La muerte enamorada
El poeta francés Théophile Gautier nació en Tarbes en 1811. Cuando llegó a París su idea era estudiar pintura; sin embargo, al comprobar la aceptación que tenían sus versos, se dedicó a la literatura romántica. Los críticos estiman que evolucionó en su estilo hasta convertirse en uno de los parnasianos. En el prefacio de su novela Mademoiselle de Maupin (1835) ofreció su primera proclama del «arte por el arte». Con los versos que aparecieron en Emanux el camées (1852) demostró su culto por las formas. Como los jóvenes literatos parisinos le consideraron un maestro, Baudelaire le dedicó sus Flores del mal.
Gautier fue también un gran escritor en prosa. Una de sus mejores novelas es Le capitaine Fracasse, que obtuvo un gran éxito de crítica y de público. Además, se dedicó al teatro, al ballet y al relato corto. Uno de sus grandes títulos es La muerte enamorada, donde hizo gala de un romanticismo fatalista, cargado de un barroquismo fascinante y de una sensualidad que envidiarían muchos autores eróticos actuales. Los personajes que no presenta adquieren tanta fuerza, que convierten el relato en toda una obra maestra del género. Gautier falleció en 1872 cuando se encontraba en Siene.
Queréis saber, hermano, si he amado alguna vez. La mía es una experiencia muy especial y horrible y, a pesar de haber alcanzado la edad de sesenta y seis años, siento pudor a la hora de levantar el velo de mis recuerdos. Nunca me he atrevido a ocultaros mis historias; sin embargo, debéis comprender que a nadie le confiaría algo como esto de saber que no es una persona experimentada. Dado que el asunto resulta tan asombroso que me cuesta a mí mismo aceptar que sucedió alguna vez. Me convertí a lo largo de tres años en la marioneta de una fantasía extraña y demoníaca. Tened presente que yo, un humilde cura de pueblo, me he acostado muchas noches con la carga en mis sueños (ojalá que Dios pudiera conseguir que sólo fuera un sueño) de un reo, propia de una existencia entregada al mundo y de Sardanápalo.
La simple contemplación excesivamente satisfecha de una mujer es posible que llevase a la condenación a mi alma; pero, al contar con el apoyo de Jesús y mi santo patrón, al fin conseguí expulsar a la perversa obsesión que me dominaba. Mis actividades normales se habían visto alteradas con la utilización de la noche para realizar cosas muy distintas a mi obligación. A lo largo del día, yo me comportaba como un simple sacerdote, puro, entregado al rezo y a las tareas de mi parroquia. Durante la noche, nada más que llegaban los sueños, me transformaba en un joven y apuesto galán, conocedor de las mujeres, caballos y hasta perros, campeón del juego de dados, bebedor y con una palabrería grosera.
Y al amanecer, nada más que abandonaba el lecho, tenía la sensación que era entonces cuando estaba dormido, por lo que mi sueño era la tarea que me tocaba representar como sacerdote. Todavía conservo recuerdos de cosas y frases de mi existencia sonámbula, de las que me resulta imposible eludir su responsabilidad. Pese a que en ningún momento he abandonado mi iglesia, algunos de quienes me escuchen seguro que tienen la impresión de que he recorrido medio mundo, hasta quedar desengañado de las aventuras que se me permitió disfrutar o sufrir y por eso me dediqué a la religión como una especie de desengaño, cuando en realidad soy un sencillo seminarista que ha pasado toda su vida en una humilde casa parroquial, en el corazón del bosque y sin mantener trato alguno con las cosas de la actualidad.
En efecto, he llegado a amar como nadie lo haya podido hacer en este planeta, entregado a una pasión irracional y violenta, tanto que me extraña no haber perdido hasta el corazón en uno de mis arrebatos. ¡Ah, qué noches las mías! ¡Tan inolvidables!
Creo que la vocación de sacerdote me llegó en los primeros años de la infancia, por eso encaminé todos mis estudios y mi vida en esta dirección. Cuando cumplí los veinticuatro años puede decirse que me había sometido voluntariamente a un continuo noviciado. Nada más que finalicé las asignaturas de teología, fui recorriendo todas las órdenes menores, hasta que mis superiores consideraron que me hallaba preparado, sin tener en cuenta mi juventud, para recibir el grado definitivo y el más horrible. Recuerdo que en la semana de Pascua iba a ser ordenado.
Como entenderéis nunca había pisado el mundo real, porque para mí sólo existían las paredes del colegio y del seminario. Tenía una idea vaga de que en el exterior había unos seres humanos llamados mujeres; sin embargo, casi nunca me había detenido a pensar en ellas, al no considerarlas necesarias para mi formación. Puedo aseguraros que mi pureza carecía de máculas. Nada más que había visto dos veces al año a mi madre, ya una respetable anciana enferma; y éste era el único contacto mantenido con el exterior.
Nunca había sentido que me faltase algo, y la firmeza en mi entrega a un solo objetivo era total, inquebrantable. Me invadía el entusiasmo y la intranquilidad, porque no creo que haya existido novia alguna que esperase con tanta ansiedad el momento de cantar misa. Me costaba conciliar el sueño... ¡Convertirme en sacerdote! Suponía el trofeo más excelso para mí, superior a la coronación de un rey y a los laureles que se puedan otorgar a un poeta.
He destacado todo lo anterior para convenceros de que mis siguientes pasos nunca debieron ocurrir, debido a que me vi esclavizado por una fascinación que me sorprendió estando completamente indefenso.
El día más importante de mi vida yo caminaba hacia la iglesia con paso tan rápido que tenía la impresión de estar flotando en el aire, o disponer de alas. Algo había en mí de ángel, por eso no podía entender el rostro grave y hasta triste de los compañeros que marchaban a mi lado. Toda la noche anterior la pasamos entregados a la oración, lo que me había dejado a mí en una especie de éxtasis. Al ver al obispo, un anciano respetable, creí hallarme ante el mismo Dios Padre. Cuando me incliné ante él, fui capaz de contemplar el cielo en las bóvedas de la iglesia.
Ya conocéis todo el ceremonial: la bendición de los futuros sacerdotes, la comunión con las dos especies, la unción en las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos y, por último, la misa celebrada junto al obispo. Será mejor que pase sobre este acontecimiento con ligereza. ¡Qué sabio fue Job al sellar un pacto para no contemplar a ninguna virgen por inocente que fuese!
Porque yo no supe detener mis ojos, debido a que levanté la cabeza e, inesperadamente, contemplé a una mujer de fascinante belleza. Estaba a bastante distancia; pero tuve la sensación de que se hallaba a mi lado, de lo mucho que me impresionó. Es posible que me subyugase su vestido casi imperial o la perfección de su rostro... El caso fue que se desprendieron las escamas de mis ojos, y tuve una sensación parecida a la del ciego que recupera la vista de repente.
La presencia del obispo, a pesar de tenerlo más cerca, desapareció para mí. Hasta las velas encendidas de los candelabros de oro perdieron su resplandor, porque todo el inmenso recinto se vio invadido por la oscuridad, debido a que allí sólo existía, para mí, la figura de aquel ángel, que parecía rodeado por un halo de luz que nacía de su propio cuerpo.
Luché por cerrar los ojos, convencido de que no debía abrirlos para mirar en la única dirección que me importaba. Sin embargo, ya no era dueño de mis actos.
Poco tardé en abrir los párpados, porque no había dejado de contemplar a aquella mujer: encerrada en un prisma de luz, fijo en el fondo de mis pupilas o en mi mente como sucede con el sol cuando se le ha estado contemplando mucho tiempo.
¡Oh, qué bella me parecía! Todos los pintores que habían intentado representar la hermosura ideal de las Madonnas jamás pudieron aproximarse a la que ofrecía aquella mujer. Tampoco los versos de poeta alguno pudieron describir las sensaciones que yo estaba experimentando. Me pareció muy alta, con cintura y gestos de diosa; sus cabellos eran rubios claros, y caían sobre sus sienes, dejando libre la frente, como ríos de oro; me pareció una reina llevando su diadema; su piel ofrecía una blancura azulada y transparente, y venía a contrastar con los arcos de las negras pestañas y las verdes pupilas, que despedían una vivacidad y un brillo deslumbrante. ¡Qué ojos más divinos! Sólo con sus destellos podían decidir la suerte de cualquier hombre, porque exhibían una fuerza, un fulgor, una humedad resplandeciente que jamás había podido descubrir en otros de los contemplados. Disparaban saetas que se clavaban directamente en mi corazón. Desconozco si el fuego que alimentaban provenía del paraíso o del averno, aunque es posible que surgiera de los dos sitios tan opuestos.
