EL RETORNO DE LOS DUENDES - Keith Roberts

CONOZCO a Alec Boulter desde hace muchos años. Ha sido siempre un buen amigo, estupendo y condenadamente inteligente. Suele mantener siempre un buen freno sobre su poderosa imaginación: Una vez tuvo que ser demasiado inteligente para sobrevivir.

Boulter es ingeniero de carrera y de profesión, aunque muy bien puede abrirse paso en la electrónica tan bien como otro cualquiera. Es además un habilidoso tornero y ajustador, y si también menciono que escribe y pinta y que tiene interés en las ciencias ocultas y en lo esotérico, comenzarán ustedes a tener una idea más clara de cómo son su carácter y personalidad.

Ni que decir tiene que nunca ha conseguido hacer mucho dinero. Ésta es la Era de la Especialización. El rumbo que la gente de nuestros días sigue es saber más y más sobre menos y menos cosas. No hay apenas oportunidades en el comercio, y lo mismo podría decirse en las ciencias o en las artes, por una combinación que no se puede predecir de la mecánica y la mística. A veces creo que Boulter debió haber nacido en el Renacimiento. Leonardo da Vinci probablemente le hubiera comprendido muy bien.

En el tiempo que voy a relatar a ustedes, mi amigo Alec se hallaba muy interesado en las películas de amateur. Yo mismo he hecho también algo, aunque de escasa importancia, si bien algo mejor que la conocida película familiar del nene dando pasitos por el césped del jardín que todos hemos visto. Cuando Boulter comenzó a interesarse por el cine amateur di un paso atrás y esperé a ver algo notable. No tardó mucho en llegar.

Boulter se tomó la desventaja de comenzar a trabajar con películas de dieciséis milímetros. Éste no es, en absoluto, el tipo apropiado para el cineasta aficionado. Mi amigo quería, sobre todo, la calidad por encima de todo y en aquellos días el tipo de equipos de manipulación era mucho más bajo que ahora. Si se nos hubiera dicho, por ejemplo, que un equipo de precio medio nos habría dado resultados aceptables procedente de un ocho milímetros, nos hubiéramos echado a reír. Pero el costo de manipulación de un material de buenos resultados era alto y hubiera impedido a Boulter sus actividades más que otra cosa cualquiera.

Nunca se interesó por películas de tipo corriente sin sonido. Les acopló la banda sonora desde nada más que empezar. Recuerdo que la primera banda sonora era de lo más barato. Es fantástico pensar en lo primitivos que éramos en tal aspecto, pero hace ya un puñado de años. Pronto se hizo un experto y tuvo a su disposición uno de los primitivos ferrografs. Más tarde utilizó un Emi y después un ferrograf con estéreo. Después construyó algunas máquinas por sí mismo. Como lugar de trabajo y laboratorio, se las arregló para montar un banco en la trasera de su furgoneta. Los resultados fueron excelentes.

Viajamos mucho cubriendo objetivos que despertaban su fantasía. Intentaba los asuntos más dispares, desde las regatas hasta las subastas de automóviles. Obtuvo un par de premios en Edimburgo, pero en el fondo nunca estuvo interesado en tales cuestiones de fama ni de menciones honoríficas. Había comenzado una nueva ruta en su imaginativa inteligencia.

Fui a verle un día y le encontré rodeado de una serie de libros de texto, algunas hojas de las Inspecciones de Ordenanzas y una guía completa de Inglaterra. En cuanto me vio me disparó la siguiente pregunta:

—¿Has oído alguna vez hablar de la Abadía de Frey, Glyn?

Yo hice un signo afirmativo.

—Vagamente. Creo que está hacia el Norte, ¿no es así?

—Sí. Se encuentra a unas ciento veinte millas de aquí poco más o menos. ¿Qué sabes acerca de ella?

—Pues no mucho. ¿No ha sido allí donde se habló algo respecto a cierta actividad de los duendes?

Mi amigo se puso a reír.

—«Algunos rumores» corren acerca de eso en doce volúmenes. Por todo lo que se dice, es uno de los lugares más encantados de todo el país.

—No estoy muy de acuerdo con eso —le dije—. ¿Y qué si lo fuera?

Alec cerró el libro que tenía en la mano decisivamente.

—Es interesante. Voy a ir hasta allá. ¿Quieres darte una vuelta conmigo?

—Está bastante lejos, Boulter. Bueno, no me importa; iré si quieres. ¿Y qué es lo que vas a hacer allí?

—Tomar películas de los duendes.

Yo me puse a reír; pero después, más en serio, le repuse:

—¿Y cómo vas a arreglártelas para conseguirlo?

—No lo sé en este momento; espero que surja algo que lo sugiera. Echa un vistazo a eso. —Y me alargó unas cuantas fotografías.

Las estuve ojeando una tras otra.

—Supongo que no serán tuyas, ¿verdad? —le dije.

—No, pertenecen a Kevin Hooker. Ya sabes, ese individuo de la sociedad de cine amateur, delgado, con gafas. Estuvo en Frey la semana pasada. Pensó que era interesante hacer una prueba.

—Bien; dile, antes de que lo intente otra vez, que se compre una cámara nueva.

—Bueno —me dijo Boulter—, no le pasa nada a la que tiene. Es una Rollei y funciona perfectamente. Estas fotografías están controladas y proceden del mismo negativo. Son bastante interesantes. Las tomó entre otras; una es de las ruinas, otra tomada a un cuarto de milla de distancia y después otra de las mismas ruinas, y así sucesivamente.

Volví a examinar las fotos nuevamente con más cuidado. Quedaba muy poco que ver de la Abadía. Sólo unas pocas piedras y algunos montecillos en un campo.

—Desmantelaron el edificio original en el siglo XVII —me dijo Boulter—. Supongo que estaban cansados de las manifestaciones. Un prior de la Abadía lanzó un exorcismo sobre aquello. Y fue enterrado una semana más tarde. Todo está en este libro. No resulta demasiado agradable.

Yo fruncí el ceño. Cada fotografía de aquellas ruinas llevaba consigo unas manchas misteriosas. Aquellos parches oscuros parecían no tener relación alguna con el campo de la cámara. Daban la completa impresión de haber sido dispuestos aquí y allá sobre las ruinas de los muros de la vieja Abadía. Aparte de las manchas, la calidad de las tomas fotográficas era excelente y su revelado igual. Evidentemente no había nada que tuviese que ver con los negativos ya comprobados.

—¿Por qué hizo Kevin esas otras fotografías, Alec? —le pregunté.

—Es un viejo truco. Nadie saca fotografías de Frey. Kevin lo sabía. Por eso fue hasta allá.

