10
Molly y sus cuatro hermanos habían venido al mundo en Liverpool, la ciudad natal de su madre. Molly era la segunda. Nunca había sabido muy bien quiénes compartían el mismo padre, si es que algunos lo compartían, porque los hombres entraban y salían de la vida de Teresa más deprisa de lo que tardaba en cambiar las sábanas. No era ningún secreto qué hacía para redondear sus ingresos. A veces Molly se preguntaba si su padre habría sido un cliente o un amante y albergaba la esperanza de que fuera lo segundo, ya que su madre había sido muy guapa en sus años mozos. Molly había visto las fotos de aquella esplendorosa joven de melena larga y rizada y ojos llameantes; le recordaba a Catherine Zeta Jones. Ahora ya no quedaba ni rastro de su antigua belleza. Con los años las curvas se habían convertido en carnes flácidas y caídas, los pómulos habían desaparecido bajo los mofletes y su clientela ya no estaba compuesta por hombres exigentes sino por desesperados que pagaban más por la disposición de Teresa a dejarse humillar que por su aspecto.
Molly y sus hermanos habían tenido una infancia difícil. De lo único que estaban seguros era de que al día siguiente no habría té ni ropa limpia. Molly tenía que ponerse a buscar algo de comer y después quitarles las blusas y las camisas, meterlas en el fregadero con un chorro de lavavajillas y colgarlas delante de la estufa de gas para que por la mañana estuvieran secas. Les cortaba el pelo con las tijeras de la cocina y pasaba el peine anti piojos por la cabeza de todos los hermanos, incluida la suya. Nadie acusaría a los Mahoney de ir sucios mientras dependiera de ella.
Cuando Molly tenía nueve años, había habido un atisbo de esperanza. Su madre se echó novio, un novio de verdad, llamado Jeff, que era camionero y que, aunque pasaba de los niños, parecía contento con Teresa. Al menos lo suficiente para que los dos decidieran trasladarse a Devon, de donde él era originario. Molly recordó la emoción con que su hermana mayor Siobhan y ella habían subido a la cabina del camión de Jeff para viajar hacia el sur, con el resto de los hermanos apiñados en el remolque. Mientras el camión recorría traqueteando la autopista, Molly pensaba en lo que les esperaba al final del camino. Jeff les había buscado un sitio para vivir y Molly se imaginó una linda casita en la playa y una vida llena de conchas marinas, castillos de arena y charcas entre las rocas. Todo sería muy distinto a partir de entonces. A la orilla del mar no podía pasar nada malo, ¿no?
No podía estar más equivocada. El triste y gris pedazo de agua que se veía desde el piso donde se instalaron en Tawcombe era lo más deprimente que Molly había visto en la vida. Además, dos semanas después, Jeff y Teresa tuvieron una pelea horrorosa y Jeff se largó, dejando a su madre con nada más que dos ojos a la funerala. Y ya no estaban en Liverpool, donde sabían cómo funcionaban las cosas y contaban con gente que podía ayudarlos, sino que acababan de llegar a una ciudad nueva. Teresa no quería volver a su tierra por miedo a que se rieran de ella. Había ido presumiendo por ahí de que iba a cambiar de vida, anunciando a bombo y platillo que abandonaba el suburbio y a la escoria que vivía en él. Nadie tendría la más mínima compasión si volvía con el rabo entre las piernas. No había más remedio que tirar para adelante.
Fue muy duro. Algunas veces su madre tenía dinero, aunque Molly prefería no saber de dónde lo sacaba, pero al menos podían darse un banquete. Iban al pub del puerto y pedían carne asada con patatas y verduras, pero Molly no conseguía comer. La grasienta ternera se le atoraba en la garganta y no se atrevía a mirar a los hombres que reían en la barra porque se preguntaba a cuál de todos tenía que agradecer el festín. Sus hermanos engullían contentos la comida mientras bebían Coca-Colas con pajita y reclamaban helados, y Molly procuraba que no dejaran nada en el plato porque podían pasar una o dos semanas más antes de que alguno de ellos volviera a ver un poco de verdura.
Tenía ya doce años cuando descubrió que al paraíso con el que había soñado se podía llegar en autobús. En el colegio se organizó una excursión a Mariscombe y cuando el autocar dobló la curva y Molly se encontró con aquel mar resplandeciente y aquella playa dorada, supo que era el pueblo de sus sueños, el lugar al que había creído que se dirigían cuando salieron de Liverpool. Enseguida se hizo el propósito de refugiarse allá tan pronto como le fuera posible.
A los quince años encontró un trabajo de verano en el Mariscombe Holiday Park, un camping precioso que había en lo alto de los acantilados, de cara al mar. Formaba parte del grupito encargado de limpiar las caravanas fijas, limpiar los cobertizos de las duchas y dejar las instalaciones en perfecto estado. Para Molly, aquello era el paraíso. Aunque los clientes no se preocupaban por las condiciones en que dejaban el alojamiento y el trabajo era duro y desagradable, a ella le encantaba estar en el camping y formar parte del equipo de mantenimiento. Cuando se desalojaba una caravana y se instalaban los nuevos titulares, todo el equipo bajaba a la playa a celebrarlo. A Molly le daba miedo el agua (las olas podían alcanzar una altura increíble), pero disfrutaba sentándose en la arena y bebiendo cerveza. A veces hacían una barbacoa, o alguno iba a buscar cucuruchos de patatas fritas, y se quedaban de fiesta hasta que se ponía el sol, los chicos demostrando sus habilidades con la tabla de surf y las chicas presumiendo de bronceado. Muchas veces Molly no volvía a casa. Siempre había alguien que podía acogerla, y algunas noches, si hacía calor, dormían en las dunas. Molly era feliz.
Había encontrado un sitio en el que sentía que encajaba, en el que había un equilibrio perfecto entre trabajo y placer. Esperaba con ilusión el día en que podría dejar el colegio y buscar un trabajo más duradero, huyendo para siempre de las palabrotas y el malhumor de su madre. Sus hermanos menores tendrían que arreglárselas solos. De todos modos Molly ya no podía controlarlos: Kieran era un gamberro enganchado al pegamento y a Macy ya la habían pillado dos veces robando en tiendas. No encajaban nada bien que su hermana intentara imponerles orden y disciplina, y Molly no veía por qué tenía que seguir desperdiciando su vida con la familia.
La primera vez que habló con Joe Thorne, estaba recorriendo el camping cargada con la fregona, el cubo y la caja de los productos de limpieza y vestida con el feo uniforme verde que llevaba todo el personal. Él acababa de salir de la caravana que iba a limpiar Molly y se paró en mitad de los escalones. La miró un momento con cara de perplejidad, como si no supiera qué decir. Luego le tocó un brazo, como para convencerse de que era real. MolIy, paralizada, clavó la mirada en su mano y luego lo miró a él, incapaz de decir nada. Pero Joe recuperó la compostura y apartó la mano, sonriendo.
—Estaba haciendo un poco de mantenimiento.
Le guiñó un ojo, bajó de un salto los dos últimos escalones y se alejó silbando. Molly aspiró el aroma que dejó tras él y sintió un leve mareo. Era muy raro. Normalmente era inmune a los encantos del sexo opuesto y ponía freno sin inmutarse a cualquier propuesta. Había asistido a la degradación de su madre a manos de los hombres y no tenía ninguna prisa por liarse con nadie. Normalmente, si otro hombre la hubiera tocado así, por sorpresa, lo habría mandado a paseo con una palabra cortante. Pero Joe, a pesar de lo efímero del contacto, la había impresionado: a pesar de que solo la había mirado a los ojos un instante, Molly había tenido la sensación de que era capaz de verla en lo más profundo. Le habría gustado saber qué había pensado él, qué había detectado, porque era obvio que había sucedido algo definitivo entre los dos. Molly no era dada a fantasear y había descubierto hacía mucho que las ilusiones suelen terminar en decepción, por lo que se extrañó de notar el corazón retumbándole en el pecho mientras lo veía alejarse. ¿Era eso el amor a primera vista?