Aquella dama podía ser un ángel o un demonio, tal vez ambas cosas, y era imposible que hubiese nacido de la costilla de Adán, porque era la excepción que supera todo lo imaginado. Sus dientes debían ser envidiados por las mejores perlas de Oriente, y los estaba mostrando en la sonrisa que me dedicaba. Gesto que ayudaba a la formación de unos diminutos hoyuelos en el satén rosado de sus adorables mejillas. Su nariz poseía la delicadeza y el dibujo de la realeza, lo que proclamaba su noble origen. Sus hombros semidesnudos adquirían el brillo de las piedras de ágata, y el collar de perlas que adornaba su cuello y su pecho me pareció tan rubio como la piel de esas partes de su sublime cuerpo. En ocasiones alzaba la cabeza, con el movimiento ondulante de un pavo real o de una serpiente, provocando estremecimientos en los encajes bordados que rodeaban su cuello con una red de blanca plata.
Vestía un traje de terciopelo nacarado, provisto de unas anchas mangas de armiño, al final de las cuales surgían unas manos de lo más delicadas. Sus dedos mostraban, acaso por ser tan largos y estar perfectamente modelados, una transparencia de aurora al dejarse atravesar por la luz.
He podido describir cada uno de estos detalles porque han perdurado en mi memoria como si los hubiera visto ayer mismo. A pesar de la turbación que me embargaba, nada de ella pasó desapercibido a mis ojos; ni siquiera el más minúsculo detalle. Hasta pude contemplar un lunarcillo que tenía en la barbilla o el casi imperceptible vello dorado que adornaba la comisura de sus labios, por no mencionar los aleteos de sus largas pestañas, que dibujaban unas movientes sombras sobre sus mejillas. Ya veis que capté cada detalle con una asombrosa claridad.
Al mismo tiempo que la contemplaba tenía la sensación de que se estaban abriendo ante mí unas puertas que siempre se habían mantenido cerradas. Tragaluces cada vez menos obstruidos dejaban en mí unas emociones desconocidas. A partir de aquel momento mi existencia iba a ser muy distinta. Por eso oprimió mi corazón una extraña angustia; mientras, cada minuto que pasaba me parecía un segundo y, a la vez, un siglo.
No obstante, la ceremonia continuaba celebrándose, y yo me hallaba muy lejos de la misma, arrastrado por las nuevas pasiones que estaba degustando. Creo que contesté sí, cuando todo mi ser me estaba ordenando que dijera no, porque mi cuerpo se rebelaba contra la imposición del cerebro. Solo la fuerza de la tradición me arrancó las palabras. Es posible que me estuviera ocurriendo lo que a muchas jóvenes esposas, que son incapaces de rebelarse en el altar a la imposición de un esposo que no les gusta por el peso de la ceremonia. Quizá tantas jóvenes novicias pasen por el mismo trance, al tomar unos velos que desearán romper luego de pronunciar sus votos. Nadie tiene el valor de originar un escándalo de tal magnitud, para no decepcionar a tantas personas que han venido a verle; además, el ritual ha sido preparado tan meticulosamente, es tanta la multitud que ocupa el templo, tan lujoso el escenario, que la voluntad humana se deja oprimir por el peso del fastuoso decorado.
Todo lo anterior no me impidió comprobar que la mirada de la desconocida estaba cambiando de expresión. Cuando finalizó todo el ritual, si antes me había contemplado con una acariciadora ternura, en aquel momento me estaba volcando todos sus reproches, acaso porque le había ofendido mi comportamiento al no entender lo que pretendía transmitirme.
Puedo juraros que intenté gritar, con toda la fuerza de mis pulmones, que nunca había querido ser nombrado sacerdote; sin embargo, no salió ni una sola palabra de mi garganta. Mi lengua se hallaba adherida al paladar, y mi cuerpo se negaba a expresar el más mínimo gesto de rechazo. Claro que me notaba despierto, lo que no impedía que mi cerebro se encontrará inmerso en una pesadilla, en la que se pretende liberar una palabra, porque de ella depende la propia vida, sin conseguir otra cosa que la sensación de fracaso al comprobar que los labios no obedecen.
Creo que ella advirtió el suplicio por el que yo estaba pasando y, con la intención de alentarme, me dedicó una mirada cargada de promesas. Sus pupilas me parecieron un poema en el que cada mirada era una estrofa.
Me comunicaba algo así:
—Si deseas entregarte a mí, sólo tienes que dar un paso para ganarte unos placeres que Dios no te ofrecería en su cielo. Conmigo los ángeles te envidarían. Arranca de ti ese lúgubre hábito que van a ponerte, piensa que yo represento la hermosura femenina, la lozanía, la existencia. Avanza hasta mí, y daremos forma al amor sublime. ¿Qué puedes encontrar en Yahvé superior a lo que yo te ofrezco? Nuestra vida se desarrollará dentro de un sueño en el que los besos resultarán eternos.
«Arroja al suelo el vino de ese cáliz y serás un hombre libre, porque a mi lado conocerás islas que ni imaginas, descansarás con la cabeza apoyada en mi seno mientras los dos compartimos una cama de oro provista de un dosel de plata. Te quiero y necesito arrancarte de tu Dios, a quien muchos corazones puros entregan su amor sin que él llegue a corresponderlos en la misma medida...».
Creí estar escuchando esas frases con una cadencia dulce y eterna, porque sus pupilas transmitían una sinfonía, y las palabras que me comunicaban sus pupilas llegaban al interior de mi corazón igual que si estuvieran siendo susurradas por unos labios invisibles. Me hallaba decidido a renegar de Dios y, no obstante, mi cuerpo estaba respondiendo a lo exigido por el ritual religioso. La bellísima muerte me dedicó una nueva mirada de súplica, angustiosa, que me atravesó el corazón con una daga afilada, tantas veces que sentí el pecho tan atravesado como el de la Dolorosa.
Todo finalizó. Acababa de convertirme en un sacerdote.
Sin embargo, nunca una expresión humana mostró una desesperación tan terrible. La joven enamorada que ve fallecer a su novio súbitamente, la madre que se encuentra ante la cuna vacía del hijo perdido, Eva ante las puertas del Edén, el avaro al descubrir que los ladrones le han cambiado su tesoro por una piedra o el poeta que ve quemarse en el fuego su mejor composición, jamás podrán mostrar un rostro tan aterrado como el de aquella mujer. Pude ver cómo la sangre abandonaba su rostro, hasta quedar tan blanquecino como el mármol, sus hermosos brazos se aflojaron cayendo a lo largo del cuerpo y necesitó apoyarse en una columna para no caer, porque las piernas se negaban a sostenerla. ¡Hasta tal punto llegaba la sensación de derrota momentánea!
Yo caminé hasta la puerta de la iglesia, pálido y sudoroso, igual que si avanzara por el calvario. Sentía un ahogo. El techo del templo parecía haber caído sobre mis hombros, hasta el punto de que tuve la sensación de estar soportando yo solo el peso de todo el edificio.
Nada más que superé el umbral, una mano cogió violentamente la mía. ¡Era una mano de mujer! Nunca en mi vida había tocado otra. Me pareció fría como la piel de una serpiente, y me dejó la sensación de que se me estaba aplicando un hierro candente. La mano le pertenecía a ella.
—¡Desventurado, desventurado! ¿Cómo te has atrevido a humillarme de esta manera? —musitó. Seguidamente, se perdió entre la gente.
Entonces me di cuenta de que el obispo pasaba a mi lado, y me estaba dedicando una mirada de reproche. Mi actitud era demasiado anormal. Reaccioné empalideciendo todavía más o cubriéndome de rubor, sin saber qué hacer. Uno de mis compañeros vino a socorrerme y me llevó al seminario. No hubiese podido encontrar esta dirección por mí mismo. Al superar una esquina, sin que mi joven protector se diera cuenta, un paje uniformado de una forma que yo desconocía, se acercó a mí y, sin dejar de caminar, puso en mis manos un portafolios rematado en oro, a la vez que me aconsejaba que lo escondiera de inmediato. Procuré hacerlo en el interior de una de las anchas mangas de mi vestido.
Allí permaneció hasta que me vi dentro de mi celda. Rápidamente rompí el broche, para encontrarme con dos hojas, en las que se había escrito estas palabras: «Clarimonda, en el palacio de Concini». Dado que yo lo ignoraba todo sobre el mundo exterior, desconocía a quién podía corresponder el nombre de esa dama, lo mismo que era incapaz de localizar el palacio. Comencé a divagar por terrenos de lo más insólitos; sin embargo, necesitaba volver a tenerla a mi lado, sin importarme si era una gran dama o una cortesana.