—¿Quieres decir que eso ya ha ocurrido antes?

—Siempre.

—¡Pero eso es fantástico! —exclamé yo.

—Sí, ya lo sé. Por eso voy a ir.

Yo comencé a mostrarme más interesado.

—Pero tú estás haciendo películas. ¿Se ha intentado antes?

—No podía decirlo. Siempre hay una primera vez para todas las cosas.

* * *

Nos pusimos en marcha al siguiente fin de semana. En el camino fue exponiéndome sus teorías.

—Se dice que hay allí un duende. Yo no estoy de acuerdo con semejante tontería. El lugar ha estado abandonado por siglos y en la naturaleza de los duendes no está el permanecer donde no hay personas. Si la gente supiera más acerca de los duendes no se hubieran precipitado a hacer tales conjeturas.

—¿Cómo puedes decir lo que no está en un lugar abandonado? —le dije. Yo ya estaba haciéndome los más diversos pensamientos y expresando mis propias teorías sobre cosas que están en un sitio precisamente cuando no hay nadie para verlo.

Pero Boulter insistió.

—Para mi forma de ver la cosa, un duende no es un fantasma en absoluto. Al menos en el clásico sentido del término. Es una especie de proyección de energía. En cualquier encantamiento bien documentado encontrarás que siempre hay un niño o un adolescente a quien concierne en alguna parte. La cosa les sigue de un lugar a otro, vayan donde vayan. Eventualmente, la manifestación se desvanece y se aleja. Nunca hay una cualidad de propósito definido en sus acciones. No creo que un duende tenga existencia real fuera de la mente que lo creó. Dicen que emiten descargas de energía y ruidos y cosas por el estilo. No comparto semejante idea. Creo más bien que se trate de fenómenos de telequinesis, etiquetados con un nuevo nombre.

Cuando mi amigo habla así, hay que creerlo.

—Bien, y ¿qué cosas son ésas que aparecen en la Abadía de Frey? —le pregunté.

—No lo sé realmente. Mis suposiciones son puramente elementales.

—¿Y qué son cuando están en su hogar?

—Nadie puede decirlo. Es más una proposición que una definición. Supongo que podrías describirlos como los Espíritus de la Naturaleza. La investigación hecha por las gentes a lo largo de los tiempos ha explicado siempre que son espíritus que nunca habitaron dentro de una forma humana. Una especie de energía que siempre ha existido.

—¿Y es eso posible?

—Explícame qué es la posibilidad y te daré la respuesta.

—Eso me saca un poco de quicio. Yo esperaba una especie de retorcimiento diabólico. Ya sabes, la Casa del Señor siendo asaltada por el Gran Enemigo.

Mi amigo sonrió:

—No mezcles a Dios en esto; eso hace las cosas demasiado complicadas.

Encontramos el lugar sin mucha dificultad. Nos detuvimos en un pueblo próximo, nos tomamos un par de copas y un bocadillo en una taberna pública y dispusimos lo necesario para pasar la noche. Después nos dirigimos hacia la Abadía.

No era nada impresionante ni sobrecogedor. Había muy poco que ver. Caminamos entre los viejos cimientos y saltamos algunos remanentes de los viejos muros, recubiertos de hierba y musgo. No habíamos llevado el coche con nosotros. Boulter planeó el comenzar por la mañana. Descubrimos el mejor sitio para emplazar la cámara y calculamos a pie la distancia en donde podríamos dejar la furgoneta para asegurarnos de que el registro de sonido alcanzara bien. Después, Alec se sacó un paquete de cigarrillos y encendimos uno. Yo me quedé de pie con los hombros encogidos contra el viento fresco del atardecer.

—El problema consiste en que tendremos que fotografiar a ciegas —opiné yo.

—¿Qué?

—No sabremos si podremos captar alguno de esos duendes hasta revelar lo tomado.

—¡Ah, sí, claro! —Boulter pareció preocupado—. Esperabas oír algo en alguna parte, ¿verdad?

—¿Qué clase de cosa?

Boulter hizo un vago gesto en dirección a las colinas y al cielo que oscurecía poco a poco.

—No sé. Una alondra. O cualquier otro pájaro. No hay nada, Glyn, ¿te has dado cuenta?

Yo había ya sentido algo o, mejor dicho, la falta de algo. Escuché cuidadosamente. Aparte de nuestras propias voces no se oía ni el más leve ruido. El viento me acariciaba el rostro, pero incluso el viento parecía volar en completo silencio. Era como si alguna muralla invisible aislara el lugar, dejándolo solo y apartado del resto del campo que nos rodeaba. Miré alrededor a aquella tierra pelada, con unos grandes páramos tras nosotros. En la lejanía, las luces del pueblo comenzaban a parpadear.

—Esperarías el canto de una alondra por lo menos —dijo Alec.

—Ya es demasiado tarde en esta época del año para oírlas —le contesté.

Boulter se encogió de hombros.

—Puede ser. De todas formas, vamos a intentar algo. —Se volvió y se alejó a cierta distancia. Le seguí y me hizo una señal con la mano—. Quédate ahí un momento, Glyn. —Se movió alejándose algunos pasos más, se detuvo y se volvió hacia mí—. ¿Suena mi voz normalmente?

Ciertamente que no sonaba. Yo le repuse:

—Muy débilmente. Suena como si estuvieras hablando a través de un fieltro.

Hizo un gesto de asentimiento, como si las palabras simplemente confirmaran sus sospechas. Caminó otras diez yardas y el efecto se incrementó. Aumentaba rápidamente con la distancia. A sólo cincuenta yardas yo veía su boca moverse y sabía que estaba gritando, pero no me llegaba ni el más leve sonido de su voz. El lugar estaba tan muerto como una cámara anecoica. Comencé a hacer grandes gestos con los brazos y apunté hacia la carretera. Estaba oscureciendo rápidamente y no me hacía ninguna gracia quedarme allí cuando hubiera llegado la noche. Se me unió a la entrada.

—Ésta es la cosa más condenadamente divertida que haya visto —me dijo—. Es el efecto más misterioso de acústica que jamás haya presenciado.

Convine con él en que era ciertamente singular. Esperé que sólo fuese una cuestión de acústica.

* * *

La mañana siguiente se presentó fresca y ventosa. Situamos la cámara en el lugar que habíamos elegido, un montecillo de hierba desde el cual se dominaban las ruinas. Después traje el registrador de sonido desde la furgoneta. Puse un micrófono a pocos pies de la cámara y volví para comprobar el sonido del viento. El altavoz del banco de trabajo aparecía mudo. Comprobé las conexiones. Todas parecían estar perfectamente en orden. Llamé entonces a Boulter. O el efecto enmudecedor había disminuido más aún o la oscuridad de la noche anterior le había vuelto peor de lo que era.

