UN POBRE HOMBRE, UN MENDIGO
Un hombre extraño, envuelto en un manto negro, uno de cuyos pliegues le caía sobre la cabeza para ocultarle la cara, con el paso elástico y suave de quien ya no tiene que preocuparse de si el suelo está o no desnivelado; un hombre que podía percibir el aroma que provenía de la cocina, en un recodo del sendero angosto y pedregoso, sin que eso fuera para él más que el indicio de lo que otro hacía y nada más... Este individuo —que tenía un aspecto bastante vulgar y nada temible (aunque tal vez algo misterioso)— se deslizaba por el tortuoso sendero que bordeaba el campamento de Alejandro cerca del Indo como si supiera adonde estaba yendo. Pero no tenía nada que hacer allí, no, y menos bajo el calor bochornoso de la tarde, pese a que la vegetación a su alrededor envolvía el sendero con una cierta oscuridad tenebrosa. Estaba manchado de luz y sombra. Era el principio del verano en la India y sobre el sendero y el manto de hojas que lo bordeaba caían pétalos y polvo amarillo. Se los sacudió de encima, llegó a un claro y siguió adelante sin mirar alrededor.
A trescientos cincuenta metros de la tienda del general el camino subía, se hacía más rocoso y más despejado; había un centinela recostado contra una roca, absorto en la contemplación de un moscón que sostenía entre el pulgar y el índice. No vio al extranjero cuando pasó ni contestó a su saludo. Embozado hasta el mentón, el extranjero pasó junto a esclavos que recogían fuentes de una mesa de tablones tendida al sol (porque desde la tienda del general se dominaba todo el valle, una atalaya sin obstáculos, pero por eso mismo un poco inhospitalaria). Penetró en la tienda, agachándose para pasar por debajo de la lona y arrastrando su manto negro. Encontró al hombre que buscaba sentado ante una mesa baja, pidiendo que le llevaran un mapa; le puso una mano sobre el hombro y entonces dijo, con bastante timidez:
—Vamos, todavía soy una persona civilizada.
—¡Que Apolo me proteja! —exclamó el conquistador con voz ahogada, poniéndose pálido.
El extraño rió y sacudió su cabeza, sin perder esos modales inofensivos y amistosos que lo habían tornado tan popular y que habían hecho que se lo llorara tanto cuando Alejandro lo matara a la edad de veintiocho años.
—Aristóteles, tu maestro, no aprobaría eso —dijo, sacudiendo alegremente la cabeza, y se sentó en el borde de la mesa rodeando con su mano una copa de vino.
—¡Saca tus manos de allí! —Dijo automáticamente Alejandro, y después añadió, recobrando su color habitual—: Tómala.
—Oh, no; gracias —dijo su amigo muerto, sonriendo para disculparse—. Ahora no podría. No tienes idea del inconveniente que significa esto de estar muerto...
—¡Tómala! —dijo el conquistador.
—Ah, pero... —y su amigo asesinado apoyó la copa de vino.
—¿Y bien? —dijo Alejandro.
El muerto sonrió, con la tierna sonrisa de los que provocan y aguantan el insulto. Sonrió, retrocediendo.
—Creí —dijo— que la novedad de mi aparición...
—No dura.
—Ah, pero tú me debes...
—¿Qué?
El espectro dio unos pasos atrás, atravesando el brillante rayo de luz que entraba en la tienda a través de la abertura, y rozó la pared de lona con su hombro sin dejar una sola marca.
—Lo recuerdo —dijo—. Lo recuerdo.
Alejandro lo miró fijamente en la penumbra, una luz que transformaba al conquistador, con sus hermosas facciones y su figura de bronce, en una estatua.
—¡Ah, qué cosas recuerdo! —prorrumpió el espectro, con una carcajada genuina—. Recuerdo tu asombrosa violencia cuando te emborrachabas.
El hombre sentado ante la mesa lo observó.
—Y recuerdo —añadió el espectro, recorriendo silenciosamente la habitación— que me sentaba levantando los pies y apoyando las rodillas en el mentón sobre una especie de banco de mármol, como un escolar, y observaba cómo desvariabas...
—Yo nunca desvarío.
—Decías disparates, si prefieres. Pero no debería entretenerte con tonterías. Estoy seguro de que trataron de detenerte ¿no es cierto? Además mi hermana había sido tu vieja nodriza... ¡qué escándalo! Supe que te quedaste tres días encerrado.
Aquí hizo una pausa, mientras se hallaba en el rincón más oscuro de la tienda.
—Ya sabes —dijo, saliendo a la luz, dejando que su manto arrastrase descuidadamente desde un hombro—. Ya sabes —repitió mientras se le iluminaba toda la cara, se le enarcaban las cejas y los ojos se abrían como sólo se abren en los momentos de emoción intensa, cuando el rostro está a punto de convertirse en una máscara—. Ya sabes (con una expresión casi de asombro). Lo recuerdo bastante bien. Lo analicé cientos de veces. No tuve la menor idea de qué fue lo que me golpeó; creí que la habitación se había dado vuelta y que el piso había levantado vuelo y se me había tirado encima, y entonces algo me pegó en el pecho y me mordí la lengua ¿sabías?, y vi tu cara...
En este punto Alejandro estalló en carcajadas tan estrepitosas que podían haberse oído incluso fuera de la tienda, pero la lona no se movió; los pliegues colgaban tiesos.
—Mi querido amigo —dijo afectuosamente—, lo siento por ti, de veras, pero me temo que el tiempo ya borró prácticamente todo ese asunto. Como verás... —y señaló el desorden de papeles que había sobre su escritorio.
—Ah —dijo sabiamente el espectro—. Pero yo no envejezco, ya ves.
—Eso es una verdadera lástima —dijo el emperador, apoyando los codos sobre la mesa y hundiendo el mentón en las manos— pero ahora...
—¿Ahora? —dijo el espectro, en actitud expectante.
—Ahora sé bueno y márchate.
—No.
—Entonces me iré yo.
Pero cuando el emperador retiró su silla y se levantó, vio que el amigo que había matado, de algún modo había logrado sentarse en ella y hurgaba en sus papeles, y la cosa no le gustó.
—¡Caramba, vean esto! —dijo su amigo.
—¡Deja eso en su lugar!
—Proyectas ir a la India. ¡Qué bien!
—¡Vas a...! —y agarró la mano del extranjero, pero la impresión de encontrarla de carne y hueso fue demasiado para él y retrocedió bruscamente gritando—: ¡Guardias!
Nadie apareció.
—Bah, pavadas —dijo con calma su amigo.
Estaba sentado frente a la mesa como un secretario o un filósofo acompañante cuando anota las palabras de un gran hombre; el manto negro se le había deslizado desde los hombros y yacía en parte sobre el asiento y en parte sobre la suciedad del piso, como un charco de tinta. Levantaba un documento tras otro con cuidado y respeto. Siempre había llamado la atención el modo en que este hombre levantaba las cosas; su mano se cerraba alrededor de una copa, de un jarrón, de otra mano de mujer, con tanta delicadeza y una curiosidad tan galante quo uno hasta podía imaginar que los objetos inanimados sentían verdadero placer cuando él los tocaba. Las mujeres hablan gustado de él y él las había evitado.
—Proyectas ir a la India —dijo— mirando unas marcas en un mapa.
