DE LAS CIFRAS EXACTAS DEL GENERAL SALAS AL AUTO DEL JUEZ GARZÓN
El difícil despegue
Es muy probable que de no haber existido por parte de algunos el firme propósito de que el terror fascista no quedara silenciado y olvidado para siempre, a estas alturas estaríamos aún manejando las cifras exactas que el general Salas Larrazábal nos dejó en 1977 como herencia de lo que fue la historiografía franquista que él tan elegantemente personificaba. Así, con aquella bien presentada mistificación, verdadera orgía de números, porcentajes y técnicas de voleo y progresión, quiso dejar resuelto de un plumazo tan vidrioso asunto. Resulta un misterio saber cómo se movió en aquel marasmo estadístico para que, sin caer en las absurdas cifras que la propaganda e incluso el propio Franco mantuvieron durante mucho tiempo, en el resultado final los buenos siguiesen siendo buenos y los malos, malos. Es decir, los «nacionales» acabaron con 57 808 y los «gubernamentales» con 72 337[7].
Cuando se le advirtió, como ocurrió con motivo de unas jornadas celebradas en Córdoba en 1986, acerca de qué pasaba con la represión no inscrita y, por tanto, no controlada por su fuente básica y única, el INE, el general se limitó a decir que cuando falta gente por inscribir en una localidad lo único que podemos decir es que no están allí inscritos, no que no han sido inscritos, ya que lo pueden haber sido en cualquier otro lugar. O sea que, según esta absurda teoría, no cabría afirmar que alguien no ha sido inscrito hasta que fueran investigados no sólo todos los libros de defunciones de una localidad concreta desde el 36 a la actualidad, sino los registros civiles de todo el país. En cualquier caso Salas Larrazábal afirmaba, convencido, que la represión no inscrita nunca superaría el 10% de los inscritos[8]. Dado el estado de la investigación se podía permitir decir esto.
El general murió en 1993, cuando ya existían pruebas contundentes de que no tenía razón, como por ejemplo aquel libro de 1984 del colectivo navarro AFAN titulado ¡¡No, general!! Fueron más de tres mil los asesinados. Le hubiera bastado con cualquiera de las investigaciones provinciales que se realizaron desde los ochenta para percibir que lo que afirmaba era solamente válido, y no siempre[9], a partir de la puesta en marcha a comienzos de 1937 de la maquinaria judicial militar y los consejos de guerra sumarísimos de urgencia. Ése fue también el momento en que por orden militar los presos existentes en los depósitos municipales pasaron a depender de las Auditorías de Guerra. ¿Ignoraba estas cosas tan básicas Salas?
Lo que el general parece que no tuvo en cuenta es que el instrumento utilizado por los golpistas para imponerse por el terror desde el 17 de julio hasta principios de 1937 fueron los «bandos de guerra». ¿No sabía acaso que sus colegas militares y guardias civiles llevaban un recuento, éste sí bastante exacto, de todas las personas que estaban siendo asesinadas? ¿Desconocía que los responsables de la desaparición de miles de personas por bando de guerra no pasaban comunicación alguna ni a las familias de los afectados ni a los registros civiles? ¿No se percató en su análisis de los datos del INE de que el goteo de inscripciones relacionadas con la represión se prolongó a partir de la aprobación del decreto 67 de noviembre de 1936 sobre inscripción de desaparecidos a lo largo de los años cuarenta y cincuenta, disminuyó, sin desaparecer, en los sesenta y rebrotó a fines de los setenta con la Ley de Pensiones de Guerra? Por último, ¿no le hubiera resultado más fácil acudir, en vez de al INE, a sus amigos militares y guardias civiles para que le informaran de los verdaderos efectos de la represión? Si alguien como Pemán pudo hacerlo, ¿por qué no él[10]?
La verdad es que resulta difícil de creer y de admitir tanta ignorancia. Todo esto le podría haber orientado sobre la gravedad del problema pero, por la razón que fuera, optó por eludirlo concentrando sus energías en demostrar que, pese a todo y aunque los franquistas tampoco lo hicieron mal, mataron más los rojos. Para la época era un mensaje que encajaba bien: se bajaban las cifras infladas que se habían manejado hasta entonces, se reconocía que los «nacionales» mataron más de lo que jamás habían reconocido y se seguía manteniendo una cifra considerablemente más alta para el terror rojo. En definitiva, la operación respondía al viejo lema gatopardesco sobre la conveniencia de cambiar algo para que todo siga igual.
También hay que tener en cuenta otra cosa. Era previsible lo que se avecinaba y había que salvar los restos del naufragio. Ésa fue la tarea de Salas, todavía reconocida por los herederos de la historiografía franquista. Lo que se avecinaba era simplemente la gente queriendo saber. Y fue aquí donde empezaron los problemas y se vieron las consecuencias del pacto del olvido y de la amnistía del 77. Los archivos militares eran aún un mundo cerrado y para los demás hacían falta los permisos de las más altas instancias: de la Dirección General de Registros para los libros de defunciones de los juzgados y de la Fiscalía General del Estado para la Causa General. Para acceder al Servicio Histórico Militar, por ejemplo, fondo clave para cualquier investigación sobre la sublevación convertido por la dictadura en coto privado de los historiadores franquistas, se requería un aval de un militar o un personaje ilustre. Por supuesto los archivos de las capitanías y los fondos judiciales militares era como si no existieran. Mientras tanto, los únicos que podían haber cambiado esa situación, los responsables de Cultura de los tiempos de la UCD y el PSOE, miraban para otro lado, como si no fuera con ellos o, simplemente, ni siquiera eran conscientes del estado anómalo en que seguía el patrimonio documental pese a haber pasado de la dictadura a la democracia[11]. La mejor prueba de ello es que, en más de treinta años y a veinticinco de la Ley de Patrimonio Documental de 1985, nadie haya tenido tiempo de preparar una ley de archivos.
Por su parte, el Archivo Histórico Nacional, tanto el de Madrid como el de Salamanca, sede del entonces llamado Archivo de la Guerra Civil, exigía la tarjeta nacional de investigador, que por entonces solamente se podía obtener si se contaba con el respaldo de un departamento universitario[12]. En aquellos años, la Universidad española en general no sólo no estaba dispuesta a avalar nada semejante sino que abortaba todo intento de investigar en esa dirección[13]. Esta situación, con alguna excepción conocida como las de Málaga o Almería, fue común a los años ochenta e incluso se mantuvo en muchos centros a lo largo de los noventa. En realidad lo raro hubiera sido que una Universidad moldeada por el franquismo y en la que la secta opusina controlaba enormes parcelas de poder (el caso de Sevilla era espectacular) abogase por la investigación del golpe militar del 36 y sus consecuencias, una de las cuales era precisamente esa misma Universidad en el estado en que nos había llegado.
Esta lamentable situación contribuyó a que apenas existiesen este tipo de investigaciones durante años y que las pocas que hubo fueran cosa de simples peatones de la historia, expresión que tomo precisamente de Alberto Reig Tapia, al que debemos textos fundamentales para conocer las dificultades que existieron en aquellos años. Si se observa la bibliografía, y si exceptuamos obras de hispanistas como Gibson o Fraser[14], se verá que en la década que va de 1976 a 1986 sólo ven la luz una docena de trabajos sobre la represión, todos ellos posteriores a 1982, y que, salvo dos que eran tesis doctorales (Nadal, 1984, y Quirosa, 1986), el resto se trata de universitarios o profesionales por cuenta propia (Carlos Fernández, Reig Tapia, Moreno Gómez, Solé y Villarroya) e iniciativas populares (Herrero Balsa, Hernández García, la Asociación de Viudas de Oviedo y los colectivos navarros AFAN y Altafaylla Kultur Taldea). Esto significa que las políticas de silencio y olvido llevadas a cabo desde la transición habían logrado sus objetivos: reducir a la mínima existencia las pesquisas sobre el pasado oculto. En este contexto se explica la escandalosa declaración del Gobierno socialista de entonces sobre el cincuenta aniversario de la guerra civil en el sentido de manifestar su respeto no solo a los que defendieron la libertad y la democracia sino también «a quienes desde posiciones distintas a las de la España democrática, lucharon por una sociedad diferente a la que también muchos sacrificaron su propia existencia».
Esta declaración corresponde plenamente al clima de relativismo moral que surge de la transición, clima que presupone que la República frustró las expectativas puestas en ella por gran parte de la sociedad española, que las responsabilidades por la guerra y sus desastres fueron colectivas y que la violencia y el terror se practicaron por igual en ambas zonas. La nueva situación y la posibilidad de tocar poder requerían dejar atrás ideas y principios que pertenecieron a otra alternativa ya abandonada. De ahí que no hubiera problema alguno en olvidar y silenciar ese pasado negro, molesto para unos y otros, y tan felizmente superado tras cuatro décadas de dictadura en un ejemplo sin parangón en la historia. Lógicamente lo acorde con este clima es dejar que los documentos se pudran, como ocurrió con tantos archivos municipales precisamente en esos años[15]; y poner todo tipo de trabas a la investigación del pasado reciente, lo cual se consigue no legislando o haciéndolo de forma confusa, como se hizo en la Ley de Patrimonio Documental de 1985, en la que, en última instancia y dada la ambigüedad de la redacción del articulado, se hacía recaer sobre el archivero la decisión de permitir o negar el acceso a los documentos. Si además se deja que quede casi intacta la memoria del fascismo y no se pone en práctica política de memoria alguna, el panorama queda completo. Deberán ser, pues, los propios ciudadanos, por su cuenta y a sus expensas, los que deban buscarse la vida si quieren indagar en ese pasado prohibido. Este estado de cosas lo explicó recientemente el hispanista alemán Walter Bernecker:
Con su ahistoricidad, la socialdemocracia española continuó la pérdida de memoria del pueblo impuesta en tiempos de Franco. En ambos casos, la marginalización y el desplazamiento de la historia sirvió para estabilizar las relaciones de poder existentes[16].
Entre 1987 y 1996, fecha en que el PP llega al poder, la producción de trabajos sobre la represión casi se triplica. Se caracterizan estos años por la proliferación de trabajos locales e incluso provinciales —los hay prácticamente de todo el país—, pequeñas publicaciones en su mayor parte elaboradas tanto por gente con estudios de historia como por investigadores vocacionales, sufragadas en general por los propios autores y también por algunas instituciones. Me refiero a los trabajos sobre la represión en León (Álvarez Oblanca y Serrano), El Rubio (Durán Recio), Cartagena (Egea), Madrid (Gibson), Almendralejo (Rubio y Gómez Zafra), Mallorca (Schalekamp), Oviedo (Asociación de Viudas), Pozoblanco (García de Consuegra y los hermanos López), Sevilla (Espinosa), Zamora (Sénder Barayón), Tomelloso (Cañas), Tenerife (García Luis) o Huelva (Espinosa).
La otra particularidad de estos años es la incorporación de la Universidad a la investigación de la represión, como puede comprobarse por las obras de Glicerio Sánchez Recio (Alicante, 1991), María Cristina Noval (La Rioja, 1992), Casanova y su equipo (Aragón, 1992), Francisco Cobo (Jaén, 1993), Vicent Gabarda (Valencia, 1993), Encarna Barranquero (Málaga, 1994), Jacinta Gallardo (Badajoz, 1994), Julián Chaves (Cáceres, 1995), Matilde Eiroa (Málaga, 1995) y Miguel Ors (Alicante, 1995).
Tiempo de memoria
Es en este panorama en el que irrumpe entre 1996 y 1997 el movimiento por la memoria con las diversas iniciativas de grupos como la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales (AABI) o Archivo Guerra y Exilio (AGE) en torno a los brigadistas, los guerrilleros o los exiliados. El éxito de estas actividades demostró que existía una sensibilidad social hacia estas cuestiones, apagada hasta entonces, que pareció brotar en medio del cambio político producido en marzo de ese año. De hecho no tardaría mucho tiempo —el justo para que el PSOE renovara sus cargos tras la convulsa legislatura y la amarga derrota— en producirse un curioso fenómeno. Sin que esto suponga dudar de la sinceridad de algunos de los nuevos dirigentes y, sobre todo, de los sentimientos de cierta base sacrificada hasta el momento al supremo precepto felipista de no mirar atrás salvo en privado, lo cierto es que, pronto, algunos percibieron que la «memoria histórica» podía ser un arma contra el PP. La razón es simple: el partido de Fraga, Aznar, Mayor Oreja, Acebes, Cascos, Aguirre, Camps, etc., no sólo no ha roto nunca con el pasado fascista sino que lo justifica y reivindica como una etapa, que aún con sus claroscuros, fue positiva para España. Naturalmente, desde estos presupuestos y con líderes que han hecho sin rubor alguno manifestaciones abiertamente profranquistas como Fraga Iribarne y Mayor Oreja, no es de extrañar que la derecha aborrezca todo lo referente al movimiento promemoria —muy especialmente las exhumaciones— y que el PSOE se aprovechara de las circunstancias para desgastarlo.
Consciente de esta debilidad, el PP aguardó prudentemente que le llegara el triunfo por mayoría absoluta del 2000 para contraatacar y lo hizo atrayendo hacia sus reductos mediáticos, cada vez más escorados hacia la extrema derecha, a una serie de individuos entre los que cabría destacar, entre otros, a Moa, a Vidal y a Jiménez Losantos[17]. Aquí ya la derecha, libre de los pactos de la legislatura anterior, se quitó la máscara y mostró su verdadera faz, la cual provocó cierto escalofrío en parte de la sociedad española, puesto que recordó mucho algo que podría haber sido catalogado —recogiendo la idea de Brecht acerca del fascismo democrático— de «franquismo democrático»[18]. Un período repleto de episodios ridículos que producían vergüenza ajena y que concluyeron en el desastre electoral de 2004, debido más a quienes, sin ser votantes del PSOE, decidieron votarlo para verse libres de esa derecha lanzada en pendiente, que a la escandalosa manipulación informativa que desde el poder se hizo del terrible atentado del 11 de marzo. Pese a todo, y esto es lo que interesa de cara a lo que tratamos, el PP mantuvo prácticamente su electorado.
Y fue precisamente en estos años cuando se produjeron los pasos que llevarán a la Ley de Memoria: a la actividad de AGE siguió en el 2000, por iniciativa de un investigador de la represión, Santiago Macías, y del nieto de una víctima de la represión, Emilio Silva Barrera, la creación de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), que inició su actividad con la exhumación de la fosa de Priaranza del Bierzo, donde fueron exhumados Emilio Silva Faba y doce personas más. Luego siguieron: un amplio reportaje del verano de 2002 en las páginas del suplemento dominical de El País sobre la mencionada exhumación, hecho reseñable por marcar el momento en que los medios de comunicación vuelven la mirada hacia estos asuntos; la condena del franquismo pactada a tres bandas (PSOE-PP-IU) en el Parlamento en noviembre de ese mismo año y, finalmente, la vuelta al poder de los socialistas en marzo de 2004 con el compromiso de poner en marcha una Ley de Memoria Histórica. En medio, en 2003, surgiría la otra asociación nacional, el Foro por la Memoria, presidida por José María Pedreño y vinculada al PCE.
El compromiso mencionado se cifró en la creación de una comisión interministerial dependiente de Vicepresidencia que debía elaborar un informe sobre la situación existente y estudiar las reivindicaciones de los diferentes colectivos y asociaciones. Todo ello como paso previo a la elaboración de la ley. Las dificultades del empeño se pusieron inmediatamente de manifiesto en todos los campos, tanto en la propia comisión como en el Parlamento. En 2006, casi al mismo tiempo que se presentaba ante la justicia una demanda por desapariciones forzosas que luego tendría repercusión, se hizo público un primer borrador de la Ley de Memoria que contenía puntos tan absurdos como que los encargados de los archivos tacharían los nombres de los represores de los documentos que proporcionasen a familiares e interesados o que, validado por un llamado «tribunal de notables», se les haría entrega de un diploma de reconocimiento de los daños padecidos por las víctimas, documento que carecía de cualquier otro valor, económico o jurídico, que el meramente testimonial.
A finales de 2007, finalmente y ya in extremis ante la cercanía de las elecciones, el Gobierno salva su proyecto de Ley de Memoria Histórica, bautizada con un nombre larguísimo que nadie recuerda y del que desaparecen los aspectos más ridículos del borrador —salvo el diploma—, pero que ignora las principales demandas, tales como que el Estado asumiese la localización y exhumación de fosas; la anulación de las sentencias dictadas por la maquinaria judicial militar franquista a consecuencia de la sublevación y la guerra civil; la creación de un gran archivo de la represión, que reuniese toda la documentación civil y militar dispersa por el país, la mayor parte de ella en condiciones inapropiadas y con todo tipo de problemas para su correcta conservación y uso, y la transformación del Valle de los Caídos en un centro dedicado a conservar la memoria del trabajo esclavo.