—El registro de sonido no funcionará, Alec. No puedo decir por qué —le dije.

Se aproximó a mí con aquella mirada especial que solía poner al enfrentarse con algún problema. Anduvo manipulando algún tiempo, poniendo en marcha y deteniendo los motores. Los aparatos funcionaban correctamente. Entonces sacó el Avo de la furgoneta, lo comprobó sistemáticamente, lo volvió a su sitio y sacudió la cabeza.

—Debería estar todo perfectamente, Glyn. Inténtalo otra vez.

Puse de nuevo la posición de audio para captar la corriente de aire a través del altavoz de la furgoneta. No había nada que hacer. Boulter tenía un aspecto de hombre chasqueado totalmente. Nunca le había visto vacilar hasta entonces y aquél era su propio equipo. Después dijo:

—Está bien; llévatelo a la furgoneta, ¿quieres, Glyn? No lo desconectes, sin embargo. Quiero que registres la canción de «Mary tenía un corderito». Ponlo allí, en cualquier parte. —Y apuntó en dirección al pueblo.

Yo lo hice mejor que discutir. Boulter nunca hace nada sin una buena razón. Me lo llevé al coche, solté el freno y me volví dando la vuelta por la entrada de las ruinas llevando la furgoneta a cierta distancia. A un cuarto de milla de distancia la máquina funcionaba perfectamente. Aquello me produjo una tremenda sorpresa. Comencé entonces a experimentar. Fijé el micrófono en la ventana, puse en marcha el registro de sonido y me volví conduciendo hacia las ruinas. A doscientas cincuenta yardas el ruido del viento falló en el monitor. A doscientas no se oía nada ya. Repetí la prueba para estar seguro y volví hasta donde estaba Alec. Mi amigo se encogió de hombros.

—Entonces dejémoslo por el momento. No podemos gobernar un micrófono a esa distancia. Deberemos pensar en otra cosa.

—¿Crees que hay algo que podamos registrar?

—Sé que hay algo que no podemos —repuso ambiguamente.

Tomó unas cuantas fotografías de las ruinas, contando conmigo para ir caminando con él y demarcándole las líneas de los viejos muros. Lo dejamos después hasta llegada la tarde, en que repetimos el experimento. Nos volvimos el domingo, tras la última ronda, y Alec envió el negativo de los trabajos para que se hiciesen lo más pronto posible.

Los resultados fueron decepcionantes. Existían en las fotos algunas peculiaridades; en una de ellas el campo aparecía neblinoso por alguna razón que nos resultó desconocida, y con ciertos parches oscuros donde el foco parecía desencajado. Sin embargo, la mayor parte de las fotos eran completamente normales. Yo me encogí de hombros.

—Bien, al menos creo que hemos terminado con el mito. Puedes fotografiar la Abadía. Supongo que nada lo impedirá.

Boulter sacudió la cabeza dudoso.

—Has olvidado el aparato de registro de sonido, que no registra nada. Hay algo allí, Glyn. Voy a ir en el próximo fin de semana. Sí, quiero dar otra vuelta.

* * *

Ocurrió que no pude ir con él en aquella ocasión. Mi amigo hizo además otras dos peregrinaciones por su cuenta. Me llamó por teléfono un mes después de nuestro primer viaje. Parecía excitado en el teléfono.

—He encontrado algo condenadamente extravagante, Glyn. ¿Puedes venir?

Y fui a verle. Había convertido su sala de estar en un razonable escenario en el que había instalado una pantalla, un proyector y un control de luces en los brazos del butacón cómodo en que solía tomar asiento. Tenía en marcha la máquina cuando entré. La conectó rápidamente, rebobinó la película y me dijo:

—Voy a comenzar desde el principio. Creo que encontrarás algo que valga la pena.

Le eché la vista encima a una botella de buen whisky escocés y algunos vasos en una mesita cercana. Hizo un gesto hacia ellos.

—¿Estabas celebrando algo?

—Sí. El habernos abierto camino. Nos tomaremos un trago primero. Pero me gustaría que pusieras interés en la película. Lo que verás tendrá más importancia.

La máquina había terminado de enrollar la película en el proyector y tocó la consola que tenía frente a él para detenerla. Tomé asiento.

—¿A qué estabas jugando? —le pregunté.

Mi amigo escanció las bebidas.

—Con filtros —me repuso—. Estupendo; a propósito, Glyn. He empleado los mejores, tras haber ensayado de varios tipos. Estuve pensando en haber empleado infrarrojos o algo parecido. Utilicé los filtros como último resorte. La respuesta ha sido fácil, Glyn; es un caso de polarización.

—¿Y qué ocurre con eso?

—Los hace invisibles. Bien, deja algo visible de todas formas. Todavía no lo sé completamente. He puesto una pantalla polaroid sobre las lentes. Creo que es más bien efectivo en algunos ángulos que en otros, pero no podía estar seguro. De todas formas, es bastante bueno el resultado. —Se levantó, enlazó el proyector, volvió y lo puso en marcha—. Dime lo que piensas de todo esto.

Se apagaron las luces de la habitación. En la pantalla apareció un cuadrante. Estaba montado sobre una pizarra y bajo ésta aparecía a su vez un dispositivo indicando la fecha. Boulter no era nada sin ordenarlo todo perfectamente con un riguroso método. Entonces me dijo:

—Sabía que el filtro funcionaría porque lo ensayé la semana pasada. Y utilicé el cuadrante del reloj porque había concebido cierta idea de establecer un ciclo de actividad. Tal y como las cosas se han ido desenvolviendo, no había necesidad real de haberlo utilizado. Y verás por qué.

El cuadrante del reloj marcaba las once y cuarto. Pasaron dos minutos de película sin nada especial, y entonces Boulter me tocó el brazo.

—Mira ahora con cuidado.

En el campo existente tras el reloj apareció algo como una forma. Era algo totalmente carente de definición. Sus bordes eran algo pulsátil y movedizo. Era exactamente algo así como una exposición de un jirón de niebla excepto que se movía con mucha lentitud, arrastrándose por la hierba procedente de la parte derecha hacia el centro de la pantalla. Se detuvo al fondo de uno de los muros en ruinas. Boulter se inclinó ligeramente hacia adelante y supuse que algo notable iba a suceder entonces. Aquella forma permaneció unos instantes en el mismo lugar, moviéndose ligeramente; y después saltó...

—¡Buen Dios, Alec! —dije—. Eso es... Está...

