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IVÁN Grigórievich pasó tres días en Leningrado. Se acercó dos veces a la universidad y fue a Ojta, al instituto politécnico. Buscaba las calles y las casas donde vivían sus conocidos, pero no las encontraba porque habían sido destruidas durante el sitio de Leningrado. Y a veces, cuando sí lograba dar con una calle o una casa, no encontraba ningún apellido conocido en los tablones negros con los nombres de los inquilinos que colgaban de las puertas.
Andando por aquellos lugares familiares, a veces estaba tranquilo y distraído: se sentía rodeado de sus compañeros de la cárcel, de las conversaciones de los campos; otras, sin embargo, asaltado por recuerdos de juventud, se paraba frente a una casa conocida, se demoraba en un cruce que había reconocido. Fue al Museo del Hermitage y lo abandonó lleno de aburrimiento y de frío. ¿Era posible que los cuadros hubieran seguido siendo tan bellos durante todos aquellos años, mientras él se transformaba en un viejo presidiario? ¿Por qué no habían cambiado, por qué no habían envejecido los rostros de las divinas madonas y el llanto no había cegado sus ojos? ¿Era posible que de aquella eternidad, de aquella inmutabilidad, no derivara su fuerza sino su debilidad? ¿Era así como el arte traicionaba al hombre que lo había creado?
En una ocasión, un recuerdo fortuito e insignificante irrumpió en su mente con una fuerza particular: había ayudado a una mujer vieja y coja a subir una cesta al tercer piso, después bajó corriendo la escalera oscura y al emerger de la penumbra a la luz del día, de repente lanzó un grito de felicidad: era primavera, el sol de marzo, los charcos…
Se acercó hasta la casa donde vivía Ania Zamkovskaya y le pareció increíble volver a ver las ventanas altas, el revestimiento de granito de las paredes, el mármol de los peldaños que blanqueaba en la oscuridad, la red metálica alrededor del ascensor… ¡Cuántas veces se había acordado de aquella casa! Acompañaba a Ania después de sus paseos nocturnos y se quedaba allí parado, debajo de su ventana, hasta que se encendía la luz. Ella le decía: «Aunque volvieses de la guerra ciego o mutilado, sería feliz por tu amor».
Iván Grigórievich vio flores en la ventana entreabierta. Permaneció un rato al lado de la puerta, después siguió su camino. No le dio un vuelco el corazón: allá, cuando estaba detrás de la alambrada, esa mujer que creía muerta estaba más cerca de su alma que hoy, cuando se había detenido bajo su ventana.
Reconocía y no reconocía la ciudad; le parecía que muchas cosas apenas habían cambiado, como si Iván Grigórievich hubiera pasado por aquellas calles sólo unas horas antes. Pero también había muchas casas y calles nuevas. Y en el lugar de lo que había desaparecido, no había aparecido nada nuevo.
Iván Grigórievich no comprendía que no sólo la ciudad había cambiado, también había cambiado él. Iván Grigórievich —sus intereses, su mirada escrutadora— se había convertido en otro.
Ahora veía en aquella ciudad lo que antes no había visto, como si su vida se hubiera mudado de un piso a otro. Sus ojos descubrían mercados callejeros, comisarías de policía, oficinas de pasaporte, tabernas, agencias de empleo, tablones con ofertas de trabajo, hospitales, salas para viajeros en tránsito… Y el mundo que él había conocido —el de las carteleras teatrales, salas de conciertos, librerías de viejo, estadios, anfiteatros universitarios, salas de lectura y de exposiciones— había desaparecido en la cuarta dimensión.
Para un enfermo crónico, en la ciudad sólo existen las farmacias y los hospitales, los ambulatorios y las comisiones de peritaje médico. Para un borracho, la ciudad está hecha de medios litros de vodka para compartir entre tres. Y para un enamorado, la ciudad se compone de las agujas de los relojes de la calle que marcan la hora de las citas, de los bancos en las avenidas, de las monedas de dos kopeks para el teléfono público.
