El corazón delator
Edgar Allan Poe nació en la ciudad de Boston en 1809. Inquieto estudiante, pasó por varias instituciones civiles y religiosas de su país y de Gran Bretaña, donde adquirió una gran cultura. Apasionado por la vida, no le importó entregarse a grandes excesos, que le llevaron a romper con su familia. Sus inicios literarios fueron en la prensa y escribiendo poemas. Luego de una existencia azarosa, se entregó a la bebida y a las drogas. En los momentos de lucidez comenzó a escribir alguna de sus mejores obras. En 1838, publicó Las Aventuras de Arturo Gordon Pym y siete años más tarde la poesía lírica El cuervo, con la que obtuvo un éxito clamoroso. Seguidamente, la bebida y los fracasos sentimentales le hundieron en la miseria, lo que no le impidió escribir nuevas grandes obras.
Puede afirmarse que fueron los jóvenes literatos franceses los que descubrieron a Poe, al que levantaron un pedestal; mientras tanto, en Estados Unidos e Inglaterra se le consideraba un escritor vulgar. El paso del tiempo haría justicia a este genio, padre del terror literario, lo mismo que de la novela policíaca actual. Un ser privilegiado que supo plasmar la psicología del criminal, a veces recorriendo a la inversa el deambular de una mente homicida, mucho antes de que Freud y sus seguidores realizaran los grandes descubrimientos sobre el comportamiento humano. Un ejemplo de todo esto lo encontramos, mejor que en ningún otro relato, en El corazón delator. Poe murió en Baltimore en 1849.
¡Lo reconozco! Nunca he dejado de ser muy nervioso, demasiado, acaso exageradamente nervioso. Sin embargo, ¿cómo es que alguien se atreve a decir que me he vuelto loco? Es verdad que diferentes enfermedades han incrementado mis sentidos, cuando parecía que iban a ser destrozados o aturdidos. Antes mis oídos eran los más agudos que se conocían. Escuchaban todo lo que producía ruido a mí alrededor, ya fuera en la tierra o en el cielo y sin importar lo distante que pudiera encontrarse. Hasta algunas cosas me llegaban desde el mismo infierno. Entonces, ¿cómo es posible que alguien se atreva a considerarme loco? Deben oírme... Comprueben con que lucidez expongo mis razonamientos, la serenidad que se manifiesta en cada una de las palabras que van a componer mi relato.
Ahora me resulta difícil situar en qué momento aquella idea se afincó en mi mente por vez primera; sin embargo, una vez la acepté en toda su dimensión, estuvo persiguiéndome a cualquier hora del día y de la noche. Llegó a resultar tan absorbente que me olvidé de cualquier otro objetivo. No puedo decir que me sintiera furioso. Siempre había querido bastante al viejo. Jamás me causó ningún daño, ni se atrevió a ofenderme. El hecho de que fuese rico me traía sin cuidado. Creo que todo empezó cuando caí en la cuenta de la singularidad de sus ojos. ¡Claro que fue esto! Los tenía muy parecidos a los de un buitre... Eran de un tono celeste y estaban cubiertos por una telilla delgada. Cuando se fijaban en mí se me paralizaban los músculos. De esta manera, de una forma gradual y con lentitud, tomé la decisión de quitar la vida al viejo, con la única intención de librarme de aquella mirada definitivamente.
Desde este momento deben permanecer muy atentos. Es posible que ustedes sigan considerándome un loco. Pero quienes pierden el juicio poco saben de las cosas. Algo que no me ocurría a mí... ¡Debieron verme en aquellos tiempos! ¡Se habrían sorprendido de la habilidad de mi comportamiento! ¡Las precauciones que adopté, el cálculo de mis actos... y la astucia con que operé! Nunca le había prestado al viejo tanta atención como en esos días anteriores a su muerte. Cada una de las noches, alrededor de las doce, me cuidaba de accionar el picaporte de la puerta para abrirla... ¡Oh, con que delicadeza lo realizaba! En el momento que la abertura me parecía suficiente para introducir la cabeza, encendía una linterna sorda, la colocaba a una altura que su resplandor no pudiera ser visto desde fuera y, poco a poco, me deslizaba en el interior. ¡Seguramente que todos ustedes se hubieran burlado de mis movimientos! Procuraba realizarlos pausadamente, sin ninguna prisa, porque me importaba muchísimo no despertar al viejo. No me preocupaba tardar más de una hora en atravesar la abertura de la puerta, sin dejar de verle echado en la cama. ¿Algún loco hubiese adoptado tantas precauciones como yo? En el momento que me había metido completamente en el dormitorio, dejaba libre la linterna sigilosamente... ¡tan sigilosamente! Claro que lo hacía con el mayor cuidado, porque era la única manera de que no chirriasen las bisagras... Lo que me importaba era que un solo haz de luz cayera sobre los ojos de buitre, especialmente el derecho que era el que más se asemejaba a ese pajarraco tan repugnante. Una labor que realicé a lo largo de siete noches interminables... Siempre a la misma hora, a las doce... Sin embargo, en cada una de las experiencias me fui a tropezar con que ese ojo se encontraba cerrado, lo que me impedía culminar mi tarea, debido a que no era la totalidad del viejo lo que me encolerizaba, sino ese ojo derecho, todo un maleficio. Al llegar la mañana, nada más dar comienzo un nuevo día, llegaba al dormitorio, sin dar muestras de temor, y procuraba hablarle decididamente, utilizando su nombre con un tono amigable, y hasta le preguntaba si había pasado una buena noche. Como apreciarán ustedes el viejo habría tenido que ser muy sagaz para adivinar el acecho al que yo venía sometiéndole, precisamente a las doce, cuando yo iba a comprobar su forma de dormir, en busca de ese ojo que esperaba encontrar abierto alguna vez.
