UN PARAÍSO OLVIDADO - Dan Morgan

DAVID Philips se balanceaba en una mecedora, respirando el aire tibio y perfumado de Lequin, sin un gran gozo por su parte. Si pudiera haber pensado de sí mismo en otra distinta forma que la de un urdidor de patrañas intergaláctico, tal vez le hubiese ayudado en algo.

La casa de Das Tyghil se alzaba al borde de un claro, entre un lozano y verde bosque. Mirando hacia abajo desde la balconada, Philips pudo contemplar los chiquillos desnudos, hermosos como querubines, jugando al otro lado del bosque. Subían y bajaban por los árboles, mientras que sus risas se entremezclaban con el dulce piar de unos pájaros como joyas resplandecientes y multicolores.

El Turismo Interplanetario pagaría a Philips un abultado cheque por obtener una descripción escrita a máquina del sueño paradisíaco que era Lequin, cuando volviese a la Tierra. Tras aquello, en seis meses o un año, el primer crucero del TI, saltaría al hiperespacio para llegar en órbita a Lequin y desembarcar a sus pasajeros. ¡A sólo treinta y seis horas de distancia mediante uno de nuestros lujosos navíos hiperespaciales!, diría uno de aquellos lujosos y elegantes folletos de propaganda, ilustrado con fotografías de Philips. Y unos hombres pálidos, achacosos y con rodillas temblonas, acompañados de mujeres obesas, vestidas extravagantemente con sus joyas y sus maquillajes fantásticos se dejarían caer en aquel paraíso olvidado. ¡Haga nuevas e interesantes amistades... Conozca a gentes de nuestra misma especie en los románticos ambientes de un nuevo Edén! Los turistas serían conducidos en rebaños a los hoteles recién construidos del TI y servidos por un personal recién entrenado de Lequin en el arte de cocinar las hamburguesas, la pizza italiana y las más delicadas comidas orientales de la Tierra. ¡Tome alimentos extraterrestres en uno de los más bellos lugares fuera de nuestro mundo!, escribiría Philips.

Philips era un buen explorador, con una larga práctica de adquirir amistades y en influir en el carácter de las criaturas extraterrestres, y como de costumbre, había ido preparando adecuadamente el terreno. Los habitantes de Lequin se hallaban ya dispuestos a dar la bienvenida a la plaga de langosta procedente de la Tierra, en forma de turistas. Siempre se las había arreglado para suavizar los ligeros reproches que le había hecho su conciencia, pero esta vez la cosa era distinta. Una oleada de aturdimiento y malestar le invadió y apretó los brazos contra la butaca. ¿Para qué molestarse en trabajar por un sustancioso cheque que nunca iría a cobrar?

La sacudida que sufrió al salir del hiperespacio cerca de Lequin había confirmado lo que sospechaba desde hacía algunos meses. En quince años de explorador, había visto ya la enfermedad del Hiperespacio afectar a otras gentes; pero por su parte había seguido creyendo que personalmente tenía una especie de inmunidad contra ella. El complejo mente-cuerpo acababa irremisiblemente por sufrir el castigo de los saltos al hiperespacio y se mostraba antes de comenzar el proceso de deterioro más allá de un punto irreversible y donde entonces comenzaba a acelerarse. Era como si en cada salto al hiperespacio, algo del ser de una persona quedase tras ella, hasta no quedar nada sobre cuya base poder seguir viviendo. Si Philips se quedaba en Lequin duraría aún dos, tres, tal vez cuatro meses antes de que la oscuridad se cerrase sobre él para siempre; pero le quedaba muy poca oportunidad de vivir, con tan sólo un salto más en el hiperespacio, Sonrió con una amarga mueca de ironía. Se había prometido a sí mismo, durante años, que un día se guardaría un planeta para sí, donde vivir a placer por el resto de su vida. Lequin pudo muy bien haber sido aquel planeta. Contenía todas las cosas que necesitaba y quería. Hasta entonces, apenas si había podido hallar nada que poner en el debe de su informe. La radiación estaba por debajo del nivel medio de la Tierra. Los naturales de Lequin tenían muy poco interés por las ciencias; su cultura era básicamente pastoril y bucólica. La atmósfera contenía un porcentaje ligeramente más alto en oxígeno que el de la Tierra y una menor densidad de microorganismos ninguno de los cuales parecía ser nocivo para los terrestres. Los propios lequinianos eran una raza de humanoides, hermosa y gentil, amistosa y confiada hasta un grado notable. De nuevo, Philips creyó ver los folletos de propaganda del TI: ¡Viva como un rey, con maravillosas mujeres que sólo esperan satisfacer sus menores deseos!

Claramente habría empleado allí el resto de su vida; pero si quería mantener un historial de explorador profesional, debería enviar de vuelta su nave hacia la Tierra en automático llevando con ella toda la información recogida.

De repente, las risas de los chiquillos desaparecieron como por encanto. El coro formado por los pájaros se hizo más agudo emitiendo una sonora nota de alarma. Philips se puso rígido en su sillón y miró a través de la explanada. Los niños continuaban todavía allí; pero había cambiado por completo la naturaleza de sus juegos. Con un súbito escalofrío, observó los silenciosos y repentinamente siniestros movimientos de aquellas figuras desnudas. Cada uno llevaba en la mano un largo y brillante cuchillo, como el que pendía de la chimenea de la casa de Dras Tyghi. Aquellos cuchillos no eran juguetes. Uno de los chiquillos estaba desarmado, el único que permanecía temblando en el centro del grupo convergente de los atacantes.

Philips se puso en pie, con las manos crispadas en la baranda. El grito de aviso que brotaba de su garganta, cambió por un gesto de horror, al ver que los chiquillos atravesaban a cuchillada limpia al que estaba en el centro desarmado. Aquellos enormes cuchillos apuñalaban sin piedad a plena luz del día y lo hacían con una mortal y asesina eficacia. La víctima cayó pronto al suelo. Philips se precipitó para salir fuera de la casa. Aquella criatura tirada en el suelo, no podría sobrevivir mucho tiempo.

