EL ROMANCE DEL DOCTOR TANNER

Ron Goulart

—Tal como lo suponía —dijo el hombre-lagarto de guardapolvo blanco.

Dio una pitada a su pipa y añadió:

—Bien; éste es mi consejo...

—¿Qué le dirá el doctor Tanner a Jenny? ¿Y en qué medida afectará eso su ya embrollado idilio con Nana? No se pierda mañana este dramático episodio de El romance del doctor Tanner, que llega a ustedes por gentileza del gobierno del Territorio Fenómeno. Buenas tardes.

El locutor humano sonrió y señaló la bandera territorial que estaba sobre la pared, a sus espaldas.

Ted Gonzalves, un hombre delgado y moreno de treinta y un años, desvió sus ojos de la segunda pantalla de televisión que había sobre su escritorio forrado de tweed hacia una tercera pantalla. Allí estaba su rubia y esbelta esposa.

Ted apagó el sonido del espectáculo y se volvió hacia su mujer.

—Hola, Nancy —dijo—. ¿Viste el programa de hoy?

Nancy movió negativamente la cabeza.

—Tuve mis propios problemas hoy, Ted.

Cambió de postura en la silla de lana de la sala.

—Primero prométeme que no vas a dar alaridos ni vas a perder la calma —dijo.

La pantalla de televisión número uno se encendió y apareció un hombre-lagarto enfundado en un traje de golf de poliéster esbozando una sonrisa forzada y nerviosa.

—Lazlo Woolson está en el otro pixófono, Nan. Espera un momento —le dijo Ted a su esposa.

Bajó el sonido de la tercera pantalla y dio paso a la voz de su superior inmediato.

—Creí que te había dicho que eliminaras todo ese asunto del trasplante de órganos —dijo el ejecutivo de la red territorial.

—Queda eliminado a partir de hoy —dijo Ted—. Al finalizar el episodio de ayer dejamos al doctor Tanner con una mano en el estómago del tipo. Lleva algún tiempo sacarlo de ciertas situaciones, Lazlo.

—Estuve jugando al golf con el vicepresidente McKinney y está muy...

—¿Quién es el vicepresidente McKinney?

—El vicepresidente de la Red del Territorio Fenómeno —replicó el ejecutivo lagarto—. Nuestro patrón.

—¿Y qué pasó con el vicepresidente Reisberson?

—Se fue hace aproximadamente dos semanas, Ted —dijo Woolson—. ¡Ustedes los escritores! Ninguno de ustedes está al tanto de nada. Eso es precisamente lo que estuve tratando de explicarle a Baixo ayer por la noche.

—A él sí que lo conozco. Baixo es el presidente de Territorio Fenómeno.

—El primer ministro —lo corrigió el hombre-lagarto—. Hubo una redistribución de funciones la semana pasada, Ted. ¿No lees ninguno de mis memorandos?

—Mira, Lazlo, nos pasamos tanto tiempo revisando al doctor Tanner últimamente que bien pude retrasarme un poco en la lectura de los memos.

—Baixo quiere que nuestro teleteatro tenga más mensaje antibienestar —dijo el ejecutivo de la emisora—. McKinney quiere más sexo.

—¿En quiénes? ¿En los actores lagartos o en los humanos?

—En ambos —dijo Woolson—. Según McKinney (y reconozco que tiene razón), te perdiste la oportunidad de desarrollar una estupenda escena de sexo cuando el doctor Tanner tenía a Rosemary en la cama.

—Pero ahí era donde Baixo quería meter el aviso sobre el nuevo impuesto adicional.

—El doctor Tanner bien podía acariciarle la rodilla a Rosemary mientras exponía los nuevos planes impositivos del gobierno.

—¡Qué! ¿Y dejar caer los gráficos?

—Tengo que ir al club ahora, Ted —dijo Woolson—. Piensa en lo que te dije; te enviaré un memorando.

Ted miró de nuevo a su esposa: tenía las manos, largas y delgadas, apoyadas sobre la falda, con los dedos entrelazados.

—¿Prometido? —repitió ella en cuanto volvió el sonido.

Ted asintió.

—Estoy demasiado cansado para ponerme a gritar. ¿Qué pasa?

—El coche.

—¿Qué coche?