La ley, sin embargo, crea por primera vez en España un marco legal que posibilita una cierta política de memoria, plantea la eliminación de símbolos y reliquias franquistas, intenta facilitar el acceso a la documentación relacionada con la guerra civil y transforma el Archivo de la Guerra Civil de Salamanca, sin duda uno de los que mejor funcionaban en todo el país, en el Centro Documental de la Memoria Histórica. El Gobierno saca adelante la LMH con la ayuda de IU y de diversos partidos nacionalistas, todo ello a cambio de la modificación de una ley anterior de fines de los noventa que les permite sacar considerables beneficios en concepto de bienes expropiados por el franquismo cuya propiedad no había podido ser demostrada. Luego el PSOE volvió a ganar las elecciones y, por lo que respecta a la Ley de Memoria Histórica, se entró en un período de atonía, que era por otra parte lo que parecía que se deseaba desde el poder, cansado ya de un asunto engorroso que le traía más sinsabores que alegrías.
Breve crónica de una derrota
Este estado de calma saltó por los aires el 1 de septiembre de 2008 cuando el juez Baltasar Garzón lanzó la que la prensa consideró «la mayor investigación sobre los desaparecidos del franquismo». Según leímos entonces, no sin cierta perplejidad, «lo que el juez quiere saber es el número de personas enterradas en fosas comunes desde el 17 de julio de 1936, jornada previa al denominado por los ganadores de la guerra como día del “alzamiento”, sus identidades y las circunstancias en que fallecieron», decía El País del día siguiente. Las asociaciones acogieron la iniciativa «con satisfacción y cautela» y la derecha política y judicial saltó de inmediato con su discurso de siempre: no había que remover las heridas del pasado, resueltas desde la transición. Por su parte, los juristas daban ya por hecho que el procedimiento penal contra el franquismo tenía los días contados. Hay varios motivos pero mal futuro esperaba a este empeño desde que a fines de ese mes de septiembre Rodríguez Zapatero designó para presidir el Tribunal Supremo y el Consejo General del Poder Judicial a Carlos Dívar Blanco. Las razones de tal nombramiento resultan aún un misterio.
El tono subió cuando el 17 de octubre el juez Garzón, mediante un auto digno de análisis, atribuyó a Franco y a sus compinches un plan sistemático de exterminio. La reacción de la derecha fue tremenda. La Iglesia respondió con la presentación de dos gruesos tomos con sus «mártires de la fe». El PP acusó a Garzón de «tener últimamente el norte un tanto perdido» y, cómo no, de «reabrir heridas felizmente cerradas». Hasta los falangistas se permitieron acusar al juez de «revanchismo talibán» y afirmaron que «Falange jamás propugnó ningún tipo de violencia». Los titulares de prensa de aquellos días, en efecto, debían alterar enormemente a las derechas. Basta recordar los conceptos que se estaban manejando: golpe militar, crímenes, aniquilación, exterminio, desaparecidos, delitos permanentes, etc. La novedad era que lo usual en los libros de historia desde muchos años antes llegaba ahora por fin a la justicia y, de paso, a los medios de comunicación.
La portada de Público de 17 de octubre debió de amargar el día a más de uno: una conocida foto de un grupo de militares, entre otros Franco, Cabanellas, Mola y Saliquet, con un gran titular en el que se leía: «72 años, 2 meses y 28 días después del golpe del 36… FRANCO Y SUS GENERALES ACUSADOS DE CRÍMENES CONTRA LA HUMANIDAD». Pero no fue sólo la derecha la que atacó al juez Garzón y a la iniciativa en marcha. Sin duda conscientes de que la propuesta del juez afectaba también al proceso de transición, fueron también críticos con Garzón Santiago Carrillo, Alfonso Guerra, Fernando Savater, Joaquín Leguina, Rodríguez Ibarra e incluso el propio Rodríguez Zapatero, quien afirmó que Franco ya había sido juzgado por la historia. O sea que aquí tenemos al PP al completo y al PSOE en sus diferentes modalidades. Esta sintonía presagiaba ya un futuro dudoso para el proceso abierto contra los crímenes del franquismo.
El 21 de octubre de 2008, el fiscal Javier Zaragoza, además de pedir la nulidad del proceso, acusó a Garzón de «abrir una “causa general” contra el franquismo» y de iniciar «una inquisición general», lo cual significa que el fiscal o exageraba adrede o ignoraba qué fueron realmente la Causa General y la Inquisición. En el fondo, Zaragoza pensaba no sólo que la vía penal no era la adecuada para llevar esa demanda sino que el asunto planteado por el juez Garzón no correspondía a la justicia sino al Gobierno, es decir, que era cosa del poder ejecutivo y no del judicial. Desde luego, lo que no conocía el fiscal era la cuestión de fondo, es decir, la represión. Si no, no se explica que en el auto considerara «público y notorio que las víctimas fueron ejecutadas entonces» o que en relación también con las víctimas dijera que «las fuentes de pruebas están debidamente custodiadas por el Estado, los entes locales y demás instituciones…». Está claro que el fiscal de la Audiencia Nacional, al igual que los políticos cuando abordaron estos asuntos en el Congreso, no sabe ni cómo se desarrolló la primera fase del golpe militar ni el estado de los archivos españoles, especialmente de los relacionados con la represión, lo cual tampoco es de extrañar.
Una de las pocas cosas que dio tiempo de hacer con la comisión que debía asesorar al juez aún activa y que se debió a iniciativa de quien esto escribe fue un encuentro con las responsables de los archivos de Interior, la secretaria general técnica del ministerio, María de los Ángeles González García, y Rosana de Andrés, jefa de Área de Coordinación de Archivos y Gestión Documental y directora del Archivo General de dicho ministerio. Les hice entrega de un dosier con copias de diferentes documentos de diversa procedencia (Ejército, Guardia Civil y Policía), todos ellos con información detallada sobre personas represaliadas, con la intención de saber si sería posible dar con la documentación que sirvió de base para su elaboración. Mostraron dudas y plantearon un posible problema: según parece, no cabía exigencia legal alguna con respecto a documentos anteriores a la Ley de Patrimonio Documental del 1985, o sea, que de ser esto cierto, lo cual me permito dudar, todos los organismos relacionados con la represión habían dispuesto hasta 1985 para hacer con la documentación que poseían lo que les vino en gana seguros de que nadie les podría pedir cuentas. Realmente, ¿no era delito en España ocultar o destruir documentos de carácter público antes de 1985?
Pacientemente, la Audiencia fue tumbando una a una todas las iniciativas de Garzón hasta que, de pronto y sin aviso previo, el 18 de noviembre de 2008 el juez, adelantándose a lo que iba a pasar, se inhibió de la causa que había puesto en marcha pasándosela a una serie de juzgados afectados por la existencia de fosas comunes. Aquí pareció acabar esta historia, pero no fue así. Poco después, el 1 de marzo de 2009, un reportaje de prensa resultó premonitorio; su título: «Objetivo: Garzón. Van a por él»[19]. Dos meses después, a finales de mayo, el Tribunal Supremo admitía contra el criterio de la Fiscalía y en medio del alborozo de las derechas (desde el PP al Frente Nacional) una querella presentada por el sindicato ultraderechista Manos Limpias contra el juez Garzón acusándole de prevaricar (dictar resoluciones injustas a sabiendas de que lo son) en la investigación de los crímenes del franquismo. A la querella se sumarían posteriormente, y serían aceptadas sin problema, las de la Asociación Libertad e Identidad y Falange; luego vendrían dos querellas más[20].
El que firmó la aceptación a trámite de la querella, con el acuerdo de sus compañeros de la Sala Penal, fue el magistrado del Supremo Adolfo Prego de Oliver Tolivar, patrono de honor de la Fundación para la Defensa de la Nación Española, estrechamente relacionada con el sindicato mencionado y cuyo presidente pertenece al PP. Tanto Dívar como Prego participan en actividades de la hermandad del Valle de los Caídos y el último de ellos, aparte de estar radicalmente en contra de la LMH —declaró que constituye «una perversión ética» y fue uno de los firmantes del llamado «Manifiesto por la Verdad Histórica», uno de los productos del entorno de Libertad Digital— no sólo participa de las ideas de Moa sino que incluso ha intervenido en la presentación de uno de sus libros. Por su parte, el querellante, un tal Miguel Bernard, funcionario del Ayuntamiento de Madrid, procede del círculo de Fuerza Nueva, fue secretario del Frente Nacional y es un experto en poner demandas desde hace años[21]. Todo parece indicar que este individuo y su sindicato fantasma no han sido más que el instrumento utilizado por el Supremo para justificar su actuación contra Garzón.
Con todo, la primera querella, la que mostró más claramente los límites de las políticas de memoria en nuestro país, fue la que procede de la causa abierta contra el franquismo y sus crímenes. En sintonía con este contexto regresivo, unos meses después, a fines de junio de 2009, PSOE y PP pactaban sin problema alguno restringir la intervención de España en los casos de jurisdicción universal y poco después, en octubre, acordarían igualmente eliminar de entre los asuntos que se podían perseguir una mención a los «crímenes de guerra». También dentro de la «operación desguace» de la iniciativa del juez Garzón cabe encajar la idea del Gobierno de solicitar al juez la documentación acumulada en las diligencias previas de la causa 399/2006-E al objeto de trasladar lo más valioso a Salamanca. Es más, en lo que podría ser considerado como una burla final —dar información sobre las víctimas a elementos afines al golpe militar que las causó—, parece que el propio instructor Varela ha propiciado que los querellantes tengan acceso a esa misma documentación, hecho denunciado por las asociaciones que la proporcionaron.
A comienzos de septiembre, Luciano Varela citó al juez Garzón como imputado para ser interrogado sobre la investigación que realizó de los crímenes del franquismo. Unos días después, el 10, éste declaró: «Actué aplicando el Derecho para investigar los hechos, depurar las responsabilidades y para proteger y resarcir a las víctimas». El resto del año fue absorbido por la búsqueda de los restos de Lorca, un verdadero culebrón que acabó en estrepitoso fracaso. En medio, las peticiones infructuosas del defensor de Garzón, Gonzalo Martínez-Fresneda, pidiendo el archivo de la querella y diciendo que Varela practicaba una «instrucción que se inclina por la pura prospección, en una variante propia de un proceso inquisitorial… no tanto para probar lo que ha pasado sino, realmente, para probar a ver qué pasa»[22]. Las intenciones tortuosas del instructor Varela, uno de los fundadores de Jueces para la Democracia allá por 1984, culminaron a finales de febrero de 2010, cuando permitió la entrada de Falange en el juicio al juez Garzón «en defensa del derecho al honor de nuestro movimiento y sus miembros»[23].
A fines de enero de 2010, el Ministerio de Justicia llegaba a un acuerdo con ocho comunidades autónomas —Andalucía, Aragón, Asturias, Cantabria, Castilla-La Mancha, Cataluña, Extremadura y País Vasco— para la localización de fosas comunes e identificación de los restos hallados en ellas; ninguna de esas comunidades era del PP.
Finalmente, el 24 de marzo de 2010, el Tribunal Supremo, mediante auto firmado por el magistrado Prego, rechazó el recurso de apelación del juez Garzón allanando aún más el camino al instructor Varela, quien finalmente el 7 de abril decidió sentar al juez en el banquillo por haber instruido la causa contra los crímenes del franquismo. A falta de saber el final de esta historia, en medio de la repulsa nacional e internacional y con el otoño cargado de inciertos presagios, sí cabe llamar la atención sobre el destino del único intento serio que se ha hecho en España por crear una verdad jurídica en consonancia con la verdad histórica en permanente construcción desde hace tres décadas sobre la represión franquista. Una vez más, la transición se levanta como muro infranqueable frente a cualquier intento de mostrar la verdad de lo ocurrido y hacer un poco de justicia. En la situación actual, la derecha permanente no puede impedir la publicación de libros de todo tipo sobre las consecuencias del golpe militar de julio del 36 —bastante ya se he hecho y se hace aún por ocultar documentación y poner trabas a la investigación[24]—, pero sí puede, porque para eso es predominante en zonas clave del aparato judicial, bloquear y expulsar del Cuerpo al juez que intenta llevar algo de verdad, justicia y reparación a ese pasado aún vivo en las víctimas que yacen por medio país en fosas comunes y en sus descendientes[25].
La oposición frontal de la derecha, las críticas surgidas desde el propio partido socialista y las dificultades de acuerdo con los partidos que podían apoyarla acabaron por producir una ley de memoria que no satisfizo a nadie, por más que para unos es mejor que nada y para otros un desvarío propio de iluminados con el que hay que acabar en cuanto sea posible. Pero han sido, sin duda, todas las maniobras de los poderes establecidos desde la transición, con la amnistía de 1977 como bandera, las que han proporcionado el increíble espectáculo de ver cómo de la manera más descarada y chapucera posible se ponía fin a una iniciativa molesta[26]. Así pues, deberán ser la Historia y la Memoria las que sigan supliendo esa carencia.
ESTADO DE LA CUESTIÓN
Tres décadas de investigación contra corriente
Han sido y son muchas las energías empleadas en dejar constancia de las consecuencias del golpe militar de julio de 1936. Durante mucho tiempo el deseo de investigar este asunto sólo provocaba rechazo y problemas. Y ha sido tal el empeño manifestado por algunos desde hace ya tiempo en dar por supuesto que en la transición no sólo no hubo pacto de silencio sino que no quedó asunto por escudriñar, que ha habido que demostrar pacientemente y con no poco trabajo que no fue así, que los libros sobre represión tardaron en llegar y que se hicieron a pesar de y contra los elementos que deseaban dar por cerrado todo con la Ley de Amnistía de 1977 y con la Constitución de 1978. Por eso, para evitar las reescrituras del pasado, tentación permanente en quienes se suelen situar habitualmente más cerca del poder que de la verdad, resultó conveniente dejar por escrito quiénes fueron los que realmente acometieron esa tarea, por qué fue tan difícil, qué etapas hubo que superar, cuándo y por qué irrumpió el movimiento en pro de la memoria histórica y qué nuevos escollos surgieron en el camino que llevó a la llamada Ley de Memoria y al auto del juez Baltasar Garzón[27].
Víctimas de la guerra civil llegó en el momento apropiado, en 1999, cuando ya se había iniciado el movimiento social que llevaría la memoria de la represión franquista de la calle al Parlamento. Contó para ello con las personas idóneas, los pioneros de estas investigaciones, Solé, Villarroya y Moreno Gómez, y Casanova, coordinador del magnífico estudio sobre la represión en Aragón[28]. El cuadro con los datos de las víctimas provincia a provincia fue realizado por Francisco Moreno Gómez con su propio esfuerzo y con la ayuda de los que habíamos trabajado estas cuestiones. Poco después, en 2002, apareció Morir, matar, sobrevivir, cuyo origen está en un seminario organizado por el profesor Josep Fontana en el Instituto Universitario de Historia Contemporánea «Jaume Vicens Vives» a fines de 2000. De aquí surgirá la idea del libro, que fraguará finalmente añadiendo a los tres ponentes del seminario, Conxita Mir, Julián Casanova y quien esto escribe, un cuarto colaborador, Moreno Gómez, y delegando las tareas de coordinación en Casanova.
En los años que van de la publicación de estos trabajos a la actualidad, la situación ha variado notablemente, tanto en lo que se refiere al estado de la investigación como, sobre todo, por lo que afecta a la socialización de este pasado oculto y reciente. Así, es con posterioridad al 2002 cuando surgen los grandes proyectos por la memoria (Extremadura, Andalucía, Cataluña, Galicia, Aragón, País Vasco) y cuando gran parte de la geografía española se puebla de actos, jornadas y publicaciones en memoria de las víctimas de la represión fascista. Numerosas imágenes, lápidas, folletos, monolitos, libros y esculturas dejarán constancia de esta gran movilización de base que ha recibido la ayuda tanto de diversos gobiernos autonómicos como del propio Gobierno. Significativamente ni una sola comunidad dirigida por la derecha ha apoyado estas iniciativas, bien económicamente como a través de medidas legales orientadas a reparar parte del daño sufrido.
He aquí la gran falla que separa a los que nada quieren saber ni que se sepa de ese pasado, que dan por cerrado y borrado desde 1977, de los que, al menos, y por más tímidas que hayan sido las medidas tomadas, han demostrado cierta sensibilidad para las demandas sociales. En realidad, lo que esta situación demuestra es que la continuidad nunca rota del proceso que conduce de la dictadura a la democracia ha impedido que importantes sectores de la sociedad española se desprendan de la capa de propaganda con que la dictadura los envolvió durante décadas. De ahí la dificultad y el rechazo a llamar a las cosas por su nombre, y de ahí, por extensión, la firme y descarada actitud de tantos funcionarios civiles y militares en los años ochenta y noventa de negarse a permitir el acceso a la documentación que consideraban delicada. El modelo de transición reforzó el sentimiento de impunidad y criminalizó y excluyó a los que, en su deseo de ver lo que nadie debía ver y de dar a conocer lo que nadie debía saber, no aceptaron el pacto de silencio ni la amnistía, ni que el silencio y el olvido fueran el precio de la supuesta reconciliación nacional.
