Matanza en el Nueva Caledonia

Manuel Yáñez

Manuel Yánez es un escritor autodidacta, que nació en Madrid el 23 de enero de 1939. Luego de publicar novelas populares, se dedicó a escribir miles de guiones de comic para diferentes editoriales de Europa. En 1972, casi toda su labor la concentró en la realización de adaptaciones de los grandes clásicos del Terror y de la Aventura, hasta comenzar a escribir sus propios relatos. La mayoría de este trabajo se publicó en el diario «Pueblo». Luego de una abundante producción en el terreno del Erotismo, cuando la censura española se aligeró lo suficiente, publicó en la colección «Biblioteca Universal del Misterio y del Terror», de Ediciones V, varios relatos de gran calidad, entre los cuales destaca éste de Matanza en el Nueva Caledonia.

Actualmente, Yánez es un colaborador asiduo de «ME Editores S.L.», para la cual ha escrito El gran libro de los nombres, varias obras de Enigmas y una veintena de cuentos infantiles. La gran versatilidad de este creador queda patente en el relato de Terror que ofrecemos a continuación...

La bestialidad humana es mayor que la del animal más sanguinario, porque obedece a la necesidad de descargar en los inferiores las propias frustraciones. Cuando este cruel fenómeno aparece en un colectivo forzado a mantener una existencia a niveles de permanente violencia, la bestialidad puede convertirse en una embriaguez de ocurrencias que bordean los límites de la muerte. Porque la ignorancia de la piedad, así como el desprecio a toda muestra de sensibilidad, lleva a creer, en estos casos, que la hombría sólo se demuestra soportando unas bromas, auténticos martirios, sin que exista la posibilidad de réplica.

Pero, ¿dónde se encuentra el límite de este juego tan peligroso? ¿Tal vez en el momento que la burla da origen a un mortal accidente?

La respuesta a estas dos preguntas se materializó en los alucinantes sucesos que tuvieron como escenario el velero Nueva Caledonia, cuya tripulación estaba compuesta por pescadores o cazadores de focas. Todos eran hombres extraídos de la escoria de una sociedad en decadencia, y llevaban varias semanas de viaje. Su aburrimiento degeneró en las bromas que sufrió Aga, el cocinero hindú.

Al principio de la travesía, este personaje había gozado de cierto respeto, gracias a lo variado de su repertorio culinario y al gusto tan sabroso que ofrecían sus guisos. Pero, una vez que el mérito se convirtió en una rutina, alguien comenzó a burlarse del oriental, fijándose en sus cargadas espaldas, en su barba escrupulosamente cuidada, en sus lentos andares y en el apagado brillo de su mirada, que siempre parecía estar buscando el suelo, como si le avergonzase mirar a quienes le rodeaban.

Fue Tobías, el Risas, uno de los arponeros, el primero que inició el tobogán de las violentas bromas, al ponerle la zancadilla al hindú cuando recorría la cubierta llevando una bandeja con dos tazas metálicas. Aga cayó aparatosamente, componiendo una ridícula postura y manchándose de café el rostro, el turbante y las ropas. Pero se levantó sin quejarse, soportando las risotadas, y recogió los cacharros teniendo que perseguirlos cómicamente debido al balanceo de la embarcación; mientras seguía bajo el acoso de las burlas y de los empujones hasta que, al undécimo golpe, perdió el conocimiento. Pero los bromistas no vacilaron al devolverle a la realidad arrojándole todo el agua de dos baldes a rebosar.

Desde aquel momento, pareció que quedaba abierta una competición para saber quién era capaz de someter a Aga a la broma más brutal: decenas de suplicios soportó el duro oriental de edad indefinida, hasta que a Hugh, el Cuchillo, uno de los curtidores de pieles, se le ocurrió atarle los brazos a una polea a la vez que le mantenía con los pies unidos al palo mayor, persiguiendo el malicioso propósito de «enderezarle» la columna vertebral, «ya que así te libraremos de la joroba, cocinero».

