguiente emisión. Ahora podía seguir la serie cuatro noches por semana. A Lisa no se le escapaba la ironía del asunto. La sintonía del programa parecía un toque fúnebre.

Un martes, sin ánimo de ir a clase de mates, a la que no le encontraba la utilidad (al fin y al cabo era capaz de sumar de cabeza en un santiamén el importe de cinco raciones de pescado con patatas), Lisa se fue a casa y se encontró a su padre en la cama con la tía Andrea. En plena tarde, con las cortinas cerradas y un disco de George Benson en el equipo estéreo. Lisa se plantó en la puerta con los brazos cruzados mientras Andrea corría a encerrarse en el baño y su padre se ponía a toda prisa los pantalones.

—Podrías haber esperado a que mamá estuviera muerta.

—Lisa, cariño… Un hombre tiene… necesidades.

—Para eso podías ir a cualquier otro sitio. Gloucester está lleno de locales de esos.

Bob la miró escandalizado.

—¡Nunca haría algo así!

—Y en cambio, te tiras a la hermana de mamá.

—No creo que le importase si lo supiera.

—Ah, ¿no? —Lisa lo miró con dureza—. ¿Se lo preguntamos, entonces?

Bob palideció, sin entender que Lisa no tenía ninguna intención de divulgar lo que había visto.

—No le digas nada, por favor.

Tendió la mano hacia ella, pero Lisa se apartó.

—Lo que le interesa es tu dinero, papá; no tu cuerpo.

—Dinero —Bob emitió un bufido desdeñoso.

—Está el seguro de vida. No me digas que no lo sabías. Seguro que Andrea sí está al tanto.

El agente de la compañía de seguros pasaba a cobrar una vez al mes. Lisa recordó a su madre abonando las primas al contado y observando con recelo cómo aquella sanguijuela guardaba en la cartera los billetes manchados de grasa.

«Si algún día les pasa algo a tu padre o a tu madre, lo agradecerás», había dicho una vez el agente, zanjando la cuestión antes de largarse con su americana mal cortada y sus pantalones demasiado cortos.

Lisa sabía que si dependiera de su padre, no tendrían seguro de vida. Bob ni siquiera se preocupaba por el del coche. Era Julie la que controlaba que los pagos se abonaran puntualmente.

Antes de ingresar en el centro de cuidados paliativos había estado revisando todos los papeles con su hija.

—No quiero importunar a tu padre, sé que lo está llevando mal. Esto de aquí son los pagos importantes… Ah, y no olvides llevar el coche a la inspección. Puedes avisar a Sid, el del garaje, para que venga a buscarlo y lo traiga cuando esté revisado. Procura no esperar al último día. Te lo he dejado todo apuntado en la agenda.

Aquel día Julie tenía la mirada llena de vida y Lisa tuvo la súbita esperanza de que la Madre Naturaleza hubiese cambiado de idea y la hiciera ponerse bien. Pero no fue así.

Andrea estuvo al lado de Bob en el funeral. Lisa se puso el vestido rojo que había elegido con su madre la última vez que fueron juntas de compras. Sintió asco cuando vio los dedos de su tía y de su padre entrelazados. Phil asistió al funeral porque siempre se había llevado muy bien con Julie, pero se quedó detrás de todo y se marchó furtivamente para no encontrarse cara a cara con su esposa, aunque no sin acercarse a Lisa para darle un abrazo.

—Lo lamento mucho —musitó con voz ronca, y Lisa no supo si se refería a la muerte de su madre o a la relación de su padre con Andrea.

Lisa se fue a vivir con una compañera del instituto y gracias a eso pudo sacar los exámenes, aunque no tenía ganas de estudiar. Echaba mucho de menos a su madre, y ver que Andrea había ocupado su sitio la hacía sentirse aún peor. Su padre no hablaba del tema. No podía justificar su decisión, pero era evidente que era su modo de sobrellevar la pena. Lisa se daba cuenta de que su padre era un hombre débil y lo despreciaba por ello. ¿Cómo podía ver en Andrea a una sustituta de Julie?

La freiduría iba de mal en peor. Andrea quiso recortar costes y cambió de proveedores, pero carecía de la simpatía, la personalidad y la profesionalidad necesarias para retener a los clientes. Y Bob, aunque se afanaba en la trastienda e intentaba mantener las cosas en orden, había perdido interés por el negocio. El local estaba sucio, con las baldosas llenas de grasa, el suelo embarrado y un eterno olor a aceite requemado. Mientras Julie se había preocupado de tener ropa de trabajo limpia y planchada cada vez que abrían, ahora usaban el mismo mandil varios días seguidos.