En aquellas calles hubo un tiempo en que había gente conocida por doquier; ventanas de amigos que se iluminaban por las noches. Ahora, en cambio, desde los catres de los campos le sonreían ojos conocidos, y pálidos labios le susurraban:
—Iván Grigórievich, ¡saludos!
Allí, en aquella ciudad, hubo un tiempo en que conocía de vista a los vendedores de libros y a los dependientes de las tiendas de comestibles, a los mozos de los quioscos, a las vendedoras de cigarrillos.
En Vorkutá una vez se le había acercado un vigilante del campo y le había dicho:
—Yo te conozco, estabas en la prisión de tránsito de Omsk.
Hoy, entre el gentío de miles de personas de Leningrado, no había visto ni una cara conocida y sentía que no tenía nada en común con todos aquellos desconocidos. En la vasta tipología de caras se había producido un gran cambio.
Las relaciones, visibles e invisibles, habían desaparecido, se habían hecho jirones; las había desgarrado el tiempo, las deportaciones masivas tras el asesinato de Kírov, las habían sepultado las tormentas, la nieve y el polvo de Kazajstán, las hambrunas durante el sitio de Leningrado: ya no existían. Caminaba solo, era un extraño…
El movimiento en masa de millones de personas había hecho que las calles de Leningrado se atestaran de gente de provincias, de ojos claros y pómulos prominentes, mientras que en los barracones del campo Iván Grigórievich a menudo se había encontrado con tristes petersburgueses cuyo origen aristocrático se adivinaba por su modo de pronunciar la erre.
La avenida Nevski y la ordinariez de las cabañas del campo habían ido una al encuentro de la otra, mezclándose no sólo en los autobuses y en los apartamentos, sino también en las páginas de los libros y las revistas, en las salas de conferencias de los institutos científicos.
Iván Grigórievich había percibido el espíritu cuartelario de los campos fuera del campo: mirando por las ventanas de las comisarías de Leningrado, sentado a la opulenta mesa escuchando los discursos de su primo, observando el letrero de la oficina de pasaportes. Le parecía que las alambradas ni siquiera eran necesarias y que, fuera o dentro de ellas, la vida, en esencia, era la misma.
La enorme caldera, envuelta en humo y llamas, bullía, gorgoteaba, gemía caóticamente, y muchos pensaban, cada uno por su cuenta, que eran los únicos que entendían la ley de ebullición de aquella enorme caldera, los únicos que sabían cómo se cocinaban las gachas y quién iba a comérselas.
Iván Grigórievich se encontró de nuevo, con sus botas de soldado, ante el jinete descalzo como un dios con su corona de laurel. Treinta años antes, cuando era joven, había pasado por allí, y el broncíneo Pedro estaba lleno de vigor. Finalmente Iván Grigórievich se había encontrado con un conocido.
Le pareció que no hacía treinta años ni ciento treinta desde que Pushkin había llevado al héroe de su poema a aquella plaza; el divino Pedro nunca había sido tan grande como hoy. No había en el mundo una fuerza más poderosa que la que él había captado y expresado: la fuerza majestuosa de un Estado excelso. Ésta crecía, se levantaba, reinaba sobre los campos, sobre las fábricas, sobre los escritorios de los poetas y los científicos, sobre las construcciones de los canales y las presas, sobre las canteras, los aserraderos y los astilleros, capaz, en su potencia, de apoderarse también de la vastedad de los espacios y de las arcanas profundidades del corazón del hombre que, fascinado, le entrega el don de la libertad, el deseo mismo de libertad.
—Sankt-Petersburg, sanpropusnik[12] —se repetía Iván Grigórievich.
Aquellas palabras se habían cruzado absurdamente entre sí, expresando la relación entre el gran jinete y el hombre andrajoso salido del campo.
