NI EN ISLAS DE CALIZA POR EL CIELO

R. A. Lafferty

Un lapidario es el que talla, pule, cincela y engarza piedras pequeñas. También el que, armado con un punzón, incrusta más o menos al azar distintas piedras y fragmentos tratando de armar un mosaico.

¿Pero cómo se le dice al que corta y apila piedras de gran tamaño?

Comencemos con este lapillus o piedrita, por ejemplo:

«El origen de la pintura como arte en Grecia se relaciona con personajes históricos concretos, pero el de la escultura se pierde en las brumas de la leyenda. Su historia propiamente dicha no empieza hasta el año 600 a.C., aproximadamente. Se la consideraba un arte otorgado a los hombres por los dioses; eso es precisamente lo que expresa la aseveración de que las primeras estatuas cayeron del cielo.»

Artículo Ara Statuaria: Escultura.

Enciclopedia Harper de Literatura y Antigüedades Clásicas.

Coloquemos esta primera piedrita en un extremo de nuestro futuro mosaico, aun cuando contenga un error acerca de qué fue lo que en realidad cayó del cielo: no eran estatuas terminadas.

Ubiquemos ahora esta segunda piedra:

(No disponemos de la cita exacta, pero es de Charles Fort o de alguno de sus imitadores.) Se refiere a un científico que se negaba a creer que hubiesen caído del cielo ciertos fragmentos de piedra caliza, a pesar de que dos granjeros los habían visto caer. El científico aseguraba que no podían haber caído del cielo porque en el cielo no hay piedra caliza. (¿Cómo se las habría arreglado ese científico si hubiese tenido que enfrentarse con el problema que plantea Ballenas en el Cielo?)

Engastemos esta segunda piedrita de sabiduría en otro rincón del mosaico y veamos de encontrar más material.

El corredor de calizas estaba haciendo su oferta a los miembros de la Junta municipal. Ofertaba mal, era un vendedor muy mediocre. Todo lo que podía ofrecer era buen precio (más de diez veces inferior que el que proponían los demás Matadores) y excelente calidad. Pero el hombre no hacía buena impresión. Tenía el pecho descubierto (y de tamaño descomunal) y sólo llevaba puesta una chaqueta sin mangas arriba y un trozo de tela cruzada abajo. Calzaba las crépida o sandalias de Hermes, hechas al parecer de piel de carnero (una ingenua muestra de afectación). La barba y el cabello estaban muy quemados por el sol, pero las raíces de ambos revelaban que el hombre era rubio. Su barba era dorada, pero estaba opacada por ese polvo de yeso o de roca que lo cubría de pies a cabeza. Estaba sudado y despedía olor, una mezcla de caliza, limadura de bronce, chivo, trébol, ozono, lentejas, leche agria, estiércol y queso picante.

—No, señor, me temo que no queremos ningún trato con ustedes —decía el alcalde—. Todas las demás firmas tienen buena reputación, hace tiempo que están instaladas.

—La nuestra está instalada desde hace muchísimo tiempo —dijo el corredor de calizas—. En realidad hace nueve mil años que se dedica a negocios de esta índole.

—¡Qué disparate! —Protestó el comisionado de Barrido y Limpieza—. Si ni siquiera nos da la dirección de su firma, y tampoco nos hace una oferta formal.

—La dirección es Stutzamutza —dijo el vendedor—. No puedo darles ningún otro dato; no hay más datos. Y en cuanto a lo segundo, estoy dispuesto a hacerles una oferta formal si me indican cómo. Yo les ofrezco trescientas toneladas del mejor mármol de caliza, cortado al milímetro según instrucciones, trasladado hasta el lugar indicado, garantizado contra rajaduras, blanco o veteado. Y les ofrezco además despachar y colocar la mercadería en su lugar en el término de una hora. Todo por el módico precio de trescientos dólares o trescientas bolsas de maíz molido.