Además, durante todo aquel largo y cálido verano, Andrea se paseó en el coche de Julie, con el capó bajado y la música a tope, la melena oxigenada ondulando al viento, dando golpecitos en el volante con las uñas pintadas.

Lisa no tuvo fuerzas para abordar a su padre y abrirle los ojos. Decidió que tenía que alejarse de Gloucester y empezar una nueva vida en otro lugar antes de que el resentimiento acabara con ella. Se iba endureciendo a cada día que pasaba, y ella quería ser como su madre: una mujer feliz, optimista, cariñosa y generosa hasta el final. No quería parecerse a la avariciosa, fría e insensible Andrea. El colmo fue cuando se enteró de que Bob y Andrea habían vendido The Happy Plaice y habían montado un bar en España gracias al importe del seguro. Gracias al cáncer de Julie, de hecho. Lisa pensó que jamás podría perdonar que su padre no hubiera ayudado a su madre a hacer realidad su sueño y en cambio se lo hubiera regalado a Andrea.

Desde aquel día, Lisa decidió que su felicidad dependería solamente de sí misma, que nunca se entregaría del todo a otra persona. Era el único modo de evitar que le hicieran lo que su padre había hecho a su madre. Bob quería con toda el alma a Julie, y sin embargo había sido capaz de traicionarla. Si eso era el amor, ¿quién lo necesitaba?

Exteriormente, Lisa era idéntica a su madre: una mujer cálida, voluptuosa, cariñosa y vivaz. Había que rascar un poco para llegar al núcleo pétreo e inamovible que escondía en su interior, pero allí estaba, como el hueso oculto entre la carne dulce y apetitosa del aguacate. Y si lo que uno quería era la superficie no pasaba nada.

Por eso su relación con George era tan perfecta. Se habían conocido hacía nueve meses, cuando Lisa había empezado a trabajar en un nuevo bloque de apartamentos construido junto al río, en las afueras de Stratford. La empresa de George había decidido contratar azafatas durante las primeras semanas para promocionar los pisos, dirigidos a un público de solteros ricos. Lisa confundió a George con un posible cliente y le hizo recorrer el piso piloto mientras le soltaba un discurso tan convincente que casi le hizo creer en la sarta de trivialidades que él mismo había escrito. Al final terminó confesándole la verdad porque le fascinó el entusiasmo de Lisa, su confianza en lo que estaba haciendo, su efervescente encanto. Y, por supuesto, el maravilloso cuerpo que se adivinaba bajo el traje chaqueta beis que llevaba puesto.

Ahora los dos estaban encantados con la situación. No necesitaban estar siempre juntos. Eran dos personas independientes que disfrutaban de la mutua compañía, reían el uno con el otro y tenían unas relaciones sexuales fabulosas, pero si uno de los dos quería pasar un fin de semana a solas, el otro no se deprimía ni entraba en una espiral de inseguridad. Era una relación cómoda, y Lisa estaba contenta porque con George podía ser la persona que deseaba ser. Él no la agobiaba, no pedía demasiado y seguramente nunca lo haría porque parecía igual de contento que ella con el arreglo.

El sendero que llevaba a la cala era bastante escarpado. Cuando terminaron de bajar los últimos metros y llegaron a una extensión de guijarros, George entendió lo que les había dicho Webby: se podía rodear el saliente rocoso para llegar a la playa grande, pero la marea no tardaría en aislar la cala y en ese caso tendrían que subir hasta la carretera y recorrer un par de kilómetros más para volver al Rocks.

Avanzaron con dificultad sobre los guijarros, que terminaban en una franja de arena. El viento los dejó sobrecogidos, enmarañando la melena de Lisa y llenando de lágrimas los ojos de George. Él hundió las manos en los bolsillos. Le extrañaba no haber sentido angustia al despertarse y recordar su comportamiento del día anterior. Si acaso, se sentía más decidido. Se sentaron en una roca de la orilla y contemplaron el panorama en silencio. Frente a ellos se extendía interminablemente el mar. El movimiento de las olas era casi hipnótico.

—Ha sido una idea genial —opinó George—. Es un sitio muy tonificante. Es como si el mundo real no existiera, como si hubiera transcurrido toda una vida desde ayer.

—Tengo que confesar que al despertarme me he preocupado un poco —reconoció Lisa—, pero ahora pienso que he hecho bien mandándolos a la mierda. La vida no puede reducirse a repartir folletos plantada con tus tacones en medio de un salón.

