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EL tren procedente de Jabarovsk llegaba a Moscú a las nueve de la mañana. Un joven en pijama se rascó la cabeza desgreñada y miró por la ventanilla la penumbra de la mañana otoñal. Luego, bostezando, se dirigió a las personas que hacían cola en el pasillo con toallas y jaboneras en la mano.
—Ciudadanos, ¿quién es el último?
Detrás del tipo que sostenía un tubo de dentífrico retorcido y un trozo de jabón envuelto en papel de periódico, le explicaron, iba una mujer corpulenta que se había ausentado momentáneamente de la cola.
—¿Por qué hay sólo un baño abierto? —preguntó el joven—. Nos acercamos al final del trayecto, a la capital, pero los encargados de los vagones sólo se ocupan de intercambiar mercancías; no tienen tiempo para atender a los pasajeros como es debido.
Al cabo de unos minutos apareció la mujer corpulenta que vestía una bata, y el joven le dijo:
—Ciudadana, voy detrás de usted. Mientras tanto me vuelvo a mi compartimento, así no doy vueltas por el pasillo.
Una vez allí, el joven abrió una maleta anaranjada y admiró su contenido.
Uno de sus compañeros de compartimento, de nuca gorda e hinchada, roncaba; otro, un joven calvo de tez sonrosada, ordenaba los papeles de su portafolio, y el tercero, un viejo enjuto con la cabeza apoyada en sus puños ennegrecidos, miraba por la ventanilla.
El joven le preguntó al pasajero de tez sonrosada:
—¿No va a leer más? Tengo que meter el libro en la maleta.
Deseaba que aquel hombre admirara su maleta y lo que había en su interior: camisas de viscosa, un Diccionario abreviado de filosofía, un traje de baño y unas gafas de sol con la montura blanca. En un rincón, envueltas en un periódico de provincias, tenía unas galletas grises, caseras, como las que hacen los campesinos.
El pasajero le respondió:
—¡Cómo no, aquí tiene! Ese libro, Eugenia Grandet, lo leí el año pasado en un balneario.
—Una obrita admirable, huelga decirlo —dijo el joven, y metió el libro en la maleta.
Se habían pasado el viaje jugando a las cartas, bebiendo, comiendo, hablando acerca de películas, discos, mobiliario, los balnearios de Sochi, la agricultura socialista, qué equipo de fútbol tenía la mejor línea ofensiva, si el Dinamo o el Spartak…
El calvo sonrosado trabajaba en una ciudad de provincias en calidad de instructor del Consejo Central de los sindicatos de la URSS; el joven desgreñado, después de pasar sus vacaciones en el campo, volvía a Moscú, donde trabajaba como economista en el Gosplán[1] de la RSFSR[2].
El tercer viajero, que roncaba todavía en la litera de abajo, era jefe de obra en Siberia, y disgustaba a los otros dos por sus modales groseros: soltaba tacos, eructaba después de comer y, al enterarse de que uno de sus compañeros de viaje trabajaba en el Gosplán, en la sección de ciencias económicas, le preguntó:
—¿Economía política? ¿Qué es eso? ¿Tiene que ver con los koljosianos[*], que van del campo a la ciudad para comprar pan a los obreros?
Había bebido más de la cuenta en la cantina de una estación de enlace donde, en palabras propias, había corrido a fichar; y luego, durante un buen rato, había impedido coger el sueño a sus compañeros sin parar de rezongar:
—En el ramo de la construcción, si se actúa conforme a la ley, no se obtiene nada; y si quieres cumplir con el plan hay que trabajar como la vida exige: «Favor con favor se paga». En tiempos de los zares, a eso se le llamaba iniciativa privada. Nuestra versión, en cambio, es: «Deja al hombre vivir, él quiere vivir». ¡Eso sí que es economía! En mi obra, durante todo un trimestre, hasta que no llegó la nueva partida presupuestaria, mis soldadores estuvieron registrados como niñeras de un jardín de infancia. ¡La ley va contra la vida, pero la vida tiene sus exigencias! Si cumples con el plan, te conceden aumentos y primas, pero de paso también pueden endilgarte diez años. La ley va contra la vida, y la vida va contra la ley.
Los jóvenes habían permanecido callados, y cuando el jefe de obra se apaciguó —para ser más exactos, no es que se apaciguara sino que se puso a roncar ruidosamente— lo reprobaron:
—A los tipos como éste no hay que perderlos de vista. Fingen ser leales…
—Un aprovechado. Un hombre sin principios. Uno de esos judíos.
