BREVE INTRODUCCIÓN
Normalmente, y salvo excepción, cuando se investiga el verano de 1936 en la zona sublevada y se aborda la represión llevada a cabo por los golpistas, se echa en falta una base informativa mínima y fidedigna, tanto oral como sobre todo escrita, con la que documentar las matanzas realizadas en la España donde triunfó la sublevación. Y es lógico que así sea, ya que hasta la fecha ignoramos qué ha sido de nuestros archivos del terror. Lo que sabemos sobre esto ha sido a través de otras fuentes laterales y complementarias, tales como registros civiles, expedientes de Responsabilidades Políticas, libros de prisiones, fondos sobre quintas, censos y padrones municipales, etc. Todas ellas nos informan de la desaparición de muchas personas, pero no nos dicen ni cómo se produjo ni, por supuesto, quiénes fueron sus responsables. De aquí que, en muchas ocasiones, hayan tenido que ser los testimonios orales, pese a las limitaciones y problemas que plantean, el único recurso para saber qué ocurrió.
Así, por ejemplo, suele pasar que la mayor parte de la gente asocia la represión a los elementos visibles que en ella intervenían: los que detenían y los que ejecutaban, sin llegar a percibir jamás los elementos invisibles del proceso represivo: los inductores y los que daban las órdenes. Sin embargo, la profundización en los archivos judiciales militares permite, excepcionalmente, no sólo asomarse o atisbar las zonas oscuras y los personajes en la oscuridad sino también observar con gran detalle el funcionamiento y la mecánica del terror fascista. Con esto no se alude a los consejos de guerra sumarísimos, cuyas víctimas están normalmente bien documentadas, sino a los desaparecidos a consecuencia de los llamados bandos de guerra o, lo que es lo mismo, a los asesinatos realizados sin trámite seudojudicial alguno. En este sentido hay que decir que las investigaciones y proyectos que se han contentado con la consulta de los expedientes carcelarios o con las sentencias de los consejos de guerra sin entrar en el contenido de los sumarios han perdido la ocasión de penetrar en el terrible mundo de la justicia militar franquista.
Los roces y enfrentamientos entre los propios represores por problemas de todo tipo están en el origen de numerosas denuncias que, al dar lugar a diligencias o causas a cargo de instructores, dejaron un rastro clave para entender en toda su dimensión lo que fue el segundo semestre de 1936 allí donde los golpistas se impusieron, es decir, allí donde la guerra civil nunca existió. Ciertamente no abundan estos procedimientos en los archivos judiciales militares, pero los que hay resultan imprescindibles para estudiar con rigor el terror que caracterizó la etapa previa al fracaso ante Madrid en los primeros días de noviembre del 36 y la transformación y consolidación del golpe de Estado de julio en guerra civil. Pese a su escasez contamos con un número considerable de estos procedimientos, parte de los cuales —los relativos al suroeste— ya fueron sacados a la luz anteriormente[1], lo que, sin duda, representó una importante aportación en la forma de analizar e interpretar la represión, ya que, por primera vez, se utilizaban de forma generalizada los propios documentos de los perpetradores y se ofrecían sus interpretaciones de los hechos. Fue así como, sin la bibliografía al uso, sin los recursos fáciles que hasta entonces se utilizaban con profusión e incluso sin testimonios orales, estos procedimientos nos mostraron en toda su crudeza las propias palabras y hechos de los represores, en un relato ceñido a su narración cronológica y al análisis que se desprendía de los textos. Una nueva forma de interpretación de la «Guerra Civil», mucho más próxima y rigurosa, había dado comienzo.
Es esa senda la que se ha seguido en el texto que sigue, sirviéndonos de esos casos especiales mencionados y del mejor conocimiento que ahora tenemos de ese fondo documental magnífico que es el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo. Esta aproximación al terror fascista del verano del 36 se hará desde dos casos extraídos de dicho archivo que acontecieron en dos pequeños pueblos de la provincia de Sevilla: Brenes y Castilblanco de los Arroyos. Ambos representan perfectamente lo sucedido en muchos otros pueblos hasta en los pequeños detalles.
Los miles de procedimientos que guardan los archivos de las antiguas Auditorías de Guerra, como ocurre con la Causa General, están llenos de nombres de personas izquierdistas que fueron procesadas y de las que se dijeron y escribieron toda clase de calificativos, insultos, mentiras, etc., en una farsa judicial y procesal sin precedentes. Ninguna de estas personas ni sus familiares pudieron hacer nada para actuar contra los calumniadores, difamadores y criminales de guerra. Su honor y dignidad quedaron una y otra vez pisoteados sin que llegara nunca la hora de la justicia. De hecho todavía en nuestros días hay quienes, apelando a la «reconciliación» y a «no reabrir heridas», pretenden seguir ocultando los nombres de los verdugos, de la vergüenza y del crimen. Aquí, conscientes de que esta historia, por dura que sea, es la historia de aquellos hechos, no se contarán historias mutiladas. Sólo entrando en estos ámbitos del terror podemos llegar a comprender cómo y por qué el golpe militar pudo someter a tanta gente en tan poco tiempo y convertir de un día a otro a ciudadanos libres en presuntos culpables.
LA MAQUINARIA DEL TERROR POR DENTRO
Conocemos bien el enorme interés que los sublevados tuvieron en ocultar concienzudamente el rastro documental de las matanzas llevadas a cabo en el territorio que controlaban mediante la aplicación de los llamados «bandos de guerra». Puesto que no se podía tener acceso a los archivos policiales, de la Guardia Civil y de los gobiernos militares, si exceptuamos los testimonios orales, sólo el Registro Civil y los libros de enterramientos de los cementerios podían, aunque no de manera completa, dejar constancia de lo que había pasado. Sólo que, para que tal cosa pudiera ocurrir, se tendrían que dar al menos algunas condiciones: que las víctimas hubiesen sido inscritas, que las causas de muerte que aparecían fueran reales y que los cementerios conociesen y anotasen la identidad de los cadáveres que ingresaban en sus fosas comunes. Realmente ninguna de estas condiciones se dio por completo, sino que, por el contrario, muchas personas asesinadas por bandos de guerra en zona sublevada no fueron inscritas nunca en los registros civiles, de modo que legalmente nacieron aquí pero aún no han muerto. Un caso significativo nos puede mostrar lo que se está diciendo.
Según la información que nos proporcionó la primera investigación que se llevó a cabo sobre la represión en la ciudad de Sevilla, entre el 18 de julio y el 31 de diciembre de 1936, se produjeron 2971 enterramientos innominados en la fosa común[2]. Unos años después, una nueva investigación nos aportó las inscripciones que se habían realizado en el Registro Civil de la capital en relación con la represión[3]. Pues bien, si analizamos los datos que ofrece este registro comprobamos que solamente 97 de esos 2971 fueron inscritos en el mismo año 1936. La cifra, por sí sola, expresa bien el ocultamiento de la matanza llevada a cabo por los sublevados. Pero incluso esa cifra de 97 inscritos tiene una segunda lectura, ya que 44 de ellos lo fueron por ser miembros de la columna minera destrozada el 19 de julio de 1936 a consecuencia de la traición de la Guardia Civil, juzgados en consejo de guerra público y ejecutados en pleno día en diferentes puntos clave de la ciudad. De modo que fue por esta razón, por pasar por un consejo de guerra al que se dio amplia cobertura periodística y que buscaba amedrentar a los contrarios al golpe, por lo que se procedió a su inscripción en el Registro Civil tras su eliminación[4].
La investigación de la represión no sólo tropieza con la no inscripción de los asesinados en los registros civiles, sino también con la causa de muerte que se anotó en los que se inscribieron a lo largo del tiempo. Aquí se recurrió a todo para deformar, desvirtuar y ocultar la verdad de lo ocurrido, desde «a consecuencia de la Guerra Civil» o «en choque con la fuerza pública» hasta «con motivo del movimiento» o «en enfrentamiento con el Glorioso Ejército Salvador». Palabras que, una y otra vez, pretendían presentar la muerte como consecuencia lógica derivada de una supuesta guerra civil y, por tanto, sin relación con trama criminal alguna. Esto fue así incluso en las escasas inscripciones que realizaron en plazo legal.
Cuando Castejón ocupó Valencina el 24 de julio de 1936, fiel a las prácticas africanas de los legionarios, se llevó amarrados varias decenas de hombres. Atravesó el pequeño pueblo de Castilleja de Guzmán, donde recogió alguno más, y siguió para Camas. Al pasar junto a una casilla de peones camineros situada en las afueras de Castilleja ordenó separar un grupo de los detenidos y eliminarlos allí mismo. Fue así como cayeron acribillados Jacobo Navarro Mazo, de 52 años, casado y albañil; Juan Ortega Benítez, de 27 años, casado y jornalero; Francisco Payán Polo, de 32 años, casado y jornalero; Manuel Navarro García, de 27 años, casado y jornalero; Francisco Navarro Rodríguez, de 29 años y chófer; Francisco Arellano Barrios, de 26 años, casado y jornalero, y Dámaso Romero Herrera, de 19 años, soltero y jornalero. Del grupo hubo algunos que, aunque malheridos, consiguieron escapar. A los muertos los amontonaron en una carreta de la Hacienda Divina Pastora y los llevaron a Castilleja. A los siete mencionados los inscribieron ese mismo día en el Registro Civil. En la causa de la muerte, el juez municipal Francisco Vázquez Arellano anotó: «en colisión con la fuerza del Ejército»[5].
Por lo que respecta a los libros de enterramientos y al movimiento de las fosas comunes de los cementerios —hasta la fecha y según las investigaciones locales que se llevan a cabo— de los 101 pueblos que tenía entonces la provincia de Sevilla tan sólo han aparecido referencias en tres de ellos. En cuanto a los archivos municipales el panorama, en general, es desolador. Mientras que en algunos, los menos, se ha conservado alguna valiosa documentación sobre la represión, aunque escasa, en la mayoría se observa un auténtico saqueo, lo que unido a la desidia hace que en muchos pueblos los investigadores locales se encuentren con dificultades insalvables para llevar a cabo un intento de reconstrucción de lo ocurrido en ellos a partir del 18 de julio.
En estas condiciones es, por tanto, prácticamente imposible que la investigación sobre la represión causada por los «bandos de guerra» pueda desarrollarse con normalidad. De ahí que, cada vez más, los archivos judiciales militares se hayan convertido en una fuente documental imprescindible para el estudio de la represión y para demostrar de manera fehaciente la ocultación que se practicó desde el primer momento.
El 26 de octubre de 1936 fuerzas de la Guardia Civil de varios pueblos a las que se unieron derechistas locales dieron una batida en los alrededores de Guillena que acabó con la vida de veintidós personas. No hay noticia de que los huidos llevasen armas, pero uno de ellos tenía en el bolsillo 53,45 pesetas. Y fue precisamente la entrega de esta cantidad a las autoridades militares la que provocó que la Auditoría abriese diligencias por «incautación a un marxista muerto». Así fue como quedó constancia de esta carnicería, cuyas víctimas nunca fueron inscritas en ningún registro y de las que se ignora incluso dónde fueron enterradas. Aquí tenemos cómo una circunstancia fortuita, el destino de los diez duros, ha desvelado a la investigación un crimen oculto del que desapareció todo rastro documental[6].
El cabo de la Guardia Civil Juan Herraiz Martínez, comandante de puesto en la localidad de Castilblanco de los Arroyos el 18 de julio, se sumó allí a la sublevación con destacable energía, por lo que llegó a ser felicitado por Queipo. Poco después, el 11 de agosto de 1936, fue destinado a Tocina como comandante militar, donde permaneció hasta el 10 de octubre siguiente, en que fue destinado a Aguadulce. Y fue estando precisamente en esta localidad cuando fue procesado por la Auditoría de Guerra por una supuesta tolerancia en Tocina con un izquierdista llamado Antonio García, el Granadino (asesinado en Sevilla más tarde), al que habría facilitado un salvoconducto para salir del pueblo. También fue acusado por algunas fuerzas vivas de Tocina y por algún compañero del cuerpo de ser «débil y condescendiente» y de no actuar «con la debida energía».
El caso es que estas acusaciones, por más que usuales, eran sorprendentes, ya que en Tocina se había realizado una matanza el mismo día de su ocupación, el 30 de julio de 1936, cuando más de treinta hombres fueron agrupados en la calle Mesones y conducidos a un paredón de un antiguo molino junto al paso nivel, colocados ante una ametralladora allí emplazada y asesinados. De la primera parte de esta secuencia, casualmente, quedaron algunas muestras gráficas tomadas por los corresponsales que acompañaban a la columna. También hubo un testigo, Manuel Gómez Sierra, quien, escondido en los servicios de la estación, presenció el crimen ordenado por el comandante Gutiérrez Pérez, que era el que, junto a la Harka de Juan Berenguer y otros derechistas, había ocupado el pueblo. Como en otros lugares, tras esto, algunos dieron por «pacificado» el lugar, pero no fue así, ya que la represión prosiguió y más duramente aún. Cuando declaró ante el juez instructor, el cabo Herraiz dijo que
durante su actuación en Tocina aplicó el Bando de Guerra del Excmo. Sr. General de la Segunda División a unos setenta y cinco u ochenta, entre ellos Nicolás Barroso que fue uno de los autores del asesinato del Sr. García Junco. Que durante su actuación detuvo a muchas personas poniendo algunas en libertad y aplicando el Bando de Guerra a otras, entre ellas al Alcalde y Concejales del Frente Popular, haciéndolo todo según los informes que le facilitaban pues él desconocía el pueblo.
Preguntado si puso en libertad al marido de la Profesora de Partos de Tocina y al conocido por el «Nieto de Prada», manifiesta que no recuerda del primero y que cree que el «Nieto de Prada» fue fusilado en unión del Alcalde y los concejales la última noche que el declarante estuvo en Tocina.
Preguntado qué personas integraban la Brigadilla, manifiesta que eran dos guardias civiles llamados Antonio Jaramago, Francisco Rodríguez y los falangistas Rafael Correa [Rafael Raya Molina (a) Correa, viudo, acompañaba a las fuerzas cuando ocuparon el pueblo y participó activamente en las actividades de dicha brigadilla] y Antonio Amador López, secretario del Juzgado Municipal. Este último sin formar realmente en la brigadilla, por ser falangista y acompañar constantemente al Alcalde de quien era su principal asesor.
La declaración del cabo, que representaba la prueba evidente de la falsedad de una supuesta «debilidad» represiva, resultó definitiva y la causa fue sobreseída sin responsabilidades. Pero, obsérvese que fue precisamente la necesidad del cabo Herraiz de dejar constancia de su adecuada «energía» la que nos ofrece la prueba documental de la represión a que fue sometida Tocina en los dos meses que allí estuvo, así como los nombres de quienes integraban la brigadilla que llevaba a cabo los asesinatos[7].
LA VISIÓN DE LOS REPRESORES
En una primera fase, la Auditoría de Guerra siguió funcionando tal y como lo hacía antes del golpe. A medida que llegaban los partes de cualquier incidencia o los oficios de la Guardia Civil de cualquier pueblo se dictaba por el auditor una orden de proceder y se nombraba un juez instructor para iniciar las diligencias, muchas de las cuales se elevaban a causa. Estos procedimientos —mil cuatrocientos noventa y seis desde el 18 de julio hasta el 31 de diciembre de 1936[8]—, resultan en su mayor parte fundamentales para reconstruir las matanzas del verano de 1936 a golpe de «bando de guerra». La razón de que exista esta excepcional información radica en que un número muy considerable de personas detenidas en los primeros momentos en la zona ocupada fueron procesadas por la Auditoría de Guerra e interrogadas por jueces instructores nombrados al efecto. Posteriormente, por decisión expresa de los mandos militares y de la Delegación de Orden Público, se decidió la eliminación física de la mayoría de esos detenidos, por lo que, al sobreseerse sus casos una vez desaparecidos, quedó constancia documental de su paso por la «justicia» militar. Así es como conocemos el destino de centenares de personas asesinadas con sus datos personales, declaraciones e incluso, en muchos casos, la fecha de su muerte[9]. Entre los ejemplos que podrían darse veremos uno.
El 20 de julio de 1936 fuerzas de caballería al mando del capitán Ramos de Salas acompañados de guardias civiles ocuparon Dos Hermanas. La operación se efectuó de forma muy violenta, entre gritos de ¡Viva España! al bajar de los camiones y disparando sin contemplación alguna contra los trabajadores que se encontraban en la Casa del Pueblo e incluso contra los que salieron con bandera blanca. Luego, como era frecuente, se hablaría de «agresión» a las fuerzas del ejército, falseando los hechos e intentando justificar la matanza que llevaron a cabo tras su entrada en la localidad. Los disparos de ametralladora y fusiles alcanzaron a trece trabajadores, cinco de los cuales murieron en el acto, dos más en Sevilla (uno de ellos, Juan Álvarez Coto, en el autobús que lo trasladaba herido a la capital, y otro, Casimiro Rivas Romero, en el hospital unos días después) y seis resultaron heridos y fueron llevados también a Sevilla. Los heridos, algunos de pronóstico muy grave, eran Miguel Saeta Cosa, Manuel Bernal Ramos, Francisco Jiménez Guillén, Salvador Pernia Valiente, Francisco Díaz Román y Luis Planas Rivas. Ese mismo día 20 el alcalde socialista Manuel Rubio Doval y el jefe de la Policía Municipal Francisco Grillo González fueron detenidos junto con otros y conducidos en cuerda por la columna en su retorno al cuartel. Estos dos hombres fueron de los primeros asesinados en Sevilla, el día 24 de julio de 1936. Cayeron junto al capitán de la Guardia de Asalto José Álvarez Moreno en la tapia del cementerio sevillano y los enterraron en los nichos 58, 69 y 60, de tercera clase, de la calle San Antonio. Tuvieron ese extraño privilegio de no inhumarlos en la fosa común, que ya había comenzado a llenarse. Sin embargo, con el tiempo el privilegio se tornó macabro: el 5 de junio de 1968 los cadáveres de Manuel Rubio y Francisco Grillo fueron trasladados al panteón de los «Caídos»[10].
Una vez ocupado el pueblo, el comandante militar, con el entusiasta apoyo de las fuerzas derechistas y fascistas de la localidad, se dedicó a la detención de todos los izquierdistas que encontraron. Al día siguiente de la «liberación», el 21 de julio, empezó a confeccionar un atestado que terminó el día 28 enviándolo a la División junto con veintidós detenidos. Días después nuevos detenidos se sumaron a los primeros y fueron enviados igualmente a Sevilla. Cuando el atestado llegó a la Auditoría, el auditor Bohórquez Vecina nombró juez instructor y éste se dirigió a la cárcel provincial para tomarles declaración. Pero, como ya había ocurrido en otras ocasiones, cuando entregó la lista le comunicaron que allí no estaba ninguno de ellos. Incluso vocearon sus nombres en el patio sin resultado alguno. Fue un preso de Dos Hermanas quien dijo al instructor que a esos hombres los habían llevado a la comisaría de la calle Jáuregui, o más exactamente al Cine Jáuregui, utilizado como depósito anexo a la comisaría por estar llenos sus calabozos. Se desplazaron allí y buscaron infructuosamente hasta que otro preso dijo al juez que los habían trasladado al barco-prisión Cabo Carvoeiro, donde por fin les pudo tomar declaración.