Libros contra el silencio y el olvido
Desde la perspectiva en la que se sitúa este trabajo resulta imprescindible actualizar aquel cuadro de 1999 con las cifras de la represión y también la bibliografía. Ambos empeños plantean múltiples dificultades que conviene comentar. Digamos, para empezar, que resulta imposible estar al día en las publicaciones que sobre represión se vienen produciendo por todo el país en estos últimos años. Una cosa, ya complicada en sí, es controlar los libros que cuentan con el ISBN correspondiente y que serán mínimamente distribuidos, y otra muy diferente seguir la pista de trabajos cuya edición ha estado a cargo de los propios autores o de ayuntamientos, colectivos y asociaciones, etc. Los libros recogidos en la bibliografía general sólo quieren ser una muestra suficientemente representativa —en modo alguno exhaustiva— de lo que se ha hecho en España sobre represión en los últimos treinta años, tanto por parte de la historia como por parte de la memoria. Partiendo de dicha base, obsérvese primero la distribución por ciclos políticos:
1976-1981………… | 2 |
1982-1996………… | 52 |
1997-2003………… | 49 |
2004-2009………… | 109 |
Y ahora veamos lo que ha supuesto la irrupción del movimiento promemoria, cuyo surgimiento hay que situar en torno a 1996-1997 y que tendrá un momento álgido a fines de 2002, con la declaración conjunta de condena del franquismo y con el reconocimiento por parte del PSOE, de cara a las elecciones de 2004, primero del interés social existente por estas cuestiones y después con la declaración en julio de 2006 como «Año de la Memoria Histórica» y del largo proceso que conducirá en diciembre de 2007 a la aprobación de la Ley de Memoria:
1976-1996………… | 54 |
1997-2002………… | 40 |
2003-2009………… | 118 |
Veamos ahora en detalle la última etapa
2003…………… | 9 |
2004…………… | 7 |
2005…………… | 10 |
2006…………… | 23 |
2007…………… | 19 |
2008…………… | 26 |
2009…………… | 24 |
Si en vez de tomar por referencia la mencionada condena de 2002 optásemos por el año 2000, momento en que surge el asunto de la fosa de Priaranza del Bierzo, y contemplásemos lo anterior por décadas, tendríamos otra perspectiva de carácter temporal también interesante:
1982-1989………… | 24 |
1990-1999………… | 46 |
2000-2009………… | 140 |
En fin, no creo que requiera mayor demostración el efecto que el boom de la memoria ha producido en todo lo referente a la investigación y divulgación de las consecuencias de la represión franquista. A finales de los años setenta, las exhumaciones salvajes que se realizaron en numerosos puntos del país fueron arrinconadas en una revista como Interviú; entre 2000 y 2002, la sociedad española asistió entre la incredulidad de unos y la alarma de otros a algo que poco antes nadie podía imaginar: la formación de una asociación de ámbito nacional que pretendía dar sepultura digna a sus familiares asesinados en el 36 y esparcidos por cunetas, campos y fosas de buena parte del país. En los años setenta, además de los hijos, todavía participaron en estas tareas los viudos y viudas y los hermanos de las personas asesinadas; en los 2000 serán los hijos y nietos.
¿Y la represión que afectó a la derecha? En teoría no debería plantear duda alguna, ya que a ella se dedicó ese gran proyecto del Estado franquista que fue la Causa General, cuya documentación, depositada en el Archivo Histórico Nacional, es ya accesible por internet[29]. Sin embargo, los estudios provinciales han demostrado que, aunque de obligada consulta por diversas razones, los resultados de este gran proceso están inflados. Es sabido que en gran parte del territorio la dimensión del terror rojo no alcanzó las dimensiones esperadas, razón por la que sus resultados no fueron hechos públicos y sólo vio la luz el libro llamado Causa General. La dominación Roja en España. Avance de la Información instruida por el Ministerio Público, prologado por Eduardo Aunós, ministro de Justicia, en diciembre de 1943 y publicado poco después por ese Ministerio[30]. La razón por la cual debe revisarse es simple: una misma víctima puede ser recogida por varios conceptos, ya sea por el lugar de nacimiento, por el de residencia o por donde fue asesinada. Servirá un ejemplo que conozco bien: ocho personas de Villafranca de los Barros (Badajoz) fueron asesinadas en pueblos cercanos como Fuente del Maestre y Campillo de Llerena, y en Madrid y, sin embargo, no sólo aparecen en esas localidades sino también en la Causa General de Villafranca[31]. Conozco casos similares a éste en otras provincias que he investigado, caso de Huelva.
Existe también otro problema: se incluyen como víctimas de la represión gente que murió en enfrentamientos armados, tanto vecinos como guardias civiles, al intentar que sus localidades se sumaran a la sublevación. Habrá quien diga que con las víctimas de izquierdas ocurre otro tanto, pero no es lo mismo: aunque unos y otros murieron luchando, no cabe equiparar la muerte de quien muere defendiéndose y con la ley de su lado, con la muerte de quien muere atacando y fuera de la ley. También hay que tener en cuenta que el monopolio de la violencia lo tenían los sectores del Ejército y de la Guardia Civil que iniciaron la agresión; la sociedad civil no estaba armada ni preparada para rechazar una agresión semejante, como bien se vio en la zona suroeste, donde a un lado vemos a la resistencia popular poco organizada y mal armada salvo excepción y al otro las columnas africanas, fuerza de choque del ejército. Es curioso, por otra parte, señalar que en numerosas inscripciones de personas de izquierdas se puso como causa de muerte «choque con la fuerza pública» con la clara intención de ocultar la verdadera causa, que no era otra que el asesinato. Esto se hizo así para dejar las menos pruebas posibles de la matanza. En consonancia se ordenó tachar las causas de muerte en las que quedaba clara la razón, como por ejemplo «muerte violenta».
En cualquier caso, han sido numerosas publicaciones las que en estos años han insistido en recordar la que han dado en llamar «la otra memoria». Frecuentemente cuando desde estos ámbitos se arremete contra el movimiento en pro de la memoria se olvida no sólo lo que por las víctimas de los vencedores se hizo desde el mismo año 36 hasta el final de la dictadura sino, sobre todo, la tarea de beatificaciones que la Iglesia española viene practicando con sus mártires desde 1987. Tanto lo que hicieron el franquismo entonces como la Iglesia ahora constituyen verdaderas políticas de memoria, pagadas además con dinero público pero sólo en beneficio de los suyos. ¿Acaso no le basta a la Iglesia con las decenas de martirologios publicados a partir del 36? ¿No se da cuenta de que el obispo Montero pudo publicar su libro sobre las víctimas de la Iglesia porque contaba con documentación de sobra? ¿Pondrán alguna vez al servicio de la investigación la documentación que deben de tener sobre las víctimas de la cruzada?
Las cifras de la represión
¿Qué valor tienen las cantidades que se dan en el cuadro con las cifras de represión? Digamos de entrada que, dado el estado de la investigación, son aproximativas y que así será por mucho tiempo, al menos mientras no dispongamos de las mismas fuentes con que contaban las autoridades que controlaron el proceso represivo. De la represión que afectó a la izquierda contamos con datos totales que podemos dar por válidos, aunque no por definitivos, de Aragón, Asturias, Cantabria, Cataluña, Ceuta-Melilla, Extremadura, Galicia, Murcia, Navarra, La Rioja y Comunidad Valenciana. Quedan aún por completar las investigaciones sobre Andalucía, muy avanzadas, Baleares, Canarias, la dos Castillas, Madrid y País Vasco, si bien en este caso hay que decir que el problema no es la falta de investigación sino las dudas que ésta plantea dadas sus peculiaridades, como se comentará más adelante. ¿Quiere decir esto acaso que cuando se ponga fin a estos trabajos sabremos la identidad y el número de personas con las que el fascismo acabó en España? No; mientras no tengamos acceso a nuestros archivos del terror, no sabremos todos los nombres ni conoceremos el número total de víctimas.
Veamos un ejemplo: en el caso de Villafranca de los Barros (Badajoz), un documento militar informa de que hasta el 3 de noviembre habían sido eliminadas 310 personas. Sin embargo, para ese período de tiempo sólo llegaron a ser inscritas a lo largo de los años 201, o sea, que quedan 109 por registrar, a las que habría que añadir las que, tras desaparecer entre noviembre y febrero (últimos coletazos del «bando de guerra»), nunca llegaron a inscribirse. Sabemos que el número real de personas asesinadas debió de rondar las 500, pero sin embargo son 234 las que actualmente recogen los libros de defunciones. ¿Llegaremos alguna vez a conocer la identidad de esos 109? ¿Sabremos el número total y los nombres de las personas asesinadas? Con las fuentes hasta ahora conocidas, no. La única posibilidad vendría de que el Estado cumpliera su deber y pusiera la totalidad de los fondos documentales relacionados con la represión bajo su control y al servicio de la sociedad. El ejemplo de Villafranca es aplicable al resto de la provincia de Badajoz, empezando por la capital, y a otras muchas provincias españolas. Es decir, que estamos hablando siempre de mínimos.
Respecto a la represión que afectó a la derecha tenemos el problema contrario. Contamos con la Causa General y con las cifras exactas de Salas Larrazábal, lo que quiere decir que deben revisarse todas las provincias porque probablemente haya que reducir las cantidades. En este caso, la ventaja es que rara es la víctima que no fue inscrita en el Registro Civil y, además, de qué manera. Son actas espectaculares que no dejan lugar a dudas sobre el crimen. Todo lo que fue claridad para unos —patrióticas notas marginales aclaratorias—, fue ocultación para otros —tachones con tinta tapando la causa de muerte o simples espacios en blanco que nada indican sobre el fallecimiento del inscrito.
Las cifras que se ofrecen tienen, pues, el valor de resumir lo que se ha hecho hasta ahora, pero en modo alguno pueden utilizarse como las cifras exactas de la represión franquista. Por mencionar casos que conocemos bien, como Huelva, Badajoz, Córdoba y Sevilla, no hay la menor duda de que, de conocerse los efectos de la represión en estas provincias —e igual cabe decir de aquellas otras en las que triunfa el golpe—, estaríamos hablando de cifras muy superiores a las actuales. Las matanzas realizadas en la cuenca minera onubense, en la ruta de la columna de la muerte con hitos como Mérida, Badajoz, Talavera de la Reina y Toledo, o en algunas localidades sevillanas y cordobesas, desbordan totalmente los nombres y cifras que hemos manejado hasta ahora. De ahí el cinismo de la historiografía neofranquista, que se agarra a estas cifras para demostrar que no hubo tales excesos. Así, los casi setecientos nombres —inscritos a lo largo de décadas— que tras mucho esfuerzo hemos logrado demostrar que desaparecieron en los cuatro meses siguientes a la ocupación de Badajoz no les parecen ni mucho ni poco, sino una cantidad ajustada a la gravedad de los hechos. Su método consiste en ir adaptando su estrategia a lo que los historiadores vamos probando y cuando no les gusta lo que sale, pues hacen como si no existiera[32].
Sobre desaparecidos
¿Cabe hablar de 30 000 o de 130 000 desaparecidos? Conviene definir claramente el concepto. Básicamente el desaparecido sería la persona, detenida ilegalmente por motivos políticos, cuyo rastro se pierde en el proceso represivo. En nuestro país, la geografía de los desaparecidos se superpone a la zona en la que se utilizaron desde el principio los bandos de guerra como instrumento de represión y con la geografía de las fosas comunes, que no es otra que la de aquellos territorios en los que triunfa el golpe en poco tiempo. Su uso, por más que la mayor parte de los casos tuviera lugar entre julio del 36 y febrero del 37, se pierde en la dictadura, que recurrió a estos procedimientos cada vez que le convino, como bien sabemos por las investigaciones sobre la lucha guerrillera. La diferencia entre la represión por «bandos» y la de los consejos de guerra es que mientras que la primera dejaba huella solamente en los archivos de los represores, la segunda, al menos, al concluir con un certificado médico enviado al Registro Civil, terminaba en acta de defunción. Aunque ni siquiera en esto se actuó de forma homogénea: en Huelva y Córdoba se detallaba con gran precisión en la documentación del consejo de guerra el lugar exacto donde se encontraba el cadáver; sin embargo, en otros lugares, caso de Málaga, no. Existen organismos de derechos humanos que incluyen estos casos dentro de la categoría de desaparecidos. Digamos, pues, que son asuntos en los que aún no existe acuerdo.
Fijémonos en el caso de Málaga y el cementerio de San Rafael. Se trata sin duda de una gran fosa que contiene restos de miles de personas asesinadas, pero no se debe olvidar que, al ser en su mayor parte una represión canalizada por los consejos de guerra sumarísimos de urgencia —concretamente la primera actuación en febrero de 1937 de la Fiscalía del Ejército de Ocupación dirigida por Acedo Colunga—, conocemos la identidad de la mayor parte de las víctimas y su número (sólo entre febrero y mayo cayeron unas dos mil). Sin embargo, en los pueblos ocupados de la provincia se siguió funcionando con los «bandos de guerra» durante un tiempo.
Una provincia bien estudiada como Huelva nos da la dimensión del problema. Con los datos que tenemos, llegaron a los registros civiles la mitad de las personas asesinadas: 3040 de 6057. ¿Podemos hablar de más de tres mil desaparecidos? Sí y, de paso, recordar que de los 3040 inscritos, sólo 386 lo fueron por comunicación del consejo de guerra; los restantes fueron registrados mediante expedientes fuera de plazo entre 1936 y 1990, y la mayor parte de ellos, al no constar, entre otras cosas, el lugar de enterramiento, podrían ser calificados igualmente de desaparecidos. En el caso de Badajoz, el problema es similar: de los cerca de siete mil asesinados que aporté en mi investigación sobre la ocupación de la zona occidental de la provincia, fueron poco más de mil los que pasaron por consejo de guerra. Finalmente, en Sevilla, con más de doce mil víctimas censadas, sólo 664 pasaron por los tribunales militares. Y para complicar más la cosa habría que añadir que hubo no pocos casos de personas asesinadas por consejo de guerra e inscritas, cuya muerte no se comunicó a la familia, que ignoró en todo momento qué había sido de ellas. ¿Acaso no son también desaparecidos? Éste es pues el complejo panorama con el que nos encontramos, que requiere una clarificación de conceptos previa y una cuidada metodología.
En cualquier caso hay que recordar que toda la represión franquista, tanto por bandos como por consejos de guerra, fue ilegal, como ilegal fue la sublevación y la declaración del estado de guerra. La incapacidad política de anular en bloque esa muestra perenne de la barbarie fascista va en paralelo a la timidez de la Ley de Memoria y al temor a la derecha. Como argumentos contrarios a la anulación de esta macabra farsa jurídica se ha escuchado que se vería afectada la seguridad jurídica o la doctrina del Tribunal Constitucional sobre la retroactividad de los derechos fundamentales. Veamos un ejemplo paradigmático, tratándose además de quien se trata.
En 2005 el Gobierno, en una decisión tan carente de sentido como la de elegir a Carlos Dívar para presidir el Tribunal Supremo, encargó a Fernando Herrero-Tejedor Algar, fiscal de sala de dicho tribunal, un dictamen sobre la posibilidad de revisar o anular las sentencias dictadas por los consejos de guerra franquistas. Según expuso el fiscal en su dictamen, «no se pueden abrir puertas falsas a la legalidad destinadas a burlarla a través de interpretaciones que vayan contra la ley». Y añadió que un recurso de revisión es admisible cuando aparecen nuevas pruebas, lo cual supone que el Sr. Herrero-Tejedor considera que aquellas sentencias de los sumarísimos se basaban en pruebas. En un segundo dictamen afirmó que sólo el Parlamento estaría legitimado para abordar una reforma semejante y advirtió, en cualquier caso, «del enorme riesgo que supondría para la estabilidad política del país y la convivencia ciudadana que … se abriese ahora la posibilidad de revisar indiscriminadamente sentencias firmes dictadas en situación de guerra, de preguerra y de posguerra». Finalmente Herrero-Tejedor recordó que «las heridas producidas por la guerra civil no están aún totalmente cerradas y que la Transición política a la democracia incluyó precisamente el pacto de no reabrirlas». Y concluyó: «Sería altamente contraproducente reabrir después de tantos años esas heridas, independientemente del bando en que se hubiera dictado la sentencia que pudiera ser ahora objeto de revisión»[33].
Qué decir de este discurso, cargado de ideología conservadora y con esas misteriosas alusiones a las «sentencias de preguerra», a «los dos bandos» (la manía de llamar bando al Gobierno legal) y al «pacto de silencio». Digamos simplemente que el dictamen estaba cargado del llamado espíritu de la transición.
