EL LADO HUMANO DEL MONSTRUO DE LA CIUDAD
Del otro lado de la calle, en Tompkins Square, los animales se estaban despedazando unos a otros.
En el departamento el ventilador se había vuelto a quemar.
—Mañana lo arreglo —dijo David con impaciencia. Tenía la piel erizada—. Ahora hace demasiado calor.
—Ven a la cama —dijo Terri.
Pateó el inútil ventilador con el canto del pie.
—Nací en Filadelfia —masculló—. Crecí en Passaic. Moriré en Nueva York. ¡Qué epitafio de porquería!
—Ven a la cama.
Yacían desnudos sobre el colchón de dos plazas y prestaban atención a cualquier ruido que pudiese delatar la presencia de merodeadores en la escalera de incendios, en el techo, en los pasillos. De pronto se dormían. Ella soñaba que hacía el amor y todo era rosas, y vino helado y las cataratas que siempre había deseado conocer. El despertar llegaba primero con la radio-reloj de alguien que vivía tres pisos más abajo; la WABC retumbaba sobre las paredes de ladrillo. Después escuchaban el tañido de las campanas de la iglesia ortodoxa rusa que estaba en la otra cuadra.
—Tengo tanto sueño —susurraba ella, y sus rasgos eran suaves y delicados bajo la luz grisácea.
Hacían el amor. Cuando ella alcanzaba el orgasmo, era un nadir de sensaciones.
El desayuno también era frugal. Comían los huevos en polvo en silencio y bebían el café instantáneo en cuanto se enfriaba.
David no parecía predispuesto a la charla esa mañana. Terri se ocupaba de que su taza estuviese llena y lo veía clavar la mirada en el plato de plástico rajado. Parecía mucho más alto entonces, pensó. Lo había encontrado una mañana lluviosa del año anterior durmiendo bajo la herrumbrada escultura cúbica de la plaza Cooper. Y un reproche silencioso: no censures.
—¿Y ahora qué hice de malo? —preguntó David.
Terri fingió estar ocupada con sus uñas rotas.
—Nada ¿por qué?
—Esta mañana no me diriges la palabra.
«Somos tan jóvenes», pensó Terri; «el Programa Médico nos va a mantener vivos mucho tiempo.» La idea le resultaba aterradora.
—Ya tendría que estar acostumbrada, a esta altura —sonrió compasivamente—. Estoy planeando mi día —mintió.
—¿Y qué es lo que hay que hacer hoy?
—Ayer fue viernes trece, la señora Constantine lo mencionó en el vestíbulo. Eso significa que hoy es catorce y que me toca ir a buscar las píldoras.
—Tus malditas píldoras —dijo David.
Ella titubeó, pensando en el modo de convertir el asunto en una broma.
—Mantienen a raya a los bebés.
—Sí —dijo él—. ¡Sí!
—La señora Constantine me tuvo una hora arrinconada ayer. Me enteré de todos los chismes sobre cada uno de los del edificio, ya la conoces.
David frunció el ceño en silencio.
—Sólo que pasó algo medio misterioso. Creo que alguien la asustó.
—¿A la señora Constantine? —Sonrió forzadamente David—. A ella nada la conmueve. ¿Recuerdas cuando atrapó al tipo aquel con el cuchillo, cerca del buzón?
—Esta vez algo pasó. Fue el señor Jaindl.
—¿Te refieres a Gregor, ese viejo estrambótico del segundo? ¿Qué hizo? ¿Le hizo alguna proposición asquerosa?
—Ese fue el término que usó ella. Asquerosa. Pero no era nada referido al sexo. Por una vez la señora Constantine no estuvo dispuesta a decir más. Lo único que agregó fue que era lo más asqueroso que había oído en su vida.
—¡Qué misterio! La señora Constantine es el tipo de persona que infla cualquier estupidez hasta convertirla en intento de violación y sodomía.
—Terminó murmurando algo en el idioma de su viejo país que no pude entender y se fue.
—Parece que todos tenemos nuestros problemas.
Se quedaron allí sentados, guardando un silencio incómodo durante algunos Instantes.
—¿Qué te parece si te acompaño al centro? —dijo él.
—¿No vas a trabajar hoy?
—Hoy no.
Él acostumbraba salir por la mañana, con una bolsa y una pala, y un cuchillo enfundado en su cinturón. David era una rata de río. Escarbaba la costra que cubría el río del Este, en busca de latas de aluminio. Con lo que Terri ganaba como modista, el dinero que lograban ahorrar servía para pagar el alquiler del departamento.