—Siguiendo el contorno del muro. Exactamente. Y si me dijeras que cualquier defecto de una cámara tomavistas pudiera proporcionar un efecto así de fascinante, sería cosa de mostrarse agradecido.

Yo sacudí la cabeza.

—Estás en lo cierto, Alec. Esto me deja atónito.

Cuando aquella cosa alcanzó el tope del muro, fue acompañada por una segunda aparición que también entró en escena procedente de la parte derecha. El duende número dos se movía con bastante mayor rapidez y pareció mezclarse con el primero. Después se separaron ambos y dejaron el soporte, flotando entonces en dirección a la cámara, expandiéndose conforme se aproximaban en forma de una estrella o de un pulpo con sus tentáculos neblinosos y negruzcos. Yo respiré profundamente, perplejo, y en aquel momento la pantalla apareció en blanco. Boulter se puso a reír.

—En ese momento detuve el ensayo. No sabía qué es lo que había captado, por supuesto. Es sólo una película de cinco minutos de duración. Volví a hacer dos ensayos más con media hora de intervalo. Ahora vas a ver el segundo.

Esta vez sólo era visible una de las formas. Parecía ir moviéndose a través de la parte alta del muro. Tras unos momentos flotó verticalmente fuera de la pantalla. Los últimos dos minutos de la película no mostraron nada. Boulter detuvo la máquina.

—Se ve que la actividad es bastante constante —opiné—. ¿Qué diablos son esas cosas, Alec?

Se encendieron las luces de la habitación y parpadeé por unos instantes. Boulter tomó el paquete de cigarrillos y me lo ofreció.

—No son nada físico, en el sentido general que damos a este término —me dijo—. No estamos fotografiando nada allí, sino un agujero dentro del cual la cámara no ve nada. Por qué esto afecta a la película virgen dentro de la cámara y no a la retina humana es algo que ignoro por el momento. Pero por lo que respecta a la actividad, fíjate en esto.

Y de nuevo puso la máquina en movimiento. Esta vez las manecillas del reloj se movían lentamente alrededor de la esfera. Yo advertí:

—Detén la acción. ¿Quieres explicarme lo que es eso?

—Diminutos intervalos entre las estructuras. Es lo máximo que he conseguido. Puedo construir un equipo especial para eso. Parece la mejor forma de conseguir una buena observación de lo que pretendemos en Frey en otro fin de semana.

Se observaba una serie de rápidos y oscuros movimientos por todo el lugar. Momentos después, la imagen se desvaneció.

—Ya era anochecido, por supuesto; medio minuto a tal velocidad representaban doce horas de tiempo real. En la oscuridad, las cosas eran todavía visibles, rodeadas por leves halos que la luz del día había prohibido. Por lo que pude apreciar, no cesaba la actividad.

—Unos tipos muy ocupados, ¿eh? —bromeé.

—Eso parece; el domingo fue todavía mayor. Ahora voy a mostrártelo.

La primera aceleración se produjo a una sucesión de forma por treinta segundos, la próxima de quince. A aquella velocidad los movimientos eran más efectivos. Las cosas parecían desplazarse con rapidez y volar de un lado a otro, deteniéndose aquí y allá para mostrar sus vagos perfiles sobre el tope de los viejos muros en ruinas. Entonces fue cuando acuñé la frase mediante la cual tales cosas fueron conocidas después para nosotros y así las llamábamos.

—Cristo, están dando saltos por todas partes como canarios rojizos. Boulter sonrió entre dientes.

—Son una nueva raza. Los canarios de Boulter. Suena bien, ¿no te parece?

La comprobación a cámara lenta continuó. La estuve observando, fascinado, mientras Boulter explicaba las próximas escenas. Había dejado a la cámara funcionar mientras había intentado un nuevo experimento. Había instalado el tablero de controles de la furgoneta de nuevo y dispuesto a su alrededor una estructura de tela metálica que había sido enterrada en el suelo junto con un tubo perforado de cobre relleno de salmuera. Con ayuda del dispositivo, se las había arreglado para registrar una cinta magnetofónica de ensayo. Detuvo el proyector, cruzó hasta el rincón de la habitación y lo puso en marcha. Su voz resonó a través del altavoz algo cascada, como si fuera el registro de un disco fonográfico de cincuenta años de antigüedad.

—Creo que esto ha tenido que molestarlos bastante —me dijo.

—¿Por qué?

—Intenté dar voces aquella tarde. Fíjate lo que hicieron.

Puso en marcha de nuevo el proyector. Aparecieron las formas misteriosas en la pantalla. Esta vez parecía que todas tenían un decidido propósito. Desde los muros se lanzaron al aire y cada una flotó directamente hacia la cámara, extendiendo sus tentáculos, cosa que ya había visto antes. Cada una de aquellas formas llegaba a tapar el campo visual de la cámara antes de desvanecerse para dar paso a otra, pasando por las lentes. Tras algún tiempo, la pantalla quedó en blanco. Boulter desconectó el proyector y se encendieron las luces.

—Bien —dijo—, ahí lo tienes. No sé por cuanto tiempo juegan a la zorra y a la gallina. Yo, lo que hice, fue empaquetarlo todo y volver a casa.

Estuvimos discutiendo la cuestión hasta bien entrada la noche. Boulter se hallaba inclinado hacia la teoría de alguna perturbación electrónica localizada y bosquejó unas cuantas ideas para saber mucho acerca de la cuestión. Yo no estaba tan seguro de lo mismo. Tales ideas no me habían entrado en la mente en la misma forma que él las consideraba; pero aquella progresión de formas misteriosas me tenía fascinado. Hubo una larga deliberación sobre el particular. Boulter se burló de la idea de que en ello hubiese algún peligro.

—No puede haber sensibilidad en la forma que la entendemos —me dijo—. Menor aún de que exista la posibilidad de un cerebro en una aurora boreal. La cuestión es, que podemos atraerlos. Estaremos en condiciones, a partir de ahí, sin muchas dificultades, de llegar a saberlo todo claramente.

Yo sacudí la cabeza con un gesto de duda.

—El viejo abad intentó alguna investigación por su cuenta. No vivió para contarlo más que cinco días. Además, también hubo un monje. Se encerró solo toda la noche en una celda encantada, como un acto de fe. A fuerza de rascar y luchar por salir de ella, se gastó media pulgada de las uñas de los dedos. Lo encontraron rígido como una momia a la mañana siguiente.

