EL ESPÍRITU DEL MAL- Frederik Pohl

¡QUÉ bella estaba, pensó Dandish, y qué desamparada...! La cinta de plástico de identificación alrededor de su cuello permanecía inmóvil y, tal como se encontraba en la cápsula de transporte, su cuerpo no vestía otra cosa más.

—¿Estás despierta? —preguntó; pero ella ni siquiera se estremeció.

Dandish sentía cómo la excitación crecía salvaje dentro de sí mismo, según aparecía de, pasiva e indefensa. Un hombre podría entonces llegar hasta ella, hacer lo que quisiera sin que ella ofreciese la menor resistencia. O, por supuesto, responder. Sin necesidad de tocarla, Dandish sabía que su cuerpo estaba cálido, tibio y seco. Estaba completamente vivo y dentro de unos minutos estaría consciente completamente de todos sus actos.

Dandish, que era el capitán y el único miembro de la tripulación de la nave interestelar sin nombre, que llevaba colonizadores congelados en estado de hibernación artificial a través de un largo y lento espacio vacío desde la Tierra a un planeta que giraba en torno a una estrella que nunca había tenido nombre en las cartas estelares, sino sólo un número y que ahora se llamaba Eleanor, pasó varios minutos sin volver a mirar a la joven, cuyo nombre sabía que era el de Silvia, pero a quien nunca había conocido.

Cuando volvió a mirarla de nuevo estaba despierta y atrapada con los cinturones de seguridad en su nicho transparente, con sus cabellos alrededor de la cabeza y en el rostro una expresión de rabia.

—Está bien. ¿Quién es usted? Ya sé lo que pretende —dijo la chica—. ¿Sabe usted lo que le harán por esto?

Dandish se quedó atónito, y no le gustó su propia actitud, más bien atemorizada. Durante nueve años la nave había cruzado como un rayo los espacios cósmicos; y había sufrido demasiada soledad, habiendo llegado ya al límite de sus fuerzas. Se sentía aterrado. Existían 700 nichos transparentes de colonizadores dentro de la nave, pero todos yacían inmóviles en su baño de helio líquido y no constituían muy buena compañía. Al exterior de la nave, el ser humano más cercano se hallaba tal vez a dos años luz de distancia, suprimiendo casi por completo la oportunidad de encontrarse otra nave en la misma dirección, que era, de hecho, mucho más remota que cualquier otra estrella, puesto que las fuerzas implicadas en detenerse y tomar una nueva ruta, se llevarían dos veces más tiempo del que implicaba el viaje en sí mismo.

Todo lo concerniente al viaje era estremecedor y terrible. La soledad era un verdadero terror. Estar mirando constantemente y con fijeza a través de una pulgada de cristal y no ver nada más que estrellas conducía al pánico. Dandish había decidido ya cinco años atrás dejar de mirarlas, pero no se había encontrado capaz de llevar a cabo tal decisión, y así una y otra vez oteaba por la mirilla para ver sólo la horripilante visión de sentirse envuelto en el cosmos, encerrado en aquella prisión y viajando siempre hacia adelante en dirección a una de los diez millones de estrellas que tenía ante sí.

En aquella nave cualquier ruido era una verdadera alarma. Puesto que nadie, sino él, permanecía despierto, el oír cualquier vibración metálica o el más pequeño ruido procedente de cualquier parte, por pequeño e insignificante que fuese, era como una amenaza y más de una vez Dandish había sufrido la tortura del miedo un día entero hasta averiguar la causa de la procedencia de ese ruido, bien fuese la explosión natural de un bulbo eléctrico o una puerta no lo bastante segura.

Solía soñar con terror del fuego. Aquello era algo realmente absurdo en aquella nave de acero y cristal; pero no era el fuego que puede producirse en una casa cualquiera, sino el de las estrellas que le rodeaban por doquier en el espacio sin límites.

—Póngase donde yo pueda verle —le ordenó la chica.

Dandish notó que no se había preocupado de taparse su desnudez total. Se despertó desnuda y así permanecía. Se había desembarazado de sus ligaduras y dejó el nicho transparente, paseando entonces por la estancia en donde había sido despertada y se dirigía hacia él.

—Ya nos advirtieron —dijo la joven—. ¡Cuidado con los chiflados del espacio! ¡Lo lamentarán! Eso es todo lo que oímos en el Centro de Recepción y ahora se encuentra usted aquí. Muy bien. Cualquiera que sea..., ¿quién es usted? Por amor de Dios, póngase donde yo pueda verle.