—El terrestre, el que uso para hacer las compras y otras diligencias.

—¿Qué ocurrió? ¿Un accidente?

—Se lo llevaron los nergos.

—¿Se lo llevaron los nergos?

—Estás dando alaridos ¿no?

—Estoy gritando, nada más —replicó Ted—. ¿Los nergos? ¿Esas criaturas peludas y enormes, parecidas a los monos, que habitan las tierras vírgenes de los confines del territorio? ¿Te refieres a esos nergos?

—¿Acaso hay alguna otra clase de nergos? —Dijo su linda y pálida esposa—. Sí, me refiero a ésos; una media docena de ellos cayó en la playa de estacionamiento de la embajada y se llevaron nuestro coche al páramo.

—¿Qué estabas haciendo en la embajada de Barnum, Nancy?

Su mujer bajó la vista y la clavó en sus rodillas.

—Me gusta mirar los murales con fotografías de Barnum; es nuestro planeta nativo, después de todo.

—¿No te estarás viendo con alguien allí?

Nancy empezó a sollozar en silencio.

—No me importa que des alaridos por lo que hago, pero no me acuses por lo que no hago.

Ted suspiró profundamente, mirando con desaprobación el nuevo teleteatro que se estaba desarrollando en esos momentos en la pantalla de su monitor.

—¿Seis nergos?

—Según testigos oculares —dijo su bella esposa—. Los nergos no saben manejar, ya lo sabes.

—Sí, eso es casi todo lo que sé de este planeta, y ya hace casi un año que estamos aquí.

—Si no me equivoco, a los nergos les gusta usar los coches terrestres para hacer sus nidos en el interior, y a veces para celebrar sus rituales religiosos, elementales y bastante primitivos —continuó Nancy— Bryson me explicó algunas de sus costumbres.

—¿Bryson Jiggs? ¿Quieres decir que el embajador asociado de Barnum en Murdstone estaba, por casualidad, paseando por la playa de estacionamiento de la embajada, dando cátedra sobre las costumbres y hábitos de los nergos?

—No. Salió cuando escuchó las sirenas.

—¿Qué sirenas?

—Cuando me dijeron lo que había sucedido, me desmayé, y una señora lagarta muy amable, que venía con seis nietitos amorosos para mostrarles las fotos, llamó una ambulancia.

—¿Estás segura de que no fuiste allí para encontrarte con Bryson Jiggs?

—Sí, lo estoy —respondió su rubia esposa—. Nuestra compañía de seguros dice que la póliza no cubre el riesgo de los nergos, debido a sutilezas religiosas. De modo que tenemos que alquilar un servicio de rescate que vaya al páramo y nos traiga de vuelta el coche o bien olvidarnos del asunto.

—¿Olvidarnos de un coche de 2.500 dólares?

Ted golpeó la mesa del escritorio con la suficiente fuerza como para que le quedara la trama del tweed marcada en el puño.

—O pagar un servicio de rescate de 400. Estuve averiguando y es lo más barato que se puede conseguir, y no incluye descontaminación, lavado y lustre.

—Voy a pensarlo —dijo Ted—. Lo charlamos esta noche.

—¿Vas a trabajar hasta tarde?

—No más de las ocho probablemente —dijo Ted a su esposa—. Tengo que incluir la posición del gobierno sobre el bombardeo de Territorio Túmulo en los próximos tres libretos, lo que significa cortar o reescribir todas las escenas de relleno. Te veré después de las ocho. Y no vayas más a rondar por la embajada.

—No sé cómo. Los nergos tienen mi medio de transporte fundamental.

Ella apagó el pixófono.

Ted se levantó para ir a hablar con el doctor Tanner.

Andy Bock, el hombre-lagarto verde, de hombros redondeados que desempeñaba el papel protagónico en el teleteatro que escribía Ted, tenía un pequeño camarín en el subsuelo de la planta transmisora. Ted lo encontró en su mecedora escocesa, comiendo encurtidos de la Tierra.

—Hoy hiciste la escena en el departamento de Neva exactamente como correspondía, Bock —dijo Ted mientras atravesaba el vano de la puerta entreabierta.

—Dejé caer unas gotas de champagne —dijo el actor lagarto.