Alejandro se encaminó decididamente hacia la cortina de la tienda para buscar amigos o sirvientes que lo liberaran de esa molestia, pero la cortina de la tienda colgaba rígida como una piedra. No logró moverla.
—¿Qué quieres de mí? —dijo entre dientes.
—Bueno —dijo pausadamente el extranjero.
—¿Qué? —gritó el rey, perdiendo la paciencia.
—Te estás asustando.
—¿Asustarme yo?
—Tú, sí, y vas a hacerlo.
—¿Voy hacer qué?
—Calma—. Estudió el mapa. —Mira esto —dijo—. Vas a cruzar el Indo, vas a pasar otros siete años lejos de tu tierra, tu ejército se amotinará y para el momento en que logres establecer otra Alejandría —¿cuántas Alejandrías hay ya en estos momentos?— en el hemisferio oriental, tu gobierno del oeste habrá caído y tendrás que empezar todo de nuevo. ¡Mi Dios, qué proyectos!
—Deja de jugar conmigo —dijo el rey y se sentó, con considerable dignidad, en un taburete bajo, cerca de la entrada de la tienda.
—¿Por qué? Tú acostumbrabas a jugar conmigo —dijo razonablemente el espectro.
—Es cierto; lo hacía.
—Precisamente: lo hacías.
—La muerte no te ha pulido el carácter —dijo Alejandro.
—¡Ni ha suavizado el tuyo!
—Los que quieran patadas van a recibir patadas —dijo el rey.
—Sí, eso es —dijo su amigo, parpadeando—. Bien, lo que quiero es lo siguiente: quiero que regreses, que vayas a pasar el próximo invierno a Heliópolis, el nuevo nombre de Babilonia (¡qué cambio!) y que retires tus fronteras hasta los confines de Persia. Eres un idiota: no puedes conservar lo que has obtenido. Tal como está, el imperio se desmembrará tres días después de tu muerte. Piensas que un lugar es tuyo con sólo erigir unas cuantas columnas grabadas y nombrar un sátrapa. ¡Qué tontería!
—Y... —dijo Alejandro.
—Y... —repitió el espectro, un tanto perplejo— y, bueno, eso es lo que quiero.
Alejandro se puso de pie.
—No estoy acostumbrado a... —pero una brisa repentina levantó la cortina de la tienda, como si alguien en un arranque de violento entusiasmo la hubiera arrojado hacia el cielo. Riendo alegremente, aunque en forma algo embarazosa tal vez, Alejandro se dirigió hacia su amigo y lo abrazó.
—¿Me creerías —le dijo— si te dijera que me arrepentí, que me arrepentí sinceramente? Hombre, si no quise ver a nadie durante tres días; hasta pensaron que los iba a abandonar en el medio del desierto. ¡Tanta era mi pena! Pero tendrías que haberme conocido lo suficiente como para mantenerte lejos de mí.
Sin estremecerse, palmeó la espalda de su amigo, de una consistencia poco natural.
—Y lo que cuentan sobre tu hermana es cierto, aunque un poco adornado —dijo—. La quería de veras y me disgustó profundamente tener que causarle un dolor. Y en cuanto a ti... —su voz se enturbió—. Bueno, tú sabes...
—Ay —dijo el espectro, parpadeando sin poder evitarlo.
—Tú sabes —dijo Alejandro con ternura—. Tú sabes.
Y entonces, sin decir una sola palabra más, pero volviéndose para mirarlo con una sonrisa compasiva y llena de pesar, salió de la tienda.
Al quedarse solo, el extranjero lo siguió pensativamente con la mirada durante un minuto. Después, con extraordinaria rapidez, arrebató su manto de la silla próxima a la mesa baja, hizo con él un pequeño paquete y lo arrojó al aire. Al observarlo mientras permanecía suspendido entre el techo y el piso se rió para sus adentros, en un ataque de risa silencioso que lo hizo doblarse en dos. Tan pronto como desvió su mirada del manto, éste cayó como cualquier otro objeto, desplegándose sin ninguna elegancia en un desparrame de tela, como un ganso herido. Lo levantó y se lo puso.
Ahora, nos toca la otra, pensó, y se sentó en el banco cerca de la pared de lona, muy formal. Su nombre era Clito, y en vida se lo conocía como Clito el Negro.
Para consolidar su posición política en Persia, Alejandro se había casado (y obligado a hacer otro tanto a doscientos de sus nobles, sin considerar sus sentimientos) con una dama persa de linaje aristocrático. Roxana —así se llamaba su mujer— había pasado la mayor parte de su niñez en un patio con piso de mármol y mosaico, aprendiendo a leer y a escribir (algo por lo que sentía el mayor desprecio) o corriendo detrás de una pelota a rayas junto con varias otras niñas que le besaban la mano a la mañana y a la noche y le decían «señora». Cuando cumplió los diecisiete años la casaron repentina y sorpresivamente con un hombre famoso, atractivo, joven y formidable. Tres semanas lejos de su hogar bastaron para despertarle una desesperada nostalgia por su patio, al que hasta entonces había considerado una prisión, y en el que había deseado estar parada sobre una silla, montada sobre otra, montada a su vez sobre una mesa, para poder ver que era lo que había afuera y atisbar el ancho mundo.
Entró a la tienda cuando hacía cinco minutos que la había dejado Alejandro y dos que el extranjero se había sentado en un banco.
—¡Oh! —dijo, sorprendida.
Antes de que pudiera asustarse y huir, él ya estaba de rodillas, con la cabeza inclinada en señal de homenaje; después le besó la mano, cosa que la reconfortó, tan familiar le resultaba ese gesto.
—¿Quién es usted? —dijo con tono sensato.
Él sólo le sonrió tan imprecisa y pensativamente como sonríe el hombre que no ha sido ninguna otra cosa que el juguete favorito de una mujer, y le volvió a besar la mano.
—Señora —le dijo— mi nombre es Teofrasto.
—¡Qué nombre estúpido! —dijo Roxana, riéndose, porque nunca había aprendido a mentir ni a ser cortés.
—Señora —dijo él, simulando una súbita alarma—, tal vez usted no debería estar aquí a solas conmigo. Esto es... quiero decir... me parece...
Roxana sacudió la cabeza.
—Nadie me sigue hasta aquí —dijo— y nadie se atrevería a hacerme daño, supongo —agregó.
—Nadie con corazón podría hacerlo —dijo él.
Ella se sonrojó.
—Señora —dijo él rápidamente— tengo que encontrar al Emperador.
—No se dónde está —contestó ella, dejándose caer sobre el banco.
Parecía interesada y ansiosa. El espectro empezó a caminar de una punta a la otra de la habitación, como un hombre cuyo espíritu está atormentado por alguna urgencia.
—Pero, señora... —dijo, y luego sacudió unas cuantas veces la cabeza como hablando consigo mismo y repitió—: Señora...
—Bueno ¿qué pasa? —gritó Roxana, que era totalmente ignorante y por lo tanto no sentía ningún temor.
El espectro vino a sentarse a su lado, arrastrando su manto negro en un gesto un poco ridículo.
—Usted sabe, señora —dijo con seriedad— que su marido, Su Majestad Imperial, pai dios...
—Sí, sí —dijo con impaciencia Roxana, entrelazando las manos.
—Su marido —dijo el espectro mirando a su alrededor como si temiera que pudieran escucharlos— le habrá contado, seguramente, señora, que piensa cruzar el río dentro de pocos días, y para eso necesitará exploradores nativos, guías, señora, que lo pongan al tanto de cuáles son las ciudades y los pueblos que hay del otro lado.