Precisamente en la octava noche me cuidé de actuar con un sigilo más extremado, especialmente al comenzar a abrir la puerta. El minutero de un reloj se movía con mayor velocidad que mi mano en aquellos instantes. En ningún momento, anteriormente, había podido captar el sentido tan preciso de mis habilidades, de mi intuición. Casi fui incapaz de frenar la sensación de victoria. ¡Imaginar que me encontrase allí, abriendo lentamente la puerta, y que el viejo podía soñar con mis secretos deseos o cálculos mentales! No pude contener una risa sorda, sujeta entre los dientes. Es posible que me escuchara, ya que advertí que se movía, de repente, en el lecho, igual que si algo le hubiera sobresaltado. Ustedes supondrán que entonces procuré retroceder...; pero no lo hice. La habitación se hallaba tan a oscuras como el fondo de un recipiente cubierto de pez, debido a que el viejo se cuidaba de cerrar completamente las persianas antes de meterse entre las sábanas, debido a que le tenía mucho miedo a los ladrones. Por eso yo alimentaba la seguridad de que no podía ver la abertura de la puerta, y continué empujándola lentamente, muy lentamente.
Acababa de introducir la cabeza y estaba dispuesto a encender la linterna, en el momento que mi pulgar se deslizó involuntariamente sobre el cierre metálico. En ese instante el viejo se incorporó en la cama, voceando:
—¿Quién anda ahí?
Procuré quedarme quieto, mudo. Sé que durante la hora siguiente no moví ni uno solo de mis músculos, y en cada uno de estos minutos no escuché que se hubiera vuelto a tumbar en la cama. Supe que el viejo esperaba, como si presintiera la gran amenaza a pesar de que no contase ni con una sola prueba que le permitiera considerarla auténtica... En realidad actuaba como yo en las noches anteriores, a la vez que oía en la pared los taladros cuyo eco no suponía el presagio de la muerte.
Escuche de repente un tenue gemido, y comprendí que era producido por el terror. Carecía de un sentido de angustia o de dolor... ¡Oh, no! Pude identificarlo como ese sonido ahogado que brota del interior del alma cuando él miedo la oprime. Yo conocía muy bien ese sonido. Las noches anteriores, precisamente a las doce, cuando todo el mundo dormía, lo notaba surgir de mi pecho, cavando con su lúgubre eco en los miedos que me obsesionaban. Repito que me era conocido. Entendí lo que estaba sufriendo el viejo, y tuve pena de él, aunque no dejaba de reírme en el fondo de mi mente. Supe que había permanecido despierto desde el ruido inicial, nada más que comenzó a agitarse en la cama. Seguro que intentó convencerse de que el ruido no significaba ningún peligro, pero fue incapaz de estar seguro. Se decía: «Es el viento pasando por la chimenea... o un grillo que ha chirriado sus alas una sola ocasión». Seguro que había intentado darse ánimo con esos pensamientos, en un esfuerzo inútil. Todo resultaba inútil, debido a que la Muerte se estaba acercando a él, moviéndose sigilosamente, para terminar por envolverle. Y la fúnebre presión de aquella negrura imperceptible era lo que le impulsaba a notar —a pesar de no poder verla ni escucharla—, a percibir la cercanía de mi cabeza en el interior de su dormitorio.