—Era de suponer que pasase eso, considerando que tenías que llevar esas maquetas de los nuevos asientos para misiles del gobierno bajo un brazo.

—Lo que yo digo —replicó Bock.

Ted se sentó en una silla giratoria príncipe de Gales.

—Este es el primer teleteatro de propaganda que hago en mi vida —dijo—. A veces es difícil conjugar los elementos.

—Sí —asintió Bock, chupando un encurtido.

Ted se aclaró la garganta y palpó durante un momento la trama de su silla.

—Mira, Bock, me fuiste muy útil en los meses que llevo trabajando aquí, eres una de las pocas personas con las que puedo hablar. Tengo otro problemita.

El corpulento hombre-lagarto de formas redondeadas dejó su encurtido en una mesita ratona de tweed y dijo:

—Estoy siempre dispuesto a escucharte, Ted, y a ayudarte, si es que puedo. Algunas personas me dicen que no hay mucha diferencia entre el doctor Tanner y yo. Dios es testigo de que ambos damos más consejos gratis de lo que corresponde. Creo que la única diferencia radica en que yo no fumo en pipa en la vida real y que no me desvivo por la propaganda.

—Murdstone es un planeta bastante salvaje e indómito —empezó Ted—. Quiero decir, comparado con Barnum.

—Es un planeta fronterizo —asintió Bock—. Y ésa es una de las razones por las cuales nuestro gobierno es un poco más duro que otros.

—A veces tengo la sensación de que nunca me voy a acostumbrar a él.

—¿Es ése tu problema de hoy?

—No —dijo Ted—. Los nergos se llevaron nuestro auto.

—Y sí, lo hacen muy a menudo —asintió Bock.

—El hecho es que no tenemos 2.500 dólares para comprarnos un coche nuevo —dijo Ted—. Aunque me pagan más por El romance del doctor Tanner que por Esquinas temerarias, no podemos ahorrar mucho.

Esquinas temerarias era el teleteatro que escribías cuando volviste a Barnum ¿no?

—Sí, duró tres años y medio. Bueno, mira: Nancy me dice que nos cobrarán por lo menos 400 dólares por tratar de recuperar el maldito auto. Eso es lo que cobra un servicio de rescate, y nunca se sabe cuánto van a tardar. No quiero pagar los 400 dólares además de haber perdido el coche. Nancy me dice que me olvide del coche entonces, pero yo no quiero.

—Lógico —dijo Bock, asintiendo. Volvió a tomar el encurtido y lo frotó sobre su hocico escamoso—. Lo que yo digo es que no tiene sentido prestar atención a tu mujer. Las mujeres no entienden de artefactos, y mucho menos de autos; simplemente no tienen ningún talento para la mecánica ¿no te parece? Además, tu mujer no parece entender cómo te enfurece este tipo de incidentes; tienes que desahogarte. Bueno, viejo, mi consejo es que vayas tú mismo a buscarlo a los bosques y te lleves una escopeta, una de esas escopetas grandes que se usan para cazar. Sigue el rastro de los nergos hasta descubrir dónde están y tráete de vuelta el auto. Ese es mi consejo.

Ted meditaba con la boca ligeramente fruncida.

—Tienes razón, Bock. No hay por qué quedarse quieto y aceptar cualquier cosa que pase; tal vez aquí no tenga más remedio que hacer lo que me dicen, pero no hay ninguna razón para dejar que una banda de nergos se lleve lo que se le ocurra.

—Lo que yo digo —concluyó Bock, tragándose el encurtido.

La madre de Ted apareció a la mañana siguiente en la tercera pantalla de su escritorio tan pronto acababa de sentarse en su silla de fieltro.

—Se te ve todo machucado y apaleado —observó ella.

Ted hizo un cauteloso gesto de asentimiento a su madre, rechoncha y de espaldas anchas.

—Unos nergos me pegaron, mamá.

La señora Gonzalves se encontraba en su oficina en el otro canal de televisión de Territorio Fenómeno. Sobre su escritorio de zaraza había réplicas de todos los planetas que componían el Sistema Barnum colgados de alambrecitos de cobre.