Roxana asintió, prestando mucha atención.
—Bien, ahora resulta que... —prosiguió el espectro— y créame, señora, créame que estoy medio enloquecido... resulta que esos guías que su marido contrató no quieren ir a ninguna parte y se dispersaron en todas direcciones, señora.
La miró pidiendo disculpas, como si lo que estaba por decir fuera demasiado idiota para que se lo creyeran o, por lo menos, muy alejado de la conciencia de Roxana, y luego dijo:
—Tienen miedo de los espíritus, señora.
—¡Espíritus! —gritó Roxana, irguiéndose como un resorte.
—Oh, sí, pero no es nada, estupideces de los nativos, como eso de que hay gente caminando con los pies dados vuelta...
Roxana se puso de pie de un salto y empezó a caminar nerviosamente por la tienda.
—Si allí hay espíritus —dijo— no lo dejaré ir.
—Pero Su Majestad Imperial —replicó el espectro, con una leve tos.
—Usted no se preocupe —dijo ella—. Conozco muy bien esas cosas que...
Se volvió hacia él con aire de sospecha:
—¿Qué clase de espíritus?
—¿Qué clase? —repitió el espectro, confundido.
—Sí —dijo ella—. Acaso son... son... —y con un susurro— ¿sorbedores de sangre?
—Oh, no —dijo el espectro, desconcertado.
—Ah, entonces está bien —dijo ella con alivio—. Uno puede mantener a raya a los demás, pero a esos... —De repente, lo miró fijamente—. ¿Usted no está al tanto, no es cierto? —preguntó.
—Por supuesto que sí —replicó él.
Ella frunció el ceño.
—No, usted no sabe —dijo con énfasis. Su cara se oscureció—. ¡Usted es griego!
Él lo admitió.
—¡Ja! —dijo ella—. Probablemente ni siquiera cree en ellos.
Él protestó: sí que creía.
—No, no cree —dijo ella—. Lo podría jurar. Usted le va a decir a mi marido que se trata de una sarta de estupideces, ya sé.
—¡Señora! —protestó él—. Por mi honor...
—¡El honor de un griego! —gritó ella—. Usted le va a decir a mi marido que se trata de una pavada asiática. —Se precipitó sobre él, tomándolo de los hombros y sacudiéndolo frenéticamente—. ¡Sí, eso es lo que va a hacer! —gritó—. Le va a decir que no es más que una estupidez y entonces él va a ir y entonces... —y se apartó, con las facciones alteradas. Empezó a llorar.
—Vamos, vamos —dijo él.
—¡Lo va a matar! —Se lamentó la pequeña Roxana—. ¡Lo va a matar!
—No, no —dijo el extranjero, acariciándole el cabello.
Ella se reclinó sollozando sobre él; después se separó bruscamente.
—Siento nostalgia —dijo en forma abrupta, tratando de explicar su conducta.
—Por supuesto, por supuesto —dijo el espectro con ese tono que tanto agradaba a las mujeres cuando vivía—. Es muy natural.
—No debería acariciarme la cabeza —dijo Roxana lloriqueando.
—Claro, por supuesto —dijo él con suavidad—. Por supuesto. Pero eso la calma, ¿no es cierto? Y a mí me da tanta pena verla triste.
—Se me enrojecen los ojos —dijo Roxana, sonándose la nariz con su larga manga persa.
—Se siente desdichada —dijo él— y a mí no me gusta que la gente se sienta desdichada, ¿sabe usted?, aunque yo personalmente tenga muy pocos sentimientos.
Sonrió.
—Tuve una vez una esposa como usted; era mucho más inteligente que yo y odiaba la corte: una verdadera intelectual.
—Yo soy muy burra —dijo Roxana despectivamente—. Creo en los espíritus.
—Ah, pero... —dijo el hombre, como si hubiera hecho un descubrimiento asombroso— ¡yo también!
—¿De veras? —dijo ella.
—Sí. He visto demasiados como para no creer en ellos; pero la clase de espíritus en la que yo creo no es la de esos espectros hindúes, con sus pies dados vuelta o la de los demonios y genios del mal de ustedes, los persas, que chupan la sangre, sino en una clase... bueno, una clase...
—¿Una clase griega? —preguntó Roxana, fascinada.
—No, pienso en una clase universal —dijo él con una risita culpable, acariciándole el cabello—. Es la clase, fíjese... Cuando un miserable, un pobre idiota, muere, a veces muere con una pasión insatisfecha, con algo que lo atormentó toda su vida pero que nunca pudo dominar o manejar. Y este pobre imbécil descubre después de morir que no es uno de esos muertos afortunados que yacen en la tierra o se consumen en el fuego y desaparecen, es decir un muerto con suerte. La mayoría de estos hombres —y también mujeres, como usted comprenderá—, no son gran cosa, se podría decir que carecen de un temperamento fuerte, y que simplemente vuelan arrastrados por el viento como trapos viejos, vagando de aquí para allá.
—Oooh... sí... sí... —susurró Roxana.
—Eso es lo que sucede con la mayoría de nosotros —prosiguió él, tomándole la cara con ambas manos—, para casi todos, como se imaginará, salvo para unos pocos... —Sonrió de un modo encantador—. Unos pocos tienen demasiada sensibilidad para poder resistir eso; quieren demasiado, y ésos son los muertos de los que se habla en canciones y cuentos, los que vuelven para saldar deudas pendientes o tomar venganza, como usted sabe, o para cuidar a sus hijos. Y algunos... ¡ah, algunos! tienen una pasión devoradora, una fuerza que no los deja en paz; tienen cuerpos consistentes como usted y como yo. Uno puede verlos, incluso, y encontrarlos... bueno, ¡en cualquier parte!, en el ágora a mediodía, en los templos, en los teatros...
—¡No proyectan sombra! —lo interrumpió Roxana ansiosamente.
—Pero sí —dijo él— sí que lo hacen y a veces —con la misma risita culpable, levantando su manto y acunándolo en sus brazos—, a veces hasta llevan sus sombras de paseo con ellos. Hacen toda clase de cosas raras, pero son pobre gente después de todo, ¿sabe usted?
—¿Por qué? —susurró ella.
—¿Por qué? —respondió él vivamente—. Bueno, porque sólo viven mientras su pasión permanece insatisfecha, ¿comprende? Y tan pronto como obtienen lo que han venido a buscar mueren definitivamente. Pero tienen que venir, ¿sabe usted?; no pueden evitarlo ¡lo desean tanto! Usted misma sabe bien —aquí ella se estremeció— qué es lo que se siente cuando se vive deseando algo con desesperación.
—¡Sí que lo sé! —dijo con tristeza.
—Bueno, ahí tiene.
Dejó de hablar, la miró con ternura y después, como si fuera la consecuencia lógica de su discurso, la besó atrayéndola hacia él por los hombros.
—¡Pero eso está mal! —se quejó ella, rompiendo a llorar, porque tenía un marido y nunca nadie, de veras... y él sonreía porque ella le traía (tal vez) tres o cuatro recuerdos seleccionados entre todos sus recuerdos de mujeres, o quizá todos a la vez, porque había amado y se había compadecido de todo ser viviente cuando aún estaba vivo.
—La pequeña quiere volver a casa, ¿no es cierto? —Susurró, estrechándola contra su cuerpo—. La pequeña se siente sola, ¿no? —y le besaba el cabello.
