EL CARNICERO DE CARABANCHEL
El 28 de marzo de 1939 las tropas del general Franco tomaban Madrid, lo que significaba el final de la guerra civil en su vertiente bélica. Al día siguiente los periódicos de la capital ya hablaban el lenguaje de los vencedores y mostraban la que iba a ser una duradera presencia de los héroes y protomártires que hicieron frente a la horda de asesinos y monstruos. Nada nuevo en verdad porque la prensa de las zonas españolas ocupadas anteriormente tenía mucha práctica en la publicación diaria de exabruptos contra cualquier integrante del bando republicano. Sin embargo, las obsesiones de los vencedores se hicieron especialmente notables tras su entrada en Madrid, donde con los rescoldos todavía humeantes dejados por los vencidos se narraba el 29 de marzo nada menos que la detención de quien había decapitado, al general López Ochoa. Toda una demostración de eficacia policial que en escasas veinticuatro horas había puesto a disposición judicial a Manuel Alcázar Montes tras su captura en el Hotel Palace.
Como los jueces no podían quedarse atrás también mostraron gran capacidad al procesarlo al día siguiente, jueves, a las cuatro de la tarde y en vista pública. La prensa aireó que luz y taquígrafos presidieron un acto donde pudo aclararse que el general cayó asesinado por el furioso odio reconcentrado en quienes durante la huelga minera de 1934 fueron vencidos por sus dotes militares. «Los siniestros mandatarios de Moscú infiltrados entre las hordas» promovieron que éstas acudieran al Hospital Militar de Carabanchel y sacaran a un convaleciente López Ochoa para maltratarlo, asesinarlo y decapitarlo por haber querido «descuajar de su país la cizaña del comunismo». Durante el juicio Manuel Alcázar, un carnicero de barrio, habría demostrado «una cínica serenidad» mientras se evidenciaba que por orden del general López Pozas, entonces ministro de Gobernación republicano, el director del hospital había puesto al enfermo en manos de la muchedumbre agolpada a la puerta. Sereno y tranquilo el mártir habría dicho: «Aquí me tenéis. Aquí está López Ochoa ¡Viva España!», tras lo cual varios individuos, sin fusilarle, le cortaron la cabeza. En aguda y eficaz exhibición, el fiscal habría logrado del procesado la confesión buscada: «Sí, yo corté la cabeza al General».
La moraleja de este macabro cuento se fija en el vibrante discurso final del acusador público, para quien «la Justicia de Franco es la Justicia del pueblo, que cumple toda clase de formalidades, incluso para juzgar a un individuo que, como el procesado, a quien califica como inadaptable a la vida humana, es un auténtico representante de la revolución marxista. Como cristianos, tengamos piedad para él; pero, como hombres, seamos enérgicos». Justificado queda que para esta persona y otras de su calaña la condena a muerte es el único final posible[1].
El procesamiento y la posterior muerte de Eduardo López Ochoa y Portuondo se hallan deficientemente relatados por la historiografía aunque son citados de forma habitual y sucinta. Este laureado e histórico general comandó las fuerzas que sofocaron la revolución producida en octubre de 1934 en Asturias. Aunque su actuación militar fue exitosa, López Ochoa no salió muy bien parado de aquella misión, pues se evidenció su enfrentamiento con Franco, una hostilidad manifiesta hacia la actitud de Yagüe, la censura de algunos parlamentarios por haber pactado con el líder minero Belarmino Tomás y, sobre todo, la animadversión de las masas obreras que a partir de entonces le colgaron el cartel de «verdugo de Asturias». Las denuncias presentadas por algunos diputados republicanos y socialistas aludían, entre otros aspectos, a la actuación irregular de López Ochoa durante la campaña ovetense, dando lugar a una investigación judicial que en marzo de 1936, tras la victoria del Frente Popular, provocó su procesamiento. Existían indicios racionales de que el general pudiera haber ordenado el fusilamiento en el cuartel de Pelayo de, al menos, una veintena de personas. El agravamiento de una enfermedad hizo que el procesado ingresara en el Hospital Militar de Carabanchel, donde convalecía cuando las tropas de Franco se rebelaron en Melilla.
La prensa hizo público el ingreso hospitalario de López Ochoa, quien a partir del 18 de julio de 1936 se convirtió en un bocado muy apetecido para aquellos que buscaban el escarmiento de renombradas personalidades. Aunque hay dudas acerca de su compromiso con los sublevados, la larga campaña propagandística había hecho que el general fuera odiado por gran parte de la masa obrera y Madrid no era su residencia idónea en el verano de 1936. Tras el fracasado asalto al cuartel de la Montaña y controlada la capital por el Gobierno y los milicianos, López Ochoa se encontraba cada vez más en peligro. El personal del hospital afirmaba que iba a ser quemado vivo en una manta empapada de gasolina, por lo que el director del centro quiso evitar semejante barbaridad e intentó sacarlo de allí figurando que se trataba de un cadáver. No lo consiguió obviamente y en la tarde del 17 de agosto de 1936 unos milicianos levantaron al general de su cama vistiendo un pijama azul, mientras en la puerta del hospital se agolpaba una amplia concurrencia de personas. Flanqueado por sus verdugos subió el montecillo denominado Cerro de Almodóvar donde al cabo se oyeron varias descargas y el posterior estallido de alegría entre quienes presenciaron y ejecutaron el hecho, uno de los cuales decapitó el cadáver de López Ochoa y ensartó la cabeza en una pica para posteriormente pasearla por Madrid[2].
Los periódicos o, lo que para el caso es lo mismo, las autoridades franquistas no se ciñeron al relato más o menos exhaustivo de los datos disponibles, si es que en esos momentos alguno tenían. Presentaron en sociedad a Manuel Alcázar Montes, un carnicero de Carabanchel que gracias a su artesanal oficio pudo seccionar en pocos minutos la cabeza de quien todavía no era cadáver. Hasta para ese monstruo tenía un hueco la justicia de Franco que, implacable y estricta, podía servirse de una policía cuyos avanzados métodos garantizaban que ningún asesino, ninguna bestia, iba a quedar libre. El pueblo podía estar tranquilo porque todos los degenerados serían apresados, porque sólo los degenerados serían apresados, porque incluso los degenerados tendrían justicia. Para eso estaban los tribunales.
El día 30 de marzo de 1939 un consejo de guerra fallaba en el sumarísimo de urgencia número seis dictando una sentencia concisa que sin las alharacas escenificadas por la prensa finiquitaba uno de los primeros juicios celebrados en Madrid. Manuel Alcázar era acusado de integrar el grupo que sacó al general «Miguel López Ochoa» del Hospital Militar para asesinarlo en forma «no bien concretada», aunque el fallo sí podía concretar que el carnicero «armado de una navaja de pequeño tamaño decapitó al referido General». Con parquedad en la descripción de los hechos y una errata en el nombre del finado nada hace suponer que tan sobrio papelote recoge semejante atrocidad. La conmoción pública había dado paso a un mero formulario que parecía señalar al primer desgraciado que pasaba por allí. Ello no impidió que el auditor aprobara la pena capital impuesta ese mismo día ni que el 25 de abril Manuel Alcázar fuera ejecutado, con lo que parecía cerrarse el capítulo referente a uno de los hechos más sonados de la llamada «crueldad roja». Sin embargo, el desfile no había hecho más que comenzar[3].
Durante los meses de abril y mayo de 1939 los diarios fueron invadidos por columnas que anunciaban la captura masiva de bárbaros delincuentes. Inicialmente el énfasis se ponía en personalidades de gran notoriedad vinculadas políticamente al bando sublevado y asesinadas durante la denominada dominación marxista. El verdugo de José Antonio, el ejecutor del obispo de Jaén o de Sigüenza, de políticos como Salazar Alonso, Rey Mora o los profusamente citados Albiñana, Martínez de Velasco, Melquíades Álvarez, Ruiz de Alda y Fernando Primo de Rivera, asesinados en la cárcel Modelo durante el asalto del 22 de agosto de 1936. La lista no es interminable pero sí lo es el número de veces que los muertos se citaban, hasta tal punto que la prensa afín al Gobierno republicano en el exilio afirmaba con no poca ironía que José Antonio había sido fusilado por dos mil hombres. Con cierta dosis de humor una publicación española editada en México se refería al recuento de todos los que habían ejecutado al Ausente. «Se espera que muy pronto igualen al número de detenidos por haber matado a Calvo Sotelo y que se aproxime al número de los que mataron al general López Ochoa», acababa diciendo.
A mediados de abril de 1939 aparecía en ABC, y para quedarse un tiempo, el artículo Detención de numerosos sujetos acusados de asesinatos, un titular que con pocas variaciones se iba repitiendo cada número. Como los ejecutados conocidos tenían un límite también se recurrió a los titulares grandilocuentes protagonizados por asesinos en masa. No ya diez sino cincuenta y tres, cien, setecientos cincuenta e incluso más asesinados, se atribuían a individuos concretos, mientras la hija de Pestaña habría quemado vivo a un sacerdote y un individuo liquidado a su esposa por ser de derechas[4].
¿Realmente quienes se mencionaban en la prensa como ejecutores de estas macabras acciones eran autores reales de las mismas? ¿Tenían las autoridades ese aparentemente enorme interés en atrapar a los verdaderos delincuentes? Y si no, ¿cuál era el objeto de semejante obsesión por publicar las supuestas detenciones al minuto? No hay duda de que el principal escollo para resolver estas cuestiones reside en comprobar la certeza de las imputaciones en relación con la identidad de los autores, tarea nada sencilla debido al muchas veces lamentable estado de la evidencia disponible y a la naturaleza de la información que en ésta se ofrece. Pero en cierto modo los medios de comunicación son, con sus limitaciones y censuras, una involuntaria puerta de acceso a la relación nominal de supuestos culpables.
Retomando el asesinato de López Ochoa y tras meter en capilla al cercenador de su cabeza, le llegó el turno a quien se jactaba de haber paseado el trofeo. Agustín Fernández Pastor era un muchacho de veintiún años, pobre y sin trabajo, que dejó por un momento de su vida el anonimato para engrosar la lista de bárbaros rojos y con mal gusto. Jesús García García, compañero en el frente de Levante, llevó a Agustín a la cárcel y lo puso en gran peligro debido a un testimonio breve en el que afirmaba haber escuchado de éste que «él, en unión de otros varios, habían detenido al general López Ochoa que intentaba marcharse disfrazado y le habían cortado la cabeza paseándola por Madrid». El 20 de mayo de 1939 fue llevado a comisaría por el primo del delator, un agente comercial que cuando oyó el testimonio de Jesús se apresuró a acudir a la policía. Cuatro días después el diario ABC daba la noticia y tras nueve meses el caso fue sobreseído por no existir fundamento alguno ni informe que avalara lo testificado. Evidentemente no se rectificó la noticia[5].
No cesaba con esto ni mucho menos la presencia del decapitado general en la prensa de la posguerra. El 6 de junio de 1939 el mismo periódico anunciaba la detención de «otro de los asesinos del general López Ochoa». Lorenzo López Cortés, un electricista del Hospital de Carabanchel, fue apresado tras la denuncia efectuada por un pintor trabajador también de ese centro, que había acudido raudo al juzgado militar al poco de la ocupación y declarado sin abrigar ninguna duda que Lorenzo López y Blas Paraíso estaban entre los ejecutores del en otros tiempos denominado «verdugo de Asturias». En su testimonio ante la Causa General Lorenzo no ocultaba su presencia en las proximidades del Cerro de Almodóvar y, aunque no viera a los fusileros, recordaba a Blas Paraíso como integrante del grupo que llevaba la famosa cabeza clavada en un machete. Demasiadas coincidencias para que fueran pasadas por alto, sobre todo después de que confesara haberse abrazado «a uno de los que allí había» por la emoción que le produjo el asesinato, y levantado el puño «saludando al estilo marxista a la multitud», aunque sólo por la actitud «exaltada y brutal en que se encontraban los que la formaban». Los malos presagios se cumplieron y tanto Lorenzo López Cortés como Blas Paraíso Madrid fueron fusilados el 8 de noviembre de 1939, en calidad de ejecutores de López Ochoa y sin que la prensa incidiera en este hecho[6].
El enorme interés por vincular públicamente a multitud de detenidos con la muerte del general fue más allá de la inmediata posguerra. En noviembre de 1942 los rotativos dedicaban una columna completa a la «detención de un marxista autor de numerosos asesinatos» en el Hospital de Carabanchel, donde trabajaba como enfermero. Allí habría intervenido en la ejecución de todos los oficiales convalecientes y el mismo 18 de julio de 1936, junto a Manuel Muñoz del Molino, habría acribillado a balazos un coche que, procedente de Campamento y ocupado por varios jefes militares, pretendía liberar al general López Ochoa. La noticia presentaba al detenido como un asesino falto de piedad que llegaba a su casa de madrugada con el «cañón de la pistola abrasando de los disparos que había hecho». Su tardío procesamiento no impidió que tanto él como Muñoz del Molino fueran condenados a muerte en procedimientos diferentes, pero curiosamente ambos vieron conmutada la pena.
En un sucinto pero contundente relato de los hechos, la sentencia de Manuel López declaraba probada en marzo de 1943 su participación en multitud de asesinatos y en el tiroteo del coche. Tal claridad expositiva contrastaba con un dubitativo dictamen del auditor, donde no se consideraba «suficientemente acreditado» que el condenado hubiera intervenido en los asesinatos. También se creían de «problemática imputación personal» los efectos producidos por el ataque al coche salvador, teniendo en cuenta sobre todo que Muñoz del Molino ya había sido condenado a muerte por los mismos hechos y su pena conmutada por el caudillo. Total que en este caso las barbaridades anunciadas por la prensa se reflejaron en una sentencia que acto seguido fue al mismo tiempo aprobada y totalmente cuestionada en sus fundamentos probatorios, recomendando un indulto finalmente concedido por la Jefatura del Estado en agosto de 1943[7].
En resumen, ¿quién mató a López Ochoa? Poco importaba para las autoridades del Nuevo Estado. Probablemente varios de los citados participaron en el asesinato, otros posiblemente asistieran gozosos o impasibles, algunos seguro que ni estuvieron allí. En 1939 los periódicos abrumaban con noticias sobre el general y aseguraban que la larga mano de la justicia protegía a la sociedad de los verdugos marxistas y otorgaba a éstos las necesarias garantías[8]. En realidad no se perseguía el esclarecimiento de los hechos, sino hacer llegar a la opinión pública que todos los vencidos tenían su tanto de culpa en la muerte del general, o en la de José Antonio, o en el asesinato de Albiñana.
José Antonio Primo de Rivera fue ejecutado en Alicante en noviembre de 1936. De su muerte también hubo infinidad de supuestos culpables, como un ferroviario llamado Teófilo Torres Burguillo que el 18 de abril de 1939 aparecía en ABC y La Vanguardia al final de una columna sin demasiado destaque a pesar de que el titular lo situaba como el verdadero protagonista. Tres días antes había sido denunciado por un jornalero a quien supuestamente el bueno de Teófilo le había dicho: «en mi vida he dado cinco tiros más a gusto que los que di a José Antonio Primo de Rivera». La prensa no tardó en hacer pública la detención de ese claro culpable, quien reconoció ante el juez que aunque había sido comisario político no se encontraba en Alicante cuando murió el Ausente. Otro testigo corroboró el comentario acusador pero los informes eran insuficientes, tanto que el tribunal ordenó la ampliación de diligencias. Nada llegó que demostrara los cargos contra Teófilo y sólo un informe de la Guardia Civil de su pueblo decía «conducta anterior mala todos sentidos ogualmente (sic) familia». Con esto parece ser que el consejo de guerra tenía ya suficiente material para acusar al procesado de pertenecer a UGT desde 1935, ser comisario político de un batallón rojo y jactarse de haber fusilado a José Antonio. Un verdadero paseo con papeles materializado en sentencia de 30 de mayo de 1939, que acabó con la ejecución de Teófilo Torres Burguillo el 24 de junio[9].
Con nombres y apellidos reales y bastante precisos aparecieron en la prensa el día 2 de mayo de 1939 Ángel Quintana y otros cuatro conocidos, como autores sin matices del asalto de la cárcel Modelo el 22 de agosto de 1936 y del posterior asesinato de Ruiz de Alda, Albiñana, Fernando Primo de Rivera, Melquíades Álvarez y Martínez de Velasco. Tan públicos y luctuosos hechos ya podían ser atribuidos de forma inequívoca, gracias a la denuncia de un empleado de farmacia que con toda probabilidad deseaba el mal de un vecino izquierdista declarado. Los convincentes métodos utilizados en la comisaría bastaron para que uno tras otro admitieran los cargos, que finalmente negaron ante el juez y el tribunal. Todos fueron condenados a muerte menos un menor que, precisamente por serlo, salvó involuntariamente la vida de sus compañeros al aplicársele erróneamente la atenuante preceptiva. Hasta diciembre de 1940 no se emitió la sentencia definitiva, en la que se reducía ostensiblemente la gravedad de la pena inicial al declarar probado que los supuestos asesinos de Albiñana habían ido en realidad a comprar unas pilas a la casa Tudor, acercándose a la cárcel al ver desde allí el humo del incendio. Se admitió alguna jactancia o pertenencia al ejército rojo, pero muy lejos quedaban las aireadas ejecuciones[10].
La relación de casos tan espectaculares como dudosos publicados por la prensa durante la primavera de 1939 podría ser muy larga. El diputado del Partido Radical Fernando Rey Mora asesinado por el carcelero Braulio Sánchez Mayoral, sin concretar que los denunciantes eran los propios funcionarios de la prisión, lo que reduciría la credibilidad del testimonio. Sobreseído. Los cien muertos de un frío Ángel Pastor Dorado, crímenes reconocidos con una mano tan temblorosa como sospechosa. Ejecutado el 24 de junio de 1939. Con evidente afán de explotar el morbo de cualquier personaje público se resaltó incluso al presunto ejecutor del cuñado de Lisardo Doval, el célebre represor de Asturias. El supuesto asesino, Tomás Alcázar, no eligió una buena versión y fue ejecutado por el solo testimonio de un chico de diecisiete años, tras la temprana sentencia de 21 de abril.
Así era Madrid en 1939, pero no sólo Madrid sino todo el país y especialmente aquellas zonas de reciente conquista. El nombre de Manuel Fenollosa aparecía en ABC el 2 de junio vinculado al asesinato del obispo de Segorbe. En el sumario el procesado afirmó que había asesinado a varios sacerdotes y desde el principio reconoció todos los cargos menos el del obispo precisamente, declarando que en este caso se había limitado a colaborar en su detención. Así lo reseñaba la sentencia, no sin hacer referencia a que después el obispo y otros sacerdotes fueron «asesinados a hachazos en Valí de Usó y rociados sus cuerpos con gasolina y prendido fuego». El 12 de junio Fenollosa era condenado a muerte y el día 28 ejecutado en la castellonense villa de Segorbe. No deja de ser significativo que al año siguiente la prensa publicara de nuevo la detención del asesino del obispo y sus acompañantes[11].
El nuevo régimen se había instalado sobre una poliédrica ficción que más allá de la construcción ideológica de la cruzada y de simular un Estado regido por el derecho facilitaba entregas por fascículos de pedazos de realidad, entreverados con invenciones y exageraciones, todo ello sacado de contexto. Quienes vivieron el momento sólo tuvieron acceso a la versión oficial, pero en la distancia tampoco resulta fácil establecer las distinciones o los límites de un relato tan confuso. En mayor medida que otras zonas, durante la inmediata posguerra Madrid escondía a numerosas personas que habían formado parte de checas y brigadas ejecutoras de asesinatos. Muchas fueron fusiladas pero eso no quiere decir que todas ellas cometieran crímenes. En una combinación de propaganda y justicia el régimen se empeñó en que quienes formaban el universo de encartados acabaran en el mismo saco, criminales todos y gozando de garantías desde el primero al último. Ni lo uno ni lo otro era cierto, pero la fórmula sirvió para responder con publicidad a las necesidades represivas, con el caso de las Trece Rosas como una de sus más extremas y conocidas representaciones.
Las trece jóvenes fusiladas el 5 de agosto de 1939, con los cuarenta y tres hombres que las acompañaron, son el ejemplo perfecto de esa simbiosis entre derecho y ficción. Más allá del aspecto emotivo de los fusilamientos, de bulliciosa actualidad, tiene interés aquí la vertiente propagandística del proceso. La prensa gubernamental narró de forma impersonal la muerte de un número indeterminado de inductores —cincuenta y seis en realidad— y la posterior ejecución de los autores materiales del asesinato del comandante Gabaldón, su hija y su chófer. La nota publicada en los diarios el 6 de agosto titulada «La justicia de España» constituye la versión más abyecta y retorcida de la seudojuridicidad franquista, al situar la apariencia del derecho como servidumbre y justificación de una mentira absoluta. Inductores imposibles en el tiempo, encarcelados desde hacía meses, fueron como tales fusilados para satisfacer una venganza dirigida contra quienes nada tenían que ver con los hechos. Todo ello con la justicia militar sirviendo como trinchera propagandística de las autoridades. La nueva España, decía la nota, no podía permitir ningún desmán contra el Estado por lo que los inductores, rápidamente detenidos, convictos y confesos, fueron
juzgados según los métodos de la justicia de Franco, con arreglo a las más estrechas y rigurosas exigencias del procedimiento. Nada se ha omitido; los reos han podido defenderse en la medida necesaria y aportar las pruebas que pudieran apartarles de la sanción. El espíritu justiciero más exigente ha podido comprobar en el proceso el cumplimiento de todas las normas que una auténtica sociedad de hombres honrados impone.
Espeluznante documento completado dos días después con otro homónimo y en los mismos términos, donde se relataba la ejecución de los enigmáticos autores materiales. Realmente el caso fue, salvando las distancias y los números, una suerte de Lídice a la española que, además, reveló la oscura trastienda del poder franquista y sus complejas ramificaciones. Detrás del asesinato del estricto inquisidor Gabaldón se escondía un entramado de influyentes personas que al parecer tuvieron en algún momento relación con la masonería. El comandante fue una boca silenciada que los tribunales cargaron en el debe de las JSU, obstaculizando ulteriores investigaciones[12].
El discurso y la normativa del bando vencedor sólo en parte fueron lo que parecían ser. Su contenido no puede excluirse —antes al contrario— del análisis, pero la mera lectura de las declaraciones oficiales o de los preámbulos y articulados legales lleva inexorablemente al camino que el régimen construyó para que la opinión pública transitara sin otear el paisaje. Conocer la lógica empleada por aquellas autoridades no implica llegar a sus mismas conclusiones sino comprender las razones por las que se actuó de ese modo. Situar el día 1 de abril de 1939 como una especie de año cero de los tribunales militares o extrapolar resultados de zonas con características muy específicas al conjunto de la violencia franquista fomenta visiones parciales de un fenómeno extremadamente complejo y cambiante[13].
Durante la guerra y la posguerra la fórmula de la simulación judicial se instaló en la cotidianeidad española como principal expresión de los tribunales militares. No se pretende con ello afirmar que el funcionamiento de esos órganos no sucedió, que sus actuaciones fueron completamente vacías o sus artífices simples figurantes, pero sí que la interpretación del papel jugado por los consejos de guerra debe trascender sus procesos internos y situarlos dentro del engranaje político y estratégico diseñado por los sublevados.
A primera vista podría pensarse que a la conclusión del proceso bélico se potenció un modelo de justicia basado en la ficción pero, quizá, cabría preguntarse si el recurso a la jurisdicción militar por parte de los sublevados estuvo motivado, ya desde aquel verano de 1936, por la necesidad de reducir el impacto negativo de las acciones de retaguardia. A lo largo de ese figurado viaje en el tiempo acompaña también la cuestión de si la justicia castrense vino a controlar las supuestas acciones espontáneas o, por el contrario, se utilizó para ocultar la injustificable y masiva represión detrás de la idea de derecho. Será esta la dirección en que se moverá el relato en las siguientes páginas siguiendo un itinerario que tratará de revelar el paisaje de tribunales, delitos y procesados tan característico de España a partir del golpe encabezado por el general Franco.
DE LAS PRECISIONES Y LOS LÍMITES
Sublevación, violencia y legitimidad
¿Por qué en el verano de 1936 estalló un enfrentamiento de tan graves consecuencias?
Instaurado en España en catorce de Abril de mil novecientos treinta y uno un régimen político orientado hacia la implantación de un sistema soviético, opuesto a la tradición y a la historia de nuestra Patria, ciertos hombres nacidos en esta, pero alejados en lo espiritual de la misma por motivos inconfesables, que se hallaban en franco maridaje con asociaciones internacionales y que se amparaban para su actuación subversiva en la complicidad o en la tolerancia de los gabinetes republicanos, llevaron a cabo una pertinaz labor de exaltación y de difusión de los ideales de tipo revolucionario, con la subsiguiente apología de la fuerza y de la violencia como medios lícitos de obtención del poder por las masas, y viendo la conquista del mismo por las vías de la legalidad, siquiera fuera ficticia, el modo más fácil y asequible para el logro de sus propósitos, firmes y resueltos en ellos constituyeron a tal efecto el llamado frente popular, que se creó en virtud de las consignas recibidas de las asociaciones internacionales y que se situó bajo la protección y salvaguardia de la Ley para conseguir en las elecciones generales de Diputados a Cortes, apelando a toda clase de procedimientos, una mayoría parlamentaria de la que habría de surgir un gobierno izquierdista que, en forma metódica, sin riesgo para el mismo, organizase la rebelión que habría de cambiar por completo la faz de España, previa la entrega de armas al populacho como así ocurrió, estallando la insurrección con gran virulencia cuando el Ejército, en cumplimiento de la sagrada misión que le estaba encomendada, asumió la dirección de la Nación, y alcanzando la misma tal magnitud y gravedad que se sostuvo a lo largo de treinta y dos meses de guerra.
No extrañaría demasiado que una interpretación semejante sobre las razones del conflicto pudiera leerse en cualquier panegírico incluido en alguno de los muchos folletos distribuidos por la zona franquista. Los libros sobre historia de España salidos de las editoriales oficiales del régimen podrían explicar así la guerra civil, habilitando las tesis de sus principales propagandistas. Una República dominada por extranjeros marxistas desde sus inicios y beligerante con la tradición española se encaminaba de forma inexorable a una revolución que, finalmente, fue promovida por el ilegal Gobierno del Frente Popular. Tal rebeldía no podía ser tolerada por unas Fuerzas Armadas que debían salvaguardar la integridad y esencias de la patria.
Pero no. El texto citado no procede de los muchos materiales divulgados con fines propagandísticos, ni de la más formal literatura escrita por los animosos y vehementes frailes que azuzaron o justificaron la sublevación. Figura ni más ni menos que en el primer razonamiento contenido en una sentencia dictada en agosto de 1939, una especie de carta de presentación para explicar la dureza del ulterior fallo. Desde el principio del golpe la justicia militar se vio impregnada de la ideología creada por el discurso de la cruzada salvadora, como si los sublevados necesitaran la constante reafirmación de sus actos. Aunque es cierto que la justificación se presentaba de modo casi inexcusable en las primeras sentencias y que poco a poco éstas dejaron de incluirla, no es exacto, como a veces se ha sugerido, que aquella desapareciera para siempre de los documentos judiciales. El peculiar pasaje citado fue escrito tras la finalización del conflicto e incluso después se redactaron líneas donde esa lectura fructificaba tras haber sufrido una casi imperceptible evolución.