El hindú soportó la tortura y la burla sin quejarse, aunque le llevaron a los límites de la rotura de los huesos. Cuando esto iba a producirse, comenzó a emitir unos aullidos infrahumanos, mezclados con unos estertores de rabiosa desesperación, que sobrecogieron a sus verdugos. Así finalizó la diversión.

Aquella misma noche, el hambre de las fieras humanas no encontró la satisfacción de la cena porque nadie acudió a servírsela. Rabiosos e insultantes marcharon en busca del jorobado, pensando que «el maldito viejo nos ha devuelto el golpe, ¡pero vamos a enseñarle que con nuestro estómago nadie juega!». Pero la amenaza se hizo vómito en el momento que descubrieron la verdad: ¡Aga se había ahorcado!

El Nueva Caledonia se encontraba a ocho días de las costas de Groenlandia. Hacía mucho frío. Pero sus tripulantes lo acusaron más ante la evidencia de la muerte. Un silencio fabricado de miedos y de preguntas sin respuestas abrazó el barco, sometiéndolo a una especie de gangrena de la que debía librarse lo antes posible. Por este motivo, el capitán ordenó que el cadáver fuera metido en un saco y arrojado al mar. La normativa marítima imponía unas horas de velatorio, que no debían ser hurtadas ni siquiera a los suicidas; sin embargo, el deseo de librarse de aquella ominosa culpa se había hecho tan opresivo, que todos fueron cómplices de la macabra ceremonia, para la que ni siquiera hubo ningún tipo de oración; además, ¿quién conocía cómo se mandada «a los infiernos a un hindú jorobado»?

Por último, un escalofrío general cubrió, de proa a popa y de estribor a babor, todo el velero. Sabían que la muerte no les había abandonado, a pesar de que el cuerpo del cocinero ya se encontraba en las negras aguas del océano.

—¡El próximo bromista lo va a sentir! —amenazó el capitán Larson. Luego, volviéndose hacia el más joven de los marineros, ordenó—: Grauman, ve a la cocina y prepara la cena, ¡de prisa!

Sólo los más duros acudieron al comedor, porque los otros se habían quedado sin apetito. Y en el momento que el hambre de los pocos se había confundido con la desesperación y el sueño, apareció el humeante puchero de sopa. Pero, al probarse la primera cucharada, reventó el bramido de protesta:

—¡No hay quien se coma esta bazofia! ¡El Rata ha echado aquí toda la sal de la bodega! ¿Va a consentirlo, capitán?

Al verse injustamente acusado, Grauman dejó caer el puchero de sus manos, retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared, el rostro se le llenó de incredulidad, y exclamó con un gemido:

—¡Os equivocáis...! ¡Capitán, yo no he sido...! ¡Le juro que probé la sopa... y tenía un buen sabor...! ¡Alguien me ha gastado... una maldita broma...!

Nadie creyó esta explicación, ni las otras cien que el muchacho profirió a lo largo de las horas siguientes. Y se le habían secado los ojos, con lo que sus pupilas ya eran dos opacos vidrios, en los minutos agónicos y alucinantes que antecedieron al castigo desproporcionado que se le impuso: ser pasado por la quilla.

Los gritos y las rabiosas sacudidas de todo el cuerpo de Grauman, el Rata, quebraron los hielos que cubrían la cubierta, pero no consiguieron que cediera la presión de las seis manos que le arrastraban. Fue atado por los tobillos y por las muñecas, y se le arrojó al agua por la proa; luego, dos parejas de hombres se movieron exageradamente despacio por babor y estribor, manteniendo la sujeción que desplazaba al reo, golpeándole contra el casco del barco y sometiéndole a la mortal tenaza de una inmersión en agua helada, que acabó por reventarle los pulmones. Y de esta forma, sus cárdenos restos subieron por la popa dando fe de que la muerte había pedido alojamiento indefinido en el Nueva Caledonia.