La realidad era que, independientemente del curso que llevara la instrucción del procedimiento, el delegado de Orden Público, de acuerdo con la División, decidía qué hacer con los detenidos, lo que casi siempre equivalía a su desaparición. De los seis heridos del día 20 trasladados a Sevilla, dos, como dijimos, murieron a consecuencia de las heridas y otros tres fueron asesinados; del grupo de los veintidós que formaron el atestado inicial quince fueron igualmente asesinados en sucesivas sacas, y así sucesivamente. A medida que el juez instructor iba buscando a los detenidos para cualquier diligencia o interrogatorio se enteraba de los que habían sido ya eliminados y, por lo tanto, eran retirados del sumario. De este modo, son las primeras causas que se instruyeron en Dos Hermanas las que involuntariamente nos informan sobre el destino de muchas personas de las que no quedó rastro alguno.
Estos veintinueve hombres, cuyos nombres recogemos en su memoria, no volvieron jamás a Dos Hermanas. Solamente de ocho de ellos se hallaría algún rastro en otras fuentes, sobre todo cuando, bastantes años después, fueron inscritos en el Registro Civil: Miguel Saeta Cosa, Manuel Bernal Ramos, Francisco Jiménez Guillén, Manuel Rubio Doval, Francisco Grillo González, Manuel Madueño Tirado, Francisco Díaz Rubio, Antonio Barbero Claro, Esteban Martín Pérez, José Pavón Romero, Manuel García Martel, Antonio Sáenz García, Luis Arana Jiménez, Juan García Martín, José Rivas Neira, Rogelio Pastor Ereza, Diego Cabrera Fernández, Manuel Díaz Rubio, Antonio Ramos Madueño, Antonio Gómez Díaz, Miguel Zambruno Rubio, Manuel Jiménez Madueño, Antonio Mejías González, Juan Morón Rosado, Manuel Núñez González, Antonio Pelayo Ruiz, Juan Durán Padilla, Francisco García Ramos y Manuel Henares Avilés.
Otros, como Francisco Ponce Bancalero, Gaspar Velasco Cueto, Francisco Díaz de la Haza o Salvador Pernia Valiente, aunque ejecutados también, lo fueron por sentencia de consejo de guerra y, al menos, quedó constancia escrita de su muerte, al igual que de los que sobrevivieron a la matanza y posteriormente fueron juzgados[11].
Este caso de Dos Hermanas constituye un ejemplo suficientemente ilustrativo de lo que señalábamos sobre el interés de los archivos judiciales militares. Ciertamente son muchos los casos similares que arrojan información y abren numerosas rendijas en el espeso muro de ocultación con que los represores cubrieron sus actos criminales. Bastaba con que un simple papel llegase a la Auditoría de Guerra para que la maquinaria burocrática militar se pusiera en marcha y un instructor iniciara diligencias. Veamos otro caso. Antonio Mauriño Ríos, hojalatero sevillano de 40 años, fue detenido el 30 de septiembre de 1936, lo interrogaron los falangistas en la calle Albareda y después lo llevaron a la checa azul instalada en el edificio de los jesuitas en la calle Jesús del Gran Poder.
Según documento aportado por el instructor, estando en uno de los patios del edificio, sufrió un desvanecimiento y cayó al suelo produciéndose una herida, motivo por el cual fue trasladado a la casa de socorro de la plaza de San Lorenzo y de allí al Hospital Central, en cuya sala «Cardenal» quedó ingresado y vigilado. Fue precisamente el parte de asistencia que allí se hizo a Mauriño el que, enviado a la autoridad militar, provocó el inicio de las mencionadas diligencias. El 17 de octubre los médicos le dieron el alta por curación, aunque aún tardaron unos días en llevárselo de nuevo a la delegación de Orden Público. Cuando el instructor quiso saber dónde estaba Antonio Mauriño recibió un informe del capitán Díaz Criado en el que se leía que le fue aplicado el «bando de guerra» el 28 de octubre de 1936. Así pues, gracias a esa «caída» en el patio de los jesuitas, podemos saber hoy qué fue de Antonio Mauriño Ríos. No existe otra pista sobre su muerte[12].
Otros casos singulares, como los desahucios, también aportaron informaciones de interés. Cuando Natalia Huertas Burgos, propietaria de una vivienda de San Juan de Aznalfarache que tenía arrendada al zapatero Ricardo Hidalgo Riquelme, quiso recuperarla por encontrarse cerrada durante bastantes días tuvo que enviar una petición a la autoridad militar. Esta petición acarreó la instrucción de un expediente informativo donde pronto se acreditó que a Hidalgo le había sido aplicado el «bando de guerra», con lo cual se autorizó la entrada en la casa y el desalojo de sus escasísimas pertenencias, entre ellas sus útiles de zapatería[13].
Heridas, desahucios, contingencias diversas… provocaron la instrucción de numerosos procedimientos que, sin ser ése su objetivo, nos permiten recuperar los nombres de muchas personas asesinadas. Los archivos de la represión cumplían bien su función. Para nosotros representan la prueba de que dichos archivos judiciales militares pueden aportar amplia información sobre los desaparecidos del fascismo español, que no sólo desaparecieron de sus domicilios sino que, aún a fecha de hoy, no hemos accedido a la huella documental que dejara su asesinato. Y hablamos de archivos muy importantes. Sólo en Andalucía, los juzgados militares togados conservan más de doscientos mil registros nominales de encartados, en su mayor parte procedimientos derivados de la guerra y posguerra[14].
Una y otra vez la Guardia Civil, la Policía, la Falange, el alcalde o el cura de un pueblo aportaban informes a los jueces instructores en los que nunca se olvidaban de anotar si a algún familiar del procesado se le aplicó el «bando de guerra». Era una forma clara de demostrar la cualidad de «rojo» del procesado. Si el padre o la madre habían sido ya eliminados deducían que los descendientes no serían de color muy diferente y la presunción se convertía en certeza. Esta furia depuradora nos permite ahora conocer la identidad de muchísimas personas que jamás fueron inscritas en ningún libro de defunción y de las que, por el momento, resulta imposible obtener documento alguno que aclare su final. Cuando juzgaron al joven obrero Joaquín Endrina Carmona, de Castilleja de la Cuesta, lo acusaron de cachear al cura en unión de otros que ya habían sido eliminados. Por su parte la Falange informó de que dos de sus hermanos ya habían desaparecido por orden de autoridad competente. Sin este documento no sabríamos que pasó con los hermanos de Joaquín Endrina, asesinados en un pueblo donde la resistencia consistió en cortar tres árboles para controlar la carretera[15].
Cuando se catalogaron y digitalizaron los 2488 procedimientos del Consejo de Guerra Permanente de Huelva que obraban en el Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla se registraron 5067 personas encartadas, pero, al mismo tiempo, los informes de la Guardia Civil, Falange, parroquias, etc., ofrecieron información de 552 personas a las que se aplicó el bando de guerra, 197 «fallecidas», 164 «desaparecidas», 105 «fusiladas», etc., suicidios, personas en «paradero desconocido», «exilio», «muerto», «prisionero», conceptos variados que daban cuenta e información de un total de 1278 onubenses represaliados, de la mayor parte de los cuales no quedó rastro documental alguno al que hayamos podido acceder[16].
La información oficial ignoraba la represión, la ocultaba. En una burda y descarada manipulación de los datos, cuando la Jefatura Provincial de Estadística de Sevilla publicó su informe anual correspondiente a 1936 recogía 937 muertes violentas, 744 en la provincia y 193 en la capital. La jefatura se limitaba simplemente a reunir la información estadística que le facilitaban y lo que le estaban facilitando era la «verdad oficial», es decir, lo que llegaba a los registros civiles desde julio de 1936[17].
Como suele pasar, había que leer al revés para intentar aproximarse a lo que estaba ocurriendo. Por ejemplo, en noviembre de 1936 se publicaron las vacantes de maestros en la provincia de Sevilla para proveerlas interinamente. Eran muchos los maestros represaliados y huidos y muchas las escuelas que necesitaban de urgente sustitución para poder funcionar. Esta oferta de provisión establecía 130 maestros en la provincia y 51 en la capital, y 52 maestras en la provincia y 22 en la capital. En total, 255 vacantes[18]. Algunos pensaban que esas vacantes iban destinadas a suplir a los maestros movilizados en el ejército franquista, pero, obviamente, no se trataba de esa sustitución —entre otras cosas porque las maestras no fueron movilizadas—, sino de cubrir el enorme hueco que la represión había dejado en el magisterio.
Sin embargo, cuando examinamos el detallado estudio que Francisco Morente Valero realizó sobre la depuración del magisterio[19] observamos que de los 1152 expedientes que se llevaron a cabo en la provincia de Sevilla solamente en 151 se establecieron sanciones de algún tipo, es decir, que el porcentaje es el menor de todas las provincias estudiadas en esa obra. El problema viene de la información que manejó el investigador para establecer esos datos, en la cual no figura un número muy significativo de maestros y maestras represaliados, en especial aquellos que fueron asesinados y a los que ni siquiera se les abrió un expediente depurador. La finalidad, evidentemente, era ocultar el asesinato que se había cometido con muchos de estos enseñantes. A título de ejemplo de lo que decimos sirvan estos nombres de maestros y maestras: José Rodríguez Aniceto, Jorge Flores Díaz, Ricardo García Alcalá, Juan Berenguer Rodríguez, Juan Marín Vargas, Francisco Romero Cortés, Antonino Sanz Toscano, Laureano Talavera Martínez, Manuel Espinosa Valdivieso, Justo José Morterero Felipe, Santos Ruano Mediavilla, Francisco Rodríguez Rodríguez, Antonio Velasco Martín, Alfonso Verdugo Rodríguez, José del Río Plasencia, Luis Ramírez Palma, Felisa Pulido Molina, Rosendo de la Peña y Risco, Santiago Pardo Simo, Ubaldo Murillo Pérez, Joaquín León Trejo, Carmen Lafuente Tirado, Alfonso Gómez Moriñas, Enrique Gómez Lázaro, Roque García Márquez, Francisco Fernández García, Juan José Cantero Mora, Isabel Acevedo León, Francisco Ruiz López, Ricardo López Chico, José González Salcedo y Baldomero García Puyol.
Todos ellos tienen algo en común: fueron asesinados por los golpistas. Pero de todos ellos sólo los tres últimos figuran en las listas oficiales de depurados. Parece pues que la convocatoria de vacantes se aproximaba bastante más al número de maestros y maestras represaliadas que las listas oficiales que hizo públicas la Comisión Depuradora del Magisterio. Como siempre, la ocultación primaba sobre todo.
LA REPRESIÓN MÁS OCULTA: LAS MUJERES
Pero, sin duda, fue la represión que afectó a la mujer la que alcanzó el mayor grado de ocultación. Fueron muy raros, casi inexistentes, los casos de mujeres asesinadas en el verano y el otoño de 1936 que llegaron a ser inscritas en los registros civiles en ese mismo año. Sin embargo, a medida que las investigaciones locales avanzan, se descubre —como si los perpetradores hubiesen sido conscientes de las aberraciones que cometían— el silencio absoluto que se impuso sobre el asesinato de mujeres. En Arahal, por ejemplo, fueron veintiocho las mujeres asesinadas en julio y agosto de 1936 pero ninguna de ellas fue inscrita en el Registro Civil. En Villanueva del Río y Miñas conocemos los nombres de veintiséis mujeres asesinadas y no inscritas en el 36; en Paradas fueron veinticuatro. Un solo informe de la Guardia Civil de Utrera de 24 de noviembre de 1936 da los nombres de trece mujeres asesinadas y no inscritas. Javier Gavira documenta en Marchena treinta y seis mujeres. En Morón de la Frontera sabemos por ahora de veinte casos, a los que habría que añadir el «suicidio» en la comisaría sevillana de Jáuregui de Mercedes Luna López. Ninguna de ellas fue inscrita en 1936. Tampoco inscribieron a las diecisiete mujeres de Guillena asesinadas en Gerena. Estas ciento sesenta y cuatro mujeres asesinadas en siete pueblos sevillanos reflejan bien lo que fue la norma en Sevilla y provincia y, por extensión, en el suroeste[20].
La razón de tanta ocultación es simple: no había que dejar el más mínimo rastro de la matanza de cientos de mujeres que se estaba llevando a cabo en toda la zona. Hablamos de una matanza importante. Actualmente, con varias investigaciones locales aún en curso, son cuatrocientos setenta y siete los asesinatos de mujeres documentados en la provincia de Sevilla, la mayor parte de las cuales siguen sin inscribir pasados setenta y tres años de los hechos[21]. Muchos de esos crímenes han podido conocerse gracias al afán acusador que persiguió a sus familiares. Cuando juzgaron a Rafael Acosta Pérez, de Cazalla de la Sierra, dejaron ver en los informes que a su madre Josefa le fue aplicado el Bando de Guerra una vez tomado el pueblo por su señalada intervención revolucionaria. Igual ocurrió en el procesamiento que se siguió a Amalia Ortiz Navarro, de San Jerónimo, donde la Guardia Civil informó que a su hermana le fue aplicado el bando de guerra como una de las principales promotoras de la revolución. Carmen Aguilar Armario, de Utrera, fue también procesada y el juez instructor también supo que a su madre Isabel se le había aplicado el bando de guerra. Entre las acusaciones que se hicieron a Antonio Díaz Castillo, barbero de Pruna, estaba que a su madre Dolores Castillo hubo que aplicarle el bando. Cuando detuvieron y procesaron al albañil de El Coronil José Millán González ya se leía en el primer informe acusatorio que a su mujer Lucía Palomino Rechi se le había aplicado el bando de guerra[22].
En algunos casos solamente aparece un nombre, sin más referencia, que nos indica una mujer asesinada. Así, en el procedimiento de Francisca Corrales Aguilera, sirvienta de Sevilla, se daban detalles sobre cómo una mujer llamada Rosario, que vivía junto a su compañero Pedro, el Madrileño en su misma casa en la Ciudad Jardín, fue asesinada al igual que su compañero. También se aludía al asesinato de otra mujer conocida como «la Granadina», compañera del hermano del guardia municipal sevillano Rafael Fernández Huertas, cuyo hermano y padre fueron igualmente asesinados según el informe. O, por citar otro ejemplo, el procedimiento de otro sevillano asesinado, José María Segura Márquez, en el que también se mencionaba el caso de una vecina del barrio llamada Adelina, a la que según sus noticias se le ha aplicado el Bando de Guerra[23].
También hay casos en que se recuerda el apodo de una mujer que fue asesinada, pero no así su nombre, con lo que resulta imposible tantos años después recuperar información sobre ella. Un ejemplo de esto es el de «la Gitana» de Dos Hermanas. No hubo forma de conocer su identidad hasta que apareció el sumario 31/37, donde fue procesada con otras compañeras aceituneras. En dicho procedimiento aparecía su nombre, Matilde Suárez Triguero, embarazada, de 30 años, y también la información de que fue detenida en Bélmez (Córdoba) por el temible capitán Gómez Cantos, quien, siguiendo sus prácticas habituales, la llevó primero a Dos Hermanas y luego salió de allí nuevamente con ella perdiéndose definitivamente su rastro. Cuando el juez instructor se dirigió al ya comandante Gómez Cantos, delegado militar de Orden Público de Badajoz, éste ni siquiera contestó. A su vez este mismo sumario que nos desveló el nombre de «La Gitana» nos pone sobre la pista de otro desaparecido, también de Dos Hermanas: el marido de Amparo Fernández Gutiérrez, del que no se dice su nombre[24].
Así es como uno tras otro los minuciosos informes acusadores de militares, guardias civiles, policías o falangistas y también las declaraciones de los procedimientos nos permiten documentar un considerable número de asesinatos de los que no quedó constancia alguna a la vista.
En Sevilla capital fueron once las mujeres asesinadas por sentencia de consejo de guerra, diez ante el paredón y una a garrote vil, todas ellas inmediatamente inscritas en el Registro Civil, tal y como exigía el procedimiento burocrático de la muerte en la justicia militar. Pero en realidad estas once mujeres no representaban sino una mínima parte de las que habían caído víctimas de los ilegales «bandos de guerra».
LA OCULTACIÓN DE PRUEBAS
Ocultar tanto crimen traía consigo otro problema importante: los cadáveres. Enterrar miles de cadáveres podía presentar numerosas complicaciones, la primera de las cuales era hacerlo sin dejar más testigos que los imprescindibles. Esto obligó a los represores a realizar prácticas poco ortodoxas con el objetivo principal de que nada trascendiera. La práctica habitual consistió en ocultar los cadáveres en fosas comunes dispersas por todo el territorio, la mayor parte de ellas abiertas en los cementerios municipales. En ocasiones son los archivos judiciales militares los que proporcionan información sobre la ubicación de estas fosas, esparcidas por fincas, cortijos, minas, cunetas, etc.
Miguel Sánchez Millán, de 31 años y vecino de Carmona, donde fue tesorero de la CNT, huyó de su pueblo a zona republicana y se integró en la columna Ascaso, donde alcanzó el grado de teniente. Junto a su compañero y paisano Francisco Prieto Morote se desplazó de Málaga a Carmona, cruzando las líneas del frente, para recoger a la mujer del dirigente anarquista Manuel Mora Torres. Pero tuvieron un mal encuentro y resultaron muertos. Prieto cayó acribillado en el cortijo de la Alcaidía y su cadáver fue llevado al cementerio más cercano, que era el de Los Corrales. Por su parte Miguel Sánchez sería localizado en el término de Almargen, donde tuvo un choque con falangistas en el que, antes de morir, logró acabar con uno de ellos. El cadáver del falangista fue traslado a El Saucejo, pero al de Miguel Sánchez, «por haber quedado muy destrozado, se le dio sepultura en el mismo sitio donde fue muerto»[25].
Francisco Gil Fernández, de 58 años, minero de la UGT y vecino de Minas de El Castillo de las Guardas, formó parte del grupo que se escondió en la mina abandonada de Peñas Altas, cerca de la aldea La Aulaga, donde permanecieron ocultos hasta diciembre de 1937. Entonces se organizó un verdadero sitio del lugar, que durante días fue cercado, incendiado, inundado, bombardeado con explosivos y, finalmente, gaseado. Pero para entonces ya habían logrado escapar por otra boca de la mina todos salvo dos de los huidos, Francisco Gil y Blas Parrilla Fernández, de 68 años y minero ugetista de El Madroño. A este último se lo llevaron y lo asesinaron en un lugar indeterminado. Por el contrario Francisco Gil, «después de salir de la bocamina últimamente reconocida, intentó darse a la fuga sin que a pesar de los requerimientos para que se detuviera obedeciera a ello, por lo cual la fuerza le hizo fuego quedando muerto en el acto, dándole sepultura en el mismo relleno»[26].