—¡Oh! ¡Acepten, acepten! —gritó una tal Phosphor McCabe—. Nosotros los elegimos a ustedes, señores, para que se ocupen de nuestros negocios y consigan los mejores precios. No dejen escapar esta ganga, por favor.

Phosphor McCabe era una fotógrafa que se entrometía en todo.

—Cállese, señorita, o la haremos expulsar de la sala de audiencias —dijo el comisionado de Parques y Jardines—. Tendrá que esperar su turno y no interferir en otros casos. Me pongo a temblar de sólo pensar en cual será su solicitud de hoy. Querría saber si alguna administración municipal tuvo que vérselas con tantos maniáticos como la nuestra.

—Señor, usted y su gente tienen una pésima reputación —dijo el comisionado de Hacienda dirigiéndose al vendedor de piedra caliza—. Nadie había oído hablar de ustedes. Incluso corre el rumor de que la piedra caliza que ustedes venden no es sólida y que se derrite como el granizo. Para no mencionar a los que aseguran que ustedes tuvieron algo que ver con la tremenda granizada de anteanoche.

—Bueno, lo que pasó fue que esa noche celebramos una reunioncita en la ciudad —explicó el corredor de calizas—. Habíamos recibido unas cuantas botellas de vino de Tontitown en pago por unas piedras que colocamos en Arkansas y nos las tomamos todas. Pero no lastimamos a nadie, no estropeamos nada con ese granizo. Algunas piedras eran tan grandes como pelotas de básquet ¿vieron? Pero nos fijamos bien dónde las dejábamos caer. ¿Cuándo se vio una granizada tan feroz que no produjera ningún destrozo?

—No podemos correr el riesgo de que se nos tome por imbéciles —dijo el comisionado de Educación y Cultura—. Hubo varios casos en los que hicimos el papel de estúpidos últimamente, y no siempre por culpa nuestra. No podemos permitirnos comprar la piedra caliza para un proyecto de tanta envergadura a gente como usted.

—Me pregunto si usted me podría conseguir unas ciento veinte toneladas de granito rosa de buena calidad —preguntó un hombre sonriente y sonrosado que había en la sala de audiencias.

—No. Esa es otra isla, nada que ver con la nuestra —respondió el corredor de calizas—. Pero si los llego a ver se los digo.

—Señor Chalupa, no sé qué es lo que tiene que hacer usted hoy aquí —dijo con voz severa el alcalde dirigiéndose al hombre sonriente y sonrosado—, pero tendrá que esperar su turno sin mezclarse en este asunto. Parece que últimamente nuestras audiencias públicas se han convertido en un desfile de chiflados.

—No tienen nada que perder —insistió el corredor de calizas—. Yo les entrego las piedras, las corto y las ubico. Si no están satisfechos, se las dejo sin cargo, o me las llevo de vuelta si prefieren. Y no me pagan los trescientos dólares o las trescientas bolsas de maíz molido hasta que no estén completamente satisfechos.

—Yo quiero ir con usted a su país —estalló la señorita Phosphor McCabe—. Estoy fascinada por lo que he oído de él. Quiero escribir un artículo sobre él, con fotografías, para la Nueva Revista de Geografía. ¿A qué distancia se encuentra ahora su país?

—De acuerdo —le respondió el corredor de calizas—. La esperaré. Nos iremos tan pronto como yo haya terminado mi negocio y usted el suyo. Nosotros queremos a todo el mundo y nos encanta que vengan a visitarnos, pero casi nadie quiere venir. En este momento mi país está a aproximadamente cinco kilómetros de distancia de aquí. Es la última oportunidad, señores: les ofrezco el mármol de caliza de mejor calidad y más barato que puedan encontrar aunque vivan doscientos años; y espero que todos ustedes lleguen hasta los doscientos. Nosotros queremos a todo el mundo y estaríamos encantados de que todos llegasen por lo menos hasta los doscientos años.