—Llamé a tu casa ayer por la noche después de mi noticiero de las once, y Nancy me dijo que todavía no habías llegado a casa. Me quedé preocupada; acababa de cerrar mi programa con la fórmula de siempre: «Éstas son las noticias de esta noche, mis amigos. Buenas noches a todos y que Dios bendiga al difunto señor Gonzalves. Y aquí va un beso para Teddy». Ni siquiera se me ocurrió que tú no estuvieras del otro lado del receptor.

—Es el primer beso de las once que pierdo este mes, mamá.

—Pero te pierdes todos los del noticiero de las seis.

—Mira, mamá, me ayudaste a obtener este puesto de libretista en este planeta salvaje e indómito; así que deberías saber que escribir un teleteatro de propaganda da muchísimo trabajo.

—¿Acaso no tengo yo que repasar mis nuevos guiones todas las noches? También eso da trabajo, y mucho, pero siempre tengo tiempo para enviarte un beso —dijo su enorme madre—. ¿Por qué te hicieron eso los nergos?

Ted frunció el ceño.

—Oh, es culpa mía, mamá. Fui al páramo.

—¿Para qué?

—Buscaba.

—¿Qué buscabas?

—Nuestro coche; a los nergos les gusta llevarse los coches a los bosques.

—Una vez hice un documental sobre los nergos ¿te acuerdas? Ganó dos medallas y una mención—. Hizo un gesto en dirección a algo que estaba fuera de la pantalla. —Allí, en mi estante. ¿Que pasó? ¿Tu mujer dejó que se llevaran el auto?

—Algo así, mamá —dijo Ted—. Llegué tarde al trabajo hoy y tengo que ponerme a escribir enseguida.

—¿Conseguiste traerte el coche, Teddy?

—No exactamente.

—¿Qué fue lo que conseguiste, entonces?

—Que me atacaran siete enormes nergos peludos con aspecto de monos, y que me aporrearan, me castigaran y me apalearan con garrotes duros. Que me arrancaran toda la ropa y me ataran con lianas selváticas y luego me llevaran a mi casa de los suburbios y me tiraran en el jardín de adelante a las doce y diez de la noche.

—No me asombra que no hayas respondido a mi llamado.

—Adiós, mamá.

—Acuérdate de mirar el programa de las once, Teddy.

Su madre le arrojó un beso y desapareció de la pantalla del pixófono.

Dos semanas después, un jueves por la tarde, Ted fue a ver a Andy Bock con un nuevo problema.

Bock estaba descansando en una hamaca de rayón y chupando un cabo de zanahoria con su lengua larga y delgada.

—¿Qué tal, Ted? Me parece que el cierre sobre el asunto de los impuestos al bienestar nos salió redondo hoy. Un visual de primera ¿no? Fue una pegada eso de ejemplificar los gastos del gobierno con un pastel.

—Sí, parece que salió bien —dijo Ted, sentándose en una otomana de seda.

—Por supuesto, no fue mi intención que ese pedazo de pastel que representaba la proporción considerable de los fondos del gobierno destinados al bienestar social se cayera en el bolsillo de mi pijama, como sucedió —dijo el lagarto-actor—. Con todo, si me permites, salvé la escena con bastante soltura. A pesar del tiempo que llevo haciendo El romance del doctor Tanner, todavía me pongo un poco nervioso cuando tengo que ponerme a explicar algunas medidas de gobierno en medio de una escena de seducción.

—Lo hiciste muy bien, Bock. Me llamó Lazlo Woolson y me dijo que ése es exactamente el tipo de escena de sexo discreta que le encanta al presidente McKinney.

—¿Está otra vez como presidente de la red?

—¿Ya lo fue antes?

—En una de esas era otro McKinney —dijo el hombre-lagarto—. Pero, carajo, Ted, parece como si tuvieras algún problema y necesitaras un consejo.

—Bueno, algo así —admitió Ted—. En realidad yo estaba a punto de abandonar los teleteatros cuando venció mi contrato para Esquinas temerarias allá en Barnum. Estaba pensando en volver a la enseñanza primaria; me gradué en Acontecer Cotidiano y aprobé un cursillo sobre Mostrar y Narrar. Bock, este planeta es muy extraño.

—Lleva tiempo acostumbrarse —aceptó Bock.

—Vivir en los suburbios de Territorio Fenómeno es aún más extraño que vivir en las afueras de Barnum —dijo Ted—. Unos animalitos invisibles se comieron todas las ropas de Nancy.