Ana Lineros Pavón, de 28 años, compañera de Rafael Hormigo, de El Saucejo, fue asesinada en septiembre de 1936 por el que había sido su marido y falangista, Andrés Díaz González, quien perpetró el asesinato de acuerdo con Andrés Ruiz Raya, jefe de milicias de Falange de Villanueva de San Juan. Ana Lineros se encontraba en avanzado estado de gestación y dio a luz en el momento del crimen. Según la declaración del secretario del Ayuntamiento de Villanueva Antonio Rodríguez Recio a un juez militar, «la fusilaron en la carretera de ésta a Morón, junto al rancho denominado de Rafael Recio, que dista aproximadamente un kilómetro, dejando el cadáver abandonado, el cual según oyó decir fue sepultado junto a un olivo cerca de la carretera»[27]. Así podríamos continuar dando detalles de cadáveres que no figuran en ningún registro y de los que sólo conocemos el lugar de su enterramiento gracias a declaraciones efectuadas por otro motivo y que quedaron recogidas en algún momento por el aparato judicial militar de los sublevados.
Todo parece indicar que ésta fue una práctica generalizada. Se prodigaron los enterramientos in situ de numerosas personas a medida que se iban eliminando, tal como demuestran los ejemplos citados. También es cierto que, por diferentes motivos, las autoridades locales franquistas dieron en bastantes ocasiones instrucciones para recoger cadáveres dispersos por distintos sitios próximos a los pueblos, motivo por el que sus restos fueron traslados a fosas comunes improvisadas en los cementerios locales.
También fue una práctica muy extendida el traslado de un pueblo a otro de los que iban a ser asesinados. En las semanas posteriores al golpe predominaron los realizados de los pueblos a la capital; más tarde este proceso se generalizó en casi todos los pueblos. El objetivo no era otro que el de confundir a los familiares, a quienes se decían frases como «ya no se encuentra aquí», «lo han trasladado para una gestión», «se lo han llevado unos forasteros», etc. Aparte de esto se buscaba intercambiar con otras milicias fascistas las tareas represivas con idea de evitar la posible identificación de los verdugos e impedir que las familias conocieran el lugar donde se había cometido el asesinato y enterrado a las víctimas. Así, por ejemplo, los vecinos de Aznalcóllar fueron asesinados en Sanlúcar la Mayor, Espartinas, Umbrete y Sevilla, además de en varios lugares de las sierras próximas, abarcando de este modo la dispersión todo el oeste de la provincia. Este caso fue común a muchos otros pueblos. El envío masivo de detenidos a la capital fue luego utilizado por muchos derechistas de los pueblos para mantener que en sus pueblos no se había reprimido a nadie, sino que la «culpa» la tuvieron en la capital. Obviamente ocultaban que dichos envíos de detenidos iban acompañados de los informes que sobre cada uno de ellos daban en sus pueblos, informes que casi siempre resultaban determinantes para sus vidas.
No hay que olvidar que, en muchas ocasiones, los hombres que integraban los piquetes de la muerte no querían actuar en sus propios pueblos, donde todos los conocían e incluso corrían el riesgo de tener que fusilar a parientes o vecinos, lo cual traía complicaciones añadidas que pocos querían tener. También hay que tener en cuenta que para la «gente de orden» todo lo que rodeaba la represión, los disparos en las madrugadas, los gritos y llantos de los detenidos, o los lamentos y quejidos tras los disparos, constituía un espectáculo que, por más que aprobaran la limpieza que se estaba realizando o que incluso hubiesen participado de algún modo en alguna de las muchas tareas que conllevaba el proceso represivo, pocos estaban dispuestos a presenciar.
Aspectos como el detalle minucioso de los asesinatos, los traslados de víctimas, los integrantes de los piquetes, las circunstancias en que se producía el asesinato y el lugar exacto fueron muchas veces conocidos gracias a los detenidos que consiguieron huir de sus asesinos en el momento del crimen, ya fueran heridos a los que dieron por muertos o gente que saltó de los camiones arrojándose contra sus verdugos y huyendo hacia la oscuridad. Existen decenas de casos documentados y la mayoría de ellos dejó huella en la documentación judicial militar[28]. Estos testimonios, que proceden de declaraciones de los propios protagonistas, resultan claves para poder reconstruir una parte importante de la represión. Para empezar, y una vez más, nos hablan de otras víctimas que no aparecen por ninguna parte.
Francisco García Burgos, albañil de 31 años, fue conducido por tres falangistas para matarlo el 8 de septiembre de 1936 al lugar conocido como «La Cañadilla», en la carretera de Dos Hermanas a Utrera. Sesenta y cuatro años después, en 1990, y ya con 86 años, solicitó una indemnización por el tiempo que pasó en prisión tras ser condenado a diecisiete años y cuatro meses después de la guerra. Lo escribía así:
… me acompañaban dos compañeros más; en el momento que nos encontrábamos alineados para recibir la descarga arremetí contra el pelotón de ejecución y me pude poner en fuga amparado por la oscuridad de la noche; aunque las balas me silbaron muy cerca ninguna hizo blanco; mis dos compañeros no pudieron fugarse y fueron asesinados, uno tenía 35 y el otro 60 años de edad respectivamente. Oculto en la serranía de Morón de la Frontera y con la complicidad de los pastores y campesinos pude aguantar los tres años de la Guerra Civil[29].
Ignoramos quiénes eran aquellos hombres que iban con él y que no pudieron escapar a la muerte.
Antonio Verdugo Talavera, de Algámitas, salió de su pueblo en septiembre de 1936 junto a unos cincuenta jinetes con intención de unirse a las fuerzas republicanas. Partieron hacia El Saucejo. Ya cerca se adelantaron seis, uno de ellos Verdugo, para comprobar si el pueblo no había caído aún en poder los golpistas. Pero lo que ocurrió es que fueron capturados. Fueron maltratados en la cárcel y, cuatro horas después,
se nos sacó de allí para conducirnos a la Fuente Nueva en donde se nos dijo habíamos de ser fusilados … se nos señala soezmente la dirección y seguidos de un voluntario grupo de espectadores de la misma calaña que nuestros guardianes, llegamos al lugar señalado para nuestra ejecución. Durante nuestro recorrido por las escasas calles de Saucejo pudimos darnos cuenta de que los encargados de acabar con nuestras vidas se disputaban la primacía en dispararnos y de que a otros su vehemente instinto criminal no les permitía llegar hasta el sitio señalado y deseaban acabar sin demora con nuestras vidas … Sin esperar la voz de mando y voluntad de los que nos custodiaban, sonaron los primeros disparos, pudiendo observar cómo dos de nuestros compañeros caían mortalmente heridos, tres volaban más que huían y yo, que me sentí herido por varios sitios pude, en un esfuerzo de vida o muerte, y aprovechando la distancia que me separaba de mis verdugos, emprender también la huida[30].
No se conoce la identidad de los dos compañeros de Verdugo asesinados en El Saucejo, ni tampoco la suerte de los tres que huyeron. Como puede suponerse, los dos asesinados en la Fuente Nueva no fueron inscritos en el Registro Civil ni en el libro de enterramientos del cementerio. Solamente el testimonio de Antonio Verdugo Talavera nos dejó constancia de su muerte.
El 21 de julio de 1936 José Nogueras Prisco, obrero del campo de 24 años, llegó a su pueblo, Écija, desde el cortijo donde trabajaba y fue detenido y llevado al cuartel de la Remonta, donde lo tuvieron dos días, tras lo cual fue trasladado al Ayuntamiento hasta el día 26, en que lo pusieron en libertad. Poco después, el 16 de agosto, fue detenido nuevamente y el 18 por la noche fue conducido al cementerio de Nuestra Señora del Valle para darle muerte. Recibió un disparo en la cara que le afectó a la nariz y cayó al suelo desvanecido, pero «cuando volvió en su conocimiento, ya de día, saltó las tapias del cementerio, que se hallaba sin nadie, y huyó a campo traviesa en dirección a Palma del Río». Así consiguió llegar hasta Madrid, donde tomó contacto con unos parientes de su padre y se incorporó al ejército republicano, siendo herido en combate. Tras la guerra fue detenido y procesado. En la casa de esos parientes conoció a una monja hermana del vecino de Écija Juan Vargas Ubach,
la cual preguntó al Noguera Prisco por su citado hermano, contestándola que era uno de los asesinos de Écija y que si lo cogiera allí, lo haría picadillo.
Sin duda la monja lo denunció, ya que cuando lo procesaron le echaron en cara esas declaraciones. Entonces Noguera dijo al instructor que él no lanzó «insultos u ofensas para nadie, ya que sólo censuró a los que le aplicaron a él el Bando de Guerra»[31]. En realidad José Noguera Prisco resultaba un incómodo testigo de la terrible matanza realizada en Écija, donde fueron asesinados doscientos setenta y cuatro vecinos, y de sus perpetradores, que muy pronto blanquearían sus biografías negando toda relación con la limpieza del solar patrio[32].
En algunas ocasiones los supervivientes de las matanzas conseguían llegar a zona republicana y narraban con todo detalle el terror del que habían sido testigos. Con frecuencia, en las páginas de la prensa madrileña o malagueña, podían leerse testimonios como el que ya se ha citado de Antonio Verdugo Talavera o los de José María Almagro Barrera, de Paradas, y Antonio Márquez Copado, de Olvera, que tras escapar de los paredones de la muerte fueron también entrevistados por el diario El Popular de Málaga, dejando terribles relatos de lo que estaba ocurriendo[33].
Así fue como, poco a poco, fueron eliminando todo vestigio de izquierdismo y arrancando de raíz todo aquello que les recordara la II República. Los que sobrevivieron, porque a todos no podían matar, nunca perdieron la conciencia de vivir de prestado y de que cualquier desliz podía resultar fatal. Todos sabían que sus vidas habían cambiado para siempre de manera irremediable. Sólo quedaba seguir sin mirar para atrás a la espera de mejores tiempos. Como decía Queipo, refiriéndose a Sevilla, en una visita a Burgos de octubre de 1936
aquello está hermoso. Yo reconozco que se han hecho algunas cosas … se ha fusilado mucha gente, pero los que quedan … ¡ésos viven como Dios[34]!
En conclusión, los golpistas, conscientes de lo que habían hecho y de que sería imposible justificarlo, pusieron un enorme cuidado en ocultar el brutal plan de exterminio efectuado a partir del 17 de julio mediante ilegales «bandos de guerra». Había que ocultar la matanza fundacional. En consecuencia, este cuidado se mantuvo durante la guerra y a lo largo de toda la dictadura. Posteriormente, con la llegada de la democracia y la desaparición de los archivos de la represión, la ocultación prosiguió. De ahí que, de entonces hasta hoy, haya habido que utilizar fuentes laterales para poder reconstruir, aunque muy parcialmente, las consecuencias en pérdidas humanas del golpe militar del 36. Afortunadamente, la investigación local, de forma continua y tenaz, viene reescribiendo en los últimos años la verdadera historia de los pueblos en aquel trance histórico.
Lejos quedan ya aquellas palabras del golpista Queipo, exgeneral desde el 19 de julio, quien, sabiendo los crímenes que sus fuerzas estaban cometiendo, en buena parte alentadas por él mismo a través de sus declaraciones y charlas, y cuando entre la capital y los pueblos ocupados iban ya miles de asesinados, decía a finales de agosto de 1936:
No puede nadie en absoluto probar que se ha cometido en ningún pueblo, en ninguna parte, la villanía de asesinar a una sola persona[35].
«X-2 CUANDO SE LE DETENGA»
X-2 era la clave que los militares utilizaban para referirse a la pena de muerte. La sublevación de julio de 1936 y la carnicería que siguió provocaron que la clave fuera continuamente utilizada por los mandos militares, la Auditoría de Guerra y el delegado militar gubernativo de Orden Público, que fue el largo título con que se bautizó al encargado de las tareas de limpieza. También algunos jueces militares anotaron X-2 para destacar que un procesado había «desaparecido» del sumario y que, por tanto, su caso tendría que ser sobreseído. Hay un uso frecuente de la clave en la documentación conservada y son muchas las ocasiones en que un simple papel con la letra y el número en lápiz rojo decidió el destino de un detenido. El delegado de Queipo en Orden Público, Manuel Díaz Criado, al igual que su sucesor Santiago Garrigós Bernabeu, anotaron repetidamente X-2 en las carpetillas de los detenidos para llevarlos a la muerte. El auditor Bohórquez Vecina gustaba también de utilizar con frecuencia un lápiz azul para señalar ésta así como otras órdenes y observaciones muy diversas.
El 14 de noviembre de 1936 Queipo ordenó al auditor Bohórquez que abriera una información sobre la policía sevillana para determinar su comportamiento y deducir las responsabilidades que procedan. Actuó de instructor el teniente coronel de Caballería Enrique Fernández. Para entonces ya habían asesinado al jefe de la Brigada Social Emilio Sánz Bernuy. Una vez entregado el informe a Bohórquez se anotaron en él las conclusiones para cada uno de los que allí aparecían, administrándose, sin más, la «justicia» militar. Así, junto al texto referido al comisario Francisco Rico se anotó «Jubilación forzosa»; junto al del agente Gabriel González, «Sanción adecuada»; junto al del agente Manuel Zambrano, «Separación», etc. Al llegar al informe sobre José Cervantes Jimeno, trasladado desde Bilbao a Sevilla como persona de confianza del gobernador republicano Varela Rendueles, se indicó: «Si disparó contra el ejército X-2». Pero debieron enterarse de que no lo hizo, ya que se conformaron con separación y proceso, por lo que se le instruyó procedimiento sumarísimo y fue separado del cuerpo y condenado a doce años. Cuando llegó el turno al agente auxiliar Francisco Quintas se anotó en su informe «Separación y proceso cuando se encuentre», pero no debió parecer suficiente cuando se añadió con lápiz azul «X-2 cuando se le detenga»[36]. Mientras tanto la parodia del procedimiento seguía su curso, pero daba igual: las sentencias estaban ya decididas.
En dos informes sucesivos del 16 y 22 de agosto de 1936 el comandante Francisco Corrás, puesto al frente de las fuerzas de Seguridad y Asalto tras el asesinato por los fascistas de su jefe, el comandante José Loureiro Selles, realizó una información depuradora de ciento treinta y tres guardias y clases de Asalto. Si observamos los informes que hizo Corrás, varios de los guardias (Antonio Heredia Fernández, Manuel Torres Pardo, Arturo Ojeda Pinzón, José Rodríguez Gamboa, Emilio Vaquero Gil, Manuel Vázquez Silva) tienen en su margen izquierdo la clave que venimos comentando: X-2. Efectivamente, todos ellos fueron asesinados tras la elaboración del informe. Incluso algunos más lo serían más tarde y se vería confirmada su desaparición, caso de Benito Venegas Pizarro, con un escueto «Creo que ha muerto», escrito por el comandante Corrás. Solamente en el caso de Manuel Torres Pardo se utilizó el procedimiento de juicio sumarísimo[37].
Progresivamente la represión en la capital sevillana se fue concentrando en la Delegación de Orden Público, que ocupaba el edificio cedido por los jesuitas en la calle Jesús del Gran Poder, principal lugar de memoria de los crímenes cometidos en Sevilla. Y puesto que sus dependencias se llenaron muy pronto de detenidos, un cabaret próximo, el Variedades, fue utilizado como cárcel improvisada y aneja a la famosa checa azul del fascismo sevillano, lo que daba lugar a un continuo trasiego entre el cabaret y la comisaría. Solía haber allí entre doscientos y trescientos detenidos, siempre hacinados dadas las características del lugar. A finales de noviembre de 1936, cuando ya la gran matanza se había producido y la represión disminuía su intensidad, cerró el Variedades y los ciento noventa presos que se encontraban todavía allí fueron trasladados a la Prisión Provincial.
En un primer momento pensaron instruir juicios sumarísimos a todos los detenidos, pero la realidad es que, salvo algunos casos puntuales, este proceso no se puso en marcha hasta marzo de 1937. A mediados de diciembre de 1936 fueron juzgados en consejo de guerra y asesinados un guardia civil de Aznalcóllar y un brigada del ejército, y en enero de 1937 correrían la misma suerte siete dirigentes del centro obrero socialista de Almensilla, y cuatro vecinos de Lora de Estepa, todos ellos asesinados entre el 23 de enero y el 12 de febrero. A éstos se añadirían dos casos más de militares a finales de este mes. Estos quince fueron los únicos ejecutados por sentencia de consejo de guerra en ese período, mientras que en esas mismas fechas desaparecían cuatrocientos treinta y nueve personas sin juicio alguno sino simplemente siguiendo las instrucciones del delegado de Orden Público con su clave X-2. La mayoría de ellos salió para la muerte directamente desde la Prisión Provincial[38].
Cuando empezaron a instruirse los procedimientos sumarísimos el delegado de Orden Público remitió a la Auditoría los expedientes policiales de numerosos detenidos. Esta documentación se envió sin ni siquiera conservar copia de la misma, desentendiéndose por completo de los detenidos una vez que quedaron a disposición de los jueces instructores. Sin embargo, las carpetillas policiales contenidas en muchos de estos juicios sumarísimos nos indican el destino que Díaz Criado ordenó para cada uno de ellos. Es más, el análisis de estas carpetillas nos ha permitido saber cómo era la documentación policial abierta para cada uno de los que caían en poder de los golpistas desde el primer momento del golpe militar, con sistema de numeración propio y donde aparecían desde datos como domicilio, profesión, filiación completa y fecha y autor de la detención hasta las denuncias escritas de los delatores, los informes de los interrogatorios y registros, autoridad a cuya disposición queda… y, por supuesto, la conclusión establecida por el delegado: «X-2», «campo de concentración», «arresto 18 meses», «sumarísimo», etc. Ya con Garrigós al frente de Orden Público, una vez en marcha la maquinaria judicial militar, no hay duda de que el criterio del delegado fue siempre confirmado por las sentencias de los consejos de guerra, especialmente cuando lo que recomendaba era X-2[39].
Las listas elaboradas por el delegado de Orden Público eran remitidas a los mandos de la División y a la brigadilla de ejecuciones de Falange, dirigida por el maestro de obras Pablo Fernández Gómez y cuya tarea consistió en asesinar a quienes se le indicaban hasta que en septiembre del 36 fue sustituida por piquetes de regulares. Sabemos también que estos listados se denominaban «listas X-2» y que contaban con un registro especial para su control. Gracias a este procedimiento se tuvo en todo momento un conocimiento exacto de todo el proceso represivo, desde las detenciones y los traslados hasta las ejecuciones finales. Nada escapó al control de los mandos sublevados. Como era previsible, la documentación relativa a la mecánica represiva no está disponible para la investigación. Sin embargo, los represores no pudieron evitar que ciertos documentos hayan aparecido en algunos procedimientos o en carpetillas de archivos sin inventariar. En realidad fue tanta la documentación generada por la matanza que, a pesar del empeño puesto en ello, fue imposible ocultarla o destruirla en su totalidad. Veamos un caso.
En 1937, en pleno desarrollo de los sumarísimos, se retomaron para los procedimientos ciertos informes, atestados, partes, etc., realizados con anterioridad sobre los detenidos. Por ejemplo, la causa 1739/37 fue abierta contra tres jóvenes socialistas vecinos de Bormujos: Domingo Daza, Javier Librero y Juan Moreno, de 17,23 y 20 años respectivamente. Por los informes contenidos en el sumario sabemos que en Bormujos no hubo ningún tipo de incidente, que la Guardia Civil recogió «una docena de escopetas de caza y media docena de pistolas casi todas viejas e inservibles» de las que nadie había hecho uso y que, para detener a la gente, fue suficiente con mandarles un aviso a su casa para que se presentaran. Los tres jóvenes fueron detenidos el 25 y 26 de julio y puestos en libertad por orden del gobernador civil, «toda vez que no ofrecen sospecha alguna». Pero unos días después fueron llamados nuevamente y enviados a Sevilla.