—Creo que estás exagerando un poco, Glyn —dijo Boulter—. Yo estoy tan dispuesto como cualquiera, a admitir la existencia de cosas paranormales; pero en este caso, no estamos tratando con ninguna cosa tan compleja como eso. Después de todo, hemos conocido la historia de la Abadía de Frey de segunda mano a través de toda una nube de ignorancia y de superstición. Cualquiera de esas cosas chocantes puede ser atribuida probablemente, en el uno por ciento a los canarios y el noventa y nueve a la autosugestión, la auto-hipnosis, llámalo como quieras. Esto es una perturbación electromagnética de alguna especie. Lo prueba la conducta del registrador de sonido. Está localizada y tiene algunas características condenadamente interesantes. Por ejemplo, esas cosas que se suben por las piedras. No se puede sacar en conclusión la posibilidad de un efecto estático allí. Si tú ves un balón que sube por mi brazo y no tienes conocimiento de la electricidad, me tomarías por un mago. —Y soltó la carcajada—. El viejo Ronnie, ya le conoces, el que una vez pronunció una conferencia en el club, estaba hablando conmigo en el laboratorio poco antes de venir tú. Le estaba hablando de un nuevo efecto óptico que estábamos empleando. Me ha ofrecido quinientas libras en el acto por las lentes que estábamos utilizando.

Dispusimos el volver a Frey otra vez durante la próxima vacación del fin de semana. Yo tenía una gran fe en la capacidad de Boulter para resolver la situación. La cuestión me dio muchas vueltas en la cabeza la semana entera. Supongo que las Aves Boulter se han aferrado bien a la mente de ambos.

* * *

Esta vez sólo montamos el aparato de registro de sonido. Hicimos unas cuantas pruebas con la consola protegida por su jaula de un aspecto algo singular y después Boulter dispuso el micrófono sobre un trípode y en un reflector parabólico. No sé qué es lo que resulta de ese montaje; pero mi amigo parece estar muy cerca de adivinar la mejor forma de alcanzar su investigación fundamental. Observé cómo avanzaba el dispositivo de registro de sonido mientras que Alec lo movía lentamente, rebuscando por toda la zona de hierba de los cimientos de la Abadía. Se había tomado la molestia de calibrar el micrófono de tal forma, que en todo momento supiera a donde dirigirlo. No tuvimos suerte en el primer intento y entonces, Alec dispuso unos postes numerados a distancias medidas desde el trípode. Al mirarlos y actuar desde allí, podía disponer de un alcance mayor en la experiencia. Me explicó que estaba intentando captar lo que hubiese a una distancia de cuatro pies del suelo y calcular el término medio de la altura aparente de los canarios. Comenzó a mover nuevamente el reflector.

—He estado imaginando si hemos querido conseguir imágenes reales o virtuales —me dijo—. Esto, al menos, debería dar la respuesta.

Estaba a punto de preguntarle cómo podía estar seguro de que los canarios emitiesen algo, cuando el medidor de sonido sufrió un retorcimiento especial. Le cogí del brazo y Alec miró hacia abajo. El aparato señalaba en dirección a la parte más alta de los viejos muros, allí donde habíamos visto la mayor parte de los efectos. Traté de oír algo; pero no se oía nada. El calibrador indicó cero y tomé con la mano el dispositivo enfocándolo al sitio deseado. Obtuvimos la emisión de sonidos por medio minuto antes de que se desvaneciera. Boulter volvió a poner el dispositivo en la base del muro y recogimos algo más inmediatamente. Me quité los auriculares y le dije a mi amigo:

—¿Qué pasa, Alec? No puedo oír nada ahora...

Boulter frunció el seño. Estaba intentando manipular con el reflector y mantener un ojo sobre el calibrador de sonido.

—Deja correr la cinta, Glyn, a 15 por segundo. Creo que es preciso. No pueden ser subsónicos si queremos seguirlo con un espejo parabólico tan pequeño como éste. Tiene que ser alta frecuencia. Sin embargo existe una endemoniada amplitud. Ah, mira cómo se mueve esa aguja... No es de extrañar que nuestros oídos estén como cerrados con llave.

Estuvimos registrando durante unos diez minutos y después pasamos la cinta magnetofónica. Cerré el dispositivo y Boulter cerró a su vez el equipo y sacó unos cigarrillos. Ninguno de los dos nos sentíamos satisfechos realmente.

—Supongo que hemos vuelto a molestar de nuevo a esas cosas —le dije.

Miré hacia las ruinas, de color marrón entonces a la luz del sol. No se veía nada. Boulter se puso a reír.

—No deberías preocuparte demasiado, Glyn. No hay en realidad nada por lo que preocuparse.

De repente se produjo un golpe seco y metálico y el trípode cayó sobre la hierba. Boulter se movió con mayor rapidez de lo que yo había visto jamás en él. Yo estaba sentado cerca de la prominencia en donde habíamos puesto por primera vez la cámara y Boulter vino volando a sentarse a mi lado.

—¡Baja de ahí, Glyn!

—Pero ¿qué diablos...?

Me dio un tirón y tuve que bajar de allí de todas formas. Alec miró atentamente a su alrededor. Después me dijo:

—Hay algún bastardo que nos está disparando...

—¿Qué?

—Mira eso —me dijo—. Ha estado a punto de destrozarlo todo. —Y apuntó hacia el trípode donde pude ver una brillante marca que había desgarrado la montura. Bajo ella, la montura de madera presentaba una larga estría. Yo la miré fijamente con la mayor incredulidad.

—Bien —le respondí— es como si ese disparo viniese directamente desde encima de donde nos encontramos.

Ambos miramos hacia arriba en una de esas estúpidas e involuntarias acciones. El cielo aparecía vacío, por supuesto. Nos quedamos donde estábamos. La tensión comenzó a subir de grado. Después de todo, resultaba aquello una situación inquietante y disparatada. Nosotros dos allí, las ciénagas y pastizales a nuestro alrededor, desiertos, las ruinas de la Abadía, el brillante coche de mi amigo en la distancia y un tirador, aparentemente aéreo, esperando otra oportunidad de dispararnos... Tras pasado un rato, Boulter se irguió, frunció el ceño y comenzó a andar mirando cuidadosamente por el horizonte con las manos apoyadas en las caderas. Después llamó. Su voz tenía la misma cualidad evanescente que hubimos notado en la primera tarde que visitamos la Abadía de Frey.

—Ven aquí, Glyn —me dijo—. Así aparecerás más grande si nuestro deportista amigo tiene otra ocurrencia de la misma brillantez.

Soltó una carcajada echando la cabeza hacia atrás, como si hubiera producido la broma del siglo. Y añadió:

—Nadie dispara a la gente en un páramo cenagoso abierto como éste en los días que vivimos, Glyn. Estamos en el siglo XX.