Molly sabía que era bonita. Era menuda y tenía una carita en forma de corazón, unos ojos muy azules y una melena negra que caía en espesas ondas. Aun así, vestida con el holgado uniforme con el pelo recogido en una coleta, no creía que Joe le hubiera visto ningún potencial. Diciéndose que tenía que ser realista, subió los escalones y entró en la caravana, donde se topó con una chica que se vestía a toda prisa.
—¡Mierda, tengo que irme ya! Mis padres están a punto de marcharse.
La chica empujó bruscamente a Molly, que se apartó desconcertada. El encuentro le enseñó que no podía ser tan sensiblera. Dedujo que Joe debía de utilizar el mismo truco con todas las mujeres, haciéndoles creer que tenían alguna posibilidad. Las miraba como si viera un sueño hecho realidad y luego se largaba, dejándolas perplejas. Ni hablar, se propuso firmemente Molly. Ella no se dejaría engañar, aunque Joe fuera igualito que Johnny Depp.
Mientras empezaba a arreglar la caravana, pasó revista a todo lo que había oído contar sobre él. Su fama de ligón le precedía. Sus padres eran los propietarios del camping y en teoría Joe los ayudaba, pero nadie sabía muy bien qué hacía: la opinión general era que lo menos posible, pero de un modo u otro sacaba adelante las tareas y nadie se quejaba. Todas las chicas que trabajaban en el camping suspiraban por él pero sabían que no tenían ninguna posibilidad. Aunque Joe era encantador, estaba como un tren y tenía las manos muy largas, todo el mundo sabía que no valía la pena enamorarse porque en resumidas cuentas ya estaba comprometido.
La novia de Joe era Tamara Taylor, una belleza de cuerpo bronceado y atlético y dorada cabellera hasta los hombros, una chica que no había tenido que limpiar un váter en su vida. Su padre estaba forrado. Era el propietario de una empresa de congelados en las afueras de Tawcombe que suministraba patatas fritas, guisantes y nuggets de pollo a prácticamente todos los pubs, hoteles y restaurantes de la costa norte de Devon. Se rumoreaba que Cliff Taylor se oponía en redondo a la relación de su hija con Joe, al que consideraba un gilipollas, un vago y un desgraciado. Pero, como todo padre sabe, desaprobar al novio de la hija es volverlo aún más atractivo, por lo que Cliff estaba esperando su oportunidad, seguro de que Joe terminaría manifestando su verdadera personalidad y Tamara entraría en razón al darse cuenta de que era un patán. Entretanto, Joe engañaba a su novia cuando le daba la gana y luego volvía con ella con cara de no haber roto nunca un plato. Molly llegó a la conclusión de que había sido objeto de uno de sus jueguecitos. Vertiendo el producto limpiador sobre la encimera de la caravana, decidió que no pensaba ser otra más de sus víctimas. Ni hablar.
Dos días después, cuando estaba esperando el autobús, se acercó un coche a la parada. La música de Eminem atronaba en los altavoces. La ventana del pasajero se deslizó hacia abajo y Molly se asomó al interior. El conductor era Joe.
—Vamos, sube.
—¿Adónde vas?
—¿Qué más da?
Molly inclinó la cabeza y le sonrió.
—Yo voy a casa.
—Ya lo sé. Vives en el 17 de Uffculme Row, en Tawcombe.
Molly sintió un delicioso cosquilleo en la espina dorsal. Joe la miró muy serio y añadió:
—He mirado tus datos en la oficina.
Instintivamente, Molly dio un paso atrás, decidida a no dejarse manipular. Aun así, le impresionó que Joe se hubiera fija do en ella. Aunque se le acercara por el mero placer de jugar, la tenía en sus pensamientos. Molly sintió un cosquilleo en la boca del estómago. Miró ansiosamente la carretera, deseando que llegara el autobús. No podía soportarlo un momento más…
—Vamos, sube. Va a empezar a llover de un momento a otro y el autobús siempre lleva retraso. Te vas a empapar.
Como si hubieran estado escuchando, empezaron a caer gruesas gotas de lluvia. Molly no sabía qué hacer. Joe tamborileó los dedos en el volante.
—No me iré hasta que subas.
Aunque todo lo que había en ella de sensatez le rogaba que no lo hiciera, Molly subió al coche. Cuando cerró la puerta le llegó el olor de Joe y su pulso se multiplicó por tres. Era un aroma mágico, embriagador, y la cabeza empezó a darle vueltas.
—Voy a Tawcombe a ver a un tío que tiene que venderme un perro —explicó Joe mientras apretaba el acelerador para subir la pendiente y lanzaba una mirada al reloj—, pero no hemos quedado hasta las seis. ¿Te apetece tomar algo?
—Tengo que ir a casa —dijo Molly, consciente de que parecería una mojigata.
—¿Para qué? ¿Para ver el culebrón?
—Tengo que prepararles la merienda a mis hermanos. —Era una mentira descarada. Hacía semanas que Molly no les preparaba nada. Ninguno estaba nunca en casa, se pasaban el día en la calle como si fueran vagabundos. Molly no esperaba ya nada de ellos.
Joe aparcó delante del Lamb. Apagó el motor y se volvió con solemnidad. Molly pensó que se desmayaría si seguía mirándola. Buscó torpemente la manilla de la puerta, pero él extendió la mano para detenerla.
—Anda, ven a tomarte una copa, sólo una. Puedes cogerte media horita, ¿no? —Alzó la mano y le pasó delicadamente el dedo por el borde de un ojo—. Pareces cansada. Te vendrá bien relajarte un poco.
Más tarde, al recordar lo sucedido, Molly se dio cuenta de que aquella fracción de segundo había sido determinante en su vida. Si hubiera dicho que no, las cosas habrían sido muy distintas. Para todos…
Se sintió rara al entrar en el Lamb con él. Era uno de los antros con peor fama del pueblo, un lugar donde a ella nunca se le habría ocurrido entrar, y solo podía haber una razón para que Joe lo eligiera. Sin embargo, al cabo de diez minutos se había olvidado de lo que había alrededor. Congeniaron muy bien. Joe la acribilló a preguntas sobre su vida y Molly le fue respondiendo. Algunas eran previsibles y otras eran absurdas. Y Molly, después de dos Smirnoff Ice, también se atrevió a hacerle preguntas a él y descubrió que Joe era de una sinceridad desarmante.
A las ocho se levantó sin ganas de la silla.
—Tengo que irme ya.
Joe se levantó también y la acompañó a la puerta. Molly se despidió con un gesto de la mano, pero Joe respondió ciñéndole el cuello y atrayéndola hacia él en un rudo gesto de cariño.
—Ven aquí, mujer.
Molly lo miró, riendo. Joe la estrechó con más fuerza y empezó a acunarla. Molly se agarró a su cintura para no caerse y sin darse cuenta se encontró entre sus brazos. Estuvieron los dos quietos y muy juntos durante un momento, con las frentes rozándose. Molly respiró hondo, intentando calmarse, mientras él le acariciaba el pelo con las manos y le mecía la cabeza con suavidad.
—Molly… —susurró.
MolIy, asustada y confundida, se apartó. Nadie la había hecho sentirse así, ni siquiera en sueños, y estaba aterrada, convencida de que no podría controlar sus sentimientos. Además, había oído mil y una historias sobre él y no estaba dispuesta a ser otra muesca en la cartuchera. No quería que…
—Tengo que irme —declaró, y salió corriendo del pub sin mirar atrás.