—Me parece bien. Cada vez me da más miedo salir sola, incluso en pleno día.
—Voy a buscar los respiradores —dijo él—. Por si acaso. —Tosió; el ardor de los pulmones que nunca lo abandonaba comenzó a roer de nuevo.
Existía todo un ritual para dejar el departamento. Cerrar y trabar bien todas las ventanas a pesar del calor. Dejar encendida la luz de la cocina. Esconder la tostadora en un estante de la despensa, detrás de una gran bolsa de cereal. Encender la radio y sintonizar una emisora de rock. Cerrar la puerta y echar llave. Ajustar bien los dos pasadores de seguridad. Controlar por si había sombras que se movían entre el rellano de la escalera y la claraboya. Sólo entonces podían empezar a bajar las escaleras.
Se encontraron con Gregor Jaindl en el descanso del segundo piso. Con un brazo sostenía una bolsa de papel con manchas de grasa, llena de basura; con la otra registraba el bolsillo en busca de la llave.
—Buenos días... ¿la señorita Bruckner, no es verdad? ¿La joven que confecciona ropas brillantes?
—Sí —dijo Terri—. Buenos días, señor Jaindl.
—Por favor —dijo el viejo—, me llamo Gregor.
Sacó la mano del bolsillo. Las llaves sueltas se cayeron al piso.
—Entonces llámeme Terri.
La muchacha se arrodilló y empezó a recoger las llaves. Miró hacia arriba.
—Él es David.
Se puso de pie y depositó las llaves en la palma de Jaindl.
—Señorita —dijo él—, es usted muy amable.
Acentuaba un poco las palabras, pronunciándolas con una rígida cortesía europea. Hizo una ligera reverencia; David parecía alarmado.
—Creo que es mejor que sigamos —dijo tomando a Terri del brazo y conduciéndola hacia la escalera.
El viejo se aclaró la garganta en forma perentoria. La pareja se detuvo dos escalones más abajo.
—Me sentiría muy honrado —dijo Jaindl— si ustedes quisieran compartir mi cena de esta noche.
David empezó a contestar sin pensarlo:
—Gracias, pero no...
—Habrá carne —dijo el viejo.
—Nos encantaría —dijo Terri.
—Entonces, a las siete en punto.
Jaindl se volvió y desapareció en la oscuridad del vestíbulo.
David tomó a Terri del brazo; estaba enojado.
—¿Estás loca?
Ella lo miró de soslayo.
—¿Acaso debemos pasar otra noche más en ese departamento sin necesidad? ¿Peleando por los huevos en polvo?
—Mejor eso que comer con un viejo chiflado.
—No es un viejo chiflado.
Dos pisos en silencio. Luego ella dijo:
—Me recuerda muchísimo a mi padre.
Su querido padre, que había desaparecido en los motines por la comida, ocho años atrás.
David se rió.
—Es una persona misteriosa. Eso de llevar basura hacia el departamento en vez de sacarla.
Terri sonrió con picardía.
—A lo mejor es la cena.
Ya había empezado a llover cuando Terri pasó a buscar sus píldoras. Salieron de la Clínica Asistencial del Sector Este. Por lo general, a Terri le gustaba chapotear en la lluvia como un pato, poniendo cuidado en pisar todos los charcos, pero ese día chancleteó bajo el agua, cabizbaja.
La vendedora ambulante los distinguió antes de que hubieran caminado una cuadra. Usaba un saco a cuadros de varios colores que por poco limpiaba la mugre de la calle. Los alcanzó de un salto, con los movimientos torpes y ansiosos de un perrito.
—¡Hola, querido! —los llamó—. Esperen un minuto.
Se puso a la par de ellos. El pelo se le bamboleaba al caminar.
—Escuchen, tengo algo que les interesa.
—Lo dudo —dijo David.
Aceleraron el paso. Terri miraba fijamente hacia adelante.
—Acaban de salir de la clínica ¿no?
Tenía un tonito profesional.
—Tengo otras dos docenas de píldoras que los mantendrían fuera del hospital —los ojos parecían cansados—. Apuesto a que les gustaría tener un chico.
—Váyase —dijo David.
—Escuchen, tengo algo especial. Seis meses, varón, criado a pecho. Les encantaría, en serio. Una ganga, tesoritos.
David cortó por lo sano y agarró de un brazo a la vendedora y la empujó hacia el cordón de la vereda.