—Sí, sí —sollozó ella, apartándolo.
Como si despertara de un encantamiento lo miró llena de dudas, lista para escapar.
—Señora —dijo él rápidamente— si usted me permite... Esto no significa una traición a Su Majestad Imperial, pero un hombre de acción, un hombre preocupado con problemas de estado... un hombre ocupado, en resumen, un hombre así puede descuidar a los que están más cerca de él y le son más queridos sin la menor intención de hacerlo; incluso puede no darse cuenta de que lo está haciendo, con todas las preocupaciones que tiene en su mente.
—¿Eh? —dijo Roxana, aturdida pero segura de que venía algo que valía la pena.
—En tales casos —dijo el extranjero con una sonrisa dulzona— una breve ausencia puede ser la mejor... Ah, caramba, señora, perdóneme por darle consejos, pero como viejo amigo de la familia que soy, siento...
—Bien... —dijo Roxana, tratando de adoptar aires de gran dama.
—Siento —continuó él— que si fuera posible enfrentar a su marido con la perspectiva (ficticia, por supuesto) de perderla, si fuese posible lograr que imaginemos eso, por decirlo así, se daría cuenta inmediatamente del vacío, del hueco (si me permite hablar así), de la ausencia en su vida y con un arranque de sentimiento o de arrepentimiento, no es mi intención suponer que... el... él se lamentaría de que sus ocupaciones lo hubiesen apartado de usted tan a menudo.
—Bueno, ss... sí —dijo Roxana.
—Muchos hombres —continuó con unción el extranjero— muchos hombres sólo se dan cuenta de sus verdaderos sentimientos cuando esos sentimientos se ven amenazados, por así decirlo. Ellos...
—Sí, pero ¿cómo? —lo interrumpió con impaciencia Roxana.
—¿Cómo? —dijo él.
—¿Cómo puedo hacerlo?
Hizo una reverencia (lo mejor que pudo desde su posición sentada).
—¿Cómo? —Repitió ella con ansiedad—. Vamos, dígamelo y déjese de rodeos.
—La señora ha captado la idea en el acto —dijo admirativamente el extranjero.
—Siempre lo hago —dijo ella—. Soy muy lista, pero si usted realmente no...
—Un momento, un momento —Se aclaró la garganta— ¿No podría usted...? —Dijo, y luego agregó—: hay una aldea india a unos pocos kilómetros del campamento.
—Sí, es cierto —se apresuró a responder Roxana.
—Usted no ha estado nunca en ella —dijo él— pero puede llegar fácilmente; por supuesto, mientras haya luz. El sendero es ancho y no se puede equivocar. Si no le importa tener que alojarse en la casa de uno de los campesinos... casa relativamente rica y hasta lujosa, en comparación con otras, por supuesto.
—Claro que no me importa —dijo ella.
—Bueno, entonces, ¡todo listo! Quédese allí una noche y él enloquecerá por su ausencia. Y no me sorprendería sí, de paso, abandona su proyecto indio. De ahora en adelante usted va a recibir más atención de parte de él. —Abrió las manos—. Todo listo.
—¡Oh! —Exclamó Roxana—. ¡Oh! —repitió con deleite. Se puso de pie de un salto.
—Lo haré —dijo para sus adentros— esta misma noche. Gracias. —Se precipitó fuera de la tienda, exclamando—: Sí... Debo...— y después se volvió abruptamente, diciéndole—: ¡No le diga nada a nadie!
Él le tomó la mano y ella exclamó:
—¡Por favor, señor!... —de una manera bastante espontánea, y la retiró con un gesto de disgusto.
Él hizo una reverencia hasta el piso —una verdadera reverencia, esta vez— y la princesa salió corriendo.
Una vez solo, el muerto se apoderó de dos objetos, propiedad de su antiguo amo: una pluma y una hoja de papel. Con una expresión grave adecuada a las circunstancias, empezó a escribir una carta, una de esas cartas que escriben a sus maridos las esposas aventureras y fugitivas, que encuentran sumo placer en escapar con alguien que les interesa, pero que escriben sobre el asunto como si se tratara de la más profunda y horrible compulsión. Al terminar, se reía silenciosamente para sus adentros, ¡Ay, qué dulce había sido ese beso! «Pero sólo en homenaje a los viejos tiempos», pensó. Las cualidades estáticas de la muerte lo oprimían; sentía que la mutabilidad era la única esperanza de la humanidad, aun cuando se llevara las flores y los placeres de la vida. Lo más terrible de los muertos era que no cambiaban, que no podían cambiar, pues jamás podrían, jamás podrían siquiera tener la más leve esperanza de cambiar. «Cambiar», pensaba con angustia indecible. Fuera de la tienda, tan transparente a su mirada como el cielo, el sol estaba empezando a ponerse. La pequeña Roxana estaría en su aldea india al anochecer, muy intrigada, encantada de poder ver cómo vivían los paisanos y jugando alternativamente a la lechera y la gran señora. La envidiaba. Envidiaba a Alejandro, envidiaba a cada soldado raso, envidiaba a cada perro, a cada rata, a cada piojo de ese promontorio pedregoso e inhospitalario. Podían tener hambre, podían sentir dolor. No podían atravesar la peor de las batallas de Alejandro sin más peligro que el que corría la lluvia que pudría los cuerpos de los muertos. ¿Se conformaban los hombres con poco... u obtenían demasiado? No podía decirlo. Con la cara mansa e ingenua y el aire tímido que lo habían hecho tan popular en la corte de Alejandro, daba vueltas por la tienda, sosteniendo la carta en la mano.
Se estaba preparando la cena para todo el campamento, casi cinco kilómetros de comida. Le costaba un esfuerzo considerable imaginar tanto ajetreo humano. Se movió ciegamente, vacilando hacia la mesa de campaña de Alejandro y entonces, cuando los inocentes mapas y memorandos lo miraron fijamente en la oscuridad, su semblante se aclaró. Dejó caer la carta en el medio del montón. Alejandro buscaría a su dama en el bosque, no en la aldea, engañado por las caprichosas instrucciones de un muerto, y una vez en el bosque... Su cara inexpresiva se conmovió con un gesto de furia dolorosa. ¡Ese maldito estúpido! El centinela que encontrara el mensaje correría hacia él —ni un minuto antes de lo necesario, de eso se ocuparía él— y Alejandro, que sabía perfectamente bien que su mujer detestaba escribir y tenía pésima ortografía, iría...! El espectro se dobló en dos con un silencioso ataque de risa. ¡Oh, el Emperador se sentiría como un idiota, pero iría! ¡Despreciaba a su mujer, sin duda, pero iría! ¡Sabría que era una trampa, pero iría! ¿Qué era lo que había dicho el filósofo ateniense? ¿Que los espectros detestan las multitudes? Sí, era eso. En silencio, en reducida compañía y, sobre todo, de noche... ¡El muy imbécil! Lo que pasaba era que resultaba más fácil manejar a los hombres en soledad, en silencio, en la oscuridad; eso era todo. Incluso ese grandísimo idiota, ese rey de los idiotas, ese rey de reyes... Riéndose todavía para sus adentros, el amigo del emperador caminó hacia la pared de la tienda con el manto doblado sobre el brazo. Podía haber elegido cualquier camino para salir, pero decidió disolverse como niebla a través de la pared, asombrando a cualquiera que lo hubiera visto. Pero nadie lo vio.