Y cerremos el asunto con otras palabras posteriores sobre el mismo asunto del propio Herrero-Tejedor:
… considero que resultaría altamente contraproducente una reforma legislativa que abriese indiscriminadamente la posibilidad de revisar sentencias firmes dictadas en situación de conflicto armado o en épocas de pre o posguerra. Injusticias existen en todas las guerras, pero las heridas de la Guerra Civil española no se encuentran, en mi opinión, totalmente cicatrizadas, y no sería positivo facilitar su reapertura, independientemente del bando en que se hubiera dictado la sentencia objeto de revisión. Se trata de una triste página de nuestra historia, felizmente superada por la Transición política y la Constitución de 1978, y considero un paso atrás el intento de revisar la historia, cuando viven todavía muchas personas que perdieron a sus seres más queridos en circunstancias en que poco o nada tenían que ver con el Estado de derecho[34].
Un problema final estaría constituido por los cientos de muertes de milicianos republicanos presos causadas por las columnas de Franco en su marcha hacia Madrid. Estos hechos fueron comentados en algunos diarios personales, también por algunos capellanes castrenses e incluso denunciados por uno de ellos, caso del jesuita Huidobro. ¿Dónde enclavar estas víctimas que ni siquiera fueron inscritas en registro judicial alguno?
Para terminar y siendo consciente de la complejidad del asunto me atrevería a decir que, en relación con el golpe militar del 18 de julio de 1936, un desaparecido es la persona que, inscrita o no en los libros de defunciones y habiendo pasado o no por consejo de guerra, fue detenida ilegalmente, recluida en lugar conocido o no y asesinada, careciéndose de constancia oficial sobre el lugar exacto donde yacen sus restos.
Volvamos entonces a la pregunta inicial: ¿cabe hablar de «30 000» o de «130 000» desaparecidos? Con los conocimientos actuales, no tiene sentido cifrar los miles de personas desaparecidas. Sin duda es mucho lo que sabemos, sobre todo en relación con la situación de ignorancia anterior, pero es mucho más aún lo que queda por saber. La cifra que se da en el cuadro 1[c1] representa el número de víctimas de la represión franquista que hemos logrado demostrar, pero tenemos constancia de que está incompleta y sabemos además que contiene elementos heterogéneos (bando de guerra, consejo de guerra, inscritos/no inscritos). Habría que establecer una línea divisoria en febrero de 1937. La mayor parte de los casos que conocemos corresponde a los meses anteriores, especialmente de julio a octubre, y ahí se encuentra el grueso de los desaparecidos. El proceso que conduce al cambio en el modelo represivo se gesta en noviembre del 36 tras el fracaso ante Madrid que, como hemos dicho, marca el fin del golpe militar iniciado cuatro meses antes y el comienzo de la larga guerra civil. Significativamente, ése es también el momento en que los franquistas abren una puerta a la inscripción de la matanza realizada con el ya mencionado decreto 67 de 10 de noviembre de 1936 sobre desaparecidos, palabra esta que quedaba definida en el preámbulo:
Consecuencia natural de toda guerra es la desaparición de personas, combatientes o no, víctimas de bombardeos, incendios u otras causas con la lucha relacionadas, acaeciendo que, no obstante la certeza del óbito, la identificación de los cadáveres, ya por ser desconocidas las personas en el lugar en que su muerte ocurriera o por aparecer deformes o descompuestos, resulta labor imposible.
Ahí, en esas «otras causas con la lucha relacionadas», se encontraban los desaparecidos.
MAPA ACTUAL: HISTORIOGRAFÍA E INICIATIVAS SOCIALES
Andalucía
Las consecuencias de la represión en Andalucía se han ido conociendo a través de un largo proceso iniciado en la década de los ochenta y aún no concluido. Las referencias básicas —sobradamente conocidas— remiten a Francisco Moreno Gómez (Córdoba), Antonio Nadal, Encarnación Barranquero y Matilde Eiroa (Málaga), Rafael Quirosa Cheyrouze (Almería), Francisco Cobo Romero (Jaén), Francisco Espinosa Maestre (Huelva y Sevilla) y Juan Ortiz Villalba (Sevilla). Cádiz se sumó posteriormente a este proceso con los trabajos de Fernando Romero y Alicia Domínguez. Desde un principio ya se advertía una diferencia notable: mientras en el caso de la zona oriental estos esfuerzos se orientaron por la vía académica, en la occidental se realizaron al margen de la Universidad, que solamente en fecha muy reciente se ha sumado a la tarea centrándose en un fleco de la represión como fue la jurisdicción de Responsabilidades Políticas.
En 1997 se produce un hecho reseñable: la apertura a la investigación de los archivos judiciales militares. Serán estos fondos los que en años posteriores posibilitarán que en la pasada década se haya producido un considerable avance. El gran foco ha sido sin duda Sevilla con las investigaciones de José María García Márquez, quien no sólo ha avanzado en el conocimiento de lo ocurrido en la provincia sino que ha sido, con su profundo conocimiento del Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo, quien ha facilitado en los últimos años la aparición de numerosos trabajos que, aunque de irregular factura, han cumplido a escala local la función de traer a la luz el pasado oculto.
Sin que la relación sea exhaustiva cabe mencionar las obras de Vicente Durán Recio (El Rubio), Manuel Pulido (Lebrija), Florencio Vera (Paradas), Manuel Velasco (Los Corrales), Francisco Rodríguez Nodal (Carmona), Vicente Aranda (La Puebla del Río), Ramón Barragán Reina (Cantillana), Juan Manuel Lozano Nieto (Lora del Río), Javier Gavira (Marchena), Félix Montero (Alcalá de Guadaira), José Díaz Arriaza y Javier Castejón (Utrera), Colectivo Solano (El Viso del Alcor), Joaquín Octavio Prieto Pérez (La Roda de Andalucía), Pura Sánchez (Andalucía) y los de José María García Márquez sobre la represión en Puebla de Cazalla y las vicisitudes de la UGT. Mención aparte merece el interesante trabajo de historia oral —fruto de un proyecto más antiguo— realizado por Richard Barker sobre Castilleja del Campo. Buena parte de estas obras han recibido apoyo económico para su publicación por parte de la Junta de Andalucía.
Cádiz ha tenido un proceso parecido con las obras de José Casado Montado (San Fernando), Antonio Pérez Girón (San Roque), Guillermo García Jiménez (Alcalá de los Gazules), José Pizarro Fernández (Puerto Real), Antonio Morales y Fernando Sigler (Ubrique), este último autor también de un trabajo sobre Espera con la reforma agraria de fondo; Manuel Garrucho (Espera), Fernando Romero (Puerto Serrano, Alcalá del Valle y Torre Alháquime), y Mercedes Rodríguez y Pedro Santamaría (Rota).
De Huelva, que contaba ya con el estudio provincial realizado por quien esto escribe y con trabajos de interés como los de George A. Collier (Linares de la Sierra) o Margaret Van Epp (Galaroza), cabe mencionar a Manuel Tapada (Encinasola), Guillermo Molina (Palos), Rodolfo Recio (Fuenteheridos), Antonio Ramírez y Juan José Antequera (Rociana), Antonio Muñiz, Jesús Berrocal y Nieves Medina (Aroche), Juan Coronel (Bonares), Antonio Orihuela (Moguer) y dos aportaciones del Foro por la Memoria (Valverde y El Almendro), a los que cabría añadir las memorias de Miguel Domínguez Soler (Ayamonte).
Córdoba cuenta, en la senda trazada por Moreno Gómez, con las magníficas investigaciones de Arcángel Bedmar (Lucena, Montilla, Fernán Núñez, Rute y Baena) y con la de Francisco Luque (Monturque). Jaén completó el estudio provincial iniciado por Cobo Romero con la investigación de Luis Miguel Sánchez Tostado, tarea en la que también han colaborado la ARMH de Jaén y Santiago de Córdoba, a lo que se suman dos trabajos distantes en el tiempo, el de Enrique Gómez Martínez sobre la represión en Arjona y el reciente de Carmen Rueda sobre las mujeres republicanas.
Granada, de la que sólo sabíamos algo por los trabajos en torno a García Lorca y las investigaciones de Gibson, ha pasado de pronto a cubrir el vacío con dos obras, basadas en tesis doctorales inéditas, una de María Isabel Brenes y otra de Juan Hidalgo Cámara. Lo que sí se ha publicado es un peculiar trabajo, en el que además de Brenes aparece Rafael Gil Bracero, que incluye el listado de víctimas de Granada. También cuenta con algunas investigaciones locales, caso del libro de la mencionada Brenes sobre Armilla.
Almería, en tesis dirigida como la de Hidalgo por Rafael Quirosa, el que inició las investigaciones sobre represión en esa provincia, tiene el trabajo de Eusebio Rodríguez Padilla, basado en fondos judiciales militares. Finalmente, aunque fuera de Andalucía, también cabría mencionar aquí la interesante obra de Francisco Sánchez Montoya sobre Ceuta y el norte de África, y la de Vicente Moga sobre Melilla.
Andalucía cuenta desde 2005 con el Proyecto Todos los Nombres, fruto de la colaboración entre la CGT y la Asociación Memoria Histórica y Justicia de Andalucía (AMHyJA) y que ha dispuesto desde entonces de la ayuda de la Junta o de Vicepresidencia del Gobierno. El objetivo del proyecto era crear una gran base de datos donde constaran los nombres de las víctimas de las diversas formas de represión. Su ámbito de actuación es Andalucía, Badajoz y norte de África. La consistencia del proyecto ha posibilitado que cuente con más de doscientos colaboradores y constituya una fuente de información de primer orden y un catalizador de las más diversas iniciativas. A diferencia de los proyectos surgidos en la mayor parte de las demás comunidades, la particularidad de Todos los Nombres es su origen, ajeno tanto al poder político regional como a la Universidad. En realidad hay que ponerlo en relación con la iniciativa que CGT-Andalucía tuvo en 1998 con la creación del Grupo de Trabajo «Recuperando la Memoria de la Historia Social de Andalucía», que supo congregar esfuerzos desde muy distintos ámbitos[35].
Aragón
Esta región dispone desde 1992 de El pasado oculto. Fascismo y Violencia en Aragón (1936-1939), coordinado por Julián Casanova y realizado por Ángela Cenarro, Julita Cifuentes, María Pilar Maluenda y María Pilar Salomón, después reeditado y corregido (Mira Ed., 1999). Sobre esta base, Aragón se caracteriza por haber impulsado la investigación de los años treinta tanto desde la Universidad como desde el propio gobierno regional a través del Programa Amarga Memoria, permitiendo de esta manera una fructífera colaboración entre el ámbito académico y el surgido por el impulso de los movimientos en pro de la memoria histórica, tarea a la que también han contribuido diversos foros y fundaciones.
Estos logros se manifiestan en una serie de trabajos que convierten a la región en una de las más productivas y entre cuyos autores podemos mencionar a Esteban C. Gómez (Jaca), Miguel Asensio y Manuel Bailarín (Calatorao y, solo Bailarín, La Almunia de Doña Godina), Raúl Mateo, Ana Oliva y Luis Antonio Palacio (Almudévar), José Antonio Remón (Ejea de los Caballeros y la comarca de Cinco Villas), José María Azpíroz (Huesca y La Hoya), Nacho Moreno Medina (Calatayud), Víctor Lucea (Uncastillo), José Javier Álvaro Blasco (Ateca) y Enrike García, Raquel Cuartero y Enrique Villarreal (Aranda de Moncayo). Y todo esto sin olvidar el terror rojo, con investigaciones tan interesantes como las memorias de licenciatura de José Luis Ledesma sobre la violencia política republicana en Zaragoza y la de Ester Casanova sobre Teruel. Lugar aparte merecen, por su carácter excepcional, las memorias de padre Gumersindo de Estella, que dio asistencia espiritual a las personas asesinadas en la prisión de Zaragoza entre 1937 y 1941.
Asturias y Cantabria
Asturias cuenta ya hace tiempo con trabajos importantes, surgidos desde abajo, como los que la Asociación de Viudas de los Defensores de la República y del Frente Popular acometió en los años ochenta. Luego vendrían los de Ramón García Piñeiro, María Enriqueta Ortega Valcárcel y Marcelino Laruelo Roa sobre diferentes aspectos de la represión franquista, que puede darse por estudiada. Esta comunidad cuenta también con el proyecto www.todoslosnombres.es, página web que recoge y divulga con notable éxito toda la información conocida sobre la represión franquista en la región. Cantabria también forma parte del mapa represivo gracias a las laboriosas investigaciones de Jesús Gutiérrez Flores, quien empezó primero por la comarca de Campoo y ha acabado por ofrecernos el estudio completo de la región.
Canarias
Canarias sigue a la espera de una investigación completa sobre la represión franquista. Las referencias bibliográficas, si exceptuamos el libro del maestro Ricardo García Luis sobre la represión judicial militar en Tenerife, hecho cuando aún no eran accesibles estos fondos documentales, siguen siendo el libro que coordinó Miguel Ángel Cabrera Acosta sobre la guerra en las islas hace diez años y dos trabajos recientes: uno sobre la «semana roja» de La Palma publicado por Salvador González Vázquez unos años después, donde se dedican unas páginas a la represión, y otro de Alfredo Mederos, profesor emérito de Química de la Universidad de la Laguna, éste sí dedicado íntegramente a la represión que se abatió sobre las izquierdas de La Palma. Como en tantas ocasiones, son personas ajenas a los departamentos de Historia, caso actualmente de Pedro Medina Sanabria, los que están desempolvando y exhumando a sus expensas y con su trabajo las consecuencias del golpe militar en Canarias de los fondos de la Auditoría de Guerra.
Las dos Castillas y Madrid
Castilla y León, la comunidad más extensa del país, con nueve provincias, tardó en incorporarse a la investigación del golpe militar del 36 pero lo hizo con fuerza. Existen, no obstante, dos excepciones: el trabajo pionero en España de Gregorio Herrero Balsa y Antonio Hernández García sobre la represión en Soria, una meritoria y valiente investigación que nos dejó para siempre la memoria oral y gráfica de lo ocurrido en esa provincia cuando aún vivían testigos de primera mano —ojalá contásemos con uno así en cada provincia—, y el trabajo que Wenceslao Álvarez Oblanca y Secundino Serrano dedicaron a la guerra en León a fines de los ochenta. El resto de las investigaciones son fruto del empuje de la última década. Sería el caso de los trabajos de Ignacio Martín Jiménez (Valladolid), José María Palomares Ibáñez (Palencia y Valladolid), Isaac Rilova (Burgos) y el dedicado a la represión judicial militar y responsabilidades políticas que Pilar de la Granja realizó sobre la comarca de Sanabria (Zamora). Un apartado sólo para ella merecería la editorial Crítica con su serie Contrastes, punta de lanza de la historiografía más rigurosa sobre el «18 de julio» y la represión franquista. Tres muestras para el caso de Castilla y León: las obras de Santiago Vega Sombría (Segovia), Luis Castro (Burgos) y la coordinada por Ricardo Robledo para Salamanca.
Otras obras dignas de reseñar serían las de Ángel Iglesias Ovejero (coordinador) y Manuel Corral Baciero (Salamanca), Santiago Vega (Segovia), José María Rojas Ruiz y Jerónimo Jesús de la Torre (Burgos), Carlos de la Sierra y Vicente Martínez Encinas (León), Agapito Medroño, José María del Palacio y Cándido Ruiz (Zamora), Pablo García Colmenares (Palencia) y la ARMH de Valladolid. Todo este esfuerzo se ha materializado en el gran trabajo coordinado por Enrique Berzal de la Rosa en 2007. Recientemente han visto la luz un libro sobre la guerra civil en León de los ya mencionados Álvarez Oblanca y Serrano, pioneros del estudio sobre la guerrilla y la represión en dicha provincia, y una crónica sobre la vida y la muerte en la ciudad de Burgos a lo largo del 36 de Fernando Cardero Azofra y Fernando Cardero Elso.
Castilla-La Mancha ha avanzado poco desde los trabajos de Manuel Ortiz Heras y Francisco Alía Miranda sobre Albacete y Ciudad Real respectivamente, ambos de mediados de los noventa. En el caso de Albacete, autores de diferentes ámbitos reconstruyeron la historia de Almansa en los años treinta y, anterior a ésta y en relación con Ciudad Real, está la obra de Dionisio Cañas sobre Tomelloso. En cuanto a las demás provincias, la aportación más importante ha sido la de José María Ruiz Alonso con su trabajo sobre Toledo, a la que cabría añadir como muestras de historia local las de Juan Carlos Collado Jiménez (Casar de Escalona) y José Pérez Conde y Juan Carlos Jiménez Rodrigo (Talavera de la Reina). Sobre Cuenca existe la tesis doctoral de Ana Belén Rodríguez Patiño, de la que sólo fue publicado un resumen sobre la parte bélica sin entrar en la cuestión represiva. Guadalajara sigue siendo otro misterio, del que sólo nos han sido desvelados ciertos aspectos de la represión judicial militar y de los expedientes de responsabilidades políticas, tarea realizada por Juan Carlos Berlinches Balbacid, y la represión en Bustares, trabajo colectivo realizado por Miguel Torija, Fernando Morales y Fernando Benito.