La joven aparecía medio erguida y medio flotando en un ángulo respecto al suelo mientras se quitaba algunos trozos de piel muerta de sus labios y miraba desmayadamente de un lado a otro.

—¿Qué va a ser la historia que va a contarme, eh? —dijo la joven—. Un meteorito del subespacio ha destrozado la nave y sólo quedamos usted y yo, condenados a volar por la eternidad hacia cualquier punto indeterminado del Universo, por lo que sólo nos queda hacer una vida para los dos, ¿verdad?

Dandish la contemplaba a través del visor del cuarto de revivificación, pero no respondió. Era un buen conocedor de sus víctimas. Había empleado mucho tiempo planeando aquello. Físicamente era perfecta, muy joven, esbelta, una Venus de carne y hueso. La había elegido entre las 352 hembras hibernadas como colonizadoras, mirando una y otra vez sus características personales en el archivo fotográfico que acompañaba el expediente de cada colonizador del nuevo planeta adonde la nave se dirigía, como un aficionado a la alta fidelidad mirando un catálogo de la especialidad. Ella había sido lo mejor de todo el embarque.

Dandish no era lo suficientemente habilidoso como para leer una personalidad de perfil y, de cualquier forma, consideraba a los psicólogos como unos estúpidos y a sus rasgos faciales como otra tontería, por lo que hizo sus deducciones con los índices de referencia propios. Había deseado que su víctima fuese joven y confiada. Silvia, con sus dieciséis años y una inteligencia de tipo medio, había parecido lo más prometedor. Se había sentido realmente decepcionado de que ella no hubiese reaccionado con más temor.

—¡Le echarán a usted cincuenta años por esto! —gritó Silvia mirando hacia donde pudiera hallarse escondido—. Lo sabe, ¿no es cierto?

El nicho de reavivamiento, sintiendo que su ocupante se hallaba fuera, procedía lentamente a cerrarse y a volver a su estado primitivo, dispuesto a ser accionado de nuevo. Sus hojas de plástico se deslizaron libremente de sus esquinas, se enrollaron en una espiral y se escurrieron hasta caer al suelo, mostrando otro nuevo juego de hojas en forma de sábanas traslúcidas. Sus generadores de calentamiento por radio se comprobaron a sí mismos con una descarga eléctrica de alto voltaje; no encontraron obstáculo alguno y volvieron a cerrarse. Los lados del nicho se enrollaron suavemente. La tabla de instrumentos mostró la luz correspondiente apagada. La joven se detuvo para observarla y después sacudió la cabeza y soltó una carcajada.

—¿Tiene miedo de mí?—llamó Silvia—. Vamos, acabemos con esto. De lo contrario, tendrá que admitir que es un cretino. Deme algunas ropas y charlemos sobre el particular tranquilamente.

Lleno de inquietud, Dandish volvió la vista a otro lado. Un dispositivo marcador del tiempo le recordó que era llegado el momento de hacer su comprobación de rutina de media hora en los sistemas de la nave, como ya lo había hecho unas 150.000 veces y tendría que seguir haciéndolo otras 100.000 veces más, y así se apresuró a comprobar las lecturas relativas a la temperatura ambiente en el departamento de hibernación, medir con exactitud la pérdida del helio líquido y equilibrarlo mediante las oportunas reservas; comparar la ruta de la nave con el plan de vuelo y la tasa de su flujo constante. Lo encontró todo en perfectas condiciones y lentamente se volvió hacia la joven.

Todo aquello le había llevado un par de minutos; pero ella ya se las había arreglado para encontrar un peine y un espejo, dedicándose furiosamente a arreglarse los cabellos. Un fallo en la técnica de la hibernación y reavivación residía en lo que solía ocurrir con las uñas y los cabellos. A la temperatura del helio líquido, toda la materia orgánica se tornaba quebradiza, y aunque las técnicas de manipulación estaban planeadas con tal hecho en cuenta, lo relativo a los cabellos y las uñas no había dado el resultado apetecido. El Centro de Recepción había insistido una y otra vez en llevar las uñas muy cortas y los cabellos casi afeitados, pero los miembros femeninos del grupo de colonizadores no siempre se sintieron propensos a llevarlo a cabo. Silvia tenía el aspecto de una maniquí donde un aprendiz de constructor de pelucas hubiera hecho un desaguisado. Acabó resolviendo el problema, tomando los cabellos que le quedaban y haciéndose un gracioso moño, sujetándolo con el peine, y el resto dejado al aire como si le azotara una tormenta de arena.