Cuando Alejandro recibió la carta de su mujer, estaba reclinado en un diván; acababa de cenar y escuchaba a uno de sus filósofos amaestrados que le leía un discurso sobre la inmortalidad del alma. No le gustaba. Había bebido moderadamente durante la cena.
Recibió la carta lacónicamente, la leyó con brusquedad y dio curso libre a sus sentimientos con un rugido de rabia.
—¡Señor! —exclamó el filósofo domesticado.
—¡Maldita sea! —gritó el rey.
—La inmortalidad del alma... —aventuró el filósofo, temblando.
—¡Al infierno la inmortalidad del alma! —aulló el conquistador, con el cuello hinchado.
Empezó a ponerse la armadura. Se precipitó hacia la pared, se apoderó del escudo y salió como un rayo, volviéndose sólo para arrebatar su espada del lugar en que estaba, junto a la entrada de la tienda. Tenía la cara encarnada y los rasgos alterados, parecía un demonio.
—¡Y al infierno contigo! —aulló.
Buscaron en la zona norte del campamento, sin confiarse a la suerte; se gritaban unos a otros; alguien encontró huellas, pero no tenían el tamaño apropiado. Pronto, debido a su propia impetuosidad y al miedo que tenían sus soldados de separarse, el emperador y uno de sus filósofos, un historiador, un tal Aristóforo, se encontraron a la cabeza de la partida; estaban en un pequeño claro.
—Descansa, descansa —dijo Alejandro.
Y el anciano, tambaleando hasta un tronco caído, respondió:
—Sí, mi señor.
Llevaba una antorcha; se sacó las sandalias y se sentó con la espalda encorvada y la barba apuntando a las rodillas.
—¿Porqué no gritan? —Dijo repentinamente Alejandro—. Les ordené que gritaran.
—Nos alcanzarán, señor —dijo el filósofo frotándose los pies—. Sin duda.
—Sin duda —repitió Alejandro, y fue hacia el otro lado del claro, donde comenzaba a filtrarse la débil luz de la luna que se levantaba.
—No consigo ver ninguna luz —dijo.
—Según Aristóteles —dijo el filósofo con toda calma—, el ojo emite rayos que son reflejados por los objetos que se hallan en su camino, produciéndose de este modo la visión. Pero cuando estos rayos son reflejados poderosamente por un objeto cualquiera —y los objetos compuestos por el elemento fuego son vigorosísimos en el ejercicio de esta propiedad—, entonces los demás objetos parecen débiles y tenues en comparación.
—¡Acabemos! —dijo el joven, y como el viejo se quedó mirándolo sin entender, Alejandro se apoderó él mismo de la antorcha y la arrojó, apagándola contra el suelo. Inmediatamente la oscuridad que los rodeaba se precipitó sobre el lugar, como si el círculo de luz se hubiera cerrado de golpe. Alejandro se inclinó entre los árboles, en el borde del pequeño claro.
—No puedo... —dijo, y luego, conciente de haber hablado en un tono más bajo que antes— no puedo ver nada.
—Nos alcanzarán, señor —dijo el anciano.
Algo muy peculiar estaba ocurriendo en el pequeño claro al levantarse la luna y apagarse la antorcha: los objetos se deshacían y cambiaban de forma, precipitándose uno sobre otro como si nada en el universo fuera estable. El claro se parecía al fondo del mar.
Alejandro caminó rápidamente ida y vuelta durante unos minutos; luego se dio vuelta (como si el lugar le afectara los nervios) y miró fijamente al anciano.
—Tengo miedo de hablar en voz alta —dijo, como si constatara un hecho y luego agregó de modo cortante—: ¿Quién eres?
—¿Cómo, señor? —dijo el anciano, alarmado, pero su imperial amo no le respondió; sólo sacudió la cabeza como hace un hombre cuando le entra tierra en un ojo. Dio vueltas otra vez y luego se detuvo como si la vaga luz y las masas de sombra lo confundieran; dijo:
—No escucho a nadie.
—Claro que no, señor —dijo plácidamente el anciano, acariciándose los dedos del pie—. Supongo que pasaron de largo y que debemos esperar hasta mañana.
—¡Imbécil! —dijo Alejandro.
Se paró en la mitad del claro, sin saber qué partido tomar; después dijo:
—Vete de aquí, viejo.
—¿Señor? —dijo mansamente el filósofo.
—¡Fuera de aquí!
—¡Pero señor...!
—¡Fuera! ¡Es una orden! Enseguida encontrarás a los otros.
—¿Su Majestad va a... —empezó el filósofo, pero Alejandro (que había sacado la espada) le indicó imperiosamente que se fuera.
—¡Vete! —aulló.
—Pero, mi amado señor... —(con sorpresa), y entonces el rey lo apremió con tal furia que el anciano escapó del claro con las sandalias todavía en las manos. Enseguida vio las luces de las antorchas de los soldados, como le había dicho Alejandro. Los hombres pasaron el resto de la noche buscando al emperador, pero no lo encontraron.
Al quedarse solo, y doblemente inseguro de sí mismo, Alejandro retornó al claro, sólo para ver a su amigo que descansaba bajo un árbol a la luz de la luna, en el otro extremo. La luna se había levantado y bañaba el pequeño claro con una lívida luz amarilla. El rey sintió que sus nervios cedían; tuvo un impulso de amor o de desesperación y sintió deseos de sepultar su cabeza en las rodillas de su amigo y pedirle...
—Me gusta una luz en la que puedo juzgar las distancias —dijo hoscamente.
—Aquí no hay distancias —dijo el muerto—. Aquí las cosas están muy juntas.
—Y mi esposa —preguntó el conquistador.
—Sana y salva.
Se miraron por unos instantes, uno erguido y tieso como un perro, el otro con su cuerpo amoldado a la forma del árbol como en su corta y fácil vida se había amoldado a cada superficie, a cada orden, a cada necesidad.
—¡Tu hermoso mundo! —dijo Alejandro con desprecio, indicando el claro con un gesto que era casi —pero no del todo— un chasquido de los dedos.
—No —dijo el muerto, sonriendo cortésmente—. El tuyo. El mundo verdadero; como el fondo del mar. Mis facciones parecen vibrar y desvanecerse cuando las miras; podrían ser las de cualquiera.
—¡Pura fantasía! —con desdén.
—Ah, la fantasía... la fantasía, que, según los filósofos da color a todo.
El muerto se apartó del árbol y se encaminó sin ruido hacia el claro, sobre la hierba plateada.
—Querido amigo —dijo con suavidad— querido, querido amigo, debes recordar que estoy muerto y por lo tanto miro las cosas desde un punto de vista muy especial. Conozco, ya ves, los tormentos del deseo que trasciende la muerte, un deseo demasiado tardío para ser satisfecho, y quiero evitarte un destino igual al mío. No debes perder la eternidad deseando a tu esposa, a tu cocinero y a tu colchonero, porque los descuidas; porque sabes que los descuidas.
—¡Bah! No los quiero —dijo Alejandro.
—¿No? —Con la misma sonrisa estereotipada el muerto avanzó hacia él, como un cadáver que camina o como un hombre en un sueño.
—¡Apártate! —gritó el rey, horrorizado.
—¿Por qué? —Dijo su amigo, con amabilidad— ¿Porque tengo una cara blanca? ¿Porque parezco un leproso? Mi cara está blanca, querido amigo, debido a un exceso de pasión; mis movimientos son lentos porque estoy muerto.