Con el estómago contraído con una sensación de náuseas, Philips se apresuró atravesando el dormitorio, después por el corredor y bajó precipitadamente la escalera. Al pie, le esperaba su anfitrión.

—Esos niños... ahí fuera, junto a los árboles. ¡Están matando a un compañero de juego!

Dras Tyghi, alto y de hermoso aspecto, vestido con su túnica escarlata, levantó una mano en señal de calma.

—Es un juego... son los chiquillos que se entretienen. Nada más.

—¡No! Era un juego... pero ahora, es algo más. Véalo usted por sí mismo. —Y Philips se asomó a la ventana más próxima.

La mano de Dras Tyghi se posó en su hombro reposadamente.

—El sol de la tarde, suele ser decepcionantemente fuerte. Vamos, no se preocupe usted por eso.

—Pero... es que no lo comprende —protestó Philips—. ¡Tienen cuchillos!

Dras Tyghi sonrió suavemente.

—Juguetes... Usted me ha dicho que los niños de la Tierra a veces se entretienen con juegos violentos.

—Pero la nuestra, es una cultura violenta —dijo Philips—. Usted dice que siempre han vivido en paz en Lequin, unos con otros.

Dras Tyghi se encogió de hombros.

—En los tiempos registrados por la historia. Pero ¿quién sabe lo que pudo ocurrir en la prehistoria? Tal vez los juegos violentos son un brote esporádico de un recuerdo arquetípico.

—¡No! Esto no era ningún juego. Vi la sangre correr. —La voz calmosa del extraterrestre resultaba casi hipnótica; pero Philips continuaba insistiendo.

—El jugo de la baya peytru resulta de un aspecto impresionante; pero se desvanece con facilidad. Su horrible efecto, parece divertir a los chicos. —Dras Tyghi condujo al hombre de la Tierra hacia el arranque de la escalera—. Olvide esto, amigo mío. Ah, estaba a punto de decirle que mi esposa ha preparado un plato de trefygal para la delicia de su paladar.

La imagen de aquel delicioso merengue de color de rosa le hizo la boca agua; pero no fue suficiente como para apartar a Philips de su idea obsesiva. Una especie de timbre de alarma resonaba insistente en su mente exploradora. Hasta entonces los habitantes de Lequin habían sido personas amables que habían cooperado en todo; todas las puertas se le habían abierto. ¿Por qué estaría Dras Tyghi tratando de que no creyese en la evidencia de sus propios ojos?

—Lo siento, Tyghi, pero es preciso que vea por mí mismo qué ha ocurrido junto a los árboles.

—Por supuesto, querido amigo, si eso le parece tan importante —repuso el extraterrestre al punto, con tanta naturalidad, que hizo a Philips vacilar. Tal vez se había pasado de raya en sus sospechas y se estaba comportando como un estúpido.

—Iremos allí ahora mismo... después volveremos y nos tomaremos el trefygal —añadió Dras Tyghi mientras se encaminaba al lugar de lo sucedido.

Dieron la vuelta a la gran casa de Dras. Philips maldecía en su interior la formalidad lequiniana que le obligaba a caminar con la misma pausada y digna marcha que su compañero. Ante sus ojos, a poco apareció el lugar en que habían estado jugando los chiquillos.

—Se han marchado —comentó Philips.

—Bien, en tal caso, ¿por qué preocuparse? El trefygal estará a punto antes de quince minutos.

—No. Es preciso que lo vea bien —insistió Philips.

No había el menor movimiento a su alrededor mientras se dirigían pisando por la esponjosa hierba en dirección a los árboles. Las sombras se alargaban. Philips se detuvo con otro sobresalto en el estómago. La hierba, en el lugar de lo sucedido, estaba manchada de rojo.

—Debió de ser aquí donde estuvieron jugando —dijo Dras Tyghi—. Sí, comprendo. Desde la balconada tiene usted una amplia visión del panorama.

Philips se inclinó para examinar la hierba manchada de rojo. Mojó un dedo y comprobó el espesor del fluido que había tomado entre los dedos.

—El jugo del peytru se espesa muy lentamente —comentó con toda naturalidad Dras Tyghi.

—¿Y la sangre? —Philips se limpió cuidadosamente los dedos en un trozo de su pañuelo de bolsillo; pero lo espeso de aquel líquido parecía continuar.

Dras Tyghi se puso a reír.

—Vamos, amigo mío. Esta broma creo que ha ido ya demasiado lejos. Si ese ataque que usted imagina fue algo tan grave como parece usted creer... ¿dónde está ese chico apuñalado?

—Pudo muy bien haber sido escondido por ahí. —Además del emplasto sangriento de la hierba, ésta parecía empapada en una pequeña zona de un pie cuadrado, con un líquido casi incoloro.

—¿Y escondido indefinidamente de los Ancianos del poblado?

—Han podido enterrarlo en el bosque...

—¿Y los padres de la víctima? Es seguro que habrán informado inmediatamente del hecho a los Ancianos. El hecho de que se pierda un niño, no puede pasar desapercibido en esta comunidad tan pequeña.

—Entonces, veamos si falta alguno —dijo Philips. Y se dirigió a través del calvero en dirección al poblado.

—¿Y el trefygal?

—Ah, dispense Dras, me excusaré ante su esposa más tarde —repuso Philips—. ¿Qué se debe hacer para comprobar el número de niños del poblado?

—Si tiene un poco de paciencia, no es nada difícil. Se efectuará en la Reunión del Crepúsculo. Mientras tanto, no hay motivo para decepcionar a mi esposa.

De mala gana, Philips se dejó conducir nuevamente a la casa de Dras Tyghi. Ya sabía desde algún tiempo atrás, que resultaba imposible llevar ningún sentido de urgencia a la mente de los lequinianos. Los días transcurrían plácidamente hasta convertirse en semanas, y las semanas en meses en aquel mundo feliz y sin perturbaciones.