Aquellos seres violentos, huérfanos de sentimientos humanos y de afectos, se miraron con intranquilidad y compartieron el silencio y la sequedad de sus gargantas. Un temblor, que era ajeno al frío reinante, les sacudió desde la pelvis hasta la garganta, y comprendieron tácitamente que el destino jamás había estado tan lejos de su control como en aquellos instantes. Sin embargo, ninguno se resignó a aceptar el papel de sumisas víctimas; aunque se quedaron con el fatalismo, pues era algo propio de quienes practicaban un oficio propio de desesperados.

Al anochecer se montó una doble vigilancia. El viento golpeaba sobre el tenso velamen, mordía la madera y perseguía sembrar hielo en los ojos de los abrigados rostros de los únicos que se mantenían despiertos. Pasadas unas horas, este enemigo recuperó su principal protagonismo, obligando a que sólo se pensara en el aguardiente, en el calor y en el movimiento que ahuyentase la congelación. Repentinamente, mucho antes de que las protegidas narices percibieran el olor, se escuchó un alarido desgarrador:

—¡Fuego! ¡Tobías, Hugh, Sam y Jeremy están ardiendo vivos! ¡Traed agua, malditos! ¡Aaaayyy...!

En el dormitorio de la tripulación, las llamas y el humo lo devoraban todo, dando origen a un coro enloquecido de gritos, de ayes de agonía y de aullidos de queja; al mismo tiempo, el caos más dantesco llevaba a los débiles a una muerte segura, y a los fuertes los sometía a una lucha angustiosa por la supervivencia. Siempre en solitario, porque ninguna de aquellas bestias humanas pensaba en los demás. A los cuerpos apresados por las maderas ardiendo, que suplicaban un auxilio que no hubiera sido imposible, se les dejó morir en la terrible agonía de la impotencia y de unas gargantas forzadas hasta la rotura de las cuerdas vocales.

Cuando llegaron las mangueras al infierno, la tromba de agua sólo pudo evitar la propagación del fuego a las estructuras básicas de la embarcación. Pasadas unas horas de incansable trabajo, se encontraron siete cadáveres abrasados. Y una náusea de pánico se incrustó en los vientres de los nueve supervivientes.

—El incendio ha sido provocado por uno de vosotros —advirtió el capitán, examinando a sus ocho subordinados—. Empiezo a creer que alguien se ha vuelto loco... Pero no soportaré más bromas, ¿entendido? ¡Os ordeno que seáis los vigilantes de los demás! Claro que esto no va dirigido al culpable, que lo tengo delante de mí... ¡Cuando lo descubra, juro que le aplicaré el peor martirio que se ha conocido en estos mares!

Los gritos de amenaza no eliminaron el miedo, ni la desconfianza. A lo largo de las horas siguientes, todos intentaron mantenerse alerta, siempre al acecho de ese aviso casi imperceptible de la proximidad del enemigo. Sin embargo, cuando el cerebro empezó a traicionarles confundiendo los ruidos y los otros hechos naturales, volvieron a quedar a merced del terror.

La siguiente víctima fue Verrion, uno de los arponeros. Se le descubrió con el cuello seccionado y con los ojos fuera de las órbitas, testimoniando que la muerte le había llegado antes de que un cuchillo certero y mortal le abriera las carnes del vientre.

Al timonel le encontraron atado a la cofa, con el cráneo abierto y la masa encefálica desprendida como las tripas de un melón, dando idea de que también él había sido ejecutado con una eficacia silente y bestial. Y el capitán se tragó las rabiosas órdenes, porque sus seis subalternos le estaban mirando como si le considerasen culpable.

—¡Hemos registrado cada rincón del barco! —se justificó con una protesta—. ¡Tres veces lo hemos hecho... Pero tendríamos que desmontar y vaciar el Nueva Caledonia para asegurarnos de que no sirve de escondite a ese monstruo homicida...! ¿Acaso pensáis que se puede hacer algo más? ¡Contestad, hijos de mil lobas!