Sin embargo, cuando se inició el procedimiento sumarísimo los jóvenes no aparecían, por lo que el instructor se dirigió al delegado de Orden Público para saber de ellos, contestándole éste el 11 de septiembre de 1937 que «a los tres jóvenes les fue aplicado el Bando de Guerra el 12 de agosto de 1936». La causa fue sobreseída diez días más tarde, el 21 de septiembre. Como estos casos de desaparición de los procesados en plena instrucción de la causa fueron frecuentes, cabe decir que hasta este momento todo iba según lo habitual. Pero en esta ocasión ocurrió algo: alguien olvidó una nota en la carpetilla correspondiente a la causa, carpetilla esta que se archivaba al margen del sumarísimo. En la nota, en cuya cabecera figura «Registro Especial», se leía:
Ingresados los detenidos en el Depósito Municipal en unión de algún otro del mismo pueblo, fueron puestos en libertad por orden del gobernador civil de la provincia; detenidos nuevamente después de prestar declaración ante el juzgado, e ingresados en la comisaría de Jáuregui con fecha 11 de agosto, aparece el Javier Librero Moreno en la relación X-2 correspondiente al 12 de agosto. Es de hacer notar que según se desprende de auto en Bormujos no ocurrieron incidentes. La causa está muy mal instruida[40]…
Dentro de la carpetilla de la causa se encuentra también la copia de la nota dirigida por el auditor al juez instructor para que se dirigiera a la Delegación de Orden Público «al objeto de que acredite en la misma de una manera fehaciente el paradero actual, situación del encartado». La razón es simple: el auditor Bohórquez, aunque sabía perfectamente si a algún procesado o detenido le había sido aplicado el bando de guerra, no se lo decía a los jueces instructores, obligando a éstos a dirigirse al delegado de Orden Público, para que así quedara acreditada su muerte y se produjera, por tanto, el sobreseimiento definitivo.
Tanto la cúpula golpista de la División como la Auditoría de Guerra tuvieron en todo momento información puntual de todo el proceso represivo. Hasta ahora no han aparecido los partes diarios de novedades que las comandancias militares de todos los pueblos enviaban a la División. Dichos partes daban cuenta de todos y cada uno de los detalles de la política represiva que se estaba realizando: detenciones, incautaciones, sanciones, asesinatos, etc. Nada escapó a la información recibida por la División. Solamente en alguna ocasión, y casi siempre por solicitud de algún juez instructor, aparece en los procedimientos copia de alguno de estos partes, por los cuales conocemos la importancia de su contenido y, por tanto, la razón por la que los represores los ocultaron.
Una vez que los partes llegaban a la División se abría una carpetilla individual a cada uno de los detenidos, indicando la procedencia de la información. Luego la carpetilla era archivada por orden alfabético y pasaba a engrosar el gran archivo del negociado de información. Toda información recibida posteriormente sobre tal o cual persona se añadía a la carpetilla correspondiente. Simultáneamente se abría una ficha con el nombre que iba al fichero general del negociado. En 1937 ocurrió algo interesante. La ubicación de la industria papelera en zona republicana tuvo como consecuencia la falta de papel en las regiones bajo control de los golpistas. El problema se procuró paliar adquiriendo material a través de Gibraltar y en Portugal pero, dadas las necesidades, muy pronto se tomaron medidas para aprovechar al máximo el papel existente y reciclar el dorso de muchos ya utilizados.
Y precisamente uno de los archivos donde se impuso el reciclaje fue el del negociado de información, con sus millares y millares de carpetillas. De forma que buena parte de ellas, las que se referían a personas cuya situación ya había sido resuelta, bien por «aplicación del bando de guerra», por movilización, por la instrucción de un procedimiento sumarísimo o por haber salido en libertad, teniendo en cuenta que para cualquier necesidad seguían contando con la ficha, fueron ahora reutilizadas por detrás. Un examen detenido de muchas de estas carpetillas apiladas sin catalogar en el archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla permite al investigador conocer el destino de muchas personas de las que no existe ninguna otra información de carácter documental y, sobre todo, nos confirma algo que ya sospechábamos pero que aún no habíamos podido demostrar: que los mandos golpistas disponían de un minucioso conocimiento de lo que ocurría desde el primer día del golpe en cualquier punto del territorio bajo su mando.
Las carpetillas tenían en su portada información del siguiente tipo:
Guerrero Pérez, Joaquín. Ver. Relación de detenidos (Oficio de la prisión de 28-7-36 de los que han pasado al buque-prisión).
Velázquez Silva, Francisco. Ver. Relación de detenidos en Cárcel en 9-10-36. Trasladado al buque prisión en 3-11-36.
Rodríguez Ojeda, Antonio. Ver. Telegrama de la Prisión de Carmona en relaciones detenidos.
Gómez Santos, José Luis. Ver. Traslado a disposición Delegado Orden Público. X-2.
Gilabert Bernal, Manuel. Ver. Relación detenidos recibida 21-7-36[41].
Por ellas conocemos la información que recibían de todos los pueblos: desde las detenciones que se producían hasta los presos que se encontraban en cada una de las prisiones de partido, cárceles o depósitos municipales. La primera fecha de referencia en relación con detenidos a consecuencia del golpe que hemos encontrado es del 19 de julio de 1936, es decir, el primer día después del golpe. En numerosas carpetillas al final de la línea informativa aparece el consabido X-2.
En definitiva, la profusa utilización que hicieron de la mencionada clave hizo que ésta apareciera continua y repetidamente en numerosa documentación judicial militar. En muchas ocasiones los instructores, cuando buscaban en las prisiones a los procesados para tomarles declaración indagatoria, se enteraban allí mismo de su desaparición. En tales casos vemos anotadas al margen la clave y la fecha de la ejecución en los propios folios con sus primeras declaraciones. Por ejemplo, el 11 de enero de 1937, con motivo del procedimiento sumarísimo que se instruía al joven fundidor sevillano José Villapó López, asesinado por sentencia el 24 de junio de 1937, el instructor tomó una primera declaración, entre otros, a José Rodríguez Tomé, Manuel Hernández Vázquez, José Rodríguez Ruiz, José Hidalgo Becerra y José Delgado Blanca. Sólo unos días después todos habían desaparecido y junto a sus nombres, en el margen izquierdo de su declaración, se añadió «X-2 26.1.37», es decir, la fecha en que fueron asesinados «por aplicación del bando de guerra»[42]. Otras veces, como ocurrió en Valencina del Alcor, las declaraciones de los detenidos procesados ante el juez instructor eran cubiertas una tras otra con lápiz rojo, indicando: «aplicado Bando de Guerra». Así fueron asesinados diecisiete vecinos llevados a Sevilla. Unos días después, a petición de su auditor Bohórquez, el propio Queipo acordaba:
prestar mi conformidad al sobreseimiento definitivo de esta causa por lo que respecta a los procesados cuyo fallecimiento se ha acreditado oportunamente en autos[43]…
Con su firma ponía punto final a esta continua farsa procesal en la que los procesados eran asesinados antes de ser juzgados y donde la anotación de un X-2 o el «aplicado Bando de Guerra» era suficiente para que su fallecimiento quedara acreditado. Fue así como la cúpula del crimen organizado, constituida por Queipo, el auditor Bohórquez y sus delegados de Orden Público, iban dejando rastro documental de su actuación.
BRENES Y EL SARGENTO CUEVAS
En 1936 Brenes era un pueblo agrícola de la vega del Guadalquivir que contaba con algo más de cuatro mil habitantes. El sargento Francisco Cuevas Rodríguez llegó al pueblo en marzo de ese año procedente de Asturias donde, según sus palabras, había participado activamente en la represión de los sucesos de 1934[44].
En el pueblo dejaría muy pronto constancia de su forma de ser y proceder. El primero de mayo de 1936 se organizó una masiva manifestación donde participaron centenares de hombres y mujeres, que gritaron todo tipo de consignas y lemas reivindicativos dentro del marco que la libertad de expresión permitía. Pero, como ocurrió con excesiva frecuencia en tantos pueblos, la Guardia Civil no estaba por tolerar estas manifestaciones, así que, sirviéndose de cualquier pretexto, cargaba sin miramientos de ningún tipo contra ellas. Y así ocurrió en Brenes. Dejemos que sea el propio sargento Cuevas quien lo cuente:
… actué con toda energía contra los marxistas como se demuestra por el hecho de que en los primeros días de mayo del año mil novecientos treinta y seis disolví a tiros una multitud que daba mueras a la Guardia Civil causándole más de treinta bajas[45].
La brutal actitud del guardia civil provocaría una airada contestación popular que, como solía ocurrir, terminó dirigiéndose hacia la iglesia, símbolo por esencia del poder de la derecha, y hacia la quema de imágenes. Desde aquel día todos supieron lo que cabía esperar del nuevo comandante de puesto. Cuando se produjo el golpe militar, al que por supuesto se sumó de inmediato, se hizo con el control del pueblo el 26 de julio. Y será la propia Auditoría de Guerra la que, como ocurrió en la mayoría de los pueblos, nos informe de que Brenes «se vio libre de las hordas marxistas» y que «desde el 18 de julio hasta la liberación de este pueblo, no se cometieron atropellos dignos de resaltar»[46]. Cuando unos días después, el 30 de julio, llegó desde Sevilla la columna de Gutiérrez Pérez, Cuevas fue nombrado comandante militar y, por tanto, máxima autoridad de Brenes. Ésta fue sin duda la situación que ansiaba para poder desarrollar su concepto del orden público, lo cual hizo hasta que el 11 de junio de 1937 abandonó el pueblo por haber ascendido a brigada. Durante diez meses actuó a capricho sin encontrar oposición alguna, salvo en algún caso que no prosperó.
Enseguida dejó constancia de su estilo, especialmente con las mujeres. Varios años antes Cuevas, cuya esposa vivía con él en Brenes, había sido cabo comandante de Real de la Jara (Sevilla), donde tenía una amante llamada Francisca Álvarez Moya, conocida como «la Pura», con la que tenía dos hijos que Cuevas reconoció y con quien prosiguió su relación cuando fue destinado a Castilblanco de los Arroyos (Sevilla) antes de marchar para Asturias. La primera denuncia por «irregularidades», sobre la que hizo un informe el capitán Cervera, al que solían dedicar desde la División a estos menesteres, no trajo consecuencia negativa alguna para el sargento. Sin embargo, en enero de 1937, una nueva denuncia del industrial y miembro de la comisión gestora municipal José Gispert provocó que el teniente jefe de la Línea de la Guardia Civil de Alcalá del Río, Pedro Martínez Martínez, instruyera diligencias. La denuncia de Gispert obedecía, como se leía en el procedimiento, al acoso al que el guardia civil había sometido a la esposa de aquél. Fue ésta la razón por la que de unas relaciones que fueron bastante estrechas desde la llegada de Cuevas a Brenes, cuando el sargento intervino para vigilar y proteger la fábrica de escobas de Gispert con motivo de una huelga de sus trabajadores, pasaron a un abierto enfrentamiento.
En poco tiempo todas las personas de «orden» de Brenes parece que empezaron a tomar conciencia de quién era el sargento Cuevas, lo que no restó un ápice del buen concepto que en otros órdenes tenían de él y de lo agradecidos que le estaban. El sargento era sin duda un hombre de indiscutible energía y había realizado una limpieza efectiva de «rojos», aspecto éste en el que todos coincidían, por más que pensaran que aún quedaban algunos «sueltos» por las calles del pueblo. Cuando el teniente Martínez inició su tarea, todos, el presidente de la gestora Antonio Delgado Gutiérrez, el médico Antonio Romero Hernández, el exjefe de Falange José Amores Roldán, el cura Antonio Suárez Pastor, el maestro nacional y destacado falangista Demetrio Campos Ruiz, el secretario del juzgado Antonio Romero Romero, el secretario del Ayuntamiento Ramón Funes Sánchez y el teniente de alcalde Tadeo Muñoz Rodríguez, hablaron muy bien del sargento Cuevas y destacaron su «intachable» conducta, sin decir absolutamente nada de lo que todos, el pueblo y ellos, sabían perfectamente. Ninguno quería enemistarse con el guardia civil, al que además de admirar sin duda temían, y optaron por callar.
Solamente el industrial Gispert, el autor de la denuncia, puso la nota discrepante, aunque sin pasarse. Éste declaró que lo creía «más bien contrario a la Religión que favorable a ella» por la actitud que tuvo cuando se quemaron los santos el 2 de mayo de 1936, ya que pensaba que se pudo evitar. También contó que, estando con el guardia civil en un bar de Sevilla y aprovechando que él fue al servicio, aquél quiso registrarle el bolso a su mujer, amenazándola con que si no le daba dinero se vengaría de ellos; o que de las 16 000 pesetas que se recaudaron en Brenes para el ejército solamente se entregaron 8000. Como era frecuente en estos casos aprovechó para pedir más represión, razón por la que mencionó a un vecino llamado Francisco Muñoz, «concejal del Frente Popular, persona de ideas muy marxistas, que fue detenido por Falange, [y al que] le dejaron escapar, sabiendo dicha Clase la clase (sic) de sujeto de que se trataba», o dejando caer que
en la actualidad existe un orden completo, sin que se cometan acto alguno contra el actual régimen, pero sí puede decir que en esta población existen muchos individuos, que antes del actual movimiento se dedicaban a pintar la hoz y el martillo en las paredes de la Iglesia y calles de la Villa.
De paso añadió algo reciente que le había molestado bastante. El día de la patrona, la Virgen del Rosario, su mujer avisó al cura para que la procesión se detuviese ante su casa, donde estaría ella con el piano para cantarle una salve. El cura se lo comentó al sargento y éste al alcalde, quien dijo que no harían tal cosa, en correspondencia a la actitud del matrimonio Gispert, que no acudía a los actos religiosos donde estaba Falange. Por último, y como prueba de la moralidad del denunciado, dijo también al instructor que el sargento Cuevas tenía una amante en Real de la Jara, de la que tenía un hijo. El último en declarar fue el propio Cuevas, que sin problema alguno desmintió las acusaciones de Gispert y, además, se ufanó de que, como un caballero que era, no iba a comentar las licencias que la mujer del industrial se había tomado.
En definitiva, la instrucción del teniente Pedro Martínez quedó en nada, concluyendo que las acusaciones e informaciones de Gispert
son completamente pendenciosas (sic) y desprovistas de todo fundamento, porque en nada han podido probarse que sean constitutivas de falta o delito, siendo favorables todas las demás declaraciones al Sargento y que el precitado Sr. Gispert como represalia de la retirada de dicha Clase de sus amistades trata de perjudicarlo.
Y el asunto quedó en la Auditoría a la espera, posiblemente, de actuar contra el industrial Gispert. Por ahora no era más que una más de las usuales peleas y discusiones entre «fuerzas vivas» locales. Pero las cosas iban a cambiar. Cuando en junio de 1937 el brigada Cuevas, recién ascendido, abandonó el pueblo, el jefe de la Brigada Especial de la Guardia Civil, a instancias de la delegación de Orden Público de Sevilla, envió a uno de sus hombres al puesto de Brenes para que realizara una nueva investigación sobre Cuevas. Esta vez declaró el teniente de alcalde Tadeo Muñoz y se despachó a gusto.
Contó al instructor que en días posteriores al golpe el sargento Cuevas detuvo a varias jóvenes de izquierda del pueblo, entre ellas Encarnación Rodríguez Roldán, secretaria del sindicato de aceituneras de la fábrica Hija de Luciano López, de Brenes, y sus compañeras Dolores Molina Morón y Dolores Ocaña de la Cuadra, que fueron puestas en libertad a los pocos días y que eran llamadas constantemente por el sargento para que acudieran al cuartel de la Guardia Civil, «en donde las empleaba en la limpieza del mismo, fregando suelos y barriendo». Añadió que el sargento acudía a ciertas horas a la casa de una de ellas, con el consiguiente escándalo en el pueblo, y que estos rumores llegaron a oídos del propio Cuevas, quién reaccionó soltando «públicamente en términos jactanciosos, que a las citadas jóvenes las estaba “fusilando”, “poseyendo”, e incluso exhibía fotografías de alguna de ellas (fotografías que obligaba a dedicárselas)».
La declaración del teniente de alcalde continuaba así:
A los tres meses aproximadamente, las tres jóvenes fueron otra vez detenidas por el sargento e ingresadas en la cárcel, en donde desde la una de la madrugada de todas las noches hacía varias visitas y siempre mortificándolas diciéndoles que tenía el coche preparado para darles el «paseo», por cuyas circunstancias ellas se le abrazaban pidiéndole clemencia, que él aprovechaba para que se le rindieran, tocándolas entonces inmoralmente; las hacía promesas de que por ser tan guapas y si le favorecían con halagos cariñosos, haría lo posible por salvarlas; por otros idilios y ofrecimientos, llegaron ellas a tener la confianza de que se salvarían y hasta en el momento en que fueron conducidas a Sevilla (donde han sido fusiladas) lo hicieron con alegría ya que, según el sargento les prometía, dentro de pocos meses estarían ya en el pueblo libres.
Tadeo Muñoz también añadió que en las mismas fechas que las anteriores también fueron detenidas las hermanas Asunción y Vicenta Sánchez Jiménez, quienes una vez puestas en libertad se trasladaron a Lora del Río. Pero en enero del 37 fueron nuevamente detenidas y trasladadas a la cárcel de Brenes. De estos hechos el sargento daba cuenta en el casino en los siguientes términos:
… que iba a proceder a la detención de las referidas mujeres, las que fusilaría de noche en la puerta del domicilio del vecino José Gispert, para que por la mañana se encontrara dicho Señor con aquel «paquete».
Sin embargo, las hermanas Sánchez Jiménez no fueron asesinadas y, según el denunciante, el sargento se comportó en la cárcel con ellas igual que con las otras detenidas, hasta que las liberó y pudieron volver a Lora del Río. Una de ellas, Asunción, era viuda de Juan Cervera, destacado izquierdista de Brenes asesinado el 14 de agosto de 1936[47]. Cuevas se convirtió en el padrino del hijo sin bautizar de ambos, que tenía tres años, lo que según el teniente de alcalde provocó un cierto escándalo entre las personas de orden, pues se consideraba
a las tres mujeres anteriormente referidas (fusiladas en Sevilla) como discípulas extremistas de estas dos, puesto que anterior a las citadas tres jóvenes fueron las primeras propagandistas en ésta del comunismo, pues únicamente en casa de la Asunción fue donde se reunían clandestinamente y la mencionada era la que daba mítines llevando siempre la voz cantante entre todas las afines…
Y siguió diciendo que era ella la que llevaba la bandera en las manifestaciones, daba «mueras» al pasar por la iglesia, alentaba a los hombres a quemar los santos, etc. De modo que, como solía pasar en estos casos, lo que empezó por denuncia del sargento se estaba convirtiendo en la petición de más sangre. Porque en ningún momento se discutía la muerte de rojos y rojas. Nadie ponía en entredicho eso, sino el escándalo que ciertos caprichos del sargento provocaban en la podrida moral de la buena gente de Brenes. Estaba bien asesinar a los rojos, pero, eso sí, guardando las formas. Nadie abría la boca sobre las decenas de hombres que el sargento mandó a la muerte en base a los informes de las fuerzas «vivas» locales, ya que esos asesinatos se realizaron con toda normalidad, o sea, enviando a unos a Sevilla, donde la brigadilla de ejecuciones de Falange, cumpliendo órdenes del delegado de Orden Público, cumplía su cometido tan eficaz como ocultamente, y asesinando a otros veinticinco en Brenes y en sus alrededores en varias sacas sucesivas realizadas de madrugada[48].