Inicialmente el primer resultando de las sentencias repetía mecánicamente la conocida fórmula de la asunción de los poderes públicos por parte de las «autoridades legítimas del ejército», respondiendo al alzamiento en armas dirigido por las fuerzas marxistas integrantes del Frente Popular. Una respuesta la del ejército que, «por imperativo de conciencia» y obligado por su Ley Constitutiva de 1878, obedecía a la defensa de España frente a los enemigos interiores y exteriores, mientras era secundado por la «parte sana de la Nación». En esas primeras sentencias la supuesta rebelión articulada por el Gobierno republicano se adelantaba en el tiempo a la acción de un ejército que al asumir el poder para acabar con el imperante estado de anarquía fue respondido con una insurrección generalizada en todo el país. Con el paso de los meses la receta se repitió hasta la saciedad primero y se simplificó después. Hubo un momento en el que todo eso de la Ley Constitutiva, de los enemigos interiores y exteriores y de la generalizada rebeldía que asolaba la península pareció diluirse ante un más escueto «por la razón suprema de salvar a España», aunque muchas veces se utilizaba otra parte de la sentencia para completar el tedioso argumento[14].
Incrustando el discurso en documentos no públicos los sublevados dejaron escrita su obsesiva voluntad de legitimar su poder en todas las direcciones. Antes, durante y después de la guerra se rellenaron muchas cuartillas apelando a la santa rebeldía y al «tácito consentimiento» otorgado por la voluntad popular para emprender guerras justas. Religiosos, juristas y algún notorio militar alzado invirtieron mucho tiempo en argumentar que el Gobierno del Frente Popular era ilegal y que ello convertía en lícito el alzamiento y en legítimo el poder erigido por los sublevados. La apelación a la Ley Constitutiva del Ejército y el imperio de la doctrina amigo/enemigo procedente de Cari Schmitt, enfrentando a España con la anti-España, pusieron los cimientos del conocido discurso de la cruzada con el que los golpistas intentaron obtener apoyo y reconocimiento[15].
Todo poder ha de justificarse para asegurar la obediencia de los gobernados lo que, por la forma en que se desarrollaron los acontecimientos, se convirtió en imperiosa necesidad para quienes se alzaron contra el Gobierno de la República. Como señaló en su día Giuglielmo Ferrero:
Los principios de legitimidad no son más que justificaciones del Poder, esto es, explicaciones que los gobernantes dan a los gobernados acerca de las razones que pretenden fundamentar su derecho a mandar, y ello porque entre todas las desigualdades humanas, ninguna tiene tanta necesidad de justificarse, de explicarse ante la razón, como la desigualdad que deriva del fenómeno del Poder, del hecho de la dominación de unos hombres por otros hombres.
La legitimación es la búsqueda del consenso en la población en un intento de obtener la confianza de la mayor parte posible de personas. Se trata por tanto de un concepto de naturaleza estimativa difícil de objetivar, anclado en las percepciones de los sujetos y basado en la creencia de que el conjunto de leyes e instituciones es el mejor de los posibles. Los poderes se legitiman mediante la evaluación de acciones presentes y pasadas, una evaluación condicionada por los medios empleados para representar y justificar los valores e ideas constitutivos de la sociedad y por la capacidad de satisfacer las funciones de gobierno. Es imposible que un poder que no promueva en cierta medida las aspiraciones de una parte representativa de la población pueda mantenerse en pie[16].
Con la perspectiva de una guerra de larga duración el bando sublevado se encontró con un dilema crucial y difícil de solucionar: debía consolidar su poder sin renunciar a la purga del enemigo político. Era necesario conciliar una estrategia legitimadora con un intensivo, duradero y muy poco contemplativo uso de la violencia, recurso que empleado de forma abusiva es incompatible con la obtención de apoyos estables. Como se sabe, la institución de la Iglesia contribuyó inestimablemente al diseño del famoso discurso de la cruzada, bendiciendo a los paladines de la tradición levantados en armas contra los infieles. No tan fácil era su concurso efectivo en la canalización más o menos tolerable de las matanzas. Se requería para ello alguna fórmula capaz de incorporar toda la carga de orden y ley que impregnaba la oficial arenga cuartelera con la que los alzados se habían lanzado a su aventura. «El franquismo es un aparato de poder opresivo no de poder legítimo desde luego. Pero hay dos cuestiones esenciales, dos valores, que el régimen buscaría por todos los medios: la juridicidad, y la legitimidad, esta última a través de la anterior»[17].
Aunque el término se presta a otras definiciones, la juridicidad que intentaron lograr los sublevados poseía un carácter esencialmente virtual, una apariencia espectral de algo similar al imperio de la ley. El derecho tuvo en efecto un componente real de tribunales y leyes, de jueces e imputados, de condenas y ejecuciones. Todas las acciones se desarrollaban siguiendo aparentes rituales de toga y vistas orales, en un intento de simular que la verdadera justicia se había instalado en el solar español. Pero detrás de todo eso operaba una compleja ficción donde las proclamadas garantías jamás existieron y en la que los procesados recibían quiméricas imputaciones. La justicia militar fue el medio elegido para esta insólita puesta en escena en la que acusadores y acusados desfilaban fantasmagóricamente por un mundo imaginario gobernado por el derecho. ¿Pero qué sentido tenía todo esto cuando, en sí mismos, los instrumentos de coerción no tienen la capacidad de legitimar un poder político[18]?
Algún autor ha aseverado que un principio de legitimidad no puede basarse en una ficción, afirmación muy verosímil con vistas al largo plazo porque es improbable que las ensoñaciones y mistificaciones perduren intactas en el sentir de la población. Pero la legitimidad posee una naturaleza dinámica que está sujeta a posibles y a veces frecuentes oscilaciones generadas según las condiciones de cada contexto socio-político, de acuerdo con las cuales el poder elabora sus propias justificaciones. Se trata de un valor cambiante, necesariamente inserto en la dialéctica dominadores-dominados y apoyado en discursos que difícilmente pueden sustentarse de forma exclusiva en el humo volátil de la pura invención. Unos discursos que siempre apelan a componentes emocionales o racionales presentes en la sociedad para referirse a realidades más o menos tangibles pero que, en ocasiones, interpolan elementos desfigurados, alterados e incluso inventados[19].
Aunque nada sencillo, en la actualidad es posible conocer en mayor o menor medida los entresijos del poder instaurado por los golpistas de 1936, algo que casi nunca pudieron hacer los coetáneos, para quienes el acceso al funcionamiento de los tribunales y el conocimiento de las matanzas quedaba mediatizado por el discurso oficial. Lo que las nuevas autoridades hicieron fue entregar —al modo de la música sincopada— una mezcla insondable de realidad y ficción que permitiera ocultar la magnitud de la violencia infligida al enemigo y trasladar al mismo tiempo una imagen de orden y justicia. Las solas resoluciones judiciales no sirvieron para legitimar pero sí permiten reconocer con cierta amplitud cómo los sublevados fueron implementando su discurso del orden, la ley y la perentoria e ineludible necesidad de que el ejército, llamado por su misión histórica, tomara las riendas del poder. Por supuesto, la búsqueda de la legitimación por esta vía no vino de la mano de unas leyes, tribunales y sentencias que sí proporcionaron materialidad corpórea a la estructura judicial, sino de la imagen construida públicamente sobre la ficción de un funcionamiento supuestamente reglado y garante de derechos[20].
No se podía ni se quería ocultar el rigor empleado por los tribunales, a pesar de toda la supuesta cobertura procesal de que disponían los encausados. Pero tan rotunda y extendida coerción debía amortiguarse con mecanismos paliativos que, bajo ciertas condiciones, lograran situar la acción represora dentro de límites aceptables. Si en El Gatopardo algo debía cambiarse para que todo siguiera igual, las autoridades franquistas iniciaron una política amplia de liberación de presos para continuar teniéndolos atados y bien vigilados. La reducción de condenas en sus distintas versiones los derivó hacia una vasta red de explotación y control mientras se anunciaba públicamente que la misericordia de Franco alcanzaba a todos cuantos arrepentidos desearan participar en la construcción de una España nueva. Era la última vuelta de tuerca de la coacción impuesta a los derrotados en la guerra.
Sería un grave error seguir insistiendo en el carácter perverso, implacable y casi tribal del régimen instaurado por los vencedores de la guerra civil, porque ello desviaría la atención del verdadero lugar que ocupó la violencia en la construcción del Nuevo Estado. Lo que hubo en los diez años que siguieron a la sublevación fue sobre todo una limpieza en el sentido profiláctico dirigida mucho más a expurgar y someter que a aniquilar. El supuesto perfil paranoico de sus líderes o las alcantarillas del capitán Aguilera sólo son anécdotas de un entramado mucho más complejo que se sirvió de la contribución activa o pasiva de buena parte de la población española y el consentimiento tácito de varios gobiernos internacionales. No en vano una buena representación de la reciente literatura especializada se ha propuesto reservar un lugar preferente a la búsqueda de respuestas complejas que sean capaces de explicar por qué y cómo el Estado franquista recibió un cúmulo de apoyos provenientes de diversos niveles. Un camino que sólo puede recorrerse teniendo en cuenta que, frente a la incapacidad del resto de fuerzas políticas vinculadas a la derecha, el estamento militar debió asumir en España el único posible liderazgo, lo que marcó de modo indiscutible el devenir del conflicto[21].
Represión judicial militar
Son muchos los enfoques aplicables al estudio de la violencia desarrollada en España a partir de julio de 1936 y no pocos los problemas conceptuales que pueden suscitarse. De ello no cabe dar cuenta aquí pero sí señalar que no existe un consenso, a estas alturas necesario, acerca de cómo categorizar el control y la eliminación del enemigo político en el contexto de la guerra civil[22].
Tal carencia es muy evidente cuando son los sublevados en 1936 el objeto examinado, al primar entre la historiografía la tendencia a referirse de modo un tanto individualista a las formas de coerción empleadas. Es común el uso de neologismos y recurrente la utilización de comillas o letra cursiva, hasta el punto de que en muchos trabajos estos caracteres de destaque se usan al mismo tiempo con varios sentidos. Son tales las reservas para designar sin dobleces los conceptos que en ocasiones podría dar la sensación de que algunas cosas no tienen nombre. Nuevo Estado, rojos o legalidad son sólo tres de las muchas palabras que aparecen con frecuencia en los textos especializados, una y otra vez resaltados, como diciendo… Y ésta es la pregunta: ¿Cómo diciendo qué?
Muy cercana al más amplio concepto de violencia política y siempre referida al bando sublevado —luego régimen franquista—, aquí se va a tratar la represión judicial militar que, integrándose en la categoría de la represión judicial, fue una suerte de entramado dirigido a juzgar individuos a partir del 18 de julio de 1936 sobre la base procesal y penal del Código de Justicia Militar de 1890, corregida por diversos «bandos de guerra» que finalmente confluyeron en el 28 de julio de 1936, así como por otras disposiciones de carácter procesal. Los efectos finales de este tipo de coerción fueron el fusilamiento, la cárcel o el encuadramiento social e ideológico mediante mecanismos de coacción y vigilancia institucionales. Ninguno de los tres efectos deben considerarse excluyentes entre sí, pues una ejecución bien pudo venir precedida de los otros, mientras que una absolución en un juicio o la concesión de la libertad no implicaba que las instituciones bajaran la guardia. La militar no fue la única represión judicial, pues con ella convivieron otras jurisdicciones especiales de claro matiz político, siendo las más conocidas la de Responsabilidades Políticas y la de Masonería y Comunismo. Obviamente también funcionó una jurisdicción ordinaria que poco o nada se detuvo en los asuntos derivados de la guerra.
Hubo otras formas de violencia ejercidas por vías no judiciales, que evidentemente no son objeto del presente estudio y cuyo efecto más extremo fue la ejecución de personas sin que mediara ninguna sentencia, pudiendo conllevar asimismo vejámenes de toda clase, bien es cierto que al igual que la represión judicial. La mayoría de las veces ha sido calificada como violencia irregular, ilegal o aleatoria, atributos que deben matizarse a tenor de las últimas y más solventes investigaciones. Cierto es que en una situación como la del verano de 1936 sería ilusorio pensar que todas las acciones violentas podían ser controladas por la autoridad competente, suponiendo además que se sepa cuál sea esta. Odios personales, avidez asesina de algunos individuos o heterogeneidad de una Falange muy crecida desde marzo de 1936 pueden haber sido factores a tener en cuenta para algunos casos, especialmente en un contexto de lucha y consolidación del poder en cada localidad.
Ya se sabía que las autoridades militares y civiles estaban al tanto de la limpieza y que en ocasiones se inhibían de su conocimiento. Sin embargo va siendo cada vez más evidente que en la mayor parte de las ocasiones aquéllas se pusieron al frente de las mismas, como parte del programa represivo de las fuerzas golpistas, interviniendo los principales y más destacados cargos policiales y militares del territorio. Que la guerra fuera un hecho no hizo sino intensificar mucho más esa violencia no judicial, pero sí estructurada[23].
El término judicial como atributo distintivo resulta menos polémico que el de procesal, en tanto que este involucra de modo inherente una referencia al concepto de garantía que, precisamente, toma un carácter de apariencia en el desarrollo de la jurisdicción militar franquista. Aunque desde una perspectiva rigurosamente formal es posible encontrar numerosos ingredientes procesales, el funcionamiento de los tribunales castrenses sólo adquiere pleno sentido si se concibe como una virtualidad procesal en el marco de un intento por dar forma aparente a un derecho plagado de garantías que en la realidad no existían. Es por ello que caracterizar las actuaciones de los consejos de guerra franquistas como represión procesal, sin ser inexacto, entra en contradicción con la naturaleza y consecuencias de ese dispositivo.
Otro problema diferente plantea la idea de legalidad al aplicarse como rasgo definitorio. Si bien desde un punto de vista formal y teniendo en cuenta las concepciones jurídicas predominantes en la época no es inviable hablar de legalidad —nunca evidentemente de principio de legalidad—, muy diferente es que ésta sea conveniente como atributo nuclear de una clasificación. El hecho primero de que toda la panoplia normativa sublevada se sustente en la promulgación inconstitucional de «bandos de guerra» y que éstos prevean, sobre todo en los momentos iniciales del golpe, castigos de diversa naturaleza vinculados o no a actuaciones judiciales, genera una amplia y confusa gama de situaciones que sólo vagamente podrían cubrirse con el concepto de legalidad. Por tanto no sería operativo englobar en una supuesta categoría de represión legal a las diversas intervenciones que involucrando unos elementos distintivos singulares tuvieran exclusivamente en común figurar escritas en una serie de disposiciones.
Este hilo argumental remite de nuevo al principio del parágrafo e invita al uso del atributo judicial como elemento adjetivo capaz de definir con claridad, sencillez y precisión un primer nivel del cuadro represivo franquista. Sin entrar en mayor detalle, de lo que se va a hablar en los siguientes apartados es de la represión judicial militar, concepto que requiere una última puntualización.
Habitualmente la actuación de los tribunales castrenses en relación con la guerra civil ha recibido la conocida denominación de «justicia al revés» acuñada por Serrano Súñer tras la muerte de Franco. Paradojas de la vida, cuando desempeñó cargos destacados el cuñadísimo tuvo tiempo de advertir la aberración jurídica en plena vorágine sancionadora pero prefirió esperar treinta y cinco años, lo que no deja de llamar poderosamente la atención. Sin duda «justicia al revés» es una expresión brillante en cuanto acepción jurídica descriptiva de una fórmula que, eludiendo el curso real de los fenómenos, argumentaba en dirección opuesta al razonamiento acusatorio regular y lógico. Son los leales quienes deben juzgar como rebeldes a los sublevados y no al contrario.
Hasta aquí bien pero que nadie se llame a engaño. Fuera de su indudable valor descriptivo «justicia al revés» encierra la problemática ambigüedad de apuntar hacia la posible existencia de una justicia «al derecho». Serrano Súñer no pretendía denunciar la improcedencia de la sublevación sino que, abjurando del modelo utilizado, postulaba que la rebeldía estaba plenamente justificada y que habría sido necesaria la creación de tipos jurídicos nuevos ad hoc para juzgar a los leales. La cuestión es que ése no es el sentido final con el que la historiografía emplea la expresión porque, esto es lo realmente importante, fuera de suposiciones absurdas —como que los sublevados se entregaran a los republicanos para ser juzgados o que los propios alzados se juzgaran a sí mismos como rebeldes— no existe un camino regular para una justicia de guerra derivada de un golpe de estado. «Justicia al revés» tiene validez, por tanto, como máxima descriptiva de una realidad bien conocida por los vencedores. Sin ir más lejos, cuando en la inmediata posguerra éstos quisieron poner coto al desaguisado penitenciario las autoridades no salían de su asombro al percatarse de que cualquier hecho se había retorcido para encajarlo en la rebelión. Anticipándose al cuñadísimo debieron reconocer que tal situación era «consecuencia de querer castigar por rebeldes a quienes no se han rebelado»[24].
GENEALOGÍA DE UNA SOLUCIÓN
Buena parte de la literatura especializada suele referirse a una primera etapa con predominio casi absoluto de la violencia no judicial, que vendría a superarse con una segunda fase en la que los sublevados habrían conferido a los consejos de guerra plena potestad en el ejercicio de la coerción contra los adscritos al bando republicano. Las autoridades militares de cada zona tomada por los golpistas, previo dictado de las órdenes precisas, depositaron en delegados de orden público y comandancias de la Guardia Civil la confianza necesaria para llevar adelante la profunda limpieza inicial, casa por casa y puerta por puerta, asistidos por los notables derechistas locales y los brazos siempre dispuestos de aguerridos falangistas y carlistas. Llegados a cierto punto el mando habría puesto coto a los excesos reduciendo el margen de maniobra de los sátrapas locales e instaurando de forma plena la justicia castrense. La segunda etapa, protagonizada por los consejos de guerra, habría tenido su implantación definitiva en marzo de 1937 aproximadamente con la institucionalización de la muchas veces denominada farsa o pantomima judicial, mediante la cual continuaba a buen ritmo el desfile de ejecutados.
Semejante propuesta interpretativa requiere algunas matizaciones. La jurisdicción militar no fue un mero parche que vino a tapar los negros agujeros producidos por los asesinatos iniciales. Ambos procedimientos tuvieron los mismos cerebros y surgieron de idénticas directrices, avanzando paralelamente con velocidades propias y adecuadas a cada contexto. El 18 de julio de 1936 despuntaba en España un difuso golpe de Estado cuyos arquitectos pretendían rápido y sin contemplaciones. Dos semanas después la violencia seguía sin atemperarse pero en ese momento el panorama ya no era el mismo, pues una guerra civil se oteaba en el horizonte. Cuando en el otoño se inició el asalto a Madrid la perspectiva de tomar la capital plagada de enemigos condicionó muchas decisiones y cuando el invierno trajo la certeza de una larga batalla con intervención extranjera y medios de todo el mundo indagando en territorio peninsular, la guerra de propaganda ya hacía tiempo comenzada adquirió una dimensión mucho mayor.
El plan represivo de los sublevados apuntaba al desmembramiento total de la resistencia republicana a cualquier precio, porque no es fácil encontrar altibajos en su naturaleza y objetivos principales, y sí mucho más en la intensidad y métodos aplicados, ninguno de los cuales nació para suceder al otro sino que todos se encontraban en el origen mismo del levantamiento. Simplemente su evolución corrió pareja al desarrollo político y bélico del contexto histórico. Los tribunales militares supusieron la carta guardada de los golpistas, el orgullo de un bando que se jactaba de venir a impartir verdadera justicia mientras furtivamente promocionaba auténticas matanzas a lo largo y ancho de los territorios conquistados. No predominaron en la prensa expresiones de júbilo por los múltiples asesinatos o los muertos de las cunetas ni, como es bien sabido, tampoco es sencillo ni fiable indagar en los registros civiles buscando los correspondientes asientos de los fallecidos. Pero bajo el rótulo sentencia cumplida los periódicos expresaban con suficiencia las ejecuciones ordenadas por los consejos de guerra contra supuestos rebeldes locales de condición militar o civil, en Castilla o Andalucía. Una prensa que también titulaba muy destacadamente «Contra la barbarie la justicia más serena», «una justicia firme e implacable, que borre con sus sanciones el borrón que habría de quedar en la historia para la España nueva que vamos a construir todos los buenos patriotas»[25].
Tan sólo dos semanas después del golpe —a buen seguro mucho antes— los sublevados no tenían dudas de cuál era la imagen de la justicia por la que apostaban y tampoco de qué hechos podían perjudicarla. ¿Cómo murió el gobernador de Palencia?, se preguntaba en una tronera un periódico zamorano. Explicar esa muerte de otro modo que no sea el asesinato resulta rocambolesco, pero el rotativo no tuvo reparos. Enrique Martínez Ruiz-Delgado iba a entregarse a Carrión acompañado de dos agentes de seguridad cuando un pequeño grupo de marxistas apostados detrás de un quiosco dispararon muriendo el gobernador en el acto por dos certeros disparos en cabeza y corazón, mientras los pistoleros huyeron. Como es lógico pensar y todo el mundo puede suponer, si no fuera porque en el historial de muertes mal explicadas siempre aparece un quiosco o tenderete y un número indeterminado de indeterminados rojos que casualmente nunca son hallados[26].
Los métodos represivos de los sublevados debieron adecuarse a su necesidad de consolidarse como poder político ante la opinión pública, por lo que inevitablemente su evolución se inscribe en la guerra de propaganda disputada por ambos bandos de forma tangencial al proceso bélico. La facilidad con la que era posible ocultar las matanzas en los primeros momentos del golpe fue diluyéndose con el paso de las semanas. En principio los sublevados camparon a sus anchas por la prensa y cuerpos diplomáticos internacionales difundiendo las tropelías del terror rojo, fenómeno acuñado desde la época de la revolución rusa y de amplia aceptación pública. Cualquier actuación del ejército golpista se fundaba, según sus propios argumentos, en otras anteriores de las denominadas hordas marxistas lo que tenía cierto calado internacional. Mientras tanto el Gobierno republicano se limitaba a defenderse de las acusaciones, a justificarlas y en cierto modo a aceptarlas con el único esfuerzo de intentar discutir el número de muertos y de expresar su voluntad de controlar los asesinatos.
A partir del otoño de 1936 esa tendencia defensiva comenzó a cambiar, especialmente con la difusión de la matanza de Badajoz, de tal modo que la idea de orden sobre la que se había edificado la justificación tanto de la sublevación misma como del posterior empleo de la fuerza, era puesta en entredicho. Comenzó entonces una batalla de propaganda que ya no tendrá un único actor y en la que ambos bandos volcarán parte de sus recursos. Que Badajoz saliera a la luz de forma insistente no le sentó nada bien a los militares rebeldes y una serie de informes y contrainformes oficiales fueron sucediéndose. Naturalmente se esgrimieron numerosos argumentos para contrarrestar las acusaciones, siendo la ejecución después de un consejo de guerra un elemento básico por parte de los sublevados para justificar el fusilamiento de enemigos. No puede ser casual —ni imputable en exclusiva a la jefatura de Franco— que desde finales de agosto y especialmente en el otoño de 1936, cuando se produjo la primera oleada de esa lucha de papel, se articulasen las más importantes disposiciones que dieron forma a la jurisdicción militar durante la guerra; ni accidental que en enero de 1937 entrara en funcionamiento la Delegación de Prensa y Propaganda. Si los golpistas se alzaron —eso dijeron— para reinstaurar el orden y acabar con el complot revolucionario es lógico entonces que intentaran convencer de ello a la opinión pública evitando cualquier imagen de caos[27].
De la periodización y sus polémicas
Hasta finales de agosto de 1936 las autoridades sublevadas se manejaron exclusivamente en el área judicial castrense mediante los bandos y el Código de Justicia Militar de 1890, vigente durante el período republicano. Esa presencia normativa ciertamente residual estuvo en consonancia con la escasa actividad de los tribunales, constituidos para dar cuenta de unos pocos procesos donde se imputaba a personas de alguna relevancia y a los que muchas veces se les pretendía dar cierta publicidad. Mientras las matanzas sin juicio se multiplicaron durante esos meses a lo largo y ancho del territorio dominado por los golpistas, los consejos de guerra juzgaban a gobernadores civiles, alcaldes, miembros de comités que intentaron oponerse al levantamiento y, en general, personalidades con cierta relevancia local. No todas desde luego, porque muchos de estos cargos fueron también ejecutados con nocturnidad y abandonados en cunetas, fosas comunes o enterrados en cualquier lugar.
A falta de un cómputo preciso que evalúe los datos enfrentados de fusilados con y sin sentencia, la evidencia disponible permite afirmar que en los meses iniciales del golpe el volumen de muertos por la violencia sublevada se nutrió especialmente de ejecutados sin juicio previo. Castilla, Galicia y especialmente Extremadura y Andalucía fueron regiones que en su mayor parte pronto cayeron en manos de los alzados y en ellas la celebración de consejos de guerra fue cuando menos escasa e incluso testimonial, frente al elevado número de ejecutados por vía no judicial. Si castellanos y gallegos sufrieron un fuerte castigo habiéndose producido un triunfo casi inmediato del golpe, en zonas como Huelva, Sevilla, Córdoba, Granada o Badajoz hubo auténticas matanzas en masa en las que se liquidó el censo de barrios y municipios enteros[28].
De la treintena de provincias que cayeron en manos de los alzados en el verano de 1936, al menos dieciséis de sus gobernadores civiles fueron ejecutados y como mínimo once de ellos lo acabaron siendo después de un consejo de guerra. Una proporción sin duda alta que probablemente coincida con la de militares alineados con la República y líderes políticos o alcaldes de localidades importantes y se aleje en el caso de las personas y lugares menos destacados. Esos procesos alcanzaron cierta notoriedad en la prensa, como ocurrió con los cuatro gobernadores gallegos y los de Cádiz y Huelva[29]. En su heterogénea amalgama, todos estos juicios permiten indagar en una primera oleada de decisiones caracterizadas por un notable desprecio de criterios uniformes, con el lógico predominio de una rebelión poco definida conceptualmente y discutida como reina de los delitos por la traición.
En los días iniciales de la sublevación el «bando de guerra» se erigió como guía ubicuo de la norma penal en territorio alzado y a partir del 18 de julio varios comenzaron a dictarse en las distintas zonas dominadas. En torno a los bandos existe no poca disensión entre la doctrina especializada, pero lo que difícilmente puede sostenerse es que los generales alzados tuvieran potestad para dictarlos en el marco de la Constitución republicana y la Ley de Orden Público de 1933. Interesa no obstante precisar que más allá de la problemática legal este instrumento penal fue artificiosamente utilizado como escudo o pretexto para justificar ejecuciones directas sin formación de causa. La amenaza que los bandos fijaban hacia conductas en otro tiempo permitidas —reuniones, tenencia de armas, circulación en las calles— se llevó a efecto de forma habitual para la eliminación de quienes eran considerados enemigos políticos. La expresión aplicación del bando de guerra fue utilizada abusivamente para certificar con léxico más higiénico lo que no eran sino asesinatos no judiciales. Ni los ejecutados escapaban de nadie ni tenían en sus casas arsenales, simplemente fueron acribillados y sus muertes ocultadas por tan pavoroso eufemismo porque —y esto debe tenerse claro— se trata de una perversión dentro de otra: las autoridades militares alzadas no podían dictar bandos ni, en caso de hacerlo, era lícito que en virtud de éstos se ejecutara a cientos de personas sin formación de causa[30].