El amor que me embargaba, a pesar de haberlo sentido hacía pocas horas, ya estaba incrustado en mí de una forma total. Con tanta fuerza me poseía, que la sola idea de eliminarlo me traía inclinaciones suicidas. Aquella mujer era dueña de mi voluntad, porque con una simple mirada me había convertido en otro ser diferente. Sólo podía vivir para servirla. Realicé infinidad de locuras, como besarme la mano por el lugar donde ella la había tocado, sin dejar de repetir su nombre infinidad de veces, incansablemente.
Nada más que necesitaba cerrar los ojos para verla con tanta nitidez como si la tuviera delante. También resonaban en mis oídos las palabras que me dedicó en el umbral de la iglesia: «¡Desventurado, desventurado! ¿Cómo te has atrevido a humillarme de esta manera?». Entendía lo terrible de mi situación, porque nunca debí profesar. ¡Ya era un sacerdote! Esto representaba la castidad más absoluta, no amar a las mujeres, olvidarse de la belleza femenina, arrancarse los ojos, encerrarse entre las frías paredes de un claustro o de una iglesia, rodearse de beatos y beatas, asistir a los cadáveres de los otros hasta que a uno le llegase la hora de ocupar su propio ataúd.
Veía mi existencia futura como una laguna interior que aumentaba continuamente su caudal hasta desbordarse. La sangre bullía en mis venas jóvenes, largo tiempo contenidas, golpeando violentamente, igual que el áloe que tarda cien años en florecer, pero que cuando lo hace se abre con la impetuosidad del trueno.
¿Qué podía realizar para ver nuevamente a Clarimonda? No existía ningún motivo que me permitiese abandonar el seminario, luego carecía de recursos. Tampoco conocía a nadie de la ciudad, de la que iba a salir muy pronto, en el momento que designasen la parroquia que debía atender. Preso de un arrebato de locura, pensé en arrancar los barrotes de la ventana; pero estaba a mucha altura, y sin escaleras era imposible intentarlo. Por otra parte, la única posibilidad, aunque remota, me la ofrecía la noche. Pero ¿cómo podría guiarme en el laberinto de calles? Todas estas complicaciones, que acaso a vos os parezcan ridículas, a mí me resultaban todo un abismo insuperable, al ser un infeliz seminarista que acababa de enamorarse, falto de experiencia, de dinero y de las ropas adecuadas.
«Vaya —me decía perdida la razón—, de no haber sido nombrado sacerdote ahora podría visitarla todos los días, me convertiría en su amante, acaso en su marido. En lugar de hallarme preso de este frío sudario, vestiría ropas de seda y terciopelo, llevaría cadenas de oro, una espada y plumas como cualquier joven y hermoso caballero. Mi pelo, que ha sido humillado por la tonsura, caería libremente sobre mi cabeza y mi cuello, formando rizos ondulantes. Me dejaría un lustroso bigote, y sería el más valiente. Sin embargo, por haber pronunciado unas pocas palabras ante el altar he quedado lejos de los vivos. ¡Voluntariamente he dejado caer sobre mí la lápida de mi tumba, he echado el cerrojo de mi prisión!».
Poco más tarde conseguí asomarme por la ventana. El cielo era de un azul extraordinario, en los árboles se advertía la exuberante primavera; y toda la naturaleza mostraba una rebosante felicidad, que me resultó irónica al compararlas con mi situación. La plaza aparecía repleta de gente, que caminaba en todas las direcciones. Galanes y bellas muchachas paseaban en parejas con dirección al jardín y los cenadores. Todo eran muestras de una vida animada, sin que faltaran las canciones de los borrachos o de los camaradas. En la distancia contemplé a una madre jugando con su hijo, al que besaba en la boquita manchada de leche, a la vez que le dedicaba esos arrumacos que sólo las mujeres de su condición saben hacer. Mientras tanto, el padre contemplaba de pie la escena con una expresión candorosa, apretando los brazos sobre su corazón.
Fui incapaz de soportar aquel espectáculo y cerré la ventana. En seguida me tumbé en el camastro, cargado de odio y de envidia, hasta que me mordí los dedos y, luego, la manta igual que un tigre hambriento.
No puedo deciros los días que pasé bajo este sufrimiento. Una mañana, luego de darme la vuelta con violencia, vi al viejo padre Serapion delante de mí, dentro de la celda. Me miraba con atención, lo que hizo que sintiera vergüenza. Por eso bajé la cabeza y me tapé la cara con las dos manos.
—Querido Romualdo —dijo Serapion luego de mantenerse unos minutos silencioso—, estáis pasando por una situación muy extraña. ¡Vuestro comportamiento resulta incalificable! Vos que siempre habéis sido de una naturaleza tranquila, ahora os agitáis como una bestia de la selva. Andad con cuidado, hermano, porque es posible que os estéis dejando influir por el diablo, que os asedia al sentirse furioso por vuestra eterna dedicación a Dios. Lo hace como un lobo sigiloso, poniendo en práctica sus últimas trampas para haceros caer en ellas. En lugar de rendiros, mi entrañable Romualdo, construiros una coraza de mortificaciones y de rezos, para hacer frente al enemigo. Estoy convencido de que la expulsaréis de vuestro lado. Para que relumbre la virtud se precisa la tentación, lo mismo que el oro se purifica en el crisol. No perdáis el ánimo, ni os asustéis. Las voluntades más santas han pasado por estas experiencias. Rezad, guardad el ayuno, meditad y tendrá que huir el espíritu maligno.
Las palabras del padre Serapion consiguieron tranquilizarme, hasta el punto de prestarle la atención que se merecía.
—He venido a comunicaros que habéis sido destinado a la parroquia de C***. El sacerdote que la llevaba ha muerto, y el obispo me ha ordenado que os acompañe a ese lugar. Saldremos mañana mismo. Estad dispuesto.
Moví afirmativamente la cabeza y el padre salió de la celda. Seguidamente, cogí el misal y comencé a orar; sin embargo, no tardaron en difuminarse las letras ante mis ojos. Mi mente estaba hirviendo de ideas, y el libro terminó por escurrirse de mis dedos, sin que me diera cuenta en que momento cayó al suelo.
¡Saldría por la mañana sin haberla podido ver! ¡Levantaría otra barrera entre las muchas que nos separaban! ¡Tendría que abandonar definitivamente la esperanza de localizarla gracias a algún milagro! Podía escribirle... ¿Y de qué medios me serviría para hacerle llegar la carta? Al haberme convertido en un sacerdote, ¿confiaría a alguien mis sentimientos cuando sabía que me estaba prohibido todo contacto con el exterior?
Me sentí dominado por una gran ansiedad. Al mismo tiempo, recordaba lo que acababa de decirme el padre Serapion sobre las trampas del demonio: lo singular del momento, la hermosura sobrenatural de Clarimonda, el resplandor fosforescente de sus pupilas, la abrasadora huella dejada en mi mano por la suya, el estado de turbación en el que me hallaba sumido, la transformación tan radical de mi carácter, mi vocación deshecha en unos minutos, todo ello sólo podía responder a una labor diabólica. La mano satinada únicamente era el disfraz que ocultaba sus pezuñas. Estas ideas me atemorizaron, por eso recogí el misal del suelo y me entregué a la oración.
Nada más amanecer Serapion ya estaba en mi celda. Dos mulas cargadas con nuestros equipajes nos esperaban en la puerta. A la vez que avanzábamos por las calles, mis ojos buscaban por cada una de las ventanas y balcones a la espera de descubrir a Clarimonda; pero era demasiado temprano, y nadie había salido de las casas. A pesar de esto, continué queriendo atravesar los estores y las cortinas de los palacios, ante los cuales íbamos pasando. Mientras, Serapion atribuía mi curiosidad a la belleza de la arquitectura, sin dejar de retrasar el paso de su cabalgadura para no privarme de la diversión. Finalmente, alcanzamos la puerta de la ciudad y comenzamos a subir por la colina.
En el momento que llegamos a la cima, tuve que volverme para dedicar la última mirada a aquellos palacios, en unos de los cuales vivía Clarimonda. La sombra de una nube oscurecía la ciudad, los tejados azules y rojos se fundían en un semitono genera, en el que flotaban, en distintas partes, el humo mañanero, que me pareció unos blanquecinos copos de espuma.
Gracias a un singular efecto óptico advertí que uno de los edificios resaltaba sobre los demás, al haber adquirido unas coloraciones doradas y amarillentas bajo unos rayos de luz. Era el más alto y, a pesar de encontrarse bastante lejos, me pareció que casi lo tocaba. Pude distinguir sus torreones, sus azoteas, sus ventanas y hasta sus veletas con cola de milano.