Joe tardó dos semanas en ganarse su confianza. Durante ellas invadió los pensamientos y los sueños de Molly, mientras oscilaba entre fantasías desaforadas y ásperas reconvenciones. Era imposible que Joe se interesara por ella, una simple limpiadora que vivía en Tawcombe. ¿La vería como una especie de reto? Era obvio que era una cuestión de pundonor. Joe era un gilipollas y un arrogante, se dijo Molly, alguien que no podía soportar la idea de que una chica se le resistiera.
Pero lo cierto es que no pudo resistirse. Joe la consiguió por fin, una tarde gloriosa en que ella había decidido volver a casa por el camino de la costa. De este modo podía atajar hasta la parada posterior a la que utilizaba habitualmente y se ahorraba el largo rodeó que hacía el autobús a través de varios pueblos. Estaba sola en lo alto de los acantilados, caminando con dificultad por el estrecho y peligroso sendero que sólo seguían los turistas más intrépidos.
Al doblar un recodo se lo encontró sentado en un banco, de cara al mar. Más tarde comprendió que, evidentemente, no había sido una casualidad. Joe se volvió a mirarla y la obsequió con una sonrisa lenta y perezosa.
—Molly… —la saludó.
—Voy a casa. —Molly notó que las mejillas se le teñían de rosa.
Joe señaló los peñascos que emergían del agua al pie del acantilado. Se llevó un dedo a los labios para pedirle silencio mientras le hacía una seña para que se acercase.
—Has llegado justo a tiempo.
—¿Para qué?
Molly se acercó y se sentó a su lado. Joe la atrajo hacia él y extendió el dedo. Entre las rocas, al pie del acantilado, moviéndose en el agua azul, asomaban tres cabezas negras y lustrosas. Molly sonrió maravillada.
—Focas
Joe asintió, sin apartar los ojos de los animales.
—Vengo aquí cada tarde. ¿Quieres que bajemos un poco más para verlas mejor?
Señaló el estrecho sendero que bordeaba el acantilado, de medio metro de ancho y una pendiente casi vertical. Molly asintió.
—Vale.
Molly estaba nerviosa mientras bajaban el precipicio. Faltaba un buen trecho para llegar al pie del acantilado y las rocas de la base tenían un aspecto amenazador, pero al final, después de recorrer el escarpado sendero ayudándose con las manos, llegaron a una plataforma de unos diez metros cuadrados cubierta de hierba.
—Nadie baja hasta aquí, pero es una atalaya perfecta.
Se tumbaron sobre la hierba calentada por el sol y contemplaron las focas que jugaban en el agua. Al cabo de unos minutos Molly se dio cuenta de que Joe había dejado de mirar a los animales y la miraba a ella.
—¿Qué pasa? —preguntó, un poco recelosa.
—Tú —respondió sencillamente Joe—. No puedo dejar de pensar en ti.
Molly tuvo la impresión de que el estómago le daba una vuelta de campana. Podría haberse reído de sus palabras, podría haber puesto los ojos en blanco y decirle que la dejara en paz, pero fue incapaz de reaccionar. No podía apartar los ojos de él, y cuando Joe acercó la cara para besarla, Molly lo atrajo ávidamente hacia ella, anhelando sus caricias, y todo lo que sintió fue exactamente como había imaginado.
Molly no otorgaba un valor especial a la virginidad. Nadie lo hacía, en su entorno. Había decidido quitársela de encima a los catorce años, con un antiguo novio de su hermana, para saber a qué venía tanto misterio, y la experiencia ni la había maravillado ni la había traumatizado. Después había tenido alguna relación esporádica, pero nada memorable. Ahora, sin embargo, empezaba a pensar que en algún momento se había perdido algo. Anhelaba que Joe la tocara por todas partes. Se despojó de la ropa con febril urgencia, sin importarle el hecho de estar a plena luz del día. Lo único que importaba era que él la poseyera.
Después se quedaron unos momentos el uno en brazos del otro, jadeando. Joe dio media vuelta y se quedó boca arriba, se pasó la mano por la frente y cerró los ojos mientras emitía algo parecido a un suspiro de satisfacción. Cuando su corazón empezó a recuperar el ritmo normal y las intensas sensaciones que se habían apoderado de ella empezaron a mitigarse, Molly tuvo un momento de pánico. ¿Qué demonios había hecho? ¿Cuántas otras chicas habría llevado Joe hasta allí, atrayéndolas con aquella escena tan romántica? ¿Sabían las focas que formaban parte de un ritual de apareamiento, de su técnica de seducción? ¿Estaban adiestradas para ejecutar un número ante la víctima y dejarla sin capacidad de reacción? Molly se incorporó tambaleándose volvió a ponerse la ropa. Joe había conseguido la conquista. Había demostrado que era irresistible, y ella había demostrado que era débil. Lo miró, vio su pecho subiendo y bajando, ajeno a su tormento. Por lo visto se había quedado dormido.
Molly volvió a trepar por el sendero tan deprisa como pudo, temblándole las piernas por el esfuerzo de la bajada y por la emoción. Sin saber por qué, se echó a llorar. No era justo. Se había entregado por completo, se había desnudado literal y metafóricamente. Joe la había poseído, le había llegado a lo más íntimo. Y ahora que había conseguido lo que quería, Molly sabía que no habría nada más. A la noche siguiente Joe estaría en el Jolly Roger con Tamara, cubriendo de besos sus hombros bronceados y rozándole la espalda con el dedo…
—¡Molly! —Joe había subido tras ella y acababa de posar una mano en su hombro—. ¿Adónde coño vas?
—A casa… —consiguió articular Molly entre lágrimas.
—¿Por qué? —Joe la agarró por los codos y la miró con perplejidad.
—Ya tienes lo que querías.
—No. —La miró a los ojos, sinceramente desconcertado—. No lo entiendes. Quiero estar contigo.
Molly jadeaba por el esfuerzo, demasiado exhausta para escapar.
—¿Quieres estar conmigo? ¿Por qué?
—Porque… Haces que me sienta realmente yo.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber Molly, ceñuda.
—Contigo puedo ser quien realmente soy. No esperas nada especial de mí y no criticas.
—¿Criticar? ¿El qué?
Joe se encogió de hombros.
—Ya sabes qué fama tengo.
—Sí —dijo Molly con convencimiento—. ¿Qué pasa con Tamara?
Joe suspiró.
—Tendré que decírselo.
—¿Decirle qué?
—Lo nuestro.
—Es un poco pronto, ¿no? —contestó Molly, frunciendo el ceño—. No recuerdo haber aceptado que haya un «nosotros».
—Pero MolIy —insistió Joe, agarrándola de los brazos—. Tienes que reconocer que ha sido muy especial. No era un aquí te pillo, aquí te mato, ¿verdad?
—Supongo que no…
—No podemos olvidarnos de lo que ha pasado.
—No pienso ser tu amante secreta, Joe.
—No lo serás. Voy a dejarlo con ella. Pero Molly…
—¿Qué? —Molly entrecerró los ojos con suspicacia.
—De momento no puedo. —Joe encendió un cigarrillo liado—. Mi padre anda en tratos con el de Tamara, vamos a abrir un restaurante en el camping y su padre va a poner la pasta. Además está en el ayuntamiento e intentará que nos den el permiso de obras. Pero claro, si dejo a Tamara…
No terminó la frase y dio una honda calada al cigarrillo.
—¿Se desentenderá? —dijo Molly. No era tonta. Joe asintió.
—No puedo poner en peligro el negocio por mi culpa. Solo serviría para demostrar lo que mis padres han pensado siempre de mí: que soy un perdedor.
