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QUIÉN es culpable, quién responderá por ello…
Hay que reflexionar, no hay que darse prisa en contestar.
Ahí están los falsos peritajes de ingenieros y literatos, los discursos que desenmascaran a los enemigos del pueblo, ahí están las conversaciones con el corazón en la mano, las confesiones entre amigos que acabaron transformándose en denuncias e informes de chivatos, informadores, colaboradores secretos.
Las denuncias precedían a la orden de arresto, acompañaban la instrucción, influían sobre las condenas. Aquellas megatoneladas de denuncias falsas determinaban, al parecer, los nombres de las listas de kulaks[*] que era preciso expropiar, de las personas a las que se privaba del derecho al voto, de pasaporte, que había que deportar, fusilar.
En un extremo de la cadena dos hombres conversaban sentados a una mesa mientras daban sorbitos de té; más tarde, a la luz de una lámpara tamizada por una acogedora pantalla, se escribía una confesión bien redactada; o bien en la asamblea de un koljós un activista pronunciaba un discurso sin formalidades, y al otro lado de la cadena había ojos dementes, riñones magullados, cráneos atravesados de un balazo, cadáveres de muertos por escorbuto amontonados en la morgue de un campo, dedos de pies congelados en la taiga, purulentos y gangrenados.
En el principio fue la palabra… Así fue, de verdad.
¿Cómo hay que tratar a los delatores asesinos?
Helo aquí, ha vuelto después de pasar veinte años confinado en un campo, un hombre con las manos temblorosas y los ojos hundidos de un mártir: el Judas número uno. Y entre sus amigos corre un rumor: dicen que en su tiempo, durante los interrogatorios, se había comportado mal. Algunos le han retirado el saludo. Los más razonables son educados con él cuando se lo encuentran, pero no lo invitan a sus casas. Los más inteligentes, anchos de miras y profundos siguen invitándolo a sus casas, pero no le dejan entrar en sus almas, que permanecen cerradas frente a él.
Todos ellos tienen dachas, cartillas de ahorro, condecoraciones, coches. Por supuesto, él está delgado mientras que ellos están gordos; pero ellos, en efecto, no se comportaron mal durante los interrogatorios. A decir verdad, no tuvieron siquiera la oportunidad de comportarse vilmente durante los interrogatorios, ya que no les interrogaron. Tuvieron suerte: no los arrestaron. ¿En qué radica, pues, la verdadera superioridad espiritual de aquellos gordos sobre este delgado? De hecho, él podría ser gordo, y ellos podrían ser delgados. ¿Fue la casualidad o una ley lo que determinó sus destinos?
Él era un hombre normal y corriente. Bebía té, comía tortilla, le gustaba conversar con los amigos de los libros que había leído, iba al Teatro del Arte, mostraba a veces bondad. Hay que decir que era muy impresionable, nervioso, inseguro.
Pero aquel hombre había sido sometido a una fuerte presión. No sólo le gritaron, le pegaron, no le dejaron dormir, no le dieron de beber y le hicieron comer arenques salados, también lo aterrorizaron amenazándole con la pena de muerte. Pero, se diga lo que se diga, había hecho una cosa terrible: había calumniado a un inocente. A decir verdad, aquél, el calumniado, no fue encarcelado, mientras que él, que fue obligado a calumniar, cumplió doce años de trabajos forzados en un campo del que volvió más muerto que vivo, roto, indigente: una piltrafa. Pero ¡había calumniado!
No nos precipitemos, reflexionemos seriamente sobre este delator.
Y he aquí el Judas número dos. Éste no pasó ni un día siquiera en prisión. Se le consideraba inteligente, un verdadero pico de oro, y mira por dónde, gente que había vuelto de los campos con apenas un hilo de vida contaba que era un delator. Contribuyó a arruinar la vida de muchas personas. Durante años mantuvo conversaciones confidenciales con sus amigos para después plasmarlas por escrito y entregarlas a las autoridades. Sus confesiones no se obtenían con torturas: aguzaba el ingenio y era él mismo el que llevaba hábilmente a sus interlocutores a hablar de temas peligrosos. Dos de los calumniados no volvieron de los campos, uno fue fusilado conforme a la sentencia del Tribunal Militar. Aquellos que volvieron habían contraído una larga lista de enfermedades por las cuales la severa Comisión de peritaje médico les concedió la invalidez de primer grado.