—Maldito seas, ¿qué quieres? —gritó Alejandro, jadeante.
—¿Qué quiero? Al hombre que me mató.
—¡Yo nunca... nunca...! —gritó el rey apasionadamente.
—¿Nunca? ¿Nunca?
El color inundó, en oleadas, la cara del muerto e hizo que pareciera negra a la luz de la luna.
—¿Nunca tuviste la intención? ¿Nunca lo pensaste? ¡Claro que no, me imagino! ¡Nadie tiene la intención de matar a una mascota! Uno retuerce el pescuezo del pobre pajarito en un momento de ciega e irreflexiva irritación, ¿no es cierto? Uno patea al payaso y ¡caramba! el pobre idiota cae escaleras abajo y se rompe el pescuezo ¡Bah! Es casi lo mismo que romper un florero.
Se miraron por espacio de un minuto, y después... como si la explosión hubiera quebrantado su estado de ánimo y lo hubiera tranquilizado...
—Nunca te tuve antipatía —dijo Alejandro, de mal humor.
—¡Oh, no! —Su tono era algo intermedio entre la risa y el sollozo—. ¡Oh, no! —más calmo.
—No, nunca —dijo el rey impasiblemente y fue a sentarse en el tronco caído.
—No he terminado —dijo su amigo suavemente—. ¿Sabes lo que te has perdido? —Se inclinó sobre el hombre sentado—. Para empezar, la dulce lengüita de tu esposa que yo saboree hace unas cuatro horas.
Alejandro no dijo nada.
—Ah, ¿no te importa? ¿Tienes la gloria?
—Eso es —dijo el monarca.
—Sí, como el crepúsculo, supongo: todo el color y la luz que no pertenecen a nadie, te pertenecen a ti. ¡Palabras! ¿Qué más tienes? ¿Amor?
—No trabajamos esa mercadería —dijo Alejandro con una breve sonrisa.
—¡Ah! Estás hablando como tu padre. Tu padre, al que tu madre envenenó con el veneno que se usa para enloquecer a las ratas, y que murió gimoteando en los brazos de una sirvienta que fue la única lo bastante tonta y arriesgada en todo el palacio como para alcanzarle un vaso de agua.
—Uno puede evitar que lo envenenen —dijo Alejandro, sonriendo otra vez con esfuerzo.
—Efectivamente, uno puede evitarlo —dijo su amigo—, y me imagino que si evitas que te envenenen o te asesinen o te apuñalen en un motín —y hasta ahora has tenido éxito—, llegarás a viejo.
—Me cansas —dijo Alejandro levantándose.
—¡Ah! Pero espera... ¿Piensas que puedes arreglarte, al final?
—¡Ya disparaste tu flecha!
—No, espera... escucha... Se trata de mi esposa: pienso en ella todo el tiempo, en el color de su cara y su cabello, en la lejanía de su trato conmigo, en cómo la quería más por eso, creo. ¡Oh! ¡Ojalá no tengas que ir errando después de muerto, recordando cosas como ésas!
—Puedo recordar lo que hice —dijo Alejandro, riendo— que es más de lo que tú puedes hacer, supongo. ¡Y ahora déjame ir! No dispongo de más tiempo.
—No, no —dijo su amigo, en voz baja.
—¡Oh, sí! —respondió el rey en el mismo tono.
—Inténtalo —dijo el muerto.
El rey sacó su espada.
—Inténtalo. —Su amigo estaba sonriendo de modo encantador; extendió el cuello como ofreciéndolo a la hoja del cuchillo.
—Puedo retenerte aquí —dijo—. Al menos eso lo puedo hacer.
—¿Para qué? —con brusquedad.
—Ya lo verás.
El rey empezó a reírse; dio vueltas por el claro aullando de júbilo. La luz de la luna hacía centellear la empuñadura de su espada y una línea de plata llameaba a lo largo de la hoja. Hizo girar la espada en círculos por encima de su cabeza, como un muchacho que va a luchar por primera vez, golpeó los troncos de los árboles con ella y rió.
—Tengo algo que mostrarte —dijo el muerto con calma.
—¿Qué? —Dijo el rey—. ¿Qué? —casi sin aliento.
—Una cosa, querido muchacho.
Alejandro no podía dejar de reír. Se sentó en el tronco y aulló a carcajadas, balanceándose hacia atrás y hacia adelante. La luna se debió ocultar detrás de una nube porque el pequeño claro se puso más y más denso; en la oscuridad, en medio de una masa informe de sombras confusas, estaba sentado Alejandro, riendo. Levantó la vista y para su sorpresa se encontró con que su amigo muerto estaba detrás de él y lo tenía sujeto por los hombros con una presión tan fuerte y sin embargo tan delicada que no podía quebrarla. Se vio forzado a volverse a un lado: trató de darse vuelta y no pudo; se debatió estérilmente bajo la presión del muerto mientras la cara de su amigo, tan cerca de la suya, no cedía un milímetro ni demostraba con una mínima alteración en la expresión, que controlar al guerrero del siglo significara el menor esfuerzo para él, un blando, que siempre había vivido blandamente.
—Mira —dijo—. Mira hacia delante. —El tono de su voz era casi de amor y, cambiando la posición de sus manos para sostener la cara del rey (ese rey cuyos brazos colgaban ahora inútiles a ambos lados de su cuerpo), lo forzó a volver la vista.
Alejandro lanzó un grito como el de los condenados, como el alarido de un animal herido al que nada detiene, ni la discreción, ni la prudencia, ni el miedo. Habría caído al suelo si el muerto no lo hubiera sostenido.
—¡Allí, allí, allí! —dijo el muerto en un susurro suave, entusiasta, acuciante, mientras le brillaban los ojos— ¡Allí, mira! ¡Mira! —Aferró los hombros del rey con tal vehemencia que le dejó las marcas; lo sacudió—. ¡Allí está tu gloria! —susurró y finalmente lo soltó, retrocedió por el claro sin sacarle los ojos de encima, sin mover las manos rígidamente extendidas, mezclándose con la espesa sombra y la luz incierta, a tal punto que nadie que lo buscara con la mirada hubiera podido saber que allí había estado una persona.
Alejandro estaba sentado, exhausto, sobre el tronco caído, como antes el anciano filósofo. La luna empezaba a esconderse; la mañana estaba próxima. Sus soldados, horriblemente asustados ante la idea de perderlo en la mitad de la noche lo encontrarían por fin, aunque él no les iba a hablar: levantaría su hermoso rostro y no diría nada. Le traerían a su esposa (ella se había preocupado y había enviado un mensajero al campamento a medianoche) y él la miraría, diría su nombre con un tono de sorpresa... y se desmayaría. Dos días más tarde, el ejército, las doncellas de la reina de Persia, el cortejo de filósofos del rey y la real pareja en persona empacarían todo su equipaje y emprenderían la marcha de regreso a Babilonia, llamada ahora Heliópolis.
Un profesor egipcio cuyo sistema de clasificación para la biblioteca de Alejandría, en Egipto, había sido rechazado sumariamente por el emperador, fue quien inició los rumores. Según él, Alejandro estaba loco y lo habían encerrado. Se pasaba el día borracho. Alternaba baños invernales a medianoche con ataques de fiebre. Su mujer lo había dejado.
—No, no —decía acaloradamente Aristóforo—. La verdad es que... —y salía apresuradamente para atender alguna otra cosa.