Les irritaba que aquel hombre tan vulgar, que venía de un lugar remoto, les tratara con desprecio. Unos días antes les había dicho:
—En mi obra trabajan algunos reclusos. Ellos, a los que son como ustedes, los llaman pridurki[3], pero llegará el día en que empiecen a comprender quién ha construido el comunismo, y entonces se verá que sois como la mosca que le dijo a la mula: «¡Estamos arando!».
Dicho lo cual, se fue al compartimento vecino a jugar a las cartas.
Era evidente que el cuarto viajero estaba poco acostumbrado a viajar en un vagón con asientos reservados. Había permanecido la mayor parte del tiempo sentado con las manos sobre las rodillas, como si quisiera ocultar los remiendos de sus pantalones. Las mangas de su camisa de satén negro terminaban en algún lugar entre las muñecas y los codos, y los botoncitos blancos sobre el cuello y el pecho le conferían un aspecto infantil. Había algo ridículo y conmovedor en aquella combinación de botoncitos blancos infantiles en la ropa de un hombre con las sienes canosas y los ojos atormentados.
Cuando el jefe de obra le ordenó con voz acostumbrada al mando: «Abuelo, deje libre el puesto de la mesita, que ahora voy a tomar el té», el viejo se levantó de sopetón, como acatando una orden militar; y salió al pasillo.
En su maleta de madera con la pintura desconchada llevaba, junto a la ropa blanca desgastada de tanto lavarla, una hogaza de pan que se desmigajaba. Fumaba majorka, un tabaco muy áspero y basto, y después de liarse un cigarrillo salió a fumárselo al pasillo para no molestar a los otros pasajeros con el mal olor.
Sus compañeros de viaje le ofrecían de vez en cuando embutido, y el jefe de obra, en una ocasión, le obsequió con un huevo duro y una copita de vodka.
Todos lo tuteaban, incluso los que eran el doble de jóvenes que él, y el jefe de obra no dejaba de tomarle el pelo diciendo que el «abuelo» se haría pasar por soltero en la capital y se casaría con una joven.
Un día, en el compartimento, la conversación había girado en torno a los koljoses, y el joven economista despotricó contra los campesinos holgazanes.
—Ahora lo he comprobado con mis propios ojos. Se reúnen cerca de la junta directiva del koljós y se pasan el rato rascándose la cabeza. Para empujarlos al trabajo, el presidente y los jefes de brigada sudan la gota gorda. Y luego los koljosianos se quejan de que en tiempos de Stalin no les pagaban el jornal y que ahora apenas cobran algo.
El inspector sindical, que estaba barajando concienzudamente un juego de cartas, lo apoyó:
—¿Por qué hay que pagarle a esa buena gente si no cumple con el plan de entrega? Hay que hacer que aprendan la lección… ¡así! —Y agitó su puño grande de campesino en el aire, un puño blanco porque había perdido la costumbre de trabajar en el campo.
El jefe de obra se acarició el torso robusto del que prendían condecoraciones con los lazos manchados de grasa:
—A nosotros, en el frente, no nos faltaba el pan; fue el pueblo ruso el que nos alimentó. Y nadie tuvo que enseñarle la lección.
—Es cierto —dijo el economista—. De hecho lo más importante es que somos rusos. Sí, ser ruso no es moco de pavo.
El inspector sonrió y guiñó el ojo a su compañero de viaje.
—Y quien dice ruso dice hermano mayor: primus inter pares!
—Es por eso que me hierve la sangre —dijo el joven economista—. Estamos hablando de rusos, no de miembros de minorías nacionales. Uno me espetó: «Durante cinco años hemos comido hojas de tilo, no hemos cobrado nuestros jornales desde 1947». No les gusta trabajar. No quieren entender que ahora todo depende del pueblo.
Echó un vistazo al campesino canoso que escuchaba en silencio la conversación y dijo:
—Tú, abuelo, no te enfades. Vosotros no cumplís con vuestras obligaciones laborales, y el Estado os ha dado la espalda.
—¡Qué más les da, a ellos! —dijo el jefe de obra—. No tienen la más mínima conciencia, sólo quieren comer todos los días.