Sería prolijo enumerar la batería de bandos promulgados desde el 18 de julio de 1936, por lo que baste saber que todos los mandos militares ordenaron su lectura en las respectivas localidades durante la semana posterior al golpe, hasta que la Junta de Defensa Nacional promulgó el de 28 de julio para todo el territorio. Antes de eso Queipo de Llano había ido más lejos al dictar el día 24 un bando que abiertamente prescribía en los pueblos donde se comprobara la realización de crueldades, la ejecución inmediata sin formación de causa de las directivas de partidos izquierdistas o, de no hallarse a las mismas, un número igual de afiliados seleccionados discrecionalmente. Una pista muy significativa de las intenciones sublevadas y de lo que estaba por venir.
La mayoría de los bandos promulgados y especialmente el de 28 de julio recogían las nuevas conductas penadas como delito de rebelión, determinaban el empleo universal del procedimiento sumarísimo y sometían a la jurisdicción militar una amplia tipología delictiva, pero en ningún caso afirmaban expresamente sustituir por completo el código y los procedimientos militares. La caótica sentencia de 23 de marzo de 1937 dejaba claro esta cuestión tras revocar otra dada en Palma de Mallorca por la que se condenaba a seis personas mediante la aplicación directa del bando promulgado por el general Goded el 19 de julio de 1936. Los bandos —dice la sentencia— «son complementarios del Código de Justicia Militar, más no le (sic) substituyen por completo, ni implican la total inaplicación de dicho Cuerpo legal…»[31].
Fuera de los bandos la jurisdicción militar no verá sus primeros cambios organizativos hasta finales de agosto, especialmente con el decreto número 79 que ordenaba, dada la necesidad de «los actuales momentos, para mayor eficiencia del movimiento militar y ciudadano, que la norma de las actuaciones judiciales castrenses sea la rapidez, haciéndola compatible con las garantías procesales de los encartados». Retomando lo ya indicado en el bando de 28 de julio el decreto insistía en que todas las causas debían seguirse por el procedimiento sumarísimo previsto en el Código de Justicia Militar, aunque sin que se precisara sorprender al reo en flagrante delito, ni tampoco que a éste se le debiera imponer pena de muerte o perpetua para proceder según dicho trámite, tal y como indicaba el artículo 649. Las autoridades militares debían resolver las dudas planteadas con respecto al procedimiento mientras que los disentimientos que surgieran entre Autoridad Militar y Auditor o entre éstos con la resolución del consejo de guerra serían elevados a la Junta de Defensa Nacional.
Algún autor otorga mucha importancia a estas y otras disposiciones que vendrán a continuación, hasta el punto de que el nombramiento de Franco como caudillo sublevado a finales de septiembre o la creación del Alto Tribunal de Justicia Militar por decreto de 24 de octubre serían hitos que permitirían identificar un proceso de reconstrucción jurisdiccional enmarcado en uno institucional más amplio. Con la mirada en un horizonte que señalaba la eliminación de la herencia legislativa republicana, todas las medidas irían encaminadas a una superación del 14 de abril de 1931 y a la recuperación de instituciones precedentes mediante un proceso de transición iniciado en el otoño de 1936 y culminado en la primavera de 1937, en el que pudo detectarse la lógica resistencia de las máximas autoridades territoriales que no compartían la homologación impuesta desde el cuartel General de Franco[32].
Como en todas las visiones complejas, hay en esta lectura muchos elementos que sin duda han de compartirse, conviviendo con otros que, cuando menos, deben ser matizados. La utilización del término reconstrucción para designar la obra institucional de los sublevados es discutible porque ello implicaría que en algún momento del pasado habrían sido autores de algún diseño orgánico en tanto que autoridad política. Y esto evidentemente no es así. No pudieron reconstruir lo que en ningún momento tuvieron potestad para construir; a lo sumo es posible afirmar que, tomando como modelo la organización jurisdiccional de la Restauración, edificaron una estructura más o menos improvisada sin derruir en su totalidad los cimientos de la época republicana. Sostener que el Decreto número 64, de 25 de agosto de 1936, constituye una ruptura sin precedentes de la reforma iniciada por Decreto de 11 de mayo de 1931, significa no tener en cuenta la Ley de 17 de julio de 1935, vigente en el momento del golpe y no derogada por el Frente Popular[33].
Aunque la República no era el modelo a seguir, la pretendida superación de la misma en el ámbito de la jurisdicción militar se ciñó a la importante cuestión de la independencia respecto del Tribunal Supremo con la creación de un Alto Tribunal que, en verdad, se pareció más al consejillo de generales representado por la Junta de Defensa Nacional que al decimonónico Consejo Supremo de Guerra y Marina. Cinco oficiales de alto rango y comprometidos a sangre y fuego con el alzamiento eran quienes supuestamente otorgaban homogeneidad a la jurisprudencia sublevada. Más bien se trató de crear una serie de órganos propios y adaptados a las circunstancias y necesidades sobre la base de prácticas seculares que los distintos gobiernos republicanos no lograron erradicar. Conviene prestar atención al siguiente texto:
… en esta clase de guerra el contendiente se encuentra de ordinario camuflado entre el pacífico vecindario e incluso utiliza su morada si le ofrece ventajas estratégicas y sin que siquiera sea dable colegir de los antecedentes políticos y sociales consecuencias que constituyan indicios de una conducta presumible en cada cual, pues en las páginas de este proceso y en las de otros vemos ejemplos de mutaciones e inconsecuencias de funestos resultados; iniciada la lucha hubo quienes ajenos a ella, en la alucinación del triunfo que preveían, fueron inoculados de la vesania revolucionaria y este es otro motivo de honda desorientación para la investigación procesal.
Pocas sorpresas si no fuera porque el texto pertenece a un proceso seguido en 1935 como consecuencia de la revolución puesta en marcha en octubre del año anterior. Parecido lenguaje y parecida jurisprudencia que, eso sí, con mecánicas, impulsos y consecuencias notablemente diferentes, deben conducir a una reflexión acerca de la supuesta ruptura total con el marco jurídico republicano, entre otras razones porque éste significó en algunos aspectos una continuidad con respecto a la anterior organización de la justicia militar[34]. Tanto es así que en numerosas resoluciones acordadas durante la guerra se admitió la vigencia de normativa promulgada durante la Segunda República, en alusión por ejemplo a algunas cuestiones de trámite previstas en el Decreto de 11 de mayo o la Ley de 3 de julio de 1931. Vigencia que llega a sorprender en el caso de la amnistía dictada por el Frente Popular el 21 de febrero de 1936, aplicándose incluso a algunos procesados a los que se les acusaba de hechos concretos cometidos durante la revolución de 1934. Sin embargo el aparato institucional y legislativo articulado en el otoño de 1936 tuvo un impacto real insignificante en los límites de la represión y la suerte de los procesados, aspectos cuya elasticidad era deudora más bien del arbitrio judicial y de consideraciones de carácter político. La verdadera función de esos instrumentos era otra[35].
No puede discutirse que en la primera etapa de la guerra la justicia militar estuvo a cargo de los caudillos territoriales y que el carácter de cada cual y sus relaciones entre sí fueron determinantes en el desarrollo de la violencia. Sin embargo la imagen de una zona norte que, a través de los tribunales castrenses y dirigida por Franco y Mola, habría buscado imponer el orden y la disciplina frente a una irredenta región sur dominada por el sátrapa Queipo es eso, una imagen, que sólo sirve para edulcorar una realidad mucho más amarga. Los mecanismos e instituciones no se crearon para atajar los crímenes sino para ocultarlos detrás de un armazón legal capaz al mismo tiempo de suavizarlos con el revestimiento de la juridicidad. Por simple cálculo político a finales de 1936 no era conveniente seguir ejecutando personas sin la bendición de los procedimientos judiciales, al menos no públicamente. Las grandes matanzas ya se habían perpetrado por lo que era el momento oportuno de insistir en una estrategia que, de forma paralela a unos asesinatos que ni mucho menos acabaron aquí, permitiera seguir eliminando enemigos con menos rechazo de los observadores[36].
Pero los tribunales militares ya venían funcionando. Aunque el general Queipo comenzó a incoar procesos militares a paisanos sólo después de la exaltación de Franco al liderazgo golpista, en otras zonas el inicio y resolución de procedimientos fueron anteriores a octubre de 1936[37]. Más allá de los cargos relevantes y de la oficialidad contraria a la sublevación multitud de pueblos castellanos sufrieron desde muy pronto la dureza de los consejos de guerra. En la capital pucelana se celebró el 26 de septiembre una vista en la que se encausaba a ciento dos procesados de Nava del Rey por lo ocurrido la noche del 18 al 19 de julio, cuando el alcalde y los miembros de la Casa del Pueblo efectuaron requisas de armas resultando muertos el teniente de la Guardia Civil y un tradicionalista. Hubo cincuenta y cuatro condenados a muerte de los que cuarenta y dos fueron ejecutados a finales de octubre[38].
Es obvio que la jurisdicción militar funcionaba antes de octubre de 1936, y lo hacía de esta manera. La entrada del caudillo en escena o la constitución del Alto Tribunal de Justicia Militar, cuya primera resolución se produjo el 17 de noviembre, no varió demasiado esta política de pueblos mermados y familias liquidadas por piquetes de ejecución. Son incontables los casos y ahí van algunos ejemplos. La villa palentina de Baltanás, donde alcalde y comité encabezaron el día 18 de julio la incautación de armas pertenecientes a personas de derechas, repartiéndolas entre miembros del Frente Popular. Comunicaciones con el gobernador civil de Palencia, cortes de carreteras y control de las calles completan la nómina de altercados, que se cerró sin víctimas. De treinta y un procesados, veinte fueron condenados a muerte, aunque más tarde actuó para diez la clemencia de Franco. En Villadiego, provincia de Burgos, hechos similares, aunque con un tiroteo sin consecuencias. Veintiún procesados con catorce condenados a muerte, de los que cinco fueron indultados. El propio Alto Tribunal afirmaba que los hechos «no tuvieron gran trascendencia» aisladamente pero enjuiciándolos en el conjunto de la denominada rebelión militar la perspectiva era otra. La sentencia muy acertadamente —decían los tribunos— «ya estableció diferencias en la aplicación de las penas y, sin extremar rigores, limitó la de muerte a aquellos procesados que consideró más culpables». Apréciense las cursivas. Dueñas, otra vez Palencia. Los sucesos de este pueblo son considerados muy graves por el tribunal porque los procesados no sólo llevaron a cabo lo habitual sino que intentaron hacerse con el importante nudo ferroviario de Venta de Baños para vigilar los trenes y si venía alguno cargado de militares se propusieron meterlo en vías muertas para «estamparlos a todos». Esto pareció justificar que se condenara a muerte nada menos que a cincuenta y dos personas. Sólo pudo venir «la misericordia a atenuar los rigores de la justicia estricta», de la mano de una propuesta para la conmutación de la pena capital a catorce de los condenados[39].
El conjunto de la notable y abrumadora investigación sobre los diferentes aspectos de la violencia franquista aparecido en los últimos veinticinco años permite afirmar que la supresión del adversario y su control social fueron los fines esenciales e ineludibles del Nuevo Estado. Continuar matando sin ropaje o con él, pero continuar reduciendo al enemigo. Por ello, durante el que se ha concebido como proceso de transición hacia un protagonismo de la represión judicial y que iría desde octubre de 1936 hasta la primavera de 1937, van a seguir multiplicándose consejos de guerra que constituyeron por sus efectos auténticas ejecuciones masivas, con decenas de villas castellanas, leonesas y gallegas masacradas. Si tomamos los datos de veintiocho de estos casos —hubo muchos más— en los que se procesó a más de diez personas, el resultado es escalofriante, con un promedio de 47 procesados por causa, un 52% de penas capitales, con 15 ejecutados y 6 conmutaciones de media[40].
En Pancorbo, tras ser excluida de la sentencia una persona por discapacidad mental, se condenó a muerte a todos los procesados, veintidós, ejecutándose finalmente a diecisiete de ellos. Semejante dureza recayó sobre quienes se habían opuesto activamente al levantamiento de julio. Desde el Ayuntamiento hubo resistencia a los miembros del Ejército y de las milicias y en las escaramuzas murió el falangista Julio Aldama. Parece ser que la lucha sostenida en Pancorbo influyó en la moral de quienes se organizaron para oponerse al alzamiento en poblaciones cercanas como Miranda de Ebro, lo que fue considerado por el tribunal como de gran trascendencia. Por ello esta masiva purga, en el contexto de una guerra civil,
no tiene solamente fines de sanción punitiva para el condenado y la ejemplaridad de los demás, ha de servir además para la seguridad del futuro de España. Es una necesidad dolorosa sí, pero necesaria, al extirpar un mal profundo y extendido que ya es irremediable por otros procedimientos, dado el envenenamiento que en ideas y procedimientos se nota hasta en los pueblos más pequeños. Si hemos de tener en cuenta el porvenir de la Patria, se hace inevitable y necesaria la eliminación de los elementos perturbadores.
Como en otros casos similares, el tribunal se apiadaba de las «consecuencias que para un pequeño pueblo supone el ver ejecutados» a tal cantidad de vecinos y por ello, haciendo un sobrehumano esfuerzo gracias a los «sentimientos de misericordia», hizo uso de «la noble facultad del perdón» sobre cinco condenados.
En 1936 y durante la primera mitad de 1937 esta formulación fue habitual. Un pueblo de la mitad norte de España en el que los representantes municipales comunican con el gobernador civil de la provincia y deciden enfrentarse a los sublevados, a quienes presentan resistencia pero pocas veces como en Pancorbo se producen víctimas mortales entre los golpistas. Y habitual fue que ni en esos casos los sumarios se aligeraran. En Tudela de Duero, Pablo Arranz, presidente de la Comisión Gestora Municipal, fue avisado por el gobernador Luis Lavín —posteriormente ejecutado— del inminente levantamiento. Se produjo una resistencia sin víctimas en la que se intentó desarmar y detener a las personas de derechas, se repartieron armas y se impidió la entrada del Ejército y las milicias. Resultado: setenta y tres procesados con cincuenta y seis penas de treinta años y catorce de muerte, todas ellas ejecutadas. Ninguno de los condenados a la pena capital se hacía acreedor al indulto porque el consejo de guerra, «al sancionar los sucesos … con la imposición de sólo catorce penas de muerte y cincuenta y ocho de reclusión, ya atenuó los rigores de la justicia con la suavidad de la misericordia»[41].
La justicia militar presentaba estos rigores en el período en que se estaba produciendo la consolidación de sus instituciones y criterios. Con los tribunales consagrando los fusilamientos masivos se daba continuidad a la limpieza en retaguardia a un ritmo inferior que en los meses anteriores aunque ciertamente sostenido. El inconveniente de una relativa menor contundencia se compensaba con una gran versatilidad en la adecuación a los principios legitimadores. Pero en la denominada etapa de transición hacia una justicia militar homogénea los represaliados no disfrutaron de mayor benevolencia o protección jurídica. Unas acusaciones sin fuerza no podían esconderse tras la ausencia de una base mínima sobre la que poder construir los alegatos. Defender a las instituciones republicanas con una escopeta en la mano fue la acusación empleada por los consejos de guerra para asolar decenas de pueblos. En general desde mediados de 1937 el número de muertos descendió en aquellas zonas en que triunfó la sublevación, pero no por la presencia de los tribunales sino porque las intensas matanzas de 1936 redujeron el margen de posibles víctimas. No hay más que examinar el aumento de la intensidad represiva en la posterior ocupación de Málaga o Santander para comprobar que la presencia de la justicia no era en ese sentido determinante.
La rebelión fue clave
La rebelión como lectura justificadora del golpe de Estado fue una creación anterior al mismo, según rezan las instrucciones previas elaboradas por los alzados o los preceptos incluidos en los «bandos de guerra». Los sublevados se lanzaron a la batalla con la rebelión en el bolsillo, eso está claro. Mucho más discutible es que la aplicación del ilícito rebelde estuviera bien delimitada para volcarlo contra la vasta resistencia que generó el 18 de julio, dado que los tribunales militares se concibieron para dar cuenta de los principales líderes y cargos públicos. Pero ni siquiera puede afirmarse que todas las autoridades sublevadas tuvieran el mismo criterio para juzgar a gobernadores civiles, alcaldes, presidentes de casas del pueblo, diputados o dirigentes de los partidos y sindicatos vinculados al Frente Popular. La traición se deslizaba a veces entre una rebelión que todavía no dominaba por completo los dictados de los tribunales[42].
Es probable que la calificación del delito dependiera del distinto criterio de cada consejo de guerra y auditor, porque no debe olvidarse que por éstos pasaban todas las sentencias para ser declaradas firmes. De hecho la misma autoridad podía emplear argumentos distintos según cada procesado. En Orense el «significado elemento directivo del Partido Socialista» Ramón Fuentes Canal fue condenado por un delito de rebelión del párrafo segundo del artículo 238 del código castrense, por haber tenido «una intervención principal y continuada en la preparación de la rebelión militar», de tal modo que «su propaganda y trabajos organizadores inducían directamente a las masas a una actividad revolucionaria». Por las mismas fechas en La Coruña José Miñones, diputado masón de Izquierda Republicana, era condenado por delito de traición dada su oposición al Ejército como «único adversario que podía oponerse a sus propósitos». Curiosamente, aunque no por la misma razón, ambos casos fueron conocidos por el Alto Tribunal y resueltos el 21 de noviembre de 1936. Y mientras Ramón Fuentes siguió siendo un rebelde pero con agravante de trascendencia, viendo empeorada su condena, José Miñones continuó siendo un traidor y, como la sentencia era ya firme, el tribunal se limitó a informar acerca del indulto, haciendo sutil referencia a que en otro caso podría haber rectificado la calificación delictiva. Es decir, que en noviembre de 1936 la inteligencia sublevada rechazaba el uso de la traición, por más que un consejo de guerra de oficiales generales la hubiera utilizado para condenar a Miñones el 27 de octubre[43].
La traición implicaba reconocer la condición de ejército a los defensores de la República. Desde una perspectiva legitimadora del golpe lo último que deseaban los sublevados era realizar tamaña concesión a sus enemigos que todo lo más eran partidas armadas de rebeldes. Escenificar la lucha contra la horda y la barbarie fue un elemento crucial de la propaganda sublevada y poco a poco las sentencias fueron adaptándose a esa concepción. Más usado en los primeros días del golpe, en especial contra jefes militares, soldados desertores y algunos cargos, el delito de traición fue excluido como recurso represivo útil en lo tocante al bando republicano[44].
El ilícito por excelencia utilizado para reducir y eliminar al bando republicano fue el de rebelión. Al contrario de lo que algún autor ha sugerido, la distinción de sus variantes no es ni mucho menos una cuestión secundaria[45]. Si, como creemos, un componente esencial de la jurisdicción militar era la ficción, en el sentido de aparentar lo que no había e incluso de camuflar lo que no quería mostrarse, entonces la homologación de criterios adquiere un carácter principal para los sublevados. Al establecer una suerte de reglas el bando ya franquista simulaba una necesaria normalización de la justicia y con ello no pretendía mejorar las expectativas judiciales de los represaliados ni ser riguroso con la ley. Sus tribunales contaron con el arbitrio judicial como resorte esencial para dirigir las sentencias, por lo que no se puede utilizar el cándido argumento de que al ser la rebeldía marxista una mera invención —que lo fue— quienes apoyaron a los alzados no iban a detenerse en una aplicación matizada de los criterios establecidos o que no lo harían si éstos resultaran favorables para los procesados. Las bases fijadas a lo largo del invierno y la primavera de 1937 estaban en consonancia con la lectura del conflicto propia de los sublevados. Se eligió el delito, se fijaron sus principales sus figuras y, mediante su aplicación, se lanzó una represión severa que al mismo tiempo permitió interpretar el golpe como una cruzada contra el comunismo anticatólico.
Al margen de las muchas excepciones y del heterogéneo criterio mostrado por la justicia franquista la mejor definición delictiva debe de entrada apartar momentáneamente la gran variedad de sustantivos habitualmente empleados y situarse en el articulado Código de Justicia Militar. (Véanse los cuadros 5[c5] y 6[c6]). Tras esos números se esconde una abstrusa nomenclatura que puede llevar a interpretar los términos rebelión y adhesión de forma desvinculada dando lugar a la individualización de formas delictivas diversas que responden a conceptos similares. Sin la costosa y detenida consulta de las causas se puede llegar a distinguir entre ambos términos cuando en realidad se refieren a lo mismo.
Durante los primeros meses de la guerra se utilizó el artículo 238.1 para condenar a quienes fueron considerados jefes locales de la rebelión. Así ocurrió en diferentes lugares del territorio español afectando a personas como el gobernador civil de Granada a primeros de agosto de 1936 o el de Tenerife en octubre. Pero también se impuso a presuntos jefes de partidas armadas que resistieron en localidades pequeñas, como ocurrió en el pueblo palmeño de San Andrés o en Tudela de Duero[46]. De escasa relevancia estadística, en Segovia supuso algo menos del 7% de los delitos de rebelión en las causas de 1936 y no llegó al 2% en las de 1937. En definitiva, se usó contra quienes habían presentado resistencia al golpe de Estado, aunque no se hizo de manera uniforme y para los mismos hechos atribuidos en algunas zonas se empleó la traición o la rebelión del artículo 238.2, con indiscutible presencia del factor subjetivo[47]. A lo largo de 1937 el artículo 238.1 dejó de emplearse, lo que intuitivamente puede atribuirse a que los dirigentes de la supuesta rebelión eran por fuerza reducidos y a esas alturas la práctica totalidad habían sido capturados y fusilados o se encontraban huidos[48].
La más importante evolución en cuanto a las figuras aplicadas recayó sobre el artículo 238.2 del Código de Justicia Militar. Sólo a partir de la primavera de 1937 las acciones penadas en ese precepto comenzaron a identificarse de modo más homogéneo con el término adhesión, pues antes de esa fecha —y en menor medida después— podían ser también aludidas con el más impreciso término rebelión.
De entrada es posible distinguir tres tipos de hechos punibles según el artículo 238.2: los rebeldes que no sean jefes, los que se adhieran o los que, desempeñando servicio oficial, favorezcan la rebelión de algún modo. Un análisis detenido revela que esa distinción es difícil y poco operativa, porque en definitiva una vez comenzada la supuesta rebeldía quien no es considerado jefe pero participa en ella puede hacerlo adhiriéndose, prestando auxilio o excitando a otros a que se sumen. Tan sencillo esquema facilitaba el encuadramiento de los procesados y clarificaba el papel de cada cual, de modo que durante los primeros meses de 1937 los criterios se depuraron en este sentido.
A partir de ese período se asistió a un proceso de homogeneización donde el concepto de adhesión se hizo más evidente en las sentencias. Los denominados ejecutores casi siempre serán calificados como adheridos y sólo puntualmente aparecerá la nota disonante de algún inductor. En marzo de 1937 el Alto Tribunal remitió un escrito a todas las auditorías haciéndoles llegar los criterios para distinguir la adhesión del resto de figuras, especialmente de las indicadas en el artículo 240 del código castrense. Aunque ya era una cuestión de hecho, el componente ideológico de la adhesión se instaló de forma expresa para la determinación de un delito que implicaba por un lado cooperación activa y por otro afinidad espiritual con los supuestos fines rebeldes[49].
Una inquisición acerca del currículo político del procesado permitía reconstruir un pasado cuyos términos precisos en muchas ocasiones poco importaban. Ambos factores, identificación y cooperación, determinaban la adhesión y la no existencia del primero derivaba hacia la atribución de delitos menos graves, lo que ocurría muchas veces con procesados calificados como de derechas o simpatizantes con el alzamiento[50].
Sin embargo el desconocimiento de uno de los dos ingredientes no siempre detenía a los tribunales, que podían deducirlo del otro. Aunque nada hubiera en los sumarios que lo confirmase, fue muy habitual señalar como activos rebeldes a quienes a los ojos de los jueces aparecían claramente afines a alguna de las fuerzas republicanas y frentepopulistas. «Tuvo forzosamente que cooperar» fue una expresión que cobró sentido para definir la actuación de aquellos izquierdistas a los que no podía atribuírseles cargos concretos. O al revés, cooperación activa a favor del bando republicano que no se correspondía con la afinidad ideológica esperada o simplemente no existían antecedentes políticos de esas personas. «Tenía que tener cierta identificación espiritual», decían los tribunales, pues mostró «una actuación de verdadero adherido». Las normas y criterios establecidos por la justicia franquista estaban dotados de tal versatilidad que incluso razonando contradictoriamente todo tenía cabida en ellos, lo que evidentemente impide afirmar que sirvieran para regular la actuación judicial. El más grave delito se podía determinar al derecho y al revés mediante diversas vías de inferencia, de forma que la seguridad jurídica de los procesados quedaba reducida a la nada tras pisotear principios tales como in dubio pro reo o nullum crime sine lege[51].
La consolidación y empleo de estos criterios en el largo plazo por parte de los tribunales no aumentó las garantías de los procesados. Nada semejante se pretendía con unas reglas flexibles, manipulables, en las que aspectos tan subjetivos como la afinidad ideológica o la apreciación de circunstancias agravantes continuarían orientando el sentido de los juicios. Aunque puede afirmarse que en la primavera de 1937 finalizó una etapa caracterizada por el uso más o menos improvisado y heterogéneo de los instrumentos jurídicos, ello no puede ocultar que la homologación estuvo lejos de ser absoluta. No son pocas las sentencias posteriores que en este sentido invitan a la precaución[52].
El avance del ejército franquista
En febrero de 1937 el alto mando sublevado pospuso indefinidamente el asalto de Madrid, tras el éxito de la resistencia capitalina y el desenlace de las luchas desarrolladas en Guadalajara y el Jarama. Franco inició una fase de consolidación y limpieza minuciosa, desviando su atención hacia otros frentes de combate. Las conquistas llevadas a cabo por los sublevados entre febrero de 1937 y abril de 1939 demuestran que la intensidad de la eliminación del enemigo republicano por parte de los sublevados se encuentra en relación no sólo —e incluso no principalmente— con el método coercitivo aplicado sino que a la vez concurren otros factores, como son la cercanía en el tiempo de los momentos de acentuada fricción y la especificidad del conflicto a escala local. En el aspecto temporal fueron puntos de especial tensión el verano y el otoño de 1936 y el período posterior a la conquista de los territorios, mientras que en lo referente a la cuestión geográfica procede un estudio sistemático sobre la profundidad del conflicto social y político que tuvo lugar en cada zona durante la etapa republicana[53].
Sin perjuicio de ello parece evidente la relación entre la conflictiva lucha social desarrollada en el cuadrante suroeste de la península y los elevados números de ejecutados en esas provincias. El conjunto de esta hipótesis puede explicar por qué después de 1937 los efectos mortales de la violencia se vieron paulatinamente reducidos en los lugares ya conquistados, mientras en los territorios tomados el número de víctimas y detenciones superaron con creces el que se había producido en algunas zonas ya estabilizadas. Por otra parte, la presencia de un ejército colonial africano asolando, cual elefante en cacharrería, pueblos y ciudades del suroeste español es un factor más a tener en cuenta, aunque no explica el número de víctimas estimado para Málaga, conquistada cuando la supuesta «cuota de sangre» ya se había cobrado[54].