Si la religión panteísta y tolerante de Lequin tenía algún artículo básico de dogma, era que el Sol no aparecía por el Horizonte a causa de la irritación y el sufrimiento pasado el día anterior. Todos los problemas, domésticos o de la comunidad, eran discutidos en la Reunión del Crepúsculo, donde todos los miembros de la comunidad, hombres, mujeres y niños y donde a todos se les permitía hablar libremente.

* * *

Cuando llegó Dras Tyghi con su esposa y Philips, la mayor parte de los ciento cincuenta habitantes del poblado estaban ya en el lugar de la Reunión del Crepúsculo, una depresión en forma de espejo parabólico, acondicionado con asientos y un pasillo central de piedras blancas. En un estrado se hallaban dignamente sentados los miembros del Consejo de los Ancianos observando la asamblea de la comunidad.

Dras Tyghi, con Philips detrás y muy cerca, se aproximó a un Anciano de cabellos muy blancos que vestía una túnica color de azafrán, en contraste con la blancura de las de los demás.

—Dras Yoevar, has conocido a nuestro amigo David Philips, que es del planeta Tierra. Está muy interesado en la forma en que llevamos los asuntos de nuestra comunidad.

El Anciano miró a Philips con benevolencia y sonrió:

—Sé bienvenido, hijo mío.

—Estas reuniones suyas me intrigan —dijo Philips—. La gente de la Tierra no presta tal dedicación al bien público. Vuestra asistencia parece ser de un ciento por ciento.

—Todo los que pueden asistir físicamente lo hacen —contestó dignamente Dras Yoevar—. Es una cuestión de estricta costumbre, de que cuando se produzca cualquier abstención, aunque sea la del más pequeño de los niños, sea seguida de una excusa formal y registrada por el Anciano encargado del registro.

—Entonces, sabrá usted exactamente cuántas personas han asistido aquí esta noche ¿verdad?

Los ojos azules del Anciano, ya un poco desvaídos, recorrieron la asamblea.

—En efecto, hay 147 de nosotros; 10 ancianos, 15 hombres, 42 mujeres y 45 niños. Así es como debería ser.

La apertura formal de la asamblea era ya inminente y Dras Yoevar se excusó ante ellos. Se reunieron con la esposa de Dras Tyghi que ya estaba sentada en un banco.

—Cuente los chiquillos, Philips —le dijo el lequiniano.

Philips ya estaba haciéndolo, precisamente. «Cuarenta y cinco». Philips continuó mirando al chiquillo. Aquello parecía incontestable; pero muy bien podía ser el gemelo de la víctima del ataque asesino sucedido en la tarde.

—Exactamente —dijo Dras Tyghi—. La memoria de Dras Yoevar es perfecta, y jamás comete una equivocación. Todos los miembros de la comunidad están contados. Y ahora... ¿me cree?

—Tengo que creer en la evidencia de mis propios ojos y es que he visto cometer un asesinato esta tarde —repuso Philips.

—¿Todos los hombres de la Tierra son tan obstinados como usted? —preguntó Dras Tyghi sonriendo—. Si es así, no me sorprende de que su civilización sea tan poderosa.

Conducida por los Ancianos, la comunidad comenzó a cantar un dulce canto, rico en ecos, que abría la Reunión del Crepúsculo. Esta vez, Philips no cayó en el hechizo que sobre él ejercía aquel sonido. Hasta entonces, había encontrado a los lequinianos completamente honestos y dignos de toda confianza; pero su mente entrenada de explorador insistía en que estaba siendo engañada. Si sus angélicos niños eran asesinos que mataban sin piedad, ¿qué maligno misterio podría ocultarse tras aquellos hermosos rostros de los extraterrestres vestidos de verde que se sentaban a su alrededor? Se sacó del bolsillo el pañuelo manchado de rojo, lo miró de nuevo y creyó seguir estando seguro de lo que pensaba desde un principio.

Philips pidió excusas tras haber terminado la Reunión del Crepúsculo, diciendo que tenía trabajo de rutina que hacer en su nave. Cerró bien la puerta al entrar, asegurando la escotilla y comenzó a trabajar, insertando todos los datos relativos a los acontecimientos del día en el computador que era su memoria y su consejero. La respuesta, era la que esperaba. El computador afirmaba que Lequin era un planeta adecuado para el turismo; pero solicitaba más información.

El primer paso a dar, era hacer un análisis del pañuelo manchado. El resultado confirmó, más allá de toda duda, que el fluido rojo aquel, era sangre de alguna especie, aunque no perteneciese a ningún grupo humano. Sería preciso obtener muestras de sangre lequiniana, de alguna forma, antes de poder hacer una comparación definitiva. Cuando alimentó con aquellos datos el computador de la astronave, la información adicional fue más completa; pero el cerebro electrónico repitió que era preciso aún una mayor información. Por el momento, estaba en un callejón sin salida frente al problema.

De vuelta a la casa de Dras Tyghi, la esposa de su anfitrión estaba tocando una ypurr, un instrumento de muchas cuerdas que era algo como un cruce entre un arpa y una guitarra. Philips tomó asiento, escuchando a los dos extraterrestres. Años antes, cuando había elegido su profesión, la idea de que pudiera haber tenido él mismo tal serenidad y dulce paz doméstica, le hubiera resultado ridícula. Entonces sintió la falta como un doloroso vacío en su pecho. Moriría allí en Lequin, sin que hubiera nadie en la galaxia que llevase luto por él.

—¿Hasta qué extremo necesitan sus gentes el turismo de la Tierra? —preguntó Philips, cuando la esposa de Dras Tyghi hubo terminado de tocar el instrumento y se fue a la cama.