—Ya entiendo… —respondió Molly, cariacontecida.
—Eso no significa que no te quiera, pero tengo que ser prudente y elegir el momento adecuado para decírselo. El próximo pleno es a finales de mes. Cuando nos den el permiso, el negocio ya estará en marcha y entonces podré deshacerme de ella. Tienes que confiar en mí, Molly. ¿Esperarás?
Molly consiguió hacer un gesto de asentimiento. Tenía la impresión de ser una esfera de Navidad recién agitada, como si en el estómago le revolotearan brillantes partículas de purpurina. Claro que esperaría. Hasta el fin de los tiempos, si hacía falta. No podía dejar pasar la oportunidad de volver a sentir aquello durante el resto de su vida.
Durante las siguientes cuatro semanas, mantuvieron una intensa relación clandestina. A veces no hacían el amor. Quedaban en un pub apartado y se limitaban a cogerse de la mano, con las palmas muy juntas y los dedos entrelazados. A veces entraban en una caravana vacía y jugaban a las casitas: hacían té y veían abrazados un vídeo. Molly no le insistía sobre Tamara, no era su estilo. Además, en cierto modo prefería estar como estaban. Sabía que la dinámica sería muy distinta si la relación se hiciera pública. Entrarían otras personas en consideración y habría presiones. En cambio, si lo mantenían en secreto, podían marcar sus propias reglas. Si al menos durase para siempre, pensaba Molly…
—Fuguémonos, Molly. —Unas semanas después estaban tumbados en la hierba, en el mismo lugar donde habían hecho el amor por primera vez.
—¿Adónde?
—No sé. ¿A Irlanda, por ejemplo? A un lugar hermoso y agreste, donde tú puedas ser tú y yo pueda ser yo y podamos tener unos niños preciosos a los que no agobiaremos con normas. Solamente los llevaremos a pescar y a los caballitos y les compraremos un poni y viviremos en una casita de campo. Yo tocaré la guitarra y tú harás pan casero…
—¡Qué machista! —murmuró Molly, pasando la mano por la suave piel de su estómago.
—Vale, pues yo haré pan y tú tocarás la guitarra. No me importa, mientras nos dejen en paz.
Molly se preguntó qué sería lo que le agobiaba. A ella le parecía que Joe tenía una vida perfecta. Tenía tranquilidad, libertad para hacer lo que quisiera, y unos padres que lo adoraban, a pesar de lo que decía. ¿Por qué quería olvidarse de todo eso? Tendría que ver cómo era vivir en un cutre apartamento de Tawcombe, con una madre que pasa de ti y un padre al que nunca has conocido.
—¿Qué es lo que te preocupa? —quiso saber.
—Todo el mundo piensa que soy un perdedor, un parásito…
Molly lo miró sorprendida.
—¿Quién piensa eso?
—Todos. Mis padres. Bueno, mi madre no tanto, pero mi padre sí. Y mi hermano mayor. Por lo visto creen que debería ser más responsable y estar trabajando en una empresa, vestirme con traje y corbata y tener un coche caro. Pero yo no soy así. A mí el dinero me importa un comino.
—Si no tuvieras ni un penique no pensarías igual —opinó Molly—. Ser pobre es una mierda.
—¿Tu también lo piensas, entonces? —preguntó Joe, mirándola pensativo—. ¿Crees que tendría que buscarme un trabajo serio, tener una profesión?
—Yo no he dicho eso —contestó Molly—. Pero creo que no te das cuenta de lo afortunado que eres.
Joe lanzó una mirada sombría al mar.
—Eso es lo que me dice siempre todo el mundo, pero creo que no se dan cuenta de lo difícil que resulta no estar a la altura de las expectativas ajenas. Yo sólo quiero vivir. —Pronunció la última palabra con vehemencia—. Disfrutar de la vida mientras pueda.
A Molly le impresionó la expresión de sus ojos. Era como si se hubiera apagado una luz. El Joe despreocupado había desaparecido. Le ciñó la cintura, ansiosa por tranquilizarlo.
—Eso no es malo.
—Exacto. —Joe le quitó una brizna de hierba del pelo y se enredó un mechón en los dedos—. Tú me comprendes, y por eso quiero que nos fuguemos juntos.
Molly se abandonó. Yacer entre sus brazos mientras él iba describiendo su futuro en común era estar en el paraíso, saber que la incluía en sus fantasías la llenaba de una felicidad indescriptible. Y después Joe empezó a besarla tiernamente, con unos besos maravillosos, y luego empezó a hacerle el amor… Era realmente un acto de amor, no era follar, no era meterla, no era tirársela, sino compartir con ella algo que al final la dejaba a ella sollozando y sin palabras y a él mudo de asombro. Molly tenía miedo cuando veía que el ánimo de él se ensombrecía, porque no sabía muy bien cómo afrontarlo. Joe cargaba con un peso que ella no acababa de comprender.
—No he sentido esto con nadie más —dijo de pronto Joe, mirándola—. Contigo me siento seguro y feliz. Siento que deseo… estar contigo, simplemente. No me presionas, no me exiges, no… No esperas nada.
Molly movió la cabeza, desconcertada.
—¿Qué hay que esperar?
—No te sé explicar. Tú no esperas que siga la pauta marcada, que sea responsable, que me adapte a las putas convenciones. —Le acarició la cara—. Todo eso son chorradas, porque lo que realmente me importa eres tú. Te quiero, Molly.
Molly nunca había esperado que alguien la quisiera, y menos aún alguien como Joe. Sus palabras le abrieron una perspectiva nueva. Y le infundieron valor…, valor para reconsiderar la decisión que había tomado dos días antes. Había querido mantenerlo en secreto, tratar el asunto de la única manera que sabía, pero si lo que decía Joe era cierto…
—¿De verdad me quieres? —Tenía que estar segura.
Joe asintió.
—No lo diría si no. De hecho, hasta ahora nunca se lo había dicho a nadie. Y ahora lo voy a repetir: te quiero.
—Yo también —murmuró Molly, conmovida por sus caricias—. Yo también te quiero.
Joe la estrechó con fuerza.
—¿Adónde iremos, Molly? ¿Qué haremos?
—Joe… —No podía perder el valor. Tenía que decírselo.
Joe la miró angustiado.
—¿Qué pasa? ¿No quieres que estemos juntos?
Molly asintió y calló un momento. Habían intentado ser prudentes, pero una o dos veces, lo sabía, se habían dejado llevar por la pasión, y cruzar los dedos no es un método anticonceptivo fiable.
—Estoy embarazada.
La cara de Joe no expresó nada. Molly aguardó su reacción, llena de miedo. Joe se asustaría, no podría creerlo. Pero lo que hizo al final fue sonreír, y Molly se tranquilizó al ver la felicidad que irradiaba su rostro.
—¡Caray Molly! ¿Lo ves? Estamos destinados a estar juntos. —La estrechó contra su pecho y la acunó—. Le diré a Tamara que hemos terminado y luego se lo explicaré a mis padres.
—¿Estás seguro? ¿No crees que es pronto?
—¿Pronto? —Joe negó con la cabeza—. ¿Pronto? Es tarde, en todo caso. Tendría que habérselo contado hace semanas. —Le ciñó la cintura con más fuerza—. ¿Sabes? Mi madre se pondrá contentísima, le encantan los niños. Siempre se queja de que Bruno no se haya casado todavía. Está impaciente por tener un nieto. —La estrechó otra vez y añadió—: Por una vez, creo que me adelantaré a Bruno dando a mis padres lo que realmente quieren.