Las actas del congreso internacional sobre la guerra civil en Castilla-La Mancha, que tuvo lugar en Ciudad Real en 2006 y que fueron coordinadas por Francisco Alía Miranda y Ángel R. del Valle Calzado, contienen diversos trabajos a tener en cuenta relativos a la represión en la región, como los de Jesús Gutiérrez Torres (Daimiel), José F. Felipe Ochoa (Miguel Esteban), Juan E. Zamora González (Valverdejo), Gutmaro Gómez Bravo (Comarca de La Jara), José María Ruiz Alonso (Toledo), Damián González Madrid (Alcázar de San Juan y Campo de Criptana) y Paulino Sánchez Delgado (La Solana).
Madrid constituye el paradigma de lo que ha sido la investigación de la represión franquista en España. Bastará con decir que prácticamente sólo contamos con el estudio realizado por Mirta Núñez Díaz-Balart, profesora de la Facultad de Ciencia de la Información, y el periodista Antonio Rojas Friend sobre las víctimas de la represión judicial militar que acabaron en los muros del cementerio de La Almudena entre mayo del 39 y octubre del 44. Lamentablemente, ninguno de los departamentos de Historia de las universidades de la capital ha realizado aportación alguna sobre la cuestión. Otro trabajo también de interés sería el de José Luis Sánchez del Pozo sobre Getafe. Una página web de consulta obligada es la de Tomás Montero: http://www.memoriaylibertad.org/. Naturalmente, queda fuera de toda duda la importancia que dicha investigación tendría para todo el país, ya que en Madrid desaparece gente de toda procedencia. Frente a esta desidia, llama la atención el esfuerzo dedicado a establecer las consecuencias del terror rojo, con hitos como las matanzas de agosto y noviembre del 36, hechos éstos tan manoseados por la propaganda como necesitados de una profunda revisión desde la investigación histórica.
A este panorama desolador ha contribuido sin duda la desastrosa situación del Archivo del Tribunal Militar Territorial de Madrid, que guarda (o debe guardar) toda la documentación generada por la represión judicial militar a partir de 1939 en el extenso territorio de la primera región militar. Desgraciadamente, pese a su nueva ubicación y remozamiento, no se ha acabado de crear un archivo moderno y realmente al servicio de la sociedad[36].
Cataluña y Baleares
Cataluña fue pionera en el estudio de la represión con el trabajo de Josep María Solé y Joan Villarroya, verdadera guía para quienes buscábamos adentrarnos en el proceloso piélago de la represión allá por los primeros ochenta. Este punto de partida y el hecho de que, al igual que otras zonas ocupadas en la última fase de la guerra civil, la mayor parte de la represión habida en Cataluña se realizó por vía judicial militar y por tanto dejó constancia escrita, convierten esta región en un caso peculiar. El panorama se completará si añadimos que Cataluña cuenta con el proyecto de memoria más importante y mejor dotado económicamente de todo el país, el Memorial Democrátic. Las particularidades del caso catalán —la existencia de miles de víctimas de la violencia revolucionaria, recogidas por la Causa General, y la inexistencia de la represión salvaje que caracterizó a las extensas regiones, más de medio país, en que se impuso el golpe militar— han permitido aquí un estudio rápido y exhaustivo no sólo de la represión sino de las fosas existentes en la región, relacionadas casi en su totalidad más con las víctimas de las acciones de guerra que allí tuvieron lugar que con la represión. Este trabajo lo ha llevado a cabo recientemente Queralt Solé i Barjau. Esto no significa en modo alguno que la cuestión represiva esté ya resuelta en Cataluña, como bien demostró en su momento la revisión coordinada por Conxita Mir, Carme Agustí y Josep Gelonch sobre violencia y represión en Cataluña, que reunía una abundante bibliografía posterior a la obra de Solé y Villarroya.
El caso balear es muy diferente. Pese a la existencia de violencia revolucionaria en varias de las islas, la importancia de lo ocurrido en Mallorca lo asemeja más a la España sometida al terror salvaje de los primeros meses del golpe. Hay numerosos trabajos que han abordado desde hace tiempo la represión, como por ejemplo los de Jean Schalekamp o el de Josep Massot i Muntaner sobre Mallorca o el de José Miguel López Romero sobre Ibiza, pero se carece de una visión de conjunto, a la que sólo se ha aproximado David Ginard i Féron en un artículo reciente. También conviene recordar por la enorme influencia que tuvo desde su publicación en París en 1938, el testimonio del escritor católico francés Georges Bernanos sobre el terror fascista en Mallorca.
Extremadura
El primer trabajo sobre represión, dedicado a Almendralejo, vino a fines de los ochenta de un maestro y un funcionario judicial, Rubio y Gómez, ambos andaluces y vecinos de la localidad. Le siguieron a mediados de la década siguiente dos investigaciones orientadas desde la Universidad, la de Jacinta Gallardo sobre La Serena y la de Julián Chaves sobre la provincia de Cáceres. También de esos años es un peculiar trabajo —se trata prácticamente de una copia de la Causa General— del sacerdote falangista Ángel David Martín Rubio sobre la represión roja en Badajoz. Entre 2000 y 2003 se publican varias obras de quien esto escribe que iluminan lo ocurrido en Badajoz a consecuencia del golpe militar: La justicia de Queipo, «18 de julio: golpe militar y plan de exterminio» y La columna de la muerte. Ese mismo año aparece también el primero de los libros de José Luis Gutiérrez Casalá sobre la «represión republicano-franquista» (sic), enclavable dentro de la vertiente exótica con que la UEx nos sorprende de vez en cuando.
Estos esfuerzos se verían completados en los años siguientes con una serie de trabajos locales de gran interés dedicados a Zafra (José María Lama), Fuente de Cantos (Cayetano Ibarra), Almendral (varios), Valverde de Llerena (Juan Carlos Santervás), Torre de Miguel Sesmero (Manuel Díaz Ordóñez y María Jesús Milán) o Llerena (Ángel Olmedo). La mayor parte de estas investigaciones locales deben su edición a la línea de publicaciones creada por la Junta de Extremadura con el Premio «Arturo Barea» en 2002. Mención aparte merece la obra de Antonio D. López Rodríguez sobre el campo de concentración de Castuera.
Por otra parte, el Proyecto Memoria Histórica de Extremadura, dirigido desde la Universidad por el mencionado profesor Chaves y financiado por las Diputaciones extremeñas, ha dado lugar a una serie de actividades, de encuentros y de tesis doctorales en curso de las que se espera que en plazo no muy largo completen el mapa represivo de la región. También hay que recordar, coordinados por el profesor de la UEx Juan García Pérez y muy en relación con el GEHCEx (Grupo de Estudios de Historia Contemporánea de Extremadura), iniciativa impulsada por José Hinojosa, los trabajos sobre depuración de desafectos en Badajoz. Finalmente, en la misma línea del cura Martín Rubio y en estrecha relación con los núcleos neofranquistas pacenses, puede también mencionarse el estudio de Antonio Manuel Barragán Lancharro sobre Monesterio.
Galicia
Esta región contó desde muy pronto, principios de los ochenta, con el interesante trabajo de Carlos Fernández Santander sobre la sublevación en las cuatro provincias. Luego habrá que esperar a los años noventa para que surjan las obras de Tojo Ramallo sobre Santiago, las diversas investigaciones de Luis Lamela García y el estudio de la represión en Lugo de María Jesús Souto, única aportación universitaria a esta cuestión hasta ese momento. De la década siguiente son las investigaciones de Xosé Manuel Suárez Martínez (Ferrol), Gonzalo Amoedo y Roberto Faure (Pontevedra y San Simón), Dionisio Pereira (Cerdedo), Antonio Caeiro, Juan A. González y Clara M.ª de Saá (Isla de San Simón) y aportaciones académicas como las de Carlos F. Velasco Souto, Emilio Grandío y Julio Prada o la visión de conjunto coordinada por este último y Jesús de Juana, ésta dentro de la ya mencionada serie Contrastes, de Crítica.
Galicia cuenta desde 2006 con el proyecto de investigación «As vítimas os nomes e as voces», fruto del convenio firmado entre las tres universidades y la Xunta, proyecto coordinado primero por Lourenzo Fernández Prieto y posteriormente por Emilio Grandío. El resultado será la investigación completa de las consecuencias del golpe militar en Galicia entre 1936 y 1939.
Navarra
Navarra representa una comunidad pionera en el estudio de la represión. Fueron movimientos de base los que, a comienzos de los ochenta, dieron lugar al trabajo del colectivo AFAN rebatiendo las cifras exactas del general Ramón Salas Larrazábal y poco después, ya como Altafaylla Kultur Taldea, pusieron en pie ese gran trabajo que fue Navarra 1936. De la esperanza al terror. Ésta es la razón de que en Navarra, una de las zonas más afectadas por la represión posterior al golpe militar, se conozcan con detalle el número y los nombres de las víctimas y, sobre todo, de que haya existido el empuje suficiente para levantar un memorial en su recuerdo, el Parque de la Memoria de Sartaguda, inaugurado en 2007. Todo este proceso ha quedado bien reflejado en el trabajo de José María Jimeno Jurío y Fernando Mikelarena sobre Sartaguda, el pueblo de las viudas, publicado poco después. Conviene señalar igualmente las actividades del colectivo Memoriam Bideak en torno al trabajo esclavo.
También cuenta desde 1959 (edición argentina) con las memorias del sacerdote navarro Marino Ayerra, párroco de Alsasua durante la guerra, y desde 1988 con el impresionante testimonio de Galo Vierge sobre la represión en Pamplona, escrito en 1942, cuando aún el terror era algo vivo.
País Vasco
Contrariamente al caso navarro, la cuestión represiva en el País Vasco, si exceptuamos el trabajo de Pedro Barruso Barés sobre Guipúzcoa o, a escala local, el que coordinó Mikel Aizpuru sobre Hernani, no ha sido resuelta a fecha de hoy. Una vez más quienes debieron ocuparse de investigarla y de transmitir los resultados a la sociedad no lo hicieron, dejando el campo libre a aquellos entre cuyos objetivos no está el rigor y el método que deben guiar al historiador. En realidad se trata de una cuestión viciada por el sesgo nacionalista que todo lo impregna, al que hay que unir eso que algunos llaman «el conflicto vasco», lo que vendría a significar que para una comunidad como Euskadi, que lleva ya décadas alimentando el victimismo, no resulta fácil asumir que, frente a lo que se les ha contado siempre, la represión franquista allí fue de las menos duras de España. De ahí el empeño de algunos, el caso más conocido sería el de Iñaki Egaña, en hablar de la represión en Euskal Herria y no en Euskadi, método por el cual, al sumar las víctimas navarras a las vascas, se obtiene una cifra más acorde con la leyenda. En esta onda se encuentra también el trabajo de Txema Flores e Iñaki Gil Basterra sobre la represión en Álava.
Todo se supedita a este objetivo, hasta el punto de no sólo no explicar claramente la procedencia de la información, sino de exponer los resultados de la forma más confusa posible, es decir, sin cuadro alguno que clarifique la supuesta investigación y mezclando todo para que no se puedan captar las partes. Tal como expuse en un artículo reciente, la represión en el País Vasco seguirá sin aclararse mientras no se parta de un estudio exhaustivo de los registros civiles y, sobre todo, libre de prejuicios y de deseos de no contradecir la leyenda[37].
La Rioja
De esta región, pionera en el estudio de la represión con el trabajo de Antonio Hernández García y que disponía ya previamente de las memorias de Patricio Escobal sobre la represión en Logroño, escritas en el exilio, contamos con diversos estudios de interés como el de María Cristina Rivero Noval, en origen una tesis de licenciatura leída en la Universidad de Zaragoza a comienzos de los noventa, y más recientemente y en la línea marcada por Hernández García, el impresionante Aquí nunca pasó nada, de Jesús Vicente Aguirre González. Con todo ello y aunque el número de víctimas pueda variar algo, La Rioja puede darse por estudiada.
Valencia y Murcia
Alicante y Valencia disponen desde los años noventa con las obras de Miguel Ors Montenegro y de Vicent Gabarda Cebellán. Entre los trabajos locales posteriores podría mencionarse como ejemplo el de Carolina Martínez López sobre Torrevieja. La región cuenta también con obras recientes de interés firmadas por diversos historiadores, como Ricard Camil, Teresa Armengot, Joan Lluís Porcar y José Miguel Santacreu, que remiten a aspectos variados como la historiografía sobre la represión, la historia local o a hechos que desbordan este ámbito, como lo ocurrido en el puerto de Alicante al final de la guerra civil. Por su parte, Murcia tiene cubierta la represión roja desde fines de los noventa con el libro de Carmen González Martínez pero, con la excepción del trabajo de Pedro María Egea sobre Cartagena, espera aún que Antonio Martínez Ovejero ultime su investigación sobre la represión franquista.
Como muestra de lo que podríamos llamar los excesos de la memoria Valencia nos ofrece un ejemplo digno de estudio: el libro sobre el «el genocidio franquista» que el Foro por la Memoria de Valencia publicó en 2008 con ayuda del Ministerio de la Presidencia. Un disparate monumental —consideraron víctimas de la represión franquista a todos los ingresados en las fosas comunes del cementerio de Valencia desde 1939 hasta 1945— que ha tardado en saltar por los aires pero que finalmente, tras recibir serias críticas por parte de diversos historiadores, ha sido despreciado por la propia federación nacional de Foros.
LA HISTORIA, LA MEMORIA Y LOS HISTORIADORES
La irrupción de la memoria
En consonancia con lo que se ha dicho sobre la tardía incorporación de la Universidad a la investigación de la represión —comienza en los noventa y sólo llega a generalizarse en esta década— son también numerosos los historiadores académicos que no acaban de ver claro esto de la «memoria histórica», expresión que les produce rechazo, ni que, en relación con la represión franquista, se utilicen palabras como fascismo, exterminio, genocidio o desaparecidos. Empecemos por la «memoria histórica». Pueden entenderse las reticencias que provoca el concepto y el debate que su uso genera, pero como puede comprobar cualquiera que se tome la molestia de consultar la hemeroteca de El País por ejemplo, se trata de una expresión utilizada miles de veces por la sociedad y por los medios de comunicación escritos a partir de 1976[38]. Ocurre también, lo que no es baladí, que han sido palabras elegidas y propulsadas por el movimiento social a favor de la memoria a fines de los noventa y que han acabado por meterse en el taller del historiador, obligándolo a tenerlas en cuenta y, de paso, a mirar hacia lo que ocurría en la calle[39]. Una de las historiadoras de la represión, Ángela Cenarro, profesora de la Universidad de Zaragoza, ha escrito lo siguiente:
Tanta memoria, que está dejando a veces muy poco espacio para la historia, tiene que ver con la necesidad de construir identidades en un mundo que ha perdido la utopía o, lo que es lo mismo, la capacidad de mirar confiadamente hacia el futuro[40].
En el mismo sentido iría lo escrito años antes por el historiador Juan José Carreras Ares sobre la demanda de identidad, el deseo de una memoria propia, la inestabilidad producida por los cambios constantes y la aceleración del tiempo, que se compensarían «con memoria: el museo, la conmemoración, los “lieu de mémoire”… y los libros de historia»[41].
Sobre esta cuestión, pero con otro registro, puede ser significativo traer aquí, por representativas de cierto sector de la Academia, las palabras de Fernando del Rey Reguillo, profesor de la Complutense de Madrid, en el sentido de que precisamente «cuando la historiografía académica parecía haberse impuesto en el panorama intelectual español… el ambiente se complicó». Y añade: «Toda la polémica originada de unos años acá en torno a la llamada memoria histórica derivada del franquismo y de la guerra civil ha caído también como una losa sobre los historiadores profesionales». Además, para Del Rey, los debates públicos sobre estas cuestiones «mediatizan, y en el fondo perjudican, los trabajos de los historiadores profesionales y su estrategia de aproximarse al pasado … con distanciamiento y con el ánimo de comprender, nunca de juzgar, lo que fueron aquellos años». ¿Y cuál fue para Del Rey la complicación antes aludida? Muy fácil: la «irrupción de la historia militante»:
Lo más curioso del retorno a la historia militante es constatar cómo no han faltado historiadores y analistas académicos que han caído también en sus redes, desplegando un afán combatiente que les ha conducido a posiciones tan maniqueas como las de los autores cuyas tesis querían combatir.
En esto de la «historia militante», según se lee, caben Moa y compañía, aquellos que se le han opuesto (no da nombres pero cabe suponerlos) e incluso Preston y ciertos autores de su «círculo» como Helen Graham y Chris Ealham. La conclusión es apoteósica:
… entre el sectarismo y la verdad absoluta … se encuentra el espacio —rico y plural— de la verdad académica, la única capaz de poner límites a los que utilizan el pasado como arma de combate al servicio de objetivos inconfesables o abiertamente espurios[42].
Sentados podíamos haber esperado esa verdad académica que Del Rey considera prácticamente de la familia y que está vedada a aquellos que utilizan/amos la historia como arma de combate. Y qué decir de ese final de al servicio de los objetivos inconfesables o abiertamente espurios que tanto recuerda a aquello de al servicio de Moscú o lo de la conspiración judeo-masónica.