Recogí el trípode y con los dedos comprobé la marca dejada en la madera. Todavía tenía el mal presagio de que tenía a alguien a mi espalda:

—Entonces... ¿quién hizo esto?

Mi amigo se encogió de hombros.

—Eso tiene que haber sido producido por un granizo solitario.

Y esa fue toda la explicación que se le ocurrió darme.

Pronto recogimos todo en el coche. Yo casi había perdido todo el entusiasmo en el proyecto. Nos dirigimos hacia el poblado cercano e hicimos una comida. Entonces, de la forma más sorprendente, Boulter decidió dirigirse al sur aquella noche. No discutí con él. Ya había visto lo bastante en Frey para una semana, por lo menos.

Llegamos relativamente pronto a la casa de Alec y allí pasamos la noche. Para cuando me levanté a la mañana siguiente, ya se había tomado el desayuno y andaba moviéndose en el taller. Tenía allí instalado un banco de pruebas de velocidad variable, y allí comenzamos a oír los sonidos.

Yo estaba todavía tomándome el mío cuando vino y me llevó a escucharlos. Había calculado la frecuencia de las emisiones y lo había hecho desde 15 hasta 20 kilociclos. Conectó el aparato y el registro de sonido. El altavoz de la pared comenzó a sonar. Se oía un sonido extravagante, ondulante y temblón. Era como un coro de cantores que quisieran dar el do de pecho y no lo consiguieran. Pero así y todo, no parecían cantores humanos. Aquello me produjo mayor impresión que las que me había producido el registro visual de la cámara tomavistas; pero Alec parecía entusiasmado. Trató de decirme que volviera a Frey otra vez con él. Tenía una serie de cosas que le gustaría descubrir todavía.

Yo rehusé. Mis nervios comenzaban a estar desquiciados.

—De cualquier forma, estoy comprometido hasta el próximo fin de semana —le respondí.

Boulter se echó a reír.

—¿Quién ha hablado del fin de semana? Voy a volver esta misma noche.

Le di toda clase de explicaciones y razones respecto a mi punto de vista sobre la proposición. Intentó hacerme cambiar de opinión; pero es como si le hubiera hablado al Peñón de Gibraltar. Le dejé a poco, todavía algo furioso respecto a sus disparatadas ideas. Aparentemente, deseaba comunicarse con los canarios. Y se las arregló para hacerlo; aunque no precisamente, del todo, en la forma en que lo había pensado.

* * *

Era a mediados de semana cuando tuve noticias de Alec. Creí oír que su voz sonaba alterada en el teléfono. Aparecía más bien un tanto misterioso, y me pedía sólo si me gustaría ir a verle para ver algo realmente notable. Estuve conforme. Y me dijo una cosa curiosa, antes de colgar el teléfono:

—Ven cuando estés dispuesto, Glyn, no creo que haya ningún riesgo.

Por mi parte colgé el receptor y me quedé mirando al aparato. ¿Riesgo? No me gusta ni oír pronunciar siquiera semejante palabra. ¿Qué riesgo y por qué aquella noche? Acabé por encogerme de hombros. Boulter era difícil de entender y con frecuencia, incomprensible. Y busqué la chaqueta.

Me encontraba a la puerta de mi piso, echando un último vistazo antes de apagar las luces, cuando se produjo un ruido infernal de vidrios rotos en el cuarto de baño. Me precipité hacia él, pensando en algún gato o algo que se hubiera colado por la ventana. No había nada. Al principio no tuve en cuenta el ruido, después vi mi espejo, en que solía afeitarme, aplastado totalmente. Los fragmentos se hallaban esparcidos por todo el cuarto de baño. El mayor no era más grande que un guisante. Recogí uno y lo examiné perplejo. Mientras me encontraba así, se abrió la puerta de la alacena de la pared y las botellas de agua de colonia y las brochas comenzaron a volar sobre mi cabeza. Salí disparado, cerré la puerta del piso de un portazo y me dirigí al coche a todo correr.

Era una noche desagradable, fría y con una lluvia ligera y molesta. Por el parabrisas busqué el auto de Boulter. Me volví hacia su casa y apagué el motor. En aquel preciso momento, se produjo un agudo impacto y mi coche se inclinó de un lado a otro sobre sus muelles de amortiguación. Me sentí perplejo de nuevo. Ya eran dos veces las que tenía un vehículo frente a mí y lo sucedido había sido achacado a un granizo solitario. Recordé el ataque proferido al trípode del micrófono en Frey. Se veía que tenían mi número de matrícula, dondequiera que «ellos» estuviesen.

Algo me dijo que Boulter no debía hallarse muy lejos. Toqué la manecilla de la portezuela del coche y se escapó de la mano, al abrirse violentamente. Eché a correr hacia la casa encogiendo los hombros contra la lluvia.

Boulter me abrió la puerta. Estaba fumando cuando llegué hasta ella y comprobé que no se había afeitado. No empleó tiempo en preliminares de ninguna especie.

—Vamos, Glyn, quítate esa chaqueta y ven conmigo. Esto es digno de ver, pero no sé por cuanto tiempo lo tendremos.

Mientras le seguía, vi cómo aparecía bajo la alfombra un hueco abombado. Se desplazó de prisa hasta el final del corredor. Alec me abrió la puerta de su sala de estar y una guía de teléfonos salió volando de la mesita donde tenía el aparato. Dio una vuelta airosa por la estancia, pasó por sobre su cabeza y cayó pesadamente en el lugar que anteriormente ocupaba.

—Bah, es un truco de circo. No dejes que te asuste —me dijo.

Yo le seguí y cerró la puerta tras de mí. Instantáneamente comenzó a oírse una serie de golpes en ella como un trueno constante. Vi cómo se abombaban los paneles de la puerta por la fuerza de los golpes. Boulter gritó:

—¡Oh, callaos! Estoy hablando.

El ruido desapareció como por encanto. Tomé asiento y le dije:

—Así, es cierto que fuimos atacados el otro día ¿no es verdad?

Alec levantó la vista del proyector que estaba preparando y me repuso:

—Bien... sólo indirectamente.

—Entonces acabo de ser atacado de nuevo, indirectamente.

—¿Quién, tú? —me preguntó incrédulo.

—Bueno, el coche. Tiene una buena abolladura en el parabrisas. Y a pesar de tu cinismo bien conocido, mi piso ha sido tomado por asalto por un duende. Y por lo que veo, también tú tienes uno por aquí.

—Era algo que se esperaba. Pero no hay peligro ninguno. Creo que puedes estar mejor fuera de aquí de todas formas, yo estoy asegurado.

Me pregunté sobre qué estaría hablando. Después, vi que tenía la cámara y el micrófono instalado dando cara a las altas ventanas.