Nadie habló en su defensa o atacando, porque bastante tenía con soportar el temor que nacía de la certeza de que ellos pronto se iban a convertir en los siguientes cadáveres. Y obsesionados por este castigo incomprensible, todos los hombres se sumergieron en una opresiva atmósfera de desconfianza, porque algo más fuerte que sus instintos de supervivencia les había impuesto la idea de que podían morir en cualquier momento.

Como unos seres netamente individualistas, educados en una jungla de bajas pasiones, montaron sus defensas sin contar con los demás, debido a que cualquiera de los otros podía ser el brutal asesino. Y hasta se privaron del sueño para no conceder una oportunidad al enemigo. De esta forma añadieron un progresivo cansancio a la furia y a sus desesperadas ansias de venganza, con lo que terminaron por obsesionarse en la búsqueda de cada anormalidad, especialmente en los sonidos dentro de aquel viejo velero que era una fabulosa caja de resonancias.

Dos días más tarde, Johnny y Pietro se hallaban rompiendo el hielo que dificultaba la movilidad de las vigotas y los obenques. Bien abrigados, en silencio y golpeando con grandes martillos, no dejaban de mantenerse vigilantes; sin embargo, la dureza del esfuerzo al que se hallaban entregados en demasiadas ocasiones les exigía una total concentración. Y así les cazó la muerte más despiadada.

La ejecución fue larga y brutal. Tuvo su comienzo en el instante que un botalón, que había sido desplazado de una forma no casual, golpeó la cabeza del gigantesco italiano y le derribó sobre el suelo. Seguro que la herida hubiera sido considerable de no haber llevado un grueso pasamontañas de lana y piel, pero le dejó aturdido durante unos segundos.

—¡Has querido abrirme la «testa», hijo de puta! —gritó al levantarse con los ojos inyectados de sangre—. ¡Te voy a machacar!

Se lanzó hacia delante, blandiendo el martillo y dispuesto a esquivar el contraataque de su rival. Su garganta dejó escapar un ronquido de enloquecida satisfacción. Porque era mejor pelear que permanecer a la espera. Y Johnny, al no haber visto el golpe que acababa de recibir el italiano, creyó que se enfrentaba al asesino. En otras circunstancias a los dos les hubiese resultado muy sencillo comprender su error, pero la embriaguez de bestialidad imposibilitaba hasta el más mínimo poder de deducción.

Pietro esquivó el golpe, acto seguido, descargó el suyo contra el vientre de Johnny. Le acertó de lleno, derribándole. Pero resbaló cuando iba a descargar el martillazo definitivo. Cayó aparatosamente, haciéndose daño, y perdió el arma. Luego los dos hombres se enzarzaron en una pelea, en la que emplearon los puños, los dientes, los pies y todo el cuerpo. No se dieron tregua, ni pensaron en reducir al contrario a la inconsciencia. Necesitaban matar. Por este motivo, al cabo de unos quince minutos de extenuante carnicería, las manos de Johnny estrecharon su dogal sobre el cuello del italiano, hasta que la lengua escapada de los labios, quieta y exageradamente gruesa, y los ojos, proyectados fuera de sus cavidades, le revelaron que ya se estaba enfrentando a un cadáver.

El irlandés se puso en pie, con el rostro ensangrentado y jadeando, e intentó eliminar su calor con unos trozos de hielo. Su sed no era física, pues se encontraba afincada en su cerebro. Se metió el sólido líquido en la boca. Entonces pudo oír el crujido de unos pasos, y se dio la vuelta haciendo acopio de todas sus fuerzas y, al instante, profirió un grito agónico:

—¿¡Tú!? ¡¡Eres un... MONSTRUOOO...!!

La última palabra tronó en el barco como si la quilla se hubiera estrellado contra un iceberg. Sin embargo, la fulminante reacción de los escasos tripulantes del Nueva Caledonia sólo les permitió encontrarse con dos nuevos cuerpos sin vida. El de Johnny apareció con un arpón clavado entre los ojos, cuyos párpados ya nadie podría cerrar. Pero no localizaron al asesino, a ese monstruo, un calificativo que todos habían podido escuchar, a pesar de que lo buscaron durante horas.