Él, durante aquel tiempo, había echado barriga y se había forjado fama de ser un fino gourmet, un buen conocedor de los vinos georgianos. Y trabajaba en el campo de las bellas artes; entre otras cosas coleccionaba ediciones únicas de poesía antigua.
Pero tampoco en este caso nos precipitaremos, reflexionaremos antes de emitir una sentencia.
Y es que desde niño había vivido aterrorizado: su padre, un hombre rico, había muerto de tifus en 1919, en un campo de concentración; su tía había emigrado a París con su marido, que era general; su hermano mayor había combatido como voluntario en el Ejército Blanco. Desde niño había vivido con miedo. La madre temblaba de miedo ante la milicia, el administrador de la casa, el responsable del piso comunitario, los empleados del sóviet municipal. Cada día, a cada hora, él y los suyos sentían que el hecho de pertenecer a su clase social era una limitación, una tara. En la escuela se estremecía ante el secretario de la célula del Partido y le parecía que Galia, la atractiva cabecilla de los pioneros, le miraba con repugnancia, como a un gusano intocable. Le atemorizaba la idea de que ella pudiese notar su mirada enamorada.
Ahora se empieza a comprender algo. Estaba fascinado por la fuerza del nuevo mundo: como un pajarillo clavaba sus ojitos amables y brillantes en el nuevo mundo. Deseaba tanto comulgar, ser juzgado digno. Y he aquí que el nuevo mundo lo inició. El pequeño gorrión no pio, sus alas no se estremecieron cuando el amenazador nuevo mundo requirió su mente y aquel encanto inherente a él. Todo él se ofreció en el altar de la patria.
Todo eso era verdad, por supuesto. Pero qué canalla, qué vil se había mostrado. Mientras denunciaba a otros, no se olvidaba de sí mismo: comía manjares deliciosos, se cuidaba con mimo. Y sin embargo seguía sintiéndose indefenso; un tipo así necesita niñera, una mujercita. ¿Cómo habría podido dominar aquella fuerza que había doblegado a medio mundo, que había vuelto del revés a todo un imperio? Con su trémula delicadeza era como un encaje; bastaba con rozarlo un poco para que se sintiera confuso y a sus ojos asomara una expresión lastimosa.
Y helo ahí, esa mortífera víbora de pantano se aproximaba con maniobras sinuosas y provocaba grandes tormentos a la gente.
Buscaba la perdición de gente como él, viejos amigos, amables, discretos, inteligentes, tímidos. Sólo él tenía la llave que abría sus corazones. Porque él lo entendía todo: lloraba leyendo El arzobispo de Chéjov.
Y aun así, esperemos todavía, no dictaremos ninguna sentencia sin reflexionar.
Y aquí está un nuevo compañero: el tercer Judas. Tiene la voz entrecortada, ronca, una voz de contramaestre. Una mirada tranquila, escrutadora. Tiene la seguridad del que es dueño de su vida. Ahora le confían un trabajo ideológico, ahora le emplean en una tienda de frutas y legumbres. Los datos de su cuestionario biográfico son de una blancura nívea, resplandecen en su aureola. Sus parientes: obreros de fábrica y una paupérrima ascendencia campesina.
En 1937 ese hombre escribió de un tirón más de doscientas denuncias. Su sangrienta lista era muy variada. Comisarios de la época de la guerra civil, un poeta cantante, el director de una fábrica de fundición de hierro, dos secretarios del Comité del distrito del Partido, tres directores, uno de un periódico y dos de editoriales, el gerente de una cantina cerrada al público, un profesor de filosofía, el responsable de una sala de lectura del Partido, un profesor de botánica, el cerrajero de la administración de una casa, dos colaboradores de la sección agrícola regional… Imposible enumerarlos a todos.
Todas sus denuncias iban dirigidas contra gente soviética y no contra la gente antigua[13]; sus víctimas eran miembros del Partido, combatientes de la guerra civil, activistas. Se había especializado en particular en los miembros del Partido más fanáticos: les cortaba bruscamente los ojos con una cuchilla de afeitar mortal.
De aquellos doscientos, volvieron pocos: a unos los fusilaron, a otros les enfundaron en un abrigo de madera, murieron de distrofia, fueron ejecutados durante las purgas efectuadas en los campos; los que volvieron, mutilados física y espiritualmente, arrastraban como podían sus vidas en libertad.