Hubo zonas de especial intensidad violenta ocupadas en 1936 donde la proporción de ejecuciones judiciales fue pequeña. En ellas no coincide el volumen total de ejecutados, que difiere según cada lugar, pero a medida que avanza el curso de la guerra puede percibirse una tendencia a la inversión de los porcentajes, de tal forma que en los territorios conquistados a partir de 1937 se produjo mayor cantidad de ejecuciones judiciales sin que por ello disminuyera el número total o la proporción de víctimas. (Véase el cuadro 23[c23]). Por sus efectos mortales, no puede afirmarse que la jurisdicción militar mejorara las expectativas de quienes sufrieron represalias.
El día 8 de febrero de 1937 las tropas sublevadas entraron en Málaga y provocaron la famosa estampida humana hacia Almería, con escenas imborrables de bombardeos contra la población civil que, presa del pánico, marchaba por la carretera. Semejante credencial precedió a la instalación de consejos de guerra por toda la provincia y en algunos pueblos serranos de la vecina Cádiz. De nuevo largas listas de procesados pasaban ante los ojos de inexpertos pero comprometidos jueces, en un momento en el que la justicia ya se había pertrechado de las herramientas que consideraba apropiadas para juzgar militarmente a los enemigos. En esos tribunales se puso en práctica la teórica homogeneidad de criterios y se activó plenamente el procedimiento sumarísimo de urgencia, hasta tal punto que la imperiosa necesidad de agilizar los juicios inauguró prácticas tan características como la acumulación de causas referentes a hechos y pueblos distintos, «al solo efecto de ser vistos y fallados por un solo Consejo de Guerra permanente»[55].
El caso es que pronto comenzaron juicios masivos que por el número de procesados y por la dureza de las condenas poco diferían de los producidos meses antes. El 25 de mayo de 1937 una sentencia dictada en Ronda para nada menos que cinco procesos relativos a los pueblos aledaños de Cartajima, El Burgo, Montecorto o el propio Ronda, imponía treinta y siete penas capitales de las que sólo se conmutaron cinco. El informe de conmutación solicitado por Franco destacaba la actuación de los procesados y, como era habitual, recomendaba la ejecución de quienes habían despuntado como dirigentes o activos participantes en desmanes, la mayoría según el dictamen. Profanaciones, saqueos o acciones horrendas como dar «a un señor seis puñaladas, pero una cada día» hasta ahorcarle el séptimo de un olivo, o martirizar a una víctima «disparando sobre ella veinte tiros desde el tobillo hasta la cabeza», enriquecían la base argumental del Alto Tribunal para concluir que si el número de ejecutados parecía a primera vista muy elevado, se trataba de varios pueblos «y fue tal la trascendencia de los sucesos y tantos y tan graves los delitos cometidos en aquella comarca de la provincia de Málaga, que a tono con ellos han de estar el castigo y la ejemplaridad a él consiguiente»[56].
A lo largo de la primavera y el verano de 1937 se multiplicaron los consejos de guerra contra la población malagueña izquierdista y republicana, donde a decir de los sublevados la ecuanimidad permitiría procesar a numerosas personas y reservar las penas capitales para aquellos que tuvieran especial responsabilidad. Así, el 22 de mayo se juzgó en Málaga a veintinueve individuos para condenar a muerte a seis, los cuales, eso sí, serían fusilados por su carácter sanguinario y como anarquistas destacados. Cuatro días antes se había reunido otro consejo, en esa ocasión para fallar la causa por los sucesos de Alfarnate. Mismo número de procesados, la mayoría de filiación comunista al parecer, pero en esta ocasión las penas capitales fueron dieciocho, de las que se conmutaron siete por tratarse menos de una voluntad perversa que «del resultado de las predicaciones extremistas disolventes contra todo lo que significa orden, religión y cultura, vertidas en ellos en beneficio propio por desaprensivos dirigentes». En la población gaditana de Algodonales se celebraron dos consejos de guerra contra vecinos del pueblo de Setenil, la mayoría pertenecientes a UGT, imponiéndose veintidós penas de muerte de las que se propuso la conmutación de seis[57].
Este rosario de condenas no supone ni la punta del iceberg que constituyó la represión militar en Málaga. La afluencia en julio de 1937 de peticiones solicitando informe al Alto Tribunal y las características de los procesos sólo permiten hacernos una idea de la actividad judicial en esa zona, bien es verdad que suficientemente indicativa del cariz que había tomado la justicia homologada. La consolidación inicial de unos criterios jurídicos no pareció modificar demasiado el comportamiento de unos tribunales que, aunque utilizaban con más soltura la gama delictiva y aplicaban de forma extensiva el procedimiento sumarísimo de urgencia, continuaban generando condenas severas tal y como lo hicieron en las zonas conquistadas inicialmente. Sumarios acumulados como el fallado en Antequera, con cuarenta y cinco procesados y diecinueve condenados a muerte retrotraen a ese período. O como el celebrado en la también malagueña población de Colmenar, que juzgó a cincuenta procesados por hechos ocurridos en Alfarnate y Riogordo, condenando a muerte a diecinueve personas con sólo tres conmutaciones propuestas. O, finalmente, como el constituido en la gaditana villa de Ubrique y relativo al pueblo de Grazalema, donde a catorce anarquistas se les impuso la pena capital y sólo hubo una conmutación[58].
En todos estos procesos se repiten algunas constantes como la dureza y celeridad, aunque se perciben algunos cambios en las imputaciones con respecto a los consejos de guerra constituidos meses antes en las zonas ocupadas durante el golpe. En éstos los cargos eran genéricos, se centraban en la resistencia a la sublevación y pocas veces se atribuían delitos de sangre. Sin embargo en las zonas conquistadas las acusaciones solían aludir a acciones y servicios concretos, desde asesinatos y saqueos hasta haberse enrolado en las milicias, en un intento de vincular castigos y acciones posteriores al 18 de julio. Para una jurisdicción militar que, en teoría, debía operar sobre unos hechos probados, era mucho más sencillo atribuir unos actos delictivos que habían podido —siquiera temporalmente— producirse que edificar sobre la nada una supuesta rebelión con difusas coordenadas espacio-temporales para integrar en ella actos concretos. Ésta será precisamente otra de las ficciones incorporadas al discurso sublevado, de tal solidez que incluso ha llegado a nuestros días: la represión judicial, de principio a fin, fue una respuesta a la acción republicana de retaguardia posterior al alzamiento.
En todas las zonas de la España sublevada continuaban celebrándose consejos de guerra. En abril de 1937 la ciudad palentina de Dueñas volvía a ser objeto de represalias judiciales al constituirse un tribunal para juzgar a cincuenta y nueve personas, recayendo once penas capitales, aunque se ejecutaron sólo dos. Dueñas sufrió en total cuarenta muertes judiciales, otras tantas no judiciales de hombres y el asesinato de veinticinco mujeres, encabezando la lista de poblaciones palentinas represaliadas. Tal fue la violencia desatada contra este pueblo que el Alto Tribunal, en una de sus características y fútiles declaraciones compasivas, hacía constar en su informe que tenía en cuenta a los ya treinta y ocho fusilados en otra causa a la hora de recomendar sólo dos nuevas ejecuciones[59].
También en Galicia continuaban imponiéndose condenas, algunas muy severas como las falladas contra dos grupos que sucesivamente intentaron pasar a zona republicana. La primera sentencia juzgaba a Luis Rufilanchas Salcedo, diputado socialista y conocido abogado que durante la República participó como defensor en numerosos juicios militares contra obreros encausados por conflictos sociales. Al quedar atrapado en Galicia tras el éxito del golpe, se refugió en diversos lugares hasta intentar una fuga con varias personas, siendo detenido el 28 de febrero de 1937. Como reos de un delito de rebelión previsto en el artículo 238.2 Rufilanchas y otros catorce procesados fueron condenados a muerte y doce de ellos finalmente fusilados en La Coruña el 11 de julio de 1937. Poco después y en otro juicio muy relacionado con el anterior quince personas más serían ejecutadas por intentar huir hacia Asturias[60].
El fenómeno de las fugas a zona republicana se entendía que podía desprestigiar a la causa sublevada y por ello quiso ser cortado de raíz. En Zaragoza una treintena de personas reclutadas por gente venida de San Sebastián intentaron pasar al otro lado del frente. Los desconocidos forasteros quisieron consolidar en la capital maña algo parecido a un servicio de espionaje y el 20 de febrero de 1937 contactaron con varias mujeres del lugar. La fuga ya estaba preparada cuando la mayoría de los implicados fueron detenidos, severamente condenados y diez personas ejecutadas en septiembre de 1937, entre ellas tres mujeres[61].
A lo largo de 1937 y 1938 los territorios ocupados por los sublevados fueron objeto de una profunda represión judicial, intensa en las zonas de reciente conquista y más pausada pero sin contemplaciones en las ya consolidadas. Con pocas novedades Granada, Málaga, Huelva o Sevilla, en pueblos como La Roda, Alora o Peñarrubia, se celebraron masivos consejos de guerra con decenas de procesados y numerosos ejecutados. Tampoco Galicia o Castilla asistieron a la desaparición de juicios multitudinarios como si, aparte de otras consideraciones, el tiempo transcurrido y el volumen de represaliados no justificara suficientemente el cese de los mismos. En tierras castellanas hubo pueblos que sufrieron auténticas devastaciones judiciales, como el vallisoletano Cigales, donde la muerte de un guardia civil en los escarceos ocurridos durante el golpe, sumada a la de un falangista víctima del error cometido por un camarada, provocó la condena a muerte de cincuenta y ocho personas, de las cuales treinta gozaron de conmutación. En julio de 1937 numerosas personas de la villa salmantina de Cantalpino fueron también procesadas por haber presentado tenaz resistencia durante el golpe, sin que se registraran víctimas mortales. Otras veintiocho personas fueron condenadas a muerte, con sólo seis propuestas de conmutación formuladas nada menos que nueve meses después del juicio, para lenta y agónica espera de los procesados[62].
En el norte, Cantabria —ocupada en agosto de 1937— y más tarde Asturias experimentaron los rigores de la justicia castrense. La investigación local señala que a finales de 1937 e inicios de 1938 tuvo lugar el momento álgido de la represión en la zona santanderina, cuando la capital e importantes pueblos de la provincia como Reinosa o Torrelavega fueron literalmente tomados por tribunales que impusieron sus criterios. Menos intensa fue la actuación de los consejos de guerra en el País Vasco, aunque la ocupación de Guipúzcoa dejó duras escenas. La justicia militar en esta provincia anota un balance provisional de 485 ejecutados frente a los 1267 fusilados en Cantabria, mientras que una puesta al día reciente sobre el conjunto de la represión en el País Vasco insiste en que hubo menos dureza que en otras zonas al aplicarse un baremo sancionador diferente[63].
De las provincias norteñas Asturias era quizá la que más resistencia había presentado y simbolizaba la revolución obrera por excelencia. La propaganda de izquierda y derecha durante el año 1935 y la campaña electoral de 1936 había girado en torno a la barbarie revolucionaria y el terror represivo estatal, haciéndose un hueco indeleble en las percepciones de ambos bandos[64]. Casi seis mil personas perecieron en un contexto donde las ejecuciones no judiciales convivieron armónicamente con los numerosos consejos de guerra que actuaron primero en Oviedo y más tarde, a partir de octubre de 1937, en toda la provincia. Tras la conquista total su actividad fue especialmente intensa a lo largo de 1938, año que, a falta de una actualización, registró el 70% de las ejecuciones.
Los tribunales reservaron a la revolución de 1934 un lugar preeminente en las sentencias. La justicia militar disimuló con torpeza el ansia de revancha por las pasadas actividades y dejó traslucir el deseo de capturar vivos a quienes en ellas hubieran participado. Los considerados dirigentes eran definidos como «causantes directos del movimiento de masas que ha producido la guerra actual», aunque tras el golpe de Estado sólo se les pudiera atribuir resistencia al mismo. El supuesto alzamiento rojo era la «lamentable reiteración del cometido en 1934» y la «consecuencia natural de una larga labor de perversas propagandas». Los procesados tenían la condición de peligrosísimos agitadores marxistas y entre los capturados no sólo había inductores o asesinos sino auténticos bárbaros que, cuestión de certeza aparte, habían protagonizado célebres asaltos e incendios. Muchos condenados eran presentados como una suerte de compadres de González Peña o Teodomiro Menéndez, incluso como ponentes en mítines políticos junto a «comunistas revolucionarios tan significados como Javier Bueno, Silverio Castañón y Luis Laredo». Contra esta flor y nata de la delincuencia marxista debía aplicarse el más severo castigo tras haber engañado al pueblo, por lo que era casi obligado aprovechar cualquier oportunidad para «sancionar con la saludable severidad que merece la criminal actuación de un dirigente revolucionario de Asturias»[65].
El año 1938 supuso una relentización de las conquistas por parte del bando insurgente, que vino acompañada de una menos intensa actividad represiva judicial en las zonas ya ocupadas, al margen de lo señalado para el norte de España. Las tropas franquistas se lanzaron hacia Cataluña y Levante, tomando una parte de Teruel, Lérida y partiendo en dos la zona republicana tras la llegada al delta del Ebro. El número de muertos originado en Cataluña fue quizá menor de lo que cabría esperar, algo que erróneamente podría atribuirse a una actuación más extendida de los consejos de guerra. La evidencia disponible confirma que si buena parte de las víctimas se enfrentaron al fallo de un tribunal, ello no impidió que continuaran produciéndose ejecuciones extrajudiciales. Sin embargo esa misma evidencia también concluye que, al margen del método coercitivo, la cercanía de la frontera francesa permitió a muchos republicanos no dejarse atrapar en territorio franquista, siendo ésta la razón principal de esos números más limitados[66].
La generalización de los consejos de guerra fue el rasgo característico en los últimos territorios conquistados por las tropas franquistas. Las ansiadas regiones del este peninsular y las importantes ciudades de Barcelona y Valencia fueron testigos de la instalación rápida y masiva de consejos de guerra. En la principal provincia catalana 1717 personas fueron fusiladas a partir de enero de 1939, mientras que en Valencia se ejecutó a unas tres mil. El delito de rebelión y sus distintas figuras presidieron la muerte y el encarcelamiento de miles de personas[67].
El 1 de abril de 1939 finalizaba la guerra pero la victoria no había hecho más que comenzar. La justicia militar franquista pudo haber aprovechado para finiquitar la intensiva limpieza que venía efectuando. No fue así. El franquismo no cedió en el empeño de castigar a sus enemigos políticos, por lo que volcó toda su maquinaria de propaganda en alimentar una falsa expectativa de garantía judicial y escenificar un Estado regido por el derecho. Como se ha podido ver, los años 1939 y 1940 estuvieron cargados de arengas periodísticas en las que la justicia daba cuenta de los presuntos asesinos permitiéndoles explicar y expiar sus pecados ante unos tribunales dispuestos a seguir el recto camino marcado por la ley. Tales supuestos desalmados tendrían una representación letrada que velaría por el cumplimiento de una ley justa y les asistiría en la preservación de sus derechos, supervisados también por cuantos y numerosos funcionarios intervinieran en el proceso. Del dicho al hecho…
A partir de abril de 1939 la capital de España se convirtió en un laboratorio de urgencia donde se ensayó y puso en práctica toda la tradición judicial perfilada a lo largo del conflicto. Como ocurriera en Málaga y como ya estaba sucediendo en Levante y Cataluña, la ingente cantidad de procesos incoados se ventilaba a toda prisa sobre la base de una masiva llamada a la delación. Un rasgo que caracterizó los juicios en las grandes ciudades como Madrid era que los hechos atribuidos a los condenados se habían desarrollado en un contexto donde el sujeto de los mismos se diluía en una masa no siempre fácil de concretar. Al inicio de la guerra se procesó a la militancia republicana de pueblos enteros por haber presentado resistencia al golpe de Estado y a personas que o simpatizaban con la República o no lo hacían con el levantamiento militar. La claridad de los nombres y apellidos que figuraban en las causas sólo contrastaba con la dificultad de imputarles otros actos delictivos que haber estado en el Ayuntamiento de su localidad, en la Casa del Pueblo o al lado del gobernador, siendo pocas las ocasiones en que se atribuían delitos de sangre. Pero Madrid se había erigido en el símbolo de la resistencia al invicto caudillo, logrando permanecer casi tres años al otro lado de la trinchera. Una inmensa checa, según el bando franquista, y urbe donde lo impersonal tenía una mayor relevancia, resultó el foro perfecto para llevar hasta las últimas consecuencias esa confusión entre realidad y ficción.
LA VERDAD DE LA FICCIÓN: LA SEGURIDAD JURÍDICA EN ESTADO PURO
El procedimiento
En 1936 los «bandos de guerra» establecieron el sumarísimo ordinario, regulado en los artículos 649 y siguientes del Código de Justicia Militar, como el procedimiento para juzgar a quienes desafiaran a los alzados. Se trataba de un método expeditivo de tramitar causas cuyo empleo sólo era pertinente, en rigor, cuando los reos fueran cogidos in fraganti. Los bandos se ocuparon de eliminar tal requisito y el Decreto de 31 de agosto de 1936 estableció una adaptación expresa del sumarísimo a esas excepcionales e irregulares premisas. La evidente rapidez de este procedimiento no fue suficiente para los sublevados y en un mes de noviembre donde se barruntaba la posible toma de Madrid el Decreto 55 de la Junta Técnica de Estado instauraba una fórmula inédita capaz de acelerar todavía más el curso de los juicios. Son muchos los aspectos destacables de una tramitación judicial que finalmente acabó denominándose sumarísimo de urgencia, pero baste aquí señalar la omisión de algunos pasos que sí estaban presentes en el sumarísimo ordinario. Por ejemplo no se hacía la lectura de cargos al procesado con asistencia del defensor, se obviaban trámites recusatorios, nada se mencionaba de la discusión de la prueba y sólo intervenía el auditor como especialista jurídico, y exclusivamente para aprobar o disentir una sentencia.
Un rasgo peculiar del sumarísimo de urgencia es que se promulgó para actuar en territorios que todavía no habían sido ocupados, algo que resalta aún más si se tiene en cuenta que el objetivo final de aplicación, Madrid, no pudo ser conquistado hasta pasados dos años. Quedaron en suspenso los ocho consejos de guerra y los dieciséis juzgados que la norma creaba, aunque mediante Decreto de 26 de enero de 1937 el procedimiento se hacía extensivo a todos los territorios que se fueran ocupando. Málaga tuvo el dudoso honor de convertirse en el primer laboratorio de ensayo a gran escala del expeditivo trámite, con los resultados ya apuntados en el apartado precedente[68].
Ambos modelos de sumarísimo —ordinario y de urgencia— convivieron de forma paralela entre noviembre de 1936 y el 12 de julio de 1940, cuando se promulgó la ley que restablecía «en todo su vigor» el código castrense. A partir de ese momento las tramitaciones se harían mediante el sumarísimo ordinario aquí previsto, reponiendo en el mando militar la tradicional función de aprobar sentencias. De cualquier modo ambos procedimientos obedecieron a una fuerte motivación sancionadora y, aunque con diferente composición, en ambos predominó la presencia lega frente a los conocedores de la técnica jurídica. En ningún caso se cubrían las mínimas garantías de los procesados y ni siquiera el más rápido de estos procedimientos dejaba satisfechos a los sublevados en sus deseos de celeridad[69].
En cuanto a la duración de los procesos las escasas y complejas mediciones realizadas indican que el trámite se fue prolongando a medida que avanzaba la guerra, afirmación que es válida en lo referente a las zonas ocupadas al comienzo de la contienda. En 1936 e inicios del año siguiente transcurrían menos días entre la detención y el dictado de la sentencia, así como entre ésta y, en caso de muerte, la ejecución. Hasta la primera mitad de 1937 llegaron al Alto Tribunal causas en disentimiento que habían sido sentenciadas hacía menos de dos meses, tiempo que se verá incrementado paulatinamente. Para el caso de Málaga se ha podido constatar que sentencias dictadas en mayo de 1937 fueron informadas por el Alto Tribunal en julio y ejecutadas en septiembre y octubre, notándose por tanto una mayor amplitud en el plazo de ejecución con respecto a los procesos celebrados en febrero y marzo de ese año.
En Madrid, a lo largo de la primavera de 1939 se produjeron probablemente algunas de las tramitaciones más rápidas desde las operadas en 1936. Con muy pocos miramientos, detenciones practicadas el 31 de marzo, 15 de abril o 13 de mayo se sentenciaron entre finales de este último mes y principios de junio y las penas capitales impuestas se ejecutaron los días 18 y 24 de junio. En el caso ya reseñado de Manuel Alcázar su detención se produjo el 29 de marzo y el juicio al día siguiente, coincidiendo con la aprobación de la sentencia, mientras que la ejecución tuvo lugar el 25 de abril. Pero no sólo en Madrid hubo estas prisas. En Jaén el periodista Antonio Morales Jiménez —alias Argos— fue también procesado y condenado en veinticuatro horas, lo que ha sido acertadamente definido como una burocratización de su ya decidida muerte. Que en medio de esa vorágine represiva se ventilaran tan expeditivamente las causas judiciales no hace sino apuntar a que el factor del abrumador trabajo que invadía los juzgados y tribunales deba ponerse en relación con la voluntad sancionadora que las autoridades manifestaron según el momento y el lugar[70]. Ya entrada la posguerra la duración de los procesos se amplió y aunque debe insistirse en que no puede establecerse un plazo de tramitación concreto, es evidente que el curso de las actuaciones se prolongó mucho más en 1942 que en 1939 o 1937. Eso sí, todo apunta a que cierto perfil de causas con final más o menos predecible —absoluciones, penas muy bajas o de muerte— gozó en algunos casos de un especial impulso procesal que aminoraba los tiempos de tramitación, mientras que con los procesos multitudinarios la instrucción se ralentizaba por obvias razones instrumentales[71].
Además de por la velocidad de tramitación, que señala directamente al núcleo central de la ausencia de garantías, la instrucción sumarial se caracterizó por un alto número de incoaciones originadas inmediatamente después de la toma de territorios. La evidencia indica que esto fue así tanto en las zonas dominadas por los sublevados en julio de 1936 como en las que se fueron ocupando posteriormente, concentrándose la mayor parte de las incoaciones en 1936, 1937 y 1939-1940. El popurrí de informaciones había generado la apertura de múltiples procesos a un mismo individuo en una o varias regiones militares, que iban desgajándose y acumulándose. La política represiva de los golpistas incitaba a la práctica ilimitada de denuncias que sólo cuando alcanzaron un volumen desmesurado quisieron frenarse en alguna medida. Aun así, en enero de 1942 la doctrina emanada del Consejo Supremo insistía en la necesidad de apurar la instrucción sumarial, demostrando una incontenible voluntad inquisitiva incluso entrada la posguerra[72].
Denuncias y fuentes de información
Parece ser que cuando en 1940 el jerarca nazi y director de la Gestapo Heinrich Himmler realizó una visita a España quedó sorprendido de la intensidad con que actuaba la policía española. Viniendo de tan acreditado individuo, semejante gesto de admiración es indicativo de la extensión que había alcanzado la actividad represiva franquista. La posguerra acentuó una práctica iniciada en el verano de 1936 en las zonas donde triunfó la sublevación, cuando las autoridades militares ordenaron la elaboración de listas de sospechosos, activaron a las fuerzas de la Guardia Civil en la práctica de detenciones, recurrieron a los poderes locales para obtener información precisa e impulsaron el cúmulo de denuncias particulares que de manera anónima o a cara descubierta se hicieron llegar a los cuarteles y centros de mando.
Durante el primer año de guerra la mayor parte de estas denuncias no siguieron la vía de la justicia militar y se saldaron con detenciones y posteriores órdenes directas de asesinato sin mediar sentencia. En los territorios conquistados a partir de 1937 se amplificó la tendencia a la delación porque a las motivaciones políticas, sociales y personales que pudieran existir en julio de 1936 se añadían unos más profundos deseos de venganza que, tras la derrota de las fuerzas frentepopulistas, se expresaron con procaz vehemencia. Tras el 1 de abril de 1939 la victoria hizo que el testimonio tuviera tal repercusión que incluso llegó a peligrar el buen funcionamiento de las instituciones.
Las autoridades judiciales y la policía llevaron a cabo una ingente labor de recopilación informativa entre las diversas fuentes. Mientras que para la primera etapa del conflicto no siempre es fácil determinar quién fue el verdadero impulsor de la acción judicial, el extenso sistema delator que funcionaba en la posguerra hizo de la denuncia particular el principal instrumento de la intervención represiva. Lo cierto es que existían muchos organismos a los que acudir y no era una tarea sencilla recopilar las diversas declaraciones. En abril de 1939 la prensa incitaba a proporcionar a las autoridades cualquier información de que se dispusiera y día a día indicaba las direcciones donde eso podía hacerse. Juzgados militares, comisarías o la Causa General aparecían bien referenciados para que los posibles testigos acudieran[73].
Los informes de Falange, la Guardia Civil o los ayuntamientos eran omnipresentes en los sumarios pero generalmente como efecto de la instrucción. Bien es verdad que a veces las informaciones en ellos contenidas provocaban el inicio de actuaciones contra determinada persona. Los redactados por la Dirección General de Seguridad y las distintas comisarías tenían gran peso y relevancia en los expedientes por la abundancia de datos que aparentemente ofrecían. No en vano las brigadas policiales dependían de esa Dirección y eran generalmente sus atestados los que, al menos en las grandes urbes, iniciaban los procesos. Falange también tenía sus propios servicios policiales que de forma paralela podían efectuar detenciones. Aunque pueda haber testimonios contradictorios acerca de la actitud demostrada por los miembros del partido en la posguerra, estudios recientes señalan que estos colaboraron gustosos en la captura de los considerados rojos[74].
La apertura de nuevos archivos está permitiendo confirmar la importancia de la Causa General como fuente suministradora de datos en los procesos judiciales. Aunque por error se cree que fue instituida inicialmente el 26 de abril de 1940 formando parte de la Fiscalía del Tribunal Supremo, la Causa tuvo en su origen una naturaleza militar y entre sus fines combinaba de forma no fácilmente distinguible propaganda y represión. Esta instrucción judicial dispuso de juzgados militares propios y mantuvo contacto recíproco con los instructores y auditorías anotando datos y despachando cuantos informes le eran solicitados.
Denunciantes y detenidos pasaban por unos u otros juzgados a declarar, o por ambos sucesivamente, y el propio auditor instaba a los familiares de víctimas que habían sufrido daños durante el llamado «dominio rojo», o simplemente a quien hubiera presenciado hechos delictivos, a que depusieran ante el juez de la Causa. Semejante órgano no sólo estaba dirigido a la distribución de un libro que mezclase la propaganda con un morboso mal gusto sino que en 1939, un año antes de su pretendida carta de nacimiento, incitaba a las personas al testimonio masivo para descubrir acciones y autores, «aunque ya hubiesen prestado declaración sobre el mismo hecho ante cualquier otra autoridad». Con estas premisas no puede extrañar que en medio de la turbulencia represiva algún protagonista comentara sobre la Causa General que en ese momento era «sin duda el archivo informador más eficiente que tenemos de la época de nuestra pasada Gloriosa Campaña»[75].
