Hace diez años, en enero de 2001, mucho antes de que los asesores de Obama utilizaran en su campaña electoral el famoso «Sí, podemos», miles de personas, sindicatos, organizaciones y movimientos sociales de todo el mundo se reunían en Porto Alegre, en el Primer Foro Social Mundial —auspiciado por el movimiento internacional ATTAC y el Partido de los Trabajadores de Brasil—, para gritar al mundo que «Otro mundo es posible», que sí, que realmente podemos cambiarlo.
Este mundo, el que nos ha tocado vivir, no es el que quiere la mayoría de los hombres y de las mujeres que habitan el planeta; no es el mejor tampoco para el propio planeta, que ve cómo se diezman sus recursos naturales sin que apenas tenga ya la capacidad suficiente para regenerarlos.
Muchos países de América Latina, cuya población indígena no solo existe sino que además ha resultado ser la mayoría, así lo han atestiguado al emprender programas y políticas que tratan de iniciar un camino nuevo de respeto a sus hombres y a sus mujeres y a sus recursos naturales. Así lo han puesto también de manifiesto las poblaciones de los países árabes en sus masivas movilizaciones contra un sistema que los humilla, los condena a la pobreza y lesiona su dignidad.
Desde Europa, una de las zonas más ricas del planeta, puede parecer que vivimos en el reino de la abundancia y que este es el mejor de los mundos posibles. Pero la eclosión de la crisis actual ha demostrado que no es así. A pesar de que las crisis de México, del Sudeste asiático y de Argentina anticiparon lo que podía llegar a pasar se creó la ilusión de que todo el mundo seria rico, de que el dinero surgía de la nada y de que, si había problemas, serían de otros, que nada tenían que ver con nosotros.
Los grandes medios de comunicación, como vehículos que son de transmisión de las ideas de los dueños de las finanzas, han difundido siempre las propuestas, los análisis y los estudios de los expertos economistas a su servicio, ninguno de los cuales supo, o quiso, advertir lo que se nos venía encima. Todos estos medios silenciaron o ridiculizaron —aún lo siguen haciendo— las advertencias de los que anunciaban que la burbuja financiera explotaría y provocaría una crisis de dimensiones históricas.
UN CANTO AL MERCADO
La especulación financiera y la corrupción no son algo nuevo en la historia. La literatura del siglo XIX y principios del XX ofrece numerosas muestras de personajes que son el espejo en el que se reflejan la codicia y la ambición humanas. Desde Aristide Saccard, el ambicioso especulador creado por Zola[10], que va de pelotazo en pelotazo hasta la bancarrota final, a Mr Cowperwood, el magnate sin escrúpulos protagonista de The Financier[11], imagen en la ficción de un hombre de negocios de la época, pasando por Augustus Melmotte, de Anthony Trollope, que embarca en una aventura a ambiciosos hombres de negocios con objeto de obtener dinero fácil y rápido[12] son numerosos los ejemplos que revelan que la ambición, la codicia, la especulación, la corrupción o la falta de escrúpulos no son conductas nuevas sino que han sido inherentes al capitalismo desde su aparición.
¿Qué es, entonces, lo que caracteriza nuestro mundo actual?
Hace aproximadamente tres décadas Ronald Reagan y Margaret Thatcher, fieles servidores de los intereses del gran capital, decidieron imponer una serie de políticas económicas basadas en la reducción del gasto público, la privatización de empresas y servicios públicos, la total desregulación de los movimientos de capital y la reducción de impuestos a las grandes fortunas y a las empresas. Todo ello ha terminado conformando este tiempo de canto al mercado y al dinero, de desprecio a la Naturaleza, de fomento del individualismo. Se ha colocado en el centro al mercado, como dios supremo y regulador de la vida. Es el tiempo en el que se ha abierto la brecha más grande entre ricos y pobres, y en el que se está poniendo en grave peligro al planeta, que se ve incapaz de soportar un proyecto perpetuo de explotación de sus recursos. Los habitantes del mundo nos enfrentamos a una situación nueva y trágica, en la que está en juego la supervivencia del propio planeta.