—Oye, Alec, ¿a qué diablos estás jugando ahora?

Acabó con el proyector, se acercó a mí y aplastó el cigarrillo en el cenicero. Encendió otro y se sentó.

—No me interrumpas, Glyn. Después harás las preguntas que quieras. Quiero hacerte una completa exposición del asunto con la mayor rapidez posible, rellenando los huecos aparentes que hay en todo esto. Volví a Frey el pasado domingo, como dije que lo haría. La película fue obtenida el lunes. Los resultados han sido obtenidos esta noche. Tendré que pedirte que me ayudes a pasarla. Como he dicho, deseaba instalar una especie de comunicación. Cambié de opinión respecto a las cosas no sensibles. Y lo hice, precisamente, tras nuestro último viaje a la Abadía. Mi razonamiento fue así: Los canarios —los llamaremos así a falta de mejor término—, emiten frecuencias de hasta veinte mil ciclos. No son sonidos que podamos oír; pero pueden ejecutarse. Eso es suficiente para nuestro propósito presente. También, parecían atraídos por cualquier perturbación electromagnética en su zona. Y decidí tener una charla con ellos.

—Pero ¿cómo diablos...?

—Pues es comparativamente simple. Construí un generador de señales. Y les disparé veinte kilociclos por segundo con una clave Morse.

Me quedé mirándole fijamente. Estaba comenzando a ver la razón de todo el trastorno.

—Pero, tú payaso chiflado, has podido acabar con los dos... Boulter sacudió la cabeza impaciente.

—No lo creo así. Como estaba diciendo, les hice esa señal directa. Les envié una progresión aritmética, uno, dos, tres, cuatro y así sucesivamente, después algunos esquemas geométricos, cuadrados y cubos de los números en pequeñas series de cifras.

A despecho de mi sorpresa, me encontré realmente interesado en la cuestión.

—¿Y cómo pudiste comprobar los resultados?

Alec puso en marcha el proyector. Vi que había dispuesto los datos de nuevo en una pizarra de fondo y esta vez de forma que los números pudiesen percibirse bien.

—Esto fue antes de que les dirigiese la señal —me dijo—. Como verás, una de esas cosas está en el campo de la cámara.

La pantalla se quedó en blanco y Alec apagó el proyector por un momento.

—¿Puedes manejar el registrador de sonido, Glyn? Bien, puedes acercármelo aquí al sillón y yo lo controlaré. Después puedes mirar a la pantalla.

Hice lo que había pedido. Cuando estuve sentado de nuevo, Boulter me dijo:

—De acuerdo, ponlo en marcha. Esto es un registro ya tomado, por supuesto. Yo disminuí su velocidad como hice al principio y volví a registrarlo de nuevo.

Oí su voz en el altavoz un tanto distorsionada como la había oído anteriormente en la Abadía de Frey.

—Cámara en marcha. Primeras series transmitidas. Progresión aditiva en unos.

Aquellas voces embriónicas comenzaron a dejarse oír en tonos altos, como los cantos de ciertos pájaros. El proyector comenzó a funcionar, mostrando lo que ya era usual y que había tomado al mismo tiempo. El sonido disminuido no parecía tener relación con la imagen, desde luego; pero la película confirmó que era el rastro que ya había sugerido. Aquellas cosas estaban presentes en grandes cantidades. Parecían estar agitadas y se subían y bajaban rápidamente a los salientes de las piedras. Dejé correr el registrador de sonido y Boulter sincronizó el aparato con el proyector. Tras cada transmisión, desde el generador que había puesto en marcha, cambiaba el número puesto sobre las tomas, produciéndose así períodos de quince minutos de acción retardada. Se hacía evidente, que los canarios habían sido enormemente excitados por las señales. Sus movimientos se hicieron más y más rápidos y pronto llegó a ser una masa flotante dirigida hacia el origen de la perturbación que les molestaba y que ya habíamos visto antes también. Esta vez, el movimiento fue demasiado rápido para la cámara. Boulter alargó la mano y puso el proyector a marcha más lenta. Observamos cómo aquellas formas con aspecto de medusas se lanzaban hacia nosotros, se cernían un instante y se desvanecían. Boulter se puso a reír.

—Son poco bonitas vistas de cerca ¿eh?

Yo me encogí de hombros y estuve de acuerdo con él.

—Para cuando había hecho el noveno ensayo —dijo Alec—, que era el fin de las series tomadas, las cosas se habían puesto al rojo vivo. —Entonces volvió a acelerar el proyector, puso el número 9 en la pantalla y me hizo un gesto para que se pusiera en marcha el sonido—. Ésta era la progresión cúbica. Por si no la recuerdas ahora, la progresión es de 2, 8 y 512. —Su voz se oyó por el altavoz en aquel momento—. «Noveno ensayo, una progresión cúbica a partir del número 2. Parcialmente completada». Me detuve a partir aproximadamente del 200 en la tercera cifra. Lo tenía ya, ellos golpearon el generador desde unos cincuenta pies. Y tomé esto inmediatamente después.

El proyector mostró un relampagueante torbellino de oscuros movimientos. El sonido correspondiente era algo irreal. Era como si cientos de aquellas cosas estuviesen presentes, piando y emitiendo tonos en su mejor forma. Se produjo igualmente otro ruido que no había yo escuchado antes. Era mucho más bajo que la emisión normal, sonando por comparación casi ronco; era un sonido espeluznante, fantástico, sonido que hizo que se me pusiera la carne de gallina.

—Son ciertamente los canarios que están muy contrariados —dijo Boulter entonces.

Se terminó la película, mi amigo detuvo el proyector y las luces se encendieron. Yo cerré el registro de sonido, y me alegré bastante de haberlo hecho. Se hizo un denso silencio entre ambos durante algún tiempo. Yo estaba intentando digerir lo que había estado viendo.

—Bien, Alec —dije—. Has sacudido un nido de avispas, no hay duda. Fueron ellos los que golpearon el micrófono aquel día. Y lo hicieron sobre el generador de señales el lunes. —Mi voz se alzó ligeramente—. Y algo mejor que eso. Te siguieron hasta tu casa. Y todo lo que se te ocurre es llamarme por teléfono, para que vinieran hasta la mía. Parece que han extendido su campo de operaciones. Debí haberte escuchado más pronto.

