17

—¡Madre mía! —Hannah miró fascinada al niño de Molly, que se había dormido plácidamente después de que lo acostaran en la cama y le dieran un vaso de leche—. ¿Por eso nunca sales con nosotros? Pensábamos que tenías una historia con un tío casado o algo así. ¡Eres una caja de sorpresas!

—Pues ahora ya lo sabes. —Molly sonrió evasivamente.

—Pero ¿por qué lo mantienes en secreto? —preguntó Hannah, frunciendo el ceño—. Quiero decir… tener un hijo no es un delito, ¿no? Nadie habría dicho nada. Tendrías que habérnoslo contado, Molly. De haberlo sabido, habría podido ayudarte. No me extraña que estés siempre agotada y con mala cara… Yo podría habértelo cuidado…

—No es tan sencillo, Hannah. —Molly la miró con la barbilla temblorosa y los ojos muy abiertos. Su carita en forma de corazón estaba muy pálida—. Sólo necesito que me dejes pasar la noche aquí, pero sin que nadie se entere de que he venido…

—¿Por qué? —Hannah tuvo un desagradable presentimiento—. No te estará maltratando el padre del niño, ¿verdad?

—No. —El tono fue tan terminante que Hannah se tranquilizó—. Su padre no está, por eso me resulta tan difícil trabajar en el hotel. He tenido que criarlo yo sola. Ha sido una pesadilla, Hannah. Me está costando mucho. Y no sé… no sé si podré resistirlo mucho más tiempo…

Hasta entonces Molly no había querido admitir la derrota, pero ya no podía seguir fingiendo. Sentada en la cama de Hannah, escondió la cara entre las manos y sus finos hombros comenzaron a temblar con el llanto contenido a lo largo de toda una vida. Intentó ahogar los sollozos para no despertar a Alfie, pero cuanto más se esforzaba más le costaba contenerlos, hasta que terminó llorando ruidosamente.

Hannah, prudente, no hizo más preguntas. Se sentó a su lado, ciñó el menudo cuerpo de Molly y la mantuvo abrazada hasta que se calmaron sus lágrimas.

—No tenías que haber aguantado tanto sola —susurró, acunándola y acariciándole tiernamente el pelo—. Tienes derechos, Molly. ¿No has oído hablar del Departamento para la Manutención del Menor? Podrías haber obligado al padre a asumir su responsabilidad. También puedes tramitarlo con efectos retroactivos. Te darán el dinero que te correspondía cobrar desde que nació Alfie…

Miró a Molly, que la miraba con desconfianza. Hannah suspiró para sí, sospechando que sería difícil convencerla.

—Tienes que ser fuerte, Molly. No sólo por ti, también por Alfie. No hace falta que hables directamente con el padre si no quieres, ellos se encargarán por ti. Pero al menos no tendrás que esforzarte tanto. Tener un hijo es cosa de dos, ¿sabes?

Molly negó con la cabeza.

—No tengas miedo —insistió Hannah, agarrándola por las muñecas, como si fuera a zarandearla—. Es tu derecho.

—Sólo hay un problema —respondió Molly con indiferencia—. El padre está muerto.

Hannah la miró boquiabierta.

Molly cerró los ojos. Estaba exhausta. Lo único que quería era dormir profundamente y soñar, para olvidarse de sus problemas. No obstante, se dio cuenta de había llegado el momento de revelar los secretos. Comprendía que para salir del lío en el que se había metido necesitaba hablar con alguien, y conocía lo bastante bien a Hannah para saber que era de fiar. Hannah era una chica tranquila y sensata, ella sabría qué hacer.

—Un golpe de efecto sensacional, corazón —murmuró Victoria al oído de George—. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí. Los tenías a todos en la palma de la mano. Se han quedado emocionadísimos con una escena tan romántica. ¡Muy hábil! —Acercó la cara para besarlo—. Y por cierto, felicidades.

George sintió en la mejilla el roce de su pelo y acto seguido el calor de sus labios.