Esta estructura institucional de la delación ha de concebirse como una compleja y a veces caótica maraña que por un afán de recogerlo todo condujo a una sobreabundancia informativa imposible de manejar. Se podía desde contar con testimonios contradictorios respecto de un mismo individuo hasta detectar que buena parte de los testigos acudían a todas las oficinas a declarar exactamente lo mismo. Sin el preceptivo llamamiento judicial y con relativa despreocupación, algunas personas se presentaban en el juzgado dentro de un proceso en marcha porque desde las oficinas de Falange se les había instado a que depusieran ante el juez el testimonio que ya obraba en el informe. Resultado: una prueba sumarial donde las informaciones se contrastaban por la misma fuente que las había proporcionado[76].
A pesar de los recursos empleados en la obtención de datos sobre las personas es cuestionable que en todos los casos la calidad de los resultados obtenidos fuera suficiente como para identificar de manera completa las acciones políticas y sociales cometidas por los procesados antes de julio de 1936. Bastaba con una idea general porque al final las ejecuciones no se llevaban a término a través de una depurada y aclaratoria prueba sino por la concepción más gruesa de la actitud de los penados[77].
Buena parte de las denuncias se interponían por parientes cercanos que muchas veces mostraban una tenaz persistencia en la búsqueda tras la guerra de los supuestos asesinos e informaban a las autoridades de su paradero. Algunos llegaban a dedicar muchas horas a seguir la pista por cárceles y campos radicados incluso en provincias vecinas y entendían que su labor era una investigación tan útil al procedimiento que actualizaban constantemente los resultados en una o varias sedes judiciales. En ocasiones familiares de diversas víctimas coincidían en unas declaraciones cuya relación añadía mayor credibilidad a lo atestiguado, a pesar de tratarse de una parte interesada[78].
Junto a la familia, el vecindario era una fuente inagotable de testimonios. La evidencia permite conocer cómo los edificios y barrios de las grandes urbes podían reproducir el entramado de relaciones de pequeños pueblos, donde todos estaban al corriente de las simpatías políticas del resto. Alguna frase lanzada o cierta actitud demostrada durante el período republicano era suficiente para formar un concepto político del vecino a partir del cual construir una imagen del sujeto más o menos esperable por las nuevas autoridades y relacionada con hechos luctuosos ocurridos durante la guerra. Inmediatamente después de su entrada en Madrid las tropas franquistas fueron puerta a puerta depositando formularios de declaración jurada en los que se inquiría por la actuación de cada cual durante la guerra. Puede imaginarse la presencia completa de los interrogativos qué, quién, cuándo o dónde junto a ese interesante «tiene algo más que manifestar», donde muchas personas se explayaban. Uno de esos formularios era específico para el informado gremio de los porteros, cotejándose con lo dicho por el resto del vecindario[79].
Las acusaciones eran en general simples y poco originales. Según los atestados, multitud de detenidos habían pasado por grupos milicianos y checas, eran comisarios políticos o habían formado parte u ordenado la actividad de los piquetes de ejecución. Cualquiera podía ser señalado, toda acusación sería oída en un contexto en que el rumor y el testimonio indirecto actuaban de forma crucial en el desarrollo del proceso. Algunos defensores denunciaban la escasa fiabilidad de unas declaraciones que venían de la mano de expresiones como «es rumor público» o «se dice por el pueblo que tomó parte», referencias que habían llegado a oídos de los testigos por otras personas que tampoco conocían los hechos de primera mano. En definitiva, acusaciones imprecisas y circunstanciales sobre las que el propio Ministerio Público acababa reconociendo que por las características en que se habían producido los hechos juzgados «falta la prueba directa y concreta del testigo presencial o el documento fehaciente». Las propias sentencias dejaban sentado que
si bien no hay testigos presenciales de esos hechos, como es lógico que no los haya pues no podían ver tales crímenes más que los asesinos y sus víctimas, el procesado se jactó ante determinadas personas de haberlos cometido[80].
En estas condiciones la presunta prueba sumarial se encontraba plagada de rumores e informaciones indirectas aportadas por motivaciones vinculadas al temor o la venganza. Parece un lugar común describir este período como un contexto en que el miedo era el sentimiento predominante y, para vencerlo, algunas personas decidían prestar su colaboración anticipadamente, con independencia de que existiera base real. Pero no por ampliamente aludida debe obviarse una situación tal, en que se denunciaba a otro por haberse jactado hacía años de protagonizar un hecho notorio, donde guiados por un sentido de protección muchos individuos se inventaban cargos ajenos para ganarse el favor de las autoridades o simplemente por venganza, en definitiva, donde la propia supervivencia se consideraba dependiente del mal de los otros.
Desde el 28 de marzo de 1939 y hasta bien entrado 1940 las brigadas policiales no tuvieron descanso, apoyadas por ciudadanos voluntarios que efectuaban detenciones basadas en insignificantes comentarios o rumores. Empleados modestos, militares retirados y trabajadores de todo tipo agarraban por la solapa a las gentes temerosas y las presentaban en comisaría, por haber «propalado con alegría» el desenfreno de las turbas en la cárcel Modelo o por saber de primera mano que se trataba de un «peligroso extremista». No eran desde luego acciones inocentes porque sus consecuencias podían ser fatales y pocas veces, aun sin fundamento, la cosa quedaba en nada. Y si finalmente no había algo que demostrar, la actitud era de condescendencia hacia un preso que podía pasarse meses e incluso años en la cárcel víctima del rumor y la denuncia despechada, para después ver su caso liquidado con un sobreseimiento provisional «por considerarle suficientemente sancionado con la prisión preventiva sufrida». Sancionado por nada, claro está.
Tras las denuncias o partiendo de los múltiples ficheros que las nuevas autoridades almacenaban, se ponía en marcha la maquinaria represiva militar. La primera visita de los detenidos a las dependencias policiales era un auténtico infierno. Hay suficientes pruebas para afirmar que las palizas se convirtieron en otra fase más del proceso sumarial, no sólo por los testimonios de los supervivientes o de quienes las ejecutaron, sino por algo tan simple como las firmas y los diversos partes de traumatismos que obran en las causas. Éstos no sugieren muchos comentarios pero aquéllas no pueden disimular muchas veces la ausencia de pulso firme en quien rubricaba las declaraciones. Cuando es posible compararlas con otras del mismo individuo realizadas posteriormente, pueden encontrarse trazos distintos e incluso en ocasiones es improbable que ambas firmas hayan sido estampadas por la misma persona. Sabiendo esto es más fácil explicar por qué en la comisaría los detenidos eran capaces de reconocer su intervención en cualquier suceso o incluso que habían pateado la cabeza de un moribundo Albiñana. También, si era necesario, asumían la muerte de cien personas, o de mil si la policía era más convincente, aunque hubiesen matado a tres o a nadie.
La mayor parte de esas declaraciones no se ratificaban ante el juez, hecho que en sí mismo no constituye necesariamente una prueba por ser habitual en procedimientos de esta y otras épocas. Así lo hemos constatado en cientos de causas militares y de la justicia ordinaria relativas al período republicano. Sin embargo en ninguna de ellas las firmas eran tan expresivas de unos malos tratos que pocas veces abandonaban el silencio para, en la maraña judicial, expresarse de forma escueta y casi imperceptible. Como si con ellos no fuera la cosa, los jueces continuaban con el procedimiento y solicitaban numerosos informes a los distintos organismos. Jefaturas de Falange, comisarías de distrito, comandancias de la Guardia Civil o párrocos remitían sus poco distantes pareceres. Se tomaba declaración a otros supuestos testigos, generalmente de cargo, que eran aludidos en los testimonios y, finalmente, el fiscal elevaba un autoresumen expresando las acusaciones, los delitos y las penas. A los pocos días, y hasta ese momento sin noticias de la defensa, se celebraba una vista breve en la que por fin los procesados conocían, de lejos, a su representante, quien no decía más de cuarenta o cincuenta palabras[81].
Aunque la instrucción sumarial de los procesos militares fue siempre deficiente y en ningún caso preservó las mínimas garantías de los acusados, las causas tramitadas y resueltas a lo largo de 1939 no tuvieron parangón con las posteriores. Lo expeditivo del procedimiento fue un medio para desarrollar hasta sus últimas consecuencias la imparable voluntad coercitiva de las nuevas autoridades, que dejaron a los procesos judiciales completamente vacíos de la aparente formalidad que con publicidad se predicaba. Si algún observador hubo, no estaba en las comisarías ni en los juzgados tomando notas acerca de la instrucción o estudiando los procedimientos sino que a lo sumo tenía conciencia de que en España actuaban los tribunales impartiendo orden y justicia. Que detrás de una sentencia no hubiera nada más que frases incoherentes proferidas por personas vengativas o temerosas importaba más bien poco. De todo ello quedaba el fallo sereno de la justicia. Al margen de su nulo alcance, las supuestas garantías ni siquiera estuvieron presentes en ese Año de la Victoria. Ni el formalismo más hueco visitó muchos de los juicios y sólo desde 1940, con los efectos que se verán, pudo asistirse a la materialización de una inútil cobertura que incluso algunos se atrevieron a llamar jurídica.
Las penas
Dependiendo del delito impuesto el código castrense preveía un rango de penas que de entrada se aplicaba en su grado medio y, al margen de error o ignorancia, podía variar exclusivamente en función de las circunstancias modificativas de la responsabilidad. No cabe vincular por ejemplo las penas de muerte conmutadas a figuras delictivas concretas de la rebelión porque la aplicación de la gracia era una medida ejecutiva que no tenía reflejo instrumental en la clasificación delictiva incluida en el código castrense. Tampoco es muy fiable deducir el delito impuesto de la pena resultante porque muchas veces se aplicaban atenuantes que conducían a un descenso del escalón penal, de tal forma que una adhesión a la rebelión podía acabar con una condena de reclusión menor o incluso más baja[82].
La progresiva reducción del volumen de casos no vino acompañada de un decrecimiento en la intensidad de los castigos. Si bien la cronología puede establecer algunos matices, la severidad de las condenas tuvo un comportamiento más o menos previsible, con porcentajes muy elevados en momentos especialmente señalados como los iniciales de la guerra o las ocupaciones y otros en los que las condenas se instalaron en una latente y sostenida dureza que será equilibrada con medidas clementes de carácter netamente político.
Los años 1936,1937,1939 y 1940 fueron especialmente rigurosos y de ello se producen destellos en las estadísticas locales e institucionales. En 1936 la jurisdicción estuvo centrada en el procesamiento de militares contrarios o no especialmente proclives al golpe, así como personalidades relevantes de cada zona. La literatura de alcance provincial es unánime en este sentido, pero los sublevados afrontaron también una actuación más generalizada de los consejos de guerra que tuvo su primera culminación a lo largo de 1937. Un análisis global ha de tener en cuenta información de diversas procedencias, estadística y textual, evidente o silenciosa. Desde septiembre de 1936 numerosas poblaciones castellanas se vieron sometidas a juicios masivos con resultados penales especialmente graves, lo que tuvo su continuidad en 1937 al experimentarse un crecimiento del número de sentencias. En términos porcentuales las condenas impuestas en ese año se acercan mucho a la media del período 1936-1950. Fue un año activo a tenor del volumen de procesos, aunque en general no más duro que 1939. Todo indica que Málaga sufrió un intenso castigo porque las sentencias dictadas en la cúspide de la justicia militar reprodujeron los silencios de finales de 1936 para otras zonas. Los informes de conmutación resultan en este sentido muy significativos.
Una comparación de la estadística institucional del Alto Tribunal con la aportada en las investigaciones de la provincia de Segovia para el período 1936-1938 arroja resultados más o menos coincidentes. Cotejando exclusivamente los casos terminados en sentencia, las condenas a muerte van del 13,5% al 14,9%, la reclusión mayor entre el 26% y el 30% y las absoluciones entre el 16 y el 19%. Probablemente estos niveles se puedan extrapolar a otras regiones en ese período, aunque es muy posible que en las zonas de especial intensidad los porcentajes sean otros. El factor tiempo influye en el medio plazo en términos absolutos —menor número de condenados— pero no necesariamente en los valores relativos. En Segovia el año 1938 arrojó un porcentaje superior de penas capitales, siendo 1937 el momento álgido de los tribunales militares, mientras que en el Consejo Supremo el período 1944-1947 registra una alta proporción de penas de muerte y de reclusión mayor[83].
En 1938 Asturias y Cantabria siguieron el hábito de las zonas recientemente ocupadas y no se dejaron ver demasiado por el Alto Tribunal. En ese año se produjo un receso motivado por la estabilización de los frentes, preludio de la ocupación del territorio republicano restante. La más alta instancia judicial militar registró un incrementó en número y gravedad de las penas en 1939 que es sólo un mero indicio de la virulenta actuación de los tribunales en el levante y la zona centro peninsular. Aunque la gravedad del resto de las condenas fue algo más reducida, la posguerra arrojó en Almería un porcentaje de penas capitales muy parejo al del Consejo Supremo, rondando en ambos casos el 8%[84].
Entre 1939 y 1941 se ventiló la primera y más nutrida fase de la represión judicial tras la finalización de la contienda. Así lo indican los estudios de víctimas llevados a cabo sobre provincias tan determinantes como Madrid, Albacete, Jaén, la región valenciana y Barcelona. Pero la actuación de los tribunales con relación a los hechos derivados de la guerra civil no se detuvo en esa fecha sino que prosiguió durante toda la década. A pesar de haberse puesto en marcha diversos mecanismos y estrategias de reducción penal, los tribunales continuaban imponiendo condenas graves con elevados porcentajes de muertes y reclusión mayor. En 1943 un 47% de los fallos del Consejo Supremo sancionaron a los procesados con reclusión mayor o muerte y nada menos que un 56% en 1944, mientras que en 1942 más del 9% fueron penas capitales. Pasados tres, cuatro y cinco años del fin de la contienda la justicia militar continuaba empeñada en la depuración exhaustiva de lo en ella ocurrido y, aunque no todas las penas de muerte acababan con la ejecución, tampoco debe minusvalorarse la duradera voluntad represiva del nuevo régimen que a mediados de 1945 seguía ejecutando a numerosos individuos bajo acusaciones procedentes de la guerra[85].
A lo largo de los quince años siguientes al golpe de Estado de 1936 los tribunales militares dictaron miles de sentencias y en conjunto el porcentaje de las condenas a muerte fue con toda probabilidad superior al 10%. La reclusión mayor resultó quizá la preferida de las condenas, con porcentajes que oscilaron entre el 25% y el 30%, parecidos aunque posiblemente algo superiores a los de reclusión menor. Las penas de prisión fueron aproximadamente la mitad que las de reclusión y, entre otros perfiles, se impusieron especialmente a miembros de las Fuerzas Armadas y de seguridad que no se decantaron a favor del golpe sin ser abiertamente defensores del Gobierno republicano.
Para la concreta determinación de las penas los tribunales contaban con el instrumental jurídico derivado de los artículos 172 y 173 del Código de Justicia Militar, absolutamente crucial para la suerte de los procesados. Se refieren estos preceptos a la fijación de circunstancias agravantes, atenuantes o eximentes de la responsabilidad, que los consejos de guerra podían señalar de acuerdo con su «más amplia libertad de criterio» y siempre que «no envuelvan injusticia», tal y como confirmaba la antigua jurisprudencia del Consejo Supremo de Guerra y Marina. En la medida en que la atribución de la afinidad ideológica conducía en general al más grave de los tipos delictivos, una primera consideración ya se depositaba como hemos visto en el arbitrio del juez. Sobre ella podía operarse una ulterior valoración acerca de la perversidad, gran trascendencia, daño causado o contumacia que no siempre se refería a las acciones supuestamente cometidas sino que muchas veces empleaba de nuevo la ideología de los procesados para agudizar la gravedad de las acusaciones[86].
En el caso de señalarse un delito del artículo 238.2 se imponía generalmente treinta años si no se aludía a ninguna circunstancia modificativa y veinte años y un día, reclusión menor e incluso prisión si concurrían una o varias atenuantes, tales como minoría de edad o escasa trascendencia del delito. Pero si eran prescritas agravantes se dictaba la pena de muerte y no siempre ni la mayoría de las veces por la imputación directa de asesinatos. Palabras y expresiones clave como «1934», «comunista de acción» o «comisario político» son simplemente una pequeña muestra del camino hacia la muerte, independientemente de las acciones supuestamente probadas en las sentencias. Toda la plétora de comentarios realizados por los testigos de cargo o contenidos en los informes de Falange o la Guardia Civil alimentaban la fijación de agravantes. «Autor del envenenamiento de todo el Ayuntamiento», «peligrosísimo», «muy de izquierdas», «mala persona», «deja bastante que desear» o «todo lo que se diga es poco» eran comentarios de nulo valor jurídico que arbitrariamente llevaban a los jueces a señalar gran trascendencia y peligrosidad. Un capricho que no iba acompañado de probados crímenes sino de métodos argumentativos que estremecen al adjudicar credibilidad a testimonios de una parte acusadora que, sin capacidad de identificar a los asesinos de sus familiares, se conducen por la senda de las jactancias para señalar a los culpables:
Las verídicas manifestaciones de la viuda —sentenciará nada menos que el Alto Tribunal— unidas a las frases jactanciosas proferidas por el procesado respecto de la muerte de diez y nueve (sic) Guardias Civiles en Reinosa, —hecho de gravísima trascendencia en la región santanderina— demuestran la relación de Victorino López con tremendos crímenes cometidos en aquella comarca, la complacencia con que los vio como persona de perversos sentimientos y el propósito que tenía de cometer otros iguales.
Quien haya visto la película Minority Report quedará estupefacto por lo que los tribunales franquistas consiguieron sin tanta tecnología y con pocos reparos a la hora de dejarlo escrito[87]. El manejo de estos elementos fue uno de los mayores exponentes del arbitrio judicial, otorgando capacidad a los tribunales para dar prioridad a determinada circunstancia modificativa en caso de que concurrieran varias de signo opuesto y facultando a los jueces para valorar en diversos conceptos una misma acción previa al alzamiento e incluso ya vista en sede judicial. Las actuaciones de los procesados no siempre estaban bien definidas y tan difusa era muchas veces la frontera entre la muerte y sanciones más moderadas que una prisión mayor terminaba sin dificultades con la pena capital por la simple declaración de un testigo[88].
Como el resto de las condenas, también las de muerte partían de unos hechos que, por el carácter del proceso, han de entenderse como atribuidos y no probados. En una reciente investigación se ha argumentado que la política de conmutaciones iniciada en enero de 1940 expresó la voluntad de que la pena capital sólo recayera en quien hubiera cometido delitos de sangre. Semejante deseo —según la citada interpretación— estaría en la base del notable descenso de penas capitales impuestas en Madrid a partir de 1940. Sin embargo en el Consejo Supremo la tendencia no fue en esa dirección, pues tanto en términos absolutos como relativos se experimentó una penalidad más grave en 1942. En cualquier caso la supuesta relajación sancionadora debería haberse notado también en las conmutaciones provenientes del Ejecutivo y según datos incluidos en la propia investigación del caso madrileño el 50,4% de las sentencias dictadas en 1940 acabaron ejecutadas mientras que en 1941 lo hizo el 53,6%[89].
La elasticidad a la hora de fijar la relación de los procesados con esos supuestos delitos de sangre convertía en papel mojado una prueba que muchas veces se basaba en jactancias o incluso no requería la presencia de testigos. Generalmente la imputación de hechos graves no era un hallazgo de la instrucción sumarial sino que arbitrariamente se acomodaba al caso. Y a veces lo mismo daba. El cenetista Ricardo Amor Nuño fue ejecutado en julio de 1940. En febrero el Gobierno había solicitado un informe al Consejo Supremo sobre la posible conmutación, sin que se atribuyeran delitos de sangre. En su dictamen el fiscal togado reconocía: «Someramente se recogen en la sentencia los motivadores de tan grave fallo pero se deducen con toda su importancia de las propias declaraciones del condenado». El listado de personas supuestamente favorecidas por Amor Nuño tenía poca importancia porque lo hizo «guiado por intereses particulares». El fiscal no dudaba del destino adecuado para quien había sido consejero de la Junta de Defensa de Madrid. «Fue un verdadero dirigente, y de categoría», nada proclive al arrepentimiento. Su intercambio epistolar con el redactor de El Debate García Bengoa en busca de un testimonio favorable no fue sino el remate:
Y tampoco puedo colaborar con las Autoridades jalonándoles el camino para que contrarresten las actividades de los insensatos que aún pretenden resucitar tiempos pasados porque para eso tendría que olvidar todas mis condiciones anímicas, que me enorgullecen, para convertirme en el miserable que, llamándome amigo, apuñala por la espalda traidora y alevosamente.
Aun sin atribuir delitos de sangre la conclusión no admitía dudas. Amor Nuño era
un vencido pero con inconmovible convicción en sus errores. Sujetos así, con hábitos de actividad proselitista, ofrecen siempre cierta peligrosidad[90].
Ni la relajación del rigor ni el colapso del sistema penitenciario tienen el valor explicativo de las simples razones demográficas: la mayoría de los considerados enemigos peligrosos habían sido ya sentenciados. La infraestructura sí podría explicar, en parte, que se redujera el volumen de detenciones e incoaciones de procedimientos porque como más adelante se indicará las prisiones atravesaban graves problemas que una reducción en el número de ejecuciones difícilmente podía paliar. En todo caso, al contrario. De hecho entre los meses de abril y agosto de 1940 se produjo en zonas como Madrid o Albacete un sensible aumento de los fusilamientos que en el plano interpretativo convive mal con una supuesta política de contención penal[91].
El perfil de los procesados
Poner cara a los procesados tiene el sumo interés de contrastar su dimensión real con el dibujo que de ellos hicieron las autoridades franquistas, un aspecto esencial para comprender cómo estas concebían a sus víctimas. ¿Bestias, bárbaros y monstruos o simples engañados por la ponzoña marxista? ¿Habitaban cómoda y permanentemente en los inmundos sótanos de las checas o fueron abducidos por el demonio soviético?
Contestar a estas preguntas no debe descuidar el hecho de que en Galicia, Castilla, Canarias o Andalucía occidental los represaliados no tuvieron tiempo material de manifestar su presunta barbarie, siendo castigados de manera contundente y ajena por completo a cualquier motivación reactiva. A lo largo de 1936 la prensa comunicaba constantemente fusilamientos de militares y miembros pertenecientes a la Casa del Pueblo opuestos al alzamiento. Se afirmaba públicamente que «la justicia militar se continuará aplicando inexorablemente, en especial sobre los dirigentes del movimiento antinacional». Ésta fue la imagen inicial que intentaron trasladar los sublevados, la persecución de quienes secundaron una inexistente rebelión aderezada con los pocos casos en que hubo víctimas pertenecientes al propio bando. Los detenidos y ejecutados eran presentados a la opinión pública como dirigentes e inductores de ese presunto movimiento orquestado por el Gobierno republicano en connivencia con fuerzas extranjeras[92].
La toma de nuevos territorios abrió el camino hacia la atribución de maldad intrínseca a un enemigo azuzado por agentes externos y autor de crímenes execrables. Comenzó a ofrecerse un perfil del reprimido alejado de supuestas direcciones rebeldes, resistencias y antipatriotismos, para basarse de lleno en la delincuencia más vulgar y el bárbaro asesinato. El cúmulo de acusaciones llenaba las páginas de los medios públicos y aderezaba los documentos judiciales para añadir fundamento a la severidad que imponían los castigos. No tuvo desperdicio lo que se dijo de Málaga, pero terminada la guerra las nuevas autoridades se explayaron en la representación del enemigo como una banda de asesinos, operando una homologación cuya persistencia no acabó con el franquismo.
Las imputaciones por muertes ejecutadas siguiendo las directrices de comités y checas llenaron las páginas de la prensa en 1939 y 1940, que sin ir más lejos dedicaba un amplio artículo al proceso contra la checa de Fomento. Con el lema «La criminalidad marxista al descubierto» y afirmando que «la justicia ha dictado su fallo», se iniciaba un repaso de crímenes y criminales con nombres, apellidos y métodos utilizados. La prensa contó lo que quiso y como quiso, al igual que en el caso de Angel Pedrero, destacado dirigente del SIM republicano y protagonista mediático en febrero de 1940. Contra tan relevante personaje, muy cercano a Ángel Galarza, Agapito García Atadell y al propio Indalecio Prieto, se instruyó un sumario de más de trescientos folios que revelaba su actuación determinante en numerosas acciones del SIM.
Pero por muy documentado que estuviera el caso los periódicos no podían reprimir la práctica de entreverar relatos e informaciones de cosecha propia, de tal forma que al único y real procesado, Ángel Pedrero, se le añadieron «cuatro significados colaboradores» que en la causa no aparecen. «Cuatro tipos de catadura moral semejante» a la de Pedrero, a uno de los cuales se le dio incluso voz en el artículo. Lo bautizaron como Tomás Durango y al exponer su historia «en un soliloquio espontáneo, que es un alarde de despreocupación y cinismo», el inventado señor habría asaltado la cárcel Modelo, presidido una checa y asesinado personalmente a derechistas confiados. Los otros no hablaron —ya estaba todo dicho— pero sí lo hizo el fiscal —en la ficción porque en la realidad tampoco—, quien como una suerte de álter ego de las autoridades franquistas habría expuesto que enjuiciando a este «torturador, saqueador y asesino vais a enjuiciar el régimen político que en Ángel Pedrero estaba en absoluto identificado. Es en una palabra el marxismo el que ocupa el banquillo de los acusados»[93].
Es cierto que muchos de los procesados de Málaga, Barcelona o Madrid intervinieron en asesinatos pero las autoridades franquistas intentaron que semejante afirmación conformara una imagen válida para todo tiempo, lugar y para todas las personas juzgadas por hechos graves. A pesar de lo que el régimen pretendió, el perfil de estas personas no se ajusta a una representación real de la masa de condenados, cuya participación en la guerra fue mucho más modesta. La edad media de los sentenciados se situaba entre los 30 y 40 años, es decir en la fase más activa laboral y políticamente, lo que supuso un alto coste de cara a la normalización demográfica del país. Con ciertos matices, el estudio institucional que aquí se presenta coincide con las investigaciones de alcance provincial al resaltar este grupo de edad como el más afectado[94]. Casi el 96% de los sentenciados entre 1936 y 1950 eran hombres y sólo el 4% mujeres, un porcentaje que en la cúspide de la justicia aumentó con el paso del tiempo, situándose durante la guerra cerca del 3,5% y en la posguerra muy próximo al 5%. En las causas falladas entre 1936 y 1939 no se detecta una mayor benevolencia hacia la mujer y los porcentajes de imposición de penas graves son iguales o superiores a los obtenidos para los hombres. Sin embargo a partir de 1940 la penalidad cambia y se experimentó un descenso de la dureza sancionadora sobre el género femenino, con un 27% de absoluciones y sólo un 3% de penas capitales, por un 8% y un 10% de los hombres, respectivamente[95].
Las mujeres sancionadas en la posguerra aparecían como seres inanes y a veces resultaban indultadas «dado su sexo». Pero durante el conflicto toda una demostración de misoginia hacia quienes abandonaban el rol de esposa y madre las convertía en las verdaderas instigadoras de las acciones ejecutadas por los hombres:
Lamentable es que la mujer intervenga en las cruentas luchas políticas, mas cuando ello ocurre y no excepcionalmente sino con cierta frecuencia, no puede olvidarse la trascendencia que ello tiene dada su eficaz influencia sobre los hombres, ya en actitud rebelde. Y llega a veces la mujer a propósitos de mayor crueldad que los varones.