—¿Sobre su propio cuerpo?

—No, en los roperos. Se trata de una especie de bichos migratorios, que se alimentan de tejidos sintéticos. Yo uso tejidos naturales desde que llegamos, así que a mi guardarropa lo dejaron en paz.

—Sí, algo oí acerca de esos bichos. La gente de aquí los llama cibelinas. Sin embargo, si mal no recuerdo, las cibelinas no suelen atacar las casas habitadas; prefieren los lugares donde no hay gente —dijo Bock.

—Nancy había salido; había ido otra vez a mirar los murales de la embajada de Barnum cuando dieron el golpe —explicó Ted—. Pero el verdadero problema es que la compañía que aseguró nuestra casa dice que esa clase de daños no está prevista en nuestra póliza. Como te imaginarás, a mí jamás se me habría ocurrido pedir que se incluyera una cláusula sobre animalitos invisibles que comen tejidos sintéticos; ya son bastante caras las primas.

—¿Estás tratando de ver cómo vas a hacer para comprarle ropa nueva a tu mujer?

—Sí. Necesito por lo menos 1.500 dólares, y no tenemos tanta plata. El servicio de rescate nos cobró 500 por traer de vuelta el auto.

—¿Al final te decidiste a que lo hicieran, eh? —Bock se encogió de hombros—. Bueno, viejo, encaremos tu situación actual: quizá podrías dejar pasar un tiempo e ir comprándole a Nancy de a poco el nuevo guardarropa.

Ted sacudió la cabeza y dijo:

—No, eso llevaría demasiado tiempo. No sé en qué anda ni me importa, pero siento que le debo esto: no lo pasa muy bien en Murdstone. Ella habría preferido que estuviésemos viviendo en alguna zona rural y pacífica de Barnum, en estos momentos, y que yo me dedicara a la docencia. Territorio Fenómeno no es para nada lo que ella se imaginaba y le está llevando mucho tiempo orientarse con ese asunto de los nergos, de las cibelinas y demás. Tengo que conseguirle un ajuar completo, ahora mismo.

—Yo lo veo así —dijo el hombre-lagarto—: pides prestados 1.500 dólares a alguien que conozcas y que tenga mucho dinero. ¿Quién podría ser? Veamos. Ya lo tengo: tu madre, la del noticiero. Eso es lo que tienes que hacer, no hay vuelta que darle. Te vas derechito al canal y la agarras entre los dos noticieros.

—¿Te parece?

—¿No fue ella la que te persuadió para que aceptaras este puesto?

—Bueno, en cierto modo, aunque yo mismo no estaba muy convencido de dedicarme a la enseñanza.

—Te envía un beso dos o tres veces por noche, yo mismo la vi hacerlo una y otra vez. Oí decir que el gobierno de Territorio Fenómeno le paga un sueldo excelente. Pídele un préstamo.

—Creo que tienes razón —dijo Ted.

Cuando Lazlo Woolson apareció en su oficina, Ted se sobresaltó.

—¿Todavía estás alterado por el accidente? —preguntó el escamoso ejecutivo.

Ted giró en redondo su nueva silla de gabardina, que favorecía su pierna rota.

—No, es sólo que estoy acostumbrado a verte en la pantalla del pixófono. Eres gigantesco en persona.

—Supongo que estoy un poco excedido de peso —admitió el hombre-lagarto—. Demasiados almuerzos oficiales.

Se frotó los dedos escamosos haciendo crujir las copias de las circulares que llevaba en la mano.

—El presidente Hummerford tiene algunas ideas para levantar un poco el teleteatro, Ted.

—¿Presidente de qué? ¿De la red o de Territorio Fenómeno?

—De Territorio Fenómeno —replicó el lagarto ejecutivo—. Te vi en el programa de noticias de tu madre la otra noche y llegué a la conclusión de que respetabas la objetividad de los hechos.

—Yo era parte de los hechos.

—¿Cómo marcha tu pierna? ¿Te gustaría que algunas estrellas de la emisora te autografiaran el yeso?

—No.