—Gracias.

Los niveles de energía del salón aumentaron aún más después de que Lisa aceptara la propuesta de matrimonio. Aparecieron nuevas botellas de champán y George recibió los brindis y las felicitaciones de personas a las que no conocía de nada. Lisa estaba rodeada de un montón de invitados que reían, la elogiaban y la besaban. Estaba más radiante que nunca, como si se hubiera encendido una luz en su interior. Victoria tenía razón: era imposible que los asistentes no hablaran de la fiesta en los días posteriores. Como forma de darse a conocer, había sido insuperable.

Sin embargo, no había sido ese el motivo de las palabras de George.

—En fin, hasta mañana —se despidió Victoria.

Poco a poco se habían ido marchando los invitados, aferrando los cubos de latón que les habían obsequiado y que Victoria había llenado de detalles playeros. Un trocito de roca de Mariscombe, un ejemplar de Los cinco junto al mar, un frasco de protector solar, unas gafas de sol infantiles en forma de corazón, una bolsita de cangrejos de gominola… Hábil, irónico, elegante…

George la vio acercarse a Bruno, que evidentemente la estaba esperando. Salieron los dos juntos, rodeados de un grupo de invitados risueños, parlanchines y alegres. Muy típico de Victoria, largarse justo cuando empezaba el trabajo duro, la parte sin estilo y sin reconocimiento. Pero, como ella misma nunca olvidaba señalar, no era cosa suya lavar los platos.

Había sido la única solución, la única manera de olvidarla. Comprometiéndose públicamente con Lisa, George levantaba una barrera infranqueable que lo protegería de Victoria para siempre. Si no lo hacía, continuaría obsesionado con ella y podría caer en la tentación. Mejor dicho: caería en la tentación. El simple hecho de verla con Bruno lo había llenado de rabia. Sin embargo, la propuesta de matrimonio le había hecho ganar confianza. Había sido como un conjuro, unas palabras mágicas destinadas a salvarlo de sí mismo.

Además, era lo que había que hacer, concluyó. Al fin y al cabo, Lisa y él iban a vivir bajo el mismo techo y a compartir una misma cama durante los próximos años y era lógico que hicieran oficial su relación. Él la quería y al imaginarla como su esposa había sentido una oleada de orgullo. Y a todo esto se sumaba una idea que empezaba a cobrar forma en su conciencia: la idea de que Mariscombe sería un lugar maravilloso, perfecto, para criar a sus hijos…

George observó cómo Victoria y Bruno cruzaban el jardín. La vio tomar asiento en el coche e intercambiar con él unas palabras y una sonrisa antes de salir a la carretera.

Molly terminó contándoselo todo a Hannah. Estaba demasiado cansada para decidir qué cosas revelar y cuáles mantener ocultas.

—¡Joe Thorne! —suspiró Hannah, impresionada—. Es una leyenda, en el pueblo todavía se habla de él. Pero no sé cómo os las arreglasteis para llevarlo en secreto.

—Tú no conociste a Joe —respondió burlonamente Molly—. Si lo hubieras visto, nunca habrías creído que se liara con alguien como yo. Joe podía tener a quien quisiera.

—Pobrecita… —Hannah aún no había asimilado del todo la noticia—. ¿Y tú lo querías?

—¿Si yo lo quería? —Repitió bruscamente Molly—. Pensaba que sí, hasta que tuve a Alfie. Entonces supe qué significa de verdad querer.

Se volvió a mirar al niño, que dormía boca arriba, con las largas pestañas rozando sus mejillas. Hannah le acarició maravilla da el dorso de la mano y los deditos del bebé se curvaron al notar el contacto.

—Tienes que decírselo a Bruno —declaró.

—No. —Molly se levantó de un salto y le lanzó una mirada centelleante—. No lo entiendes, Hannah. No deben saberlo. Me echarán la culpa… la culpa de su muerte.