—Váyase al diablo y déjenos en paz.
Al llegar a la esquina los encaró nuevamente mientras esperaban la luz del semáforo.
—Escuchen, quinientos, nada más. Vamos, tesoritos, él los necesita y ustedes también.
David sintió que Terri se estremecía a su lado; estaba llorando. Sin pensarlo, agarró el bolso de lona del respirador por la correa y lo revoleó en el aire. El impacto alcanzó a la vendedora en el mentón y la arrojó contra un buzón. Se tambaleó, aturdida y empezó a manarle sangre de la nariz.
—Hijos de puta —dijo, y empezó a maldecirlos con un tono firme y monótono.
—Por favor —dijo Terri—. Vámonos de aquí.
Él le pasó el brazo alrededor de los hombros para consolarla, mientras caminaban. Reemplazaba así a las palabras, que no supo pronunciar, en el trayecto por la Primera Avenida rumbo a casa.
El departamento de Gregor Jaindl bien podía haber sido la guarida de un alquimista medieval. Era oscuro, con las ventanas herméticamente cerradas.
Había estantes de madera rústica contra las paredes; los libros tenían encuadernaciones de cuero. El aire estaba cargado de un fuerte olor a incienso. El candelabro que estaba apoyado sobre la mesa había sido fabricado con un cráneo humano.
—Me apasiona el drama —dijo el viejo, como justificándose—. Me enorgullezco de ser uno de los últimos grandes románticos.
—Muy impresionante —dijo Terri.
Jaindl los condujo a la mesa.
—¿Les gustaría un poco de vino antes de la comida? Tengo una sola botella de Liebfraumilch, 1967. Supongo que no es lo más adecuado, pero escasea tanto el vino en estos días...
—No queremos saquear su bodega —dijo Terri—. De veras.
—El vino hay que disfrutarlo con los invitados —rió el viejo—. Además, esta noche estoy de festejo.
David había estado escudriñando sin cesar las hileras de libros clasificados.
—¿Qué es lo que festeja? —preguntó.
La sonrisa estereotipada de Jaindl se hizo aún más amplia.
—Soy el salvador de nuestras decadentes y hambrientas ciudades.
—No comprendo.
—Más tarde, más tarde; ya les explicaré. Pero, por el momento, tengan paciencia y soporten la vanagloria satisfecha de un viejo, por favor.
Jaindl llenó tres vasos finos y los distribuyó.
—Ahora, un brindis. Por todos nosotros, por nuestro nacimiento y nuestro renacimiento.
Entrechocaron los vasos.
El de Terri cayó de su mano, golpeó contra el borde de la mesa y salpicó ámbar sobre el candelabro. Se tambaleó por un instante y David la sostuvo con su mano libre. «David, lo siento, lo siento tanto», pensaba ella.
—Mi querida —dijo Jaindl con ansiedad—. ¿Qué le ocurre?
—Lo siento —dijo Terri—. Realmente lo siento. Yo...
—Está un poco alterada —dijo David—. Fuimos a la Clínica a buscar las píldoras y nos siguió una vendedora tratando de encajarnos un chico.
Jaindl frunció el ceño.
—Las píldoras. Narcoesteroides. Obtuve mi primer diploma en Columbia cuando las estaban desarrollando.
—¿Usted estuvo allí?
—¿Le sorprende? —sonrió débilmente—. Licenciado en genética en 1970. Doctor en biogenética tres años después. ¿Pensó acaso que yo era un sastre inmigrante jubilado?
—Algo por el estilo —dijo Terri—. ¿Puede servirme otro vaso? Prometo tener cuidado.
—Claro que sí —Jaindl sirvió el vaso—. ¿Entonces está segura de que son sólo nervios? ¿No ha notado (titubeó) ningún atraso?
Terri tomó un trago.
—No, estoy en fecha. Mi período empezó hoy.
—Perdónenme, amigos.
Jaindl volvió a levantar su vaso.
—Voy a proponer un brindis más apropiado. Por un mundo en el que podamos elegir libremente.
Bebieron y se produjo un largo silencio.
—Yo era uno de los que firmaba los petitorios contra la llamada regulación de la población —dijo el viejo—. La legislación social, el manejo de los pobres y de las minorías, los anticonceptivos narcóticos. Lo intentamos, pero no se protestó lo suficiente y después ya fue demasiado tarde.
—Fue un error —dijo David—. Y ahora ya no hay elección para nadie.
Terri se estaba poniendo muy achispada con muy poco vino.