—Capitán, ¿y si estuviéramos persiguiendo a un enemigo irreal? —preguntó Milton, el viejo engrasador, apoyando sus manos secas y afiladas en la mesa del camarote de mandos.

—¿Qué quieres decir?

—Hemos caído bajo una maldición del mar. No es la primera vez que esto ocurre, ni será la última. El mar es como un gigantesco animal, como un monstruo, que se niega a ser doblegado por el hombre. Pienso que ahora somos víctimas del monstruo del mar. Poco nos queda por hacer...

—¡Cierra la boca, cabronazo! —aulló el capitán Larson, saltando en busca del cuello de aquel que se había atrevido a convertir en palabras las ideas que él ya empezaba a aceptar—. ¡Mientes!

—¿Por qué? No lo demuestra usted con su instinto homicida, capitán... ¡Aaaggghhh...!

Tuvieron que intervenir todos los demás para impedir que Milton fuera estrangulado. Después de un largo forcejeo, los cinco supervivientes del maleficio volvieron a entregarse al pánico. Aunque no estaban dispuestos a rendirse sin pelear. En realidad el Nueva Caledonia se había transformado en un ataúd gigantesco, en cuyo interior se movían auténticos fantasmas, a los que el cansancio y la negativa a entregarse al sueño iba lastrándoles el ánimo y la movilidad.

Quizás el viejo Milton fuera el más entero de todos, porque se había entregado por completo al fatalismo de su cercana muerte. Y así, en el momento que el cansancio ya se había convertido en una carga irresistible, se echó sobre un montón de cuerdas y lonas, bien abrigado entre las maderas de una bodega, e intentó descansar...

Pero no había cerrado los ojos, cuando percibió que alguien se hallaba cerca. Giró la vista hacia todas partes, sin encontrar el origen de la amenaza. Unas gotas de sudor cubrieron su labio superior y su frente, aunque éstas fueron absorbidas por la tela y la piel de la capucha. Empujó un enorme cuchillo con manos agitadas. Porque su fatalismo no llegaba a los límites del suicidio...

—Ya seas espectro humano o animal... déjate ver... —suplicó sin darse materialmente cuenta de lo que decía—. No me sometas a esta... terrible espera...

Un crujido de madera le forzó a girarse hacia la derecha, en un violento escorzo. A la vez la llama de la vela era agitada por una serie de corrientes de aire, hasta que se apagó. La oscuridad lo invadió todo, aferrándose al cuerpo de aquel duro viejo, que no pudo evitar un sollozo de desesperación. Se puso de pie, tanteando con la mano no armada, y quiso encontrar la salida. Antes le llegó un aliento sobrenatural: su propio terror. Luego, sin concederle la oportunidad de ver a su enemigo, el impacto de un afilado acero homicida se clavó en su espalda, arrancándole un demencial aullido de angustia y de incomprensión.

Pero todos estos sonidos no fueron escuchados por los otros cuatro tripulantes.

Minutos después, el gordo Simoré permanecía aferrado al timón. Hacía muchos días que no pensaba en su Brasil natal. Su piel debía ser negra, pero ofrecía una palidez enfermiza que no tenía nada que ver con el frío, ya que se alimentaba del miedo y de la negativa a morir. Sabía que todavía quedaban cincuenta horas de navegación. Un plazo demasiado largo. Cerró los ojos, olisqueó con su reseca nariz africana, y comenzó a tararear una canción infantil, cuyo sonido fue elevando en un deseo imposible de ahogar los temores de su cabeza. Las lágrimas le cegaban y la voz se le iba apagando... ¿Por qué?