—Pero ¿por qué? Sigo sin entender que lo mantengas en secreto. ¡Ya no estamos en la época victoriana! Nadie puede condenarte a trabajos forzados.

Molly guardó silencio. Sólo había un detalle de la historia que había dejado de contarle, un detalle crucial y que le pesaba como una losa en la conciencia. A veces tenía la impresión de que le impedía respirar. Quizá revelarlo le ayudaría a mitigar un poco la carga. Contarlo le serviría de alivio, aunque confirmara la impresión de haber actuado mal. Respiró hondo y habló:

—Ese día, después de ver a Joe con Tamara, no le dije solamente que habíamos terminado. —Eso era lo que le había contado—. Le dije que había ido a abortar —añadió, con lágrimas resbalándole por las mejillas—. Por eso se tiró por el precipicio, Hannah: porque le dije que había matado a nuestro bebé. Joe murió por mi culpa. Fue culpa mía…

Hannah la abrazó, intentando asimilar la nueva información. Aunque no lo dijera, estaba horrorizada. Le escandalizaba pensar que aquellos dos jóvenes habían jugado el uno con el otro hasta que uno de los dos había terminado muerto. Pero Molly estaba viva, y Alfie también. Y lo que tenía que hacer Hannah era conseguir que Molly entrara en razón… salvar la situación en la medida de lo posible.

—Tú no podías saber cómo reaccionaría… Joe te había tratado muy mal y cualquiera podría haber hecho lo que hiciste para darle un escarmiento. Además, estaba borracho y había tenido una fuerte discusión con Bruno. Salió a la luz en la investigación judicial. No le influyó sólo lo que le dijiste.

La historia era toda una leyenda en Mariscombe y Hannah había oído relatarla miles de veces. Además, todas las versiones tenían un elemento en común: Joe estaba loco y tenía un carácter autodestructivo. No llegó a decirlo, pero Hannah estaba segura de que la historia no habría tenido un final feliz en ningún caso, aunque Joe no hubiera llegado a morir.

—En fin, ahora ya da igual —concluyó Molly, sorbiéndose las lágrimas—. Por culpa de mis desastrosos parientes, no tengo casa. —Se dejó caer sobre la cama y lanzó una mirada incrédula al techo—. ¿Cómo consigues llevar una vida tan normal y tan cuerda, Hannah? Yo no sé cómo me las arreglo, pero siempre me sale todo mal.

—Pero tienes un niño precioso —opinó Hannah, en voz baja.

—Sí —contestó Molly, incorporándose de golpe—, tienes razón. En realidad, es lo único importante.

Se hizo un silencio.

—Por eso mismo debes contárselo a Bruno —concluyó Hannah al cabo de un momento.

Victoria estaba tumbada sobre la alfombra de piel de cebra y sentía sobre sus muslos el roce de la barba vespertina de Bruno. Se estremeció y justo cuando pensaba que no podría aguantar más la tensión, los labios de él alcanzaron su vulva. Bruno la acarició suavemente con la boca, hasta que el sexo de Victoria se abrió y él empezó a explorar la abertura con la lengua y a juguetear con su clítoris.

Bruno la oyó inspirar bruscamente y notó que los dedos de Victoria se enroscaban en su pelo y que sus músculos se tensaban. Adoraba el poder de la lengua sobre las mujeres; la experiencia le había enseñado que se estremecían de placer mucho antes con la estimulación bucal que con el pene, lo que planteaba la cuestión de si realmente necesitaban a los hombres para algo. No sabía cuánto tiempo llevaba sin hacerlo…, casi dos años. Por la respiración entrecortada de Victoria y la tensión de sus músculos, dedujo que estaba casi a punto. Apartó la cara y ella emitió un gemido desesperado.

—¡No pares, por Dios!

Bruno sonrió. Esa era la gracia: saber empezar y parar, jugar, prolongar el martirio. Todo se combinaba para crear un crescendo más poderoso.