Alejandría de Egipto, la de Babilonia, Alejandría... en una habitación del palacio de Heliópolls había una réplica (de unos dos metros y medio de alto) de un monumento que Alejandro había hecho construir en memoria de su amigo muerto tan pronto como él (Alejandro) había vuelto a esta última ciudad. El monumento era una torre de bronce de veinticinco metros de altura con una plataforma en lo alto... «Para saltar», había dicho Alejandro con toda intención, observando cómo se crispaba Aristóforo. Bebía durante horas al pie de la estatua de modo desordenado; de vez en cuando le hablaba.
Una tarde, en esa época del final del invierno en que una casa de piedra —incluso en el clima de Babilonia— se convierte en un lugar para helar a los vivos y preservar a los muertos, Aristóforo encontró a su amo dormido al pie del monumento.
—Estáis borracho, mi señor —dijo con tristeza y desaprobación.
—Y tú eres un burgués —dijo Alejandro.
—Hay que destruir ese monumento —dijo Aristóforo llorando.
—Tiene su encanto —dijo Alejandro.
—¡Es grotesco! —llorando más fuerte.
—Es necesario. —Alejandro rodó y se detuvo en un escalón, parpadeando como un búho—. Queremos honrar a nuestro amigo muerto, Aristóforo. —Descubrió un odre de vino bajo un montón de prendas de vestir—. ¡Bravo!
—¡Señor! ¡Mi señor! —lloraba el anciano filósofo.
—¡Señor! ¡Mi señor! —lo imitaba Alejandro, burlándose. Yacía perezosamente sobre el montón de ropa—. Piensas que estoy borracho pero no es así. —Suspiró—. Hace años que no me emborracho como es debido; estoy demasiado acostumbrado.
—¡Oh, señor!
—¡Bah! ¡Fuera de mi vista! —y cuando quedó solo su cara se tornó perfectamente inexpresiva. El salón de piedra estaba cubierto de cortinados imponentes, que daban a las paredes una dignidad espuria, ligeramente ridícula. Una de las ventanas no estaba cubierta; Alejandro se arrastró cansadamente hacia ella; daba sobre un pequeño patio y un jardín, donde alguien estaba trabajando con la azada. Al mirar, el rey cerró ambas manos inconscientemente; la vista de una persona trabajando lo afectaba, el esclavo se doblaba en dos, limpiando y arrancando maleza; después se enderezó y se frotó la espalda. Un sonido débil, inarticulado, que él no podía oír, salió de la garganta del rey, que levantó el odre para tomar y se detuvo a mitad de camino. Recordó, con satisfacción, la vez en que le había arrancado una copa de vino al anciano filósofo, cuando el hombre quiso beberla en una dramática y desesperada demostración de que él también caería tan bajo como el rey. Alejandro rió.
—Me siento mal —dijo—. Se apoyó en el antepecho de piedra de la ventana, contemplando el cielo y tiritando.
Las palabras que usan para la borrachera, pensó: Aplastado. Atontado. Ciego. Como sufriendo el impacto de una roca. ¡Ah!... Caer... Sus temblores aumentaron. Pensó otra vez, con placer, que estaba enfermo.
—Aniquílalo—, pensó.
Se tomó la cabeza entre las manos. Lo molestaban con su mujer: ¿quién la protegería?, decían. Sí, eso era cierto... Resbalando hasta apoyar las rodillas en el piso, acomodó su espalda contra la pegajosa pared de piedra con cierta sensación de bienestar. El muerto había dicho una vez... ¿qué había dicho? «La comodidad ante todo». Pero eso había sido cuando vivía.
—Amado señor —dijo alguien.
Alejandro abrió los ojos.
—Vete —dijo.
—Señor, mi señor —dijo el anciano filósofo.
Cuando abrió de nuevo los ojos vio que Aristóforo se había ido. Sabía que estaba enfermo y eso lo alarmaba. Se puso de pie con gran esfuerzo y se encaminó hacia el monumento.
—Oh, amor, amor mío —dijo apasionadamente pero a nadie en particular—. Amor, amor mío. Amor mío...
La luz del final de la tarde, invernal y descolorida, entraba por la ventana descubierta y formaba un rectángulo en el piso. Allí yacía Alejandro. Abrió sus ojos por tercera vez (como cuando el hombre que se ahoga se hunde) y vio la cara que había esperado ver.
—Te estás muriendo —dijo su amigo y tenía lágrimas en los ojos.
Alejandro no dijo nada; solamente yacía sobre el piso de piedra con la boca ligeramente abierta y los ojos extraviados. Su respiración era rápida y superficial.
—Payaso —se arregló para decir—. Chacal. Pero bien que te hice rondar.
—Eres tú el que ha estado rondando, sin hacer nada, durante los últimos cuatro años.
—¡Ah! ¡Ah! —gritó Alejandro, porque el piso se hundía y se abría debajo de él—. ¡Auxilio! —gritó.
Agachado a su lado, el hijo de su nodriza, su arpía, su viejo amigo, lo observaba con atención.
—¡Coraje! —gritó—. ¡Coraje! ¡Sólo dura un momento! Mantén la cabeza despejada.
—Llama a mi esposa —dijo el rey con esfuerzo.
El muerto sacudió la cabeza.
—Oh, sí —dijo Alejandro torvamente—. Oh, sí.
—Nunca —dijo el otro—. No te comparto.
—¡Roxana! —gritó Alejandro. Y después, antes de que su amigo pudiera impedírselo—: ¡Roxana!— de modo que el nombre retumbó en las paredes.
Se escuchó el ruido de unos leves pasos en el corredor.
—¡Malvado idiota! —susurró el muerto airadamente y se levantó y se abalanzó sobre ella para impedirle el acceso.
Roxana llevaba el peso de su preñez de ocho meses como una cesta, corriendo por la sala con pasitos jadeantes.
—Querida —dijo él— querida, no es nada. Nada. Vuélvete, vuélvete, por favor.
—Cielos, es usted —dijo ella con naturalidad.
—Sí, mi amor, vuélvete —dijo él—. Vuélvete. Ve a descansar.
La detenía con las manos, sonriendo con ternura.
—Oh, no —dijo la reina con astucia—. Hay algo que yo sé.
Lo empujó y pasó. Empezó a decirle a su marido que ahora tenía que ir a la cama. Luego se detuvo, confundida, y luego una corta inspiración indicó que había visto la cara agonizante del hombre. El muerto temblaba; se paró junto a la ventana donde había estado el rey, pero no vio nada. Detrás de él la princesa dio un gritito.
—Querida —dijo el muerto volviéndose (ella estaba arrodillada a! lado de Alejandro)— querida, se va a mejorar, te lo aseguro —(pero ella no parecía oírlo)— te lo aseguro, querida...— pero ella salió corriendo y gritando diferentes nombres a voz en cuello. Se detuvo en la entrada, mirando lo que había del otro lado del muerto, como si viera a través de él. Su cara sólo denotaba sorpresa, aunque se retorcía las manos.
—Querida —dijo él con calma—, lo que ves es una ilusión. No sufre. La fiebre no es desagradable, al final: el cuerpo se hunde pero la mente flota como la ceniza, y solamente conseguirás amargar sin necesidad los últimos momentos de tu marido si lloras y te retuerces las manos y te comportas de un modo desconsiderado y azaroso.
—¡Aristóforo! —Gritó la princesa—. ¡Aristóforo! —y salió corriendo de la habitación.
