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DESPUÉS de la muerte de Stalin, la obra de Stalin no murió, de la misma manera que no había muerto, en su momento, la obra de Lenin.

El Estado sin libertad construido por Stalin aún vive. La potencia de la industria, de las fuerzas armadas, de los órganos represivos todavía está en manos del Partido. La ausencia de libertad impera, como antes, de mar a mar. La ley del teatro no ha sufrido el más mínimo tambaleo, lo invade todo: el sistema electoral funciona del mismo modo, los sindicatos obreros siguen encadenados como esclavos; los campesinos están privados de libertad y de pasaporte interno, la intelligentsia del gran país trabaja, hace ruido, zumba diligentemente en las antesalas del poder. El Estado se gobierna apretando un botón, y el poder de la persona que presiona el botón es ilimitado.

Pero, naturalmente, han cambiado muchas cosas. No podían no cambiar, era inevitable.

El Estado sin libertad ha entrado en su tercera fase: Lenin lo fundó, Stalin lo construyó y ahora, en la tercera fase, se ha puesto en marcha, como dicen los constructores.

Muchas cosas que eran necesarias durante la fase de construcción se han vuelto inútiles. Ha pasado el tiempo en que lo más importante era demoler las casas viejas y pequeñas que se encontraban en un solar y en que se expulsaba, trasplantaba, exterminaba a los habitantes de las villas en ruinas, de las casitas, casuchas y casonas abandonadas.

Nuevos inquilinos pueblan ahora el rascacielos que las sustituye. Cierto, quedan muchas cosas por acabar, pero no es necesario recurrir continuamente a los métodos destructivos del anterior jefe de obra, el viejo dueño.

Los cimientos del rascacielos —la ausencia de libertad— son, como antes, inquebrantables.

¿Qué ocurrirá más adelante? ¿Los cimientos son verdaderamente inquebrantables? ¿Tiene razón Hegel? ¿De veras todo lo que es real es racional? ¿Es real lo inhumano? ¿Es racional?

La fuerza de la revolución popular, iniciada en febrero de 1917, era tan grande que ni siquiera el Estado dictatorial logró sofocarla. Y mientras el Estado seguía su curso implacable, según las leyes del crecimiento y la acumulación, llevaba en las entrañas, sin saberlo siquiera, la libertad.

En la oscuridad más profunda, en hondo secreto, la libertad se iba realizando, mientras que en la superficie de la tierra corría rápidamente un río, llevándose todo cuanto encontraba a su paso. El nuevo Estado nacional, propietario de todos los tesoros, tesoros incalculables —fábricas, plantas industriales, centrales atómicas, todas las tierras—, indiscutible señor de toda criatura viviente, celebra la victoria. Parecía que la Revolución se hubiese llevado a cabo por él, por su poder, que debía durar miles de años, por su triunfo. Pero el señor y el patrón de medio mundo no era sólo el sepulturero de la libertad.

La libertad se iba realizando a despecho del genio de Lenin, creador inspirado del nuevo mundo; se iba realizando porque los seres humanos continuaban siendo seres humanos.

Los hombres que hicieron la Revolución de Febrero de 1917, los hombres que construyeron por indicación del nuevo Estado los rascacielos, las fábricas y las pilas atómicas, no tenían otro objetivo que la libertad. Porque al crear el nuevo mundo, el ser humano seguía siendo ser humano.

Iván Grigórievich sentía y comprendía todo eso, a veces claramente, otras de manera confusa.

Por enormes que sean los rascacielos y potentes los cañones, por ilimitado que sea el poder del Estado e imponentes los imperios, todo eso no es más que humo y niebla que desaparecerá. Lo que permanece, se desarrolla y vive es sólo una verdadera fuerza, que consiste en una sola cosa: la libertad. Vivir significa ser un hombre libre. No todo lo real es racional. Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil.

A Iván Grigórievich no le sorprendía que la palabra «libertad» estuviese en sus labios cuando, de estudiante, fue a parar a Siberia, que la palabra viviese en él y que ahora tampoco hubiese desaparecido de su cabeza.