En estas cuestiones ha ejercido una influencia considerable, incluso en Del Rey Reguillo, el profesor de la UNED y columnista habitual de El País Santos Juliá, al que ya en su momento dediqué dos artículos que buscaban rebatir sus conocidas y extendidas teorías acerca de la «saturación de memoria», de la voluntad de «echar al olvido» o aquello de que la transición, en relación con la guerra civil, no dejó baúl sin abrir ni alfombra por levantar ni tema por tratar[43]. Quise con ellos contrarrestar sus comentarios despectivos y negativos sobre la investigación de la represión y sobre el movimiento promemoria. Me refiero, por ejemplo, a sus alusiones a ese supuesto silencio que «algunos historiadores [los llegaba a llamar irónicamente “héroes”] que no paran de publicar sobre muertos y sobrevivientes, sobre represión y primeros años del franquismo lamentan … antes de remachar que ellos están allí para remediarlo» o a su obsesión con la orgía de subvenciones y ayudas oficiales supuestamente recibidas por dichos historiadores[44]. También al hecho de que Juliá, que nunca ocultó su escaso aprecio por el movimiento de recuperación de la memoria histórica, concepto que criticó, siempre consideró un error el proyecto de crear una ley sobre esta cuestión[45].
Ante estas críticas el profesor de la UNED se limitó a contestar, por llamarlo de alguna manera, con una sarta de improperios más propios de un profesional del insulto tipo Moa que de todo un catedrático mediático[46]. Y es que, como bien sabemos, las críticas sólo resultan polémicas, excesivas o de mal tono, lo sean o no, dependiendo de quién las haga y de qué posición ocupe. En estas condiciones, será difícil que exista un debate abierto entre los historiadores, por la sencilla razón de que cualquier crítica contundente y en profundidad a los argumentos del otro, hecho habitual en países europeos, es considerada aquí como un injustificable ataque a la persona, por más que lo que se haya usado sea información pública accesible a cualquiera y no dossieres secretos[47].
Palabras para definir una matanza
En cuanto al hecho de considerar el régimen de Franco dentro de los fascismos o como parte de los totalitarismos, ya sabemos el rechazo que ha producido desde hace décadas y los esfuerzos realizados para encontrar una fórmula que lo sacara de tan despreciable familia. Todo ello en bien del propio franquismo, al menos de sus años finales, que fueron muchos, y del modelo de transición. Ésta fue la tarea inicialmente acometida por el sociólogo Juan José Linz con su propuesta de incluir el franquismo dentro de los regímenes autoritarios, operación de camuflaje bien recibida desde ciertos ámbitos políticos y académicos, que lo más que llegaron a admitir alguna vez es que en sus orígenes hubo cierto proceso de fascistización. Otros pensamos que, más que por ajuste a tal o cual modelo prefijado, el fascismo español debe ser medido por sus resultados: la destrucción del sistema democrático, el aplastamiento del movimiento obrero y de los partidos de izquierda, y la implantación de un Estado omnipotente.
Por otra parte, exterminio y genocidio fueron conceptos conscientemente utilizados por quien esto escribe en «18 de julio: golpe militar y plan de exterminio», dentro de la obra Morir, matar, sobrevivir (2002). Este trabajo fue publicado entre La justicia de Queipo (2000) y La columna de la muerte (2003), investigaciones que mostraban sobradamente por qué, al menos en la ruta que lleva del norte de África a Madrid, cabe hablar de un plan de exterminio. Plan que cabría extender al modo en que se trató a los vencidos a partir de abril de 1939. Por lo que respecta a la palabra desaparecidos voy a recordar, por ser cosa común, lo que escribió no hace mucho la socióloga Paloma Aguilar:
… el tiempo transcurrido desde la etapa más violenta y represiva del régimen, así como la práctica inexistencia del fenómeno de los «desaparecidos», contribuye a explicar, junto con el deseo obsesivo de evitar otra guerra civil, la falta de atención explícita prestada al pasado[48]…
Añade la autora en nota a pie de página que «sólo muy reciente se ha empezado a hablar en España de desaparecidos», hecho que asocia al documental Els nens perduts del franquisme, de Montserrat Armengou y Ricard Belis, emitido por TV3 en marzo de 2002. Naturalmente Aguilar no tiene por qué saber, ya que no es historiadora sino socióloga, que la palabra desaparecidos en relación no con los niños robados sino con la represión franquista ya había sido utilizada por varios historiadores, entre los que me cuento, desde bastantes años antes[49].
Y es que hay quienes parecen no haber caído aún en la cuenta de que lo que llamamos guerra civil fue consecuencia de un golpe militar parcialmente frustrado, golpe que sólo puede darse por concluido el 7 de noviembre de 1936 con el fracaso de las columnas africanas ante Madrid. Es entonces cuando, por más que ya venían de antes, toman forma los apoyos externos a Franco y cuando podemos hablar claramente de guerra, ejércitos, batallas y frentes; y también cuando se decide dar un barniz seudojudicial a la represión con la transformación de la «columna jurídica» establecida en Talavera de la Reina para la toma de Madrid en la Fiscalía del Ejército de Ocupación, que será el que desde la caída de Málaga se encargue de la represión en las zonas que van siendo ocupadas. Digamos, una vez más, que a partir de ese momento los golpistas buscaron por todos los medios tapar y olvidar la etapa anterior, que no es otra que el ciclo de las grandes matanzas que va del 18 de julio a comienzos de noviembre[50].
Se entiende que el franquismo quisiera borrar esos meses bajo las palabras «guerra civil», pero nosotros no debemos colaborar en el fraude histórico de ocultar que en más de medio país no hubo guerra civil alguna. No tener en cuenta esto conduce al uso de conceptos poco apropiados, caso de la palabra retaguardia[51]. La RAE da de ella dos definiciones: «Parte de una zona ocupada por una fuerza militar más alejada del enemigo» y «En tiempo de guerra, la zona no ocupada por los ejércitos»[52]. Naturalmente ninguna de las dos se adapta por completo al caso español. Primero porque hubo muchos casos de gran cercanía entre zonas supuestamente de retaguardia y frentes de guerra —pensemos en la extensa zona que entre Córdoba y Badajoz se mantuvo en poder de la República hasta el final—, y segundo porque aquí y en lo que se refiere a los sublevados no cabe hablar de zonas no ocupadas militarmente. ¿Acaso tiene sentido calificar de retaguardia a regiones como Galicia, Extremadura o Navarra? En modo alguno, ya que se trata de territorios ocupados militarmente desde los inicios del golpe y que no dejaron de estar sometidos al terror de los vencedores. Estos territorios ya nunca fueron desmilitarizados. Además, lo que no ha sido nunca escenario de guerra sino de un golpe militar, ¿cómo puede llegar a ser retaguardia? Ambas palabras, golpe militar y retaguardia, se repelen. Para encontrar retaguardias hay que irse a la España republicana, donde sí cabe hablar de zonas desmilitarizadas alejadas de los frentes.
Del desconocimiento que aún existe sobre la represión franquista pueden ser buena muestra las conclusiones de un libro, por otra parte muy interesante, coordinado por Paloma Aguilar, Alejandra Barahona del Brito y Carmen González Enríquez, donde se lee, en referencia a España y los países del Este europeo, que aquí «la demanda social de castigo a los culpables de la violencia política» en «las últimas décadas» ha sido menor que en el Cono Sur, lo que relacionan con que la represión en éste fue mucho mayor, como demuestran, según estas autoras, los 8960 casos que reunió el Informe Sábato sobre desaparecidos en Argentina o los diez mil de Sudáfrica[53]. Volvemos a lo anterior: ninguna de estas autoras es historiadora y, por tanto, no tienen por qué saber que la represión habida en Argentina o Sudáfrica se ve superada aquí en España por provincias como Sevilla, Córdoba o Badajoz, donde en cada una de ellas desaparecieron más de diez mil personas. O por regiones como Galicia, donde fueron asesinadas muchas más personas que en el Chile de Pinochet; incluso una provincia pequeña como Huelva duplica la represión pinochetista[54].
Desde el campo de la historia ha sido uno de sus más valorados representantes, apreciación que comparte quien esto escribe, el profesor Enrique Moradiellos, quien ha rechazado que el franquismo pueda ser catalogado de «régimen fascista homologable al nazismo en su criminalidad», o que, respecto a la represión, quepa hablar de «política de exterminio», lo que considera «abuso conceptual y falto de rigor de los términos y conceptos», con extremos tales como considerar «un anticipo de Auschwitz» la matanza de Badajoz. Moradiellos, además, cree que los excesos represivos fueron muy graves en ambas zonas y que los que tuvieron lugar en retaguardia republicana «no eran meros “excesos espontáneos” que no implicaban responsabilidad alguna para las autoridades oficiales y los partidos y sindicatos que las sostenían». También piensa que durante la transición no hubo «pacto de silencio». Por otra parte, el profesor de UEx, que suele mostrar una clara y respetable vocación por el virtuoso término medio, no ha dejado de advertir en los últimos tiempos sobre la visión «arcádica» e «irenista» que se ha ido imponiendo sobre la República:
En consecuencia, desde muy pronto toda la ciudadanía pudo saber (si leía y se informaba adecuadamente) que no era cierto que allá por 1936 hubiera una tranquila y pacífica república democrática que, súbitamente y sin previo aviso, fue asaltada por cuatro generales, otros tantos obispos y terratenientes, todos ellos alentados por Hitler y Mussolini, que se lanzaron contra el régimen democrático constitucional que tenía el apoyo de «todo» el pueblo español[55].
Pero hay un problema en todo esto: se está utilizando el viejo recurso de negar afirmaciones que nadie ha hecho o que no son las que están en el origen del debate. Nadie que tenga mínimos conocimientos sobre las consecuencias de la criminalidad franquista y nazi osará compararlas; ni nadie que se haya adentrado en los años republicanos, momento álgido de la lucha de clases en la España del siglo XX, podrá dar una visión de que aquello era un remanso de paz. Dicho lo cual convendrá recordar, como han hecho desde hace ya tiempo diversos historiadores (Preston, Moreno Gómez o Reig Tapia), y no hay en esto «exceso de carga moral valorativa», que el régimen proporcionalmente más criminal para con sus propios ciudadanos, mucho más que el de Hitler y, por supuesto, que el de Mussolini, fue el de Franco; y, por otra parte, no creo que ofrezca la menor duda el hecho de que, por muy convulsos que fueron los años republicanos, pueden compararse sin problema alguno con países europeos de nuestro entorno y, sobre todo, resultan un oasis de paz con lo que vino después, a partir de 1936, en la media España en la que triunfó el golpe y tras 1939 en la otra media.
Es posible que esté de acuerdo conmigo el profesor Moradiellos en que, con los conocimientos actuales y mientras no se estudien los fondos judiciales militares, aún no cabe profundizar y dar a cada uno lo que le corresponde en lo que respecta a la violencia política habida entre 1931 y 1936. Es posible que algún día sepamos qué parte correspondió realmente a los sectores que actuaron contra la República desde su proclamación —frecuentemente desde dentro del propio Estado— y que convirtieron esta violencia en una de las claves de la estrategia de tensión que vendría a propiciar y justificar la sublevación.
Por otra parte, resulta difícil negar que las piras de cadáveres amontonados —el insoportable olor a carne quemada que durante días invadió Elvas— y los enterramientos masivos en fosas comunes en tandas de muertos colocados en hileras y rociados con cal viva que los golpistas fueron dejando a medida que avanzaban desde Sevilla a Madrid presagiaban lo que poco después sucederá en Europa bajo el Reich de los Mil Años[56]. Finalmente, ¿acaso diremos que son equiparables los planes de quienes a sangre y fuego se levantaron contra el Estado legal en todo el país y la violencia revolucionaria desatada por el propio golpe militar? ¿Cabe igualar la violencia del que agrede con la violencia del que se defiende[57]? ¿Hará falta seguir insistiendo en que, aunque partidos y sindicatos e incluso algunas autoridades estuviesen implicados en la represión en zona republicana, son sobradamente conocidos los numerosos casos de personas, desde simples alcaldes a los más altos cargos políticos, que hicieron todo lo que estuvo en sus manos para evitar estos crímenes? ¿No es algo visible que la violencia en zona republicana nace como respuesta brutal en medio de un Estado deshecho y que la violencia en el bando franquista constituye el eje del proyecto para hacerse con el poder y arrasar con la República? En aquellas circunstancias terribles y tal como hemos documentado en nuestros trabajos, hubo una España con las cárceles repletas de derechistas en la que primó el respeto a la vida y esta realidad no puede nublarla ni Paracuellos ni Málaga ni Barcelona. Es lógico pues que las denuncias sobre los excesos represivos se produjesen en zona republicana y no en zona franquista. La razón es simple: sin excesos represivos el golpe militar no era viable.
Y de paso hay que advertir que frente al tópico, mantenido en diferentes ámbitos y desde Martín Rubio hasta Juliá, de que nos estamos olvidando de las víctimas de derechas, la realidad es que las víctimas causadas por la violencia de izquierdas han sido tenidas en cuenta en las monografías provinciales que se vienen publicando desde los ochenta. Otra cosa diferente es que haya quienes pensemos que, aunque hay que tener en cuenta a todas las víctimas y dejar constancia de lo sucedido a cada una de ellas —lo cual prácticamente sólo se puede hacer con las de derechas—, la parcial e injusta situación de la que partíamos obligaba a considerar éste como el tiempo de los vencidos. Lo urgente era llenar el vacío heredado de la dictadura. Pero ya digo que aquí nadie ha olvidado a las víctimas de derechas. En este sentido resulta significativo el ruido montado por ciertos medios de comunicación respecto a la exhumación de fosas con víctimas del terror rojo. Cualquiera que conozca la Causa General sabe que la existencia de dichas fosas debe ser excepcional y siempre por algún motivo justificado[58]. El problema son las otras fosas y las otras víctimas, para las que no hubo ni Registro Civil ni lápidas ni martirologios ni Causa General.
Respecto al abuso que supone hablar de una política de exterminio mi impresión es que si los que llevamos décadas investigando la represión no hemos logrado transmitir su existencia a quienes nunca la han investigado, caso de Moradiellos, es que debe de haber algún fallo en la comunicación. ¿Cómo hemos de considerar entonces que en provincias o regiones dónde las derechas o no sufrieron daño alguno o éste fue puntual luego fueran asesinadas miles de personas? ¿Cómo valorar que la limpieza afectase a la inmensa mayoría de los pueblos y ciudades, provincia a provincia, hubiese existido o no anteriormente una violencia previa? Si después de decenas de trabajos de investigación sobre las consecuencias del terror fascista en la España sometida a los sublevados desde los primeros momentos —la España del golpe triunfal, no la España de la guerra civil— no hemos logrado transmitir su especificidad es que, como digo, algo no funciona bien o, quizá simplemente, que, al igual que entre las memorias existe una dominante, también entre las historias hay una dominante, que evidentemente en este caso no es ésta del exterminio. Incluso es posible que el problema venga de que el discurso que sobre la represión prevalece tanto en el ámbito académico como en la sociedad lo produzcan personas que no la han investigado[59].
Sobre el mal uso de estos términos que comentamos también se ha definido Javier Rodrigo, especialista en campos de concentración franquistas y cuyas reflexiones son calificadas de «sensatas» por Moradiellos[60]. Propone Rodrigo que en vez de hablar de exterminio o genocidio hablemos de «ejercicio de terror» y mantiene que el terror que se dio en la Andalucía de Queipo o en el Aragón en poder de los sublevados no es «exactamente el mismo que el que encontramos en casos extremos como el de la Plaza de Toros de Badajoz», que, según él, habría que catalogar de «ejercicio de violencia de guerra civil», ya que se trata de «la eliminación de quienes han disputado la soberanía sobre un mismo territorio». Así dicho parece hasta razonable. Lo que ocurre, y no es cosa menor, es que esa disputa no fue entre dos ejércitos sino entre los habitantes de una ciudad y un grupo ajeno a ella y extremadamente agresivo que quería ocuparla violentamente. ¿Catalogaremos de «ejercicio de violencia de guerra civil» el ataque en toda regla de la fuerza de choque del ejército acompañado por artillería y aviación contra una pequeña guarnición constituida mayoritariamente por campesinos encuadrados en milicias?
Para hablar de genocidio, según Rodrigo, además de un Estado que lo aplica, tiene que haber «un plan organizado de destrucción masiva» (en el caso español sólo cabría hablar, según él, de «directrices para la consecución del golpe»). No hubo«muerte programada», sino «más bien improvisada, de viejo cuño y destinada a aterrorizar y descabezar la oposición al golpe». Tampoco hubo exterminio sino «exclusión»; ni genocidio sino «terror paralizador». En definitiva el franquismo prefirió doblegar o transformar más que aniquilar[61]. Supongo que esto es lo que prefirió el franquismo una vez que se sintió dueño de la situación. Creo que el plan de exterminio inicial es perfectamente compatible con la decisión posterior, una vez garantizado el sometimiento de la población, de afinar más en el expurgo. Me pregunto qué resulta de saber que los miles de republicanos, socialistas, anarquistas, comunistas y rojos en general, desaparecidos por los «bandos de guerra», fueron víctimas no de un calculado plan de exterminio o de un genocidio de carácter político, sino de un terror paralizador. ¿No será más bien mortal que paralizador? Y en ese caso, ¿hay alguna diferencia entre exterminar a alguien o causarle un terror mortal? Me temo que se está jugando con las palabras[62].