Luego de haber aguardado durante bastante tiempo, haciendo gala de la mayor paciencia, sin escuchar que hubiera vuelto a tumbarse tomé la decisión de abrir una minúscula ranura, la menor posible, con la linterna. De esta manera actué —nunca podrían saber ustedes con el sigilo que lo hice—, hasta conseguir que un haz delgado de luz, similar al filamento de una tela de araña, saliese de la abertura para caer de lleno encima del ojo de buitre.
Se hallaba abierto, ¡abierto por completo! Esto me encolerizó más y más, a la vez que no dejaba de contemplarlo. Pude observarlo con la mayor claridad, con ese azul mortecino y con aquella horrible telilla que me helaba la sangre. Pero me era imposible ver el resto de la cara y mucho menos el cuerpo del viejo, debido a que, impulsado por mis instintos, había llevado el haz de luz precisamente sobre el punto que tanto me asqueaba.
¿No es cierto que les he explicado que todo lo que se considera erróneamente como una muestra de locura sólo es un prodigioso desarrollo de los sentidos? Por eso, en aquel preciso instante capté con mis oídos el resonar casi sordo y acelerado, similar al que podría emitir un reloj que hubiera sido envuelto en algodón. Pues este sonido también me resultó conocido. Porque eran los característicos latidos del corazón del viejo. Esto incrementó mi cólera, lo mismo que el redoble de los tambores estimulan el valor de los soldados en el frente de batalla.
Sin embargo, incluso en ese momento, pude contenerme y seguir en silencio. Casi sin respiración. Me limitaba a mantener la linterna alzada, sin que se moviera, para que continuamente estuviera cayendo sobre el ojo de buitre. Mientras tanto, los diabólicos latidos del corazón se iban elevando. Cada vez adquirían una mayor rapidez, se hacían más fuertes, segundo a segundo. El pánico del viejo debía haber llegado a unos niveles mortales. ¡Por momentos más terrible! ¿Lo comprenden ustedes con toda precisión? Ya les he advertido que soy una persona nerviosa. Claro que lo soy. Y en aquellos momentos, en el corazón de la medianoche, sumido en el silencio de la vieja mansión, un sonido tan singular como aquél me transmitió un terror incontrolable. No obstante, logré frenarme unos minutos más, sin dejar de estar quieto. ¡Pero los latidos aumentaban su intensidad, cada vez más y más! Llegó un momento que aquel corazón me pareció que estaba a punto de reventar. Y una desconocida ansiedad se adueñó de mi mente... ¿Qué sucedería si algún vecino terminaba por escuchar lo mismo que yo? ¡La hora final del viejo estaba sonando! Soltando un rugido de cólera, no me importó abrir del todo la linterna, para entrar en la habitación con la mayor celeridad. Mi víctima gritó una sola vez... nada más. Sólo necesité un segundo para tirarle al suelo y cubrirle con el pesado colchón. Sonreí feliz al darme cuenta de lo sencillo que había resultado el asalto. Sin embargo, durante algunos minutos, el corazón continuó produciendo los latidos con unos sonidos ahogados. Era absurdo que esto me preocupase, ya que era imposible que alguien pudiera escucharle a través de las paredes. Terminaron, por fin, los latidos. El viejo acababa de morir. Retiré el colchón y eché un vistazo al cuerpo. Claro que sí, allí sólo había un cadáver, únicamente un cadáver. Puse mi mano derecha a la altura de su corazón y la dejé el tiempo suficiente. No percibí ni el más mínimo latido. El viejo estaba muerto del todo. Su ojo de buitre no volvería a molestarme.
En el caso de que ustedes siguieran considerándome un loco, van a cambiar de parecer en el momento que les confíe todas las precauciones que tomé al ocultar el cuerpo del viejo. La noche había avanzado muy deprisa, al mismo tiempo que yo realizaba mi trabajo de enterrador con la mayor celeridad, sin originar el menor ruido. Sobre todo me cuidé de descuartizar el cadáver, cortando su cabeza, sus brazos, sus piernas...
Finalmente, levanté tres planchas del suelo del dormitorio, para ocultar los pedazos bajo ese hueco. Volví a clavar los tablones con tanta maña que ni el ojo del más experto carpintero hubiese advertido la menor alteración, también habría engañado al ojo de buitre del viejo. Por fortuna no tuve que lavar nada, como tampoco había manchas de sangre. Soy una persona muy precavida, por eso todo el descuartizamiento lo realicé en el interior de una gran cuba... ¡Ja, ja, ja!
En el momento que di por finalizado el trabajo eran las cuatro de la madrugada; pero la noche seguía siendo tan oscura como a las doce. Precisamente en el instante que estaban sonando las campanadas de la hora, alguien golpeó en la puerta de la calle. Me decidí a abrir con la mayor calma, ya que ¿había algo que temer en esos instantes?