Se dio unos golpecitos en el moño y comentó:

—Supongo que cree usted que es bastante divertido.

Dandish consideró la cuestión. No estaba inclinado a reírse. Veinte años antes, cuando Dandish era un joven de diecisiete años, con sus largos cabellos permanentemente y sus uñas lacadas que eran la moda de los muchachos de aquella época, había soñado casi todas las noches en una situación parecida a la que ahora tenía realmente ante sus ojos. Tener una chica para sí solo, no amarla ni violarla, ni pensar en casarse con ella, sino poseerla como una esclava, sin nadie que pudiera detenerle ni interponerse en su capricho en cualquiera que fuese lo que quisiera imponerla. Aquel sueño había ido siendo elaborado en mil variantes cada noche distinta.

Nunca contó a nadie sus sueños, sino que en sus prácticas de estudiante, durante su período escolar, se dedicó a la psicología práctica, y en lugar de contar sus experiencias oníricas directamente, lo mencionó a un profesor diciendo que lo había leído en un libro. El profesor, calando a través de tales sueños, le dijo que se trataba tal fenómeno de un deseo reprimido de jugar con muñecas. «Ese individuo está jugando al papel de ser mujer —le dijeron—, actuando con iguales deseos. Esos claros ejemplos de homosexualidad reprimida suelen adoptar mil formas distintas», y así recibió una amplia explicación de sus sueños. Pero aunque los sueños continuaron siendo para él tan físicamente satisfactorios como siempre, a partir de entonces se despertaba el joven Dandish resentido y lleno de reproches hacia sí mismo.

Pero Silvia no era ni un sueño ni una muñeca.

—No soy una muñeca —dijo Silvia en aquel momento, tan agudamente y con tanta franqueza que a Dandish le produjo un verdadero estremecimiento—. ¡Vamos, salga y pongamos esto en claro!

Silvia consiguió ponerse de un salto bien erecta y, aunque parecía enfadada y molesta, aún no parecía sentir miedo.

—A menos que esté usted loco realmente —dijo de manera clara—, lo que dudo mucho, aunque tengo que admitirlo como posibilidad, no va usted a hacer nada que yo no quiera, ya lo sabe. Porque no va a hacer lo que le venga en gana, ¿de acuerdo? Usted no puede matarme, ya que nunca podría explicarlo, y además no permiten a los asesinos que gobiernen naves del espacio en primer lugar, y así, cuando aterricemos, todo lo que tengo que hacer es llamar a la policía y sólo le quedaría a usted el permanecer en una vagoneta en un subterráneo por noventa años de castigo. —La joven rió maliciosamente—. Conozco esta cuestión. Mi tío fue detenido por la ley, por evasión de impuestos, y ahora está en una draga autopropulsada en el delta del Amazonas, y tendría usted que ver las cartas que escribe de su situación. Por lo tanto, salga de ahí y aclaremos esta ridícula tontería y veamos qué es lo que se propone.

Ninguna respuesta. Silvia se impacientó.

—¡Crisss... to! —exclamó sacudiendo la cabeza—. Vamos, sé lo que tengo que hacer. Y a propósito, necesito un desayuno.

Dandish se sintió un tanto satisfecho en aquella solicitud que al menos había previsto de antemano. Abrió la puerta del cuarto de baño y se volvió hacia la estufa siempre dispuesta donde las raciones de emergencia estaban igualmente siempre dispuestas. A poco, tras haber ido al servicio de mujeres, Silvia volvió con algunos bizcochos, tostadas y café caliente dispuesto para ella.

—Supongo que no tendrá un cigarrillo —preguntó—. Bien, viviré; no es cosa de morirse por eso. ¿Qué tal si me entrega algunas ropas? Y... ¿qué le parece si se muestra en persona y puedo echarle la vista encima? —Se estiró, bostezó y comenzó a tomarse el desayuno.

Aparentemente, la chica se había dado una ducha, como era generalmente deseable al despertarse de aquel sueño helado y quitarse así de encima la piel exfoliada, habiéndose envuelto lo que le quedaba de su arruinado cabello en una toalla.