Tal presupuesto analítico fue traído por la justicia en incontables ocasiones:
Mezcladas las mujeres en la comisión de crímenes colectivos, su misma condición femenina las hace aún ser más exaltadas y peligrosas cuando los estados pasionales dominan un pueblo y para ejemplaridad de las muchas que obraron de igual modo deben sufrir la sanción que han merecido.
Por ser ya en su degeneración espiritual incorregibles son absolutamente incompatibles, por sus ideas y perversidad, con el régimen de orden y justicia que inspirará a la nueva España de la posguerra, que se está organizando.
En cuanto al estado civil el 61% de los sentenciados en que se conoce dicho dato eran casados, un 35% solteros y un 4% viudos. Lo más significativo es que en las categorías de casados, solteros y no consta los hombres constituyen entre el 95% y el 97% de los casos, mientras que el 41% de las personas viudas eran mujeres, lo que puede relacionarse con el impacto de la guerra en sus parejas tanto en la vertiente bélica como represiva[96].
El análisis de la militancia, adscripción o simpatía política genera más sombras que luces por la imprecisión de las fuentes. A las autoridades judiciales les importaba muy poco fijar la concreta afiliación de los procesados, una vez que se determinaba su adscripción genérica al bando republicano. Muchas veces la afinidad ideológica se deducía de las acciones supuestamente cometidas, presuponiendo que alguien era rojo y adherido, por lo que no era necesario identificar con precisión la militancia de los encausados. De hecho en el Consejo Supremo las categorías genéricas como izquierdista o derechista suman en total el 40% de las adscripciones atribuidas, las cuales suelen venir aderezadas con otras adjetivaciones.
Al margen de esas categorías generales destaca el procesamiento de miembros de los sindicatos UGT y CNT en mayor medida que de afiliados a partidos políticos, sobresaliendo entre estos PSOE, PCE e IR. (Véase cuadro 10[c10]). Al utilizarse otros procedimientos de obtención de información los datos sobre presencia de estos partidos varían ostensiblemente, en especial en lo referente a PSOE y PCE, que en Almería presentan un 23% y un 27% de las filiaciones comprobadas, porcentajes muy superiores a los aquí reflejados. La vinculación entre militancia atribuida y penas capitales, además del evidente castigo de las fuerzas de izquierda burguesas pero sobre todo obreras, sugiere tras la preceptiva ponderación un incremento respecto de las proporciones de sentenciados en PSOE, PCE, IR y CNT, no así en el sindicato UGT[97].
Hubo una notable presencia de personas encuadradas genéricamente en la derecha del espectro político y consideradas afines al alzamiento o a sus principios, que se vieron obligadas a colaborar puntualmente y con desgana a favor del bando republicano. Para algún autor estos casos se explican por la «inversión de la justicia al revés», en el sentido de afirmar que las autoridades franquistas estaban convencidas de que ellas constituían el gobierno legítimo y cualquier ayuda prestada a la República caía en la rebelión. En parte esta lógica funcionó incidiendo en una idea de firmeza jurídica que pretendió trascender la militancia política, pero sólo es explicativa si se relaciona con la paranoia inquisitiva como factor clave en los períodos de ocupación y que llevó a neutralizar a cualquier persona sospechosa de haber cometido acciones incluso irrelevantes. De cualquier modo la amplia generalidad de estas condenas tuvo un carácter leve o, en casos más graves, los antecedentes atenuaron muchas veces el rigor de los castigos[98].
En cuanto a la actividad profesional, una primera distinción ha de hacer hincapié en la condición civil o militar de los sentenciados. En el caso de la cúpula judicial castrense la presencia de miembros de las Fuerzas Armadas y de orden público es muy superior a la registrada en los estudios de ámbito provincial, suponiendo el 36% de los encartados por delitos de guerra y descendiendo este porcentaje en la década de 1940. Las personas con la condición de militar sufrieron condenas menos graves que los civiles, a pesar de que al inicio de la guerra fueron tempranamente ejecutados numerosos oficiales que se habían opuesto al golpe de Estado. (Véase el cuadro 10).
A escala nacional los trabajadores del campo fueron el sector profesional que más sufrió los rigores de los tribunales, tanto en procesamiento como en sentencias y ejecuciones. Una dureza que proporcionalmente también se aplicó a las profesiones liberales y que permite detectar una cierta relación estadística entre ocupación y gravedad de las condenas. (Véase el cuadro 15[c15]). El sector del campo, los mineros, ferroviarios, obreros y el grupo de los trabajadores manuales conformaría un primer gran perfil con elevado número de reclusiones, penas de prisión mayor y buena proporción de penas de muerte. Se trata de un conjunto de profesiones muy castigado por la justicia militar dada su notable participación en la vida política y pública. Empleados de servicios, comerciantes y profesionales liberales constituirían un segundo perfil mucho más heterogéneo, con mayor igualdad de condenas de reclusión y prisión, más absoluciones y menos penas capitales. La diversidad en este grupo hace convivir en él a quienes podían ser concebidos por los tribunales como líderes políticos con otras personas con una conducta atribuida más moderada y una menor actividad política. Finalmente, un último perfil mostraría tasas elevadas de condenados a prisión menor y absoluciones, frente a un marcado descenso de las penas más graves. Miembros del Ejército, la Guardia Civil y los diversos cuerpos de seguridad conformarían este grupo, habiendo mostrado actitudes tibias a pesar de su cercanía a los fines de la sublevación en algunos casos[99].
Modificar una sentencia
La justicia militar tenía habilitadas tres fórmulas para variar el resultado de una sentencia. En primer lugar estaban los disentimientos, que sólo podían elevarse a instancia de las autoridades judiciales que intervinieran en el proceso. Esto quiere decir que en los sumarísimos de urgencia sólo podían disentir los auditores al no intervenir el mando militar en la aprobación de la sentencia, mientras que en los sumarísimos ordinarios ambos cargos tenían voz.
El disentimiento era una discrepancia promovida por la Autoridad Judicial con relación a la sentencia de un consejo de guerra, que podía fundarse en diversos motivos aunque generalmente se dirigía contra la elección del delito imputado, la errónea aplicación de la pena o la débil apreciación de las pruebas. La presencia del libre arbitrio de los juzgadores hacía que las diversas autoridades participantes en el proceso pudieran tener visiones diferentes e incluso opuestas, que el Alto Tribunal durante la guerra y el Consejo Supremo de Justicia Militar en la posguerra acababan por dirimir. Éstos eran pues los órganos que finalmente resolvían los disentimientos, al margen del breve período que transcurrió entre finales de agosto y octubre de 1936, en el que la Junta de Defensa Nacional tuvo la atribución de un cometido que mediante Decreto de 24 de octubre de 1936 se adjudicó al Alto Tribunal hasta el primer otoño posbélico.
No se ha hecho un estudio sistemático de los disentimientos tramitados hasta septiembre de 1939, pero sobre la base de una consideración cualitativa puede afirmarse que en esta etapa su naturaleza y resultados fueron mayoritariamente negativos. No muy diferente que a lo largo de la posguerra, período para el que sí contamos con un trabajo detallado[100]. De él puede extraerse como principal conclusión que el disentimiento no supuso un beneficio para los encartados al ver éstos agravadas las condenas impuestas por los consejos de guerra, cuya dureza —quién iba a decirlo— parecía preferible en la mayor parte de los casos a continuar con el curso procesal.
Decimos que un disentimiento es negativo cuando la Autoridad Judicial solicita una pena más grave que la impuesta por el consejo de guerra. Un 70% de los disentimientos tramitados entre el 20 de septiembre de 1939 y el 31 de diciembre de 1950 por causas de guerra fueron negativos para los procesados y, de ese conjunto, nuevamente un 70% sufrió un agravamiento efectivo de la condena, llegando en muchos casos a empeorar más de lo que las autoridades discrepantes habían solicitado. Las magnitudes totales son incontestables (véanse los cuadros 24-25[c24_25] y 26[c26]): sólo un 20% de los disentimientos acabaron mejorando la pena impuesta por los consejos de guerra, mientras que en más de la mitad de los casos ocurrió exactamente lo contrario y aproximadamente en una cuarta parte de los disentimientos las condenas no variaron. Con estos datos no es aventurado afirmar que el disentimiento implicaba un nuevo estudio de las causas dirigido a la corrección de posibles lenidades cometidas por los consejos de guerra. Cualquier razón de ajuste jurídico de las sentencias quedó superada por la evidente voluntad sancionadora de las autoridades franquistas.
En los sumarísimos de urgencia el disentimiento era potestad exclusiva de los auditores, especialistas en derecho del Cuerpo Jurídico Militar. Era el procedimiento sumarísimo ordinario participaban también los mandos regionales, cuyo conocimiento de las leyes castrenses era poco menos que intuitivo y completamente ajeno al enjuiciamiento de civiles. No obstante su carácter lego no les impidió participar activamente en los sumarios tramitados entre 1939 y 1943, en los que se imputó muchas veces a quienes eran completamente extraños al Ejército. A partir de 1940 participaron activamente en el 90% de los disentimientos que se produjeron sobre hechos relativos a la guerra civil, la mayor parte de las veces de acuerdo con su auditor pero muchas otras en solitario[101].
Una segunda forma de modificar una sentencia fue el recurso de revisión. De entrada conviene aclarar que no es inusual hallar errores en la consideración del concepto recurso aplicado a la jurisdicción militar franquista, llegándose a describir auténticas aventuras de letrados preparando escritos atiborrados de argumentos jurídicos que, con la guerra aún sin concluir, convencerían de su error a los tribunales. Al margen de que aquéllos se redactaran la mayoría de las instancias promovidas en período bélico suplicando una revisión de la causa no dieron lugar a ulteriores tramitaciones por entenderse faltas de fundamento o como meras peticiones de clemencia. Sólo en contadas ocasiones fueron consideradas en alguna medida originando, en todo caso, la nulidad prevista en el artículo 603 del Código de Justicia Militar y no la revisión de la sentencia del artículo 678, que no se menciona entre las competencias del Alto Tribunal señaladas en el Decreto de 17 de febrero de 1937[102]. Obedeciendo a la definitiva transición infraestructural del Alto Tribunal al Consejo Supremo de Justicia Militar, fue en febrero de 1940 cuando las revisiones comenzaron a tramitarse de nuevo.
Finalmente tampoco era posible promover recursos de casación a instancia de parte, pero ello no supone un cambio con respecto al período republicano por cuanto en éste sólo era posible que la Autoridad Judicial elevara una casación a la Sala Sexta. Durante la guerra dichos recursos de casación seguirán estando vigentes, siendo una mera formalidad poco distinguible del disentimiento[103].
A lo largo de la posguerra la posibilidad de interponer recursos de revisión estuvo muy lejos de provocar una masiva modificación de sentencias. La sola admisión debía adecuarse a los muy restrictivos casos del artículo 678 del código castrense y quizá por ello a lo largo de la década hubo un total de 110 revisiones que acabaron finalmente en sentencia, afectando a 131 personas. Todos estos recursos fueron admitidos por duplicidad de fallos o, lo que es lo mismo, existían cuando menos dos juicios resueltos por idénticos hechos, lo cual contravenía el conocido principio non bis in idem. En una insultante demostración de supuesto formalismo, el Consejo Supremo declaró su intención de respetar la máxima jurídica de que la condena resultante en una revisión no podía ser superior a la que se hubiera impuesto inicialmente[104].
La práctica de la revisión chocó con la dura realidad al afectar a poco más de un centenar de personas. Muy claro tenía que ser el error para admitir el recurso y antes de asumir gazapos flagrantes era habitual asistir a rebuscadas argumentaciones y notables contradicciones doctrinales. Ni siquiera la aportación de pruebas concluyentes aseguraba la revisión, aunque pudiera demostrarse que la supuesta víctima cuyo asesinato se imputaba al condenado estuviera viva. En estas condiciones se comprende tan exiguo balance de sentencias y su escasa presencia en los años iniciales de la década. Hasta 1943 sólo se habían tramitado diez recursos de las muchas instancias que fueron remitidas al Consejo Supremo por los familiares de los condenados, mientras que entre 1943 y 1945 se registró el mayor número de resoluciones, un 53,6% de todos los tramitados durante la década[105].
Pero por muchas más que se hubieran cursado las revisiones no representaban una solución benevolente para los condenados ni significaban nada semejante a una salida de la cárcel, pues en el 74% de los casos las penas impuestas fueron superiores a veinte años y un día de reclusión mayor, dictándose seis penas de muerte y ninguna absolución. El 51% de las condenas resultantes fueron cuando menos similares a la más elevada de las dictadas previamente por los consejos de guerra, mientras que la gravedad del 26% se quedó entre las dos sentencias originales. De esta forma, sólo un 23% de las condenas definitivas dictadas en virtud de un recurso de revisión establecía un castigo menor o, al menos, idéntico al inferior de los ya dictados. Con estos datos sólo puede afirmarse que, por lo general, la revisión no contribuía a mejorar la situación de los procesados.
Finalmente las nulidades también permitían reconsiderar el resultado de una sentencia dictada por un consejo de guerra y, como en los disentimientos, la iniciativa recaía de forma exclusiva en las autoridades juzgadoras. Según el Código de Justicia Militar, el Consejo Supremo podía decretar la nulidad de todo o parte de lo actuado en relación con una causa ya sentenciada por un tribunal castrense. Durante la guerra hubo algunas resoluciones adoptadas en este sentido por el Alto Tribunal, que en virtud del Decreto de 17 de febrero de 1937 estaba facultado para reclamar y examinar las causas ya falladas decretando su nulidad si era preciso[106].
Estos expedientes constituyen un inestimable indicador del funcionamiento de los tribunales y la precariedad del procedimiento al no decretarse nulidades por aspectos accesorios o meramente formales sino que muchas veces afectaban a verdaderos pilares de la instrucción sumarial. En el 76% de los casos de posguerra se detectó omisión de diligencias fundamentales para formar prueba o duplicidad de causas judiciales, errores ambos que desacreditan por completo una investigación procesal. Y mucho más si se tiene en cuenta que la mayoría no fueron recursos directos sino hallazgos ocasionales localizados en la resolución de disentimientos. (Véase el cuadro 28[c28]).
Si se contrastan algunos ejemplos de nulidad con el resultado generado por la reapertura de los sumarios ha de concluirse con la más absoluta de las desconfianzas y, por supuesto, aconsejando la proscripción del término seguridad jurídica aplicado a los tribunales franquistas. Sería más adecuado hablar de resultado impredecible que, en todo caso, y tras un complejo y específico análisis de cada asunto podría vincularse a motivaciones cronológicas o subjetivas y a las relaciones interpersonales que subyacían a las actuaciones judiciales. Hubo sumarísimos anulados por el auditor de forma inesperada en períodos altamente violentos que significaron una auténtica tabla de salvación para los procesados conviviendo con otros en los que un fiscal decidido a fusilar acabó pidiendo el garrote vil porque las nuevas pesquisas le abrieron los ojos sobre la necesidad de aplicar tan horrible castigo[107].
En su vertiente práctica la modificación de sentencias por vía procesal ocupó un espacio casi imperceptible en el ámbito de la justicia castrense. Si el número de expedientes fue reducido, tampoco por su cantidad brillaron los efectos positivos de modo que los sentenciados podían considerarse afortunados si las sentencias no traspasaban el ámbito de las regiones militares. Sólo contingencias de imposible determinación podían ocasionalmente generar beneficios por lo que en su conjunto todas estas medidas estuvieron encaminadas más bien a vigilar que los tribunales militares cumplieran con el rigor deseado por el poder político. En resumidas cuentas, esto era lo que garantizaban.
Una mancomunada trinidad: defensores, fiscales y jueces
El estudio de quienes intervinieron en los juicios militares posee tantas ramificaciones que requeriría varias tesis doctorales. En ellas saldría a colación el africanismo de muchos de estos militares, su catolicismo, un carácter esencialmente conservador, el profundo odio hacia el anterior Gobierno republicano, una buena dosis de paternalismo y, por derivación, la defensa de una doctrina de naturaleza organicista absolutamente entregada a la idea de que el sometimiento de la sociedad a las directrices y moral de una élite dominante permitiría a España recuperar el esplendor de antaño[108].
La guerra provocó la movilización de recursos humanos hacia los frentes por lo que disponer de suficiente personal jurídico durante la misma supuso un grave problema. Sin duda a esto obedeció la reducción en el procedimiento sumarísimo de urgencia del número de vocales que debían componer los tribunales, también que los fiscales pudieran ser jefes u oficiales militares y, por fin, que los miembros de la justicia ordinaria fueran incorporados de forma en principio contingente. Eso sí, el defensor en todo caso debía ser un militar que sólo muy ocasionalmente tenía conocimientos en derecho y que para los procesados era, en definitiva, un enemigo en el frente de combate[109].
Con esta fórmula se instituía un concierto tácito en el que acusación, defensa y judicatura eran una sola voz que atronaba en los oídos de los acusados.
Y que conste —decía un escrito— que el Consejo de guerra que lo juzgó es aún más benévolo que nosotros pues le aplica el art. 4.º del grupo V que se refiere a oficiales no profesionales de buenos antecedentes y nosotros se los suponemos malos a pesar de nuestro carácter de Defensor porque a ello nos obliga el espíritu de justicia.
Esto no es nada comparado con otros casos en los que el propio defensor reconocía estar de acuerdo con el fiscal y «no halla[r] siquiera un pretexto para solicitar una conmutación de pena». El acusador convencía al supuesto letrado de que su patrocinado debía ser condenado a muerte, mientras que el consejo de guerra —quién lo iba a decir— encontraba razones para no dictar semejante pena[110].
La dignidad de la defensa se convirtió en un mero formalismo para atribuir una cierta corporeidad a la idea de garantía sin que su acción pudiera modificar el rumbo de los juicios. Según el carácter de cada defensor los alegatos podían contener diferentes modos de argumentar. A partir de 1940 el más habitual fue la discusión de los cargos imputados para, con mayor o menor fortuna y desgana, intentar responder a las acusaciones. El que en otro lugar se ha denominado paternalista fue un segundo modelo, insultante hacia el procesado, al que se refería como un imbécil envenenado por la ponzoña marxista. Perdónalos señor, que no sabían lo que hacían solía ser la moraleja final de estos escritos. Ni ese esfuerzo llegaba a hacerse en otros alegatos que eran meramente descriptivos o se limitaban a pedir clemencia[111].
Pero este mundo ideal —dadas las circunstancias— de defensores que escribían algunas decenas de líneas no fue la tónica de una justicia cuando, más allá del centro neurálgico, se visitan sus arrabales. Entre la primavera de 1939 y el verano de 1940 se condenó y fusiló en Madrid a muchas personas sin que en sus procesos conste siquiera el nombramiento o la identidad de los defensores, cuya huella eran veinte palabras de incierta procedencia insertas en el acta del juicio. Quizá demasiadas para los dos renglones que resumían la instrucción o los cuatro que daban cuerpo a la acusación fiscal. El sumarísimo de urgencia se saltaba la formalidad de la lectura de cargos por lo que, se supone, era como mucho en el juicio cuando procesado y defensor se veían las caras[112].
Con la Ley de 12 de julio de 1940 el sumarísimo ordinario pasó a ser el único procedimiento aplicable. Los acusados conocían a sus defensores una vez presentado el resumen de la actividad instructora y, en teoría, la labor de éstos consistía en preparar el alegato en la vista oral tras el análisis del sumario, para lo que disponían sólo de unas horas de consulta. Entre este acto y el juicio solían transcurrir entre diez y veinte días, jornadas de intensa reflexión que producían resultados como solicitar «benevolencia del Consejo al dictar la sentencia». No esperen más que no hay. No busquen escritos ni otras huellas en el sumario que estas palabras incluidas en el acta del juicio y hablamos ya de febrero de 1942[113].
Con las defensas actuando así, más allá de algunas honrosas excepciones, las supuestas garantías no guardaban ni las más elementales formas. Aunque por sus principios y fines las autoridades del bando vencedor habrían sido poco permeables a un hipotético trabajo letrado más profesional, en estas condiciones los procesados sólo podían encomendarse al capricho de unos juzgadores nada proclives a las concesiones. El viejo general de botas aún tiznadas de la arena marroquí o el joven oficial ansioso por ganarse un hueco en el nuevo régimen no podían representar la esperanza. Lejos de interpretar benevolentemente la política represiva del régimen, estaban orgullosos de llevarla hasta sus últimas consecuencias sin que, y esto es lo peor, los conocedores del derecho militar tuvieran voluntad alguna de pararles los pies.
Al contrario, los jurídicos militares fueron piezas clave en semejante dureza. Desempolvar los sumarios va a suponer ampliar el listado de unos nombres que en algunos casos sorprenderán por haberse convertido posteriormente en autores de obras y manuales profusamente citados en el ámbito del derecho actual. Felipe Acedo Colunga o Máximo Cuervo Radigales dejarán de aparecer casi en solitario para ir acompañados de otras figuras menos visibles. Ellos son buenos exponentes de la filosofía jurídica que imperaba en los consejos de guerra y, porque no dejaban de ser militares, estaban impregnados del pensamiento corporativo castrense que, por encima de todo, aborrecía la revolución y, en España, la identificaba con la República. Algún día deberá trazarse el perfil del jurídico Eugenio Pereiro, que estuvo al mando de la Auditoría del Ejército de Operaciones creada en 1934 para procesar a los rebeldes de Asturias. Pocas labores como la suya permiten observar el grado de continuidad entre los tribunales militares de la época republicana y franquista. O del auditor sevillano Francisco Bohórquez o de Ángel Manzaneque, vinculado durante la Segunda República a la Sala Sexta y más tarde nombrado auditor del Ejército de Ocupación. Estos ilustres nombres y muchos otros menos conocidos aplicaron con energía el despótico mazo de la ley franquista sin que sus licenciaturas de derecho amortiguaran el espanto que los rodeaba.
LA REDUCCIÓN DE PENAS
La otra cara de la justicia
El juego de apariencias articulado por las autoridades franquistas tuvo en las políticas de perdón y reducción de condena su último y más retorcido capítulo. No puede entenderse la severidad de los castigos infligidos sin este otro contrapeso porque no es posible concebir la violencia judicial empleada al margen de una estrategia encaminada a fingir la existencia de derecho, orden y justicia. La magnanimidad del caudillo fue publicitada dentro y fuera de las fronteras como una muestra de que el régimen no deseaba excesos innecesarios y, lo antes posible, pretendía reintegrar a la sociedad civil a quienes conscientes de sus errores pasados anhelaran formar parte de la nueva España.
El perdón franquista fue una etapa más del proceso represivo en la que los presos habían de pagar un último precio, una redención más de la culpa contraída que culminara la privación de libertad. Debían aceptar expresamente el pecado y, para ello, fueron condescendientemente perdonados y liberados por las autoridades, entrando en una suerte de programas de reinserción a la vida civil que implicaban su total servidumbre al Estado, la continuación de la desmedida explotación laboral que venían sufriendo en los establecimientos penitenciarios y el control permanente de sus movimientos.
Junto a esto, la extendida práctica delatora y la amplia inquisición promovida por los sublevados condujo a una situación penitenciaria casi imposible de sostener. A finales de 1939 había en España un problema infraestructural que el régimen franquista sólo quiso afrontar con la condición de no renunciar al control exhaustivo de los presos y detenidos. Por esa razón se adoptaron medidas encaminadas a etiquetar al más de cuarto de millón de personas hacinado en los diversos edificios que funcionaban como prisiones, buscando la liberación de quienes no fueran considerados peligrosos para el régimen. La raíz de la virtualmente extensa política de clemencia respondió, por tanto, a razones más prosaicas que el cristiano espíritu de concordia, independientemente de que la tradición católica española permitiera jugar a este juego como en otros lugares no habría podido jugarse[114].
Quien no tenga las manos manchadas de sangre…
En la guerra…
Pero ¡sabedlo!: cada día que pase, cada vida más que sacrifiquéis, cada crimen que cometáis, es una nueva acusación para el día en que comparezcáis ante nuestra justicia, que, generosa hasta el perdón, ofrecemos a cuantos, engañados o equivocados, habéis arrastrado a la lucha, pero que será inflexible para los que criminalmente empleáis la sangre y la bravura de nuestra juventud en el camino torpe de la destrucción de España.
… y en la victoria
Hacemos una España para todos; vengan a nuestro campo los que, arrepentidos de corazón, quieran colaborar a su grandeza; pero si ayer pecaron, no esperen les demos el espaldarazo mientras no se hayan redimido con sus obras[115].
El perdón constituyó una facultad inherente al caudillo desde que accedió a la Jefatura del Estado, para cuyo ejercicio no dudó a veces en acudir a sus asesores y altas instituciones y cuando lo hacía solía respetar el criterio no vinculante de los cinco oficiales que ocupaban los asientos del Alto Tribunal, con la seguridad de que a ninguno de ellos le iba a temblar el brazo. A su excelencia se le ocurrió el 31 de diciembre de 1936 conceder el indulto de todas las penas de muerte pendientes de ejecución por haber solicitado informe. Estrenaba así el largo aluvión de disposiciones rectificadoras que irían viendo la luz después de la guerra, muchas veces acompañando a las fiestas navideñas. Y como en todas ellas se establecieron excepciones, en este caso la existencia de «delitos comunes inherentes al de rebelión militar perseguido», que permitieron al órgano informante las más complicadas piruetas para eludir la concesión de la gracia[116].
Con la aplicación de esta primera y casi desconocida medida de gracia hubo más vidas segadas que salvadas, pero tampoco éste era el objetivo. La estrategia redentora como arma de doble filo se encuentra en el mismo seno materno de la sublevación. Las llamadas de Franco abriendo los brazos a sus hijos descarriados llevaron a muchas personas al paredón mientras se difundía la supuesta misericordia de los alzados. El propio Alto Tribunal tenía presente
lo beneficioso que ha de resultar que llegue a todos los pueblos de España, siempre que ello sea posible, testimonio fehaciente de que a la gran energía del Jefe del Estado acompañan sentimientos de justa y magnánima misericordia…
Y no cabe duda de que ese testimonio llegaba pero otra cosa es que se cumpliera la palabra empeñada. Luis Torrado, «sujeto de mala conducta» disidente de la UGT y fundador de la Radio Comunista del pueblo pacense de Higuera de Vargas, había dirigido la resistencia al golpe de Estado hasta que se vio obligado a huir. En enero de 1937 regresó y se presentó voluntariamente en el local de Falange «al tener noticia del perdón otorgado por nuestro caudillo». Alcalde y Guardia Civil atestiguaron en sus informes esa motivación y, en el consejo de guerra, el defensor la utilizó como argumento del procesado. ¿Qué perdón? Así se preguntaba el Alto Tribunal cuando su informe fue reclamado por Franco. Si se hubiese publicado alguno para ellos desconocido y aplicable al procesado «nadie mejor que la Superioridad a quien el presente informe se eleva, tendrá noticia de él y sabrá fijar su alcance». Más allá de las palabras el perdón de Franco valía muy poco porque «aun cuando fuera cierto que este condenado se presentara como acogido a un perdón, no invocado por él, es lo cierto que su conducta no ofrece signos de enmienda», dado que los nuevos informes policiales revelaron que tras su puesta en libertad seguía acompañando «a gente de no muy buenos antecedentes políticos, ya que no han abjurado de sus antiguas creencias políticas o sociales y por ello aún siguen siendo objeto de particular vigilancia. Esta observación que revela contumacia en las ideas y actitud de Luis Torrado aún después de su retorno al pueblo, ha sido muy tenida en cuenta para no proponer indulto a favor del mismo, pues indica que no es digno de esta gracia»[117].