Para él, el año 1937 fue un tiempo de victorias. Él, un joven poco instruido y de ojos vivos, tenía la impresión de que todos a su alrededor eran más fuertes, ya fuera por su formación o por un pasado heroico. No le correspondía recibir nada de aquellos que habían emprendido y llevado a cabo la Revolución. Pero con qué fantástica facilidad, después de un único encuentro con él, sucumbían decenas de hombres cubiertos de gloria revolucionaria.
Desde 1937 tuvo un ascenso vertiginoso. En él se había manifestado la gracia, la esencia más preciosa del nuevo mundo.
Parece que en este caso todo está claro: fue pisando cadáveres y provocando suplicios terribles al tiempo que se convertía en diputado y en miembro del Politburó.
Pero no, no nos apresuremos, tenemos que entender, reflexionar antes de dictar una sentencia. Porque él no sabía lo que hacía.
Los viejos mentores una vez le habían dicho, hablando en nombre del Partido: «¡Qué desgracia! ¡Estamos rodeados de enemigos! Se hacen pasar por fieles miembros del Partido, exmilitantes clandestinos, combatientes de la guerra civil, cuando en realidad son enemigos del pueblo, colaboradores de los servicios de inteligencia extranjeros, provocateurs…». El Partido le decía: «Eres joven y puro, yo creo en ti, muchacho, ayúdame o estoy acabado, ayúdame a vencer a la escoria…».
El Partido le gritaba, le pisoteaba con las botas de Stalin: «¡Si muestras indecisión, estarás en la misma categoría que esos degenerados y te reduciré a polvo! Acuérdate, hijo de perra, de la oscura isba donde naciste; soy yo el que te ha llevado a la luz: respeta el voto de obediencia, el gran Stalin, tu padre, te lo ordena: ¡a por ellos!».
No, no se trataba de ajustar cuentas personales… Él, komsomol[*] campesino, no creía en Dios. Tenía otra fe: la fe en la implacable mano castigadora del gran Stalin. En él habitaba la obediencia ciega del creyente. En él habitaba una timidez agradecida frente a aquella fuerza grandiosa, frente a los geniales líderes: Marx, Engels, Lenin, Stalin. Él, soldadito del gran Stalin, cumplía fielmente su voluntad.
Pero por supuesto, en él también habitaba una hostilidad biológica, una repugnancia instintiva hacia los hombres de la generación intelectual, fanática, revolucionaria a los que tenía que perseguir.
Cumplía con su deber, no ajustaba cuentas, escribía denuncias por instinto de conservación. Ganaba un capital más valioso que el oro y las tierras: la confianza del Partido. Sabía que en la vida soviética la confianza del Partido lo era todo: la fuerza, el honor, el poder. Y creía que su mentira servía a una verdad superior; a través de la denuncia veía incluso la verdad suprema.
Pero ¿se le puede echar la culpa cuando otras cabezas diferentes a la suya no lograban discernir dónde estaba la verdad y dónde la mentira, cuando también los limpios de corazón se quedaban perplejos e impotentes sin saber determinar qué era el bien y qué el mal?
Él creía o, para ser más exactos, quería creer; o más exactamente todavía; no podía no creer.
En cierto sentido, esa ocupación sombría le resultaba desagradable pero era su deber. Y además le gustaba alguna otra cosa de esa actividad abominable, le embriagaba, le atraía. «Recuerda —le decían sus mentores—, no tienes ni padre ni madre ni hermanos ni hermanas; sólo tienes el Partido».
Y una sensación extraña y penosa se reforzaba en él: en su fe irreflexiva, en su obediencia, no hallaba debilidad sino una fuerza temible.
En sus ojos malvados de general, en su imperiosa voz entrecortada, se revelaba la sombra de una naturaleza completamente diferente que en secreto vivía en él, una naturaleza estupefacta, atontada, alimentada y abrevada durante siglos de esclavitud rusa, de despotismo asiático…
Sí, sí, en este punto también hay que pararse a reflexionar. Qué terrible es condenar también a un hombre terrible.
Y he aquí un nuevo camarada: el Judas número cuatro.
Vive en un apartamento comunal, es un pequeño empleado, el activista de un koljós. Pero sea quien sea, su rostro es siempre el mismo: bien sea joven o viejo, feo o de buena planta y mejillas sonrosadas como un bogatir[14]; se le reconoce enseguida. Es un pequeñoburgués ávido de poseer cosas, interesado fanáticamente en acumular bienes materiales. Su fanatismo por obtener un sofá cama, un puñado de trigo sarraceno, un mueble aparador polaco, materiales de construcción escasos, manufacturas de importación era comparable, por su intensidad, a la de Giordano Bruno y Andréi Zheliábov.