—Definitivamente no —dijo el alcalde—. Seríamos el hazmerreír de todo el estado si cerráramos trato con alguien como usted. ¿De qué clase de país está usted hablando, que dice que está a sólo cinco kilómetros de aquí? Una y mil veces no. Está malgastando su tiempo, señor, y nos está haciendo perder el nuestro.

—No y no; es imposible, es sencillamente imposible —repitió el comisionado de Barrido y Limpieza—. ¿Qué no dirían los periódicos si supieran que le compramos piedra caliza a alguien que merece tanto respeto como un tripulante de OVNI o poco más?

—La oferta está rechazada —dijo el comisionado de Parques y Jardines—. Fuimos elegidos para conducir los negocios de la ciudad ahorrando todo lo posible, pero sin olvidar la dignidad.

—Y bueno, está bien —se resignó el corredor de calizas—. No todos los días se pueden vender plataformas gigantes. Adiós, señores comisionados. No se apure, señorita; la esperaré.

Y el corredor de calizas salió, levantando a su paso lo que parecía ser una nube de polvo de roca.

—¡Qué día! —se lamentó el comisionado de Educación y Cultura—. ¡Qué desfile de bromistas que nos tocó hoy! En fin, a ese por lo menos nos lo pudimos sacar de encima.

—No estoy tan seguro —gruñó el alcalde.

—La que sigue es la señorita Phosphor McCabe.

—Seré breve —dijo Phosphor alegremente—. Todo lo que quiero es una licencia para construir una pagoda en la colina de doce hectáreas que me dejó mi abuelo. No será un estorbo para nadie ni implicará ningún desembolso. Y va a ser hermosa.

—Y dígame un poco, ¿por qué quiere usted construir una pagoda? —preguntó el comisionado de Barrido y Limpieza.

—Para poder sacarle fotos. Y además porque tengo ganas de construir una pagoda.

—¿Qué clase de pagoda va a ser? —preguntó el comisionado de Parques y Jardines.

—Una pagoda rosa.

—¿De qué tamaño? —se interesó el comisionado de Educación y Cultura.

—De doce hectáreas de base. Y cien metros de altura. Va a ser grande, pero no será un estorbo.

—¿Por qué quiere hacerla tan grande? —preguntó el alcalde.

—Para que sea diez veces más grande que la Pagoda Negra de la India. Va a ser realmente hermosa y se convertirá en una de las atracciones de la zona.

—¿Y tiene usted el dinero para construirla? —preguntó el comisionado de Barrido y Limpieza.

—No, no tengo ni un centavo, pero si logro vender mi artículo ilustrado «Viajando con cámara y canoa por la Celestial Stutzamutza» a la Nueva Revista de Geografía voy a sacar bastante plata. Además hace un momento estuve tomando instantáneas de todos ustedes, señores, y pienso vendérselas al Semanario de la Risa si logro ponerles títulos ocurrentes. Y, en cuanto al dinero para construir la Pagoda Rosa, bueno, ya voy a pensar en algo.

—Señorita McCabe, su solicitud será transferida, o diferida, o como quiera que se diga, lo que es como decir que queda aplazada —dijo el alcalde.

—¿Y eso qué significa?

—No estoy seguro: el encargado de Asuntos Legales está ausente hoy, pero siempre dice algo por el estilo cuando queremos sacarnos el fardo de encima por un tiempo.

—Quiere decir que tiene que volver dentro de una semana, señorita McCabe —dijo el encargado de Barrido y Limpieza.

—Está bien —aceptó la señorita Phosphor McCabe—. De todos modos jamás podría empezar a construir la Pagoda Rosa antes de dentro de una semana.