—Fuiste muy valiente al acompañar a tu madre a la revuelta por la comida —dijo Woolson, sentándose sobre la alfombra de piel de tiburón y dejando caer las circulares sobre el escritorio—. ¿Piensas ayudarla en forma permanente? No es que me oponga; como el gobierno tiene el control de las comunicaciones no tenemos ese tipo de rivalidades entre emisoras que suele haber en Barnum.

—Tenía que hablar con mi madre de un asunto personal —dijo Ted—. Ella no tenía mucho tiempo libre y si no la llevaba en coche a la revuelta no habría podido hablarle en absoluto.

—Fue una suerte que primero dispararan contra los neumáticos y después dirigieran sus lanzallamas contra tí —dijo el hombre-lagarto—, así te dieron tiempo de saltar y de arrastrar a tu madre del coche. ¿Qué fue eso que te vi rescatar antes de que ayudaras a nuestra querida señora a zafarse?

—Su bolso —Ted tomó la primera circular de la nueva pila—. ¿Qué significa esto? «Trabajadores golondrina atacan y violan a Alice en el sembrado de tomates».

—El presidente Hummerford piensa que los trabajadores golondrina de nuestro territorio no necesitan un aumento salarial inmediato, ni tampoco instalaciones sanitarias en sus chozas.

—Eso era de imaginar —dijo Ted—. Pero Alice murió hace dos semanas, mientras el doctor Tanner la estaba operando después que la violaron los changadores del monocarril.

—El presidente Hummerford debe haberse perdido algunos episodios mientras estaba ocupado con su golpe —dijo el lagarto ejecutivo—. Está bien. Entonces los trabajadores golondrina deberán violar a alguna otra en el sembrado de tomates. ¿Qué te parece la enfermera Jane?

Ted frunció el ceño.

—No sé, Lazlo. La enfermera Jane todavía está ciega después de la manifestación de estudiantes de la escuela de medicina.

—Perfecto. Así tenemos sexo, una buena dosis de antipatía hacia los trabajadores golondrina y una oleada de simpatía por los inválidos.

Ted dobló en dos la circular y preguntó:

—¿Es la época de los tomates todavía?

—Voy a confirmar. Pero, para el caso, da lo mismo la lechuga.

Se encendió la tercera pantalla de Ted y apareció un amigo del barrio.

—Tengo un llamado, Lazlo. Déjame pensarlo y después lo volvemos a charlar.

—Claro, Ted. El problema de los trabajadores golondrina es lo que realmente importa.

El lagarto ejecutivo se encaminó hacia la puerta.

—El resto de las circulares no es tan urgente —agregó—. En cuanto a la idea de que el doctor Tanner seduzca a la enfermera Jane en el desván que hay arriba del depósito de la obra social que están sitiando, tal vez sea mejor postergarla, ya que los trabajadores golondrina la van a partir en dos.

Woolson salió y Ted se volvió hacia la pantalla del pixófono.

Ted rechazó el tronquito de apio que le ofrecía Bock.

—Pasó algo más —dijo.

El lagarto actor empezó a sacarse su bata de doctor.

—Bueno, viejo, tengo la sensación de que mis dos últimos consejos no te dieron muy buenos resultados.

Ted vaciló y después se dejó caer lentamente sobre una silla de terciopelo.

—Nadie puede atajarlas todas.

—¿Qué?

—Es la jerga del béisbol. El béisbol es un deporte que se juega allá en Barnum.

—¿Y lo perfecto es atajarlas todas?

Bock puso sus grandes manos verdes en la espalda y empezó a caminar lentamente por el camarín trazando semicírculos.

—¿Qué es lo que te preocupa ahora?

—¿Alguna vez oíste hablar de unas aves migratorias que reciben el nombre de pájaros sujo?

—Sí, son animales con grandes plumas verdes.

—¿Verdes? Mi vecino creyó que eran azul marino —dijo Ted—, aunque sólo los vio durante unos pocos minutos, mientras devoraban las ventanas de nuestra casa.

—Son unos bichos bastante raros estos sujo. Se desesperan, sobre todo durante sus vuelos migratorios, por el vidrio y todo lo que está cerca de él. Cuando tienen hambre de veras se quedan todo el tiempo que les haga falta para engullir persianas, visillos, cortinas y hasta la pantalla de una lámpara que esté muy cerca de la ventana.