«Empiezo a desvanecerme» pensó el muerto mientras regresaba al lado de Alejandro, que sufría de nuevo un ataque de temblor. Se arrodilló junto al moribundo, tomando entre sus manos su cara inconsciente.
—Rey —susurró imperiosamente—. Rey —Alejandro abrió sus ojos—. Escúchame.
—No —dijo el moribundo.
Su amigo, acunando la cabeza del conquistador en sus manos, sonrió con una alegría radiante y serena.
—Vive —susurró—. Vive. Vive.
—No puedo —dijo bruscamente Alejandro, intentando encogerse de hombros.
Cerró los ojos. El muerto apoyó suavemente la cabeza de su amigo sobre el piso; se puso de pie; se apartó. Roxana había vuelto con amigos, filósofos, doctores; se amontonaron alrededor del Emperador mientras su amigo (a quien nadie vio) salía de la habitación, entraba por un corredor y bajaba por ese corredor a otro. En el jardín (miró desde una ventana) el jardinero todavía trabajaba con la azada y arrancaba las hierbas secas del año anterior. El muerto había llevado consigo el odre de Alejandro y una copa que había encontrado ahí cerca; se sirvió un trago y se sentó en el piso, al lado de la ventana por donde entraba la pálida luz del sol. Después se puso de pie.
—¡Carnicero! —gritó—. ¡Fanfarrón, egoísta, asesino enamorado de tu propia grandeza! —Y después agregó—: ¡Cómo te amaba, cómo te admiraba! —levantando la copa en una mano y llevando su otra mano vacía hacia el techo en actitud de pesar extremado y teatral.
«Ahora muero yo también», pensó.
Recordó, bastante divertido, aquella noche en la foresta india cerca del río y lo que le había mostrado al gran Alejandro. Como los demonios de los viejos cuentos le había mostrado todo el mundo, se lo había mostrado lleno de Alejandrías y Alejandretas, tan numerosas como las estrellas, con columnas talladas levantadas en el Este, en lugares tan remotos como los reinos de Ch'in y Ch'u, más allá del Han, con sátrapas gobernando los continentes aún no descubiertos del otro lado del globo, con esquelas que recordaban a Alejandro en las tierras de los finlandeses y lapones, en las manos de los esquimales de Alaska: un Imperio que se extendía desde el círculo polar ártico hasta el Cabo de África, y se proyectaba al otro lado, con Alejandros aquí y allí; un imperio realizado, un imperio seguro, un sueño materializado. Y luego dos palabras: ¿Y después, qué?
La leyenda dice que el gran Alejandro lloró porque no había más mundos por conquistar; en realidad, bramó como un toro.
Nadie, pensó el muerto, siente más desesperación que un hombre privado de su profesión. Yo por suerte, nunca tuve ninguna.
Un ruido proveniente de la habitación que acababa de dejar llegó hasta él y le hizo contener la respiración.
«¡Qué terrible morir!», pensó, «¡qué terrible!»
Tomó un trago de vino de la copa y vio que su mano temblaba. De la habitación de al lado surgió un grito agudo: la pequeña Roxana lloraba a su hombre. El muerto, cuyo corazón parecía haberse detenido, estaba sentado sin moverse, mientras su cara perdía toda expresividad, y adquiría la hermosa y grave melancolía de todas las caras cuyos dueños se encuentran ausentes, temporaria o definitivamente. Delicada y cuidadosamente apoyó la copa de vino en el húmedo piso de piedra, con la delicadeza concentrada de todas las veces que había levantado objetos en su vida sólo para volver a depositarlos en su lugar: copas, flores, joyas, pinturas y manos de mujeres. Pensó en todas las cosas que había tocado y no había poseído jamás, en todas las mujeres que le habían gustado y a las que había evitado. El único hombre que había admirado tan apasionadamente y que tan apasionadamente había envidiado estaba muerto. No le quedaba nada. Pensó, como si se tratara de un cuadro, en su mujer... una Safo insatisfecha que escribía versos y había dejado la corte para irse a vivir con un comerciante. Se dobló en dos, no por la risa esta vez, sino como si la espada de Alejandro, que había atravesado sus órganos vitales tanto tiempo atrás, volviera a herirlo una vez más. Los muertos no olvidan nada. La espada había roto las intrincadas hebras que lo mantenían vivo, lo había sobresaltado y lo había herido, le había destrozado el corazón. Se inclinó en silencio y cayó sobre el piso. Estiró el cuerpo con una especie de suspiro, como si fuera a dormir, y en el mismo momento en que cerró los ojos, desapareció. La copa de vino quedó sola en el piso.
Un sirviente que había oído la noticia de la muerte del rey atravesó la habitación corriendo y excitado y salió al jardín.
—¡Algo ha sucedido! —le gritó al jardinero.
El jardinero arrojó lejos de sí la azada y los dos se pusieron a conversar en voz baja, susurrando.
—La cosa se va a poner fea para nosotros —dijo el jardinero, sacudiendo su cabeza.
El sirviente le palmeó la espalda.
—No te olvides —dijo— que estuvimos juntos —y añadió generosamente—: No olvido a mis allegados.
El jardinero asintió solemnemente; recogió sus herramientas con la ayuda del sirviente. Desaparecieron juntos en dirección al otro extremo del patio. El sol (porque ya estaba avanzada la tarde) hizo un pequeño movimiento: el rectángulo de luz sobre el piso alteró un poco su posición e iluminó con un centelleo dorado la copa de vino que había quedado allí. Cerca de ella había un odre, volcado pero cerrado por alguna mano considerada, o al menos eso parecía, porque el piso estaba limpio. Nada se movía; todo permanecía en su sitio. Exactamente como si nada hubiera ocurrido.
NOTA
La obra tiene inexactitudes que plantean acertijos. Clito el Negro fue uno de los generales de Alejandro, y efectivamente fue muerto por el conquistador en el 328 a.C., en ocasión en que Clito se indignó por la proskynesis (la costumbre asiática de arrastrarse de rodillas), que Alejandro exigía a sus asociados. En ese momento Alejandro estaba borracho, la hermana de Clito había sido realmente su vieja nodriza y desde ese día en adelante Alejandro exceptuó a los macedonios de la etiqueta de la proskynesis utilizada en la corte persa.
Sin embargo, Alejandro cruzó el Indo en el 326 a.C.; el río que su ejército se negó a atravesar fue el Beas o Ifasis. Después de tres días probablemente bastante desagradables Alejandro consintió en retroceder a una zona más occidental del mundo.
Una inexactitud más en mi relato: Alejandro no estaba casado con Roxana en el 326 a.C. Ella era una sogdiana, para ser precisos, y se casaron en el 324 a.C. en Susa, de modo que no tuvo ninguna posibilidad de estar con él en el momento decisivo para la historia, en que resolvió no proseguir su avance sobre la India. En realidad, Alejandro también se casó en 324 a.C. con la hija de Darío, Barsina. En el 324 a.C. volvió a Babilonia; murió de fiebre el 13 de junio del 323 a.C. Tenía 33 años.
Su carácter estuvo muy lejos de ser el de un fanfarrón de mente embotada, como lo sugiere mi narración; de acuerdo con los datos históricos, mi Alejandro y mi Clito juntos habrían constituido un facsímil mucho más fiel del Alejandro histórico.
Tal vez esa sea toda la clave del relato.
Joanna Russ