Es el creador de un imperativo categórico opuesto al kantiano: el hombre y la humanidad siempre representan para él un medio en su caza de objetos. Tienen sus ojos, ya sean claros u oscuros, una expresión siempre tensa, ofendida e irritada. Siempre hay alguien que le ha pisado, e invariablemente tiene que ajustar cuentas con alguien.
La pasión del Estado por desenmascarar a enemigos del pueblo para él es una bendición. Es como el fuerte viento alisio que sopla sobre el océano. Ese viento propicio infla su pequeña vela amarilla. Y a costa de los sufrimientos de aquéllos a los que busca la ruina, obtiene lo que necesita: una superficie habitable extra, un aumento de sueldo, la isba del vecino, muebles polacos, un garaje para proteger contra el frío su Moskvich, un pequeño jardín…
Desprecia los libros, la música, la belleza de la naturaleza, el amor, la ternura de una madre. Sólo le interesan los objetos, única y exclusivamente los objetos.
Pero no siempre le guían las razones meramente materiales. Es susceptible, le consumen las ofensas del alma.
Escribe una denuncia contra uno de sus colegas que ha suscitado sus celos al bailar con su mujer; contra un tipo chistoso que en una cena le ha tomado el pelo; e incluso contra un vecino que sin querer ha chocado con él en la cocina comunal.
Dos rasgos le distinguen: es un voluntario de la delación, un espontáneo, no le han asustado, no le han obligado, denuncia por propia iniciativa; no hace falta atemorizarlo. En segundo lugar, ve en la denuncia una ganancia segura, una ventaja clara.
Y sin embargo, por el momento, detendremos el puño dispuesto a golpearle.
De hecho, su pasión por los objetos nace de la miseria. Sí, él podría hablar acerca de una habitación de ocho metros cuadrados donde duermen once personas, donde se oye roncar a un paralítico, mientras al lado gimen y susurran dos recién casados y una vieja bisbisea sus oraciones, y el niño que ha mojado las sábanas se echa a llorar.
Podría hablar acerca del pan del campo, de un marrón verdoso por las hojas trituradas, de la sopa moscovita —la única comida diaria, que se repite tres veces— a base de patatas heladas compradas a precio de saldo.
Podría hablar acerca de una casa donde no hay ni un solo objeto bello, de sillas que en lugar de asientos tienen chapas de madera, de vasos de cristal grueso y turbio, cucharas de estaño y tenedores con dos púas, de la ropa zurcida una y otra vez, del impermeable mugriento de goma bajo el cual se ponían, en diciembre, un chaquetón lleno de rotos.
Podría hablar acerca de cómo esperaba el autobús en la oscuridad de las mañanas invernales, de los inadmisibles apretujones en los tranvías después de la terrible estrechez de la habitación…
¿No sería su vida bestial la que engendró en él aquella pasión bestial por los objetos, por una guarida espaciosa?
Sí, sí, así era. Pero hay que añadir que él no vivía peor que otros; que, incluso viviendo mal, estaba mejor que muchos.
Reflexionemos con calma, la sentencia llegará después.
Acusador: ¿Confirman ustedes que han escrito denuncias contra ciudadanos soviéticos?
Informadores y delatores: Sí, en cierto modo.
Acusador: ¿Se reconocen culpables de la muerte de ciudadanos soviéticos inocentes?
Informadores y delatores: No, lo negamos categóricamente. El Estado había condenado a esa gente de antemano. Nosotros construimos, por así decirlo, la fachada exterior. En realidad, poco importaba lo que nosotros escribiéramos, si los imputábamos o los absolvíamos; aquellas personas estaban ya condenadas por el Estado.
Acusador: Pero ustedes escribían a veces guiándose por su propio criterio. En esos casos, fueron ustedes los que eligieron a las víctimas.
Informadores y delatores: Esa libertad de elección nuestra es sólo aparente. Se aniquilaba a la gente por el método estadístico. Sólo los hombres que pertenecían a determinadas capas sociales e ideológicas eran condenados al exterminio. Nosotros conocíamos esos parámetros, y ustedes también los conocían. Nosotros nunca delatamos a la gente que pertenecía a la capa sana, que no debía ser destruida.
Acusador: Por decirlo evangélicamente: empuja al que se está cayendo. Sin embargo, hubo casos, incluso en aquellos tiempos feroces, en que el Estado absolvió a las personas que habían sido calumniadas.