—Coincido totalmente contigo —dijo George—. No en lo de los tacones, claro. Pero si pienso en que tengo que hacer otra llamada al ayuntamiento de Bath…

—Entonces, ¿volverás a trabajar el lunes?

—No lo sé. —George se encogió de hombros—. No puedo dejarlo sin tener nada previsto, ¿no?

—¿Por qué no? —preguntó Lisa—. No tienes responsabilidades.

—Yo no funciono así. No me gusta correr riesgos.

—Ni a mí, créeme. Pero ya sabes lo que dicen: «Solo se vive una vez». Si cuando estuvieras a punto de morir vieras que te habías pasado la vida transigiendo y no habías llegado a hacer realidad tus sueños, ¿no te daría mucha rabia?

—Lo que me daría rabia sería morirme —replicó George, siempre pragmático—. Pero entiendo lo que quieres decir.

Se volvió hacia Lisa, que había fijado la mirada en el punto donde el mar se juntaba con el cielo. Le impresionó ver que sus ojos se llenaban repentinamente de lágrimas.

—Lisa…

Lisa se volvió hacia él.

—No creo que pueda haber nada peor. —Habló en un tono enérgico y George dio un respingo, asustado por una vehemencia nada habitual en ella—. Le pasó a mi madre y no quiero que me pase a mí.

George la atrajo hacia él y Lisa se acurrucó un momento contra su pecho en busca de consuelo.

—Vamos… —George le acarició el pelo—. No llores.

—Lo siento. —Lisa se apartó, avergonzada de su efusión sentimental, pero George la atrajo de nuevo y la abrazó hasta que se fue tranquilizando—. Es solo que… este sitio es impresionante. Tan limpio y tan puro… Piensas en cómo podrían ser las cosas y entiendes que has desperdiciado tu vida.

—No la has desperdiciado.

—Sí. He estado demasiado tiempo haciendo algo que en realidad no quiero hacer, y tú también.

—No todo el mundo está en condiciones de elegir, Lisa.

—¿Quién dice que nosotros no lo estamos?

Lisa se volvió y alzó la vista hacia el hotel del acantilado. En su cara apareció una sonrisa pícara.

—¿Por qué no compramos el Rocks?

—Anda ya.

—Hablo en serio. Está en venta. Webby deja el negocio.

—Ah, ¿sí?

George observó con interés el edificio.

—¿Qué opinas? —insistió Lisa, dándole un codazo.

—No digas barbaridades.

—¿Por qué no? Sería genial. Podrías diseñar la reforma. Te encantan estas cosas. Y yo puedo atender a la clientela. Se me da bien ser amable con la gente.

—Pensaba que no querías seguir trabajando cara al público.

—Si fueran mis clientes sería otra cosa. Les estaría vendiendo algo en lo que sí creería.

George dejó que su mirada regresara a lo alto del acantilado y acto seguido negó con la cabeza.

—Todos los que pasan un fin de semana en la playa sueñan con abrir un hotel. Es un tópico.

—Eso no significa que no podamos hacerlo —replicó Lisa.

—Estás loca. —George sonrió.

Lisa cruzó los ojos, poniendo cara de loca.

—Tendríamos que volver —dijo George, mirando el reloj—, o Webby nos dará beicon carbonizado.

El desayuno fue una grata sorpresa: no era demasiado grasiento y había tostadas para dar y vender. George decidió seguir con el té, ya que la idea que tenía Webby de preparar café consistía en echar una cucharada de polvos liofilizados en una taza y añadir agua caliente. Cuando plantó otra tetera en la mesa con un gesto orgulloso, George le sonrió agradecido.

—Por cierto —dijo en tono indiferente—. Lisa me ha dicho que está usted pensando en vender el hotel.

—No lo estoy pensando, ya lo tengo en venta. Está anunciado.

—¿Ha recibido muchas ofertas?

—Sí, de promotores. Pero todos quieren comprar barato, me toman por tonta. Vienen a verme con una botella de jerez e intentan hacerme una oferta sin pasar por la agencia.

—Hoy en un día es un comportamiento muy habitual —dijo George, comprensivo.