Y ahora ubicamos esta piedrita de forma extraña en otro rincón del mosaico:

«El descubrimiento en el siglo XVII de las islas de Polinesia por parte de simples marineros significó la materialización de uno de los antiguos sueños paradisíacos. ¡Las islas verdes, el mar azul, las playas doradas y la dorada luz del sol, las muchachas morenas! ¡Las frutas, incomparables; el pescado, incomparable; el cerdo asado y las aves al horno, más allá de lo imaginable; árboles del pan, frutas, un volcán; una ininterrumpida perfección de clima, huríes de piel oscura como las que promete el Corán, cantos, música de cuerdas y música del mar! Era el Paraíso Prometido de las Islas, y se había hecho realidad.

»Pero incluso este hallazgo resultó pobre comparado con el descubrimiento, menos publicitario, anterior, e incesante, de las Islas Flotantes (o Islas Travertinas) por parte de viajeros más intrépidos. Las muchachas de las Islas Flotantes son más alegres (con excepción de las frías negras de las islas de Dolomita Diorítica) que las chicas de la Polinesia, más inteligentes y mucho más divertidas; son más hermosas y más curvilíneas, y poseen una cultura más vital y más artística, son más vivaces (¡vaya si lo son!). Y, en cuanto al paisaje, desafía toda descripción. No hay nada en la Polinesia, ni en el mar Egeo, ni en las Antillas que se le pueda siquiera comparar en deleite y colorido. ¡Y son tan amistosos todos los travertinos! Quizá sea una suerte el hecho de que sean poco conocidos y poco visitados; es probable que la experiencia de un mundo como el de ellos fuera demasiado para nosotros.»

Verdades de la leyenda del Paraíso, por Harold Bluewater.

Miren bien de cerca esta piedrita antes de que la incrustemos. ¿Están seguros de que tomaron nota de su forma?

Ahora tenemos otra piedra, aún más pequeña, para encajar aquí, donde parece haber un hueco demasiado estrecho. Es sólo una cita:

«En una Inscripción grabada en la Piedra el Hombre no está bajo Juramento.»

Doctor Johnson.

La señorita Phosphor McCabe visitó el país del corredor de calizas y escribió su artículo ilustrado «Viajando con cámara y canoa por la Celestial Stutzamutza». Las fotografías en color, sobrecogedoras, fascinantes, resplandecientes de alegría, una verdadera fiesta para los sentidos, no pueden reproducirse aquí, pero a continuación transcribimos unos pocos fragmentos del texto complementario:

»Stutzamutza es un país de piedra caliza de una blancura tan increíble que hace doler los ojos de placer. Es esta base de superblancura la que hace que los demás colores resalten con tanta claridad. No es posible que exista en otro lugar un cielo más azul que el que rodea a Stutzamutza en la mayor parte de las horas y de los días (véanse láminas I y II). Los campos, cuando los hay, son de un verde incomparable, y no hay agua más plateada (láminas IV y V). Las cataratas son un verdadero arco iris, especialmente las del río Final, que baja caudaloso de la meseta (lámina VI). Es imposible que existan acantilados más matizados —azules, negros, rosados, ocres, rojos, verdes— pero siempre sobre esa base de superblancura (lámina VII). No puede haber otro sol como éste; brilla aquí como no brilla en ninguna otra parte del mundo.

»Debido a que Stutzamutza tiene una elevación promedio muy alta (algunos harán un gesto de desconfianza cuando revele a qué me refiero cuando hablo de elevación promedio del lugar), la población tiene el tórax o los senos asombrosamente desarrollados. Son de película. Los pocos visitantes que llegan aquí procedentes de zonas más bajas, más mundanas, coinciden en mostrarse deslumbrados:

»—¡Caramba! —dicen—. No puede ser que existan chicas como éstas.

»Y sin embargo existen (véase lámina VIII).

»—¿Cuánto hace que está pasando esto? —preguntan los ocasionales visitantes.

»Desde hace nueve mil años, desde que se recuerda en Stutzamutza, y, si nos remontamos más allá de la historia, desde que el mundo existe.