En cuanto a que no hubo «muerte programada» ni «plan organizado» ni «exterminio» ni «aniquilación» convendría fijarse en los miles de cargos políticos y sindicales hechos desaparecer en todo el país. ¿Tan difícil es observar que el objetivo era la República y que los que debían ser aniquilados eran quienes le dieron vida y creyeron en sus reformas? Lo diré de otra manera: en el 36 la matanza fue indiscriminada y cayó mucha gente que de haber pasado más tarde por consejo de guerra se habría librado, pero entre 1937 y 1945 el franquismo, por medio de la farsa de los consejos de guerra, tuvo tiempo para acabar con todos los que le hubiera gustado hacerlo en el 36 y que por diferentes motivos habían escapado. Conviene traer aquí las palabras de Miguel Ángel Rodríguez Arias, profesor de Derecho Penal Internacional en la Universidad de Castilla-La Mancha:
Franco no sólo quería ganar la guerra, quería eliminar a cualquier sector social que pudiera dar sustento a la República española. Luego hizo lo del encubrimiento, que es típico del genocidio … Es importante que tomemos conciencia de que venimos de un genocidio negado … Es un genocidio en el que se intenta aniquilar intencionadamente a una parte de nuestro país, el grupo de defensores de la República española y luchadores antifascistas a los que se aniquiló, se robaron sus bienes y muchos tuvieron que exiliarse[63].
Por supuesto que sí hubo muerte programada, plan organizado de exterminio y genocidio político, aunque haya quien prefiera hablar de politicidio o genticidio[64]. ¿Simple «exclusión»? Recordaré un escrito de la Comandancia Militar de Cádiz que ya di a conocer hace años:
La peculiar organización de los pueblos andaluces hacía que en un pueblo de 20 000 habitantes existían (sic) 20 o 30 terratenientes, 200 o 300 tenderos o comerciantes y 15 000 braceros sin más capital que sus brazos, todos asociados a organismos del Frente Popular. Cuando ellos dominan pueden fusilar a los dos primeros grupos y quedarse solos; en cambio los dos primeros grupos no pueden fusilar al tercero por su enorme número y por las desastrosas consecuencias que acarrearía[65].
¿Se entiende por qué el exterminio tenía un límite y por qué a unos pudieron aniquilarlos y a otros optaron por doblegarlos o transformarlos? No podían acabar con toda la mano de obra. ¿Acaso era posible depender sólo de los obreros de derechas? Y en cuanto a lo dicho más arriba sobre la Andalucía de Queipo y la matanza de Badajoz, en el sentido de que no fueron víctimas del mismo terror, esto indica que el autor habla de oídas, ya que ni ha investigado la represión salvaje del 1936-1937 ni parece controlar la cuestión historiográficamente hablando. Así, no sólo ignora que entre la represión habida en la Andalucía de Queipo y en Badajoz no existen diferencias cualitativas ni cuantitativas sustanciales —entre otras cosas porque la huella sangrienta de los africanistas afecta a todo el suroeste— sino que basta ojear su libro Hasta la raíz para saber que Rodrigo nada en aguas extrañas[66].
Su última propuesta —en lógico proceso— es que el concepto de represión sea puesto en cuarentena y en su lugar se use violencia política, concepto que también cabe intuir de dónde viene pero que, aunque aplicable a hechos ocurridos en el período republicano o en otros momentos del siglo XX en nuestro país —la transición, por ejemplo—, no creo adecuado para la situación creada por el golpe militar de julio de 1936. Previamente el autor aclara que la guerra española de 1936, «y sobre todo ese año, fue una guerra, eminentemente, contra el civil. Fueron mayoritariamente civiles los que sufrieron la persecución, el asesinato y la depuración». Pero ¿cómo no van a ser civiles las víctimas del 36 si los que habían dado el golpe eran los militares? ¿Cómo no iban a ser civiles si el objetivo de los golpistas era precisamente acabar con el personal civil —políticos, sindicalistas y obreros en general— más comprometido con la República?
Y añade: «De hecho, que durante el primer año de contienda, en el que se llevaron a cabo el grueso de las matanzas en las retaguardias, fuese mayor el número de víctimas mortales por ese motivo [la violencia política] que en los frentes de guerra…». Pero ¿cómo no va a ser mayor? La guerra fue el resultado del fracaso del golpe militar, pero, allí donde no fracasó, las víctimas corresponden al golpe, no a la guerra. ¿Acaso cabe hablar de frentes en las semanas posteriores al 18 de julio? Lo que sí había eran los golpistas por un lado ocupando el poder y matando a quienes les venía en gana y, por otro lado, mucha gente huyendo y ocultándose.
Dice Rodrigo: «… la guerra —y más concretamente el golpe de Estado—…»[67]. Pero ¿acaso es lo mismo una cosa que otra? ¿Había ya guerra civil desde el 18 de julio? Se está ocultando la brutal agresión contra el régimen político legal salido de las urnas cinco meses antes y, conscientemente o no, se está igualando a agresores y a agredidos. En definitiva, al camuflarlo dentro de la «guerra civil», se está justificando el golpe militar de julio del 36, como si a partir del 17 de julio todos a la vez se hubieran lanzado unos contra otros, como si fuese la República la responsable de haber conducido al país a un baño de sangre. Da la impresión de que entre dos referentes históricos democráticos como fueron la Segunda República y la transición, la primera debe ser sacrificada en beneficio de la segunda. Esto conlleva, lógicamente, suavizar los conceptos que aplicamos al franquismo —recordemos el «exceso de carga moral valorativa» sobre el pasado reciente al que aludía Moradiellos—, ya que al fin y al cabo de ahí vienen al mismo tiempo las claves de la destrucción de la República y buena parte de las de la transición. Quizás por eso, para algunos, resulte inaceptable hablar de fascismo, exterminio, genocidio e incluso de represión. No porque en España no se dieran hechos que justifiquen el uso de dichas palabras sino porque su aceptación repercutiría indudablemente en nuestra visión de la República, la dictadura y la transición y, por supuesto, del presente.
El mito de la generación de los nietos
Una última reflexión sobre la extendida teoría de que todo esto de la «memoria histórica» se debe a la llamada «generación de los nietos». El hecho de que muchos de los que han dado vida al movimiento en pro de la memoria y muy especialmente a la exhumación de fosas sean nietos o biznietos de las víctimas del fascismo español, lo que viene a significar gente joven que no vivió la dictadura, no equivale en modo alguno a que en torno a dichas actividades y desde diferentes ámbitos no hayan participado personas que nacieron en los años cuarenta, cincuenta y sesenta, o sea, que ni todos los «nietos» tienen ahora cuarenta años ni todos los interesados por estas cuestiones son «nietos». En el fondo, esta teoría de la «generación de los nietos», al despachar tan fácilmente una cuestión compleja, cumple una función tranquilizadora. Por un lado, su edad e ignorancia acerca de lo que fue la dictadura y la transición explican semejante salida de tono, y por otro, tranquilizan a quienes piensan «nosotros no hicimos nada en tal sentido porque no se podía, no convenía y además no nos correspondía»[68].
Se suele olvidar que el movimiento social en pro de la «memoria histórica» surge sobre la base de la investigación histórica desarrollada previamente, que es la que recuerda a la sociedad la terrible realidad de la represión franquista y la sensibiliza. Esto significa que, aparte de los «nietos», también están los historiadores que contra viento y marea realizaron el trabajo previo para que nada se perdiera del pasado. Y antes que ellos están aquellos que, por marginados que quedaran, advirtieron en su momento de que se estaban haciendo las cosas mal y que no podía borrarse el pasado sin comprometer presente y futuro. En este sentido no parece que tenga razón Paloma Aguilar cuando dice que «las partes más espinosas del pasado sólo han podido ser abordadas con el advenimiento de una nueva generación libre de miedos y de sentimientos de culpa»; ni Javier Rodrigo al escribir que «la generación de los nietos de la Guerra Civil, despojada de los “lastres” de ese pasado, propone resituar esos paradigmas de la democratización…». Fernando del Rey Reguillo llega a más. Para él esto no es sólo cosa de los nietos sino que también «ha tenido mucho que ver con los críticos al proceso de transición a la democracia suscritos por determinados círculos políticos y de oposición»[69]. Aunque algunos no lo quieran ver, antes que los nietos ya hubo otros y quizás sean éstos los que más inquietan a quienes andaban entonces en otras tareas ahora puestas en entredicho.
La gran aportación de un nieto, caso de Emilio Silva, es no haberse conformado con saber que su abuelo fue asesinado en Priaranza del Bierzo sino decidirse a exhumarlo de la cuneta donde lo metieron y darle sepultura. Los que investigamos la represión en los años ochenta y noventa supimos de la existencia de fosas comunes y de las exhumaciones de finales de los años setenta. Pero, como pudimos comprobar cuando hablábamos con personas que vivieron los hechos, era aún mucho el temor a tratar estos temas. Por el miedo acumulado y por otro motivo: la actitud del PSOE a lo largo de sus muchos años en el poder y, en consecuencia, el mantenimiento de la represión como tabú, trajeron como consecuencia que durante veinte años a partir de 1976 no se hablara públicamente de la cuestión, permitiendo así que no fuera la generación de los maridos y esposas o la de los hijos las que pusiesen fin al pasado oculto recuperando los restos de sus familiares y teniendo la posibilidad de exteriorizar sus sentimientos. Sin embargo, estas generaciones fueron sacrificadas en aras de la supuesta reconciliación.
Hasta en un medio de derechas como The Economist puede leerse actualmente, en relación con varios países como por ejemplo España, que «El “olvido selectivo” y la paz que se compra con él no pueden durar para siempre. Un buen día la gente empieza a recordar y pide la verdad»[70]. La reivindicación de la amnistía de 1977 y de la supuesta reconciliación nacen de una tremenda mistificación: oponer a la interpretación fascista de la guerra civil como cruzada otra, al servicio de otros grupos e intereses, que la veían como «una inútil matanza fratricida». Sin duda este discurso, que repartía, además de muertos, culpas y responsabilidades a diestra y siniestra y que olvidaba el golpe militar, debió de ser útil para salir del atolladero donde nos llevó la dictadura y para justificar la amnistía, pero tenía los días contados. La interpretación de «la guerra civil como tragedia colectiva que nunca más debía repetirse» es hija del tardofranquismo y de la transición, donde cabe ubicar a quienes sacaron partido de ella. Lo cierto es que ésta, la transición, como recuerda Alberto Reig Tapia, pese a todo lo bueno que tuvo y a lo que se diga en sentido contrario, «no fue modélica ni ha servido de modelo para otros procesos de transición a la democracia en otros países del mundo»[71]. Es esta crítica a las sombras de la transición lo que algunos no aceptan.
Memoria histórica: dos palabras para un movimiento social
Conviene insistir en algo que no debe pasar desapercibido: historia y memoria confluyeron en un momento dado y de ese encuentro ambas han salido beneficiadas. Y esto a pesar de las reticencias mostradas por muchos historiadores respecto al concepto de memoria histórica. Conviene también señalar, porque es importante, que buena parte de las investigaciones sobre las consecuencias del golpe militar de 1936 han sido realizadas por profesores de secundaria, cuyos trabajos han llegado al público gracias a algunas editoriales abiertamente militantes. Historiadores y editoriales se han visto unidos en el compromiso por la historia. También hubo profesores de universidad que se sumaron a estas tareas, unos consiguiendo convertirlas en línea del departamento y en tesis doctorales, y otros a título individual. Ni que decir tiene que el papel jugado por los medios de comunicación, tanto por lo que respecta a la información como a la desinformación, ha sido muy importante.
Veamos qué piensa Ángel Luis López Villaverde, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha:
Más allá del cuestionamiento epistemológico de la llamada «recuperación de la memoria histórica», resulta impagable el trabajo que los diferentes foros y asociaciones que llevan tal nombre están llevando a cabo en los últimos años —con pocos medios oficiales— al emprender un trabajo integral de documentación que, por otra parte, está contribuyendo a una notable renovación metodológica en el tratamiento de la represión[72].
Es muy probable que esta apreciación la realice López Villaverde desde su compromiso con la ARMH de Cuenca. Por su parte Julián Casanova, un historiador comprometido con su tiempo, describió recientemente un curioso fenómeno: la obsesión de editoriales y medios de comunicación por la palabra «memoria» en detrimento de la palabra «historia». Y añadía: «Las editoriales lo saben y, de acuerdo o no con los autores, colocan en el título de sus libros el vocablo, aunque dentro, en sus páginas, en realidad sólo haya historia, relatos de hechos reconstruidos a través de fuentes orales y recuerdos»[73].
Manuel Ortiz Heras, profesor la Universidad de Castilla-La Mancha e investigador de la represión en Albacete, que también recela de la «memoria histórica» y que preferiría hablar de memoria colectiva o, mejor aún, social, considera que «hay que transformar en Historia la demanda de memoria de nuestros contemporáneos»[74]. Una apuesta interesante que, sin embargo, no es tan fácil, sobre todo cuando esa memoria ha servido precisamente para cubrir los vacíos de la historia, tanto por lo que se refiere a la carencia de documentación como por la falta de investigaciones que hayan cubierto esa demanda, hecho especialmente notable en esa comunidad. También es interesante esta reflexión suya, donde late la queja ya citada antes acerca de la complicación del ambiente, pero en tono distinto:
Si admitimos que la historia como conocimiento social no es patrimonio exclusivo de los historiadores … ¿corre peligro su función al acabar absorbidos por toda una pléyade de aficionados a la historia? Tal vez sea por esto que algunos colegas han reaccionado de forma airada «contra la memoria histórica». En el fondo parece existir todavía un cierto rechazo o reticencia a la historia del tiempo presente, así como a determinadas prácticas como la historia oral[75].
Claro que existe ese rechazo. ¿Acaso hemos olvidado que en la Universidad española de los años setenta y primeros ochenta no sólo no se llegaba nunca a los años treinta sino que no se podían realizar investigaciones sobre esa época porque no había suficiente distancia histórica? No es mala ocasión para recordar al historiador cubano Manuel Moreno Fraginals y su sugerente artículo «La historia como arma». Se rebelaba allí contra ciertas premisas «científicas» que a todos nos son familiares, tales como que «los hechos recientes no pueden ser analizados correctamente por el historiador: es necesario que el tiempo los decante, calme las pasiones y fije los valores»; «no se puede juzgar el pasado con criterios del presente», y «el historiador ha de ser un hombre desapasionado»[76]. Que estas premisas aún encuentran amplio eco no tiene duda y que su finalidad no es otra que impedir el análisis y el compromiso con el presente, tampoco. Pensemos, por ejemplo, que para cuando la Universidad española se incorpora a la investigación del pasado reciente en los años noventa ya han desaparecido testimonios clave para profundizar en la Segunda República, el golpe militar, la represión franquista, la guerra civil y el terror de posguerra. Y es que, como señalaba Ortiz Heras, el rechazo a la historia del presente suele ir unido al desprecio por la historia oral[77].
¿Abusos de la memoria o carencias de la historia?
A partir del inicio de las reflexiones y debates sobre los conceptos y las relaciones entre historia y memoria se ha recurrido a una serie de autores y de disciplinas antes poco frecuentados, en general, por los historiadores españoles. Me refiero a gente como el sociólogo Maurice Halbwachs (1877-1945), el filósofo y antropólogo Paul Ricoeur (1913-2005), el historiador Pierre Nora (1931), el polifacético Tzvetan Todorov (1939), el historiador Enzo Traverso (1957), todos ellos franceses 6 asentados en dicho país, y el filósofo español Reyes Mate (1942). No entra en mis previsiones revisar en qué medida estas lecturas, que habría que contextualizar, están influyendo en los planteamientos que se están dando aquí o en la interpretación de lo que ha ocurrido, pero sí exponer que, con cierta frecuencia, se hace un uso interesado y parcial de los textos de estos autores según el gusto de cada cual.
Todorov, contrario a la causa abierta por el juez Garzón[78], escribió un ensayo titulado Los abusos de la memoria, frecuentemente utilizado en nuestro país para advertir sobre dichos excesos, del que se pueden extraer citas como la siguiente:
Cuando los acontecimientos vividos por el individuo o por el grupo son de naturaleza excepcional o trágica, tal derecho [a recuperar la memoria] se convierte en un deber: el de acordarse, el de testimoniar. Existe en Francia un ejemplo perfecto de esa tarea de recuperación: el memorial de los deportados judíos creado por Serge Klarsfeld. Los verdugos nazis quisieron aniquilar a sus víctimas sin dejar rastro; el memorial recupera, con una sencillez consternadora, los nombres propios, las fechas de nacimiento y las de partida hacia los campos de exterminio. Así restablece a los desaparecidos en su dignidad humana. La vida ha sucumbido ante la muerte, pero la memoria sale victoriosa en su combate contra la nada.