La muerte estaba cerca. La sentía latir amenazadora. Y es que un hombre violento como Simoré, que llevaba cuarenta años luchando contra todo tipo de enemigos, los peores siempre habían estado en el mar, llegaba a adquirir ese sexto sentido, el de la supervivencia, que anuncia la proximidad del peligro. Por eso lo buscó con toda la atención de que era capaz; sin embargo, debido a la fatiga y a los casi tres días que llevaba sin dormir, sus reflejos casi eran nulos.

Dejó el timón, volvió a entonar el canto que no ahuyentaba sus miedos, y comenzó a buscar al enemigo. El corazón le latía enloquecidamente. Tragó saliva y se quedó en silencio... De pronto, muchísimo antes de que pudiera defenderse, fue brutalmente golpeado en la espalda, con lo que se desplazó hacia delante con una gran velocidad, patinando sobre la superficie helada de la cubierta, hasta que cayó a las aguas del océano...

En el velero quedaron los tres últimos tripulantes, poco dispuestos a realizar las tareas imprescindibles para el mantenimiento de la navegación. Porque en sus mentes anidaba la seguridad de que cualquiera de los otros dos era el monstruo del mar.

El doctor Malinowsky, un alcohólico que había venido a refugiar su fracaso en aquel barco, comenzó a planear su defensa. Blandiendo un arpón y totalmente enfundado en pieles, recorrió la cubierta y se adentro en las bodegas, sin entender que su exploración iba a adquirir, frente a los demás, la evidencia de que él era el asesino.

Al ser enemigos de la cooperación voluntaria, los tres actuaron de forma individual. De esta manera, antes de que el doctor fuera capaz de percibir el anuncio del ataque del enemigo al que buscaba, un golpe de hacha le derribó contra el suelo. Su herida era inmensa, se desangraba. Pero aún tuvo fuerzas para volverse, con el deseo de conocer la identidad del monstruo del mar.

—¡¿Es usted, Henry...?! ¡Pero yo... le arrastraré... a mi tumba...! —gritó a la vez que hacía acopio de energías para contraatacar con el arpón que aún blandía—. ¡Muere, engendro del averno...!

El afilado hierro se hundió en el vientre del sorprendido contramaestre, provocándole un vómito de sangre, con lo que se quedó imposibilitado para convertir en palabras el reconocimiento de su gran error. Los dos hombres agonizaron juntos, mirándose enloquecidos, y alargando las manos para tocarse. Sabían que acababan de caer en la trampa mortal de su pánico y de su afición a actuar como fieras solitarias. La cólera convulsionó sus cuerpos y sus rostros, hasta que sus alientos se desvanecieron como la llama que consume el último milímetro de la cerilla.

Horas después, el capitán Larson completó la enésima exploración del barco. Su pétreo rostro se había quedado sin expresión de vida. Ni siquiera le preocupaba la atención que requerían los últimos cadáveres. El viento era casi una brisa, la temperatura resultaba más soportable y quedaba mucho por hacer si quería llegar a Groenlandia. Las velas estaban tensas, y los elementos atmosféricos parecían jugar a su favor, por eso se abrazó a la rueda del timón en lugar de escapar en uno de los botes.

Controló el rumbo con manos firmes, e intentó pensar en lo cerca que se hallaba el puerto. Llegó a silbar una tonadilla nórdica. Pero los sobrenaturales acontecimientos que no había sido capaz de evitar, acabaron por apoderarse de su mente, anunciándole que él sería la próxima y definitiva víctima del Nueva Caledonia, su barco.

¿Por qué? —se preguntó en voz alta, dirigiéndose al fantasma homicida que se había apoderado de todo—. Yo estoy solo... No hay duda de que todos nos hemos dejado arrastrar por un miedo colectivo... Pero, ¿quién provocó el incendio y ha venido asesinando a todos mis hombres...? ¿He de creer en la existencia de un monstruo del mar... o en algún ser de carne y hueso...?