Finalmente Tadeo Muñoz denunció diversas irregularidades relacionadas con las suscripciones realizadas en el pueblo. Y por si su testimonio resultaba insuficiente advirtió que el jefe local de Falange, Antonio Romero Romero, el gestor municipal Antonio Aguilar Maldonado, el propietario Manuel Gómez Velázquez y el comerciante Antonio Martínez Durán estaban dispuestos a confirmar sus denuncias, lo que efectivamente ocurrió poco después. Incluso se incorporó a las diligencias un anónimo escrito a mano en el que se informaba del comportamiento del sargento Cuevas en tres apartados: la «aplicación de la justicia», las «inmoralidades pecuniarias» y las «deshonestidades».
Poco después se supo que el anónimo denunciante, que enumeró todo aquello que, según él, había escapado a la justicia, no era otro que el cura Antonio Suárez Pastor, a quien poco le había preocupado la justicia a la hora de dar su opinión a Cuevas sobre los «rojos» del pueblo. De hecho, sus informes, junto con los del presidente de la gestora, el jefe de Falange y el jefe de las milicias, fueron determinantes para dilucidar el destino de los detenidos que el sargento Cuevas enviaba a la Secretaría de Justicia de la División.
En el pueblo no sólo se sabía lo que había ocurrido sino que había testigos de casi todo, incluso de la violación de Encarnación Rodríguez en su casa, ya que se encontraban allí su madre, su hermana y el marido de ésta, a los que el sargento Cuevas no dudó en decirles al marcharse «que se abstuvieran de denunciar el hecho, porque haría uso de la pistola». Sin embargo lo que nunca se cuestionaba eran los asesinatos.
Según una de las informaciones recogidas por la Brigada Especial de la Guardia Civil encargada del caso el sargento Cuevas, en unión del entonces jefe de Falange José Amores y otros falangistas de Brenes, estuvo en Real de la Jara dando batidas y era responsable de diversos atropellos, saqueos y actos deshonestos con mujeres. Sin duda se autorizaría al sargento a desplazarse hasta allí el 25 de agosto de 1936 por su larga experiencia en aquel pueblo. Esto motivó que el instructor se trasladara a la citada localidad para ampliar la investigación.
Y fue Esmeraldo Moreno Martín, guardia municipal y falangista, el que dio al guardia todo tipo de detalles acerca de las andanzas de Cuevas por Real de la Jara junto a su amigo José Amador. Todo indicaba que, mientras estuvo allí, se preocupó más de las relaciones que mantenía con la joven Amadora Cañas, sobrina de su amante Francisca la Pura, que de las batidas. Ambas mujeres se trasladarían más tarde a San Jerónimo, en Sevilla. Moreno relató cómo los falangistas de Brenes saquearon el cortijo El Alcornoque, aunque «está sumamente comprobado que [el dueño] es persona honrada y muy adicta a la gloriosa causa nacional». Dijo también el guardia municipal que:
La actuación en ésta del sargento Cuevas como Comandante Militar no fue eficaz, pues lo prueba el hecho de que al cesar como tal Comandante, fueron detenidos y conducidos a Sevilla más de treinta individuos de ésta y casi todos han sido fusilados, muchos de éstos y otros que actualmente están en ésta, llevaban regalos de pollos, otras cosas e inclusive hubo quien la diera un vestido a la querida del citado Sargento, Francisca (a) la Pura, que en aquel tiempo residía en ésta[49].
Detallaba varios de estos regalos: un cerdo, un borrego, una cadenita de oro…, con los que algunos obtuvieron cierta condescendencia para con sus familiares izquierdistas. Según el municipal, Francisca (a) la Pura dominaba al sargento Cuevas. Así, por ejemplo, un cuñado de ella, destacado dirigente izquierdista, no fue molestado hasta que Cuevas se marchó, momento en que fue detenido, trasladado a Sevilla y asesinado. Aunque podrían darse más casos semejantes nos detendremos en un hecho confirmado por varios testigos.
En los últimos días de agosto de 1936 unos falangistas de Real de la Jara detuvieron en las cercanías del río Viar a una mujer de Cazalla de la Sierra conocida por «la Trunfa»[50] y la entregaron al sargento Cuevas en el cortijo La Santa. Allí se hicieron cargo de ella el propio sargento y los falangistas de Brenes José Amores Roldán, jefe local, y Manuel Palau Durán, Gomita. Entonces,
simultáneamente, los tres le dieron una paliza y sin dejar de maltratarla, la introdujeron en un cuarto del citado cortijo, en donde la intimidaron a tenderse en el suelo, obligándola a remangarse y exhibió sus partes genitales; hecho esto, el sargento esgrimiendo unas tijeras las ofreció al falangista Joaquín Barragán Díaz para que pelara con ellas el vello de las partes genitales de la detenida, a lo que éste se negó, entonces el sargento malhumorado ordenó lo antes dicho al guardia civil Cristóbal del Río del puesto de Real de la Jara, éste obedeció y efectuándolo con repugnancia no pudo terminar, entregando la tijera al jefe de Falange de Brenes que terminó la operación, así como entre éste y el sargento terminaron pelándole la cabeza.
… que desde allí la trajeron conducida hasta el pueblo, de donde fue conducida después al Ronquillo y en ésta fusilada a los pocos días[51].
Otras declaraciones precisaron aún más la forma en que recibieron a la Trunfa en el cortijo: mientras el sargento la azotaba con una correa, los falangistas le daban puntapiés.
Finalmente el 24 de julio de 1937 el guardia de la Brigada Especial dio por concluido su informe y lo remitió a la Auditoría de Guerra, donde el 9 de agosto se decidió su pase a causa y el nombramiento de juez instructor. Las declaraciones ratificaron los hechos sin gran dificultad. Testificaron los guardias civiles, los falangistas, las hermanas Sánchez Jiménez, etc. Cuando le llegó el turno al sargento Cuevas negó no sólo todo lo relacionado con las mujeres de Brenes o el episodio con la Trunfa en Real de la Jara sino también las irregularidades administrativas que se le atribuían con las suscripciones tanto a él como al presidente de la Gestora Antonio Delgado. Cuando se refirió a la Trunfa le dijo al juez que
tampoco se realizó nada anormal delante del declarante, pues no lo hubiera tolerado, y como la detenida le manifestara que ella había servido de espía llevándole la comida y las noticias a los fugitivos así como una hermana y un cuñado de la misma llamado Patas Gordas, le fue aplicado por la fuerza el Bando de Guerra.
MATAR GUARDANDO LAS FORMAS
Para el guardia civil Cuevas el hecho de poner fin a una vida no suponía ninguna quiebra de ningún principio moral o ético. Simplemente se trataba de una roja que debía ser eliminada, lo cual entraba dentro de sus atribuciones como comandante militar. Sin embargo, como solía ser habitual en este tipo de sujetos, negó que la mujer hubiese sido sometida a los abusos que los testigos habían declarado. Podía admitir sin problema alguno haber dado órdenes para acabar con cualquiera, pero negaba por completo los excesos que desvelaban lo que se ocultaba tras el uniforme. En el fondo, tanto Cuevas como los otros casos que conocemos de militares, guardias civiles y falangistas involucrados en este tipo de historias sabían por experiencia que las derechas antirrepublicanas siempre harían la vista gorda con lo segundo si cumplían bien lo primero.
El instructor dedicó mucho tiempo a cuadrar las cuentas de las suscripciones y pudo comprobar que las cantidades entregadas por muchos vecinos habían llegado menguadas a su destino. Así, poco a poco, se llegó a la celebración del consejo de guerra. A pesar de toda la información reunida sobre el sargento Cuevas, su defensor, el abogado Isidoro Valverde Meana, pedía la absolución, y el fiscal, el también abogado Francisco Fernández Fernández, solicitó dos meses y un día de arresto y 500 pesetas de multa más un período de inhabilitación. Sin embargo, el consejo de guerra entendió que el daño a la imagen del Cuerpo que había causado el sargento Cuevas merecía una condena superior por auxilio a la rebelión militar, ya que
su comportamiento privado y más concretamente en relación con las desgraciadas infelices presas, aunque fueran rojas, que caían en sus manos, no era el que mejor encuadraba al que en aquellos momentos ostentaba la representación máxima de la autoridad y del Nuevo Estado que se estaba formando…
Por lo que
no es digno de vestir el honroso uniforme que hasta ahora ha usado, por cuanto el Jefe de una Fuerza Militar no puede, por prestigio del cargo que desempeña, tener esas camaraderías con desgraciadas presas que iban a responder de su gravísima actuación en el movimiento revolucionario … por lo que el Tribunal procediendo con recto espíritu de justicia lo encuadra lógicamente como autor voluntario de un delito de Auxilio a la Rebelión[52].
El consejo de guerra entendía, y así lo expresaba en la sentencia, que con esa actitud se «daban argumentos a los enemigos y también se desmoralizaba a los seguidores del Régimen», lo que justificaba veinte años de prisión. Por supuesto el ponente de la sentencia, el magistrado y entusiasta colaboracionista Joaquín Pérez Romero, no dedicó ni una sola palabra a los crímenes del sargento Cuevas. La sentencia fue recibida en Brenes por las «personas de orden» como el reflejo del auténtico espíritu del nuevo régimen. La moral y las formas habían quedado a salvo; los cuarenta y cinco vecinos asesinados eran cosas de «la guerra». Lo que parecía pedirse a los asesinos como Cuevas era que, hiciesen lo que hiciesen, tuviesen cuidado y no diesen lugar a denuncia alguna, ya que todos eran conscientes de que en cuanto se abría una investigación de este tipo la podredumbre que inevitablemente salía, que no era sino la esencia del «18 de julio», salpicaba en todas direcciones emporcando a todos los representantes del Nuevo Estado. En realidad raro fue el pueblo donde no hubo un sargento Cuevas, si bien sólo un número reducido de ellos se vio involucrado en investigaciones que sacasen a la luz algo del submundo sobre el que se estaba edificando la Nueva España. Lo que castigaba realmente la sentencia era su torpeza: el franquismo amparaba a todo tipo de militares y paramilitares asesinos, ladrones y violadores con dos condiciones: que no se saltasen la cadena de mando y que no provocasen situaciones en que sus prácticas y procedimientos saliesen a relucir.
ARBITRARIEDAD DE LA JUSTICIA MILITAR
El caso de Brenes muestra bien la actitud de las instancias de poder franquistas ante este tipo de hechos. Así, siempre se procuró controlar que actos como violaciones o mutilaciones llegaran al conocimiento de la gente e incluso se supiesen en zona republicana. La barbarie del alférez Justo López clavando machetes en los ojos de los detenidos antes de ser fusilados o de falangistas llevándose orejas de fusilados como recuerdos para colocarlas en alcohol, no fueron solamente brutalidades probadas y reconocidas, sino noticias publicadas en la prensa republicana con todo detalle, lo que llevaría a los sublevados a abrir un procedimiento que investigara cómo se habían enterado de lo que estaba ocurriendo[53].
También hubo casos, y conviene mostrarlos, en que algún comandante militar no quiso tolerar excesos de este tipo en las fuerzas a sus órdenes y ordenó instruir procedimiento a sus autores. Esto tuvo lugar en la pequeña aldea de El Remolino, cerca de Lucena de Córdoba, donde el guardia civil Rodrigo Salas Bote y el falangista Pedro Doncel Quintana mutilaron a un fusilado. Juzgados en consejo de guerra fueron condenados a muerte, aunque el auditor Bohórquez, como ya había hecho en más de una ocasión, ordenó una nueva instrucción del caso para averiguar los «antecedentes» del rojo mutilado. Entonces consiguió desviar el asunto convenientemente —la víctima había colocado una bandera roja en el balcón del Ayuntamiento— y Salas y Doncel fueron absueltos[54].
Pero, sin duda, donde los golpistas se emplearon a fondo fue en que nadie, absolutamente nadie, se saliera de la jerarquía militar y actuase por su cuenta. Bajo el mando todo estaba justificado; fuera de él, nada. Este principio castrense se manifestó en numerosas ocasiones con aquellos, normalmente falangistas y derechistas en general que, por cuenta propia, efectuaron actuaciones que hubieran requerido la autorización del comandante militar de la localidad. Los archivos judiciales militares recogen numerosas actuaciones de este tipo que, a su vez, desmienten esas visiones del golpe a base de «incontrolados» o de «paseos» —concepto que no deja de aplicarse erróneamente a la zona donde se impusieron los sublevados—, o el desmesurado papel asignado a Falange en la represión, olvidando que, efectivamente, en los primeros meses ese papel fue muy importante en cuanto a información, batidas, detenciones, asaltos y saqueos, interrogatorios, palizas y torturas y, cómo no, en las brigadillas de la muerte, pero, eso sí, siempre acatando las órdenes del comandante militar y del pequeño y selecto comité que en cada localidad decidía sobre la vida y la muerte de los vecinos.
Porque, aunque las siguieran de buen grado y con entusiasmo, no puede olvidarse quiénes eran los auténticos organizadores de la represión: los militares sublevados. Como tampoco puede olvidarse que éstos estaban al servicio de la oligarquía, de la que a su vez formaban parte. Un buen ejemplo de esto lo constituye el fusilamiento de Pablo Fernández Gómez, jefe de la brigadilla de ejecuciones de Falange en Sevilla, al que no le bastó haber llevado a cabo ochocientas una ejecuciones ordenadas por el delegado militar de Orden Público, sino que mató a dos personas más por su cuenta y a otra, el ventero Pío Chaves, por encargo. Y fueron precisamente estos tres asesinatos, realizados fuera de la jerarquía del mando, los que lo llevarían a la muerte años después cuando ya estos tipos de individuos, tan útiles al principio, no eran sino desagradable recuerdo del terror azul[55].
En realidad, una cosa fue el procesamiento de aquellos que habían actuado al margen de la disciplina jerárquica y otra muy diferente las sanciones que se impusieron, terreno este donde factores diversos como el sentido político, la oportunidad o la conveniencia determinaron en cada momento o caso, al margen de cualquier coherencia, la sanción que correspondía. Cuando el falangista Antonio Cid Gil, empleado de limpieza del Ayuntamiento de Sevilla, asesinó a tiros a Águeda Martínez Bernabé el 28 de febrero de 1937 la condena fue de doce años. Un mes después, en Semana Santa, su camarada Manuel Sobrado Muñoz, limpiabotas de Triana, después de acompañar el paso de la Esperanza, se fue a su casa, cogió el fusil para así no pagar en el tranvía y se dirigió al centro y allí, en la puerta del cine Coliseo, se encontró a otro limpiabotas, José López Aguilar, al que mató. Luego dijo al juez instructor «que está satisfecho de lo que ha hecho sin estar arrepentido de los hechos realizados» y, además, añadió que con los «rojos», «que son unos huesos, haría lo mismo, o sea, matarlos», dejando bien claro que, al contrario de lo que dijeron los policías que lo detuvieron para que le sirviera de atenuante, no iba bebido. Sobrado fue condenado a diecisiete años y cuatro meses de prisión.
Otro falangista de los primeros momentos, Antonio de los Santos Ávila, mató a tiros a Francisco Fatuarte Castaño. Este, falangista de Triana, era conocido como el «Nerón de Triana» por el trato que dio a los detenidos en los primeros meses posteriores al golpe. Era tal su fama que poco después fue separado de la brigadilla de investigación por «razones de prestigio» y colocado en los Sindicatos del régimen. Fatuarte había maltratado a la mujer y al suegro, prima y tío de De los Santos, y éste, que vivía con ellos, le disparó después de un forcejeo. Fue absuelto[56].
Todos estos casos de matones con camisa azul crearon en muy poco tiempo un auténtico clima de terror, actuando además, como actuaban, a las órdenes y al amparo del poder militar. De hecho, en los primeros momentos del golpe, un número importante de gente del hampa sevillana ingresó en las milicias derechistas y fue utilizada como avanzadilla del terror a medida que los pueblos iban siendo ocupados. Este fenómeno ocurrió también en otras provincias del suroeste, caso por ejemplo de los «Leones de Rota» en Cádiz[57]. El mismo Cuesta Monereo, cerebro del golpe en el sur y jefe del Estado Mayor de Queipo, recordaba como en los «Paja», como eran conocidos los voluntarios de la policía montada que al frente de Alfredo Erquicia empezó a actuar en Peñaflor (Sevilla), había personas de «renombre y abolengo» y rateros de Amate[58]. Cuando Manuel Peregrina Pastor (a) el Chato, detenido en veinticinco ocasiones por estafa, robos y hurtos, lesiones, etc., y activo falangista camisa vieja, fue interrogado por un juez militar no tuvo reparo en decir, para que no hubiera lugar a dudas,
que pertenecía desde el año 1934 a Falange Española, siendo de acción pistolero por dicho partido[59].
Estos individuos fueron claves en el desarrollo de la política represiva que los militares sublevados pusieron en práctica. Fueron elementos necesarios y piezas fundamentales del fascismo cotidiano, imprescindibles para extender el terror y que de ese modo el miedo paralizara a la mayor parte de la población que, como era bien sabido, no apoyaba el golpe ni el proyecto involucionista. Ya decía Raimundo Fernández Cuesta en la Universidad de Sevilla, con motivo de una velada necrológica del SEU, que el falangista estaba
dispuesto a demostrar que además de la dialéctica aristotélica conocía la dialéctica de las pistolas[60].
Además, tal como la situación exigía, no se recataban en manifestar pública y continuamente su rencor frente a sus adversarios políticos. «¡Y que mi amor se te haga odio! ¡Odio infinito! ¡Odio!», vociferaba el fascista Giménez Caballero cuando todo llamaba a la muerte[61].
Por otra parte, el desmesurado poder que el Nuevo Orden otorgó a los jefecillos locales de Falange en los primeros momentos llevó en algunos casos a que, sin tener muy en cuenta las órdenes de los comandantes militares, se decidieran a actuar por su cuenta cometiendo todo tipo de tropelías y crímenes. Ya vimos en el caso de Brenes la importancia de las formas, pero ahora conviene mostrar cómo a la hora de matar era preferible acatar las órdenes de la autoridad militar y dejar de lado las propias iniciativas.
CASTILBLANCO BAJO FALANGE
Castilblanco de los Arroyos era una localidad sevillana con unos cuatro mil habitantes en 1936 y situada a 30 kilómetros de capital. Nada reseñable había ocurrido durante los «días rojos», que transcurrieron entre el 18 de julio y el 3 de agosto, en que el pueblo fue ocupado. La propia Auditoría de Guerra, en su exhaustivo informe sobre los hechos imputados a los izquierdistas, sólo pudo destacar que «los marxistas desarmaron a los elementos de orden» y que robaron cabezas de ganado en varias fincas con las que se alimentó al pueblo. También se les atribuyó, sin pruebas, el incendio de once fanegas de cereal. Ninguna persona sufrió daño alguno[62].