Molly no estaba tan segura de que el señor y la señora Thorne quisieran precisamente un nieto concebido con una limpiadora del camping, pero no dijo nada. Se había tranquilizado al ver que Joe se alegraba con la noticia; desde que había descubierto que estaba embarazada había pensado que aquello acabaría con su relación y temía que no tendría más remedio que recurrir a lo impensable. Ahora sentía un gran alivio. Daría a luz al hijo de Joe, y él la quería.
Al día siguiente, Molly estaba de un humor peculiar, nerviosa, eufórica y exhausta a la vez. Las hormonas del embarazo bullían en su cuerpo y mitigaban su fortaleza. Necesitaba ver a Joe, sentir sus brazos en torno a ella, oírle decir que todo iría bien. De todos modos, se dijo una vez más que no pasaba nada. Se querían, ¿no? Y Molly sabía cuidar a un recién nacido; había hecho muchas veces de canguro para los vecinos. Solo hacía falta resolver algunos asuntos prácticos y desvelar el secreto…
Sintió una fuerte náusea y miró el reloj. Solía encontrarse así hacia el mediodía. Decidió faltar al trabajo durante la tarde, por indisposición. Al fin y al cabo, nunca había cogido una baja, y tenía que descansar. Si conseguía dormir unas horas, cuando fuera a ver a Joe se encontraría mejor. Joe iba a comer con Tamara y pensaba decirle que la historia había acabado. Molly sintió una punzada de remordimiento, porque Tamara era la víctima inocente; deseó que no quedara demasiado hecha polvo. Enseguida se tranquilizó, diciéndose que habría un montón de candidatos para sustituir a Joe. Tamara era guapa y rica, y las chicas como ella podían quedarse con los mejores.
Molly fue a hablar con la encargada del camping para decir le que tenía que irse a casa.
—Tienes mala cara —reconoció Maureen—. Espero que no sea una gripe intestinal, no me gustaría que todo el mundo pidiera la baja de repente.
—Creo que es cosa de veinticuatro horas —dijo Molly. No se sentía culpable por largarse, porque realmente se encontraba mal.
El día era caluroso y húmedo y optó por volver en taxi, porque no sabía si podría contener las náuseas en el autobús. Bajó hasta el pueblo porque siempre había varios esperando en la calle de las tiendas. Al pasar frente a la terraza del Jolly Roger, se detuvo en seco.
Joe estaba charlando con un grupito de amigos en una mesa. Era él, risueño, guapísimo con sus vaqueros cortados y el torso al aire, con el pelo recogido con un pañuelo, blandiendo una botella de cerveza mientras contaba un chiste. Y a su lado estaba Tamara. Espléndida y bronceada, vestida con una minifalda rosa y una camiseta sin mangas, mirándolo con cara de adoración. Cuando Joe llegó a la frase clave, hubo una oleada de risas y Joe se sentó, enlazó el cuello de Tamara y se volvió a besarla. Frente al fondo azul del cielo, parecían dos reyes rodeados de cortesanos.
Molly se derrumbó pesadamente en un banco cercano. ¿Cómo demonios había podido ser tan estúpida? Joe no creía ni una palabra de todas las cosas que le había dicho. De repente comprendió la verdad. ¿Cómo podía interesarse Joe por ella, cuando su futuro estaba al lado de aquella princesita, cuya fortuna le garantizaba que nunca iba a mover un dedo? Vivir con Molly significaba trabajar duro, y tener un hijo sería un lastre. Seguramente Joe se había sentido acorralado; más de lo que ya estaba. Finalmente lo había comprendido; algo le había hecho recobrar la sensatez. Por supuesto que no pensaba terminar con Tamara, tendría que estar loco. Molly se preguntó qué habría planeado para librarse de ella. Ahora mismo era evidente que no estaba en sus pensamientos. En fin, daba igual, ella misma le ahorraría las molestias…
Aquella noche, cuando Joe entró en el Lamb, se encontró a Molly esperándolo en la mesa de siempre, preparada para la discusión. Joe llevaba unos vaqueros desgastados y una camisa azul claro con las mangas enrolladas. Sonrió a Molly y la abrazó, pero ella se apartó y lo miró muy seria.
—¿Qué pasa? —preguntó Joe, preocupado—. ¿Te encuentras bien? ¿Pasa algo con el niño?
—No hace falta que te preocupes por el niño —contestó fríamente Molly.
Joe la miró con recelo mientras se sentaba.
—Claro que me preocupa.
—Pues no hace falta —respondió Molly, con una sonrisa tensa—. He ido a abortar esta tarde.
Le impresionó ver lo rápido que palidecía Joe.
—No puede ser.
—Pues sí. Había pedido cita la semana pasada. Vas y a las dos horas ya te puedes ir a casa. Es como una visita al dentista.
Joe estaba blanco como el papel.
—¿Te has deshecho de nuestro hijo? —susurró.
—Pensaba que te alegrarías. —Molly mantuvo un tono enérgico y profesional—. Así tienes libertad para hacer lo que te dé la gana con Tamara. —Apartó la vista, porque si lo miraba se echaría a llorar—. Te he visto con ella este mediodía, en el Jolly Roger. No parecía muy afectada por que la dejaras.
—Molly, hoy no era el día… —Joe no terminó la frase, sabiendo perfectamente que no podía defenderse—. Había discutido con su padre y se lo habría tomado muy mal. Tengo que esperar el momento adecuado.
—Eso dices siempre —dijo Molly, levantándose—. En fin, ahora no tienes que preocuparte.
Pero Joe no parecía escucharla.
—No puedo creer que hayas hecho eso sin preguntarme.
—¿Qué querías que hiciera, Joe? Tengo dieciséis años. No puedo criar a un hijo yo sola. Y tú y yo no vamos a jugar a la familia feliz. Tú mismo lo has dicho muchas veces: no quieres responsabilidades, solo quieres vivir la vida. Pues vívela y pásalo bien.
Y dicho esto, Molly salió del pub.
Aquella noche, en la cama, no podía dormir. Una parte de ella quería levantarse y correr hacia Joe para decirle que no era cierto, pero estaba muy cansada y apenas podía levantar la cabeza de la almohada. Y tampoco quería dejar que se saliera con la suya tan fácilmente. Tenía que sufrir por lo menos una noche. Era el único modo de que se diera cuenta de lo mal que podía hacérselo pasar a los demás. Y ahora que Molly lo había visto reaccionar, ahora que había visto cómo se horrorizaba y se arrepentía, sabía que lo tenía en sus manos. Cuando supiera que el niño aún vivía, se alegraría un montón y podrían empezar a hacer planes.
A la mañana siguiente se levantó llena de expectación. Tenía que ir a trabajar, quitarse la obligación de encima y después ir a hablar con Joe. Aún no sabía muy bien cómo se justificaría, pero sin duda Joe sentiría tal alivio que Molly no necesitaría ninguna excusa. Quizá había sido una reacción muy drástica, pero se dijo que Joe necesitaba entrar en razón.
En cuanto llegó al camping, vio que había pasado algo. Todo estaba extrañamente silencioso. Fue directa a la oficina de la en cargada y Maureen levantó la vista de la mesa con una expresión sombría.
—¿Qué ha pasado?
—Joe Thornon. Anoche se despeñó por Mariscombe Point con el Porsche de su hermano.
Molly se aferró al marco de la puerta, con los nudillos blancos por la tensión.
—¿Qué?
—Nadie sabe el motivo. Dicen que estaba borracho. —Maureen soltó un áspero ladrido disfrazado de risa—. En fin, con Joe eso se da por supuesto. Esta mañana han encontrado el coche despeñado.
Molly veía puntos negros que bailaban en los márgenes de su visión. No sabía si había entendido bien lo que estaba diciendo Maureen.
—¿Y él estaba… dentro del coche? Maureen la miró desconcertada.
