27
EN verano Iván Grigórievich partió hacia la ciudad costera donde, al pie de la verde montaña, estaba la casa de su padre.
El tren corría junto a la orilla, y durante una breve parada Iván Grigórievich bajó del vagón para mirar el agua verde y negra en continuo movimiento, que olía a frescor salado.
El mar y el viento existían cuando el juez instructor lo había convocado para el interrogatorio nocturno, cuando cavaban la fosa para un zek muerto durante el viaje de deportación, y cuando los perros policía ladraban bajo las ventanas del barracón y la nieve crujía bajo los pies de los guardias del campo.
El mar es eterno, y aquella eterna libertad suya a Iván Grigórievich se le antojaba bastante similar a la indiferencia. Al mar le daba lo mismo Iván Grigórievich cuando la vida de éste transcurría mucho más allá del círculo polar, y a su retumbante y revoltosa libertad le daría exactamente lo mismo el día que él dejara de vivir. Y pensó: «Esto no es la libertad, es un simple espacio astronómico que ha venido a la Tierra, un fragmento de eternidad, móvil e indiferente».
El mar no es la libertad. Es su imagen, su símbolo. ¡Qué hermosa es la libertad si basta con evocarla para que su imagen llene de felicidad al hombre!
Pasó la noche en la estación y por la mañana temprano se dirigió a la casa. En el cielo sin nubles se levantaba un sol otoñal que no se distinguía en nada de un sol de primavera.
Caminaba en una quietud solitaria y somnolienta. Sentía tal confusión que le parecía que su corazón, que lo había soportado todo, esta vez no resistiría. En aquellos minutos el mundo se había vuelto divinamente inmóvil; el dulce santuario de su infancia permanecía eterno, inmutable. En otro tiempo sus pies habían pisado aquellos guijarros frescos, sus ojos de niño habían escudriñado aquellas montañas redondeadas, tocadas por la rojiza herrumbre otoñal. Oyó a lo lejos el rumor del riachuelo que corría hacia el mar en medio de los desechos de la ciudad: cortezas de sandía y mazorcas de maíz roídas.
Un viejo abjasio, vestido con una camisa negra de satén ceñida con un cinturón fino de piel, pasó por la calle en dirección al mercado, llevando una cesta de castañas.
Tal vez de niño Iván Grigórievich hubiese comprado higos y castañas a ese viejo de cabellos blancos, inmutable, atemporal. Y había el mismo viento matinal del sur, entre fresco y cálido, que olía a mar, y el cielo de la montaña, y el olor casero del ajo y de las rosas. Había las mismas casitas con los postigos cerrados, con las cortinas bajadas. Y había los mismos niños que cuarenta años atrás, niños que no habían crecido, y había los mismos viejos, viejos que no se habían ido a la tumba, que dormían detrás de los postigos cerrados.
Salió a la carretera y comenzó a subir por la montaña. El arroyo susurraba. Iván Grigórievich recordó su voz.
Nunca había visto su vida en toda su totalidad y he aquí que ahora se le había aparecido. Y viéndola no sintió rencor hacia la gente.
Todos —aquellos que le llevaron al despacho del juez instructor, empujándole con la culata del fusil; aquellos que no le dejaron dormir durante los interrogatorios, aquellos que cometieron la vileza de denunciarle en las asambleas del Partido, aquellos que habían renegado de él, aquellos que le robaron la ración de pan, aquellos que le habían pegado—, todos ellos, en su debilidad, en su brutalidad, crudeza, maldad, habían hecho el mal sin querer hacerle el mal.
Habían traicionado, calumniado, renegado porque, de no haberlo hecho, no habrían sobrevivido, estarían muertos. Pero con todo, eran hombres. ¿Acaso esa gente quería que él, viejo, solo, sin amor, volviese a su casa abandonada?
Esos hombres no deseaban el mal a nadie, pero habían hecho el mal durante toda su vida.
Y sin embargo esos hombres eran hombres. Y lo sorprendente, lo maravilloso es que, lo quisieran o no, ellos no habían dejado que la libertad muriese; incluso los más terribles la habían custodiado en sus horribles, deformes, pero siempre humanas almas.
En cuanto a él, no había logrado nada en la vida. No había escrito un libro, no había pintado un cuadro, no había hecho ningún descubrimiento. No había fundado una escuela ni un partido. No tenía discípulos.
¿Por qué había sido tan dura su vida? No había predicado, no había enseñado; había seguido siendo lo que era desde su nacimiento: un hombre.
La ladera de la montaña pareció abrirse, más allá del desfiladero comenzaron a vislumbrarse las copas de los robles. De niño se adentraba en la penumbra del bosque, examinaba las huellas de la desaparecida vida de los circasianos: los árboles de los huertos que se habían vuelto salvajes, los vestigios de las vallas alrededor de las viviendas.
Tal vez su hogar estuviese allí, idéntico, tan inmutable como inmutables le habían parecido las calles y el arroyo.
Quedaba el último recodo del camino. Por un momento fue como si una luz nunca vista antes, increíblemente viva, inundase la tierra. Unos pasos más aún y en aquella luz vería su casa, y su madre se acercaría a él, hijo pródigo, y él se arrodillaría ante ella, y las jóvenes y bellas manos de ella se posarían sobre su cabeza calva y cana.
Vio los matorrales, los lúpulos. Ni casa, ni pozo: sólo algunas piedras blancas, dispersas en medio de la hierba polvorienta, quemada por el sol.
Permaneció allí, de pie: canoso, encorvado y aun así el mismo de antes, inalterable.
1955-1963