Fue subiendo lentamente por el cuerpo de Victoria, besándola por todas partes con los labios aún cargados de su aroma. Cuando llegara a la altura de su boca ella ya estaría suplicándole, pero solo entonces cedería a sus ruegos y se le entregaría por completo.

Se paró frente a su cara porque le gustaba mirar a los ojos de la mujer cuando iba a penetrarla, pero Victoria esquivó su mirada. Estaba inmersa en su propia experiencia y no parecía deseosa de compartirla. Quizá entendía mirar a los ojos como un compromiso; quizá no quería llegar a aquel grado de intimidad.

Bruno se dio cuenta de pronto de que el deseo había desaparecido. Echar un polvo con Victoria se le antojó algo sórdido, aunque un momento antes era lo que más ansiaba. En la fiesta, Victoria le había dicho que se iba al cabo de dos días. ¿Por qué demonios había aceptado tener un rollo de una noche? Para él, el sexo era mucho más que el mero contacto físico; necesitaba sentir una conexión emocional con la otra persona. Y estaba claro que no había ninguna conexión emocional con Victoria. Bruno la encontraba guapísima, sexy, divertida…, pero en ningún momento había pensado que ella quisiera algo más que una aventura sin complicaciones.

Victoria alzó la cara y lo miró, sin entender su vacilación.

—Lo siento —se disculpó Bruno—. Creo que no puedo.

Victoria bajó la mano hacia su pene, pero Bruno la apartó. Estaba erecto, pero no quería que ella lo supiera. Prefería que pensara que no se le había levantado y que lo creyera avergonzado e incómodo. Era más fácil que intentar explicarle lo que le estaba pasando por la cabeza, porque ni siquiera él lo entendía del todo.

—Hace mucho tiempo que no me acuesto con nadie —explicó—, y creo que aún no estoy preparado.

Victoria apartó la cara, avergonzada de sentir una necesidad tan evidente. George le deslizó una mano por el muslo y acercó el pulgar a su sexo mojado para darle placer. No era tan despiadado. Pero Victoria extendió el brazo y lo detuvo.

—No hace falta —dijo, desalentada.

La luna los contemplaba desde el otro lado del cristal, como un fantasmagórico disco de plata.

—Me voy a casa —anunció Victoria.

—Te llevo con el coche.

—No. —Victoria se puso el jersey y añadió—: Me vendrá bien caminar.

Irguió orgullosamente la cabeza y Bruno se sintió culpable.

—No eres tú —dijo con voz tierna—, soy yo.

—Claro —concluyó Victoria, sin una pizca de rencor.

Hannah tiró del edredón y arropó con cuidado a Molly y al niño. Dormían los dos profundamente, acurrucados el uno junto al otro, más parecidos a dos hermanos que a una madre y un hijo. Hannah había conseguido convencer a Molly de que le iría bien descansar y vería las cosas con más claridad por la mañana. Molly le había hecho caso y se había quedado dormida al cabo de unos segundos.

Hannah estaba exhausta pero desvelada. Había improvisado una cama en el suelo con un saco de dormir y una almohada. Mientras se removía en busca de una postura cómoda, no dejaba de pensar en las revelaciones de Molly e intentaba encontrar una solución. Además, estaba nerviosa por la próxima operación. Cerró los ojos, pero no podía controlar los pensamientos que se le agolpaban en la cabeza. Al final decidió calentar un poco de leche para ver si la ayudaba a dormir.

En la cocina encontró a Frank junto al fregadero, bebiendo un vaso de agua y vestido solamente con unos calzoncillos blancos. Tenía la espalda llena de arañazos.

—¿Qué te has hecho? —Hannah lo miró asustada.

—Me caí de la tabla de surf —contestó rápidamente Frank—, y no llevaba puesto el traje de neopreno.

Hannah lanzó una mirada escéptica a los rasguños, pensando que más bien parecían la marca de unas uñas.

—Tendrías que echarte algo para que no se te infecten.

Fue a buscar el botiquín y sacó un tubo de crema antiséptica.