—Habría bastado con que nos degradaran al rango de animales; no habríamos tenido que justificarlo.
—En ese momento las demás alternativas parecían peores —dijo Jaindl—. La comida, especialmente para las ciudades, era uno de los grandes problemas. Y en eso estuve trabajando todos estos años. Eso es lo que celebramos esta noche. Ahora siéntense, por favor.
Se sentaron. Jaindl se inclinó sobre el horno de la kitchenette y volvió con una fuente repleta de churrascos humeantes.
—¡Hace tanto que no comíamos carne de verdad! —dijo Terri.
La carne era blanca y tierna, húmeda y ligeramente escamosa. Tenía un poco de gusto a pollo o a atún, pero al mismo tiempo un sabor característico. Todos se atiborraron.
—¡Qué rico! —se maravillaba Terri a cada bocado.
Cuando hicieron una pausa para respirar, David dijo:
—¿Es algún tipo de carne sintética?
—No exactamente —empezó a decir Jaindl, y se detuvo, pensativo—. Se lo podría calificar como aprovechamiento máximo de los recursos existentes.
—¿Qué quiere decir?
—Se los mostraré. Vengan un momento.
El viejo los invitó a abandonar la mesa.
—Hace tiempo que convertí mi dormitorio en un laboratorio. Ustedes vieron los resultados. Les mostraré el origen.
Había toallas sucias amontonadas debajo de la puerta del dormitorio. Cuando Jaindl las sacó, Terri frunció la nariz por el olor. Jaindl abrió la puerta y encendió la luz, una simple lamparita. Una pared estaba llena de cajas de cartón repletas de basura; la de enfrente tenía jaulas. El viejo hizo un gesto y ellos se inclinaron muy cerca el uno del otro, sobre una jaula de noventa centímetros de largo.
—¿Qué es? —preguntó Terri, estremeciéndose involuntariamente.
Vio un cuerpo obeso, segmentado, negro y liso, de unos cincuenta centímetros de largo y tal vez veinte de diámetro. La criatura se arrastraba hacia adelante, impulsada por seis patas blindadas, gruesas y cortas.
—Es el resultado de muchas generaciones —dijo Jaindl.
Había un dejo de orgullo en la voz.
—Aceleración genética forzada, aquí, en mi dormitorio, con mis técnicas. Este es el resultado, un verdadero triunfo.
—Parece casi como si... —empezó David.
—La forma de vida más prolífica de las ciudades —dijo Jaindl—, además de la rata y el mismo hombre. Nos salvará del hambre.
David se inclinó para ver más de cerca.
—Es una cucaracha.
—¡Dios mío! —dijo Terri.
Desnudos, yacían uno al lado del otro en la oscuridad. Los rodeaba un calor denso.
—Te dije que era un chiflado —dijo David.
Terri se dio vuelta hacia su lado.
—Todavía me siento mal.
—Y se parecía a tu padre.
—Se parece —dijo la muchacha—. Jaindl es un viejo simpático; estoy segura de que tiene buenas intenciones.
—Es un chiflado.
—No fue tan terrible. La gente puede llegar a acostumbrarse. Es sólo la idea...
—Eso, la idea —dijo David—. ¿Puedes imaginarte a nuestros vecinos criando esas cosas en el patio? Dios, todos tendríamos que tirar nuestra basura allí. Luego, a la hora del almuerzo, bajaríamos y mataríamos una bien gorda. Jaindl está loco. De remate. Olvídalo.
Terri yacía boca arriba con la cara vuelta hacia el cielorraso.
—Por lo menos él trata. Hizo algo. (Dame un hijo.)
—¿Qué quieres decir con eso? (Sabes que no puedo.)
—Nada, nada en absoluto. (Lo sé, pero no quiero entender. No quiero ser justa.)
«Acabemos», pensó ella; «es un juego tan cruel, tan devastador.»
La frustración y la rabia empezaron a deslizarse a través de la ventana enrejada como si fueran seres vivientes.
—...tú querías...
—...un momento de esperanza...
—...yo quería...
—...si no puedes...
—...no puedes...
—...puta...
—un bebé...
—¡Maldito sea! —dijo ella—. Vete al diablo. Por un momento me pareció que sí.
Le dio vuelta la espalda y tocó el cuerpo deshilachado del osito, que se cayó sobre la mesita de luz.
—¿Qué?
—Que te quería.
En el pequeño departamento de la avenida A, los animales empezaron a despedazarse unos a otros.