Aquella conversación quedó inacabada, como la mayoría de las que se mantienen en los trenes. Un comandante de aviación cuyos dientes de oro relucían asomó la cabeza por el compartimento y les dijo a los jóvenes en tono de reproche:
—Y bien, camaradas, ¿y si nos ponemos a trabajar?
Y se fueron a acabar la partida al compartimento de al lado.
Pero llega el final del largo viaje… Los pasajeros guardan sus zapatillas en las maletas, dejan sobre las mesitas pedazos de pan seco, huesos de pollo roídos hasta quedar azulados, restos de embutido envueltos en piel que se han vuelto blanquecinos…
Las adustas mozas de los vagones ya han pasado a recoger la ropa de cama arrugada.
Pronto el pequeño mundo del vagón se dispersará. Y se olvidarán las bromas, los rostros, las risas, los destinos casualmente explicados y el dolor casualmente expresado.
La enorme ciudad, la capital del gran Estado, cada vez está más cerca. Desaparecen ya los pensamientos y las preocupaciones del viaje. Están olvidadas las conversaciones con una compañera de viaje en la plataforma del vagón, donde ante la mirada, tras los cristales sucios, pasa corriendo la gran planicie rusa y, detrás, a las espaldas, se oye el gorgoteo del agua en las cisternas.
Se disipa el mundo estrecho de los vagones surgido pocos días atrás, un mundo igual por sus leyes a todos los demás mundos creados por los hombres, que se mueven rectilíneos o curvilíneos en el espacio y el tiempo.
Grande es la fuerza de la enorme ciudad. Oprime incluso los corazones de la gente despreocupada que va a la capital de visita, para recorrer las tiendas y ver el zoológico y el planetario. Cualquiera que caiga en el campo de fuerzas en el que están extendidas las líneas invisibles de la energía viva de esta ciudad universal se siente repentinamente atenazado por la angustia, la confusión.
El economista por poco no había perdido su turno en la cola para ir al baño. Y ahí está, regresa a su asiento mientras se atusa el pelo y mira a sus compañeros de viaje.
El jefe de obra ordena las hojas de los presupuestos con los dedos temblorosos; ha bebido mucho durante el viaje.
El inspector sindical se ha puesto ya la chaqueta y guarda silencio, intimidado a medida que cae en el campo de fuerzas de las preocupaciones humanas: qué le diría la colérica y canosa vieja, encargada de supervisar a los inspectores del Consejo Central de los sindicatos de la URSS.
El tren pasa corriendo por delante de las casitas rurales de troncos y las fábricas de ladrillos, por delante de los campos de col del color del estaño, por delante de los andenes de la estación donde la lluvia nocturna ha dejado charcos sobre el asfalto gris.
En los andenes se ven sombríos habitantes de los alrededores de Moscú con impermeables de plástico sobre el abrigo. Los cables de alta tensión se curvan bajo las nubes grises. En las vías muertas están estacionados vagones de carga, grises y siniestros: «Estación Matadero, línea de circunvalación».
Y el tren retumba y corre cada vez más rápido, con una especie de alegría maliciosa. Una velocidad que aplasta, escinde el espacio y el tiempo.
El viejo sentado al lado de la mesita miraba por la ventana, con las sienes apoyadas en los puños. Muchos años antes, cuando era un joven con el pelo enmarañado, estaba sentado de la misma manera frente a la ventanilla de un vagón de tercera clase. Y aunque las personas que viajaban con él en el vagón hubieran desaparecido, y él mismo hubiese olvidado sus caras y sus palabras, sentía revivir dentro de su canosa cabeza aquello que, al parecer, ya no existía.
Y el tren había entrado ya en el cinturón verde de los alrededores de Moscú. El humo gris hecho jirones se aferraba a las ramas de los abetos y, empujado por las corrientes de aire, se derramaba sobre las vallas de las dachas. Qué familiares eran las siluetas de aquellos severos abetos nórdicos, qué extraños eran a su lado las vallas azules de estacas, los tejados puntiagudos de las dachas, los cristales abigarrados de las terrazas y los parterres cubiertos de dalias.
Y el hombre, que durante tres largas décadas no se había acordado ni una vez de que en el mundo existían lilas, pensamientos, senderos de jardín espolvoreados de arena, carritos de vendedores de agua con gas, emitió un suspiro pesado al comprobar de nuevo una vez más que la vida, sin él, había continuado, había seguido su curso.