III

Ante Halpin Frayser acababa de surgir un horrible espectro, que se parecía a su madre. Todo podía suceder en aquel bosque maldito, hasta que esa mujer fuese distinta a lo que representaba. El alucinado no sintió nada en su corazón, debido al agotamiento y a la serie de acontecimientos, a cual más aterrador, que habían venido acosándole. Ni siquiera percibió alguno de los viejos recuerdos, cuando él y Katy se amaban con una pasión que superaba lo familiar.

El miedo primaba sobre cualquier otra emoción. Halpin intentó dar la vuelta para huir, y fue a comprobar que sus pies se hallaban clavados en el suelo, a la vez que sus brazos seguían colgando inertes. Nada más que le quedaban fuerzas para mover los ojos, que seguían contemplando aquella figura sin alma. El ser más terrible de todos los que infestaban el lugar.

En la mirada vacía del espectro no había amor, ni piedad; tampoco un atisbo de inteligencia o una esperanza de misericordia. «Si pudiese hablar le suplicaría un poco de piedad», se dijo el hombre destruido, a la vez que se daba cuenta de que ya no le quedaban esperanzas.

Durante un tiempo inmensamente largo, donde el mundo envejeció más bajo el peso del pecado que del consumo de los minutos, la realidad fue desvaneciéndose de la mente de Halpin Frayser. Y compuso una expresión de bestia rendida, como si se entregara al sacrificio al haber agotado los últimos vestigios de un lejano deseo de vivir. Su espíritu se hallaba apresado por el hechizo de la derrota más absoluta.

Sin embargo, en un recuperado atisbo de lucidez, más que de locura, creyó que era la marioneta de un sueño, del que acaso pudiera despertar si conseguía vencer la influencia que ejercía sobre él aquel espectro tan parecido a su madre.

Y como un autómata fue recuperando parte de su voluntad defensiva. Pero ¿acaso existe en el mundo un mortal capacitado para enfrentarse a un monstruo engendrado por sus sueños? Su imaginación había sido doblegada en el mismo instante que dio forma a la enemiga. De esta manera surgió el combate entre quien deseaba vengar su muerte y quien se negaba a sucumbir definitivamente.

No obstante, el hombre alucinado no disponía de las suficientes energías. Y cuando unos dedos de hielo rodearon su cuello, ni siquiera pudo levantar las manos para defenderse. En el momento que se desplomó en la tierra sanguinolenta, lo último que pudo contemplar fue el rostro desencajado, cruel, de aquel espectro que tanto se parecía a su madre. Mientras se le escapaba la existencia, un lejano redoble de tambor, junto a una multitud de voces susurrantes, llegaron a sus oídos. Antes de que éstos reventaran, junto a sus pulmones, tuvo la certeza de que estaba pagando los años de ausencia... ¡porque nunca se puede abandonar a quien se ama!