—Sí, claro.
—¿Está muerto?
—¿Tu qué crees? Es un precipicio de quince metros.
Dentro de la cabeza de Molly resonaba un zumbido confuso y todo lo que veía parecía agitarse en el aire.
—Me parece que hoy también tendrías que irte a casa —dijo Maureen, mirándola—. Tienes muy mala cara.
—Sí —dijo Molly—. Tendría que irme ahora mismo.
—Vete —dijo Maureen—. Ya estará esto bastante liado como para que encima haya una epidemia.
—¿Ha sido un accidente?
—No se sabe —dijo Maureen—. Pero conociendo a Joe, seguro que estaba como una cuba. Por lo visto se había pasado toda la noche en el pub. La policía lo investigará, seguro.
En el taxi que la llevaba de vuelta a casa, Molly se tumbó en el asiento, sujetándose la tripa con las manos, y cerró los ojos, deseando despertar de un momento a otro y ver que todo había sido una horrible pesadilla creada por su cabeza invadida por el remordimiento.
Joe estaba muerto. Joe estaba muerto. Y lo último que ella le había dicho era que había matado al hijo de los dos…
No podía pensar más que en la necesidad de pasar inadvertida. Si alguien se enteraba de su historia y de la existencia del niño, sabrían que era la culpable de todo, que Joe se había despeñado por el precipicio por lo que ella le había dicho. Molly no dejaba de repetirse que había hecho bien diciéndoselo. Verlo en el pub con Tamara era suficiente justificación. Joe no tenía ninguna intención de serle fiel. Pero Molly no quería que nadie lo supiera. Estaba segura de que no la creerían, por ser ella quien era y por la categoría de la gente a la que tendría que enfrentarse. No habría compasión para la putilla que había causado la muerte de Joe.
Molly sabía que tendría que armarse de valor, que no podía compartir sus penas con nadie. De todos modos, la habían educado para eso. Los Mahoney no perdían el tiempo con lamentaciones y sentimentalismos y sabían que solo podían contar con ellos mismos. Molly se pasó dos días enteros encerrada en casa, asimilando la situación. Por una vez se alegró de que sus parientes fueran tan egocéntricos y mostraran tan poco interés por su vida, porque la dejaron en paz. Les dio la misma explicación que a Maureen, que había pillado una gripe intestinal, y todos a una pusieron mala cara.
—¡Uf! —exclamó Siobhan—. ¿Y nos traes el virus aquí? Te mato si pillo la gripe.
Su madre fue tan poco comprensiva como sus hermanos, pero por lo menos, en su ansia de evitar el contagio, la dejaron tranquila. Molly se pasó dos días tumbada en el sofá, sin poder llorar, entrando y saliendo de un sueño inquieto, paralizada por el terror y la incertidumbre. El tercer día se arrastró hasta el cuarto de baño, se dio una larga ducha y se puso el uniforme. Tenía que enfrentarse a sus compañeros de trabajo. Volvió al camping, sabiendo que no debía ni pestañear cuando mencionaran el nombre de Joe. Como es natural, circulaban un montón de rumores. Decían que Joe se había despeñado después de discutir con su hermano. Molly se alegró de que hubiera una posible explicación, porque así era menos probable que la policía empezara a removerlo todo en busca de un motivo de suicidio. Decidirían que había sido una bravuconería de borracho. Joe estaba haciendo un corte de mangas a los familiares que lo consideraban un inútil.
A MolIy le costó mucho decidir si iba o no al funeral. Obviamente, estarían todos los empleados del camping. Asistiría todo Mariscombe, por lo que nadie se extrañaría de su presencia. Lo que no sabía era si sería capaz de mantener la compostura. Nunca había estado en un funeral. Al final decidió ir.
La pequeña iglesia estaba hasta los topes. Molly sólo consiguió abrirse paso hasta un hueco libre en la última fila, pero la concurrencia llegaba hasta el camposanto, donde también se podía seguir la ceremonia gracias a unos altavoces especialmente instalados para la ocasión. Algunos se habían puesto ropa formal, otros iban con el mono de trabajo, otros llevaban las camisetas de siempre, como cuando estaban con Joe, tal como querían que él los recordara y como querían recordarlo a él. Molly llevaba puesto el uniforme, no quería llamar la atención. Además, ¿qué demonios te pones para ir al funeral del padre del hijo que llevas en el vientre?
Delante de la iglesia, flanqueada por sus padres, estaba Tamara. Había elegido ir de blanco, con un largo vestido de lino con falda de volantes que llegaba casi al suelo, y llevaba el pelo rubio atado en una cola. Molly pensó que parecía una novia esperando para entrar y ocupar su puesto frente al altar; si no fuera por su expresión angustiada, los labios crispados y las uñas clavadas en las palmas de las manos. Molly no estaba resentida. Tamara ignoraba que Joe la había engañado y ella, desde luego, no iba a decírselo. Sería demasiado rastrero, demasiado cruel. Era Molly la burlada, la que había sido engañada y había tenido que escuchar falsas promesas. Era obvio que Tamara no sabía nada; su dolor era sincero y no lo empañaba el conocimiento de que Joe había estado tirándose en secreto a una barriobajera de Tawcombe. Era su secreto, el secreto que Molly se llevaría a la tumba.
De repente una pareja empezó a recorrer el pasillo central con pasos lentos y vacilantes. La mujer miraba tercamente al frente, sin atreverse a volver la cara a izquierda o derecha y descubrir las sonrisas afectuosas y las miradas compasivas de los asistentes. El hombre la tenía agarrada del brazo, aunque no quedaba claro si era para ayudarla o para sostenerse él. Se sentaron en el banco de delante rodeados de un respetuoso e impresionante silencio, interrumpido solamente por alguna tos.
Eran los padres de Joe. Los abuelos del hijo de Molly.
Al final, un hombre de anchos hombros y pelo negro y ensortijado entró con resolución en la iglesia y las suelas de sus zapatos resonaron sobre el suelo de piedra. Era Bruno, el hermano de Joe. Molly no sabía cuál debía de ser la discusión de la que hablaban los rumores. Joe se mostraba un poco resentido cuando hablaba de su hermano. Era todo lo que él no era: rico, triunfador, competente, responsable, alguien de quien sus padres podían estar orgullosos… Pero a ella le había quedado la impresión de que Joe admiraba secretamente a Bruno, que no le guardaba rencor aunque todos lo pusieran por las nubes.
Molly lo observó atentamente desde su asiento de la última fila. Aunque era mayor que Joe, y más corpulento, el parecido se advertía en la estructura ósea, las cejas oscuras y el hoyuelo de la barbilla, y Molly sintió que el corazón le retumbaba con fuerza en el pecho. Bruno llevaba un traje gris impecable, y su expresión se ensombreció cuando su mirada se cruzó con la del párroco e hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza. Podían empezar.
Molly se mantuvo aferrada al respaldo del banco de delante a lo largo de todo el oficio, apretando los dientes para no llorar. Cuando el funeral concluyó y los feligreses empezaron a darse la vuelta para marcharse, el equipo de megafonía emitió el No woman, no cry de Bob Marley y los potentes acordes del órgano y el hipnótico ritmo del reggae llenaron la iglesia, consiguiendo que los ojos de quienes habían mantenido la compostura se llenaran de lágrimas. Molly apretó los labios con fuerza. Recordó a Joe escuchando aquella canción en el coche a un volumen tan alto que se sentía el resonar de los graves en el cuerpo, cosechando miradas de desaprobación mientras circulaban por las calles de Mariscombe.