Dandish había dejado a regañadientes en el cuarto de baño una pequeña toalla, pero no se le había ocurrido que su víctima la utilizase para envolverse los cabellos. Silvia seguía sentada mirando con fijeza y pensativamente a lo que había quedado del desayuno y después, tras un rato, dijo, como el que pronuncia una conferencia:

—Según tengo entendido, los navegantes de las naves estelares son una especie de chiflados porque ¿quién, si no, saldría a volar por los espacios veinte años seguidos, incluso por dinero, por cualquier clase de dinero que exista? Pues bien, usted es un chiflado. Y así, si usted me ha despertado y no sale a que le vea para hablar conmigo, no hay nada que yo pueda hacer al respecto. Sin embargo, trato de hacerme cargo de lo que le ocurre. Tal vez lo que desea es un poco de compañía... Podría incluso cooperar y no decir nada después de todo esto...

»Pero, por otra parte, tal vez esté usted pensando en hacer conmigo una atrocidad salvaje, propia de un loco de atar. No sé si podría hacerlo; pero, suponiendo que así fuera, ¿qué ocurriría entonces? Si me mata usted le cogerán. Y si no me mata, cuando aterricemos en nuestro punto de destino diré lo sucedido y también le echarán las manos encima.

»Ya le conté lo que ocurrió con mi tío. Ahora su cuerpo está en congelación en el lado oscuro de Mercurio. Tal vez se le ocurra pensar que eso no es tan malo. A tío Henry no le gusta una pizca. No tiene compañía alguna y es algo tan malo como lo que a usted le ocurre. Pero su vida es espantosa, ¡y así por noventa años! Hasta ahora sólo ha cumplido seis de semejante castigo. Me refiero a seis años desde que dejamos la Tierra. No creo que le gustaría una cosa así. Por tanto, ¿por qué no sale y charlamos un poco?

Dandish se retiró y escuchó los murmullos de la nave por unos cuantos minutos, y después activó los mecanismos de los nichos de reavivación. Ya había escuchado demasiado de la joven para perder toda esperanza. La joven se sintió puesta en pie a los lados del nicho, completamente desnuda como se hallaba. Suave y lentamente, unos tentáculos la aprisionaron y la volvieron a poner en el nicho de hibernación, cerrando las ataduras en forma de tela de araña sobre sus pechos. —¡Maldito estúpido! —gritó; pero Dandish no repuso al grito de la chica.

El cono de anestesia descendió hacia ella y sobre su rostro, que luchaba por escapar, mientras gritaba:

—¡Espere un momento! Nunca dije que no quisiera...

Pero no llegó a completar la frase ni a explicar qué es lo que no hubiera querido, porque el cono anestésico la cubrió. Un saco de plástico se extendió por todo su cuerpo, moldeando su rostro y sus formas, sus piernas y brazos, incluso sobre sus cabellos envueltos en la toalla, y el nicho de hibernación rodó silenciosamente hacia el cuarto de congelación.

Dandish no quiso seguir observando nada más. Sabía lo que ocurriría y, además, el avisador de tiempo le recordó que tenía que volver a ocuparse de las comprobaciones de rutina de la nave. Temperaturas, normales; consumo de combustible, normal; ruta, normal; el cuarto de congelación mostraba una cápsula en vías de ser ocupada; por lo demás, todo estaba normal. «Adiós, Silvia —se dijo Dandish para sí mismo—; fuiste una mala equivocación...».

Concebiblemente, más tarde, con otra chica...

Pero le había llevado nueve años el despertar a Silvia y no pensó que pudiese hacerlo de nuevo. Pensó en la suerte de su tío Henry en una draga allá en el litoral Atlántico del Sur. Podía muy bien haber sido él. En vez de aquello, era mejor seguir pilotando una nave del espacio.

Miró fijamente a los diez millones de estrellas que tenía a la vista de sus receptores ópticos. Puso en marcha, en el mayor desamparo, el radar celeste. Comprobó la corriente de iones de cinco millones de millas que los reactores de la nave iban dejando tras sí como una estela perdida en el cosmos. Pensó en las toneladas de carne viviente que la nave llevaba en sus entrañas, en los cuerpos con los cuales se hubiera deleitado si su propio cuerpo no tuviera que ir a parar al lado oscuro de Mercurio y los temores y horrores que le podían esperar... Y Dandish habría sollozado de desesperación si hubiese encontrado la voz necesaria para sollozar...