Las nuevas tecnologías de la información han permitido que las comunicaciones sean planetarias e instantáneas, lo cual ha facilitado que también las transacciones financieras se realicen de manera simultánea en todo el mundo y alcancen un volumen desconocido hasta ahora. La falta de control de estas transacciones, que instauró la desregulación impuesta por Reagan y Thatcher, ha hecho posible la creación de instrumentos financieros que solo son útiles a la especulación y no a la actividad productiva. En 1970 la suma total de las transacciones financieras mundiales era quince veces el valor del PIB mundial; en 2007 esa suma era ya setenta veces el valor del PIB. Hoy en día apenas el 10 por ciento del movimiento de divisas que tiene lugar en el mundo se destina a cerrar acuerdos comerciales o a canalizar transferencias de capital destinadas a inversiones productivas. Este incontrolado movimiento de capitales a nivel mundial ha permitido que el volumen de transacciones financieras a corto plazo crezca exponencialmente, lo cual ha favorecido la especulación financiera y ha provocado, en consecuencia, una gran inestabilidad en un sector clave de la economía.
Hervé Kempf[13] presenta un ejemplo muy gráfico: «Nada mejor para simbolizar esta nueva fase del capitalismo que las palabras utilizadas por los comentaristas: antes “inversor” designaba a un empresario que comprometía su capital en una operación industrial o comercial de resultado incierto; ahora el término califica a las personas o a las firmas que juegan en el mercado financiero y que no son en realidad más que especuladores». Es decir, el planeta se ha convertido en un gran casino financiero en el que se apuesta con el deseo de ganar mucho dinero en poco tiempo. Y las fichas con las que se juega van desde los ahorros a las pensiones, desde las hipotecas a los alimentos.
La codicia alimenta las inversiones especulativas en detrimento de la economía productiva. Y para que el sistema funcione se han creado unas herramientas imprescindibles que permiten la fuga de capitales y favorecen el fraude, la corrupción y la evasión fiscal. Hablamos de los paraísos fiscales[14] —también llamados centros offshore o extraterritoriales—, zonas abiertas a recibir capitales de todo el mundo (sin que importe su procedencia) que no se someten a ninguna (o prácticamente ninguna) tributación. En ellos reina el secreto bancario y sirven tanto para albergar el dinero que procede del narcotráfico o del terrorismo como para camuflar malversaciones y otras actividades mafiosas, derivadas de lo que se ha dado en llamar ingeniería financiera. Acogen a sociedades instrumentales mediante testaferros y su existencia se muestra imprescindible en los numerosos casos de corrupción que aparecen constantemente en la prensa. La opacidad con la que operan no permite evaluar con precisión la cantidad de dinero que ha ido a parar a ellos, pero sin duda se trata de billones de dólares que benefician a los poderosos y a las entidades financieras y que perjudican a los ciudadanos de todos los países, quienes ven considerablemente mermados los ingresos del erario. Todos los grandes bancos y corporaciones financieras tienen sucursales en los paraísos fiscales y operan en ellos con la connivencia de los gobiernos nacionales, que no hacen nada contra el fraude y la evasión fiscal. Y no hablamos de paraísos lejanos: «Los paraísos fiscales están en la Castellana», decía de forma muy expresiva un inspector de Hacienda en un debate sobre este tema celebrado en Madrid.
Para los que vivimos en Europa atención especial merecen en este contexto las instituciones europeas. Cuando se formuló el proyecto de Constitución Europea, se alzaron muchas voces para denunciar que, tras el bloque de derechos civiles, venía todo un capítulo dedicado a la economía, en el que se consagraba Europa como un espacio de total libertad para el movimiento de capitales, que no estaban sujetos al menor control o regulación, se consolidaban en ella los paraísos fiscales y se privatizaban los servicios públicos. Al mismo tiempo se levantaban muros para la libre circulación de las personas. Hoy la UE es un espacio financiero, un paraíso para las grandes finanzas, que cuentan con dos excelentes aliados: la Comisión Europea y el Banco Central. Además, las directivas de la Comisión Europea son la coartada perfecta para los gobiernos de los distintos países cuando tienen que aplicar medidas impopulares.
Los principales instrumentos de estas políticas han sido los bancos, los paraísos fiscales y los organismos supranacionales: el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), la Organización Mundial del Comercio (OMC) y otros, organismos estos que, aun no habiendo sido elegidos de forma democrática, son quienes dictan a cada país las medidas que tienen que adoptar por obligación. Se ha creado un auténtico Poder Global que gobierna el mundo por encima de los ciudadanos y de sus gobiernos.