—Acércate, date la vuelta.

Frank le dio obedientemente la espalda mientras Hannah se echaba un poco de linimento en la palma de la mano y le frotaba suavemente la piel. Era como tocar una escultura cincelada por un maestro. Los dedos de Hannah percibían cada nervio, cada músculo y cada tendón, y cada rasguño se le antojaba una mella en el mármol de una estatua. Pensó que un sacrilegio como aquel sólo podía ser obra de Caragh. ¿Cómo podía tratarlo de ese modo? ¿Cómo se atrevía a estropear aquella piel suave y dorada? Hannah tenía muy claro que de haber estado en su situación, sólo habría pensado en besar y acariciar cada glorioso centímetro del cuerpo de Frank.

—Qué alivio. No pares —dijo Frank, emitiendo un gemidito agradecido.

—¿Cómo le dejas que te haga eso?

Al momento, los músculos de Frank se tensaron bajo las yemas de sus dedos.

—¿De quién hablas?

—De Caragh. ¿Por qué le permites que te haga daño?

Frank se apartó de golpe.

—Ya te he dicho que me caí de la tabla. Gracias por el masaje… Buenas noches, hasta mañana.

Salió con largas zancadas de la cocina. Hannah lo miró con nostalgia, admirando sus anchos hombros y su esbelta cintura. Se merecía que lo adorasen, no que lo maltrataran.

Victoria se detuvo a la orilla del agua, con los pantalones enrollados y los zapatos en la mano. Pensó por un momento en entrar en el mar y caminar y caminar hasta que las olas le cubrieran la cabeza. Alguien le había dicho hacía tiempo que ahogarse no era doloroso, que una vez habías tomado la decisión de sucumbir…

Dio una patada malhumorada al agua. ¿A quién pretendía engañar con una actitud tan melodramática? En primer lugar, era demasiado cobarde. En segundo lugar, no le gustaba la idea de convertirse en un cadáver hinchado. Y en tercer lugar, pensó con tristeza, ¿a quién iría dedicado el gesto? ¿A quién le importaría?

En realidad esta última objeción no tenía sentido, porque era obvio que a Mimi sí le importaría. Mucho, además. Y por eso mismo era absurdo caer en una autocompasión tan patética. Por otro lado, había una cuarta pega, y era el hecho de que a los pantalones de lino, que le habían costado trescientas libras en la boutique de Nicole Farhi, les sentaría fatal el agua de mar, y si no conseguía ahogarse habría echado a perder una de las piezas más importantes de su guardarropa, justo en un momento en que no podía permitirse maltratar lo que tenía. En otro tiempo, una mancha de vino o un pequeño rasguño habrían supuesto echar la prenda a la basura o regalarla a una organización caritativa, pero ahora Victoria tenía que apañárselas con su fondo de armario.

Pensó en lo mucho que había cambiado en las pocas semanas que llevaba en Mariscombe. No podía negar que al principio confiaba inconscientemente en recuperar a George. En cuanto lo vio supo que lo tenía en sus manos. Sin embargo, a medida que iban pasando los días se dio cuenta de que era un error forzar las cosas en su propio beneficio. Quizá se habría salido con la suya, pero no habría sido ninguna garantía de felicidad, ni para ella ni para George… y desde luego, no para Lisa.

Victoria, que al principio despreciaba a Lisa y la había considerado un estorbo al que quitarse de encima, había terminado admirándola mucho. Tenía que reconocer, incluso, que envidiaba su carácter alegre, su capacidad para convencer a la gente por medio de la amabilidad… Lisa nunca sería manipuladora como Victoria, ni montaría un número si las cosas no funcionaban como quería. Decidió que a partir de ahora no estaría mal intentar parecerse un poco a ella.