Defensor: Sí, en efecto, hubo casos así. Fueron consecuencia de un error. Pero mire, sólo Dios no se equivoca. Y además recordará qué raros eran los casos de absolución y qué pocos los errores.
Acusador: Sí, los informadores y los delatores conocían su trabajo. Pero aun así, respondan, ¿por qué eran espías?
Informadores y delatores (a coro): Me obligaron… Me pegaron… Estaba hipnotizado por el terror, por el poder de la violencia ilimitada… En cuanto a mí, cumplí con mi deber como miembro del Partido, como lo entendía en aquel momento.
Acusador: Y usted, el cuarto camarada, ¿por qué no dice nada?
Judas número cuatro: ¿Por qué me busca? Soy un hombre oscuro. Es más fácil ofenderme a mí que a la gente instruida, con consciencia.
Defensor (interrumpiéndole): Permítame que se lo explique. Mi cliente ha efectuado denuncias, en efecto, persiguiendo beneficios personales. Tenga en cuenta, sin embargo, que en este caso no hay contradicción entre el interés personal y el interés del Estado. El Estado no rechazó las denuncias de mi cliente, por consiguiente él desempeñaba un trabajo útil para el Estado, aunque a primera vista, si se le juzga de una manera superficial, puede parecer que actuaba movido únicamente por impulsos egoístas y personales. Ahora bien, le diré una cosa. En tiempos de Stalin, usted también, acusador, habría sido acusado de subestimar el papel del Estado. ¿No sabe que los campos magnéticos creados por nuestro Estado, su pesada masa de billones de toneladas, el terror y la sumisión extremos que el Estado engendra en los hombres que apenas pesan más que una brizna de hierba son tales que convierten en absurda cualquier acusación dirigida contra una persona débil y desprotegida? Es ridículo acusar a una brizna de haber caído al suelo.
Acusador: Su punto de vista me resulta claro: no está dispuesto a que sus clientes asuman ni la más mínima parte de culpa. Toda recae sobre el Estado. Pero díganme, informadores y delatores, ¿de veras no se reconocen ni un poco culpables?
Informadores y delatores (intercambian miradas, susurran entre sí y después toma la palabra el científico delator): Permita que le responda. Su pregunta, pese a su sencillez aparente, no es en absoluto sencilla. Ante todo, no tiene sentido, pero eso no tiene tanta importancia. De hecho, ¿para qué buscar ahora a los culpables de los delitos cometidos en tiempos de Stalin? Es como si un hombre que hubiera emigrado de la Tierra a la Luna quisiera iniciar una acción judicial a propósito de una parcela de terreno en la Tierra. Por otro lado, si consideramos que las dos épocas no están tan alejadas entre sí y que, como dijo el poeta, en términos de periodos históricos, están prácticamente la una al lado de la otra, surgen no pocas complicaciones. ¿Por qué quieren inculparnos precisamente a nosotros, los más débiles? Empiecen por el Estado, júzguenlo a él. Después de todo, nuestro pecado es el suyo, júzguenle a él, pues. Sin miedo, en voz alta. Ustedes no pueden actuar de otro modo que con valentía porque hablan en nombre de la verdad y de la justicia. Adelante, pues. ¡Actúen! Y luego respondan, por favor, ¿por qué se dan cuenta de todo esto ahora? Nos conocían bien cuando Stalin estaba vivo. Solían encontrarse con nosotros, esperaban su turno a las puertas de nuestros despachos y allí, a veces, con voz de gorrión, susurraban sobre nosotros. Y también nosotros susurrábamos así, con voz de gorrión. Ustedes, como nosotros, fueron copartícipes de la época de Stalin. ¿Por qué ustedes, copartícipes, tienen que juzgarnos a nosotros, copartícipes, y determinar nuestra culpa? ¿Comprende dónde está la complejidad? Tal vez nosotros seamos culpables, pero no hay juez que tenga derecho moral a plantear la cuestión de nuestra culpabilidad. Acuérdese de lo que decía Lev Nikoláyevich: no hay culpables en el mundo. En nuestro Estado existe una fórmula nueva: todos en el mundo son culpables, no existe en el mundo ni un inocente. Se trata únicamente de establecer la medida, el grado de responsabilidad. ¿Le corresponde a usted acusarnos, camarada fiscal? Sólo los muertos, aquellos que no sobrevivieron, tienen derecho a juzgarnos. Pero los muertos no hacen preguntas, los muertos guardan silencio. Y ahora, permítame responder con una pregunta a la suya. De hombre a hombre, sin rodeos, con el corazón en la mano, como rusos que somos. ¿Cuál es la causa de esta vil debilidad, de esta blandura común, la suya y la mía?