—La mayor parte está en su favor y la minoría progresista cree que es esencial —repuso Dras Tyghi—. La vida en Lequin es confortable, tal vez demasiado confortable. Soñar y descansar apoyándose en las viejas tradiciones está muy bien, pero existe el peligro más o menos próximo del estancamiento.

—¿Ha considerado usted que el impacto de una cultura extraña pueda ser destructivo, como una posibilidad?

—Queremos corrernos ese riesgo.

—Puede que no tengan ustedes esa oportunidad.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Dras Tyghi, con aire de una persona inmediatamente alerta ante un peligro. Philips vaciló, eligiendo sus palabras cuidadosamente.

—Sea franco conmigo, Tyghi. ¿Qué fue lo que vi esta tarde? ¿Es eso, tal vez, una ceremonia sangrienta... algo antiguo, como un salvaje ritual que sigue mantenido por su pueblo?

—Era un juego, Philips. Ya se lo dije antes —repuso Dras Tyghi con una voz monótonamente insistente.

—¡No, Tyghi! Un chiquillo ha sido acuchillado hasta morir esta misma tarde ante mis propios ojos.

—Pero ya lo vio usted mismo... no se había extraviado, ni faltaba ningún niño a la Reunión del Crepúsculo.

—No vi en realidad nada de esa suerte —insistió Philips machaconamente—. Se me dijo el número de niños que debería hallarse presente, pero ¿cómo puedo saber si ese número era correcto? Debería usted saber, amigo Tyghi, que el análisis de ese fluido, revela que es sangre. ¿Por qué quiere seguir escondiéndome la verdad por más tiempo?

Dras Tyghi se puso en pie, con sus hermosas facciones inmóviles.

—Lo lamento, no puedo seguir discutiendo este asunto más por esta noche.

—Vamos, sea razonable, Tyghi. Si me cuenta toda la verdad, encontraré la forma de comprender y solucionar lo que ocurre. En caso contrario, no habrá ninguna oportunidad de que el Turismo Interplanetario considere para nada a Lequin como un planeta turístico.

—Es hora de irse a la cama. —Y Dras Tyghi se dio prisa por encerrarse en su habitación.

Philips se quedó sentado durante un buen rato, mordiéndose los labios pensativamente. Ningún hombre, sea quien sea, acepta que se le llame un embustero. Tal vez habría ofendido profundamente a Dras Tyghi; pero no había otra alternativa, si quería tener toda la verdad en sus manos.

* * *

Philips durmió mal. Soñó con chiquillos angélicos en su hermosura; pero con unos largos y asesinos cuchillos afilados en sus manos, manchados de sangre. Por primera vez desde su llegada a Lequin, tuvo que tomar un calmante para poder dormir.

En las anteriores mañanas, se había despertado con la luz del sol acariciándole las mejillas; pero aquel día se estremeció de frío y se arropó como sintiendo falta de calor. El cielo aparecía de un gris plomizo. Una llovizna pertinaz caía por todo el claro que tenía ante sus ojos. Era como si la bienvenida que tan graciosamente se le había dado al llegar al planeta, estuviese ahora determinada a despedirlo de allí cuanto antes. Intranquilo y nervioso se echó fuera de la cama. Recordó el antiguo adagio de los exploradores: «Si un extraterrestre se parece y actúa como un hombre de la Tierra, ¡cuidado! Probablemente significa que es parecido a un hombre... ¡pero que se trate de un gran bastardo!».

Afeitado y duchado, se vistió y bajó la escalera. Dras Tyghi y su esposa le saludaron con su gracia y cortesía usual y le sirvieron el desayuno compuesto de frutas y leche. El propio Tyghi parecía curiosamente ausente. Philips se preguntó hasta dónde pudo haber ofendido la noche anterior a su anfitrión.

Para cuando hubo terminado su desayuno, la lluvia había cesado y el cielo se aclaró. Philips salió a pasear en la húmeda hierba del calvero, respirando un aire fresco y perfumado en la mañana de un mundo bajo un sol sonriente. No había más que pudiera hacer, hasta que hubiese hablado nuevamente con Dras Tyghi, a quien le habían asignado los Ancianos como anfitrión y guía. Después, si continuaba insatisfecho, iría directamente hasta el Consejo.

Se detuvo al otro lado del calvero; pero las manchas sobre la hierba habían sido borradas por la lluvia. No le quedó otra cosa que hacer que pasear perezosamente, y así lo hizo, dirigiéndose hacia el hermoso bosque. El musgo estaba casi seco, abrigado por el espeso follaje de los árboles. El aire continuaba tibio, mientras paseaba entre los claros existentes de un árbol a otro, cargado con el dulce aroma de las diminutas flores del bosque, florecillas blancas y preciosas que parecían enjambres de estrellas diseminadas por el suelo, a sus pies. La luz tenía un tinte difuso y verdoso. Era como pasear a través de una inmensa catedral, cuyo techo estuviera soportado por aquellos enormes y altos troncos, perdiéndose todo el sentido del tiempo y la distancia y con la mente ocupada en el problema que le tenía tan preocupado.

Eventualmente, se dio cuenta de algo que se movía en el bosque ante él, una figura no muy precisa, sin perfil definido en la luz difusa que se filtraba por las hojas de los árboles. Cambió ligeramente de dirección, de forma que su camino pudiera interceptar el de aquella figura, curioso de ver que alguien también pudiera estar paseando por el bosque a aquella hora del día. La mayor parte de los lequinianos estarían trabajando en sus granjas o en sus diversos oficios.

Su paso se hizo más rápido al aproximarse y ver que aquella figura extraña era una mujer. No vestía la ropa vaporosa de hembra lequiniana. Sus pantalones y su blusa, parecían el eco de una moda de la Tierra de pocos años atrás... y en un estilo que siempre le había gustado.

Cuando sólo estuvo a diez yardas de distancia, la llamó:

—¡Hola! ¿Quién va por ahí?