Victoria suspiró. Era agradable tomar resoluciones, pero estaba asustada. Le aterraba pensar que en adelante sólo podría contar consigo misma, y también la perspectiva de retomar la relación con sus padres… eso sí que le resultaría extraño, aunque al mismo tiempo tenía ganas de intentarlo. Le había extrañado que su madre se mostrara tan dispuesta a acogerlas. ¿Por qué sus padres las recibían con los brazos abiertos después de tantos años? ¿Tal vez porque estaban ya mayores, se sentían más cerca de la muerte y habían entendido que era la ocasión de rectificar los errores del pasado antes de que fuera demasiado tarde?

Demasiado tarde. Victoria lanzó una mirada al reflejo de la luna en el agua y deseó que tampoco fuera tarde para ella, que aún fuera posible comenzar una nueva vida que no estuviera basada solamente en la auto gratificación y en la búsqueda de emociones baratas. Ansiaba una experiencia más plena. Aquella noche, viendo juntos a George y a Lisa, había aprendido una lección. Habían conseguido construir algo. Habían hecho realidad un sueño apoyándose en la fuerza de sus convicciones y en la confianza que se tenían el uno al otro, y por eso tenían lo que querían, mientras que ella…, ella no tenía nada. Todo lo que había vivido hasta el momento había sido superficial, vano y destructivo.

Se volvió y contempló la casa de Bruno. Aquella noche se había agarrado a un clavo ardiendo, durante un momento de locura había pensado que quizá la respuesta estaba en él, que con Bruno podría encontrar la oportunidad de seguir en Mariscombe. Ahora, sin embargo, comprendía que debía seguir su propio camino. Y tenía muy claro que no todo acababa en conocer los errores cometidos hasta el momento, sino que le quedaba un largo y doloroso camino por recorrer.

Aspiró con fuerza el aire salado de la noche, intentando serenarse y sentir ilusión en vez de miedo, esperanza en vez de aprensión. Se dijo que todo iría bien. Tenía a sus padres, tenía a Mimi, podía contar con su talento y su capacidad profesional (el éxito de la velada así lo confirmaba)… Sobreviviría.

Solo había un pequeño detalle que le inquietaba, una minúscula preocupación que acechaba en el fondo de su conciencia, pero no quiso pensar en eso. Probablemente acabaría en nada, y si no era así… en fin, ya se había enfrentado a lo mismo en otro momento y podría enfrentarse de nuevo.

Frank volvió sigilosamente a su habitación, deseando contra toda esperanza que Caragh, agotada, se hubiera quedado dormida. Pero no. Estaba tumbada en la cama, vestida con un minúsculo short de látex negro, y la expresión de su cara no prometía tregua. Frank suspiró para sí. ¿Qué demonios había que hacer para satisfacer a esa mujer?

Recordó el momento en que Hannah le había estado masajeando la espalda y se dio cuenta de que era justo eso lo que echaba de menos, la sensación de que otra persona se preocupara por él. Caragh lo necesitaba pero era obvio que no le preocupaba en absoluto. De repente, Frank entendió que anhelaba un sencillo beso de amor, un gesto de mutua confianza.

Pese a todo, cuando Caragh se giró para coger un frasquito de nitrato amílico, Frank decidió que ya no había ninguna esperanza para él. No podía negar que estaba enganchado. Aunque no quería, le fascinaban todas las perversiones que ideaba Caragh. El corazón le dio un vuelco cuando ella destapó el frasco. «¿Y ahora qué? —se preguntó Frank—. ¿Ahora qué?».

Cuando se disponía a cerrar la puerta de la galería antes de ir a acostarse, Bruno vio a Victoria de pie en la playa, a la luz de la luna, mirando el mar. Parecía muy inmóvil, muy pequeña y muy sola. A pesar de la distancia que los separaba, era visible su abatimiento. Bruno tuvo una sensación extraña. ¿Habría subestimado las repercusiones de su rechazo? Conocía muy bien la atracción que ejerce el mar cuando uno se siente solo y deprimido, casi tan intensa como la alegría que transmite cuando luce el sol y uno está de buen humor. La gente no suele tener en cuenta la influencia del mar sobre el estado de ánimo; no siempre sabe que puede suscitar tanto melancolía como euforia.