Pero fue gracias a una denuncia hecha en el pueblo contra el médico Abelardo Domínguez Álamo, movilizado en Santa Olalla (Toledo) con los sublevados, como se inició un procedimiento que iba a destapar el sistema de terror impuesto en Castilblanco por el jefe local de Falange, Fernando Escribano Escribano, y sus secuaces[63].
El médico fue detenido porque, según la denuncia, en su domicilio habían encontrado, además de dinero (1500 pesetas), objetos procedentes de saqueo de los pueblos de El Pedroso, Cazalla y Constantina. El instructor de las diligencias recogió la opinión del comandante militar de Castilblanco, Ernesto Canet, el cual poseía informes del juez municipal y del cura párroco que definían al médico como partidario de los partidos de izquierda durante el Frente Popular. La mujer del médico, Dolores Raigada, dijo al instructor que la denuncia la había puesto el jefe de Falange Fernando Escribano, el mismo que había ordenado registrar su casa el día 3 de septiembre de 1936. En el registro intervinieron dos destacados falangistas locales: José Jesús Escribano, hermano del anterior, y José Santamaría, primo de ambos, quienes le exigieron que entregara todo el dinero del marido o, en caso contrario, lo fusilarían. La mujer confesó al instructor que la razón de la denuncia no era otra que el rencor que Fernando Escribano albergaba desde que, tiempo atrás, lo rechazó como pretendiente.
También prestó declaración el médico, quien mantuvo que el dinero era suyo y no producto de saqueo alguno, y que los objetos encontrados no eran sino regalos de legionarios y regulares por los servicios que él les había prestado en Constantina. O sea que, aunque no lo dijera, se venía a reconocer que eran producto de la razia y saqueo realizados por las tropas africanas en aquel pueblo.
Pero en ese momento la instrucción tomó un giro inesperado con la declaración del oficial del Ayuntamiento Manuel Lazo Moya. Contó al instructor que Fernando Escribano había asesinado en 1933 a su tío José Luis Zambrano por un problema de herencias[64]. Luego refirió cómo, siendo ya jefe de Falange, mató al vecino de Castilblanco Justo Sánchez, conocido como «el Salamanquino», cuando éste, después de haber sido detenido y tras abandonar el pueblo, volvió desde Llerena junto con su hija para recoger los muebles de su casa, intervenidos por Fernando Escribano. He aquí parte de la declaración de Lazo Moya:
… estaba dando las gracias [Justo Sánchez] a la familia del alguacil por su comportamiento durante el tiempo que fue detenido, se presentó el citado Escribano y ordenó al guardia municipal Antonio Ortega que llamara al individuo que se encontraba en la tercera nave del Ayuntamiento y al presentarse en la portería o portón, la emprendió a palos contra dicho señor, interviniendo una hija que le acompañaba y al ponerse ésta en el centro de ambos, la amenazó con matarla, la cual salió corriendo y al intentar tirarle un pistoletazo, el padre (como tal) se abrazó por la espalda al Fernando Escribano y evitó que fuese asesinada su hija teniéndolo cogido imploraba clemencia, para que le quitaran la pistola al Escribano que lo iba a matar y al desprenderse (hombre anciano ya) corrió a entrar nuevamente en el zaguán del Ayuntamiento, en donde le disparó dos tiros, hiriéndolo con el segundo en el pecho y su hermano Jesús Escribano otro, corriendo hasta la tercera nave en donde se metió en una habitación que posee el Alguacil, que con los brazos en alto y apoyado sobre la habitación le imploraba no lo rematase y para evitar pudiese además matar a todos sus familiares que se encontraban en dicha habitación con el herido, cosa que no respetó, dándole dentro de dicha habitación seis tiros, cuyos impactos se pueden comprobar.
A la desgraciada Eloísa Domínguez Fernández, que no intervino en nada y sí solo que le reclamó (un año antes) unos jornales, la llamó y le quitó una niña o niño de tres a cuatro meses de los pechos que se encontraba mamando y se la llevó [y] la fusiló en el sitio llamado Barranco-Hondo, en donde existen más de seis fusilados por el individuo mencionado. [El marido de Eloisa estaba enfermo. El matrimonio tenían tres hijos, el mayor de 8 años y el más pequeño de unos cuatro meses].
A Josefa Barragán Almorín, soltera, de 25 años, le ofendió gravemente y ésta lo denunció a la Alcaldía dos meses antes del actual movimiento asistiendo el Escribano y no perdonó a la interfecta y tan pronto se consideró con unas facultades de matar a cualquiera persona, ordenó la búsqueda y captura de ella; prendieron a un individuo llamado González Maset [su apellido correcto es Moreno Maset], que vive en el Barrio Escardier, n.º 2 y al decir que estaba dicha muchacha amparada en su choza en El Serrano (término de Guillena) y estando éste detenido por otras cuestiones, lo puso en libertad por el solo hecho de la delación, y una vez capturada la mató a esta desgraciada sin la menor piedad.
Que el anciano D. Rafael Hernández Álvarez quiso exigirle no se que cosa de su propiedad y con 84 años al ser golpeado con una porra de hierro, este le quitó las gafas y de soberbia le golpeó furiosamente en los ojos, en la cara, dejándolo mal parado, estando todavía en cama, así hizo [también] con Don Carlos Hernández Bravo.
Debido a la orden del Excmo. Sr. General de la 2.ª División, en la cual se ordenaba que todos los que se presentasen en las poblaciones no teniendo cargos graves, serían indultados, se presentó un individuo casado con una llamada Feliciana Pelayo Nevado, el cual [Escribano] la emprendió a palos con él cayéndolo y al incorporarse y decir que porque le pegaba, sacó la pistola y le disparó tres tiros matándolo en plena calle y 8 de la mañana ante niños y mujeres, las cuales horrorizadas salieron corriendo y sufriendo accidentes debido a la impresión. (Transcripción literal).
Visto el cariz que tomaba la instrucción se decidió su pase a procedimiento y el nombramiento del capitán Ángel Calvo Hernández como juez. Las declaraciones se sucedieron con rapidez. El cabo José Ballesteros Alido dijo que el dinero de la casa del médico se lo dio la mujer y que él, «como no tenía sitio donde guardárselo», se lo entregó a Fernando Escribano. Por su parte el alcalde, José Romero Olivares, pidió en su declaración prisión para el médico, para ver «si se regenera». También declaró José Jesús Escribano, manifestando que el registro en la casa del médico lo hicieron él, su hermano Fernando, el cabo Ballesteros y el guardia civil Federico López, aunque no recordaba a quién le había dado el dinero.
Las explosivas declaraciones del oficial del Ayuntamiento Manuel Lazo fueron confirmadas por el alguacil municipal Manuel Fernández Hernández, el cabo de los municipales Rosalino Comesaña Raigada y el guardia Antonio Flores Jiménez. Por su parte, Rafael Hernández Álvarez, de 80 años, ratificó los malos tratos que recibió de Fernando Escribano cuando éste se presentó en su finca para cortar chaparros y él protestó porque querían cortar los pequeños. Dijo que el jefe de Falange le pegó un puñetazo por detrás mientras estaba sentado, por lo que cayó al suelo, donde siguió golpeándole en la cara y cabeza hasta dejarlo sin sentido.
Feliciana Pelayo Nevado era viuda de Alonso Moreno Caro, el huido asesinado tras regresar al pueblo, con el que tenía cinco hijos. Se encontraba en el término de La Campana haciendo carbón y huyó al campo cuando se produjo la ocupación de dicho pueblo. El marido se entregó en Castilblanco y fue asesinado por Fernando Escribano a la vista de todo el mundo.
El juez municipal Antonio Flores Bermejo confirmó en su declaración los hechos ocurridos en 1933 con motivo del asesinato del tío de Fernando Escribano. También conocía la muerte de Justo Sánchez, el Salamanquino, pero dijo ignorar los demás hechos denunciados, de los que nada podía decir «puesto que nada ha visto, pero desde luego debe ser verdad puesto que todo el pueblo lo dice».
Por último declaró el falangista Rafael Falcón Falcón. Como los hermanos Fernando y José Jesús Escribano ya no estaban en el pueblo —se habían marchado a Sevilla «llamados por el Jefe Provincial de Falange», según informe de la Guardia Civil—, el falangista también se explayó. Contó al instructor que Fernando Escribano mató a su tío de tres tiros en la callejuela llamada Cuatro Esquinas, lo que fue sobradamente conocido en el pueblo. Sabía también, aunque no estuvo presente, que había acabado con la vida de Justo Sánchez, el Salamanquino, y que, según había oído, fue su hermano José Jesús el que disparó primero. En cuanto a Eloísa Domínguez declaró que la había asesinado en El Chorrillo, más allá del Barranco Hondo, término municipal de Burguillos. También confirmó que puso en libertad a Moreno Maset
por indicarle el paradero de Josefa Barragán Almorín, la montó en su coche y se la llevó a Guillena, en donde la convidó a café, que ella no quiso aceptar y entonces le dijo el criminal que se lo tomara porque era el último que se iba a tomar y que efectivamente la muchacha no regresó al pueblo ni nadie sabe nada de ella en la actualidad.
Pero fue en la descripción que hizo del asesinato de Alonso Moreno Caro, del que había sido testigo, donde la declaración del falangista se entró en todo tipo de detalles:
Al esposo de Feliciana Pelayo Nevado lo asesinó en presencia del que narra y cuyo hecho ocurrió de la siguiente manera. Que el día de autos se enteró el Fernando de que ese hombre había llegado al pueblo y enseguida mandó a por él y una vez en el Cuartel de Falange lo hizo sentar en una silla y le preguntó por la documentación y al contestarle la víctima que carecía de ella, empezó a pegarle con la fusta en la cara y cabeza y después de pegarle una paliza formidable, le preguntó que dónde había comido y al contestarle el otro que había comido porque se lo dio el Comité de un pueblo, sacó la pistola y le dijo «ahora te voy a dar yo el Comité» disparándole un tiro en la cabeza que lo hizo rodar por el suelo y enseguida ordenó que lo sacaran a la calle y una vez en ella lo remató de dos tiros más. A la vez añade el declarante que un día cogió caprichosamente a un tal Manuel Gómez, lo metió en el coche y sin contar con nadie se lo llevó al Barranco Hondo y que durante el camino y como la víctima se figuraba lo que le iba a pasar, se abalanzó al volante con el fin de desviar el coche y que se mataran todos, sin que lo pudiera conseguir porque el Fernando sacó la pistola y le disparó un tiro dentro del mismo vehículo dejándolo gravemente herido y parando el coche, lo sacó y lo remató de dos disparos más. También afirma que otro día cogió a una muchacha de unos diecisiete años llamada Carmen [Carmen Rico], la metió también en su coche y se la llevó al Barranco Hondo en donde le dio muerte caprichosamente.
Aunque se dictó orden de prisión contra los hermanos Escribano no fue hasta el 11 de diciembre cuando se detuvo a José Jesús, que ingresó en la Prisión Provincial de Sevilla. Fernando Escribano se libró entonces por haberse marchado a Talavera a enrolarse de nuevo en el ejército.
Al día siguiente se hizo cargo del procedimiento el comandante y juez militar Luis Pastor, quien se trasladó a la prisión y tomó declaración a José Jesús Escribano, quien declaró que el registro de la casa del médico lo había ordenado su primo, el también jefe falangista José Santamaría Escribano. Sobre la muerte de Justo Sánchez, el Salamanquino, declaró que intervino con su pistola «para separarlos» y que al salir huyendo aquél, tanto él como su hermano dispararon «al aire» para que se detuviera; luego, en la habitación del alguacil, «su hermano Fernando disparó contra él [Justo Sánchez] y al dicente se le escapó un tiro no sabiendo si dio al Salamanquino».
Citó entonces el instructor al primo, Santamaría Escribano, pero se encontraba en el frente desde el 10 de septiembre y no prestó declaración hasta el 23 de diciembre. En ella entró en numerosas contradicciones y no supo salir del embrollo. El autoresumen del comandante Luis Pastor concluía que
el Jefe de Falange, Fernando Escribano y el hermano de éste llamado Jesús, así como el Cabo de la Guardia Civil José Ballesteros Alido, se dedicaban a perseguir y requerir amores a la señora del médico y, al no lograr nada de ella, inventaron y practicaron los registros indicados, llevándose lo que quisieron y siendo cómplice y autor de tales hechos el referido Cabo Comandante[65].
Simultáneamente a la instrucción del procedimiento se abrió un expediente sobre la gestión económica y administrativa realizada por Falange en el pueblo entre el 5 de agosto y el 24 de octubre de 1936, expediente que incluía todos los justificantes de dicho período. El informe, que mostraba las muchas irregularidades existentes, lo realizó el nuevo jefe local de Falange, Julián Gamón Ríos[66]. Había, por ejemplo, ingresos no contabilizados, como las 1272 pesetas entregadas bajo coacción por el vecino Francisco Pérez Hernández, quien declaró que tuvo que dárselas a Fernando Escribano, acompañado por el falangista Guillermo Palomo. Lo mismo ocurrió con el vecino Agustín López Guerra. Había también numerosos pagos de gasolina, duplicados con otros tantos iguales en el Ayuntamiento, pagos que, en cualquier caso, no se habían producido, ya que la gasolina la facilitaba el comandante militar.
Adentrarse en la gestión económica que los dirigentes falangistas realizaron en numerosos pueblos, en el uso que hicieron de las aportaciones «voluntarias», en las apropiaciones y robos de todo tipo que llevaron a cabo en numerosos domicilios, etc., supone bajar al pozo de la corrupción dada la absoluta indefensión en que se encontraban las personas afectadas. Y, además, no hay que olvidar el importante lucro obtenido por los fascistas de los trabajos forzados que obligaron a hacer a los hombres y mujeres detenidos en cárceles y depósitos municipales: sus casas y cuarteles limpios por mujeres de detenidos, los muebles hechos por carpinteros presos, sus tierras labradas y las recolecciones hechas a la fuerza, etc.
Lentamente, y como solía ocurrir en estos casos, el procedimiento continuó su curso con un nuevo cambio de instructor, en este caso el comandante de Infantería Ramón de la Calzada, que tomó nuevas declaraciones a lo largo del mes de abril de 1937. Mientras tanto, Fernando Escribano seguía en libertad. Uno de los declarantes, el anciano propietario Carlos Hernández Álvarez, dijo al instructor que:
se le presentó en su domicilio un falange llamado Guillermo Palomo, acompañado de otro que es forastero y no conoce, los cuales le dijeron que se presentara inmediatamente en el Cuartel de Falange, así como igualmente hicieron comparecer a un hijo del que declara, llamado José, y estando ambos en una habitación de dicho Cuartel oyó la frase que pronunciaba Fernando Escribano, la cual decía, sacarlos al patio y pegarle y si es preciso matarlos, por lo que el que declara se apresuró para evitar se pudiera realizar lo antes dicho, por cuyo motivo fueron golpeados con fustas o porras por el antedicho Fernando y el Guillermo.
Fue así, mediante coacción, como pagó un recibo de doscientas pesetas firmado por Santamaría y otro de cincuenta firmado por Martín Falcón, el presidente de la gestora. Además, como sus cerdos habían entrado un día en una finca arrendada de los Escribano, también tuvo que pagar otras 150 pesetas al arrendatario. Hernández Álvarez recordó que cuando Fernando Escribano le pegó con la porra (la típica de Falange: de hierro y forrada de cuero) lo acompañaban los falangistas Gregorio el del Casino y un hijo de Isabel la de Porrua.
La mujer y los hijos del alguacil Manuel Fernández Hernández confirmaron la versión del asesinato de Justo Sánchez, el Salamanquino. Por su parte, Salvadora Alfonso Fernández, viuda de Manuel Gómez Jiménez, otra de las víctimas de Escribano, declaró que su marido fue detenido en su casa la noche del 18 de agosto de 1936. Y añadió algo que muestra la forma de actuar de los fascistas:
En las primeras horas del siguiente día diez y nueve del mismo mes, fue llamada al Cuartel de Falange, por los falangistas Ramón Vázquez Badillo y Francisco López Escribano, de parte del Jefe de dicha corporación Fernando Escribano, lo cual hizo inmediatamente, ordenándole el repetido Jefe Fernando se pusiera a hacer limpieza en todo el departamento del Cuartel y terminando dichas faenas de limpieza, sobre las seis de la tarde … debido al ataque nervioso y pérdida del conocimiento que tuvo hasta el día siguiente fue cuando pudo darse cuenta por rumor público de que su marido había salido de esta villa conducido en un coche por el Fernando Escribano.
Así prosiguieron las declaraciones, cada una de las cuales describía un aspecto más de las barbaridades realizadas. El instructor siguió tomando declaración a varios vecinos extorsionados con las aportaciones «voluntarias». Así, el labrador Agustín López Guerra declaró que entregó diversas cantidades a Fernando Escribano, al presidente de la gestora José Martín Falcón y al depositario Eugenio Vita Palomo. Francisco Pérez Hernández confirmó el pago a Falange bajo amenazas de 1272 pesetas y dijo que el dinero lo recogió José Jesús Escribano, al que acompañaba Guillermo Palomo Álvarez, y que también se llevaron doscientas cincuenta pesetas de su establecimiento en artículos. Guillermo Palomo Huerto declaró que le exigieron veinticinco pesetas por orden del jefe de Falange y otras cincuenta por orden del alcalde. A Francisco Luque Romero le exigieron trescientas pesetas, pero solamente pudo reunir cien. Y a Antonio Falcón Lazo, que se vio obligado a pedir prestado parte del dinero, le sacaron con coacciones y amenazas trescientas pesetas para Fernando Escribano y cien más para el alcalde José Martín. Estas historias se repetirán por todo el suroeste durante aquellos meses. La particularidad de lo ocurrido en Castilblanco de los Arroyos es que el procedimiento abierto a los hermanos Escribano nos permite ser testigos de excepción del expolio fascista.
Hubo nuevas declaraciones que mostraban que cada uno, a su manera, iba intentando salir de un asunto que se complicaba cada vez más. El falangista Guillermo Palomo Álvarez, que en ese momento, abril de 1937, era jefe de milicias de Falange, negó haber participado en la paliza a Carlos Hernández Álvarez y a su hijo. Y otro falangista, Manuel Vázquez Romero, que acompañó a Fernando Escribano a la finca de Hernández, exculpó a Fernando Escribano, diciendo que Hernández «le dejó caer las gafas» al jefe de Falange.
Uno de los que prestó declaración, el médico Manuel Pastor Balanzategui, dijo al juez que cuando estaba reconociendo en el ayuntamiento el cadáver de Justo Sánchez, el Salamanquino, se presentó el alférez de la Guardia Civil Farrona, quién le pidió información sobre si el muerto era un fugitivo. Pastor le informó de que no era así, ya que, como bien sabía por estar en el cuartel de la Guardia Civil en ese momento, había venido de Llerena con un salvoconducto del comandante militar de esa localidad, que entregó en el cuartel de la Guardia Civil. Añadió también que el alférez Farrona, cuando supo que el motivo que había traído a Justo Sánchez al pueblo era recoger sus muebles, le dio instrucciones para que fuera con dos testigos a retirarlos y que si tenía alguna dificultad se lo dijera.