El capricho de los césares
Es bien sabido que durante el franquismo la ejecución de las penas capitales debía realizarse tras el asentimiento expreso de Franco, cuyo papel en la decisión final sobre el fusilamiento o la conmutación de los reos ha sido muchas veces exprimido para ofrecer una imagen de hombre frío e inanimado ante la muerte. Un pasado de guerras sangrientas suele enriquecer y justificar su actitud nada pusilánime ante decisiones que paralizarían a cualquiera. Sin embargo poco se ha matizado que el caudillo no siempre actuaba sólo o que Martínez Fuset y el resto de asesores que lo circundaron no constituyeron en todos los casos el núcleo duro de las mortales deliberaciones.
Durante la guerra Franco se apoyó muchas veces en la más alta institución judicial castrense para obtener una toma de postura ante las penas capitales impuestas por los tribunales. En aquellos casos en que había vacilaciones, el cuartel General solicitaba informe al Alto Tribunal para salir de dudas. El 21 de noviembre de 1936 los primeros de estos dictámenes consultivos vieron la luz y más de trescientos llegaron a elaborarse hasta 1939, algunos muy relevantes como se ha tenido ocasión de comprobar[118].
Los criterios que regían la elaboración de los informes eran de lo más variopinto. Aunque a lo largo del tiempo su literatura experimentó notables cambios, fue constante aludir a que el sentido de la pena de muerte no era exclusivamente la sanción punitiva o la ejemplaridad, sino fines mayores y más abstractos como asegurar el futuro de España o extirpar males profundos y extendidos inspirándose en la doctrina de la defensa social. En cualquier caso y a cuenta de la más absoluta arbitrariedad, los tribunales se movían por el capricho de pequeños detalles para aconsejar el indulto e incluso por una suerte de moral demográfica. Bien estaban las condenas masivas pero debía tenerse en cuenta el tamaño de las poblaciones y por ello «considerarse también la extensión del dolor y consecuencias que para un pueblo pequeño supone el ver ejecutados a catorce de sus vecinos». O a veinte, o a cincuenta y dos. Resulta en estos casos oportuno «estudiar si entre tanto condenado hay algunos con circunstancias suficientes para proponer que a favor suyo venga la misericordia a atenuar los rigores de la justicia estricta»[119].
Por el Alto Tribunal pasó un abanico de condenas a muerte correspondientes a los denominados líderes locales o provinciales de la rebelión, militares de alto y bajo rango, soldados, «meros ejecutores» y un largo etcétera. La condición directiva solía casar mal con las recomendaciones de indulto, al igual que las militancias políticas o un compromiso con la resistencia al golpe. Las resoluciones contra insignes procesados recalaron en el Alto Tribunal a petición de un Franco quizá dudoso, a quien a veces no le resultó sencillo decidir o simplemente pretendió desplazar hacia otros la responsabilidad de algunas ejecuciones judiciales.
Es probable que esto último explique la existencia de un informe relativo a la conmutación de pena del general Domingo Batet, por quien el caudillo profesaba, según los especialistas, auténtica animadversión. O ésta no era tal o, más probablemente, para cubrirse las espaldas encargó al tribunal que expusiera en un largo informe las razones que podían acompañar al indulto del militar catalán. Batet llevaba detenido varios meses y fue fusilado el 18 de febrero de 1937 con el beneplácito de un Franco ansioso por vengarse de él y de Queipo, por haber desoído éste su petición de clemencia hacia el general Campins. Condenado por adhesión a la rebelión, para el tribunal nada justificaba el indulto, ni los hechos ni la ideología del encartado, «al destacarse Batet en notorios acontecimientos políticos durante los últimos años». La trascendencia de sus actos, impidiendo el éxito del golpe, su responsabilidad en los males sufridos por cuatro oficiales arrestados en evitación del alzamiento y la contumacia demostrada al desobedecer los consejos de su Estado Mayor, constituyeron el colofón de un dictamen que evidentemente no recomendó el indulto. Se dice que Franco intervino directamente en el juicio para que Batet fuera fusilado pero lo cierto es que, de ser esto verdad, sólo un cerebro extremadamente retorcido pudo mantener siete meses encerrado a quien sabía que iba a ejecutar, posteriormente condicionar el sentido de la sentencia y finalmente solicitar un informe que cubriera su responsabilidad implicando a un órgano judicial. Otra de las caras, en cualquier caso, de la fórmula redentora[120].
Pero Franco no siempre reservó para sí y sus cercanos asesores la decisión de la vida y la muerte. Cumplido el primer año de posguerra el régimen había ejecutado a miles de personas aunque todavía tenía pendiente el fusilamiento de muchas más. El trámite del «enterado» —término con el que Franco comunicaba su visto bueno a la actuación del piquete— suponía un freno temporal al cumplimiento inmediato de las penas capitales y al desalojo de unas prisiones muy pobladas. Durante los tres primeros meses de 1940 la ejecución de condenas a muerte en lugares como Madrid experimentó una cierta relajación para retomar su frenética actividad a partir de abril. La Jefatura del Estado se vio desbordada con el número de condenas pendientes de su asentimiento y buscó una salida en la que prevaleció la severidad y ejemplaridad sobre la clemencia. El 25 de mayo la Subsecretaría de Presidencia suscribió unas instrucciones en virtud de las cuales el mando militar no sólo era la autoridad que, tanto en procedimientos sumarísimos ordinarios como de urgencia, debía aprobar la sentencia sino que aun imponiendo esta pena de muerte ni siquiera debía comunicarla al Gobierno cuando el caso estuviera incluido en el grupo primero de la orden que se explicará en el siguiente apartado[121].
Más allá de lo que atañe a la vertiente simbólica de su magnánima y justiciera figura, sería un error personalizar en Franco la responsabilidad única de miles de ejecuciones unánimemente prescritas por cientos de militares, auditores y fiscales, recomendadas por adictos al régimen e incluso solicitadas por personas sin relevancia pública. Lo cierto es que para potenciar «el criterio de rapidez, dentro de las garantías procesales, que informa la Jurisdicción Castrense» este nuevo modelo de aprobación de sentencias redefinió el papel del jefe del Estado en la decisión final sobre muchas penas capitales, pues sólo le serían presentadas las de militares con rango y aquellas que no cumplieran los requisitos ya referidos o que, cumpliéndolos, «hiciesen abrigar ciertas dudas a la Autoridad». La existencia de unas normas no públicas en cuyo preámbulo se hace referencia explícita a motivos de rapidez casa difícilmente con una supuesta relajación del rigor penal que se estaría produciendo en ese momento[122].
A partir de aquí Franco cedió indefinidamente a los mandos regionales parte del protagonismo en la ejecución de las penas de muerte por delitos derivados de la guerra civil, lo que se puso en marcha de inmediato[123]. Esos generales se convirtieron en la llave de acceso a la supuesta magnanimidad del caudillo que, en cualquier caso, significaba sólo una posibilidad más de salvar la vida pero de ningún modo una luz segura en el horizonte[124].
La gracia, como medida última depositada en el jefe del Estado, tuvo durante la etapa franquista un sentido caprichoso y, por ello, subjetivo en extremo. Actitudes directivas o intervención en asesinatos solían ser motivos vinculados a la ejecución de los condenados, pero muchas veces esas características no se encontraban en los resultandos de las sentencias. Combinado con otros el factor temporal fue también importante en la decisión final, al igual que las redes de influencias a las que pudiera acceder el entorno de quien estaba llamado a entrar en capilla. De forma habitual la literatura especializada hace mención del espeso tráfico de avales incorporado a las causas, materializándose en escritos de diversa naturaleza donde se resaltaban las virtuosas conductas pasadas de los rematados. Y era cierto que tal cúmulo de papeles circulaba por las distintas dependencias quedando cosidos a los voluminosos sumarios, pero otra cosa es que su utilidad deba ajustarse a su auténtico valor como salvavidas pues la mayoría de las veces eran considerados «simples súplicas de conmutación de penas»[125].
Es posible que la presencia de testimonios favorables aportados por el vecindario fuera considerada en algunos casos, si se entendía que el aval era desinteresado y siempre que el condenado no tuviera atribuidas acciones especialmente destacadas. Sin embargo las autoridades judiciales menospreciaron en todo momento los escritos cuya mecánica presencia era de difícil justificación. «Menos valor —decía el Alto Tribunal— ha de darse a algunos certificados de sacerdotes, siempre dispuestos por caridad cristiana a mitigar el dolor del prójimo cuando para ello se solicita su concurso». Tampoco atendían a las certificaciones redactadas «a instancia de parte interesada» o las que ofrecían «arrepentimientos tardíos» justo antes de comparecer en el consejo de guerra. Porque sin duda mucho más relevantes que este tipo de escritos eran las influencias de alto nivel cuyas objeciones podían llegar al entorno de Franco o de las autoridades militares, verdaderas figuras determinantes de las decisiones finales. Un cura párroco o un vecino del barrio harían poca mella en el ánimo de esos generales, pero los comentarios de un obispo, un oficial o cualquier persona vinculada a las redes de poder tuvieron sin duda mucha más capacidad de persuasión[126]. 81 formas de delinquir
81 formas de delinquir
Al finalizar el año 1939 existía en España un grave problema en el ámbito penitenciario derivado del abusivo número de detenciones practicadas con motivo de la guerra civil. Tal estado de cosas forzó a las autoridades a tomar unas medidas que fueron disfrazadas de sentimientos cristianos y equidad judicial, con independencia de que lo uno y lo otro ya viniera planteándose muy parcialmente por algunas autoridades y desde determinados ámbitos. Pero lo cierto es que el volumen de detenidos gubernativos se sumaba al de condenados para llevar a los establecimientos penitenciarios al borde del colapso. Éste es el sentido que debe darse a la sucesiva publicación en enero de 1940 de dos normas relacionadas. El 9 de enero vio la luz una disposición sobre detenciones y excarcelaciones con la que se pretendía clasificar a la masa de detenidos y presos para ir liberando a aquellos cuya retención estuviera poco o nada justificada e incluso se desconociera el origen de la correspondiente denuncia. También se intentaba racionalizar la tramitación de los sumarísimos de urgencia, aunque tan teóricas buenas intenciones se toparon con el burocrático y enrevesado formulismo de las autoridades franquistas[127].
La segunda norma tuvo más relevancia en el ámbito de los tribunales militares. La Orden de 25 de enero de 1940 se promulgaba para alejar en lo humanamente posible las desigualdades producidas en las sentencias dictadas desde el inicio del conflicto, así como en las que pudieran producirse en lo sucesivo. De este modo rezaba un preámbulo muy alejado del espíritu real de una disposición estratégicamente orquestada por los cerebros en la sombra de Presidencia del Gobierno. Una tabla con ochenta y un tipos delictivos divididos en seis apartados de penalidad serviría para acomodar los fallos. A semejante fórmula de revisión de condenas se le atribuyó públicamente una naturaleza vinculada a la gracia pero en el proyecto quedaba claro que la prioridad era aminorar la población penitenciaria o, con sus palabras,
sustituir a la actual situación de grandes masas penales y extraordinario aparato judicial, por otra, en la que, continuando en las cárceles el número de personas estrictamente peligrosas, quedase en libertad la masa enorme de pequeños enemigos o no colaboradores de nuestro régimen, dominados por una organización más extensa y perfeccionada para las funciones de seguridad, vigilancia o captación políticas, dotada de nuevas leyes de Defensa del Estado y regulación de la vida, vigilancia y protección de los que fueron enemigos.
Muy lejos quedaban las intenciones expresadas entre bastidores de las pretendidas razones aludidas públicamente. No es fácil acceder a los entresijos del poder y asistir a la planificación consciente de una maniobra netamente ideológica dirigida a desviar la mirada de afectados y observadores hacia tan etérea luminosidad. Con las normas se buscaba paliar una situación infraestructural al tiempo que un efecto político y nada mejor para ello que utilizar la vía justificativa del perdón, el cual
sería muy conveniente ofrecerlo a la opinión pública con un carácter de Reglas generales de conmutación, indulto, amnistía u otra denominación cualquiera, en el sentido de gracia, aprovechando las solemnidades tradicionales de Año Nuevo o de la fiesta de Reyes; fechas en las que se espera concesiones de esta naturaleza[128]…
La reducción penal articulada por el Nuevo Estado entre 1940 y 1945 sólo puede emplazarse en su adecuada dimensión sin ignorar tal carácter estratégico, nada improvisado y absolutamente medido, un carácter que, en definitiva, promovía su habilitación como mecanismo fundamental al servicio de la alta política franquista. El mismo día de su publicación en el boletín oficial el también oficial diario ABC, tras abrir con un monográfico de seis páginas sobre el aniversario de la ocupación de Barcelona, dedicaba su primera columna de actualidad a dar noticia de que Franco había firmado «una orden de revisión de penas» que prohibía la agravación de las mismas. No había reparos en subrayar como una benevolente muestra de nobleza española un punto que explícitamente, pero al contrario, se había incluido en el proyecto inicial, ni en exponer en el escaparate la fría estrategia cocinada en la trastienda:
Y, como elogio al régimen, hay que señalar que esta orden importantísima se dicta espontáneamente, sin que ninguna campaña sensiblera de viejo estilo empañe el puro origen de la disposición que no obedece a más estímulo que al propósito fundamental del nuevo Estado de liquidar las responsabilidades contraídas con ocasión de la criminal traición que contra la Patria realizó el marxismo[129].
Para revisar los fallos ya dictados se establecieron unas comisiones provinciales que debían examinarlos y, en su caso, efectuar propuestas de conmutación que se cursaban a la Autoridad Judicial militar de cada zona, dando ésta cuenta semanalmente al ministerio correspondiente. La naturaleza jurídica atribuible a las comisiones, a las conmutaciones decretadas en virtud de la orden y a la aplicación de la misma en las futuras sentencias presenta gran dificultad a la hora de su definición, hasta el punto de que durante más de dos años las autoridades judiciales tuvieron problemas para establecer los adecuados procedimientos. Una plétora de órdenes comunicadas intentó servir de guía para los encargados de tan ardua labor, aunque no lograron atajar las reiteradas consultas y discrepancias elevadas al más alto órgano de la justicia castrense. Huelga decir que el hecho de que el mismo Ejecutivo redactara con su pluma los criterios aplicables en las resoluciones tomadas en vía jurisdiccional imposibilita que, siquiera formalmente, pueda hablarse de poder judicial[130].
En el Consejo Supremo se constituyó una comisión para revisar sus propios fallos[131]. La gran mayoría de las penas de cárcel fueron conmutadas por otras que en ocasiones acabaron siendo escandalosamente inferiores por lo que su actuación desvirtuó absolutamente la labor desarrollada por los tribunales militares al reducir en muchos grados la intensidad punitiva de las condenas iniciales. (Véase el cuadro 16[c16]). No es que se vinieran a paliar las desigualdades y excesos cometidos, como rezaba la falsa justificación incorporada al preámbulo de las normas, sino que sencillamente las comisiones constituyeron un reconocimiento expreso de la absoluta falta de adecuación entre sanciones y actos atribuidos.
Es costumbre insistir en la ausencia de legitimidad de los tribunales franquistas para dictar sentencias contra los leales a la República, pero no se puede esperar otra cosa de quienes llevaron adelante un golpe de Estado. Sin embargo asumiendo como un hecho esa situación ilegal resalta mucho más el balanceo penal a que fueron sometidos los rematados supervivientes, cuando muchos de ellos además estuvieron a punto de ser condenados a muerte. Un contexto judicial en el que penas de treinta años impuestas a personas que compartieron juicio con ejecutados se vieran reducidas a seis años o incluso a seis meses sólo conduce a caracterizar sus resoluciones como mandatos arbitrarios de naturaleza esencialmente política[132].
Por muy amplio que fuera el abanico de conmutados sería un error interpretar la Orden de 25 de enero de 1940 como una norma que definitivamente encauzó la liberación de los presos y acabó con la gravedad de las condenas. Nada más lejos de la realidad. Una cosa es que las prisiones se encontraran atestadas y que se permitiera una salida escalonada de los condenados considerados menos peligrosos, y otra muy distinta que se diera por finiquitada la guerra. De hecho las comisiones comenzaron a funcionar cuando todavía los fusilamientos estaban en el momento álgido, aunque posiblemente el inicio de su labor pueda relacionarse con la pausa que en algunas zonas se detecta en los primeros meses de 1940 en cuanto a ejecuciones, que se retomaron con fuerza a partir de abril. En el caso del Consejo Supremo la existencia de las normas no condicionó una penalidad más contenida. La aplicación de la orden en las sentencias dictadas en 1940 y 1941 fue poco homogénea y no demasiado habitual generando numerosos problemas, mientras que su regularización a partir de 1942 coincidió con el período más productivo en sentencias por delito de guerra que fue además el más intenso en condenas de reclusión. La aplicación normalizada de la orden mediante otrosí en las resoluciones dictadas durante 1943 y 1944 no impidió que más del 40% de las penas impuestas tras el correspondiente ajuste fueran de reclusión mayor, llegando hasta el 8% las de muerte[133].
Navidades y perdones: saliendo por entregas
Las conmutaciones en sí mismas no implicaban que los presos salieran de la cárcel y era necesario añadir a la instauración de las comisiones el complemento de medidas instrumentales de gracia. Desde junio de 1940 comenzó a publicarse un cúmulo de disposiciones en materia de libertad condicional para facilitar la salida de los condenados a penas menos graves. (Véase el cuadro 19[c19]). Casi siempre respetaron la simbólica fórmula de aparecer en fechas señaladas como el Día de la Victoria, el nombramiento de Franco como caudillo o la celebración navideña.
La publicación de las diversas disposiciones vino acompañada de una activa propaganda mediática. La prensa anunciaba que el régimen sabía hacer justicia, «pero sabe también imponerla sin odio y sin dureza innecesaria» por iniciativa de un caudillo que ya tenía en su haber «la idea de la redención de penas por el trabajo». La misericordia de Franco, generosa hasta el fin, también guardaba un sitio a los que habían sido sus enemigos[134].
La cadencia de normas siguió un ritmo creciente en cuanto a la gravedad de las penas sujetas al teórico beneficio, con algún freno derivado de las resistencias locales frente a la liberación de vecinos que hacía poco tiempo se encontraban al otro lado de la trinchera. El posible malestar se atemperó en abril de 1941 con la introducción de un destierro muy dañino para los presos liberados que en cierta medida permitió continuar con la política de excarcelaciones «sin alarma para los que más de cerca hubieron de apreciar las consecuencias de aquellos delitos y padecer la convivencia con sus autores». El Nuevo Estado aspiraba a «recuperar a muchos hombres que aún pueden ser útiles a la Patria», con lo que se paliaba el problema infraestructural tantas veces aludido mientras se establecía la vigilancia de los libertados integrándolos en programas de reconstrucción nacional o, lo que es lo mismo, añadiendo otro apéndice más en el proceso de explotación al que serían sometidos durante largo tiempo[135].
«El Caudillo es Jefe y jefe justiciero, pero también es paternal». La suprema justicia «armoniosamente enlazada con la misericordia» dio lugar a que en 1943 comenzaran a abandonar la prisión los condenados a penas de veinte años. Probablemente este límite fue considerado lo bastante alto como para intensificar las medidas de seguimiento y control de los presos liberados, creándose en mayo el Servicio de Libertad Vigilada. A través de este organismo, con el que se intentaba librar a los informes de «la pasión local», se canalizó el trámite de los expedientes pero sobre todo se estableció la periódica supervisión de quienes estaban disfrutando de las medidas clementes. Ellos y sus familias quedaron sujetos a la constante inquisición de la red institucional penitenciaria compuesta por servicios, patronatos y juntas locales que cuidaban de que los liberados demostraran obediencia y probidad ante unos patronos vigilantes de su labor[136].
Desde diciembre de 1943 y sobre todo a partir de octubre de 1945, con la promulgación del primer indulto general para los casos de la guerra, la mayoría de los condenados más graves, aquellos que cumplían penas de reclusión mayor, pudieron cruzar el muro carcelario. Pero no todos. En el conjunto de este aparentemente variado dispositivo legal el régimen se guardó siempre la carta de la arbitrariedad para que la aplicación de la ley se viera supeditada a la consideración última del juez. En toda concesión de indulto existe, qué duda cabe, un componente subjetivo que reside en la valoración de las diversas conductas del penado con relación al delito cometido y a su comportamiento penitenciario. No obstante en estas normas se introdujo la excepción en quienes hubieran consumado o instigado a la comisión de crueldades, lo que se acentuó con el indulto de 1945 tras una referencia imprecisa a acciones que «repugnen a todo hombre honrado, cualquiera que fuere su ideología». Un nuevo brindis al capricho del juez que permite situar en su justa dimensión la aireada política de reducción penal. En todo momento el régimen reguló la válvula liberadora de presos, utilizándola como bandera de su faz más misericordiosa.
La parafernalia redentora se traducía en unos criterios manejables aplicados restrictivamente por instituciones rigurosas a quienes infundían la menor de las sospechas. Muchas veces las liberaciones se denegaban al no poder afirmarse que un preso «sea totalmente ajeno a la comisión de homicidios, crueldades u otros hechos análogos…», mientras los fiscales exigían que los condenados demostraran su inocencia. La proscripción del principio in dubio pro reo se hacía extensiva al perdón mismo y convertía a éste en una suerte de nuevo juicio. La doble negación ya citada —no puede establecerse que el procesado no sea culpable— o la fijación inconcusa del hecho por la suposición —«tuvo forzosamente que cooperar, al menos en forma pasiva, a tales crímenes, por ser notoria su influencia en el pueblo»— son suficientemente indicativas de los límites inherentes a la reducción penal[137].
En general la población penitenciaria fue recolocada por las autoridades porque las medidas se aplicaron a quienes se adecuaban a los requisitos. Los criterios se endurecieron especialmente a partir de 1944, cuando comenzaron a salir los condenados a reclusión mayor. Según nuestros datos, necesariamente provisionales, entre agosto de 1944 y octubre de 1945 un 35% de las propuestas de libertad condicional que cumplían las condiciones penales —en ese momento veinte años y un día como máximo— fueron informadas negativamente por el Consejo Supremo de Justicia Militar. Como una «reiteración de lo ya precedentemente hecho» vio la luz el perdón de 1945, primer indulto general promulgado por el régimen respecto de las condenas derivadas de la guerra. La evidencia disponible sugiere que tuvo una aplicación amplia pero ni mucho menos absoluta y mientras que en la provincia de Almería se aplicó a 1405 procesados —muchos de ellos ya en libertad— todo hace suponer que la gran mayoría de los 3572 recursos de alzada elevados al más alto tribunal hasta septiembre de 1948 fueron informados negativamente. «La generosidad que ahora derrama el Poder público», que latía desde siempre «en el pecho del Caudillo», no fue suficiente para los varios miles de personas que continuaron sujetos a un régimen estrictamente penitenciario sin gozar de ningún tipo de atenuación, al margen de que la aplicación efectiva de las medidas reductoras prosiguiera con la ineludible sujeción a controles que impedían la libre circulación[138].
CONSEJOS DE GUERRA PARA TIEMPOS DE PAZ
Suele ser habitual que la actuación de la justicia militar en la posguerra se aborde sin llevar a cabo distinciones explícitas entre las causas relativas a la guerra civil y aquellas que se atienen a otro tipo de hechos ajenos o no estrictamente relacionados con el conflicto. En los estudios que analizan los a va tares judiciales la variedad delictiva militar o común, bélica o posbélica, queda disuelta en el conjunto de procesos. Por otra parte, los recuentos de víctimas contenidos en otras obras presentan listados alfabéticos de nombres acompañados de las fechas de ejecución, en los que conviven guerrilleros, atracadores y ejecutados por supuestos delitos cometidos durante la guerra civil. Y aunque a primera vista no lo parezca, no es esta una cuestión pacífica en el ámbito de los especialistas si se presta atención a las aportaciones recientes.
Entre los muchos puntos de fricción presentados a debate sobre el fenómeno de la resistencia antifranquista, la intensidad del vínculo de ésta con el conflicto ha adquirido una posición primordial en la discusión. Los historiadores sociales, más cercanos a un enfoque multidisciplinar y apegado al uso de rudimentos propios de la antropología y la cultura, sitúan la resistencia de posguerra dentro de un proceso de larga duración donde el factor político quedaría supeditado al secular conflicto social característico del mundo rural español. Frente a ellos numerosos historiadores —que la otra parte llega a denominar tradicionales— destacan la preponderancia inequívoca de la variable política como ingrediente fundamental de una guerrilla que sólo puede explicarse por las consecuencias de la guerra civil y, para algún historiador, como una lucha entre democracia y fascismo que en el caso español hundiría sus raíces en el período republicano[139].
No hay razones para que una perspectiva política del fenómeno resistente de posguerra, que abunde detalladamente en el relato de unos hechos en otros tiempos hurtados al conocimiento y sacados de contexto, no pueda convivir con una visión acerca del modo en que la población se enfrentó al nuevo régimen, coadyuvó a minar sus bases o cooperó más o menos activamente con quienes se opusieron de manera frontal a su instauración. No puede obviarse que la guerra ventiló, entre otros muchos, un duradero conflicto instalado en el mundo agrario que contaba con una tradición de conductas y códigos culturales no del todo destruida en abril de 1939. Tales actitudes debieron interactuar durante y después del conflicto con la realidad política multiforme y heterogénea construida especialmente desde el 14 de abril de 1931. En este sentido, y retomando directamente el tema principal que aquí se trata, la operación quirúrgica de los tribunales militares se dirigió contra esas y muchas otras conductas por lo que parece conveniente distinguir de entrada cuáles fueron los objetivos marcados y los métodos utilizados. Es cierto que el fenómeno resistente se encuentra directamente relacionado con la guerra civil y fue una de sus principales consecuencias, pero ello no obsta para llevar a cabo las oportunas precisiones que permitan valorar si hubo similitudes y diferencias entre los procesos de guerra y los dirigidos contra una resistencia más o menos activa. Ello aconseja una, a veces difícil, distinción entre juicios derivados directamente del conflicto de aquellos otros que no lo son[140].
La posguerra sólo consiguió alcanzar a la guerra en 1945, porque hasta ese año la dedicación de los tribunales estuvo especialmente dirigida a finiquitar las supuestas responsabilidades del conflicto. Los mismos principios y bases jurídicas que sustentaron estos procesos constituyeron la argamasa que cimentó los métodos empleados para reprimir a los resistentes, a los tibios y a todos aquellos que, consciente o inconscientemente, cuestionaban con sus acciones aspectos fundamentales del nuevo régimen tanto en materia política como económica.
La rebelión se instaló en el ámbito judicial como forma delictiva principal y fue acompañada de medidas vinculadas a la seguridad del Estado o al mercado negro, de tal forma que todas ellas convivieron sin problemas en la caprichosa dinámica de los consejos de guerra. El amplio repertorio legislativo generado en la década de 1940 fue utilizado muchas veces de forma arbitraria, sin que en ocasiones pueda determinarse con precisión por qué se aplicaba una u otra norma penal o por qué se empleaban al tiempo dos leyes para unos mismos hechos. Y debajo de todo subyacía el concepto de rebelión como recurso que podía utilizarse para los del monte, las guerrillas urbanas, las negligencias ferroviarias, los vendedores de harina adulterada o los que poseían billetes falsos.