Acusador: Elude mi pregunta.
(Entra el secretario y le tiende al científico delator un paquete donde se lee: «Gubernamental»).
Científico delator (tras leer el papel, se lo extiende al acusador): Lea, se lo ruego. Con motivo de mi sesenta aniversario, se reconocen los modestos servicios que he prestado a la ciencia nacional.
Acusador (leyendo el papel): Mal que me pese, no puedo más que alegrarme junto con usted; a fin de cuentas todos somos soviéticos.
Científico delator: Sí, sí, naturalmente, gracias (masculla entre dientes). Permítame, a través de su periódico, dar las gracias… a las instituciones, las organizaciones, y también a los camaradas y amigos.
Defensor (adopta una pose y pronuncia un alegato): Camarada acusador y miembros del jurado. El camarada fiscal le ha dicho a mi cliente que no ha respondido la pregunta de si reconocía, aunque en parte, ser culpable. Pero usted tampoco ha respondido a su pregunta sobre la causa de nuestra debilidad generalizada, común. ¿Acaso es la naturaleza humana la que engendra delatores, informadores, espías, confidentes? ¿Acaso los engendran las glándulas de secreción interna, la papilla que chapotea en el intestino, el estruendo de los gases gástricos, las mucosas, la actividad de los riñones? ¿O bien nacen del instinto de conservación, de alimentación o de reproducción, de los instintos ciegos y sin olfato?
¿Y acaso no da lo mismo que los delatores sean culpables o no?
Culpables o inocentes, lo repugnante es que existan.
Repugnante es el lado animal, vegetal, mineral, físico-químico del hombre. Es precisamente aquella parte mucosa y peluda del ser humano la que produce confidentes. Los confidentes nacen del hombre. El ardiente vapor del terror estatal ha humedecido al género humano, y los granitos que dormitaban se han inflado, han germinado. El Estado es la tierra. Si en la tierra no se escondiesen los granos, no crecería ni el trigo ni la mala hierba. El hombre no debe más que a sí mismo la abyección humana.
Pero ¿saben qué es lo más repugnante en los confidentes y en los delatores? Lo que hay de malo en ellos, pensaréis.
¡No! Lo más terrible en ellos son sus cosas buenas; lo más triste es que están llenos de cualidades y de virtudes.
Son hijos, padres, maridos amantes, cariñosos… Son gente capaz de hacer el bien, de tener éxito en el trabajo.
Aman la ciencia, la gran literatura rusa, la música hermosa, algunos de ellos expresan con inteligencia y valentía su juicio sobre los más complicados fenómenos de la filosofía moderna, el arte… Y entre ellos se encuentran excelentes, fieles amigos. ¡Qué conmovedor es verlos ir a visitar al compañero que está en el hospital!
Cuántos soldados pacientes e intrépidos hay entre ellos, dispuestos a compartir con el compañero el último trozo de pan seco, el último pellizco de majorka, dispuesto a sacar en brazos al combatiente que se desangra.
Cuántos poetas, músicos, físicos, médicos de talento hay entre ellos, qué hábiles carpinteros, mecánicos, de ésos que el pueblo dice con admiración: tienen las manos de oro.
Eso es precisamente lo terrible: hay muchas, muchas cosas buenas en ellos, en su esencia humana.
¿A quién juzgar? ¡A la naturaleza del hombre! Ella, ella es la que engendra montañas de mentiras, vilezas, cobardías, debilidades. Pero es también ella la que genera cosas bellas, buenas y puras.
Los confidentes y delatores son hombres llenos de virtudes, dejadlos volver a sus casas; pero hasta qué punto son infames, infames pese a todas sus virtudes, pese a la absolución de todos sus pecados… ¿Quién fue el que inventó aquel mal chiste que dice: «Hombre, tu nombre es orgullo»?
Sí, sí. Ellos no son culpables. Fuerzas de plomo, oscuras, los empujaron, millones de toneladas pesaban sobre ellos. No hay inocentes entre los vivos, todos son culpables: tú, el acusado, tú, el fiscal, y yo, que estoy pensando en el acusado, en el fiscal y en el juez.
Pero ¿por qué sufrimos tanto, por qué nos avergonzamos tanto de la depravación humana?