Mientras tanto José Jesús Escribano había sido trasladado en enero de 1937 de la Prisión Provincial al cuartel de Falange de Sevilla y su hermano Fernando seguía sin ser detenido. Del primero envió el cura del pueblo, Antonio Torrado, un informe al juez en el que se leía que «es hijo de padres de buena conducta moral y religiosa, [y] que antes del movimiento salvador, por ser de derechas, fue encarcelado con otros derechistas en la sacristía de esta parroquia por los rojos». El jefe de Falange Julián Gamón llevó al instructor una carta que había recibido de Fernando Escribano que mostraba bien la catadura del personaje. Decía así:
He tenido conocimiento de que mi hermano Jesús está detenido y procesado desde el mes de diciembre, por denuncia presentada por V. y como pasa el tiempo y la cosa parece que no se resuelve, con el fin de que me informe de que se trata y así podemos entendernos mejor y quizá a V. le sería más provechoso. Yo también se poner denuncias, dar partes por escrito y irme a donde sea preciso por procedimientos reglamentarios, a los que espero y deseo no tener necesidad de apelar. Antes de ser Alférez de la Gloriosa Infantería Española, fui Legionario y en uno de nuestros himnos dice: Donde el caído lloró angustiado, donde un hermano su vida dio, donde traiciones piden venganza, nuestra Bandera siempre acudió. Así es Guardia Civil, medita y no te dejes llevar de pasiones ni malos consejeros, pon las cosas en su lugar y descarga el peso de tu conciencia por los martirios que le estás dando a mis padres, que cual no será el dolor de mi padre próximo a la muerte como creo que está y con lo gozoso que podía irse al otro mundo en ver que tiene un hijo Alférez del Tercio glorioso mutilado en la guerra y otro en el Ejército del Norte, vea la canallada que estáis haciendo con el otro; hijo todo de la política ruin, lo que ya llegará el día que se corte y que todos los que la alimentáis tengáis vuestro merecido. ¡Qué buen falangista eres! Ahora creo que has puesto un Ayuntamiento y Juzgado a base de borricos y usureros. Esperando tu contestación, queda el Alférez Fernando Escribano. (Transcripción literal).
A estas alturas del procedimiento pocas cosas quedaban ya por aclarar, pero había un problema: los procesados eran conocidos falangistas, bien relacionados como veremos, y esto demoraba continuamente el sumario y era la causa de los cambios de jueces instructores, que se sucedían uno tras otro.
En un intento de destacar la conducta de los hermanos Escribano se tomó declaración a los dos alcaldes de aquellas fechas, José Romero Olivares, que presidió la gestora desde que se ocupó el pueblo el 3 de agosto de 1936 hasta el 24 del mismo mes, y José Martín Falcón, que le sucedería desde ese día hasta el 17 de julio de 1937, en que fue sustituido por Antonio Flores Bermejo. Romero confesó al instructor que dejó el cargo por no estar de acuerdo con la actuación de Fernando Escribano. Sobre los asesinatos cometidos se limitó a señalar «que todo el pueblo lo sabe». Martín, que debía el cargo a Escribano, ya que éste medió ante Joaquín Miranda y éste a su vez ante el gobernador civil, compaginó la alcaldía con la secretaría de Falange. Dijo que era falangista desde el año 1935, cuando junto con Fernando Escribano distribuía la propaganda que les pasaba Sancho Dávila. Cuando se le preguntó sobre los asesinatos comentó que «fueron muertas en Castilblanco diversas personas, según cree el declarante, por pertenecer éstas a partidos extremistas». De Feliciana Pelayo, por ejemplo, dijo que fue eliminada por llevar comida a su marido, huido en el campo. La paliza a Carlos Hernández fue «porque con sus ganaderías atropellaba la finca del referido Escribano». Sobre el asesinato de José Luis Zambrano, el tío de Fernando Escribano, mantuvo que fue por un pleito que llevaba a Escribano a la ruina y que «a (sic) oído decir a D. Francisco González Casaus, a D. Segundo Romero Garcés, a D. Manuel Martín Hernández y a otras personas, que la referida muerte estaba justificada».
MATAR SIN SALIRSE DE LAS ÓRDENES
Por fin, el 12 de diciembre de 1937, catorce meses después de iniciarse el procedimiento, Fernando Escribano ingresó en la prisión militar de Sevilla procedente de Talavera, donde estaba haciendo unos cursos de teniente. Y ése fue precisamente el momento elegido por la Auditoría para cambiar nuevamente de juez instructor, que ahora sería un viejo conocido de Fernando Escribano, Joaquín Pérez Romero, quien ya había instruido el caso del crimen de su tío de Fernando en 1933, del que resultó absuelto.
Escribano prestó declaración por primera vez el 19 de febrero de 1938. Se extendió en sus antecedentes familiares y en los pleitos que sucedieron al morir su abuelo paterno: «Su casa, que siempre fue potentísima en el orden económico, como consecuencia de tantas cosas, disgustos, pleitos y desgracias familiares, hoy está derrumbada». Sobre «el incidente» con su tío sólo dijo que «ocurrió la desgracia de que su referido tío resultó muerto». También contó al juez Pérez Romero que estuvo veintidós meses preso y el 24 de mayo de 1935 fue absuelto, pero Manuel Blasco Garzón recurrió y el caso pasó a Jiménez de Asúa, quien para Escribano no era sino otro marxista de pro. Por supuesto, aunque Pérez Romero lo sabía, no dijo que fue condenado por el Supremo sino simplemente que se refugió en Gibraltar por «la persecución de los marxistas». La responsabilidad de los asesinatos la derivó hacia el comandante militar, que era quien daba las órdenes. Y aclaró que el primero que ocupó dicha comandancia en Castilblanco fue el guardia civil Antonio Domínguez Domínguez, sustituido primero por el cabo Ballesteros Alido y más tarde por el cabo Ernesto Canet. Y añadió:
Que la forma de proceder en la aplicación del Bando de Guerra, era única y exclusivamente de la incumbencia de dicha Comandancia Militar, sabiendo que cuando el declarante llegó habían enviado a siete al Delegado de Orden Público de Sevilla, que entonces actuaba don Manuel Díaz Criado y posteriormente, le parece por indicación del mismo señor, dejaron de enviarse, aunque las órdenes las seguían dando.
Que en virtud de las órdenes que tuvieran los Comandantes del Puesto o por otras razones que al declarante no le incumbía aclarar, sucedía muchas veces que a los que había que aplicar el Bando de Guerra los llevaban al Cuartel de Falange, convenientemente esposados y como Falange tenía un coche, los llevaban al sitio designado y después se devolvían las esposas a la Comandancia, dándole cuenta de que Falange había cumplimentado el servicio y suponiendo el que habla que en dicha Comandancia llevarían nota de todos los individuos a quienes se aplicaba el Bando porque ellos eran los que tenían tal misión de acuerdo con Sevilla.
Después recordó que una pareja de falangistas fue por los Salamanquinos a Llerena y que, llegados a Castilblanco, la Guardia Civil le aplicó el bando al hijo, queriendo que Falange se lo aplicase al padre, «pero como por aquel entonces habían venido nuevas y reiteradas órdenes de que Falange no interviniera en estos asuntos y se limitara única y exclusivamente a facilitar los auxilios que los Comandantes Militares de los puestos les demandaran, el declarante se negó a ello».
Tampoco faltó entre los declarantes el cabo Ballesteros, comandante militar de Castilblanco desde el 26 de agosto, en que fue enviado desde Sevilla, hasta el 12 de octubre de 1936. Sin embargo el cabo Ballesteros no recordaba que hubiese ordenado aplicar el «bando de guerra» a nadie ni que Falange fuera el brazo ejecutor. Realmente el cabo Ballesteros no recordaba nada.
En abril de 1938 el instructor tomó otra tanda de declaraciones en el pueblo que vinieron a confirmar las anteriores. Entre ellas estaban las de varios guardias civiles del puesto, caso de Francisco Martos Rodríguez, quien dijo que «lo único que oyó decir es que al principio se llevaron siete u ocho detenidos a Sevilla, pero dijeron que se quedaran aquí en lo sucesivo y que el Comandante Militar se entendiera con el Delegado de Orden Público a los efectos de aplicación de dicho Bando». Otro guardia civil, Lorenzo Serrano Rodríguez, recordó que le aplicó el bando al hijo del Salamanquino, al «ser decretada [su aplicación] por el Cabo Comandante de Castilblanco después de conferenciar con Sevilla».
El juez militar se interesó por los certificados de defunción de los fallecidos y se dirigió al Juzgado Municipal, recibiendo por respuesta de su secretario, Rafael Maldonado Pérez, que no se había procedido a la inscripción en el Registro Civil de ninguna de esas muertes, con la excepción de Germán Martínez Pérez, vecino de Castilblanco asesinado en Sevilla.
El 6 de octubre de 1938 el juez Pérez Romero terminó la instrucción y envió su autoresumen al auditor Bohórquez. Ni siquiera se pronunció en sus conclusiones, diciendo simplemente que «la justicia debe enjuiciarlo y absolverle, si está libre de culpa, o encerrarle en sus mallas, aplicándole el peso de la Ley, si ha delinquido». Pero no acabaría aquí la fase sumaria, ya que, por el motivo que fuera, Bohórquez decidió pasar el caso al comandante de Infantería Antonio González Alcántara, indicándole que tomase declaración al alférez Farrona, presente en Castilblanco cuando ocurrieron los hechos.
Juan Farrona Cano, ya para entonces teniente habilitado para capitán y en esos momentos destinado en el cuartel de la Guardia Civil de Miradores, en Sevilla, aclaró al instructor que cuando estuvo en Castilblanco de los Arroyos no fue en funciones de comandante militar, sino en octubre de 1936 como jefe de una columna móvil formada por veinticinco hombres entre guardias civiles, falangistas y requetés de diferentes pueblos, y con el objeto de limpiar las sierras de la zona. No obstante recordó que al día siguiente del asesinato de Justo el Salamanquino hizo gestiones con la «reserva consiguiente» para informarse sobre la conducta de Fernando Escribano, del que supo que tenía «influencias poderosas». Por esas gestiones supo que
se trataba de un criminal de acción y había hecho méritos en los días del Movimiento agregándose a la columna del entonces Comandante Sr. Castejón, en unión de los hijos de Don Pedro Parias, íntimos amigos suyos, con el solo propósito de obtener la Jefatura de F. E. T. de dicho pueblo, como la obtuvo, para poder tomar venganza con sus convecinos que, durante la tramitación del sumario instruido con motivo de la muerte de un tío del Fernando Escribano, declararon desfavorablemente a éste, siendo varios ya los que en venganza de ello habían caído.
Farrona pensaba que en el pueblo todos estaban dispuestos a declarar y firmar lo que fuera con tal de que Fernando Escribano desapareciera de allí, pues temían su venganza. Pero, como sabía de las amistades de Escribano, Farrona se trasladó a Sevilla y comunicó el resultado de sus averiguaciones a su jefe, el comandante Garrigós, delegado de Orden Público, quién le dijo que hiciera una investigación secreta de los hechos. Una vez concluida ésta fue el propio Garrigós quien
reservadamente, le explicó lo que había ocurrido al llevarle dicha información al entonces Gobernador Civil Sr. Parias, y fue que éste le contestó: «que muchos como ése —refiriéndose a Fernando Escribano— hacían falta en los pueblos»[67].
Sin duda esta frase del «excelentísimo señor» Pedro Parias constituye un buen epitafio para su memoria. De todas formas, el alférez Farrona consiguió darle curso al informe. Finalmente, cuando la instrucción del sumario parecía que iba a concluir en marzo de 1939, el auditor Bohórquez, que debía pensar lo mismo que Parias, lo devolvió de nuevo para que prestaran nuevas declaraciones los procesados, declaraciones que alargaron la instrucción hasta después de la guerra. Por su parte Fernando Escribano siguió en la línea de desviar las responsabilidades al comandante militar de entonces, el cabo Ballesteros. En ese sentido dijo que habló con el gobernador civil Pedro Parias para que gestionase su destitución, cosa que sucedió pero que, evidentemente, pudo deberse a razones muy diversas. También, en la misma línea, responsabilizó de la denuncia que lo había llevado a esta situación a una venganza de la hija de Justo Sánchez:
… también tiene que decir que la hija del Salamanquino, cuando marchaba en el autobús con el falangista Francisco López Escribano (a) Curro Leyes, para que la acompañara a Llerena, el cual había sido designado por el Alférez Farrona de la Guardia Civil, ésta le dijo que ella había perdido su honra para salvar a su padre y que como ya nada le importaba en la vida, muerto éste, haría cuanto estuviera a su alcance para vengarle.
Cuando el auditor Bohórquez Vecina trasladó definitivamente las actuaciones al fiscal jurídico de la División, el teniente coronel Eduardo Jiménez Quintanilla, siguió fiel a su actuación anterior: se circunscribió a las muertes de Justo Sánchez y Alonso Moreno; las demás, las de Josefa Barragán, Eloísa Domínguez, Carmen Rico, Feliciana Rivero, Manuel Gómez, Eloy Jiménez y Reyes Núñez, las consideró incursas en el «bando de guerra»[68]. Como ya había ocurrido en casos similares, los asesinatos llevados a cabo siguiendo las órdenes del comandante militar estaban amparados legalmente por los bandos de los sublevados. Merece la pena leer las conclusiones del fiscal Jiménez Quintanilla, arquetipo de la «justicia militar». Según éste las manifestaciones que
ambos procesados hacen sobre el particular, no son otras que el haber fusilado las personas cuyos nombres antes se consignan, por aplicación del Bando de Guerra de la Superior Autoridad Militar de Andalucía y siempre puesto de acuerdo con el Comandante Militar, Cabo de la Guardia Civil que desempeñaba las funciones de Jefe de Puesto, llamado Ballesteros. Unido a esto la ideología de los ejecutados y a la imprescindible necesidad biológica que se diera en los primeros momentos del Glorioso Alzamiento de imponerse a la acción revolucionaria roja, haciéndola truncar por toda clase de medios, en evitación de perjuicios inconmensurables, la Fiscalía en este trámite, no puede recoger a los efectos penales ninguna imputación contra los procesados para procurar exigirles responsabilidades[69].
Pero los tiempos habían cambiado. Los peones que al servicio del fascismo se encargaron de llevar a cabo el plan de exterminio ya no eran necesarios. Sus valedores y padrinos ya no vivían o andaban en otras cosas o simplemente se habían quitado de en medio. Había que lavar muchas biografías y limpiar las manchas más llamativas que aún quedaban. Cuando se celebró el consejo de guerra en Sevilla el 12 de agosto de 1939, pese a la encendida defensa que de ellos hizo el capitán de la Guardia Civil Felipe Martínez Machado, que acudió como testigo, y del interés del abogado defensor, el teniente jurídico Joaquín Sánchez Valverde, en seguir confabulando sobre la venganza de la hija de Justo Sánchez, los Escribano fueron condenados a la pena de muerte, dos para Fernando y una para José Jesús, penas de muerte que, como era de esperar, les fueron conmutadas. Los otros crímenes de Castilblanco de los Arroyos, así como los que tuvieron lugar en Sevilla con vecinos del pueblo, no fueron objeto de discusión. Una vez más la justicia de los golpistas había «resplandecido»: nadie debía actuar al margen de la jerarquía militar.
Palizas, abusos, violaciones, trabajos forzados, saqueos, robos, asesinatos…, toda la gama represiva de la retaguardia franquista queda al descubierto en estos dos casos que hemos comentado. Los testimonios, casi todos pertenecientes al ámbito de los sublevados, no son «exageraciones» o «deformaciones» extraídas de testimonios orales de familiares de las víctimas o de libros y textos izquierdistas «revanchistas». Son sus papeles y sus palabras. Gracias, como se ha dicho, a las denuncias entre los mismos golpistas, a sus enfrentamientos, peleas y vendettas quedaron estas piezas históricas de indiscutible valor para analizar, desde dentro, el terror de la represión con sus métodos y actores. Éstas son las raíces del miedo que, por extraño que parezca a algunos, atenazó para siempre a quienes vivieron aquellos hechos.
CÓMPLICES Y VERDUGOS
Todos los golpes militares y todas las dictaduras requieren la implicación de una parte significativa de la población para su triunfo y, sobre todo, para su implantación y permanencia. Uno de los resultados más efectivos que producen estas situaciones es, sin duda, la sumisión inmediata de todos aquellos que, temerosos de las represalias, prefieren adherirse de forma inmediata a los golpistas. Ni que decir tiene que a mayor violencia, mayor será el número de adheridos al nuevo régimen. No importa que una parte significativa de ellos estén lejos de las ideas y objetivos de los golpistas. Les bastará con «no meterse en problemas» y mirar para otro lado en las numerosas ocasiones en que, necesariamente, serán testigos de los hechos represivos que se realicen a su alrededor. Los afines, junto con los temerosos, constituyeron un sector muy importante de la población que prestó su apoyo de forma directa o indirecta a la dictadura. Yerran quienes consideran que los golpistas y fascistas que destruyeron la democracia en nuestro país no representaban más que una minoría.
Por el contrario, gozaron de un amplio apoyo social que, a su vez, se encuentra estrechamente interrelacionado con la política represiva de los sublevados. Fueron muchos los que intervinieron cuantas veces se les requirió como los cooperadores necesarios para materializar la ingente tarea represora, que exigía continuamente la colaboración de más y más gente. A veces, incluso, asistieron como espectadores. En Écija, por ejemplo, como en otros muchos lugares, se realizaron asesinatos públicos. Estaba bien visto acudir a las ejecuciones, ya que constituían un acto patriótico en el que la justicia de la «nueva España» caía implacable sobre los rojos. Además aportaban cohesión social en torno al terror, hecho básico para los responsables de la represión y para el futuro de la dictadura. No asistir a ellos era peligroso, ya que podía dar a entender una cierta «solidaridad» con los fusilados. Ésta fue la acusación que llevó ante la justicia militar a una vecina juzgada meses más tarde[70].
Después de las ocupaciones de los pueblos las fuerzas militares continuaban adelante. Si el pueblo era importante, dejaban un oficial o suboficial como comandante militar. Como no solían dejar soldados, las fuerzas a su disposición eran los guardias civiles allí existentes y las milicias organizadas apresuradamente por las derechas locales. Cuando el pueblo era de menor rango, el propio comandante de puesto de la Guardia Civil asumía la comandancia militar. En los pueblos pequeños, donde no existía puesto, era el propio presidente de la Gestora recién nombrada el que se hacía cargo del mando.
Las milicias formadas por los afiliados de los partidos derechistas, más los nuevos voluntarios, no dejaron de crecer en los meses siguientes al golpe y, bajo las órdenes del comandante militar y a través de sus respectivos jefes, participaron activamente en detenciones, registros, interrogatorios, batidas, pelados y rapados, incautaciones y, por supuesto, también en los piquetes de fusilamiento. Todos estos hombres, que fueron muchos, se vieron implicados en la represión. Unos por voluntad propia, otros empujados por la fuerza de las circunstancias y otros para que no se tuviera en cuenta cualquier veleidad izquierdista anterior.