Molly no tuvo el privilegio de enjugarse las lágrimas. No llegó a llorar, porque de todas las emociones que se agitaban en su interior, no fue la tristeza la que ganó la batalla. De hecho ocupaba el tercer lugar, después del sentimiento de culpa y de la rabia. Joe había jugado con su corazón, la había engañado, y Molly lo había castigado con la única arma de la que disponía. Por lo visto, la tristeza que lo invadía en ocasiones, su desánimo, el desdén que sentía por sí mismo y su necesidad de huida eran más profundos de lo que MolIy había pensado. Lo había empujado al abismo…, literalmente.
Salió de la iglesia con el resto de los asistentes. El entierro estaba reservado a las personas de la familia.
«¡Pero yo soy de la familia! —quiso gritar Molly—. Llevo a su hijo en el vientre. ¡A vuestro nieto!».
Estaba de pie en la acera, rodeada de grupitos de gente, sin saber qué haría a continuación. Los que no se habían visto durante el funeral se abrazaban sin decir palabra. Los jóvenes empezaron a bajar al pueblo, de camino al Jolly Roger, donde iba a celebrarse un recordatorio informal. Molly se quedó plantada en la acera, incapaz de decidir qué hacer. No podía ir a llorar a Joe con sus amigotes; no podía sentarse con ellos cuando cantaran su canción favorita y bebieran en su honor.
Había aguantado la ceremonia con estoicismo, esforzándose para no venirse abajo, porque sabía que si se ponía en evidencia se desvelaría su secreto y su vida no sería la misma, dejaría de ser dueña de su destino. Además, los padres y el hermano de Joe se estaban comportando con mucha dignidad. Y Tamara también… Molly no tenía nada contra ella. No era culpa suya que Joe fuera un falso. Además, por lo que había visto, en el funeral había un montón de chicas con el corazón roto.
Sin embargo, aunque no dejaba de repetirse que Joe se había portado mal y era un irresponsable y un cobarde, no podía olvidar los sentimientos que le había inspirado. Revivía todo el tiempo la intimidad que habían compartido, su irresistible encanto. Mientras veía dispersarse a la multitud y alejarse colina abajo el coche fúnebre ya vacío, tuvo una súbita certeza y sintió que la angustia de los últimos días se disipaba. No podía deshacerse del bebé. Era la única conexión que Joe tenía con el mundo. Era su legado, un recuerdo viviente del amor que había sentido Molly. Aunque Joe la había tratado mal, nunca olvidaría la sensación de estar en sus brazos, la forma en que la miraba cuando hacían el amor, cómo la contemplaba de repente y le pasaba las manos por el pelo y la besaba como si ella fuera la única razón de su existencia.
Su familia no hizo muchas preguntas cuando su estado se hizo visible. Molly dijo que el padre era alguien que se había alojado en el camping y lo aceptaron sin más. Después de todo, el sexo ocasional seguido de embarazo era bastante habitual en su entorno, aunque su madre le dijo que era una locura no librarse del niño.
—No cometas el mismo error que cometí yo —observó hoscamente—. Te arruinará la vida.
«Muchas gracias», pensó tristemente Molly, aunque nunca se había hecho la ilusión de que su madre se alegrara de haber tenido hijos.
El único comentario de Siobhan fue que ahora podría tener un piso para ella. Y así fue, pero no porque le adjudicaran uno en el ayuntamiento. Ese no era el estilo de Molly. Prefirió buscar un sitio por su cuenta. Había conseguido ahorrar una buena cantidad gracias a su trabajo, lo suficiente para pagar una fianza y el alquiler de los primeros meses, y en Tawcombe había muchas casas disponibles; al fin y al cabo, no era un destino muy solicitado. Lo que encontró no era más que un cuarto en un edificio victoriano, en una sórdida calle cercana al puerto. El edificio estaba muy destartalado y los demás inquilinos vivían de los subsidios oficiales, pero era su casa, y había alquilado una de las habitaciones más grandes, en la parte que daba a la calle… La cocina y el baño eran compartidos, pero al menos tenía un lavamanos en el cuarto y podía prepararse una taza de té.
En el trabajo nadie se fijó en el embarazo, porque en los primeros meses no se le notaba apenas y el uniforme holgado disimulaba el bulto. Trabajó hasta finales de octubre, momento en que empezaba la temporada invernal y el camping cerraba, y luego estuvo en un supermercado de Tawcombe hasta dos semanas antes de la fecha prevista para el parto, con la tripa encajada detrás de la caja registradora.
El día en que dio a luz entró sola en el hospital. Las comadronas fueron muy amables, no le hicieron preguntas ni la hicieron sentirse rara. Seguramente estaban acostumbradas a ver a chicas solteras abandonadas por el tío que las había dejado preñadas. El bebé era un varón, cosa que Molly ya presentía. Lo llamó Alfie porque una tarde Joe y ella habían estado viendo una copia del vídeo en una de las caravanas, y él había reído, asegurando que podría interpretar el papel protagonista mejor que Jude Law. Molly le había dado la razón. Estaba convencida de que había sido aquella tarde cuando se había quedado embarazada, porque se había sentido muy feliz.
Le dieron una cama al final de la sección, para que quedase protegida de miradas indiscretas y no tuviera que ver a los orgullosos padres que acunaban a sus recién nacidos, y siempre le dejaban las cortinas corridas. Era un mundo nuevo y extraño con aquellas luces fluorescentes y aquellas bandejas de comida a horas regulares. Lo único que no era capaz de engullir era el zumo de naranja que le traían en un vasito de plástico con tapa metálica: era imposible beberlo sin escupir la mitad.
—Tienes que comer, corazón. Sobre todo si vas a darle de mamar.
Pero Molly no quería darle de mamar. El bebé le recordaba demasiado a Joe. Después de un intento inicial, a pesar de las protestas de la enfermera, quien aseguró que lo estaba haciendo muy bien, Molly decidió alimentar al niño con biberón.
—Quiero salir de aquí —dijo a la enfermera que había ido a ayudarla.
—Te conviene quedarte un par de días más, corazón. Intenta dormir un rato.
Pero Molly estaba impaciente por escapar.
El único consuelo era que volvía a caber en los vaqueros. Casi no había ganado peso. Todo era Alfie y agua. Notaba la piel un poco flácida en la tripa, pero todo volvió a su lugar cuando subió la cremallera.
—¡Pero fíjate! —exclamó la enfermera, admirada—. Estás delgadita, delgadita. ¿Cómo vas a ir a tu casa?
—En taxi.
La enfermera frunció el ceño.
—No tienes asiento de bebé.
—No hace falta —dijo Molly—. Ya no volveremos a ir en coche.
—En teoría no puedo dejarte marchar si no tienes asiento de bebé.
Molly la miró impasible.
—Pues yo no pienso seguir más tiempo aquí.
La enfermera arrugó la frente, preocupada.
—¿Podrás arreglártelas sola, corazón?
Molly se encogió de hombros. Ojalá le hubiera tocado una de las enfermeras antipáticas, que por lo visto no tenían ni una pizca de compasión… Molly no podía entender por qué elegían una profesión que implicaba cuidar al prójimo, ya que no parecían muy dispuestas a cuidar a nadie. La chica que se encargaba de ella, en cambio, terminaría haciéndola llorar si no dejaba de ser amable. Porque Molly sabía que a partir de ahí ya no habría más amabilidad.