»Quizá debido al desarrollo de su pecho, la población de Stutzamutza sobresale en el canto; son vigorosos, sonoros y hermosos cuando cantan. Sus instrumentos, además de las flautas y las gaitas convencionales (con pulmones tan poderosos esta gente hace prodigios con la gaita), de las liras y los tamboriles, incluyen los tambores tronadores (lámina IX) y las trompetas de cuatro metros de largo (láminas X y XI): se duda de que haya algún otro pueblo capaz de hacer sonar estas trompetas rugientes.

»Quizá también debido al desarrollo de su pecho los pobladores de Stutzamutza son, sin excepciones, sumamente demostrativos en sus afectos. Hay algo que a la vez sobrecoge y reconforta en su carnalidad olímpica, es tal la robustez y el esplendor de su intercambio sexual que esta pobre muchacha subdesarrollada queda algo más que admirada (láminas X a XIX). Además, esta gente es ingeniosa, sabia y siempre agradable.

»Se dice que, originalmente, no había nada de tierra en Stutzamutza. Los pobladores tenían que cambiar caliza, mármol y dolomita de la mejor calidad por cantidades equivalentes de tierra, aunque fuese arcilla o arena de lo más pobre. Así llenaron algunas grietas y lograron que comenzara a surgir la vegetación, y en unos pocos miles de años construyeron innumerables terrazas, lomas y valles de verdor; ahora se dan en abundancia las uvas, las aceitunas y el trébol; el vino, el aceite y la miel alegran los amplios corazones de la población. El maravilloso trébol azul y verde (véase lámina XX) es el alimento de abejas y cabras. Hay dos especies distintas de cabras: la cabra de pradera y pastura, que se cría por su leche, queso y mohair, y la cabra salvaje de la montaña, de mayor tamaño que la anterior, que se caza en los riscos blancos y cuya carne, de sabor un tanto fuerte, es muy apreciada. Los pobladores de Stutzamutza usan el mohair tejido y la piel de chivo curtida para confeccionar sus vestidos, pero no llevan mucha ropa, pese a que hace bastante frío los días en que la elevación aumenta súbitamente.

»Hay muy poco cereal en Stutzamutza; por lo general, se venden las piedras de las canteras a cambio de grano. La industria principal de Stutzamutza —la única, en realidad— es la explotación de canteras. Los cortes que se hacen en esos enormes yacimientos dejan al descubierto, a veces, asombrosos restos fósiles; hay un cuerpo de ballena fosilizado intacto (se trata de una Zeuglodon o Ballena del Eoceno, especie extinguida) (véase lámina XXI).

»—Si se trata realmente de una ballena, todo esto habrá estado bajo el océano en algún momento —le dije a uno de mis pechudos amigos.

»—Claro —me respondió—. La piedra caliza sólo puede formarse en el océano.

»—Pero entonces, ¿cómo hizo para elevarse tan por encima de él? —pregunté.

»—Eso es algo que deberán resolver los geólogos y los hipólogos —dijo mi amigo.

»La cualidad más fascinante del agua que hay en Stutzamutza es su mutabilidad: a veces se forma un lago en un solo día, y se vacía al día siguiente por simple escurrimiento. La lluvia es prodigiosa a veces, cuando decide presentarse bajo esa forma, y es un placer sortear los rápidos de los ríos que crecen súbitamente. Otras veces, en contados minutos puede llegar a formarse hielo sobre toda Stutzamutza, y todo el mundo se regocija con su súbita aparición, todos menos el pobre visitante, que carece del equipo adecuado. Es un hielo tan extraordinariamente hermoso como frío. Los pobladores lo cortan en forma de grandes láminas, masas y bloques y lo dejan caer para divertirse.