UN MUNDO CON DEMASIADAS SOMBRAS
Los derechos económicos y sociales retroceden
Estas tres últimas décadas han servido para poner en serio peligro los derechos económicos y sociales de los trabajadores, incluso para acabar con algunos de ellos. Todas las directrices que proceden de los mercados (es decir, de los bancos, de las multinacionales y de sus órganos supranacionales) van en la misma dirección: reajustes estructurales, privatizaciones, reducción del gasto público. Las consecuencias han sido que nos quedemos sin trabajo, que tengamos que pagar por servicios públicos que deberían ser gratuitos y universales, que los gobiernos reduzcan el gasto social y las prestaciones sociales. Es decir, vivimos una auténtica contrarrevolución social, un impresionante retroceso de conquistas logradas tras muchos años de lucha y de esfuerzos por parte de los trabajadores.
En España, para una persona joven, aun con una excelente capacitación profesional, el horizonte laboral hoy no es otro que el de trabajar —si, con suerte, lo consigue— en condiciones precarias, como becaria o en prácticas, hasta los 30 o los 35 años. Un horizonte que se cierra a los 45 o los 50 años, momento en el que las empresas disponen ya para sustituirla de nuevas remesas más baratas de aspirantes al trabajo, lo que les permite reducir costes e incrementar los beneficios. También puede que se quede en paro o que cambie de trabajo cada seis o doce meses, siempre bajo la incertidumbre de no saber que va a pasar mañana.
Pero la perspectiva no se presenta mejor para el trabajador mayor de 50 años, para quien en realidad no hay futuro. Solo le queda vivir atenazado por el miedo ante dos amenazas: quedarse en la calle y no tener ya la posibilidad de acceder a una pensión digna o ver cómo se alargan los años de trabajo para llegar a alcanzarla, si es que lo consigue.
En estas condiciones no se vive, solo se sobrevive.
Un planeta en peligro
Para el capitalismo los recursos de la Naturaleza son inagotables. La lógica del mercado, del máximo beneficio en el plazo más corto posible, es la de la explotación sin freno de la Naturaleza. Pero esta tiene una lógica diferente: necesita tiempo para regenerar sus propios recursos. Cuando la demanda humana de los ecosistemas es mayor que la capacidad de la Tierra para regenerarse, se entra en el peligroso territorio de la amenaza de extinción de las especies y del agotamiento de los recursos necesarios para la vida. Hoy el capital ha convertido en nuevos activos financieros el agua, el aire, los alimentos, la energía, en objetos de especulación en los mercados de valores, sin importarle que sean elementos imprescindibles para la vida vegetal, animal y humana.
En la televisión y en Internet los habitantes de los países emergentes contemplan la vida que llevan los ricos y la clase media de los países occidentales, y quieren entonces vivir como ellos. Lo de menos es que los productos se fabriquen para usar y tirar o que salgan de la fábrica con la fecha de caducidad ya programada. Una tercera parte de los habitantes del mundo (China y la India juntas) se encuentra en esta situación. Si no se cambia el modelo consumista que hoy ofrece Occidente al mundo, dejaremos a las futuras generaciones un panorama desolador.
Este es uno de los grandes retos al que nos enfrentamos y es necesaria una gran alerta mundial ante este desastre.
Sustracción de la democracia
Una de las mejores herramientas para desarmar a la ciudadanía es fomentar el desprecio a la política y a la democracia: es mejor que los ciudadanos no participen, no pregunten, no controlen. Y esta herramienta se maneja de varias maneras.
Como decíamos, el mundo está gobernado por organismos que no ha elegido nadie, por un Poder Global —el FMI, el BM, la OMC, entre otros— que dispone de sus propios aparatos, de sus propias redes de influencia y de sus propios medios de acción. A pesar de que en la mayoría de los países los ciudadanos tienen reconocido formalmente el derecho a elegir a sus representantes en el gobierno, son sin embargo estos organismos supranacionales los que dictan a los gobiernos lo que hay que hacer y qué políticas tienen que imponer. Lo hemos visto en las medidas aplicadas en España en 2010 por un Gobierno que había sido elegido con un programa totalmente diferente del que pone en práctica. La justificación de tales medidas ha sido simple: «Lo imponen los mercados».
En los países de Occidente cada cuatro, cinco o seis años la ciudadanía elige a sus representantes. Y solo puede votar a aquellos partidos o coaliciones que disponen de los medios suficientes para hacer frente a costosas campañas electorales. En España además la ley electoral vigente está basada en un sistema que valora de forma diferente los votos: cuentan más aquellos que van dirigidos a las grandes formaciones políticas. De esta forma siempre resultan elegidos mayoritariamente los grandes partidos.