Todo fue muy duro. Pero Molly no era la única que había pasado por eso, como descubrió cuando empezó a ir a los cursos para madres. Había chicas más jóvenes que ella y que ya andaban por el segundo o tercer hijo, aunque Molly descubrió que tenía poco en común con ellas, que sólo pensaban en fumar y charlar. Sin embargo, enseguida entabló amistad con una mujer de más edad llamada Skyla. Skyla era diez años mayor que ella, tenía ya tres niños y era la persona más relajada que Molly había conocido nunca. Era un poco hippy, llevaba el pelo trenzado y teñido de rosa, vestidos multicolores y un piercing en la ceja, pero la envolvía un aura de contagiosa serenidad. Skyla logró infundir en Molly la fortaleza necesaria para adaptarse a la situación y le dio muchísimos consejos para tratar a Alfie en los primeros días. No parecía inquietarse por nada y era obvio que adoraba a sus hijos, lo cual era más de lo que se podía decir de cualquier otra de las asistentes a los cursillos. Skyla tenía una casita de pescadores pintada de colores alegres, con dibujos en todas las paredes, y los niños dormían todos juntos sobre un gran colchón, en el suelo de la habitación de la madre. Y ella siempre parecía tener tiempo para ellos; siempre estaban pintando con los dedos, preparando galletitas de avena o construyendo terrarios, y entretanto el recién nacido estaba enchufado a la teta. A Molly le encantaba estar allí y pasaba más tiempo con Skyla que en su propia casa. Se propuso que algún día tendría un sitio como aquel, un lugar que olería a canela y a velas perfumadas y estaría lleno de música y de risas y no tendría televisor. Era un refugio, un espacio de tranquilidad, muy alejado de la cruda realidad de su sórdido cuarto y su egoísta familia, que nunca le demostraba ni una pizca del afecto que le daba Skyla. Entretanto se había enamorado por completo del bebé. Podía estar horas contemplándolo, con la manita enroscada a uno de sus dedos, incapaz de decir qué le gustaba más de él: los labios en forma de corazón, las cejas pronunciadas, las orejitas nacaradas, la pelusilla oscura de la cabeza. A veces se le venía el mundo encima y le entraban ganas de llorar porque el niño se merecía una vida mejor de la que ella podía ofrecerle. Pero tenía que ser fuerte. No había alternativa.
Cuando Alfie cumplió los seis meses, Molly comprendió que tenía que buscar trabajo. No podía vivir con el pequeño subsidio que les daban. Hizo un trato con Skyla: Molly cuidaría de sus niños mientras ella iba a hacer masajes de aroma terapia al centro de medicina natural, y Skyla cuidaría de Alfie mientras Molly salía a trabajar.
A su pesar tuvo que volver a Mariscombe, ya que encontró trabajo de doncella precisamente en el hotel Mariscombe. Pagaban una libra más por hora que en cualquiera de los hoteles y pensiones cutres de Tawcombe, y por lo menos trabajaría en un entorno agradable. Además, en cierto modo se sentía más cerca de Joe. Sabía que el hotel era propiedad de su hermano y le pareció que había cierta justicia en el hecho de que los Thorne contribuyeran indirectamente a la crianza de aquel niño cuya existencia ignoraban.
Durante más de un año consiguió salir adelante. Era agotador, porque cuando no estaba trabajando estaba cuidando de los niños de Skyla, que eran monísimos pero muy traviesos. Sin embargo, el dinero extra le permitía comprar cosas para Alfie que de otro modo no habría podido obtener y la vida se volvía un poco más cómoda. Además, le gustaba su trabajo. Como le había sucedido en el camping, entre el personal del hotel reinaba un ambiente de camaradería. Y aunque no se iba de copas con ellos porque siempre tenía que volver corriendo a casa, lo pasaba bien compartiendo unas galletas de chocolate en el cuarto de descanso y escuchando los detalles tórridos de sus vidas privadas. Se burlaban de ella porque no contaba nada. Pensaban que salía con un hombre casado y ella dejó que lo creyeran; era mucho más fácil que insinuar la verdad. Claro que a esas alturas nadie habría podido adivinarlo. Joe llevaba muerto casi dos años; se había convertido en un recuerdo, casi una leyenda. Aun así, Molly no quería arriesgarse a que alguien sacara conclusiones.
Unas semanas antes había cometido una indiscreción. Era un bonito día de primavera, tenía que cuidar toda la tarde a los críos de Skyla y se le ocurrió llevarlos a la playa. ¿Por qué Alfie tenía que privarse de los placeres del mar por sus orígenes oscuros, de los que el niño no tenía ninguna culpa? Molly preparó una pila de sándwiches de huevo duro y metió a todos los críos en el autobús, cargados con cubos, palas, balones y bañadores. Alfie lo pasó en grande, cavando agujeros en la arena como si quisiera ganar un concurso y chapoteando en la orilla. Cuando sucedió lo inevitable y apareció un grupito de compañeros del hotel, Molly, con el corazón en un puño, les dijo que estaba cuidando a los hijos de una amiga. Alfie se levantó titubeante, canturreó «mami, mami» y ella lo alzó en el aire, riendo.
—«Molly» —le ordenó—. Di «Molly», «Molly», «Molly», «Molly»…
Hannah fue la única que la miró con extrañeza. De entre todos los compañeros del hotel, Hannah era la que mejor le caía. Le había confiado su deseo de operarse la nariz, y a veces Molly se sentía culpable de no corresponderle con la misma sinceridad. ¿Habría sospechado algo? Molly reunió rápidamente a los niños y recogió las cosas. No sabía si alguno terminaría diciendo algo.
Más tarde, cuando el autobús recorría la carretera de vuelta a Tawcombe, Molly decidió que no volvería a ir nunca a la playa con Alfie porque no sabía qué podía suceder. Esta vez no había podido evitar el impulso. Odiaba vivir en aquel exilio, aunque fuera un exilio auto impuesto. Había empezado a pensar que Alfie se merecía, si no los derechos de primogenitura, sí al menos el placer de disfrutar del lugar donde había sido concebido. Molly detestaba cada vez más que su hijo tuviera que criarse en Tawcombe, en un mundo reducido a un piso cutre y a unas pocas tiendas horrorosas, aparte de los momentos de paz en la casita de Skyla.
Y ahora iban a perder incluso eso. La semana anterior Skyla había anunciado que pensaba viajar por todo el país durante el verano dando masajes en los festivales de música alternativa, por lo que no estaría en el pueblo para ayudarla. Lo lamentaba mucho; incluso intentó convencer a Molly para que la acompañara, pero ella no se sentía con ánimos para dejar su casa y pasarse tres meses viviendo en una tienda de campaña. Además no podía ganar dinero en un festival… ¿qué podía ofrecer a aquella panda de hippies colocados? Tenía que quedarse donde estaba.
Cada vez se sentía más apartada de su familia. Su madre era insensible y egoísta. Su hermana Siobhan era un poco más compasiva, pero se había juntado con un grupo que sólo se interesaba por el alcohol, las drogas y las motos y Molly no se fiaba de ella. Sin embargo, tenía que contar con ella si quería conservar el trabajo. Se acercaba la temporada alta, y si empezaba a faltar en el hotel, la echarían.
Por otra parte, Bruno había vuelto, lo cual, no sabía muy bien por qué, la ponía nerviosa. En realidad, Bruno no tenía ni idea de quién era ella. Aquella mañana, cuando le había ofrecido el trabajo, Molly sintió fugazmente la tentación de revelarle su secreto. Había algo en él que le inspiraba una confianza instintiva, ella estaba cansada, muy cansada, y la vida que llevaba Alfie no era ni de lejos la que hubiera querido darle. No obstante, sabía que si revelaba la verdad desencadenaría una tormenta. Tendría que soportar un montón de acusaciones y críticas. Y de todos modos, ¿cómo podía demostrar que Joe era el padre? Pensarían que quería timarlos, arrebatarles su dinero.
Por primera vez en su vida, Molly empezaba a advertir la crudeza de su situación. La oferta de trabajo que le había hecho Bruno solo servía para empeorar las cosas. Alfie y ella no tenían escapatoria. Ninguna en absoluto.