»Pero todos los demás espectáculos se olvidan cuando uno ve los saltos de agua que caen bajo la luz del sol, y el más maravilloso de todos es sin duda el de las Cataratas del río Final. ¡Qué increíble verlo caer caudaloso desde el país de Stutzamutza (véase lámina XXIII), verlo descender por un espacio casi infinito, cien, doscientos metros, convertirse en niebla, en aguanieve, en nieve, en lluvia, en granizo, de acuerdo con el estado del tiempo, ver cómo el arco iris de kilómetros de longitud se prolonga hasta desaparecer allá lejos, muy por debajo nuestro!

»Hacia el extremo norte de la isla (su extremo norte temporario) hay un acantilado de mármol rosa particularmente llamativo.

»—¿Te gusta? Te lo regalamos —dicen mis amigos.

»Es lo que había estado buscando que me dijeran»

En efecto, la señorita Phosphor McCabe hizo su artículo ilustrado, realmente admirable, para la Nueva Revista de Geografía, pero la Nueva Revista de Geografía no lo aceptó; según el editor la señorita Phosphor McCabe llegaba a conclusiones inaceptables.

—Lo que pasa es que llegué a un lugar inaceptable —dijo la señorita Phosphor—. Me quedé allí seis días, lo fotografié y conté cómo era.

—Eso es algo que jamás podríamos aceptar —dijo el editor.

El problema residía, en parte, en la explicación de lo que la señorita Phosphor McCabe entendía exactamente por elevación promedio de Stutzamutza (era bastante alta) y por eso de «los días en que aumentaba la elevación».

Y he aquí otra piedra de forma grotesca. A primera vista parecería imposible ubicarla en el hueco que le está destinado, pero los ojos se engañan: su silueta encajará a la perfección. Son las memorias de un viejo y experto meteorólogo, que recuerda un hecho observado durante su larga vida profesional:

»Ya desde pequeño me interesaba por las nubes. Creía que ciertas nubes conservaban su identidad y reaparecían una y otra vez, y que unas eran más sólidas que otras.

»Más tarde, cuando estudié meteorología y seguí cursos sobre clima en la Universidad, tuve un compañero de clase que sostenía una serie de opiniones aparentemente locas, centradas en la teoría de que ciertas nubes aparentes no son masas de vapor sino islas de piedra que flotan en el cielo; él sostenía que había unas treinta islas de este tipo, compuestas en su mayor parte por piedra caliza, menos algunas que eran de basalto, o de arenisca, incluso de pizarra. Decía que había por lo menos una hecha de esteatita o de talco.

»Este compañero afirmaba también que tales islas flotantes eran a veces muy grandes, y que había una de por lo menos cinco kilómetros de largo, que se las conducía inteligentemente para disimular mejor su presencia: las islas de caliza viajaban con masas de nubes blancas como el algodón, las de basalto con los oscuros frentes de tormenta, y así sucesivamente. Creía que dichas islas se apoyaban a veces sobre la superficie terrestre, y que cada una tenía su propio refugio en regiones poco frecuentadas; creía, además, que las islas flotantes estaban pobladas.

»Nosotros nos divertíamos bastante con el Loco Anthony Tummley, nuestro excéntrico compañero. Sus ideas, nos decíamos unos a otros, eran de lo más chifladas. Y, en realidad, el propio Anthony terminó internado. Fue un caso triste, pero del que difícilmente podía uno hablar sin echarse a reír.

»Pero más adelante, después de más de cincuenta años en la profesión, llegué a la conclusión de que Anthony Tummley tenía razón en todos los aspectos. Varios de nosotros, meteorólogos veteranos, compartimos ahora esta certeza, pero acabamos por desarrollar una especie de código para hablar del asunto, ya que no nos atrevemos a admitirlo abiertamente ni siquiera en la intimidad. La contraseña para aludir a este estudio es «Ballenas en el Cielo», y tenemos la intención de que el tema mantenga un tenor humorístico.