Saqué un cigarrillo. Creo que entonces lo necesitaba. La mitad de la habitación, es decir en medio de ella, la luz resultaba bastante brillante; pero alrededor de las paredes las sombras parecían reunirse como arrastrándose, espesándose y volviéndose más oscuras. Yo miré fijamente aquella evidencia tan inesperada en el siglo XX y los aparatos producto de la ciencia humana allí presentes, la cámara, el registro de sonido y el micrófono. Creí que me encontraba inmerso en una especie de sueño. Pero era lo bastante real para no engañarse. Creo que dije con una voz temblorosa:

—Si alguna vez ha habido hombres encantados, somos nosotros.

Alec se quedó quieto por unos instantes.

—Sí, sé lo que te dije, Glyn. Todavía lo sigo creyendo.

—Pero ¿qué vas a hacer ahora?

Se levantó y se inclinó sobre la instalación del registro magnetofónico. Dejó correr los carretes, después los detuvo y puso en marcha el aparato a velocidad normal. El altavoz comenzó a emitir una nota aguda y firme.

—Cuatro mil ciclos. A esta velocidad no reaccionarán.

Yo experimenté una sensación desoladora.

—Mira, esto no es un pacto de suicidio. ¿Qué diablos te propones?

—Están irritados, Glyn —repuso—. Se resienten de la perturbación que se les ocasiona. Tal vez no les guste que nadie tenga cualquier comprensión real de su existencia. Pero hay una esperanza. La de que no están furiosos con nosotros. Y para mi forma de ver la cuestión, sólo hay un método de descubrirlo. Ellos han rastreado algo de lo que se resienten y que se encuentra en esta habitación. Tenemos que encontrar la profundidad y el resentimiento que les guía. Y la dirección de ese resentimiento. No dudo de que ya nos habrían matado de haberlo querido. Si lo hacen, será una lástima. No creo que lo deseen. Si nos dejan vivos, podremos dormir tranquilamente de nuevo. Es la única salida.

Alargué mi mano para cogerle la muñeca; pero ya era demasiado tarde. Ya había accionado el control de la velocidad. La nota que emitía el aparato magnetofónico subió de intensidad, se convirtió en un silbido, un murmullo y se desvaneció en supersónicos. Intenté echar mano del aparato; pero Alec me apartó a un lado.

—¡Estás completamente loco! —le grité. Me avalancé hacia él y luchamos. Ambos caímos por el suelo. Y entonces ocurrió.

La puerta y las ventanas resonaron con una serie de golpes terribles, como si todo estuviera saltando hecho pedazos. Después, se oyó el último estampido y la puerta, deshecha de verdad se abrió de par en par. Las ventanas, con los marcos y cristales, explotaron hacia adentro en una verdadera implosión, con una lluvia de fragmentos entremezclados. Vi como el aparato magnetofónico saltaba por el aire y se quedó en una situación imposible en un rincón, mientras que el proyector y los demás aparatos parecían estar siendo demolidos a golpes provinientes de un batallón de fantasmas. Me quedó sólo el tiempo de ver la cámara venir volando hacia mí, después se produjo un chispazo cegador y las luces quedaron todas apagadas al instante. Me quedé tumbado en el suelo en plena oscuridad, mientras me parecía oír una bandada de gorilas que lo estaban haciendo todo añicos. El aire daba la impresión de ser sofocante y espeso y las oleadas de presión me sonaban en los oídos como verdaderos estallidos de obuses en plena acción de guerra. Oí la voz de Boulter decir débilmente:

—No te muevas. No intentes ponerte en pie, ni dirigirte hacia la puerta... Ni a ningún sitio.

Hice lo que Alec me dijo. No creo que hubiera podido hacer otra cosa; estaba paralizado por el espanto.

La destrucción pareció continuar por toda una hora, aunque tal vez no durase más de diez minutos. El ruido comenzó a menguar. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y vi las cortinas ondear sobre las ventanas hechas una ruina, de un lado a otro como algo invisible que fuera echándolas aparte. Por fin se hizo el silencio y cesó todo movimiento. Boulter se incorporó. Vi su silueta contra la escasa luz que provenía de las ventanas. Y me dijo con calma:

—Bien, ahí lo tienes. En alguna parte se ha producido un corto-circuito.

Más tarde, cuando habíamos quitado lo más importante de en medio y los objetos de dural y vidrio, que en forma de pedazos irreconocibles habían sido la instalación electrónica de Boulter, condescendió a explicarme por qué seguíamos todavía con vida.

—Lo había calculado más o menos, tras aquel incidente del disparo en el trípode. Esas cosas son entes sensibles y están muy irritadas. Pero ahora han llegado al límite. Supongo que cualquier inteligencia se comporta así, excepto el Principio Motor. Por ejemplo, ellos pudieron haber detenido las operaciones con mucha más facilidad yendo por nosotros esta mañana. Conforme estábamos allí, éramos una fácil presa. Pero de alguna manera no pudieron aceptar nuestra radiación como agente motivador. Se limitaron simplemente a volar en dirección a la cosa que pudieron detectar. En aquel caso, fue el micrófono. Más tarde, la señal generadora. Y ahora, por supuesto, han arramblado con todo. Es una lástima, porque tenía cosas buenas en mis equipos. Pero son sólo máquinas, Glyn, sólo máquinas. En todos los siglos que han vivido, sin que nadie les diga la edad que tienen, nunca han llegado a términos de comprensión con el cerebro humano. Tal vez lo hicieron alguna vez; pero debieron haberlo olvidado. Sencillamente, lo ignoro. No sé si han comprendido las progresiones tampoco, o si su reacción fue simplemente hacia la emisión de sonar. Es una verdadera lástima; me habría gustado saber mucho más del asunto; pero creo que no volvería sobre los pasos andados, aunque pudiera permitirme el lujo de hacerlo de nuevo. Creo que la próxima vez nos retorcerán el cuello...

Ni que decir tiene que tal sentimiento lo compartí de todo corazón con mi amigo Alec Boulter.

Por lo que a mí concierne, aquí termina todo. No he vuelto más a Frey, ni tengo la menor intención de hacerlo. Creo que viviré en paz, mientras que me mantenga alejado de los «Canarios de Boulter». Pero me consta que siguen allí, la idea ya no tiene nada de fantástico para mí. Es un hecho real.

Por lo que sé, Boulter ha olvidado la totalidad de la cuestión al poco tiempo. Le gusta estar en permanente actividad y poner en práctica siempre nuevas ideas. Hace poco tiempo, oyó algo respecto a los impresionantes experimentos con las emisiones de luz del láser que se estaban llevando a cabo en los Estados Unidos y ya está pensando en encontrar un sucedáneo de las materias primas más importantes, con objeto de tener para sí un equipo de rayos láser. Estoy seguro que lo hará; tras lo que hizo en la Abadía de Frey, los rayos de la muerte parecen positivamente destinados a ser un instrumento casero.