Llevó la mano al pomo de la puerta, dispuesto a bajar a consolarla, pero en ese momento la vio darse la vuelta y echar a andar otra vez. Tenía los hombros erguidos y la cabeza alta y balanceaba los zapatos en la mano… parecía segura y despreocupada. Aliviado, Bruno cerró con llave la puerta de la galería.

Unos minutos después, cuando se deslizaba entre las sábanas, se alegró de estar solo. Sabía que tanto Victoria como él estaban necesitados de un poquito de sexo sin ataduras y habrían podido disfrutar de una noche de pasión desenfrenada. Sin embargo, su instinto le había advertido que no sería tan fácil. Sin embargo, no sabía si lo que había activado la señal de alarma era algo de la actitud de Victoria o de la suya propia.

Antes de que le venciera el sueño, llegó a la conclusión de que se estaba engañando. En realidad sabía muy bien por qué había rechazado a Victoria. Acostarse con ella había sido una reacción visceral, había buscado una compensación, un antídoto a la poco caballerosa envidia que se había apoderado de él cuando Lisa había aceptado la propuesta de matrimonio de George…

George y Lisa estaban tumbados sobre los cojines del cenador, de cara al acantilado. A su lado, en el suelo, había una botella de champán y dos copas.

—Siento no haberte ofrecido un anillo… —George estaba nervioso, pensando que había metido la pata.

—No importa —lo tranquilizó Lisa—. Un anillo no es más que un poco de metal. No significa nada.

—Las mujeres no suelen pensar así. Para la mayoría, el anillo de compromiso es una medida exacta del amor que sientes por ellas. —George lo sabía por experiencia.

—Bueno, a lo mejor yo no soy como la mayoría. —Lisa se reclinó contra los almohadones. Estaba preciosa, con la melena suelta y alborotada y los ojos resplandecientes.

Decidió que de momento era preferible no decir nada. No le parecía correcto contarle que había aceptado la propuesta de cara a la galería pero que no tenía ninguna intención de casarse con él. Para hablar seriamente de su futuro en común, era mejor esperar a que pasara el momento de triunfo. Lisa aún sentía en las venas la euforia de la fiesta. Extendió los brazos por encima de la cabeza y sus labios sensuales se curvaron en una sonrisa burlona e incitante. George no necesitaba más estímulo. Se acercó y le deshizo el nudo del vestido, dejando que la seda cayera suavemente. Posó las manos en sus pechos y los rozó con los labios, preguntándose por enésima vez cómo algo podía ser tan suave y tan firme al mismo tiempo. Su lengua jugueteó con un pezón y Lisa suspiró mientras él la devoraba.

Luego George le deslizó una mano por el muslo, hizo a un lado el fino encaje de las bragas y tanteó con el pulgar comprobando que estaba tan preparada como él. Se quitó los pantalones tan deprisa como pudo y los arrojó descuidadamente a un lado. Se besaron. Lisa le agarró el pene con la mano y lo frotó contra su clítoris mientras él se arrodillaba entre sus piernas. Viéndola tan excitada, George tuvo que morderse los labios para no correrse. Justo cuando pensaba que no podría resistirlo más, Lisa lo tumbó sobre los cojines y se colocó encima de él, lo cabalgó hasta el fondo y volvió a subir lentamente, prolongando la excitación de los dos.

—¡Dios! —exclamó entre jadeos—. Que no acabe nunca, George. Que no acabe nunca.

George alzó la cara, la vio con la cabeza inclinada para atrás, con el pelo desparramado sobre los hombros y la silueta de sus pechos recortada frente al cielo, y deseó poder cumplir su deseo. Se derrumbaron juntos sobre los cojines, con los cuerpos enredados, besándose apasionadamente mientras la brisa nocturna les acariciaba la piel.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que Victoria acababa de remontar el sendero del acantilado, pasaba sigilosamente junto al cenador y entraba en la casa.