—¿Qué palacio es ese que aparece allí iluminado por los rayos del sol? —pregunté, sin poder frenar mi curiosidad.
Serapion se colocó una mano por encima de los ojos y, al poco rato, contestó:
—Es el viejo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonda. En ese lugar ocurren sucesos terribles.
En aquel momento —todavía no sé si fue algo real o una ilusión— me pareció estar viendo una figura blanca y esbelta que se deslizaba por la terraza. Resplandeció un instante y, al momento, se apagó. ¡Era Clarimonda!
¡Oh! ¿Acaso ella estaba al tanto de que yo me encontraba en lo alto de la colina, al final de un camino por el que no bajaría nunca más, deseando poder entrar en el palacio para convertirme en su dueño? Me dije que conocía mis dudas, debido a que su alma se encontraba demasiado unida a la mía, como para compartir hasta el sentimiento más insignificante. De ahí que hubiera subido a la terraza, cubierta con sus velos, sin impórtale el helado rocío de la mañana.
Entonces la sombra de la nube rodeó el palacio por completo, con lo que el panorama quedó convertido en un mar quieto de tejados y montañas, donde sólo se percibían unas ondulaciones informes. Serapion animó a su mula, cuyos pasos siguió la mía de inmediato. Superado un recodo del sendero, perdí por completo la visión, para siempre, de la ciudad de S***, a la que jamás volvería.
Pasamos tres días recorriendo campos tristes, que no aliviaron mi pesadumbre. Ni siquiera me animé al contemplar, a través de los árboles, el gallo de la iglesia donde iba a cumplir mi labor de sacerdote. Luego de avanzar por unas calles retorcidas, a cuyos lados se levantaban chozas y cercados, llegamos ante la puerta del templo. Pensé que no podía ser considerado grande. El porche estaba adornado con algunas nervaduras y dos o tres pilares de un gres poco tallado. Vi unas tejas y unos contrafuertes no demasiado fuertes, y nada más. A la izquierda, se encontraba el cementerio, en el que la hierba aparecía muy alta y sólo había una gran cruz de hierro. A la derecha, estaba la residencia parroquial, de aire sencillo y fría pulcritud.
Los dos entramos. Vimos algunas gallinas picoteando unos granos de avena. Como debían serles familiares las largas sotanas de los curas ni nos miraron. Tuvimos que esquivarlas. De un lugar cercano nos llegó un ladrido ronco y áspero y, al momento, vimos aparecer un perro viejo, de pelo grisáceo y andares cansinos. Era el compañero de mi antecesor, y por sus ojos apagados supimos que no le quedaba mucho de vida al haber completado su ciclo. Como le acaricié, comenzó a girar a mi alrededor muy satisfecho. También apareció una anciana, que se llamaba Bárbara y era el ama de llaves de la parroquia.
Luego de acompañarme a una estancia de la planta baja, me preguntó si pensaba despedirla. Le dije que no, como tampoco pensaba deshacerme del perro, ni de las gallinas. También conservaría los muebles y lo demás, lo que a ella le puso muy contenta. Mucho más al recibir del padre Serapion el dinero que se le adeudaba.
Pasadas unas semanas, como Serapion consideró que yo podía moverme solo, decidió regresar al seminario. De esta manera quedé bajo la responsabilidad de mis propios actos. El recuerdo de Clarimonda se había mantenido casi adormecido; sin embargo, de pronto resurgió con fuerza, obligándome a luchar para que me abandonase. Algunas veces conseguía librarme de esta posesión.
Cierta tarde, mientras recorría mi jardín entre los senderos rodeados de boj, creí haber visto una silueta de mujer entre los arbustos. Estaba siguiendo mis pasos; y era dueña de unos ojos verdes, únicos. Supuse que me había asaltado una fantasía, ya que al investigar más a fondo sólo pude descubrir la huella de un pie tan diminuto como el de un niño. A pesar de que el lugar estaba cercado por unas paredes muy altas, me cuidé de examinar cada rincón, sin encontrar nada. Nunca he podido explicarme este suceso, que resulta una nadería al compararlo con todo lo que me aguardaba.
A lo largo de un año cumplí con mis deberes parroquiales, mostrando la fidelidad que se exigía a mi cargo: recé, ayuné, atendí a los enfermos y entregué limosnas hasta quedarme nada más que con lo imprescindible. Sin embargo, no me desapareció la idea de que había perdido el derecho a recibir la gracia divina. Se me había privado de la alegría que brinda el servicio a una santa tarea. Mis pensamientos daban forma, aunque no lo quisiera, a la imagen de Clarimonda y a sus palabras. Este era mi castigo: por el hecho de haberme atrevido a mirar a una mujer, aunque hubiera sido una sola vez, sufría las más ingratas turbaciones. Mi existencia había sido alterada para siempre.
Creo que ha llegado el momento de no haceros perder más el tiempo con fracasos y triunfos, a los que siguieron unos profundos derrumbamientos espirituales, ya que me dedicaré a contar el suceso central. Una noche fui despertado por una llamada violenta. Mi ama de llaves abrió la puerta a un personaje de rostro cobrizo, que iba ricamente vestido, aunque llevaba ropas extranjeras. Le vi claramente gracias al farol que sujetaba Bárbara. Me di cuenta de que ésta se hallaba muy asustada, a pesar de que el extraño intentó tranquilizarla diciendo que necesitaba ayuda: al parecer su señora, una dama importante, se encontraba al borde de la muerte y precisaba mi auxilio.
Me dispuse a acompañarle, por lo que cogí todo lo necesario para la Extremaunción. Ante la puerta resoplaban dos caballos negros como la noche, de cuyos cuerpos brotaban ondas de vapor. Procuré agarrarme al estribo de uno de estos animales, y aquel personaje me ayudó a montar. Pero él no necesitó nada más que una mano para dominar a su montura, a la que obligó a cabalgar igual que una flecha.
Como el extraño también sujetaba la brida de mi caballo, me vi sometido a una carrera frenética. El suelo pasaba por debajo de mí a una velocidad inusitada, y las oscuras siluetas de los árboles retrocedían a nuestro alrededor como si escaparan en forma de centellas. Cruzamos una sombría espesura, tan negra y fría que me recorrió el cuerpo un escalofrío de terror supersticioso. Al mismo tiempo, dejábamos una estela de las chispas producidas por las herraduras al golpear sobre las piedras, como un reguero llameante.
Creo que si alguien nos hubiera podido contemplar, habría pensado que éramos dos espectros cabalgando en medio de una pesadilla. Además, nos acompañaban los fuegos fatuos. Las cornejas piaban en los bosques y los ojos fosforescentes de algún gato salvaje nos seguían. Las crines de los caballos se habían enmarañado, y el sudor se deslizaba a chorros por sus cuerpos.
En el momento que mi acompañante creyó que los animales iban a desfallecer, soltó un aullido gutural, sobrehumano, y clavó espuelas. La carrera prosiguió con mayor velocidad, todo un torbellino. Por último, una sombra negra apareció ante nosotros, y los cascos de las bestias retumbaron sobre un suelo metálico. Cruzamos bajo una bóveda que extendía sus fauces entre dos torreones gigantescos. Pronto advertí que en el castillo reinaba una gran agitación.
Como los criados no dejaban de recorrer los patios y las habitaciones, las antorchas que llevaban dibujaban trazos de luz por todas partes. Conseguí ver unas grandiosas formas arquitectónicas: columnas, arcos, escalinatas y balaustradas. Algo que me dio idea de la importancia de los dueños de aquel lugar.
Ante mí apareció un paje negro, en el que reconocí al que me entregó el portafolios de Clarimonda. Mientras me ayudaba a descender del caballo, pensé en lo peor. Idea que vino a confirmar un mayordomo, vestido de terciopelo oscuro, que llevaba en el cuello una cadena de oro y empuñaba un bastón de marfil. Estaba llorando y las lágrimas humedecían su barba blanca.
—¡Ha llegado demasiado tarde, padre! —se lamentó con la cabeza baja—. Pero ya que usted no pudo salvar su alma, será conveniente que vele su cuerpo.
Me cogió del brazo para llevarme a la estancia fúnebre. En ese momento mi llanto era tan abundante como el suyo, debido a que la difunta sólo podía ser Clarimonda, a la que tan locamente yo amé. Alguien había instalado un reclinatorio cerca de la cama; una llama azulada, que se agitaba en una patera de bronce, daba un débil resplandor a parte de la estancia, a la vez que dejaba ver las esquinas de algún pueblo o de una cornisa. Encima de una mesa, dentro de una urna labrada, contemplé una marchita rosa blanca, cuyos pétalos, menos uno, habían caído junto a un vaso, y se parecían a unas lágrimas perfumadas. Cerca se encontraba un antifaz negro y un abanico; varios disfraces distintos estaban caídos sobre los sillones, dando idea de que la muerte había entrado inesperadamente en la regia mansión.