—Eso es lo que hicieron esta mañana; se comieron todas nuestras ventanas y todos los cortinados del lado de la casa que recibe el sol.

—Supongo que el seguro tampoco cubre eso, ¿no es así? Y supongo también que, debiendo reemplazar tu coche hecho pedazos por la explosión, pagar las cuentas del médico y comprar esas dichosas ropas para Nancy, no te debe quedar mucho de los 1.500 dólares que te prestó tu madre. Una verdadera lástima.

—Los sujo devoraron las ventanas y los cortinados del dormitorio principal.

—No veo por qué tenían que perdonar el dormitorio.

—Así fue cómo mi vecino descubrió a Nancy en la cama con un diplomático llamado Bryson Jiggs.

Bock infló sus carrillos verdes y escamosos y después lanzó un silbido de admiración.

—Un tipo bajito, moreno y chueco, ¿no es cierto? Siempre aparece en nuestros cócteles del canal.

—Tú lo encontraste en uno, yo en otro y Nancy en otro.

—Bueno, bueno, viejo, así que el chuequito Bryson Jiggs —dijo el lagarto—. Muy de buen vecino la actitud del tuyo de pasarte el dato.

—Los sujos se comieron hasta los calzoncillos a rayas de Bryson Jiggs —dijo Ted—. Aparentemente los había dejado colgados en una silla, cerca de la ventana.

—Tu vecino tiene buen ojo para los detalles.

—Es muralista y trabaja por cuenta propia.

Bock guiñó uno de sus ojitos:

—Sí, los artistas siempre ven más que el común de la gente. Bueno, te voy a decir lo que tienes que hacer con ese chuequito.

—Creo que simplemente le diré a Nancy que lo sé —dijo Ted—. Va a tener que llamar en cualquier momento para contarme el asunto de los pájaros.

Bock sacudió una enorme mano verde en señal de negación.

—No y no, Ted. Déjala fuera del asunto. No tiene sentido tratar de ser razonable con una mujer. No, señor. Lo que tienes que hacer, a mi modo de ver, es ir derechito a la embajada a ver a ese Bryson Jiggs. Te vas hasta donde esté y le das una buena trompada en la nariz o una veloz patada en el culo, de acuerdo con la posición en que lo encuentres. Después, con aspecto de muy enojado, le dices:«¡Y no vuelvas a hacerte el vivo con mi mujer, enanito chueco!». Ese es mi consejo.

—No estoy tan convencido como antes de que lo mejor sea entrar en acción —dijo Ted.

—¿Así que esas tenemos? —dijo Bock y se golpeó el mentón con un cabo de apio.

El día antes de dejar el planeta, Ted fue a despedirse de Bock.

—Hace tiempo que no vengo a buscar consejo —le dijo al hombre-lagarto.

—Lo noté —replicó Bock, meciéndose suavemente en su hamaca escocesa.

—Fue muy interesante —dijo Ted—. En vez de salir corriendo el mes pasado para trompear a Bryson Jiggs como me insinuaste, me tomé el día libre y fui a casa a hablar con Nancy. Acabó por admitir que Murdstone le gustaba tan poco como a mí y que tampoco le gustaba lo que yo había estado haciendo para ganarme la vida. No le gustaba que permitiera que mi madre, Lazlo y tú me dijeran a cada momento qué era lo que tenía que hacer. No quería ser como ustedes, de modo que prefirió no intervenir en nada. Después se fue poniendo cada vez más triste y finalmente se fijó en Jiggs. No sé si esto tiene algún sentido para tí.

—Sí, las mujeres son así.

—Ahora estamos charlando más nuestras cosas —dijo Ted—. Estoy abandonando la costumbre de escuchar a todos menos a mí.

—Bueno, viejo, lo mejor que podrías hacer es volver a la docencia en Barnum.

—Sí, eso es lo que espero.

Se quedó mirando al hombre-lagarto.

—Estuve pensando en todos los consejos que me diste durante el año. En la mayor parte de los casos me aconsejabas hacer lo contrario de lo que tendría que haber hecho. Me llevó un poco de tiempo darme cuenta, pero finalmente lo logré.

El hombre-lagarto permaneció en silencio durante un interminable segundo y después agregó:

—Lo que yo digo.