Su instinto de cazador le respondió que no estaba solo, que los crujidos de la madera, de los cristales y del velamen podían estar ocultando los pasos del reptante enemigo, cuyo golpe homicida era certero, igual que si lo propinase el más hábil matarife. Y él iba a ser el siguiente muerto, por eso se agudizaron sus sentidos, dentro de las limitaciones del cansancio y de llevar más de tres días sin dormir. Anhelaba localizar la presencia del invisible verdugo.

Sus manos se cubrieron de un helado sudor, sus labios se agrietaron, sus oídos se llenaron de resonancias imposibles de clasificar y sus ojos se desplazaron, muy lentamente, hacia todas partes. El valor se le iba extinguiendo. Se decidió a sujetar el timón con unas cuerdas antes de salir a cubierta. Moviéndose no acabaría por enloquecer. Pero la inercia de una acción encadenada al pánico le llevó a reducir la velocidad de sus pasos. Todo lo que le rodeaba era normal, sin llegar a delatar la presencia del asesino.

En la mortal soledad de la cubierta, llenándosele el olfato del hedor a muerte y a odio, insensible al frío, el capitán del Nueva Caledonia se enfrentó a un obstáculo mucho peor. Sabía que se hallaba solo. Aunque estadísticamente, según el registro de abordo, todos sus hombres habían sido víctimas de la epidemia de bestialismo, ¡él estaba seguro de que en el barco quedaba otra persona!

Jamás había creído en poderes sobrenaturales. El mar alimentaba la soledad de los hombres, los convertía en fieras sanguinarias, y llegaba a destruirlo todo con su poder apocalíptico, pero ya no existía nada más. Luego...

—¿Dónde está el auténtico culpable... si yo no he sido el ejecutor de los últimos asesinatos? —se preguntó, sintiendo que le dolían las sienes de tanto esfuerzo. Se apoyó en el palo mayor, con los ojos cerrados y presintiendo que la respuesta ya estaba muy cerca—. Alguien me contó la historia de un yogui que fue expulsado de su país por unas sectas religiosas rivales... ¡Ya lo tengo: Aga el cocinero! ¡Los yoguis conocen como provocarse la catalepsia... Pudo simular su muerte...! Pero, ¡¿cómo...?!

Había hablado en voz alta. Pero sus palabras fueron cortadas, fulminantemente, por un dogal de cáñamo que se le clavó en la dura piel del cuello, estrangulándole. En el borde de la agonía, cuando aún sus oídos eran capaces de escuchar, le hirió la voz triunfal del auténtico homicida, del responsable de la matanza en el Nueva Caledonia:

—Es usted muy inteligente, capitán. Si no me hubiera considerado un ser inferior, como los demás, esta suposición inútil de ahora le hubiera valido desde el principio. Pero, como esa historia que acaba de recordar la consideró una fantasía, ya no le vale de nada... Realmente, poco me halaga explicarle cómo organicé mi venganza. Usted acaba de acertar al suponer que me serví de la catalepsia, para engañar a los hombres que me encontraron ahorcado. Comprobaron si mi corazón latía, pero no se molestaron en quitarme la cuerda. De haberlo hecho, seguramente habrían descubierto la anilla de hierro que rodeaba mi cuello, para que no me matara la horca. Luego, me fue fácil escapar del saco-mortaja en el que me habían arrojado al mar, ya que también escondía en mis ropas un afilado cuchillo. Supongo que los otros pasos ya no necesito explicárselos: yo eché la sal en la sopa y provoqué el incendio. Durante estos días he permanecido escondido en las sentinas, donde anidan las ratas, o manteniendo un continuo desplazamiento para no ser descubierto...

El cruel hindú soltó una carcajada y, a la vez, aplicó la presión definitiva sobre el dogal de cáñamo. Y mientras el capitán expiraba, con la lengua reventada y los ojos desorbitados, los hielos que cubrían la embarcación parecieron teñirse de un rojo total, porque la luz solar estaba creando una aurora boreal. Sin embargo, esta inmensa belleza no impidió que las risas de Aga quedasen petrificadas, al comprender su imposibilidad de llevar, estando solo, el Nueva Caledonia a puerto.