Sin atreverme a mirar hacia el lecho, me arrodillé en el reclinatorio y empecé a recitar los salmos, dando gracias a Dios por haber interpuesto la tumba entre aquella mujer y yo, pensando que de esta manera podría incluir su nombre santificado en mis rezos. No obstante, este deseo se fue debilitando lentamente, ya que caí en una fase de ensoñación.
He de reconocer que el dormitorio donde me hallaba no se parecía en nada a una cámara mortuoria. Faltaba el aire fétido habitual, al poder recibir un vaho sensual de aromas orientales, propio de una mujer muy especial, que se deslizaba cu la tibia atmósfera. Reinaba el débil resplandor de un lugar dispuesto para los actos voluptuosos, de los que se me había prevenido en el seminario. Debí recordar la singular casualidad que me había traído al lado de Clarimonda en el mismo día que la perdí para siempre. Un suspiro de nostalgia escapó de mis labios.
De pronto, creí haber oído una respiración a mis espaldas, y me giré sin quererlo. Por culpa de esta acción mis ojos contemplaron la cama de la muerta, que hasta ese momento había procurado evitar. Estaban recogidas las cortinas de damasco rojo estampadas, con lo que permitían ver el cadáver, cuyas manos estaban unidas sobre el pecho. Había sido tapado con un velo de lino de una blancura resplandeciente, lo que resaltaba todavía más debido al tono púrpura de los cortinajes, de una delicadeza que no escondía las hermosas líneas ondulantes del cuerpo, a la vez que se mantenía al descubierto el cuello de cisne, al que ni la muerte había podido restar ni un ápice de su perfección. Parecía una estatua de alabastro realizada por un genial escultor para el sepulcro de una reina, o una doncella yaciente sobre la que hubiese caído una nevada.
Fui incapaz de detener mis impulsos, acaso al sentirme embriagado por el aire de la habitación. El febril aroma de la rosa marchita se me introdujo en el cerebro y movió mis piernas. Pero me quedé inmóvil junto a una de las columnas de la cama, con el propósito de examinar el hermoso cuerpo. Singulares emociones recorrían mi alma. Llegué a creer que no se hallaba realmente muerta, y que estaba siendo sometido a un hechizo del que despertaría cuando ella me confesara su amor.
Hubo un instante que me pareció ver que uno de sus pies se movía debajo del sudario. Sin embargo, me dije:
«¿Es que Clarimonda duerme? ¿Cómo puedo saberlo? Ese paje negro quizá sirva a otra dama. Sólo un loco puede imaginar cosas tan absurdas como las que me atormentan. ¡Pero mi corazón no cesa de gritar que es ella, únicamente ella!»
Me aproximé todavía más a la cama y examiné con atención la figura que tanto me inquietaba. He de reconocer que la perfección de las formas, aunque careciesen de vida, me llenaba de voluptuosidad, y su aspecto relajado era tan similar al que se adquiere cuando se duerme. Terminé por olvidar que estaba allí para administrar la Extremaunción, porque preferí imaginar que era un esposo impulsivo invadiendo el dormitorio de su novia pudorosa que se había negado a ser vista antes de tiempo.
Apenado por el dolor y, a la vez, lleno de alegría, me incliné sobre ella. Sin poder contener unos estremecimientos, levanté el velo muy despacio, conteniendo la respiración para no sobresaltarla. Las venas de mi cuello palpitaban con tanta intensidad que la sangre martilleó mis sienes, y me cubrí de sudor igual que si estuviera levantando una pesada losa de mármol.
Allí tenía a la misma Clarimonda que vi en la iglesia en la ceremonia de mi ordenación. Ofrecía todo su encanto, como si la muerte fuese un adorno más de su sublime belleza. La blancura de sus pómulos, el leve rosado de sus labios, las alargadas pestañas que sombreaban los párpados cerrados le conferían un aire de castidad. Aparecía tan seductora.
Sus largos cabellos estaban sueltos, y entre los mismos alguien había colocado unas florecillas azules, sin impedir que los bucles ocultasen parte de los hombros desnudos. Sus manos hermosas me parecieron más blancas e inmaculadas que una ostia, y se hallaban cruzadas en un gesto de devoto reposo o de mudo rezo. Todo esto aliviaba la fascinación que el conjunto provocaba. En los redondeados brazos seguían estando los brazaletes de perlas.
Seguí durante mucho tiempo observándola, y cada vez me resultaba más difícil aceptar que se hubiera marchado de este mundo. No puedo decir si fui víctima de una ilusión o del efecto producido por la vela, el hecho es que me pareció que la sangre circulaba bajo esa piel mate; pero ella continuaba quieta. Me atreví a presionar uno de sus brazos. Lo sentí frío, pero nunca más que en el momento que su mano agarró la mía ante el pórtico de la iglesia. Bajé un poco más la cabeza, para acercarme a su rostro, sobre el que no pude evitar que cayeran algunas de mis lágrimas. ¡Oh, qué amarga era la hiel de mi desesperación!
Hubiese querido entregarle mi vida para recuperar la suya. Pero la noche seguía su curso, y yo debía marcharme de allí.
Por eso no quise privarme del placer de conocer el sabor de sus labios, sin importarme que estuvieran muertos.
¡Oh milagro! Una tenue respiración se unió a la mía, y la boca de Clarimonda respondió al contacto. Sus ojos se abrieron y recuperó un poco de brillo, suspiró y separando los brazos, con sus manos rodeó mi cuello presa de un arrebato indescriptible.
—¡Ah, si eres tú, Romualdo! —exclamó con un tono lánguido y tan suave como las vibraciones de un arpa—. ¿Qué estás haciendo? Te he esperado durante tanto tiempo, que he terminado por morir; sin embargo, ahora somos novios, podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós, Romualdo, adiós! Te amo, es lo único que necesitaba decirte, te debo la vida que me has devuelto con tu beso. Pronto nos encontraremos.
Su cabeza cayó hacia atrás, sin que sus brazos dejaran de rodearme. De repente, un golpe de viento abrió las ventanas y entró en la habitación con la mayor violencia. Se agitó el último pétalo de la rosa marchita, hasta que cayó como el ala de un insecto, volando hasta perderse por la ventana abierta. Supe que se estaba llevando el alma de Clarimonda. También se consumió la llama de la lámpara y yo me derrumbe desvanecido sobre el cuerpo del hermoso cadáver.
En el momento que recuperé el conocimiento me vi en mi propio lecho, dentro de la estancia parroquial. El viejo perro lamía mi mano, ya que colgaba fuera de la manta. El ama de llaves se movía inquieta por la habitación, sin dejar de abrir y cerrar cajones y agitando las medicinas que había en los vasos. Al advertir que yo estaba despierto, gritó de alegría, y el animal ladró y agitó el rabo; sin embargo, me faltaban las fuerzas y no conseguí formular una sola palabra o realizar un movimiento.
Después me informaron que había estado tres días en la cama, sin dar otras muestras de vida que una débil respiración. Este es un tiempo perdido para mí, ya que desconozco lo que hice. Bárbara me contó que el personaje de rostro cobrizo me trajo en una litera cerrada para marcharse con la mayor velocidad.
Por otra parte, en el momento que recuperé la capacidad de pensar, me entretuve en repasar todos los detalles de aquella noche fatal. Supuse que había sido el juguete de una mágica ilusión; sin embargo, ciertas evidencias echaban por tierra esta teoría. Tuve que desechar la idea de un sueño, ya que mi ama de llaves había visto al hombre de los caballos negros, hasta el punto de ser capaz de describir su ropaje. Lo más singular es que nadie sabía que en las proximidades se encontrara un castillo igual al que yo describía, como tampoco se conocía a una dama llamada Clarimonda.
Una mañana me encontré delante del padre Serapion. Bárbara le había contado mi enfermedad, por eso acudió con la mayor rapidez. Le agradecí su presencia. Luego él quiso saber cómo estaba llevando la parroquia, si me encontraba satisfecho, en qué empleaba el tiempo libre, qué libros estaba leyendo y otras cosas similares. Procuré contestarle con la mayor brevedad, e incluso me di cuenta que mi compañero cambiaba de tema sin esperar a que yo hubiese concluido. Comprendí que la conversación tenía algo de interrogatorio. Una idea que adquirió la más cruda realidad cuando, empleando un tono claro y rotundo, me contó algo que sonó en mis oídos como las trompetas del juicio final.