La chica se detuvo y se volvió hacia él. Sus cabellos cortos eran negros en pequeños rizos alrededor de su cabeza. Philips se quedó sin respiración al contemplar sus facciones. Era lo más próximo a su ideal de mujer, que jamás hubiera visto en su vida.

—¡Hola! ¿Qué tal? —repuso la voz de la joven, en un tono agudo y femenino, con una intrigante insinuación.

Resultaba a todas luces evidente que cualquier mujer de la Tierra en un lugar tan lejano, no podía ser otra cosa que una exploradora como él. Algunas de las pequeñas Compañías, como la Astral, daban empleo a mujeres en misiones eventuales de exploración planetaria. Podría ser aquello una explicación, tratándose del planeta Lequin, tan agradable y hermoso, como un paraíso olvidado. Pero en muy raras ocasiones había visto exploradores femeninos en su larga carrera. Normalmente, no había empleo para mujeres.

—No puedo decir que me disguste verla, aunque para ello tuviera un motivo —comenzó a decir Philips, haciendo una mueca de simpatía—. Me llamo David Philips, del Turismo Interplanetario.

—Debería haber imaginado que este paraíso no iba a ser para mí sola —repuso la chica adelantándose y ofreciéndole la mano—. Soy Carol Remick, de la Empresa Astral.

Aquel nombre le hizo perder el equilibrio por un momento, pero después, dándose cuenta de que estaba comportándose como un colegial frente a ella, estrechó afectuosamente la mano ofrecida por la bella joven.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Carol?

Ella dejó su cálida mano entre las de Philips.

—Pues como unas tres semanas.

—Pues tuviste que haber aterrizado casi al mismo tiempo que yo. —Y mentalmente se preguntó si permanecería en algún poblado como lo estaba él. Como un eco mental a su pregunta, la bella joven repuso:

—Estos lequinianos son unos anfitriones tan maravillosos, que no me importaría quedarme por tres años. Estoy viviendo en casa de un importante miembro de un poblado, con su esposa.

La sonrisa de Carol era algo medio recordado en algún sueño. Philips se dejó caer en el marrón profundo de sus ojos. Se sintió poseído de un extraño vértigo. La chica se le aproximó rápidamente y con una fuerza sorprendente le llevó junto al tronco de un árbol próximo y después, le ayudó a sentarse en el suelo con la espalda apoyada en el árbol, sintiéndose totalmente indefenso. La severidad de aquellos ataques se incrementaba rápidamente.

—Necesitas cuidados —dijo ella, aflojándole el cuello de su túnica.

—Oh, no es nada, pronto estaré perfectamente —repuso Philips mirándola de cerca.

Por la naturaleza de su profesión los exploradores eran seres solitarios y gregarios alternativamente. Mientras que un explorador podía tener la tradicional «chica en cada planeta» siempre que las costumbres locales y la situación lo permitieran, por supuesto, él tenía necesariamente que emplear una gran parte de su tiempo sólo en su nave estelar de una sola plaza. Y un hombre solitario, necesariamente tiene sus sueños. El encontrar su sueño ideal en un bosque extraterrestre a cien años luz de la Tierra, era algo como para trastornar al más endurecido de los veteranos.

—Gracias —dijo Carol.

—¿Por qué?

—Por la forma en que miras. Se vive muy solo en esas naves pequeñas. A veces una se olvida de que es una mujer. —Y se deslizó hasta sentarse junto a él.

—Te ayudaré a recordarlo —dijo Philips. El mareo había pasado ya. Pensaba con toda lucidez. Lequin era su planeta. Nunca lo dejaría. Si ella quisiera compartirlo con él...

—David... ¿vamos a permitir que este planeta sea entregado a una raza de ratas? —preguntó la joven.

—¿Tú también?

La joven era como la portadora de otros pensamientos, los que martilleaban en su mente desde algún tiempo atrás. No, no deseaba que Lequin se echara a perder por los turistas de la Tierra, que le fuese robado su encanto paradisíaco y que fuese comercializado como Coney Island.

—Sería como una imitación de Coney Island —dijo ella.

—¿Y eso te molesta?

—Claro que sí ¿no es justo?

—A mí siempre me había gustado la idea de tener un planeta para mí solo —dijo Philips—. Tal vez Lequin sea el único.

—¿No crees que todos hemos tenido el mismo sueño? —dijo Carol insinuante—. Lo único malo de esto, es que aún encontrándolo para una misma, no se tiene a nadie con quien compartirlo.

—Quizás haya yo encontrado también eso.

Ella sonrió con el mayor encanto.

—Has estado en el espacio demasiado tiempo, David. ¿De qué parte de la Tierra procedes?

David se lo dijo y comenzó a contarle los lugares que ambos conocían. Sus recuerdos de la Tierra eran tan semejantes que a Philips le pareció casi imposible que nunca se hubieran podido conocer antes. Quizás de haberlo hecho, no se hubiera dado tanta prisa en salir al espacio.

—Tengo que irme —dijo Philips, poniéndose en pie. Después le alargó una mano a la joven para ayudarla a hacer lo mismo.

—¿De veras tienes que irte tan pronto?

—Asuntos profesionales —le repuso él, sonriendo—. Pero ¿por qué no vienes conmigo a la casa de Dras Tyghi? Estoy seguro de que serías muy bien recibida en aquel hogar.

—No... tienes razón. Yo también tengo muchas cosas que hacer en mi nave.

—¿No serán preparativos para abandonar Lequin? —preguntó David con ansiedad.

Sus ojos aparecían radiantes al mirarle.

—Nunca pensaré en salir de aquí... ahora. ¿Podré verte esta noche?

—Sí, vendré aquí cuando los lequinianos se encuentren en la Reunión del Crepúsculo.

—Esperaré hasta entonces —dijo ella despidiéndose.

* * *

Philips emprendió el camino de regreso por el bosque, todavía con la dulce impresión de la tibia mano que había tenido entre las suyas en el momento de partir. Sentía una dulce embriaguez que casi parecía una intoxicación. A la noche, presentía que sus sueños y los de Carol se fundirían en un éxtasis glorioso.