»Hay unas treinta islas de piedra de este tipo flotando continuamente sobre nuestro país (y es posible que haya más de cien de ellas en todo el mundo); se las puede detectar con el radar, se las avizora una y otra vez, con formas poco modificadas (algunas, de vez en cuando, parecen dejar caer pequeñas masas de piedra y depositarlas en alguna parte de la tierra), se las conoce, tienen nombres.

»Incluso hay quienes las visitan, por lo general personas de temperamento muy peculiar, dotadas siempre de una especial combinación de simplicidad, aceptación, inteligencia e inexplicable simpatía. Hay individuos y familias enteras en el campo que emplean los servicios de estas islas pobladas para trasladar mensajes y mercancías. En la zona rural y pantanosa de Louisiana en una oportunidad pudo notarse con asombro que la población ya no recurría al servicio de los lanchones del Canal Intercostero para trasladar sus provisiones y productos al mercado.

»—¿Qué ventaja tienen los lanchones sobre las islas de piedra que siempre hemos usado? —pregunta esta gente—. No tienen un horario mucho más regular, no son más rápidos y no son capaces de ofrecer los mismos servicios a cambio de un quintal de arroz. Sin contar con que los pobladores de las islas de piedra son amigos nuestros, y algunos se han casado con nosotros, los cayuna.

»Hay otras regiones donde se obtiene con igual facilidad esta cooperación.

»Muchos pobladores de las islas de piedra son bien conocidos a lo largo de determinadas rutas, que las islas recorren casi con regularidad. Estas personas son todas de una belleza muy vigorosa y algo tosca; tienen buen carácter y son cordiales. Se dedican a traficar piedra, y venden asombrosas cantidades de material de construcción de óptima calidad a cambio de grano y otras provisiones igualmente simples.

»No hay explicación científica, en absoluto, de cómo pueden suceder estas cosas, de cómo las islas de piedra logran flotar en el cielo; pero que así ocurre es un secreto a voces compartido quizá por un millón de personas.

»En realidad soy demasiado rico en la actualidad como para que me metan en un manicomio (aunque hice mi fortuna con un comercio bastante extravagante, tal vez increíble para la mayor parte de las personas), y demasiado viejo como para que se rían abiertamente de mí: sólo despertaría la sonrisa que despiertan los excéntricos. Ya estoy retirado de mi profesión de meteorólogo, que me sirvió como fachada durante muchos años (aunque debo aclarar que siempre he sido y sigo siendo un enamorado de mi trabajo).

»Soy consciente de lo que sé y de lo que ignoro y hay más cosas en el radio de veinticinco kilómetros por encima de la tierra de las que sueña tu filosofía, Horacio.»

Memorias de cincuenta y dos años de meteorólogo,

de Hank Fairday (edición privada de 1970).

La señorita Phosphor McCabe elaboró un segundo artículo ilustrado, realmente asombroso, para la Nueva Revista de Geografía, con un título muy atractivo: «De acuerdo, explíquenme entonces cómo lo hice o La construcción de la Pagoda Rosa».

»La Pagoda Rosa está lista, salvo en lo que respecta a agregados que haré cuando se me ocurra y cuando mis amigos de las alturas anden por los alrededores. Es sin lugar a dudas la estructura más grande del mundo y también, en mi opinión, la más hermosa, pero no tiene una apariencia maciza: es liviana y etérea. ¡Vengan a verla en vivo, vengan todos! Y si no pueden venir en persona, véanla en las fotografías en color (láminas I a CXXIX). Con sólo abrir bien los ojos y los oídos, esta maravillosa estructura responde a cientos de preguntas.

»A veces se ha formulado la pregunta de cómo pudieron apilarse los bloques de piedra de cien toneladas y más de las antiguas estructuras megalíticas, de cómo pudieron encajar tan bien unos con otros para que ni siquiera pudiera insertarse la hoja de un cuchillo en las coyunturas. Es fácil. Por lo general no se apilan cien bloques de cien toneladas, a menos que se busque un efecto ornamental especial; lo que se hace es colocar un solo bloque de diez mil toneladas y simular las juntas. En la Pagoda Rosa yo hice colocar bloques de caliza rosada de trescientas mil toneladas de peso (véase lámina XXI).