—Se dice que la cortesana Clarimonda acaba de fallecer luego de organizar una orgía que se prolongó durante ocho días y el mismo número de noches. Aquello debió ser diabólico, al repetirse los banquetes de Baltasar y Cleopatra. ¡Vaya tiempos en los que vivimos, Dios! Los invitados fueron servidos por esclavos de piel oscura, todos los cuales hablaban un idioma desconocido. Creo que eran verdaderos demonios. La librea de rango inferior hubiera servido para uniformar al emperador.
Respecto a Clarimonda se han contado muchas atrocidades, y que cada uno de sus amantes fue víctima del final más indigno y violento. Se dice que es una mujer vampiro, aunque yo creo que en ella se escondía el propio Satanás.
Cuando dejó de hablar me estaba observando fijamente, acaso para comprobar el efecto que me habían causado sus palabras. No pude impedir que me asaltara un estremecimiento al escuchar el nombre de Clarimonda. La noticia de su muerte me produjo una gran turbación, al unirla con la escena que me había tocado vivir en su dormitorio. Como me quedé muy pálido, a la vez que mis escalofríos habían sido bastante acusados, Serapion me dedicó una mirada de reproche y, luego, comentó:
—Hijo, he de avisaros que estáis caminando en dirección al abismo. Procurad no caer en su fondo. El diablo tiene unas garras muy largas, y lo que se guarda en las tumbas puede escapar. La lápida de Clarimonda debió ser sellada tres veces, ya que no es la primera vez que ha muerto. ¡Qué el señor te proteja, Romualdo!
Fueron las últimas palabras de Serapion, porque cruzó la puerta y se fue. No volví a verle, ya que partió a S*** poco más tarde.
Ya estaba recuperado totalmente y reanudé mis tareas. El recuerdo de Clarimonda no se borraba de mi mente; sin embargo, ningún suceso vino a apoyar los presagios del sacerdote amigo. Empecé a suponer que sus temores eran infundados.
No obstante, una noche tuve una pesadilla. Nada más conciliar el sueño, oí que las cortinas de mi cama eran descorridas con fuerza, hasta el punto de que las anillas se desplazaron por la barra ruidosamente. Di un salto para sentarme y pude ver la sombra de una mujer. No tardé en reconocer a Clarimonda. Lleva en las manos una lamparita como las que se colocan en las tumbas, cuyo resplandor daba una transparencia rosada a su brazo desnudo. Su única vestimenta era el sudario de lino que le habían puesto en su lecho mortuorio, y sostenía los pliegues en el pecho, como si le diera vergüenza mostrarse casi desnuda.
Sin embargo, su manita no era suficiente, ya que al ser tan blanca el color del tejido se confundía con el de su piel. Me pareció una estatua de mármol y no una mujer viva. Su hermosura era la misma, nada más que el verde resplandor de sus ojos aparecía algo más apagado, y su boca había pasado a ofrecer un rosa pálido en lugar del bermellón anterior de la vida. Las florecillas azules que adornaron sus cabellos ya estaban secas, lo que no restaba fascinación a la totalidad del conjunto, hasta el punto que, a pesar del modo inexplicable de invadir mi dormitorio me sentí dominado por el pánico y, además, por la pasión.
Ella dejó la lámpara en la mesilla y se acomodó a los pies de la cama; acto seguido, inclinándose sobre mí, me dijo con esa voz aterciopelada tan suya, que fascinaba hasta la anulación:
—He querido que anhelaras mi presencia, Romualdo, al creer que te había abandonado para siempre. Regreso de muy lejos, de un sitio del que nadie vuelve. En aquel país faltan el sol y la luna, ya que dominan las sombras. Se carece de la tierra en la que caminar, luego son innecesarios los senderos. También falta el aire en el que volar. Sin embargo, me encuentro a tu lado, ya que el amor es capaz de vencer a la muerte. ¡Ay! He contemplado en mi viaje los rostros más lúgubres y sucesos terribles. Mi alma ha debido combatir tanto para encontrar la salida de ese mundo, con la ilusión de localizar tu cuerpo, que de nuevo poseeré... ¡Cuánta fuerza precisé para levantar la losa con la que se me había tapado! Observa las palmas de mis manos heridas. ¡Bésalas y se curarán, amor mío!
Me las acercó a la boca, y las besé mil veces. Ella me contemplaba con una sonrisa de inefable placer.
Debo reconocer que había olvidado por completo los consejos del padre Serapion. Estaba sucumbiendo sin oponer resistencia, y desde el primer asalto. La frescura de la piel de Clarimonda ya había entrado en contacto con la mía, y me dominaban unos voluptuosos estremecimientos. ¡Mi infeliz niña! A pesar de todo lo que había contemplado, no podía aceptar que fuese un demonio. Satanás jamás escondió de mejor manera sus garras y sus cuernos.
Ella había recogido las piernas sobre los talones y, acurrucada sobre la cama, componía una postura muy sensual. Con sus manos acariciaba mis cabellos, formando rizos igual que si estuviera ensayando peinados. Yo la dejaba hacer complacido, y Clarimonda me susurraba palabras encendidas. Nada me extrañaba debido a que, preso de la fascinación, lo más asombroso me resultaba natural.
—Te he amado mucho antes de haberte conocido, querido Romualdo. Te buscaba por cualquier calle o edificio. Te habías convertido en mi sueño. Al verte en la iglesia sólo pude decirme: «¡es él!» Te dediqué una mirada para que conocieras la fuerza de mis sentimientos, sin importarme que allí delante estuviera el obispo. Hasta un rey se hubiera rendido ante mis ojos; pero tú te mantuviste fuerte, al elegir a tu Dios antes que a mí... ¡Ah, qué celosa me sentí en aquel instante, porque amabas a alguien más que a mi persona!
«¡Qué desgraciada! Nunca conseguiré que tu corazón me pertenezca en exclusiva. Cuando me resucitaste con un beso, Clarimonda la muerta recibió las fuerzas suficientes para poder forzar los sellos de su lápida, con el fin de correr a entregarte su cuerpo... y su existencia, que le ha sido devuelta por tu intervención.»
Cada una de sus palabras las acompañó con unas caricias delirantes, que aturdieron mis sentidos y mi mente. Hasta el extremo de que proferí una blasfemia al gritar que la amaba más que a Dios.
Sus pupilas adquirieron la intensidad de los crisopacios.
—¿Puede ser eso cierto? ¡Me amas más que a Dios! —exclamó, rodeándome con sus brazos—. Si es cierto, te llevaré conmigo donde me apetezca. Dejarás ese horrible ropaje negro. Te convertiré en el más soberbio de los caballeros, serás mi único amante. El dueño de las pasiones de Clarimonda, que llegó a rechazar a un papa, supondrá tu mejor trofeo. ¡Te prometo la vida más dichosa, una brillante existencia! ¿Cuándo partiremos querido Romualdo?
—¡Mañana mismo! —grité delirando.
—Sea como tú quieres —replicó—. Dispondré del tiempo para cambiar de vestidos, porque llevo uno demasiado ligero para ir de viaje. Además he de entrar en contacto Con la gente que me llora al creerme muerta. Dinero, ropas, coches, todo se hallará listo, y vendré a buscarte a esta misma hora. ¡Adiós, corazón mío!
Puso sus labios sobre mi frente. Súbitamente, la luz se apagó y se corrieron las cortinas. Ya no pude ver nada más... Un sueño plomizo se apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Me desperté más tarde de lo habitual, y el recuerdo de la noche anterior me mantuvo a merced de una gran agitación. Terminé por aceptar que acababa de ser víctima de una fantasía fascinante que me había dejado una especie de resaca parecida a la de una borrachera.
Sin embargo, el recuerdo era tan vivo que no pude creer que perteneciera a un sueño. Cuando volví a acostarme, llegada la noche, me embargaba un cierto temor por lo que me aguardaba. Supliqué a Dios que apartase de mí los malos pensamientos y defendiera la castidad de mi mente.
Rápidamente me dormí, con lo que el sueño prosiguió. Las cortinas fueron corridas y encontré a Clarimonda, no como la primera vez, pálida en su sudario y con las violetas de la muerte en sus pómulos, sino vestida con un espléndido traje de terciopelo verde adornado con cordones de oro y recogido en un lateral para dejar ver una falda de satén. Había peinado sus rubios cabellos con tirabuzones, que cubría con un amplio sombrero de fieltro adornado con plumas blancas colocadas caprichosamente; además, empuñaba una fusta rematada en oro. Me dio un golpe suave diciendo:
—Arriba, dormilón. ¿Cómo no me estabas esperando? Creí que te habrías levantado. Anda, muévete que no disponemos de mucho tiempo. —Abandoné la cama—. Vístete y salgamos de aquí —dijo, a la vez que señalaba un paquete que había traído. Los caballos se cansan y están mordiendo sus frenos. Ya deberíamos encontrarnos a diez leguas de aquí.