Dras Tyghi, con el rostro solemne, le estaba esperando cuando llegó a la casa.

—Tengo que presentarle mis excusas y darle algunas explicaciones, amigo mío.

Conforme se dirigieron a la sala de estar, su entrenamiento profesional surgió de nuevo, dejando de lado la delicia romántica acabada de gozar con la presencia de Carol.

—Mi grupo está más convencido que nunca que el estímulo de cruce entre nuestras dos culturas, puede proporcionar grandes beneficios a Lequin —comenzó a decir Dras Tyghi, una vez sentado confortablemente en un sillón y como si buscase las palabras apropiadas—. Lo que vio ayer tarde no era la broma ni el juego de unos niños que pretendí hacerle creer... pero tampoco el asesinato que usted había imaginado.

—No iremos a ninguna parte si trata de decirme que no vi a ese grupo de chiquillos matar a otro niño.

—Usted pensó que había visto —corrigió Dras Tyghi—. De hecho era un Emreth, que había asumido la perfecta apariencia de uno de nuestros niños.

—¿Asumido? —preguntó Philips intrigado profundamente—. Tal vez me ayudará mejor a comprender lo que quiere decir, si me explica qué es ese Emreth.

—Nuestras únicas especies de animales de presa —le contestó Dras Tyghi—. Una que ha sobrevivido a través de su capacidad única de adaptación. Un Emreth tiene ciertos poderes telepáticos que le capacitan para hacer una inmersión de fondo en la mente de su víctima y formar una imagen perfecta hasta en sus más ínfimos detalles. Ayer, un Emreth apareció como un niño compañero de juego de uno los chicos, a imagen y semejanza completa de uno de los que se dirigían a jugar con el grupo de sus amigos. El engaño fue descubierto cuando se incorporó al grupo. El chico cuya imagen había sido copiada, estaba ya allí, por lo que el engaño resultaba evidente. Los otros chicos tomaron la inmediata acción de matar a esa criatura. Eso, exactamente, fue lo que vio usted.

—Pero si el Emreth tuvo a ese niño a su alcance, ¿por qué no le atacó? —preguntó Philips—. Pudo haberlo matado sin tener que haberse expuesto a todo el grupo.

—El Emreth no mata —dijo Dras Tyghi—. La muerte es un subproducto de su forma de alimentarse. Lo que hace es absorber la fuerza vital de su víctima a través de un contacto físico, pero puede transcurrir un mes o varios antes de que esa succión demuestre que es fatal.

—Entonces ¿la víctima deberá oponer necesariamente alguna resistencia?

Dras Tyghi sacudió la cabeza.

—Una vez que la relación se ha establecido realmente, la víctima no tiene el menor deseo de resistirse. El proceso de absorción produce una intensa sensación de placer en la víctima y ese éxtasis llega a ser más importante para ella que su propia vida.

—Entonces... ¿tales ataques son siempre fatales?

—No, la suerte a veces está del lado de la víctima. El contacto puede ser roto por alguna razón, la súbita interrupción de otro humano en un punto crucial, por ejemplo. Es posible tener un breve encuentro con un Emreth e incluso no darse cuenta de que uno ha estado tan próximo a la muerte. En tal caso, la víctima queda abandonada con una sensación de enervación o de cansancio, síntomas que pueden producirse por otras circunstancias.

—¿Y hay muchos de esos Emreths?

—A veces transcurren seis meses sin que se detecte ninguno. Su número está menguando gradualmente, en parte debido a las medidas adoptadas con contar las criaturas verdaderas, alguna de las cuales se ha hecho ya tradicional, como la de la Reunión del Crepúsculo. Si el Anciano registrador descubriese una persona más en la reunión que el número concreto que debe estar presente, sabría al punto que se trata de un Emreth enmascarado como un miembro de la comunidad. Pero esto no ocurre con frecuencia, porque un Emreth, de todas formas, tiene una gran dificultad en mantener su forma aparente en presencia de muchas mentes próximas.

—Así... cualquier persona que rehusara asistir a la reunión, ¿sería sospechosa?

—Exactamente.

Philips apuntó a los dos brillantes cuchillos que colgaban de la chimenea en el hogar.

—¿Y ésos?

—Un Emreth produce una perfecta imagen al exterior; pero sus órganos internos no guardan necesariamente la misma posición que la de un cuerpo humano. Esos cuchillos son las mejores armas para infligir el máximo número de heridas en el tiempo más breve posible, incrementando así la posibilidad de dar con un lugar mortal en su cuerpo. Se guardan tradicionalmente para ese solo propósito, y cada familia, al menos, posee uno.

—¿Y cuando el cuchillo encuentra el sitio mortal?

—En su estado natural, un Emreth es una ameba transparente. Por eso se explica su fabulosa capacidad de adaptación. Cuando está muerta, sólo queda un charquito de fluido que se evapora rápidamente.

—El charco de fluido con que estaba empapada la hierba —dijo Philips—. ¿Pero qué me dice usted de la sangre?

—Mi pequeña historia sobre la baya peytru no le convenció por el momento ¿verdad? —repuso Dras Tyghi—. La sangre era, de hecho, sangre. Cuando aparece en forma humana, el Emreth puede derramar sangre que resulta indistinguible de la humana, al igual que su reproducción de la imagen de un ser humano es casi perfecta.

—Entonces... ¿cómo es posible detectar a un Emreth? Parece así algo imposible...

—Si la imagen se mantiene, la única forma cierta es la de matar a esa criatura. Esto puede conducir a infortunados accidentes, de no ser por el casi misterioso instinto que poseen algunas personas de nuestra raza.

—¿Tiene usted ese instinto?