Partidos y coaliciones acuden a las convocatorias electorales con programas que incluyen todo tipo de promesas, que luego, cuando acceden al poder, no cumplen. Además la práctica que mantienen no suele coincidir con las palabras que emiten en público. En general toleran en su interior los defectos que dicen combatir. Su opacidad y las luchas internas de sus miembros, las peleas por ser los primeros en las listas electorales, su falta de conexión con la calle, todo ello ofrece hoy un triste espectáculo. No es de extrañar, lamentablemente, que muchas personas sientan hoy un gran hartazgo.
Necesitamos, sí, muchas cosas, también una regeneración política, porque el desprecio a la democracia, por limitada que esta sea, es un arma de dominación.
El miedo
Podemos decir que no hay día que no nos despertemos con un sobresalto: la economía se hunde, vivimos demasiado bien y no podemos mantener este nivel de vida, los salarios tienen que bajar, los puestos de trabajo no se pueden mantener, los bancos no pueden dar créditos… Palabras que casi siempre proceden de personas o instituciones cuyas ganancias son muy superiores a las del resto de la población y que en absoluto están dispuestas a reducir lo más mínimo sus sueldos o los beneficios que reciben.
Lo importante es provocar el miedo, asustar, que no se pueda pensar y que todo el mundo trate de agarrarse a lo que sea, que esté dispuesto a saltar por encima del compañero, si es necesario, para salvarse.
En un debate celebrado en Madrid en 2010 dentro de la cumbre de movimientos sociales reunida en el Encuentro Enlazando Alternativas, una trabajadora de una maquiladora mexicana contó la experiencia de la lucha que un grupo de mujeres que nunca se había atrevido a alzar la voz había mantenido en la fábrica donde trabajaba. Cuando se unieron para hacer una huelga, los patronos se asustaron: «Nos temieron cuando dejamos de tener miedo», resumió. Es la gran lección que esta mujer y sus compañeras aprendieron.
El miedo fomenta la xenofobia, el odio y la envidia. Es necesario vencerlo porque es el mejor instrumento para que la población permanezca callada, dividida y enfrentada.
El individualismo
En 1987 Margaret Thatcher afirmó en unas declaraciones realizadas a la revista Woman’s Own[15]: «[…] and who is society? There’s no such a thing as society» («¿Quién es la sociedad? Tal cosa no existe»).
Está claro adónde nos lleva esta forma de pensar. Es estremecedor y muy significativo el artículo publicado en La Vanguardia[16] sobre la cárcel como último refugio de ancianos japoneses: «El último informe anual sobre delincuencia de la policía japonesa ha sembrado la inquietud. Las estadísticas muestran que uno de cada cuatro japoneses detenidos por robar en 2010 era mayor de 65 años. En 1986, cuando se empezó a confeccionar este tipo de estadísticas, solo uno de cada veinte japoneses detenido por hurto era mayor de 65. Para los responsables policiales el envejecimiento de la población del país no lo explica todo. Atribuyen este fenómeno a los cambios registrados en la sociedad nipona, mucho más individualista y dura que antes».
Efectivamente, si las grandes fortunas, los bancos y las grandes empresas dejan de pagar sus impuestos beneficiándose de políticas fiscales muy conservadoras y llevan su dinero a los paraísos fiscales, no quedarán recursos para, por ejemplo, la protección y la asistencia de los ancianos: eso no da beneficios; por tanto, no importa cómo acaben sus días: «Se ha roto la tradición ancestral nipona de reunir bajo un mismo techo a tres generaciones de una misma familia. Una situación que garantizaba a los abuelos que en la etapa final de su vida estarían bajo el cuidado de sus familiares más próximos. Este panorama ha dejado prácticamente de existir. En los tiempos actuales los más jóvenes abandonan el hogar familiar antes y a menudo se trasladan a otra ciudad en busca de un trabajo. Una coyuntura que provoca que las personas de la tercera edad se encuentren solas, desorientadas, aisladas de la sociedad que las rodea. […] Y para huir de su soledad y del abandono de sus familiares, muchos de ellos han llegado a la conclusión de que el mejor sitio donde pueden estar es en la cárcel. Allí tienen un techo, comida caliente y compañía». Por desgracia esta situación, la soledad y el desamparo, recuerda bastante a la que sufren en España muchos ancianos.
La atomización del trabajo y la precariedad laboral instauradas en las últimas décadas han provocado el aislamiento y la incomunicación entre los trabajadores. Se fomenta que cada uno vaya a lo suyo y salte por encima del compañero, si es necesario, para salvaguardar su inseguro puesto de trabajo.
La solidaridad ha dado paso al egoísmo, a la indiferencia y al desamparo, y ha conducido a la sociedad a una bancarrota moral.