En pueblos pequeños, como las localidades sevillanas de Castilleja de Guzmán, Castilleja del Campo, Palomares, El Garrobo, Espartinas, etc., fue muy difícil para los familiares de las víctimas superar la asfixia social que se generó a su alrededor. Cuanto más pequeño era el pueblo, más claramente quedaban identificados los fieles y seguidores del régimen militar. En muchos casos se supo sin dificultad quiénes detenían, interrogaban y torturaban, y quiénes integraban los piquetes que asesinaban en caminos o tapias de cementerios. Todos se conocían y todos sabían a qué atenerse. La manifiesta debilidad y situación de inferioridad de los familiares de las víctimas conllevó algo inevitable: el silencio.
Pero éste no sólo les afectó a ellos; también los propios verdugos y sus colaboradores dejaron muy pronto de hablar de la guerra. Cuando se consumó la matanza se produjo un curioso fenómeno: aquellos que se habían jactado y hasta alardeado de ella comenzaron de inmediato a «olvidar» lo ocurrido y a borrar ese terrible episodio de sus biografías. Muchos que habían participado activamente en las denuncias que llevaron a la muerte a miles de personas en el verano del 36 desaparecieron cuando, concluida la guerra y con el retorno de los que habían huido, la Guardia Civil recurrió a ellos de nuevo para tomarles declaración y acusar a los fugitivos. La mayoría se quitó de en medio en un intento de que no se los asociara con el pasado. Hubo, sin embargo, una minoría que hizo méritos extras para acreditar su entusiasta adhesión al nuevo régimen.
En 1939, acabada la guerra, en Constantina (Sevilla) esperaban ansiosamente a los más de tres mil vecinos que habían huido masivamente del pueblo cuando fue ocupado el 9 de agosto del 36 por la columna del comandante Buiza. Había un especial deseo de venganza con aquellos que habían asesinado a noventa y dos personas de derechas durante los «días rojos». Para llevar a cabo esta tarea, y debido al considerable número de hombres que volvían, se formó una comisión «clasificadora y auxiliar» de «personas de orden»[71], comisión que participó activamente en la depuración de los que volvían y que no hizo sino continuar la labor que ya hizo otra comisión cuando se ocupó el pueblo. De hecho, la mayor parte de los hombres que la formaron entonces volvieron a integrarse ahora en la nueva comisión que auxiliaría a la comandancia militar. Varios de ellos también intervinieron en los interrogatorios junto a la Guardia Civil y, sobre todo, actuaron de testigos clave en los consejos de guerra sumarísimos.
Entre este «personal de orden» que actuó en ambos momentos estaban, según la Guardia Civil, los siguientes: Luis Gallego de los Reyes, Antonio Cabrera González, Antonio Fuertes López, Rafael Paniagua Sánchez, Ángel García García, José Luis Galloso Ávila, Ramón Aranda Aranda, José Cabrera Vicente, Antonio Ávila Gómez, Luis Martínez Ruiz, Manuel Lemus Mora, Francisco José Peña de la Torre, José Martínez Ruiz, Pedro Vicente Meléndez, José Mira del Olmo, Manuel Reyes Losada, Antonio Romero Ávila, Antonio Mora Morillo y Antonio Morales Ramírez[72].
Sus nombres, evidentemente, no figuran en ninguna Causa General y seguro que en sus biografías no aparece el papel que desempeñaron como colaboradores del fascismo. Sin embargo, por mérito propio, debieran figurar en los anales de la historia de la Guerra Civil, al igual que esa Causa General recoge millares de nombres de los «rojos» culpables de todo tipo de desmanes y delitos. Así, pueblo a pueblo, hubo decenas, cientos, miles de personas que formaron parte del entramado social que apoyó, mantuvo y se benefició de la sublevación militar.
Su labor fue rotunda. En pocos meses fueron asesinados por sentencia de consejo de guerra treinta y tres de los vecinos que habían vuelto y a los que, pese a las purgas anteriores, consideraron ahora los auténticos responsables de aquella matanza de derechistas del 36. Pensaban acabar con quince más pero se les murieron antes en prisión. Además, aparte de éstos, unos meses antes de que terminara la guerra habían sido asesinados seis más y otros tres fueron agarrotados, todos igualmente responsables de los mismos crímenes[73]. Con estos cuarenta y dos fusilamientos, más algunos que cayeron en Madrid, los vencedores pregonaron que la justicia había resplandecido y que los «auténticos» y directos responsables, según recogían las sentencias, habían pagado sus culpas. Había, no obstante, un pequeño problema: si los culpables eran estos cuarenta y dos hombres, ¿qué eran entonces los cerca de trescientos asesinados en los primeros momentos de la ocupación y los centenares de cadáveres de «rojos» caídos durante el verano y el otoño de 1936?
Veamos cómo se funcionó. En plena carnicería, el 10 de octubre de 1936, el industrial Luis Gallego de los Reyes se dirigió a su amigo Honorio Ruiz Medrano, de Sevilla, para que trasladara al entonces delegado de Orden Público, Manuel Díaz Criado, su deseo de que detuvieran al diputado provincial José Vergillos Ávila, alcalde de Constantina durante un período de la República, y lo pusieran a disposición del «Tribunal de responsabilidades» del pueblo, que era como los fascistas del lugar gustaban de denominar a lo que no era tribunal de justicia ni nada que se le pareciera sino la mencionada «comisión de patriotas» al servicio del comandante militar. Decía en su carta:
Mi estimado amigo: Como convinimos doy a Vd. detalles para que los pase al Sr. Díaz Criado de los asuntos que por ser de interés para la justicia y este pueblo, espero que Vd. los tome con el mayor posible, para conseguir, que no queden sin el justo castigo personas que tanta responsabilidad tienen en lo ocurrido, y que sin duda alguna por alguna poderosa influencia están burlando la Ley que tan necesario es aplicar en estos momentos si como todos deseamos hemos de dejar a la España que se está formando libre de vividores y granujas.
JOSE VERGILLOS AVILAS (sic). La actuación de este Sr. en Constantina desde que vino la maldita república, puede apreciarse en los libros de actas durante el tiempo de su actuación como alcalde de esta; además cuando dejó de ser alcalde y se marchó de aquí no venía una vez que no diese un mitin a los obreros inyectándoles el veneno que incubaba en ellos el odio de clases a Dios y a la religión poniéndolos en un estado de anarquía y disponiéndolos al crimen como al fin los han cometido en los sucesos pasados, él como alcalde citaba a patronos y obreros al Ayuntamiento y su labor era hablar mal a los patronos delante de los obreros y hechar (sic) a estos sobre aquellos, hasta el extremo que ya cuando eran los patronos citados al ayuntamiento se negaban a ir pues sabían que no iban más que a escuchar insultos y ver que se hacia una política de odios, pretendiendo con ello atraerse al obrero para contar con él como contaba para su política de encumbramiento.
Fue a Morón de la Frontera donde hizo una labor idéntica a la de aquí de la cual puede informarse; lo nombraron vicepresidente, creo, de la Gestora de la Diputación de esa y su labor puede apreciarse también en los libros de actas, y se verá que no era más que persecución a las Hermanas del Hospital, a los crucifijos y a todo lo que representaba orden y Administración pues así es como él medraba, a costa del orden, teniendo la habilidad de imponerse al Presidente y siendo él el que mangoneaba disponiendo del coche de la Diputación para salir a los pueblos a predicar sus doctrinas disolventes y anárquicas y revistiéndose entre la masa ignorante de una aureola y prestigio que al seguir las cosas y no haber venido el movimiento salvador hubiese escalado los principales puestos, este es el niño de que se trata y que todavía no se ha castigado, quizás porque todavía cuenta con alguna persona influyente que esté evitando que sobre él obre la justicia no creyendo yo que por los momentos que atraviesa España podamos consentir que por influencias de nadie quede sin castigo persona que tanta responsabilidad tiene en los desgraciados sucesos que aún afligen a nuestra querida España, por eso yo quiero que Vd. haga llegar estos renglones al Sr. Díaz Criado en la seguridad que al conocerlos comprenderá lo justo del deseo de Constantina para que no haya dificultades en detener a este sujeto y ponerlo a disposición del Tribunal de responsabilidades de esta para que lo Juzgue[74].
A continuación denunciaba al sargento de la Guardia Civil Manuel Durán Liáñez, al que no consideraba digno de pertenecer al cuerpo y al que, por su falta de energía responsabilizaba de los hechos de Constantina. Durán Liáñez fue condenado a treinta años de reclusión. He aquí una sucia denuncia que buscaba, sobre todo, venganza por la muerte de su hijo, falangista de Constantina, durante los «días rojos». La respuesta del capitán Díaz Criado al juez instructor del procedimiento que se abrió debió tranquilizar a Gallego: José Vergillos Ávila había sido ya asesinado por aplicación del «bando de guerra»[75].
Y así podrían contarse otros muchos casos. Por ejemplo, una vez terminada la guerra, un soldado de Cazalla de la Sierra, Antonio González Lemus, vio en Valencia a tres mujeres de su pueblo a las que conocía, lo que comentó a su madre en una carta. Pocos días después, el 30 de agosto de 1939, Manuel García de la Sota, militar retirado que ocupó la comandancia militar del pueblo tras su ocupación en agosto del 36, le escribía una nota en la que le decía lo siguiente:
Estimado Antonio: Por tu madre me entero de lo que le dices en tu carta referente a «las Manchás». Todas ellas son fusilables, pues huyeron de aquí al acercarse las tropas que enviaba el invicto General Queipo; las mujeres son todas ellas perversas, pues tomaron parte activa en la profanación de los templos, en los registros de domicilios de personas de orden, excitaban a los revolucionarios a cometer todo género de crímenes y se distinguieron en el asedio y asalto del cuartel de la Guardia Civil; así es que prestarás un señalado servicio a la causa de la justicia de Franco denunciando a las autoridades el domicilio de esas fieras para que sean detenidas y tú, como soldado del Glorioso Ejército de nuestro Caudillo, puedes detenerlas y entregarlas en la Comisaría de Policía, pues no deben escapar al fallo que la justicia ha de pronunciar por su perversidad[76].
Esta actitud inquisitorial y exterminadora, tan extendida en aquellos años, anidaba en numerosas personas del nuevo régimen para las que cualquier denuncia, por más que basada en rumores y sin prueba alguna que la sustentara, constituía en sí misma una elevada prueba de su patriotismo. De ahí la profusión con que se dieron.
Tal como se ha indicado fueron muchas las personas implicadas en la represión y tareas de todo tipo con las autoridades militares de los sublevados. Por ejemplo, en un lugar como La Puebla de Cazalla los jueces militares contaron con cerca de novecientas declaraciones sobre los trescientos un procesados. En Alcalá de Guadaira fueron cuatrocientos treinta y dos para noventa y seis procesados[77]. Y hablamos de testimonios ante jueces, que podemos conocer gracias a los sumarísimos consultados; por el contrario ignoramos cuántos testimonios y denuncias se hicieron ante los comandantes militares, la Guardia Civil o Falange durante el verano y otoño del 36, lo que no es óbice para pensar que debieron de ser muchas. Un caso representativo sería el del comandante militar de Brenes, Francisco Cuevas, quien, según contó al juez instructor, para completar los expedientes que envió a Sevilla se limitó a reunir los informes realizados por las «personas de orden» más cualificadas de la localidad. El resultado fue que de las más de cuarenta personas asesinadas en el pueblo se hicieron decenas de informes[78]. Una sencilla extrapolación de los denunciantes y acusadores conocidos en varios pueblos al total de la provincia nos dice que debieron de ser millares las personas que se prestaron a colaborar con los represores.
Junto a este «personal de orden» que se puso al servicio de los comandantes y jueces militares se alinearon igualmente un número muy importante de vecinos que se integraron en las milicias derechistas y que llevaron a cabo todo tipo de órdenes, incluidas las muy violentas y también aquellas que conllevaban derramamiento de sangre. Finalmente, junto a estos grupos, hay que situar también a los delatores y confidentes.
Estos últimos, en la escala más baja de la abyección humana y que siempre surgen en estas situaciones, llevaron a la muerte a muchísimas personas, mientras otras muchas sufrieron largos años de prisión por sus testimonios, con frecuencia interesados. Éstos fueron otros que, al poco de acabar la guerra, desearon vivir como si el pasado no existiera. Ni para ellos ni para los demás. La larga dictadura y el modelo de transición les facilitó la tarea.
El sastre Manuel Gómez López, de Porcuna, era vecino del matrimonio formado por Manuel Casado Quero y Leonor Gallo Merino. Muchas tardes iba a tomar café y a conversar con ellos, ya que mantenían una estrecha relación de vecindad y amistad. Cierto día, el 20 de diciembre de 1937, un infiltrado de la zona republicana, Germán Adrián Reyes, fue a casa de Manuel Casado a contactar con él para recabar información útil para el ejército republicano. Lo recibió su mujer, Leonor, pero inmediatamente fue detenido por la Guardia Civil. Tanto Reyes como Casado fueron juzgados dos semanas después, condenados a muerte y ejecutados. Leonor Gallo, de 68 años, fue condenada a seis años de prisión. La rápida actuación de la Guardia Civil y la represión desencadenada fue debida a la colaboración del sastre, confidente del cabo de la Guardia Civil José Gómez Arjonilla y que, como tal, vigilaba la casa y las visitas, ya que cuatro hijos de Manuel y Leonor se encontraban huidos en zona republicana[79].
Al igual que en el caso de Manuel Gómez los nombres de los confidentes y delatores que surgieron por todo el país se guardaron celosamente, preservando su anonimato y apareciendo muchas veces como excelentes vecinos, piadosos hermanos en Cristo o padres modélicos. Ni sus paisanos ni la sociedad en general pudieron conocer jamás el miserable papel que desempeñaron.
Cuando se asesinó al diputado sevillano y alcalde José González y Fernández de la Bandera[80] pudo pensarse que bastó la decisión de Queipo de Llano y la orden de su delegado Díaz Criado para que aquella acción se consumara. Sin embargo, su proceso muestra que se quiso justificar en base a sus «delitos». Para ello se buscaron testigos que no tuvieron reparo alguno en mentir, calumniar y difamar a Fernández de la Bandera, y que sus declaraciones quedaran recogidas en el auto de procesamiento que hizo el comandante Luis Pastor. A la farsa del proceso contra el diputado sevillano se prestaron los falangistas José Rivas Gutiérrez, Otelo Vizcaíno Soler y Luis González Diez, el ingeniero Julio Turmo Benjumea, que se presentó voluntariamente en la Auditoría de Guerra, y los militares Gonzalo García de Blanes Pacheco, Eleuterio Sánchez Rubio Dávila y José Sánchez Laulhé Alarcón. En una representación macabra «las personas de orden», todas integrantes de la trama, desde Queipo hasta el piquete de fusilamiento, demostraron su condición humana en la contribución que prestaron a la farsa que concluyó el 10 de agosto de 1936 con la aplicación del bando de guerra al doctor Fernández de la Bandera. Este tipo de hechos, que algunos no dudarían en considerar como su aportación a «la guerra civil», es de los que no suelen aparecer en ninguna biografía ni se transmiten de padres a hijos. Una vez más todo esto fue silenciado. Silencio y olvido constituyeron el mejor remedio frente a este pasado incómodo. La paz de Franco lo envolvía todo; había mucho que olvidar.
No hubo recato ni límite alguno para que las nuevas autoridades locales —guardias civiles, presidentes de gestoras, curas y falangistas— firmaran miles de informes falsos y calumniosos. Todo servía para acusar. Daba lo mismo que no hubiera ni una sola prueba contra los detenidos; bastaba con aplicarle los calificativos habituales de «peligroso», «exaltado», «marxista», etc., para convertirlo en enemigo de España. Los informes del Ayuntamiento y de Falange solían repetir el contenido del de la Guardia Civil; los curas, por su parte, se dedicaron a destacar cualquier aspecto «antirreligioso» de los detenidos: si no iba a misa, si tenía hijos sin bautizar, si no estaba casado por la Iglesia… Todo contribuía a definir al «ateo» o «anti-Dios»[81].
Desde esta perspectiva se puede comprender que numerosas personas quieran todavía hoy mantener un permanente silencio sobre lo ocurrido. Sencillamente no quieren saber (ni que se sepa), ni quieren oír (ni que se oiga); para ellas todo viene a ser «reabrir heridas». Es lógico que una gran parte de la sociedad, descendiente de esa inmensa masa de colaboradores y cómplices, delatores, confidentes, ejecutores o meros comparsas y partidarios, que prestaron su servicio a los golpistas y dieron vida al fascismo cotidiano, no quieran saber nada de aquello. Es propio de todas las dictaduras cuando desaparecen. Bien lo dijo Juan Gelman no hace mucho: «Desaparecen las dictaduras de la escena y aparecen inmediatamente los organizadores del olvido». Y es que en España, como dijo Bloy Casares sobre Argentina, «el olvido corre más ligero que la historia». El mismo Gelman nos recordó en su discurso por la concesión del premio Cervantes lo que dijo el nazi Klaus Barbie tras oír a un testigo declarar sobre sus crímenes: «Yo no me acuerdo de nada. Si se acuerdan ustedes, el problema es de ustedes».
Cuando terminó la pesadilla todo se orientó a ocultar la matanza fundacional del franquismo, a taparla con la «guerra civil» y, muy especialmente, a propagar una y mil veces los crímenes de los «rojos» y las maldades de Moscú. Todo ello envuelto en misas y tedeums, en una orgía de cruces, procesiones y santos. Había que blanquear el pasado y tranquilizar las conciencias. La Virgen de Guadalupe lució el fajín de Castejón y la Macarena el de Queipo. Sólo era cuestión de tiempo. Bastaría con esperar algunos años. Esperar a que murieran los últimos testigos, a que se asentase definitivamente el olvido, a que sólo quedase la versión de los vencedores. Para esto era necesario destruir o esconder los archivos comprometedores.
Nadie tuvo que responder ante ningún tribunal de justicia, hecho sobre el que cabría una última reflexión. El franquismo garantizó en todo momento la impunidad de su base social, especialmente la de aquellos franquistas destacados que tenían antecedentes violentos ya juzgados en el período republicano. Tal cosa, aunque fuese historia pasada, no iba a permitirse. Nada mancharía sus impecables biografías, de tal manera que, unos meses después de terminar la guerra, fue el propio Franco quien, el 23 de septiembre de 1939, limpiaba de un plumazo sus antecedentes, con la publicación de una vergonzante Ley de Amnistía que en su artículo primero establecía:
Se entenderán no delictivos los hechos que hubieren sido objeto de procedimiento criminal por haberse calificado como constitutivos de cualesquiera de los delitos contra la constitución, contra el orden público, infracción de las leyes de tenencias de armas y explosivos, homicidios, lesiones, daños, amenazas y coacciones de cuantos con los mismos guarden conexión, ejecutados desde el catorce de abril de mil novecientos treinta y uno hasta el dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, por personas respecto de las que conste de modo cierto su ideología coincidente con el Movimiento Nacional y siempre de aquellos hechos que por su motivación político-social pudieran estimarse como protesta contra el sentido antipatriótico de las organizaciones y gobierno que con su conducta justificaron el Alzamiento[82].
Era el cierre perfecto del círculo: golpe militar en el 36, amnistía en el 39, dictadura de cuarenta años, amnistía en el 77 y aquí no ha pasado nada[83].