—No... pero mi esposa sí lo posee. Ella se las ha arreglado para escapar a las atenciones de un Emreth tres veces en su vida. Dos veces siendo niña y la última hace un año. Yo maté a esta última, ahí en el jardín, cerca del seto púrpura.

—¿Y qué forma había tomado?

—En este caso había asumido la forma y el aspecto de un antiguo pretendiente de mi esposa, uno de nuestros extraños vagabundos, que abandonó el poblado hacía diez años. En el caso de los adultos, el Emreth suele adoptar con frecuencia la forma de un individuo del sexo opuesto. Es la presa más fácil, por supuesto, si la persona está en solitario.

—Sí... creo comprender que una persona solitaria podría ser más receptiva —concluyó Philips pensativamente.

* * *

De vuelta en la nave, Philips insertó nueva información en la computadora. La lectura provisional que ofreció la máquina electrónica, hizo que mostrase a Lequin como un planeta adecuado para el turismo hasta la cifra D; pero de nuevo, la computadora exigió más información sobre el número de los Emreth. Philips tenía una idea que iba a resultar difícil de obtener como estadística. Los lequinianos, con su sociedad parroquial no considerarían nunca en serio una inspección a escala planetaria para determinarlo.

Permaneció sentado frente a su consola de trabajo, pensativo y con un block de notas y un bolígrafo en las manos, comenzando finalmente por ir apuntando una lista de las cosas que precisaba. Lo primero en tal lista, era el descubrir alguna forma de poder detectar a los Emreth. No era suficiente confiar en el innato instinto que poseían algunas de aquellas personas de Lequin, como la esposa de Dras Tyghi. Una vez encontrado un método de detección, la inmediata necesidad era una prueba completa y rápida que llevase a la obtención de un método de exterminación total a escala planetaria. Pero el Turismo Interplanetario no consentiría, con toda seguridad, en lanzarse a unos gastos tan enormes como serían los de enviar un equipo para semejante proyecto. Incluso tomando en consideración todos los buenos aspectos de Lequin como un verdadero paraíso olvidado, lo seguro es que borraran al planeta de la lista de los probables, como negocio a explotar. Existían muchísimos otros planetas en la galaxia que podían ponerse a punto, como un traje a la medida, para sus propósitos turísticos sin tales complicaciones.

Pero pronto se fatigó de pensar en el asunto. El hábito de ser un explorador eficiente, le abandonó. ¿Por qué tenía que preocuparse tanto por el TI? Su única responsabilidad era vivir la poca vida que le quedaba tan felizmente como le fuera posible. Y ello significaba... Carol. Una súbita alarma surgió en su mente ante el posible peligro que corría la joven. Tenía que ser advertida de la presencia de los Emreth.

Philips ensayó con la radio de la astronave. No había la menor señal en el registro de ninguna llamada procedente del exterior. La sola persona que pudo haber llamado, habría sido Carol, en Lequin, si bien no había tenido noción de su existencia hasta hacía unas horas antes. Entonces transmitió una llamada en la frecuencia normal de los exploradores del espacio, y en la banda correspondiente, se sentó y esperó a recibir respuesta. Carol no estaría seguramente a bordo de su nave, y al igual que él, tendría regulado el servicio con un equipo monitor robot.

Pasados diez minutos, le pareció claro que ninguna respuesta le llegaría y resultaba inútil seguir esperando. Se puso en pie sudándole las palmas de las manos. La radio de Carol debía estar fuera de servicio. Aquélla tenía que ser la única explicación. No podía soportar el pensar en la otra posibilidad que se cernía en lo más profundo de su mente como una calavera que le hacía señales constantes de alarma. Abandonó la nave a toda prisa. Había cosas que tenía todavía que discutir con Dras Tyghi.

* * *

El lequiniano estaba en el jardín de su casa, cuidando unas plantas que crecían como una oleada de colores y perfumes en revuelta confusión. Levantó los ojos de su trabajo al aproximarse Philips, observando la preocupación estampada en su rostro.

—¿Ha llegado usted a alguna decisión? —le preguntó.

—Hago informes... no decisiones —repuso Philips—. Pero puedo decirle con absoluta certidumbre que el TI nunca tomará en consideración a Lequin como un planeta para el turismo.

—Entonces nuestra decepción no conocerá límites, David.

—Créame, Tyghi, no pierden ustedes nada. ¿Qué tiene de deseable que un planeta tan paradisíaco como éste se vea invadido por hordas de turistas procedentes de la Tierra?

—Lequin se vería abierto al conocimiento de que goza la Tierra, a las técnicas científicas... El estímulo sería tremendo.

—No, Tyghi. Ya he visto esta clase de situación antes. Lo que usted supone que sería un estímulo, sería sólo el beso de la muerte, sin lugar a duda. Su pueblo podría aceptar los beneficios de la tecnología de la Tierra; pero prestarían muy poca atención a la comprensión del proceso que ello implica.

—Eso es muy fácil de decir.

—¡En absoluto! Le repito... no perderán nada. Se volverían ustedes totalmente esclavos dependientes de la Tierra, sacrificando su presente situación por una esclavitud complaciente. Puedo ofrecerle ahora mismo una oportunidad muchísimo más grande.

Dras Tyghi frunció el entrecejo.

—¿Qué quiere usted decir?

—En mi nave, existe una biblioteca en microfilm que contiene una línea general comprensible de todo el conocimiento de la Tierra en cada concebible campo del saber y la técnica, en sus bosquejos generales y completos. Contiene las teorías básicas que han producido mil años de civilización científica. Yo puedo permanecer aquí en Lequin y ayudar a su pueblo a comprender este inmenso conocimiento. A partir de ahí, es cosa de ustedes lo que hayan de hacer con esos conocimientos y le aseguro que en ese período de largo estudio, la recompensa será mucho mayor y mejor que si le son presentados los frutos de la tecnología de la Tierra, ya fabricados y listos para utilizar.

Los ojos de Dras Tyghi brillaron.