Los cuadros 17[c17] y 18[c18] dan cuenta de la realidad penal provocada por la rigurosa actuación de los tribunales militares con relación a la resistencia política y social. Con pocas variaciones, el régimen mantuvo en el tiempo una homogénea dinámica de imposición de penas, sobre todo en lo referente a las de muerte con un porcentaje cercano al 8% del total de sentenciados. Hasta 1945 hubo un alto número de absoluciones pero también de reclusiones, superiores ambos a los que deparó la segunda parte de la década en que abundaron más las penas de prisión. En este sentido probablemente influyó el cambio de estrategia resistente, al hacer mayor hincapié en una guerrilla de montaña que necesitó la colaboración de buen número de enlaces y recurrió a la población local para buscar apoyo logístico. El conocido Decreto-Ley de Bandidaje y Terrorismo de 18 de abril de 1947 fue un instrumento decisivo para desarticular estas estructuras de base sin descuidar la dureza en las sanciones de los principales dirigentes. Tal disposición sustituyó a la Ley de Seguridad del Estado, promulgada el 29 de marzo de 1941 para reprimir un amplio abanico de acciones que por un lado bordeaba e incluso traspasaba el ámbito de la rebelión, cubría también cuestiones como el espionaje y la formación de grupos activos contrarios al régimen y era asimismo capaz de bascular sin problemas hacia delitos comunes como los atracos a mano armada.
Algún autor ha señalado con cierto fundamento que incluso en nuestros días la sombra de la delincuencia más vulgar afecta a todos los procesados de posguerra, cuando la resistencia más o menos politizada poco tenía que ver con aquélla. Sin duda contribuyó a tal concepción el esfuerzo cotidiano del régimen por amalgamar en el mismo apartado de sus noticiarios a todos esos atracadores, bandoleros y malhechores. Detrás de semejante léxico se escondían hechos muy diversos que no sólo contaban con esa homologada calificación literaria sino también con otra jurídica al fiscalizarse por idénticas leyes e iguales o muy parecidos tribunales. En parte era cierto que ese variado repertorio de acciones minaba las bases sobre las que se estaba construyendo el Nuevo Estado, pero cada una de ellas lo hacía de manera muy diferente. Con su manera de enfrentar esta diversidad de hechos, las nuevas autoridades dejaron al descubierto que el modelo coercitivo de la posguerra no iba a discernir entre todas esas variantes para emplear diferentes grados de dureza, sino que el conjunto se trataría como el desafío primario a las estructuras de un Estado a punto de ser demolido[141].
Tan gruesa actuación funcionaba como un mensaje amenazador que atenazaba a la población y la empujaba hacia el silencio de su rutinaria supervivencia, pero detrás de ese gesto las autoridades franquistas constituían órganos especializados con la finalidad de encarar a sus más vehementes enemigos. En fecha hasta ahora difícil de determinar, pero probablemente no muy alejada del fin de la guerra, se creó un juzgado especial para delitos de espionaje y comunismo que con jurisdicción en todo el territorio nacional estaba encargado de instruir los sumarios incoados por hechos de tal naturaleza. A su cargo se encontraba Jesualdo de la Iglesia Rosillo, general de división honorífico nombrado juez por el ministro del Ejército que dio buena cuenta de los primeros intentos de reorganización comunista y numerosos casos de espionaje. La existencia de semejante órgano judicial, sumada a su posterior y duradero funcionamiento, no permite dudar que el Nuevo Estado concedió especial importancia a cierto tipo de actividades.
Pero ese juzgado es hoy en día un gran desconocido del que sabemos muy poco. Entre finales de noviembre y principios de diciembre de 1943 sufrió un cambio de instructor para recaer el honor en el célebre Enrique Eymar Fernández que, como el anterior, dejó su impronta de inquisidor e implacable adalid del anticomunismo ordenando incontables diligencias acumuladas pacientemente en voluminosos sumarios que —parafraseando a las propias autoridades— llevaron a la cárcel y al paredón a la más nutrida representación de la anti-España. Eymar no fue nombrado por el ministro sino por el capitán general de la Primera Región Militar y la actividad del juzgado a partir de ese momento —y hasta 1958— se circunscribió al territorio de la citada jurisdicción, operándose un silencioso cambio administrativo[142].
La plana mayor del Partido Comunista y de la guerrilla radicada en las sierras manchegas o extremeñas desfiló ante estos jueces con los huesos tronzados por las palizas recibidas mientras asistían a las antojadizas ocurrencias de los tribunales[143]. Si en 1942 Heriberto Quiñones y en 1944 Jesús Carreras fueron condenados y ejecutados por la Ley de Seguridad del Estado, un comunista menos destacado y cercano a la estructura de Quiñones como Severino Morán fue condenado por la rebelión del artículo 238 del entonces vigente Código de 1890. Lo mismo que Leandro Quevedo quien, afín a posiciones libertarias, estaba vinculado en 1940 al entramado lisboeta del Partido Comunista. Con ello varios miembros más o menos activos y coetáneos de la organización tuvieron desiguales calificaciones legales. Aunque la orden de 25 de enero de 1940 establecía como límite el día 1 de abril de 1939, los hechos de posguerra podían ser presentados como una continuación de los supuestamente cometidos durante el período bélico. Así razonaba el fiscal togado:
… los actos realizados por el procesado lo fueron en dos épocas, la primera de ellas durante el Glorioso Movimiento Nacional y la segunda con posterioridad a la terminación de este por la victoria de las armas nacionales, no podían quedar impunes los actos realizados en la primera de dichas épocas ya que con toda evidencia son constitutivos de un delito de rebelión militar y así en tal caso la calificación jurídica adecuada hubiera sido la de que los hechos son constitutivos de dos delitos, uno de rebelión y otro contra la seguridad del estado.
Pero al no estar vigente esta última los hechos punibles sólo podían sancionarse según el fiscal con adhesión a la rebelión, pues el procesado primero en la zona marxista
y después con su delictiva actividad a favor del partido comunista demostró de forma evidente su identificación con la causa revolucionaria.
Para satisfacer el principio nulla poena sine lege —eso afirmaban las autoridades judiciales— siempre estaba la rebelión como instrumento supletorio que podía utilizarse de forma atemporal contra actividades de guerra y posguerra a la vez y sin que ello conllevara la aplicación de la orden de 25 de enero de 1940, por haberse realizado los hechos con posterioridad a la terminación de la pasada campaña y después de la promulgación de dicha orden.
La rebelión como delito continuado pero sólo para lo que convenía al fiscal. La versatilidad de unas leyes e ilícitos fácilmente intercambiables. Diversos raseros para idénticos casos y tribunales. En sus fundamentos elementales la justicia militar de la posguerra continuaba la senda trazada en el período bélico[144].
El cambio del panorama internacional producido por el fin de la segunda guerra mundial no tuvo en este sentido mucha incidencia. Las estructuras comunistas desarticuladas en las grandes ciudades fueron pasadas por el tamiz de la rebelión, sobre la base el nuevo código castrense de 1945, la Ley de 2 de marzo de 1943 y un latente «bando de guerra» que sólo en abril de 1948, doce años después de su promulgación, se dio por caducado. Tal fórmula se empleó en los juicios de muchos grupos, entre otros los dirigidos por Cristino García a finales de 1945 o Agustín Zoroa, en diciembre de 1947. El juzgado de Eymar conoció cumplidamente de todos los asuntos concernientes a la zona centro peninsular[145].
Los tribunales no se dedicaron en exclusiva a interceptar a los principales líderes comunistas. A pesar de su indudable atractivo, esta faceta constituyó sólo una pequeña parte del amplio despliegue judicial que desde el fin de la contienda intentó suprimir a las diversas y heterogéneas guerrillas que operaban en los montes españoles, a cuyos integrantes les fue aplicada casi indefectiblemente la rebelión del código castrense o los bandos en vigor. En su versión más organizada políticamente el auge de esta resistencia se produjo en la segunda mitad de la década de 1940, pero ya desde la misma toma de los territorios en pleno período bélico muchas personas se habían desplazado a los montes negándose a una rendición incondicional[146]. Las primeras acciones y detenciones proporcionan una información especialmente útil para valorar el impacto social generado por la nueva situación política, donde quedó patente el resquebrajamiento familiar de los vencidos. Muchos de ellos —no todos desde luego— abrazaron la fórmula guerrillera tras la pérdida de los suyos llevándose consigo un pasado político siempre vinculado a la izquierda aunque no necesariamente destacado. El asesinato de familiares durante la guerra solía ser difícilmente soportable y abono de venganzas y delaciones. Las familias vencidas que permanecían en sus hogares debían encajar el agravio de ver a los responsables de la muerte de los suyos lucir con orgullo las flechas de Falange. Quienes se sentían más fuertes por la presencia cercana de sus hermanos o hijos huidos, quienes sumaban a esa fuerza la rabia, podían llegar a estallar con amenazas a los vencedores diciéndoles que «poco les van a durar las camisas azules»[147].
Las montañas de León, las sierras andaluzas o el Maestrazgo turolense fueron algunos de los refugios naturales elegidos por los resistentes. También los Montes de Toledo y las sierras aledañas de Extremadura y Ciudad Real sirvieron de cobijo a la guerrilla desde muy pronto. El Ejército desplegó refuerzos en esta zona e intensificó la represión judicial llegando incluso a promulgar el 26 de diciembre de 1940 un bando específico y a constituir una jurisdicción exenta en Aranjuez para aligerar el trabajo de la Primera Región. El Chato de la Puebla o el Rubio de Navahermosa lideraron los primeros grupos guerrilleros con desigual formación política y con alguna discrepancia en los métodos, cuando todavía no predominaba en los montes españoles la estructura organizada que más tarde asumirá el Partido Comunista.
La incertidumbre posterior a la finalización de la contienda mundial y el fracaso de la invasión pirenaica de 1944 condujeron a la reestructuración de la resistencia interior. Una auténtica organización de agrupaciones guerrilleras anidaba en la mayoría de las sierras españolas hasta que en 1947 un horizonte políticamente más aclarado activó intensivamente el aparato coactivo del régimen en esa dirección. Con la colaboración inestimable de la Guardia Civil y de personas vinculadas a los poderes locales, buena parte del maquis fue desactivado antes de finalizar la década.
El arbitrario juego legislativo continuó protagonizando el ámbito judicial. El severo Decreto-Ley de Bandidaje y Terrorismo se publicó el 18 de abril de 1947 para cubrir el hueco dejado por la Ley de Seguridad del Estado. En líneas generales la rebelión se continuaba reservando para el activismo político más organizado. Grupos como el de Eugenio Sánchez Diéguez, que operaba en Ciudad Real y Albacete, acabaron condenados por rebelión y su principal y mencionado dirigente, fusilado. Aunque para el régimen todos eran malhechores y bandidos, el Decreto-Ley se dirigía habitualmente contra supuestos atracadores. No obstante los tribunales no tenían demasiadas restricciones para aplicar en el mismo proceso ambos aparatos legislativos alegando una tan supuesta como sospechosa benignidad compatible con la abundancia de penas capitales[148].
Pero puede ser engañoso vincular automáticamente actuación judicial y guerrilla como si las autoridades sólo hubieran recurrido al mazo de la ley para suprimir la resistencia política y social. Como bien ha señalado algún autor, una representación nada pequeña del maquis fue acribillada in situ o eliminada mediante ejecuciones concebidas como ejemplarizantes para la población. Muchos líderes guerrilleros yacían de cuerpo presente durante varios días expuestos a la vista de quienes desearan comprobar su muerte. En numerosos casos ningún papel judicial medió entre la captura y la ejecución, no habiendo problemas en aducir la famosa ley de fugas o la muerte durante el enfrentamiento con la Guardia Civil. Parecido final al que podían tener los colaboradores y enlaces capturados, sin que sus destinos fueran demasiado halagüeños cuando actuaban los tribunales[149].
Tales métodos cobraron de nuevo intensidad a partir de 1947 cuando la enérgica iniciativa de Alonso Vega hizo que muchos de los capturados no llegaran al juzgado y ni siquiera a alejarse vivos del lugar en que eran detenidos. Se aprovechaban situaciones propicias como el asedio discreto y nocturno de refugios para utilizar el pretexto de la refriega como tapadera de unas matanzas que en la prensa nutrían la imagen heroica de la Guardia Civil. Si algún sumario se abría y tenía relación más o menos cercana con los hechos sólo las omisiones y los nombres o apodos de personas que, sin estar encausadas, aparecen repentinamente en atestados y acusaciones permiten barruntar el verdadero alcance de las acciones policiales[150].
Muchos de los que se echaron al monte lo hicieron tras ser objeto de denuncias, de llamadas a quintas o por unirse a familiares ya huidos. Con pasados de baja o moderada intensidad política, el factor ideológico no fue siempre determinante para enfrentarse al régimen franquista. Las acciones que emprendían estos grupos estaban motivadas muchas veces por la necesidad de subsistir en la sierra y en algunas ocasiones como respuesta a los agravios personales o familiares infligidos por los vencedores[151]. Pero no sólo estas razones agotaban una acción resistente que a veces intentaba compensar los excesos cometidos en ciertos ámbitos locales por quienes se creyeron con poder ilimitado[152]. Superado el décimo aniversario del alzamiento este surtido repertorio de acciones seguía siendo combatido judicialmente mediante el «bando de guerra» y la rebelión, dando continuidad a un aparato legislativo cuyo empleo durante y después del conflicto no fue fruto de la casualidad.
Pero en la España famélica de las cartillas de racionamiento no es fácil eludir una pequeña visita al mercado negro y oportuno es hacerlo para acabar de dibujar los largos brazos de la rebelión como forma de censura universal en el Nuevo Estado. La escasez de productos y el control de los abastecimientos se convirtieron en algo rutinario en el marco de la política económica implantada por el régimen. Más que un modelo la autarquía fue el estandarte político y cultural de un Estado que alardeaba de su autosuficiencia. El estraperlo constituyó uno de los muchos efectos perversos provocados por las autoridades franquistas al elegir una fórmula económica que cuanto más pretendía controlar los precios más incentivaba las transacciones por vías no oficiales. Se optó por una combinación de instrumentos aparentemente administrativos como la Fiscalía de Tasas con la aplicación de una dura panoplia de medidas penales por parte de los tribunales militares. El resultado fue que a mayor incremento del riesgo más elevado era el repunte del mercado negro[153].
En torno al fenómeno posbélico del estraperlo hay servida una amplia gama de puntos de discusión, de trascendencia nada desdeñable alguno de ellos. Dilucidar si la escasez de productos subsiguiente al control de los abastos fue o no una consecuencia buscada por las autoridades y teledirigida conscientemente contra los perdedores de la guerra, implica situar este apartado de la política económica franquista como un mecanismo represivo más. De ser así el estraperlo podría entenderse como una resistencia activa e incluso de naturaleza política a la coacción ejercida por las nuevas autoridades. En este escenario el análisis de la coerción practicada por los tribunales puede esclarecer algunas cuestiones[154].
Los consejos de guerra actuaron en los casos considerados más graves pero, por la forma de abordar el problema, el Nuevo Estado demostró que para él no había diferencias a la hora de aplicar las oportunas soluciones pues en sus elementos básicos los moldes de esta represión no fueron ajenos a la coetánea fórmula sancionadora aplicada contra la resistencia política. La Ley de 26 de octubre de 1939 encomendó a los tribunales castrenses específicamente la sanción del acaparamiento y sus derivados, sin contenerse en prever la gravedad de unas penas que podían ser hasta de muerte. Una dureza poco novedosa a estas alturas que venía acompañada de la también poco innovadora presencia del arbitrio judicial, al sugerirse en la propia ley una valoración del «ánimo de perturbar el normal desarrollo de la economía nacional» para la imposición de las condenas más graves. La cárcel se aderezaba con multas cuantiosas cuya prescripción fue asumida a partir del 30 de septiembre de 1940 por la Fiscalía de Tasas, organismo que se despachó a gusto dispensando elevadas sanciones pecuniarias a los casos más leves, mientras la rebelión se convertía en el delito de fondo aplicable a todas estas acciones. La superposición de órganos represores formando una red tupida fue marca de la casa, al igual que una escalada normativa sólo detenida a finales de 1942 y definitivamente el 26 de junio de 1943, cuando la justicia ordinaria adquirió plena competencia en el enjuiciamiento de los delitos de abasto[155].
El análisis del mercado negro de posguerra debe tener presente una visión diacrónica que permita observar cómo se fue relajando el rigor —que no el volumen— de la acción punitiva desde mediados de 1943. Están en lo cierto quienes afirman que la represión del estraperlo perjudicó especialmente a los pequeños transgresores porque así lo demuestra la evidencia disponible sobre todo a partir de 1944 y en su vertiente administrativa o civil. Pero antes de eso el régimen franquista endureció un panorama judicial que afectó por su extensión a personas de diferente extracción social, aunque con desiguales salidas penales. Y ello porque los entramados relativamente complejos de transacciones no oficiales difícilmente podían organizarse por quienes no tuvieran ciertas cotas de poder. Fue en esos casos donde las autoridades demostraron enormes reticencias a la hora de sancionar a personas influyentes o, como alternativa, se apeló al recurso estimativo para censurar las acciones.
Si la trama llegaba a altos funcionarios y su conocimiento había trascendido a la opinión pública entonces tales sujetos eran poco menos que inmorales delincuentes tradicionales que toleraban la prostitución y la corrupción de menores. En esos casos se aplicaba el «bando de guerra» y la rebelión. Aunque en los informes fueran conceptuados como personas de derechas se concluía que llevaban una vida fastuosa e inmoral y que posiblemente tuvieran un pasado izquierdista. Pero si estaba acreditado que los inculpados eran «personas de buena conducta y afectas al Movimiento Nacional» entonces se aplicaba el cuadro penal más leve porque «las operaciones realizadas por los encartados suponen una cantidad insignificante dentro de la enorme magnitud de la economía nacional»[156].
Un ambiente de «irrespirable inmoralidad» donde predominaba la «moral podrida del estraperlo» no podía ocultar como trasfondo la aceptación de ese estado de cosas cuando los afectados eran consideradas personas de orden. A regañadientes el mismo Luis Orgaz prestó su aprobación a una sentencia contra medio centenar de industriales catalanes del sector de los tejidos que habían acaparado productos y elevado los precios buscando su propio lucro. El que había sido capitán general de Cataluña pedía comprensión para algunos de estos buenos hombres por unos hechos «que si en gran parte los fundamentaban una codicia, en otra no menor pudieran justificarse en el desorden económico aún no establecido con que aquellos hombres quisieron hacer frente a las incidencias de la guerra y a las soluciones un tanto improvisadas de los que de un plumazo pretendían pasar de una Economía libre a una Economía dirigida … Después, y sin que el mal haya desaparecido, sino antes al contrario, se ha hecho endémico, el mismo delito en el que para el castigo de aquellos intervenía la jurisdicción militar hoy ha podido salir de las manos de ésta y se sanciona en otra forma, no sé si más eficaz o más práctica, pero sí tal vez más justa».
Sin embargo en octubre de 1939, casi cuatro años antes de la carta enviada por Orgaz, el «turbio negocio del estraperlo de los tejidos» apareció en la prensa como un escándalo cuya autoría se atribuía a un centenar de detenidos de los que «ninguno defendió con armas la causa nacional», mientras que los hijos del principal acusado permanecieron en el extranjero durante la guerra cuando otros españoles protegían «en las trincheras a España contra todos sus enemigos». El mercado negro era cosa de depravados e individuos ajenos al espíritu de la causa nacional. Al menos eso era lo que la opinión pública debía saber[157].
El modo en que el régimen franquista enfrentó el estraperlo significó, más que un castigo del vencido, el impulso necesario para facilitar la acumulación de capital de sus principales grupos de apoyo. Aunque se sancionaron sin medida las pequeñas prácticas y aunque la política económica obligara a la población a emprender acciones para su supervivencia al margen de la legalidad, es difícil deducir de esto un activo «gobierno del hambre» como estrategia de control político. El mercado negro fue un efecto del intervencionismo y no precisamente deseado por las autoridades, que encontraron el modo de utilizarlo para fortalecer lealtades y consolidar su base social. La represión del estraperlo no buscó de antemano a los enemigos políticos sino que, en parte, los fue encontrando por el camino y, como era ya tradición, no tuvo reparos en dar buena cuenta de ellos[158].
EPÍLOGO
Tras el suicidio de Hitler y la rendición del ejército nazi por parte del almirante Dönitz el día 8 de junio de 1945, Europa daba un giro definitivo en el que España se sentía inmersa con cierta preocupación. Su ambigua política exterior no hizo mella total en las fuerzas aliadas que en ese momento no veían en la Península Ibérica al centinela de Occidente sino a uno de los últimos dictadores fascistas. Sin perder un minuto, la propaganda del régimen intensificó su labor en una apuesta decidida por su propia supervivencia. Las «pasiones desbordadas, la anarquía y el desorden» se habían apoderado de países como Grecia, Francia e Italia, poniendo de actualidad «lo que España sufrió en los tres años de dominio rojo». El franquismo se mimetizaba con lo que hiciera falta aunque aquí era sencillo porque todo estaba escrito e investigado. «Denuncias, documentos, certificados de defunción, pruebas testificales y hasta fotografías —muchas fotografías de las víctimas— figuran en el Avance de la Causa General que incoó, con todas las garantías procesales, nuestro Ministerio de Justicia».
La Causa General presentaba al mundo una barbarie marxista de la que sólo los tribunales habían dado cuenta. La recta aplicación de los procedimientos judiciales constituía el aval de una actuación encaminada exclusivamente a la búsqueda de la verdad, que «es siempre una y la misma, y prevalece». La decapitación de López Ochoa, las andanzas de García Atadell o los asesinatos y torturas ejecutados por las denominadas checas volvían a salir a la palestra. Ésos eran los ingredientes del virus republicano que los vencedores habían destruido y contra el que habían vacunado a la población española. El mito del caudillo como azote de asesinos y delincuentes estaba servido[159].
El régimen de Franco omitía, aunque a buen seguro no olvidaba, que su actitud no había sido defensiva, que tras la sublevación de 1936 se ejecutó a miles de personas cuya implicación en supuestos desmanes era absolutamente imposible. Tampoco estaba dispuesto a aclarar que la vía judicial de la represión fue transitada por motivos nada relacionados con la cobertura jurídica de los procesados sino por la necesidad de ocultar o suavizar unas matanzas que, por otro lado, atribuía en exclusiva al enemigo. En esas informaciones publicadas no se decía que la justicia uniformada concedió un buen margen de tiempo a la actuación de mandos militares y beneméritos para que, asistidos por los notables y milicias locales, camparan a sus anchas por las poblaciones ocupadas.
Pero en esos artículos de prensa tampoco se mencionaba que cuando los tribunales tuvieron mayor implantación la arbitrariedad fue su principal característica, hasta tal punto que es insalvable la dificultad de establecer moldes fijos dada la incapacidad demostrada por el aparato judicial para respetar sus propias normas y procedimientos, leyes y códigos. No indicaban aquéllos que la versatilidad de todos esos instrumentos impide considerar delitos, penas y criterios al margen del capricho del juez. Sería no obstante inapropiado pasar por alto que, dentro de ciertos presupuestos inamovibles, la justicia castrense sufrió una moderada evolución. A lo largo de la primavera de 1937 se asentaron algunos criterios que, en líneas generales, predominaron durante toda la dictadura. Las constantes faltas de respeto de los mismos fueron el santo y seña de un régimen cuya represión de los considerados enemigos fue parcela indelegable del poder ejecutivo.
La intensidad coactiva de la jurisdicción militar resultó mayor en ciertos momentos clave como la conquista de territorios y muy cambiante según las zonas por ello y por otros factores de carácter local que sólo a ese nivel pueden analizarse. En estas condiciones fijar criterios universales a partir de observaciones fragmentarias de la realidad española, ya sean provinciales o institucionales, puede arrojar una información sesgada. El contexto en que se produjo cada actuación judicial de un dispositivo como los tribunales militares resulta indispensable para construir generalizaciones precisas. La supeditación de los consejos de guerra a la compleja realidad exterior existente entre 1936 y 1950 obliga a tener esto muy presente de cara a una mejor compresión.
La justicia castrense no proporcionó garantías a los encartados. Sólo el bando vencedor podía —y por razones de imagen deseaba— afirmar lo contrario. Ni la legislación ni las normas procesales asistieron a quienes se sentaban en el banquillo pero la práctica judicial se encargó de que ese oscuro panorama se volviera completamente negro. Quizá fuera prudente ir reduciendo el monótono y omnipresente esfuerzo crítico contra las formas legales y derivar todas esas energías en acrecer una evidencia que, en sus dimensiones actuales, sugiere la ausencia de cualquier cobertura jurídica.
De todo esto no hablaba la propaganda del régimen, que sí lo hacía de la rebelión de sus enemigos contra unas supuestas autoridades legítimas encarnadas por los generales finalmente victoriosos. Rebelión por activa y por pasiva, rebelión para todo y para todos. El delito perfecto para someterlo a la rocambolesca justificación de su propio alzamiento. Rigurosa y muy manejable figura para ser lanzada contra delincuentes, malhechores y asesinos, o marxistas y anarquistas, valga la redundancia que dirían las autoridades franquistas.
El 21 de febrero de 1946 Cristino García Granda era ejecutado en el campo de tiro de Carabanchel junto con otros tres compañeros. De nuevo en una antológica miscelánea de datos verídicos e irreales el diario ABC del día siguiente daba el nombre de Cristino y el de un inventado Manuel Castro también supuestamente fusilado. No fueron dos sino cuatro los muertos y no fueron siete sino cinco los indultados. En la columna se concretaban una serie de acciones, la primera imaginaria y el resto una sucesión de atracos que perfilaban a Cristino y los suyos como «autores de varios robos a mano armada, atentados terroristas, asesinatos» y no como resistentes políticos. Las últimas palabras pronunciadas por García Granda en el juicio renegaban de esas acusaciones para, con ellas, identificarse a sí mismo como «un comunista convencido y que estaba dispuesto, a pesar de haber sido derrotado en 1939, pero no vencido, a dar su vida por la salvación de España». El típico atracador como puede verse.
Pero en Francia Cristino García no era un desconocido y su fusilamiento provocó de todo menos indiferencia. Su ejecución no engrosó gratuitamente la lista de las miles ya practicadas y la reacción fue fulminante. El Gobierno español puso en juego toda su maquinaria de propaganda buscando o quizá imaginando opiniones favorables hacia el detonante del enconamiento internacional. Procesos judiciales, fusilamientos, opinión pública europea y gobiernos internacionales seguían tejiendo una relación nada novedosa aunque pocas veces tan explícita. Según publicaba ABC el semanario británico The Observer habría declarado sobre la ejecución de Cristino García que sus actividades, «por sinceros que fueran sus móviles políticos, constituyen un crimen en cualquier país». Cazándolo al vuelo la prensa española entrecomillaba ese minúsculo fragmento de noticia recién salido del rotativo londinense para el que —en conclusión y ya sin cita textual— esa ejecución tendría «muy poco de reprobable habida cuenta de las circunstancias que en ella concurren». Cuatro días antes, el 1 de marzo de 1946, el Gobierno francés había cerrado la frontera pirenaica[160].