No tardé en vestirme, mientras ella me ofrecía mi nueva indumentaria riendo a carcajadas por mi torpeza. En muchas ocasiones debió explicarme cómo debía ponerme algunas de las prendas. Por último, me peinó el cabello y, cuando estimó que estaba dispuesto, me entregó un espejo de bolsillo de cristal de Venecia, provisto de filigranas de plata, preguntándome:
—¿Qué te parece tu nuevo aspecto? ¿Querrás que sea tu mayordomo desde ahora?
Había cambiado por completo, y me costó reconocerme. Mi imagen era tan distante como pueden serlo una tosca piedra y la escultura que se obtiene de ella. Mi figura de joven sacerdote rural sólo había sido el torpe boceto de un cuadro majestuoso. Aquella figura que me devolvía el espejo pertenecía a un hombre guapo, elegante y diferente, por lo que me estremecí de vanidad por la asombrosa metamorfosis. El elegante ropaje y los bordados me convertían en un caballero poderoso, gracias a que todo aquello había penetrado en mi naturaleza.
Procuré caminar por la habitación para moverme con más soltura. Clarimonda me observaba con la satisfacción de una maestra que ha realizado su mejor trabajo.
—Dejemos las reacciones infantiles, pues nos queda mucho por hacer, querido Romualdo. El viaje será largo, y si perdemos más tiempo jamás llegaremos.
Me cogió de la mano y abandonamos la casa. Las puertas se abrían a su paso sin casi tocarlas, y el perro no se despertó al pasar a su lado.
En el exterior nos esperaba el escudero de tez cobriza, que ya conocía. Sujetaba por las bridas a tres caballos negros, en los que montamos para partir a la mayor velocidad. De nuevo tuve la sensación de que cabalgábamos con la rapidez del viento, y la luna, que parecía haber roto las nubes para alumbrarnos, giraba en el cielo como la rueda de un carro: por momentos la veíamos a nuestra derecha, perdiéndose entre los árboles, o a la izquierda, como si luchara por no abandonarnos.
Cuando llegamos a una llanura, en las proximidades de un bosquecillo, vi un coche al que estaban enganchados cuatro vigorosos caballos. Subimos a este vehículo, y de nuevo nos entregamos a una frenética carrera. Con mi brazo rodeaba la cintura de Clarimonda, a la vez que sujetaba una de sus manos. Ella había apoyado su cabeza en uno de mis hombros, por lo que pude gozar de la caricia de sus cabellos, sin dejar de sentir la tibieza de su cuello semidesnudo.
Me había olvidado de cualquier amenaza, y no recordaba que había sido un sacerdote. Tal era la fascinación que me unía a esa mujer. A partir de aquella noche, mi personalidad se duplicó en dos hombres muy diferentes, que se ignoraban el uno al otro: el cura y el caballero. Por el día pensaba que era el primero; y por la noche, pasaba a ser el segundo.
Hasta que llegó un momento en que el caballero libertino se mofaba del casto cura; a la vez que éste despreciaba al otro. La existencia que mantenían podía compararse a unas espirales que, a pesar de intentar juntarlas para convertirlas en una sola, jamás llegan a tocarse. Pero debéis creer que en ningún momento creí haberme vuelto loco. Porque tuve siempre muy clara la idea de mis dos vidas. Sólo se presentaba una absurda circunstancia: que la misma identidad perteneciera a dos hombres opuestos. Suponía una anormalidad de la que no era consciente mientras actuaba como el sacerdote del pueblo C*** o como el signor Romualdo, amante fijo de Clarimonda.
En realidad me hallaba —eso suponía— en Venecia. Me costaba discernir lo que había de verdad o de mentira en mi extraordinaria aventura. Residíamos en un enorme palacio de mármol situado en el Cabaleio, donde había estatuas y dos Tizianos de la mejor época, que adornaban el dormitorio de Clarimonda. Era un lugar digno de reyes. Disponíamos de una góndola y de una barcarola individuales, que llevaban nuestro escudo.
Ella sabía vivir a lo grande, porque en su naturaleza había mucho de Cleopatra. Por mi parte, mantenía un ritmo de actividad digno de un hijo de príncipes; y me había hecho tan popular como si perteneciera a la casta de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima República. En mi orgullo ni hubiera cedido el paso al mismo Dux, y considero que desde Lucifer, antes de ser expulsado del cielo, nadie había sido tan vanidoso e insolente como yo.
Entraba en el casino de Ridoto, donde jugaba de una forma diabólica, ganando más veces de las que perdía. A mi lado se sentaba la más elevada sociedad del mundo, formada de herederos de familias arruinadas, mujeres de teatro, estafadores, vividores y espadachines.
Pese a mi existencia disoluta, Clarimonda continuaba siéndome fiel. La amaba con mayor pasión que nunca, con un amor cada vez más grande. Ella alimentaba mis insaciables apetitos, sin dejar de fortalecer mi seguridad. Tenerla a mi lado era como disponer de cien amantes, porque sabía ser distinta en cada ocasión, sin perder nada de su hermosura y arrebatadora fascinación. Yo intentaba darle todo lo que poseía, y a cambio recibía un amor centuplicado.
Eran muchos los jóvenes nobles que la acosaban, y hasta miembros del Consejo de los Diez le hicieron proposiciones casi imposibles de rechazar. Un tal Foscasi le pidió matrimonio; sin embargo, los rechazaba a todos. Disponía del oro suficiente, luego no necesitaba más riquezas. Le bastaba con mi amor puro, que ella había generado y que le pertenecería hasta el fin de mis días.
Hubiera sido completamente feliz de no ser por esa pesadilla que retornaba a mí cada noche, y en la que me creía un cura rural. Por eso me mortificaba, a la vez que hacía penitencia por los pecados cometidos a lo largo del día.
La fortaleza que encontraba al lado de Clarimonda, me llevó a olvidar la extraña forma en que la conocí. No obstante, de vez en cuando me inquietaban las palabras del padre Serapion.
Y un día caí en la cuenta de que la salud de Clarimonda estaba siendo herida por una misteriosa enfermedad. El color de su piel se apagaba. Los médicos que la examinaron no supieron diagnosticar el mal. Se limitaron a recetarle algunos medicamentos; pero no volvieron al palacio. Mientras, ella palidecía continuamente y cada vez estaba más fría. Por momentos me parecía tan blanquecina y helada como aquella noche que la contemplé muerta en el castillo misterioso. Me desesperaba verla marchitarse sin poder brindarle mi socorro. Conmovida por mi dolor, ella me dedicaba unas dulces sonrisas, sin evitar esa expresión de quien sabe que va a morir.
Una mañana que estaba desayunando en una mesita, cerca de su cama, porque no me hallaba dispuesto a separarme de ella ni un minuto, me hice un corte bastante profundo en un dedo al pelar una fruta. La sangre brotó en el acto, formando un reguero púrpura. Unas gotas salpicaron a Clarimonda. Entonces sus ojos se iluminaron, su rostro cobró un gesto de salvaje alegría que nunca había visto antes y salto de la cama con la agilidad de un gato. Sin poder reprimirse, como hipnotizada por la sangre.
Sujetó mi dedo con una de sus manos, puso los labios sobre la herida y, en el acto, se entregó a succionar mostrando una voluptuosidad indescriptible. Tragaba la sangre a pequeños sorbitos, muy despacio, como un gourmet que saborea un vino de Jerez o de Siracusa. Tenía los párpados entornados, y sus verdes pupilas ya no eran redondas sino alargadas. Hacía unas pausas para besar mi mano y, luego, volvía a presionar sus labios contra la abertura de mi herida para extraer más gotitas rojas.
En el momento que ya no pudo obtener sangre, se levantó con los ojos humedecidos y resplandecientes, ruborizada como los amaneceres de mayo, complacida. Su diestra había adquirido un tono tibio y húmedo, y aparecía más bella que nunca. Estaba curada.
—¡Ya nunca moriré! ¡Tú me darás la vida! —exclamó loca de satisfacción, agarrándose a mi cuello—. Podré entregarte mi amor durante mucho tiempo. Mi existencia se hallará unida a la tuya, y todo mi ser dependerá de ti. Sólo unas gotas de tu noble y apetitosa sangre, más valiosa que todos los elixires del mundo, me han devuelto la vida.