—¡Sí! Ahora comprendo lo que quiere decir, amigo Philips. Mi pueblo le bendecirá para siempre y por todas las generaciones que están por venir en el futuro.

—Tal vez sí... pero algunas de esas generaciones, me maldecirán. El conocimiento está ahí; pero tendrán ustedes que trabajar de firme para descubrir las formas de aplicarlo.

—¿Cómo podríamos pagarle a usted semejante favor?

—Sólo con permitirme que me quede a vivir en paz en Lequin.

—¿Es que no va usted a regresar a la Tierra? Seguro que los que le enviaron, mandarán a otros en su busca...

—No soy un personaje tan importante, Tyghi —dijo David—. Los exploradores están al alcance de la mano y la Galaxia es muy grande. En alguna parte del Turismo ínterplanetario, y en su oficina principal, un computador tomará nota de mi desaparición y Lequin será tachado de la lista de los planetas probablemente útiles. Tal vez de aquí a cincuenta o cien años, lo intenten de nuevo...

Dras Tyghi abrazó a Philips sonriendo.

—Recibirá usted todos los honores que nuestro pueblo sea capaz de darle. Tiene que venir conmigo al Consejo de los Ancianos.

—No... todavía no. Creo que es mejor por ahora que les hable usted solo. Hay algo que tengo que hacer antes. Nos encontraremos después en la Reunión del Crepúsculo.

—Bien, como quiera, amigo mío.

—Me gustaría particularmente oír a su esposa tocar de nuevo el Ypurr esta noche.

—Ah, eso es cosa hecha. No tiene que preocuparse.

* * *

Philips aguardó hasta que su anfitrión le dejó para asistir a la Reunión del Crepúsculo. Después se dirigió a la sala de estar. Le temblaron las manos cuando tomó el largo y brillante cuchillo que pendía de la chimenea del hogar. Se quedó mirándolo por unos instantes y después salió de la casa, comenzando a caminar en dirección al bosque sumido en sombras.

Carol estaba esperándole, todavía más bella que como la recordaba. Se detuvo a unos diez pasos de distancia de la joven.

—Traté de llamarte esta tarde —le dijo.

—¿Llamarme? —repuso ella confusa.

—Por radio. ¿Hay algo que funcione mal en tu transmisor?

Ella vaciló un instante y después repuso:

—Ah, sí. Se descompuso hace un par de semanas. No me es de mucha utilidad estando aquí, por lo que no me he preocupado en arreglarlo hasta ahora.

—Los exploradores han sido destituidos para toda su vida por menos motivo... o ¿es que no recuerdas el Reglamento?

—El Reglamento... ¿aquí? —Y sus ojos se dilataron al mismo tiempo que se endurecía el tono de su voz—. David... ¿qué es lo que pasa?

—Ya te lo dije. Intenté llamarte.

—No... no comprendo... Pareces diferente. —Y la joven se adelantó hacia él.

Philips echó unos pasos hacia atrás. Su cuerpo estaba enloquecido por el deseo de abrazarla; pero la evitaba, sosteniendo el cuchillo tras él y fuera de la vista de la chica.

—Llévame a tu astronave, Carol. Yo arreglaré tu equipo de radio.

—No... hay mucho tiempo de sobra para eso.

—¿Quieres decir que no deberá preocuparme más tarde de que no haya radio... ni incluso ninguna nave?

—¡David! ¡Te estás comportando brutalmente! —La joven temblaba. El perfil de su cuerpo parecía vibrar, haciéndose brumoso en la sombría luz del crepúsculo.

—Ven conmigo a la casa de Dras Tyghi —dijo Philips. Tenía que luchar entre la urgencia de tomarla en sus brazos con casi un verdadero esfuerzo físico—. Me gustaría que conocieras a su esposa... ella posee un talento especial que podría interesarte.

—¡David, por favor! ¿Por qué me estás hiriendo de esta forma? —suplicó la joven con los brazos extendidos hacia él.

—¿No puedes imaginártelo, Carol Remick? Descubrí la forma que presentas; pero no el nombre. Aquél pertenecía a alguien distinto... a una chica que murió hace ya mucho tiempo, allá en la Tierra. Al principio me hallaba solitario y lo bastante desesperado para descartarlo como una coincidencia; pero desde entonces he aprendido muchas cosas respecto a los de tu especie.

—Podemos ser muy felices, aquí en Lequin. ¿Eso es lo que quieres que hagamos, no es cierto? —Y se aproximó más a Philips.

—¡Vuelve atrás! —le gritó evitando cualquier contacto físico.

—Puedo darte una felicidad que se halla más allá de tus más locos sueños —murmuró ella insinuante y provocativa.

Philips levantó la mano derecha, teniendo bien agarrado el cuchillo. Para aquello servía el arma. Un golpe rápido y aquella cosa... sería destruida completamente para siempre. Ya no quedaría nada más en la imagen de sus sueños.

—Ámame —le suplicó ella.

Ella entonces, apareció a los ojos de Philips como lo más bello que jamás hubiera contemplado. El profundo marrón de sus ojos era como la luz de hogar en una noche de invierno. Su rostro resplandecía como la maravilla de fulgor de la Vía Láctea. Su cuerpo era como la entrada en los cielos. Era todo esperanza, todo vida...

La conciencia comenzó a girar como un giróscopo conforme el vértigo se apoderó de su mente. Sus rodillas se aflojaron mientras que toda claridad de percepción mental desaparecía como un corcho arrastrado en un torbellino.

Cuando abrió los ojos, ella estaba inclinada sobre él. Su cuerpo desnudo era perfecto en su fascinación hechizante y sus pechos erectos le mostraban las rosadas perlas de sus puntas.

—Quiéreme, hazme el amor... —suplicó de nuevo.

Ella se abrazó al cuerpo de Philips. Se resistió por unos breves instantes y después gritó en una agonía de placer, mientras que una corriente de blanco fuego se introducía recorriendo sus venas...