Es posible que en Francia y algunos países europeos hayan existido abusos de memoria, pero desde luego aquí aún no estamos en esa fase. Hasta que no exista en España un memorial con todos los nombres de las víctimas del terror fascista no habrá cesado ni el derecho a recuperar ni el deber de recordar y testimoniar. En nuestro país aún no se ha restablecido la dignidad humana de las víctimas y la memoria aún combate contra la nada. Dice también Todorov:
La recuperación del pasado es indispensable; lo cual no significa que el pasado deba regir el presente, sino que, al contrario, éste hará del pasado el uso que prefiere[79].
Sin duda que la obsesión por el pasado, la continua conmemoración, el culto a la memoria por la memoria y su sacralización son riesgos a tener en cuenta, pero, lo diré de nuevo, no es nuestro caso. Ni la Ley de Memoria de 2007 tiene nada que ver con la ley Gayssot[80]. Es probable que haya quienes se hayan creído que andamos saturados de memoria o que el Gobierno quería establecer una verdad histórica oficial, pero nada más lejos de la realidad. Aquí más que abusos de la memoria lo que padecemos son carencias de la historia. Si la documentación franquista estuviera donde tiene que estar, los archivos funcionaran como tienen que funcionar y la Universidad hubiese cumplido la función social que le corresponde en la investigación y transmisión del pasado seguramente ciertos historiadores estarían menos preocupados por la invasión de la memoria. ¿Por qué los franceses han podido llegar a saber el número y la identidad de todos sus deportados? Seguro que por la documentación que han podido manejar los historiadores. ¿Por qué los españoles aún ignoramos cuánta gente fue aniquilada en Badajoz o en Zamora? Es fácil: unos documentos los hicieron desaparecer y otros los ocultaron y aún no sabemos dónde se encuentran. ¿Qué hubiera hecho Francia con el Martín Villa que en 1977 ordenó la destrucción de los archivos del Movimiento[81]? Aquí un individuo como éste, que debió explicar ese hecho ante un juez, ha sido premiado con los más altos cargos políticos y empresariales, lo que le ha permitido pasar de jefe nacional de SEU y ministro de Gobernación con la UCD a presidente de Endesa y Sogecable. Es evidente que muchos le debieron y le deben de estar agradecidos por haber hecho desaparecer sus expedientes de Falange con las pruebas de su contribución a la gran tarea.
También resulta interesante la lectura de El pasado, instrucciones de uso, de Enzo Traverso, igualmente contrario a la iniciativa del juez Garzón y a la judicialización del pasado[82]. Analiza las sutiles relaciones entre historia y memoria y advierte que oponerlas es «una operación peligrosa y discutible». Para el historiador italiano «todo trabajo histórico conlleva también, implícitamente, un juicio sobre el pasado» y en este sentido recuerda lo que había impresionado al historiador francés Pierre Vidal-Naquet, el autor de Los asesinos de la memoria, la frase de Chateaubriand «que atribuye al historiador la noble tarea de “la venganza de los pueblos”». Y añade: «No se trata de identificar justicia y memoria, pero, a menudo, hacer justicia significa también devolver la justicia a la memoria». Decía Antonio Gramsci en sus Cuadernos desde la cárcel, y lo recuerda Traverso, que sitúa la frase al comienzo de su libro, que «La historia es siempre contemporánea, es decir, política…», a lo que él añade más tarde:
La Historia se escribe siempre en presente y el cuestionamiento que orienta nuestra exploración del pasado se modifica según las épocas, las generaciones, las transformaciones de la sociedad y los recorridos de la memoria colectiva[83].
Josep Fontana, que alude a «esa memoria colectiva que es la historia», cree igualmente que «se quiera o no, se sea o no consciente de ello, el historiador trabaja siempre en el presente y para el presente»[84]. Estas ideas pueden servirnos para reivindicar el fructífero encuentro entre historia y memoria que hemos vivido y protagonizado aquí en España, en el que ha primado si no esa venganza de los pueblos de la que hablaba Chateaubriand y que recuerda Traverso, sí el deber pendiente de dar la voz a los vencidos y recuperar su historia y su memoria. Parafraseando a Walter Benjamin cabría decir que en España «la memoria abre expedientes que la historia ha dado por archivados». ¿Qué ha aportado la memoria? Merece la pena escuchar a Reyes Mate, que era quien nos recordaba la idea del autor alemán:
Estas asociaciones no pretenden sólo identificar a los abuelos asesinados por el franquismo y darles una sepultura digna. De paso, quiéranlo o no, están haciendo un juicio político al franquismo, a la transición y a la democracia que, sucesivamente, ocultó, se desinteresó o tardó en entender el alcance de la responsabilidad de la democracia.
O esto:
Se entiende el desasosiego que causa en algunos historiadores esta relación de memoria y justicia, sobre todo cuando se solicita su opinión para establecer la culpabilidad o inocencia de los actores históricos.
Y es que para este filósofo, cuya actitud frente al pasado y la iniciativa del juez Garzón nada tiene que ver con los antes mencionados Todorov y Traverso, hecho en el que sin duda debe de influir conocer la realidad española desde dentro, «la irrupción de la memoria ha alterado el panorama de la historia, de la política y, desde luego, de la filosofía»[85]. Merece la pena reproducir estas declaraciones suyas:
La memoria es peligrosa y la prueba es el caso Garzón. Es un proceso político y no hay más que leer en la prensa cómo ponderados especialistas en Derecho no entienden desde el punto de vista jurídico lo que está ocurriendo. Garzón cuestiona fundamentos hasta ahora intocados del proceso político relacionados con la República y la dictadura y eso es demasiado para muchos … Jueces de la derecha y la izquierda pero todos cercanos a alguna instancia del poder se han unificado en esta cacería jurídica. Habría que democratizar el cuerpo judicial, posiblemente el más inmune al proceso de democratización español… La derecha ha vivido con la falsa conciencia de que la democracia es en buena parte un producto natural de su evolución, de la del franquismo. Y una causa como la que abre Garzón les obliga a una revisión crítica del franquismo[86].
Desde el punto de vista del historiador, tal como decía antes López Villaverde sobre la renovación metodológica producida por la irrupción de la memoria, no ha sido menos interesante. En este sentido me he referido alguna vez al testimonio del historiador Ricardo Robledo, profesor de la Universidad de Salamanca, quien con motivo de las actividades de la ARMH de Salamanca, de la que era presidente, me comentaba cómo el acto de homenaje a ocho vecinos de un pueblo en 2006 y la subida de su grabación a internet permitió recabar testimonios que sacaron a la luz el trasfondo social de lo que hasta entonces pasaba por ser una de esas historias anticlericales que tan bien vinieron para justificar ciertos hechos represivos.
Esto es algo que hemos vivido los que en nuestras investigaciones recurrimos a los testimonios orales, quienes vimos bien la irrupción de la memoria y quienes desde un tiempo para acá, en mi caso desde 2005, nos implicamos en dicho movimiento. Los documentos de la represión, además de fríos, mienten y ocultan cuanto pueden. Basta pensar en un acta de defunción o en un informe oficial sobre «la aplicación del bando de guerra» a alguien. Sólo los recuerdos de los familiares pueden rellenar los vacíos y dar sentido a informes de estas características. ¿Por qué razón son más «fuente de historia» esos documentos falseados que la memoria de un hijo sobre lo ocurrido? El cruce de ambos se dio en Salvaleón, un pueblo de Badajoz, donde el juez de paz en los años noventa, Francisco Marín Torrado, adjuntó un documento elaborado por él al acta de defunción de su padre contando lo que en realidad le había ocurrido y cómo todo lo referente a la causa y lugar de muerte no sólo era falso sino que dejaba en evidencia el enjuague al que se habían prestado el juez, el secretario y los testigos. He ahí la memoria convertida en historia. ¿O es que acaso el acta oficial tiene más valor que el papel escrito por el juez de paz o que su testimonio?
Es muy posible que tuviera razón el historiador Juan José Carreras Ares cuando en 2003 planteaba en un interesante artículo:
En situaciones de tal reviviscencia memorial huelga esforzase en distinguir entre el recuerdo y la historia, y la pregunta que sirve de título a esta conferencia [«¿Por qué hablamos de memoria cuando queremos decir historia?»] no sólo carece de sentido, sino que puede resultar altamente peligrosa para el que se atreva a formularla.
Nos cuenta Carreras cómo hasta fines del siglo XIX no existía contraposición alguna entre memoria e historia, pero que entrando el siglo XX la segunda lo empezó a devorar todo produciéndose entre ambas un antagonismo que llega hasta nuestro tiempo. Ahí entraría Halbwachs fundando la sociología de la memoria en 1923, estableciendo su naturaleza social y no individual, y diferenciándola claramente de la historia. Pero no será hasta los años sesenta cuando tras las renovaciones metodológicas habidas en algunos países europeos la historia se encuentre «preparada para atender al consumo de memoria que demandaba la sociedad». En cierto momento escribe:
Para explicar el poderío actual de la memoria es necesario mirar más allá del ámbito académico, donde el diálogo con la memoria es casi siempre un diálogo con el texto … Pero la situación es más delicada cuando se trata de vivos, que se enfrentan con el historiador en la realidad … Cuando, además, creen estar rindiendo testimonio de algo inefable por monstruoso y amenazado de olvido, la situación puede hacerse dramática. De ahí el interés paradigmático de la relación entre los testigos del holocausto y los historiadores[87].
Reflexión final
Los historiadores, aunque debamos interesarnos por otras disciplinas y por sus aportaciones, cuando éstas nos afectan, no somos filósofos ni sociólogos ni antropólogos. Mi experiencia como historiador me ha servido para que no me plantee confrontación ni problema alguno lo que entendemos por memoria. Como otros investigadores, desde mis primeros trabajos en los años ochenta me serví de testimonios orales a los que di tanta importancia como a los documentos. Supe también de las dificultades para conseguirlos y del dolor que suele acompañar al recuerdo. Las lecturas que me habían llevado a eso nada tenían que ver con lo que me habían enseñado en la Universidad de Sevilla. Nadie me habló allí de Brenan, Gibson, Southworth, Paul Thompson o Fraser. Ni siquiera de Bloch, Vilar o Fontana. Sin embargo, yo era consciente de que los recuerdos y testimonios personales, que considerábamos historia oral, formaban parte de la historia y siempre que pude convertí esa memoria en historia. Un recurso más: vivían testigos de los hechos y había que preguntarles para que no se fueran con ellos sus historias. Percibí también en muchas ocasiones el temor de la gente a hablar y sufrí la negativa de muchos a realizar grabación alguna. Pero, consciente de que hay hechos que jamás aparecerán en documento alguno, nunca dejé de ir a quien se me indicó que podía aportarme algo. Quizás por eso, cuando llegó el tiempo de la memoria no sólo no me sorprendió sino que me pareció que ya era hora.
Cuando publiqué en 1996 el libro sobre Huelva aún no había llegado ese tiempo pero, contra todo pronóstico —tardaron tres años en decidirse a publicarlo: no sólo les daba miedo sino que pensaban que sería un fracaso de ventas— se vendieron miles de ejemplares en la provincia, convirtiéndose en el ensayo más vendido del Servicio de Publicaciones de la Diputación de Huelva. Unos años después, en 2003, vio la luz el libro sobre Badajoz. Ya era tiempo de memoria y la actitud ante estos trabajos había cambiado considerablemente. Los adquirían los interesados por la historia y también la gente sensibilizada con la «memoria histórica», muchos de los cuales se enteraron ahí del final de sus familiares y de las circunstancias en que ocurrieron estos hechos. Fui consciente de que para muchas personas estos libros eran actas de lo ocurrido a su familiar, como pude comprobar cuando al entrar en casas donde me los mostraban veía una señal que marcaba una página, que no era otra que aquella donde aparecía el nombre del pariente asesinado. Recibí numerosas cartas y mensajes de gente que me corregía datos, me ampliaba información, me preguntaba por qué tal o cual persona asesinada no estaba o, simplemente, se interesaba por cómo había llegado a saber esto o aquello[88]. Incluso en más de una ocasión aporté documentación para la solicitud de pensiones, para inscripciones fuera de plazo y hasta para dilucidar el derecho a alguna herencia.
Así pues, ya antes de que irrumpiera la memoria, la historia estaba cumpliendo funciones que desbordaban su normal desempeño. Todo esto adquirió otra dimensión cuando en 2005 iniciamos la aventura de Todos los Nombres (www.todoslosnombres.org) subiendo a internet información sobre Andalucía, Badajoz y norte de África. Al mismo tiempo, el inicio en España de la apertura de fosas comunes y la exhumación de víctimas del terror franquista aportó una faceta oculta e inesperada a las investigaciones realizadas. Y el traslado desde los libros a internet de las bases de datos con los nombres de los represaliados resultó un proceso de imprevisibles consecuencias que se vio compensado y complementado por las aportaciones de cientos de personas. La experiencia de estos años —especialmente en la fase álgida de la iniciativa del juez Garzón— ha mostrado la dimensión y la gravedad del vacío oficial que existe sobre la represión franquista, que en modo alguno ha sido solucionado con la creación de una oficina de atención en Madrid, por la sencilla razón de que en dicha oficina casi lo único que pueden hacer es remitir a la gente a las asociaciones.
La única comunidad que ha asumido y cumplido la función social que le correspondía, por peculiar que sea el caso, ha sido Cataluña. En la mayor parte de las demás comunidades, caso de Andalucía, ha recaído sobre iniciativas privadas y asociaciones lo que debería haber sido papel del Estado y los gobiernos regionales, desde atender a las demandas de la gente hasta exhumar fosas comunes. Además de los listados de represaliados, Todos los Nombres ha proporcionado noticias, legislación, investigaciones, información bibliográfica y la posibilidad de que la gente enviara pequeñas semblanzas de sus familiares desaparecidos, encarcelados o exiliados, quizás la sección más gratificante para muchas personas, que se han visto así motivadas a juntar unos datos que hasta entonces nadie en su familia había reunido. No me cabe duda de que se habrán dado algunos excesos de la memoria, pero estoy convencido de que, en última instancia, el proceso iniciado a fines de los noventa y aún sin concluir ha sido no sólo justo para los descendientes de los represaliados sino necesario y positivo para la sociedad española. Por otra parte, las jornadas realizadas desde hace ya varios años junto con la Asociación Memoria Histórica y Justicia de Andalucía han permitido reunir a personas procedentes de muy diversos campos (historiadores, juristas, antropólogos, forenses, etc.) y también han posibilitado a los hijos contar lo que durante tanto tiempo tuvieron que callar. Es imposible olvidar algunos de estos testimonios, que ojalá me hubieran llegado cuando investigaba.
A fines de 2006, otro profesor universitario, uno más de los que se muestran críticos con la memoria, en este caso Alfonso Pinilla, de la UEx, persona ajena a la investigación de las consecuencias del golpe militar del 36, escribió un artículo en El Periódico de Extremadura titulado «¿Historia contra Memoria?». Venía a decir que mientras «el memoriador inventa», «el historiador conoce». Y en la onda ya mencionada volvía a repetir que el modelo de transición no sólo no dio lugar a ignorancia alguna sino que todo se investigó a fondo. Pinilla hablaba de la «algarabía» creada por la irrupción de la memoria y creía que eran «las nuevas condiciones políticas del presente las que han vuelto a anteponer la Memoria a la Historia». En mi contestación le decía que para muchas personas eso que se ha dado en llamar «memoria histórica» representaba simplemente el recuerdo de la historia que cada uno ha vivido o conoce de primera mano, y añadía:
Nosotros, los historiadores, que sabemos que casi todo lo que queda en los archivos es memoria de los vencedores, tenemos el deber de recoger con especial cuidado la memoria de los vencidos, de los nadie, cuya voz no suele aparecer en la historia. Los tiempos en que la Academia controlaba la Historia ya han acabado. Ahora la cosa se ha complicado un poco y para investigar la historia del golpe militar, de la guerra y del fascismo no basta con acudir al archivo, sino que, mientras podamos, hay que recoger la memoria viva de labios de quienes lo padecieron. Es necesario insistir en que, aunque la base sean los documentos, hay hechos, aspectos y matices del pasado a los que sólo podemos acceder por la Memoria, especialmente cuando lo que nos ha llegado de los vencidos ha sido filtrado por los vencedores. Lo que hemos aprendido, después de tantos años, los investigadores de nuestro pasado reciente es que la Historia y la Memoria se necesitan mutuamente y se complementan[89].
Después de todo habrá que reconocer que no iba tan errado el historiador Juan José Carreras cuando escribió:
En fin, no es pecado mortal hablar de memoria cuando queremos decir historia; lo que es importante es que al final se escriban buenas historias.