Iván Grigórievich pernoctó en la estación, en la sala para los pasajeros en tránsito. Durante el día no había gastado más de un rublo y medio o dos, y no tenía prisa en dejar Leningrado.
El tercer día se encontró con un buen conocido del que se había acordado a menudo cuando estaba en los campos.
Se reconocieron enseguida, si bien el Iván Grigórievich actual no se parecía en nada al estudiante universitario de tercer curso, y el Vitali Antónovich Pineguin que se había encontrado, con impermeable gris y sombrero de fieltro, no se parecía al joven que en otro tiempo llevaba una chaqueta de estudiante gastada.
Al percibir el estupor en la cara de Pineguin, Iván Grigórievich dijo:
—Veo que ya me dabas por muerto.
Pineguin se quedó desconcertado.
—Hace unos diez años se decía que…
Con sus ojos vivos y penetrantes, escrutaba la mirada de Iván Grigórievich.
—No te preocupes —dijo Iván Grigórievich—, no he vuelto del otro mundo ni soy un fugitivo, lo que sería aún peor. Tengo pasaporte y todo lo demás, igual que tú.
Esas palabras indignaron a Pineguin.
—Cuando me encuentro con un viejo amigo, no me intereso por su pasaporte.
Había llegado muy alto pero, en el fondo, continuaba siendo un buen tipo.
Hablase de lo que hablase —de sus hijos, de «lo mucho que has cambiado, pero igualmente te he reconocido al instante»—, sus ojos seguían a Iván Grigórievich, ávidos y fascinados.
—Bueno, eso es todo, en pocas palabras… —dijo Pineguin—. ¿Y tú, qué me cuentas?
Iván Grigórievich pensó para sus adentros: «Sería mejor que tú me contaras algo más…».
Por un instante Pineguin se quedó helado, casi como si le hubiese leído el pensamiento.
—No sé nada de ti —dijo Pineguin.
Y de nuevo la espera, como si Iván Grigórievich fuera a responderle: «Bien que hablaste de mí cuando lo creíste oportuno. ¿Qué quieres que te cuente, ahora?».
Pero Iván Grigórievich guardó silencio e hizo un gesto de indiferencia con la mano.
Y de repente Pineguin lo comprendió: Vánechka, el pobre diablo, no sabía nada y no podía saber nada. Los nervios, los nervios… ¿Por qué diantres había escogido aquel día para llevar el coche al mecánico? Hacía poco que se había acordado de Iván y se había preguntado qué pasaría si un día alguien de su familia intentaba que le rehabilitaran póstumamente: ¡lo pasarían de la categoría de almas muertas a la de almas vivas! Y de repente, a plena luz de día, ahí estaba Iván, Vánechka. Había purgado treinta años y seguramente ahora tendría en el bolsillo un trozo de papel, que diría: «Absuelto por falta de pruebas».
Miró a los ojos de Iván Grigórievich de nuevo y acabó convenciéndose por completo de que no sabía nada. Se avergonzó de los latidos violentos de su corazón, del sudor frío; por poco no se había puesto allí mismo a lloriquear, a lamentarse.
Y la certeza de que Iván no le escupiría en la cara ni le pediría explicaciones por su comportamiento iluminó a Pineguin. Y con una especie de gratitud que a él mismo le resultaba confusa, dijo:
—Escucha, Iván, te hablaré sin rodeos, como los obreros, ya sabes que mi padre era herrero: ¿necesitas dinero? Créeme, te lo digo de corazón, como un amigo…
Sin reproche, con una curiosidad viva y triste, Iván Grigórievich miró a los ojos de Pineguin, y a Pineguin le pareció por un segundo —sólo por un segundo o tal vez dos— que le habría dado las condecoraciones, la dacha, la autoridad, el poder, su hermosa mujer y sus prometedores hijos que estudiaban física nuclear, todo, se lo habría dado todo para no sentir el peso de su mirada.
—Bueno, que te vaya bien, Pineguin —dijo Iván Grigórievich.
Y se dirigió a la estación.