—Todos quieren convertir el edificio en apartamentos. Parece que es lo que se lleva ahora. Regentar un hotel o una pensión da demasiado trabajo, y la gente quiere beneficios rápidos. La mayoría de las casas grandes ya han sido reconvertidas, y casi todos los apartamentos se venden como segunda residencia, no para alquilarlos en vacaciones. —Webby frunció los labios con desaprobación—. Lo que no entienden las inmobiliarias es que con esto se va al garete la economía local. Los propietarios de una segunda residencia vienen a pasar el fin de semana y se traen la comida, no compran en las tiendas del pueblo. Es muy egoísta.

—Entonces, ¿quiere vender la casa a alguien que quiera mantenerla como hotel?

Los ojos de Webby centellearon detrás de las gafas. No era tan boba como parecía, o no tenía unos principios tan firmes como quería aparentar.

—Me da igual quién compre la casa y qué vaya a hacer con ella, lo que no quiero es hacerle favores a nadie. Quien haya hecho la mejor oferta el último día, se la quedará.

—Pero sería una lástima desaprovechar esta casa. Es preciosa.

—Sí que lo es, y Bill y yo nos gastamos una fortuna para ponerla en condiciones. La renovamos totalmente por dentro. Y todo es de primera categoría, ¿sabéis? Cambiamos el tejado, la calefacción, el sistema eléctrico, las ventanas… No reparamos en gastos. Pero el estilo de alojamiento que yo ofrezco, cama y desayuno tradicional, ya no le interesa a la gente… Me piden cereales, cruasanes y café recién hecho.

«Exacto», pensó George, removiendo el té con la cucharilla.

—Lo que este sitio necesita es gente joven, como vosotros. Alguien con un poco de energía.

Lisa le dio una patadita por debajo de la mesa, pero George no alzó la vista. Pensó que quizá Webby había recibido instrucciones, pero no podía ser, porque Lisa y ella no habían estado a solas en ningún momento. ¿Por qué tenía la impresión de que le estaban tendiendo una trampa?

—Es una mina de oro, aunque si os digo la verdad, no lamentaré dejarlo —continuó Webby—. He sido muy feliz aquí, pero ya estoy muy vieja. Y con lo que saque me largaré a un sitio soleado.

Lisa tuvo una súbita visión de la señora Websdale en una tumbona de Benidorm y le entraron ganas de reír.

—¿Podríamos tomar más tostadas? —consiguió articular.

—Claro. —La señora Websdale recogió el portatostadas metálico y se fue hacia la cocina. A medio camino se volvió y preguntó:

—¿Querréis la habitación para esta noche? Si os quedáis, sólo necesito salir un momento a comprar huevos y beicon.

Lisa dirigió una mirada significativa a George. Si se quedaban tendrían ocasión de pasear tranquilamente y hacerse una idea del lugar.

—Sí —suspiró George—. Nos quedaremos una noche más.

Después del desayuno bajaron la sinuosa carretera que bordeaba la costa y fueron a dar un paseo por el pueblo. Una amplia calle flanqueada de casas victorianas de colores pastel desembocaba en un grupo de cafeterías y tiendas, la mayoría de las cuales anunciaban con descaro que estarían cerradas hasta Pascua. Había una oficina de correos con una optimista colección de balones de playa, cometas, palas y cubos de plástico. Un local de zumos, una panadería y una freiduría. Varias tiendas de ropa para surfistas. Una galería de arte con el escaparate abarrotado de marinas y escenas de barcos varados. En el otro extremo del pueblo se alzaba el hotel Mariscombe. Ocupaba un antiguo palacete neogótico que había mandado erigir un hombre de negocios de la época victoriana para su querida esposa inválida: una imitación de castillo medieval con cuatro torreones, uno en cada esquina. Lo separaba del mar una extensión de césped delimitada por araucarias, más allá de la cual se extendían las dunas.

Delante del aparcamiento público había un centro comercial bastante nuevo de estilo Nueva Inglaterra, con las paredes pintadas de color crema, gabletes puntiagudos y un gran reloj. También había una heladería. Y, para satisfacción de George, un café donde preparaban capuchinos. El tiempo era lo suficientemente apacible para sentarse fuera, porque la terraza estaba protegida del viento y las nubes se habían aclarado y dejaban ver un sol resplandeciente. Costaba creer que estuvieran en febrero.

El reflejo del sol sobre el mar casi cegaba y la espuma de las olas era blanca como la nieve. La superficie del agua brillaba como el cristal y a George le recordó el revestimiento que había hecho instalar en el cuarto de baño, un mosaico de losetas en color cobalto, plata y turquesa. Frente a ellos la playa formaba una medialuna dorada. Desde donde estaban parecía que se pudiera recorrer de una punta a otra sin problemas, pero seguramente exigía una buena media hora de caminata, o más si el viento soplaba en contra.