Esta circunstancia me preocupó durante unas horas, haciéndome dudar de la sinceridad de Clarimonda. Y aquella misma noche, cuando el sueño me trasladó a la parroquia rural, encontré al padre Serapion más preocupado que nunca: —Como no habéis quedado satisfecho con perder vuestra alma, ahora queréis perder vuestro cuerpo. ¡En qué trampa ha caído voluntariamente, infeliz!
Me sentí muy afectado por el tono de sus palabras, sin embargo, esta sensación desapareció en seguida, ya que otros sucesos se encargaron de borrarla de mis recuerdos. Una noche contemplé en mi espejo, en cuya posición ella no había reparado, cómo Clarimonda depositaba unos polvos en una copa de vino sazonado que acostumbraba a prepararme a esas horas.
Acepté la bebida cuando me la entregó y, luego, simulé que tomaba un sorbo, para dejar el resto sobre una mesa diciendo que la apuraría más adelante. En el momento que se volvió de espaldas, derramé su contenido debajo de la mesa. Seguidamente, me retiré a mi dormitorio, convencido de que debía mantenerme despierto. No tuve que esperar mucho tiempo, ya que Clarimonda apareció llevando un camisón. Nada más que se quitó sus velos, se recostó a mi lado. Cuando se aseguró de que yo dormía, cogió mi brazo desnudo extrajo de sus cabellos un alfiler de oro y susurró:
—Una sola gotita roja, un rubí en la punta de mi aguja... Como has seguido amándome no moriré... ¡Oh, mi pobre amor! Beberé tu deliciosa sangre. Sigue durmiendo, mi señor, mi niño, porque no te causaré ningún dolor. Sólo absorberé la imprescindible para que no se consuma mi existencia. Si no te quisiera tanto me decidiría a buscar otros amantes cuyas venas agotaría; sin embargo, desde que te conocí, los demás hombres me parecen horribles. ¡Ah, qué brazo tan espléndido, tan perfecto, tan blanco! Nunca podré tener a mi merced una vena tan azul —gemía al mismo tiempo que hablaba, y sentí la caída de sus lágrimas sobre mi piel.
Por último, se decidió a pincharme. Esperó a que brotase la sangre y, después, comenzó a succionar. Nada más que bebió un poco, se retiró al tener miedo de debilitarme. Seguidamente, colocó una cinta alrededor de mi brazo, después de frotar la herida con un ungüento que la cicatrizó al instante.
Ya no me cupo la menor duda. El padre Serapion me había advertido de este riesgo. Sin embargo, a pesar de la evidencia, no dejaba de amar a Clarimonda y la hubiese regalado toda la sangre que necesitara para seguir viva. Por otra parte, no debía sentir miedo porque, a pesar de ser una vampira, la había visto y oído que se conformaba con un poco de sangre. Mis venas se hallaban repletas, y tardarían en agotarse. No iba a ser egoísta con la mujer que amaba. Me habría abierto el brazo yo mismo diciéndole:
—Bebe todo lo que necesites, y que mi pasión se transmita a tus venas.
Procuré olvidar el narcótico que había pretendido hacerme beber y la aguja con la que me pinchó el brazo. Seguimos viviendo en armonía. Pero mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban al llegar la noche, sin saber que penitencia debía aplicarme para mortificar mi carne. A pesar de que todas mis visiones fueran involuntarias, no me atrevía tocar la imagen de Cristo con mis manos impuras.
Queriendo impedir las alucinaciones, procuraba mantener los ojos abiertos al acostarme, hasta que la arena del adormecimiento terminaba por doblegarme. Entonces aparecía Serapion exhortándome a que siguiera luchando. Una noche me ofreció este consejo:
—Nada más que existe una solución para que os libréis de esa obsesión. A pesar de ser una medida extrema, los dos la llevaremos a la práctica. Conozco el cementerio donde se encuentra la tumba de Clarimonda. La desenterraremos para que veáis en el lamentable estado que se encuentra quien ha secuestrado vuestro amor. Debéis recuperar el alma lo antes posible. Esto sucederá en el momento que tengáis delante un cuerpo devorado por los gusanos y a punto de transformarse en polvo. ¡Así entraréis en razón!
Acepté el trato porque ya estaba cansado de mantener una doble vida. Necesitaba averiguar quién era víctima de la ilusión, si el sacerdote o el libertino caballero, para acabar con uno u otro. También cabía la posibilidad de que debiera eliminar a los dos. El padre Serapion cogió un pico, una pala y una linterna. A medianoche llegamos al cementerio de ****, donde él se movió con seguridad. Luego de aproximar la luz a las inscripciones de algunas lápidas, llegamos ante una piedra medio oculta entre altas hierbas y que aparecía mordida por el musgo y las plantas parásitas. Allí desciframos el comienzo de la siguiente inscripción:
—Es ésta —dijo Serapion.
Dejó en el suelo la linterna, introdujo la punta de la pala en la zona baja de la piedra y empezó a levantarla. Consiguió desplazarla y, en seguida, se entregó a picar con ahínco. Le dejé trabajar en medio de la oscuridad, hasta que le vi sudar copiosamente y jadear casi agotado. Componíamos un espectáculo muy singular, que cualquiera hubiese considerado la labor de unos profanadores de tumbas. La tarea de Serapion mostraba tanta obsesión, que más se asemejaba a un demonio que a un ángel. Su expresión bajo el resplandor de la linterna no tenía nada de tranquilizadora.
Advertí en mis brazos una sensación fría, y mis cabellos empezaron a erizarse. Porque estaba considerando el trabajo de aquel viejo sacerdote como un sacrilegio abominable, y llegué a desear que de la tierra surgiera un fuego que le aniquilase en el acto.
Los búhos posados en los cipreses se movían inquietos por los reflejos de la linterna. Algunos descendían a golpear con sus alas los cristales, gimiendo lastimosamente. Desde el fondo nos llegaban los chillidos de los zorros, a los que acompañaban infinidad de otros ruidos siniestros. Finalmente, el pico de Serapion chocó con un ataúd, y los tablones retumbaron con un ruido sordo, con ese horrible sonido que origina lo vacío cuando es tocado. Arrancó la tapa y pudimos contemplar a Clarimonda: pálida como el mármol, con las manos juntas; su blanco sudario daba forma a un solo pliegue, que iba desde la cabeza a los pies. Una roja gotita resplandecía en la comisura de sus labios igual que una rosa. Al descubrirla, Serapion se encolerizó.
—¡Aquí estás, diabólica cortesana, chupadora de sangre y de oro!
En seguida roció de agua bendita el cuerpo y todo el ataúd y, luego, dibujó una cruz con el hisopo. En el mismo instante que dio comienzo a esta labor, el hermoso cuerpo de Clarimonda se fue convirtiendo en polvo, hasta quedar reducido a una repugnante combinación de cenizas y huesos calcinados.
—Aquí tenéis a vuestra amante, señor Romualdo —dijo el cruel sacerdote, señalando los tristes despojos—. ¿Os atreveréis a pasear por el Lido y la Fusine con esta hermosura?
Agaché la cabeza, sabiendo que sólo quedaban rescoldos en el interior de mi recuerdo. Regresé a mi parroquia, y el signore Romualdo, el libertino amante de Clarimonda, se alejó para siempre del infeliz cura, del que durante tanto tiempo había sido su amarga compañía.
Sin embargo, la noche siguiente volví a tener delante a Clarimonda, tan bella como la vez primera en el pórtico de la iglesia.
—¡Estúpido, estúpido! ¿Por qué has permitido que actuara ese cura ignorante? ¿Es que yo no te proporcionaba la felicidad? ¿Qué ofensa te he hecho para que permitieras que se violara mi tumba y se pusieran al descubierto las miserias de mi nada? Tú mismo has destruido todo vínculo de unión entre los dos; y ya nuestros cuerpos jamás volverán a estar juntos. ¡Adiós para siempre! ¡Sé que jamás me olvidarás!
De repente, se volatilizó en el aire como lo hace el humo al ser arrastrado por una violenta ráfaga de aire. Nunca volví a verla...
¡Ay de mi destino! Ella tenía razón: la he recordado infinidad de veces, y todavía continúa en mi memoria como una carga de frustración. Por conseguir la tranquilidad de mi alma pagué el peor de los precios. Nunca el amor de Dios será capaz de ocupar el lugar del suyo.
Esta es la amarga historia de mi juventud. Hermano, no os atreváis a mirar a una mujer, andad siempre con la cabeza baja, los ojos clavados en el humilde suelo, debido a que, a pesar de que Os consideráis casto y tranquilo, ¡un solo minuto puede ser suficiente para que perdáis la eternidad!