Me encontré frente a tres caballeros, los cuales se presentaron muy educadamente como oficiales de la policía. Me contaron que aquella misma noche un vecino había escuchado un alarido, por lo que se temía que se hubiera producido algún atentado. Nada más recibir esta noticia en la comisaría, habían enviado a los agentes para que examinaran la casa.
Formé una sonrisa, ya que... ¿Qué podía asustarme? Recibí a los oficiales con la mayor cortesía, les confié que yo había lanzado ese alarido al ser preso de una pesadilla, de la que desperté sobresaltado. Luego les comuniqué que el viejo había abandonado la ciudad para ir a pasar unos días en el campo. Los conduje por la casa, sin dejar de pedirles que lo examinaran todo a conciencia, con el fin de que no les quedara ninguna duda de que allí no había sucedido nada anormal. Por último, terminé llevándoles al dormitorio del muerto. Me cuidé de enseñarles el cajón donde guardaba el dinero, que era el mismo que rezaba en los balances y, además, estaba colocado en los cajones de acuerdo al valor de cada billete o moneda. Dentro de la seguridad que me dominaba, puse unas sillas junto a la cama y les dije que se sentaran, porque les veía algo cansados. Y no me importó situar mi asiento encima de los tablones, bajo los cuales se encontraban los pedazos del cadáver.
Los agentes de policía estaban muy tranquilos. Creo que mi forma de actuar les había convencido de mi inocencia. Debo reconocer que me sentía muy sereno. Sentados hablaron de cosas de la ciudad y del tiempo, en una charla que me animó a participar. Sin embargo, pasados unos momentos, comencé a sentir que algo me intranquilizaba. Fui poniéndome pálido y deseé que se largaran de allí; pero no me atrevía a decírselo. Cada vez me dolía más la cabeza y un zumbido se estaba introduciendo en mis oídos, a la vez que aquellos intrusos no dejaban de hablar como si yo no estuviera delante. El sonido adquirió una mayor intensidad. No dejaba de resonar con un martilleo insufrible, elevando su tono. Procuré hablar en voz muy alta con el propósito de superar esa sensación; sin embargo, no conseguí mi propósito...
No hay duda de que mi rostro había adquirido un tono cadavérico, porque continuaba escuchando el singular sonido. Levanté aún más la voz. Sin dejar de oírlo... ¿Qué podía hacer? Era como una sorda resonancia acelerada..., algo similar a lo que podría originar un reloj que hubiera sido envuelto en algodón... Comencé a jadear, sin poder recobrar el aliento. Miré hacia delante, y tuve la certeza de que los policías no habían escuchado nada. Procuré hablar todavía más alto y rápido, hasta volverme vehemente, sin poder evitar que ese sonido continuara elevándose progresivamente. Tuve que incorporarme y me puse a razonar sobre menudencias casi a gritos, procurando gesticular violentamente... ¡Sin que esa resonancia se acallara!... ¿Qué les retenía en mi casa? Anduve de un extremo a otro de la habitación, dando zancadas, dando idea de que las palabras de aquellos extraños me encolerizaban; pero el sonido había llegado a niveles ensordecedores... ¡Oh, Dios mío! ¿Qué podía hacer para que aquel martirio terminará? Solté espumarajos de furia..., me entregué a maldecir..., a jurar... Sin dejar de balancearme en la silla en la que me había vuelto a sentar, raspé con sus patas las maderas del piso, sin el que ese sonido continuara sobrepasando todos los demás... ¡En un crecimiento interminable...! ¡Cada vez más alto, más alto... sin cesar de aumentar! Mientras tanto, los policías no dejaban de hablar entre ellos, tranquilamente y haciendo bromas... ¿Era posible que no escucharan lo mismo que yo? ¡Santo Cielo! ¡Era imposible! ¡Lo estaban escuchando y disimulaban! ¡Lo habían descubierto... y se estaban riendo de mi pánico! ¡En efecto, así lo supe, y lo sigo creyendo hoy! ¡Por eso me dije que cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡No podía seguir padeciendo aquella humillación! ¡Era incapaz de sufrir ni un segundo más sus sonrisas falsas! ¡Me dije que debía chillar o morir, y entonces... de nuevo... oí... con mayor fuerza..., con toda la intensidad..., atronadoramente!
—¡Dejen ya de representar su papel, miserables! —vociferé—. ¡Reconozco que maté al viejo! ¡Pueden verlo con sus ojos si desclavan estos tablones! ¡Ahí... Sí, ahí mismo... Donde no deja de latir ese terrible corazón...!