El dinero
El brillo del dinero deslumbra tanto… que ciega. Y no deja ver lo importante. Se promueve la ambición de acumular riqueza, no para tener las necesidades cubiertas y poder vivir la vida con dignidad, sino para alcanzar un signo distintivo, porque la riqueza nos hace diferentes de los demás. Es cierto que nadie quiere ser pobre y ningún movimiento emancipador ha luchado nunca por llevar la pobreza a la población. Todo lo contrario: lo que se pretende es un reparto equitativo de la riqueza. Pero se ha despertado la ilusión de que todos vamos a ser ricos y de que lo único que importa es ganar cuanto más dinero mejor. El dinero es como un virus que incita a acaparar, acumular más: una insaciable adicción.
En una reunión de vecinos de un barrio de Madrid, donde el gobierno de la Comunidad estaba privatizando un parque público y amenazaba con eliminar un colegio público para edificar pisos y aparcamientos privados sobre su solar, una mujer con tres hijos pequeños exclamó: «¡Qué bien, así el piso que estamos comprando se revalorizará!». Otra vecina respondió: «¿Para qué quieres que tu piso valga más [en el caso de que aumente su valor, algo cuya falsedad ha puesto claramente de manifiesto la crisis inmobiliaria en España] si tus hijos se quedan sin colegio y sin parque donde jugar?».
Ser ricos no es la aspiración emancipadora de la humanidad.
REACCIONA. PODEMOS CAMBIAR LAS COSAS. ES POSIBLE
Frente a un mundo en el que las personas tienen limitada su libertad para moverse de un lugar a otro y huyen de la miseria en que viven, que se ven obligadas a emigrar en las condiciones más penosas a países donde esperan encontrar una vida más digna; en el que las mujeres —que somos más de la mitad de la población aunque sigamos siendo consideradas minoría— son objeto de violencia, desigualdad y discriminación; en el que son saqueados los recursos naturales y se fomenta la industria armamentista, las guerras y las ocupaciones militares; en el que ha crecido la desigualdad social y donde el futuro se presenta lleno de nubes… es necesario reaccionar.
Reaccionar: «Oponerse a algo que se cree inadmisible» (DRAE). Porque de nada vale permanecer indiferentes. Es difícil, pero es posible. No estamos solos.
Hemos empezado hablando del Primer Foro Social Mundial, que se celebró en 2001. El último se ha llevado a cabo en febrero de 2011. En el primero hubo 12 000 participantes, en este ultimo acudieron más de 90 000 personas, procedentes de todas las partes del mundo: mujeres y hombres, jóvenes y mayores, trabajadores del campo y de la ciudad, que denunciaron el actual sistema que rige el mundo y manifestaron su voluntad de luchar por la soberanía de los pueblos, la libre circulación de los seres humanos, la cancelación de la deuda pública de todos los países del Sur, la soberanía alimenticia y por los derechos de la Madre Tierra, los de los campesinos que viven y trabajan la tierra, los de las mujeres, y por la diversidad sexual, por una comunicación veraz e independiente, y por la paz y la soberanía de los pueblos[17].
Es necesario cambiar la lógica del máximo beneficio individual, recuperar el valor de sentirse parte de una colectividad. La atomización del trabajo y la precariedad de las condiciones laborales nos conducen al aislamiento, al enfrentamiento y a la indiferencia. Los problemas sociales no se solucionan por medio de opciones individuales. Hay que recuperar la comunicación directa con los demás, vernos, hablar y actuar unidos. Crear núcleos, trabajar con otros, cambiar desde dentro los —si los hay— renglones torcidos, insistir una y otra vez. Aporta grandes satisfacciones: ver crecer una idea y comprobar que fructifica en beneficio de alguien, más allá de uno mismo. Ensanchar cada vez más el círculo. El interés de todos debe estar por encima del provecho individual. No es posible que el miedo, la desesperanza y la manipulación acaben con nuestra capacidad de reacción.
Un camino lo marcan las muchas personas que se han unido en movimientos independientes de los poderes públicos para defender los derechos de las mujeres, de los emigrantes, de los trabajadores, de los animales; contra la dictadura de los mercados y por llevar la democracia a la ciudadanía; por salvar el planeta y sus recursos naturales…, personas que no tienen ambiciones de poder sino de construir otro mundo más justo. Porque es posible hacerlo. Podemos recuperar la facultad de soñar, la esperanza y la ilusión.
Se trata en definitiva de defender la dignidad humana. Porque para un ser un humano nada hay más importante que su dignidad. Y no hay nada más digno que luchar por lo que es justo.