—¿Mucho trabajo? —preguntó George a la camarera.

—Lo típico en esta época del año. —La chica depositó sobre la mesa dos tazones de humeante café con leche—. En Pascua no encontrarían mesa ni pagando. Aunque la verdad es que cada vez vemos más gente a lo largo de todo el año. Normalmente cerrábamos al final del otoño, pero ahora hay tantos surfistas y visitantes de fin de semana que podemos seguir trabajando en temporada baja.

Lisa había insistido en llamar a agencias inmobiliarias para indagar sobre la venta del Rocks. George los interrogó con precisión de arquitecto y a partir de los datos calculó la superficie de la finca.

—¿Por qué no tienen planos? Todo el mundo hace planos hoy en día cuando quiere vender una propiedad.

—Esto es Devon —contestó Lisa—. De todos modos, podemos echar un vistazo esta noche, cuando volvamos. Por lo visto —continuó—, Webby y su maridito se encargaron de las reformas básicas. La estructura está en buenas condiciones, solo hace falta quitar la espantosa decoración que la recubre.

—Lo que me supera —intervino George, dando un respingo al recordarlo— es pensar que esa moqueta horrorosa debió de costar una fortuna.

—No repararon en gastos —recordó Lisa con una mirada pícara—. Todo de primera categoría.

Pidieron más cafés mientras contemplaban cómo la playa se iba llenando de personas que habían salido a correr o a pasear al perro, parejas jóvenes empujando modernos cochecitos de bebé, padres y niños con cometas rebeldes. Y surfistas forrados de neopreno de los pies a la cabeza y lanzándose a las olas con desenfrenada avidez a pesar de las gélidas temperaturas.

—Aquí hay felicidad. —Lisa dejó la taza sobre la mesa con decisión—. La gente viene porque es donde les apetece estar. Se nota. —Miró a George—. ¿Por qué no podemos disfrutar también nosotros un poquito de eso mismo?

George sonrió irónicamente.

—No eres realista. Lo ves de una forma idealizada.

—¡No es cierto! —protestó Lisa, golpeando la mesa con el puño—. Tengo claro que habría que trabajar un montón, seguramente mucho más que en los sitios donde he estado hasta ahora, pero sería mucho más satisfactorio. E imagina levantarte por la mañana y encontrarte con esas vistas.

George sacó del bolsillo un billete de diez libras para pagar los cafés.

—Pues entonces, en marcha —dijo—. Vamos a echarle un vistazo en serio.

De camino al hotel pasaron junto a una casa donde se anunciaba pescado y marisco fresco en una pizarra. George entró y compró dos langostas. En un pequeño supermercado compraron una barra de pan de pueblo, mantequilla tradicional, limones y una bolsa de ensalada y en la licorería, dos botellas de Chablis. Almorzaron en el comedor de la señora Websdale, que no tuvo inconveniente en prestarles platos y cubiertos.

Mientras comían, Lisa observó la estancia fijándose en todos los detalles.

—¿Te imaginas cómo podría quedar esto después de arrancar la moqueta y el papel de las paredes? No costaría tanto…

George asintió, pensativo.

—Se podrían poner puertas correderas de cristal todo a lo largo y dejarlas abiertas en verano.

—Perfecto —exclamó Lisa—. Eres un genio, ¿sabes? ¡Naciste para esto!

George sonrió.

—Y añadir una tarima de exterior sencilla, con luces de pie… —continuó—. Imagínate estar sentada ahí fuera con una copa de vino, disfrutando de la puesta de sol…

—Fantástico —opinó Lisa, con una sonrisa triunfal—. Estás desperdiciando tu talento en esa maldita empresa. —Chupó sensualmente una pinza de la langosta y añadió, agitando las manos con énfasis—: Piensa en toda la gente que viene a pasar el fin de semana como hemos hecho nosotros, para recargar pilas y dejarse mimar durante veinticuatro horas o cuarenta y ocho… —Le resbaló una gota de mantequilla por el mentón y se limpió con un papel de cocina que arrancó del rollo que había dejado Webby—. Vamos a ver, George. Dime una sola razón para no intentarlo, porque a mí se me ocurren cientos a favor…

George se recostó en la silla y tomó un trago de Chablis. Su aroma metálico le hizo estremecerse de placer. Lisa tenía razón. No se le ocurría ninguna razón en contra del proyecto.

—Muy bien —aceptó—. Vamos a hacer cuentas.