»Hacen descender toda la isla hasta el sitio de la construcción, cortan el bloque que se necesita (y créanme que los pobladores de las islas son picapedreros de primera), luego retiran un poco la isla y dejan el bloque colocado en su lugar.

»Y si no, ¿de qué otro modo pudo hacerse? ¿Cómo si no conseguí ubicar en su lugar, a ciento diez metros de altura, el coronamiento principal, de ciento cincuenta mil toneladas? ¿Con rampas? ¡Vamos! ¿A quién se lo quieren hacer creer? Las columnas de piedra y las torrecitas que hay alrededor y debajo de él son como un encaje tridimensional, y era necesario colocar ese coronamiento al final. No se lo hizo subir por medio de rampas, ni siquiera hay sitio para colocar rampas. La construcción íntegra se completó en una tarde de sábado, y aquí están las secuencias fotográficas que muestran los pasos sucesivos. Se usó una isla flotante y se separaron fragmentos de esa isla a medida que flotaba en el lugar. Les repito que no hay otra manera de que una muchacha de cincuenta y dos kilos pueda construir una Pagoda Rosa de treinta millones de toneladas en seis horas; tiene que disponer de una isla flotante, con un acantilado de caliza rosada en su extremo norte y tiene que estar en muy buenos términos con los pobladores de esa isla.

»Por favor, vengan a ver mi Pagoda Rosa. Toda la gente y todos los funcionarios apartan sus ojos de ella; dicen que es imposible que una cosa semejante esté allí y decretan entonces que no está allí. Pero está. Vengan a comprobarlo personalmente (o bien vean las láminas IV, IX, XXXIII, LXX, en especial). Y es hermosa (véanse láminas XIX, XXIV, V y LIV). Pero mejor vengan a ver cómo es al natural.»

La señorita Phosphor McCabe preparó ese artículo ilustrado, considerablemente sorprendente, para la Nueva Revista de Geografía, pero de la Nueva Revista de Geografía se negaron a publicarlo, argumentando que cosas semejantes eran imposibles. Y también se negaron a ir a ver la Pagoda Rosa, lo que es una lástima, ya que es la estructura más grande y hermosa de la tierra.

Ahí está todavía, en esa colina de doce hectáreas, sobre el borde norte de la ciudad. Y todavía no se ha colocado la última piedra. La más reciente, un pequeño agregado malintencionado, no será la última. La señorita Phosphor jura que no lo será.

Resulta que un enemigo no muy inspirado bajó volando, poco después de terminado el cuerpo principal de la pagoda, y puso la última piedra, muy pequeña (se la conoce como «semilla de la duda») en la cima del coronamiento principal. Era una piedrita escrita con caracteres irregulares y mal talante donde se leía:

No creo en brujas ni en endriagos

dice el rico y también el despojado.

El escéptico afirma con su mueca

que no admite que la Tierra sea hueca.

No hubo Atlántida, Lemuria ni una Mu.

No creo en leñadores legendarios,

ni en grotescos y chuecos marcianitos.

No en mitos tecnológicos ya muertos

ni en los encantos del viejo megalito.

No creeré en ballenas que alcen vuelo

ni en islas de caliza por el cielo.

Balada no Tradicional

Esta piedrita gruñona en forma de balada en la cúspide casi estropea el efecto de la Pagoda Rosa, a mi modo de ver. Pero dice la señorita Phosphor McCabe que la hará sacar tan pronto como sus amigos viajeros vuelvan a esta vecindad y ella pueda llegar a la cima.

Eso es todo lo que tenemos que decir sobre la colocación de piedras. ¿Hay alguien que tenga algo que añadir?