España puede cambiar en unas pocas decenas de años su imagen y su historia de escasa tradición científica y limitadas aportaciones a la tecnología moderna siempre que adopte las políticas adecuadas y que lo haga de una manera sostenida.

Probablemente solo unos pocos analistas, de esos que día a día predican la ruina e inminente disolución de España como país, reconocerían hoy la vigencia de tantas sombrías descripciones que se han venido haciendo sobre estos reinos desde el siglo XVII.

Nos referimos, por ejemplo, al quevediano «Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes ya desmoronados / de la carrera de la edad cansados / por quien caduca ya su valentía…», que termina de manera escasamente optimista con aquello de «Y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte»; nos referimos a tantas Cartas marruecas como las de Cadalso en el siglo XVIII, a tantas ácidas reflexiones como las de Mariano José de Larra en el siglo XIX o las de los regeneracionistas de fin de siglo e, incluso, a aquellos hermosos versos de Gil de Biedma, ya en la década de 1960 que decían: «De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal. Como si el hombre, / harto ya de luchar con sus demonios, / decidiese encargarles el gobierno / y la administración de su pobreza».

Este género jeremiaco, del que aquí hemos presentado una mínima síntesis apresurada, nos ha aportado a lo largo de la historia no pocos versos, a veces hermosos, y algunas prosas, ocasionalmente brillantes, pero no ha solido destacar por sus análisis desapasionados, sólidos, rigurosos y políticamente útiles.

Se puede constatar que siglo tras siglo, a los españoles nos ha dolido, aparentemente, eso que se ha llamado el ser de España y en consecuencia nos hemos dedicado con una perseverancia digna de mejor causa a criticar a nuestro país y a despellejarnos a nosotros mismos.

Debe ser este quizá un rasgo característico de los pueblos ibéricos, porque aquello de «amigos, que desgraça nascer em Portugal» del poema Só, de António Nobre, tan aplaudido por Unamuno, es también una brillante perla del género. Es cierto que, por lo menos, este poeta portugués advertía a sus lectores: «tende cautela, não vos faça mal, que é o livro mais triste que há em Portugal».

Pero volvamos a nuestro familiar Estado de las autonomías: normalmente las jeremiadas hispanodolientes son de carácter cíclico y, por tanto, proliferan en las fases declinantes de los ciclos económicos: vivíamos en el mejor de los mundos hasta el año 1992, viajando en AVE, visitando la Expo de Sevilla («la más grande ocasión que vieron los siglos», que decía don Miguel de Cervantes), ganando abundantes medallas olímpicas en Barcelona y de inmediato, sin solución de continuidad, caímos de nuevo en el negro pesimismo histórico, que dilapidó la recién ganada autoestima en apenas unos meses; pocos años después volvimos a crecer a ritmos casi chinos en los comienzos del siglo XXI, superando a Italia en renta per cápita, dizque teniendo a Francia al alcance de la mano y de nuevo se vino todo abajo en unos meses y nos deslizamos hasta un abismo. En 2006 andábamos de nuevo, en efecto, sobrados de entusiasmo y optimismo, pero desde 2009 volvemos a preguntarnos si va a sobrevivir España como país, si vamos a tener dinero para pagar las pensiones o si vamos a poder sostener el sistema nacional de salud tal como hoy lo conocemos.

¿CON QUÉ DERECHO?

Un obispillo inglés de corta estatura y larga inteligencia, llamado John de Salisbury, escribió en pleno siglo XII unas sentidas reflexiones que merecen ser recordadas: «Quis Teutonicos constituit iudices nationum? quis hanc brutis et impetuosis hominibus auctoritatem contulit, ut pro arbitrio principem statuant super capita filiorum hominum?», es decir, «¿Quién ha nombrado a los alemanes jueces de las naciones? ¿Quién ha dado a estos hombres, brutos e irreflexivos, la autoridad de elegir arbitrariamente a un príncipe sobre las cabezas de los hijos de los hombres?».

La reciente visita a Madrid de la canciller Angela Merkel despertó en no pocos analistas nacionales reacciones y reflexiones similares a las de este obispo inglés, que es conocido también como Ioannes Parvus.

No sabríamos responder cabalmente al desconcertado estupor del obispo medieval, pero sí podemos ofrecer unos cuantos datos que ayuden a comprender el origen de la autoridad de la actual canciller alemana: el 41 por ciento de los trabajadores españoles no alcanzó en su día la enseñanza secundaria, en Alemania ese porcentaje es inferior al 20 por ciento; en España las PYMES dan trabajo al 82 por ciento de los trabajadores, en Alemania al 60 por ciento; en España las PYMES producen el 60 por ciento del PIB, en Alemania el 46 por ciento; en el ranking Scimago de universidades del mundo figuran seis universidades alemanas entre las doscientas primeras frente a una sola española; España ha venido recortando el gasto en I+D desde 2008, Alemania lo ha incrementado (este mismo año en un 7,2 por ciento); en el Max Planck alemán trabajan en la actualidad una decena de premios Nobel; en su equivalente español, el CSIC, ninguno aunque habrá que reconocer que, por lo menos, el CSIC gana al Max Planck en número de institutos: 128 frente a 85; Alemania produce el 41 por ciento de patentes solicitadas a la Oficina de Patentes Europeas frente al 1,2 por ciento de España, y así sucesivamente. Hay, pues, unas notables diferencias entre los dos países: en su estructura empresarial, en su nivel educativo, en la composición y la competitividad de los centros de investigación y en la financiación de su tejido de I+D por no mencionar sino solo cuatro sectores clave para explicar la riqueza, y la subsiguiente influencia, de las naciones.

Si tuviéramos, pues, que responder con casi mil años de retraso a la pregunta de John de Salisbury, diríamos que son los propios alemanes quienes les han dado a sus gobernantes hanc auctoritatem y, por tanto, seríamos los propios españoles a sensu contrario los responsables de nuestra situación.

Cuando la derrota en la guerra contra Estados Unidos en 1898, el negociador español del subsiguiente Tratado de París, Eugenio Montero Ríos, fue abroncado a su vuelta desde los bancos de la oposición en el Congreso de los Diputados. Montero Ríos contó entonces a sus ilustres señorías que había sido asesinado recientemente cerca de su ciudad natal, Santiago de Compostela, un cura párroco, conocido como O Meco. Cuando la Guardia Civil fue a investigar el lugar del crimen para tratar de identificar al culpable, se topó en los interrogatorios con una respuesta unánime por parte de los vecinos, «Ao Meco matámolo todos». Vamos a adoptar esta respuesta de la aldea gallega como modelo explicativo provisional para aplicarlo a la situación española actual, pero veamos antes algunos datos orientativos al respecto.

Desde el estallido de las hipotecas subprime que, por cierto, pilló de sorpresa a expertos, gurús, agencias de calificación y gobiernos de todo el mundo, España ha pasado de un paro del 8,3 por ciento que afectaba a 1 833 900 trabajadores en 2007 a un paro del 20,3 por ciento que afecta a 4 696 600 a finales de 2010, y ha visto reducido su índice de crecimiento económico del 3,90 por ciento del PIB a un decrecimiento (ahora se dice «crecimiento negativo») de un -0,1 por ciento o, si acaso, a un crecimiento homeopático, es decir, el país se ha empobrecido de una manera rápida, comprobable y fácilmente cuantificable.

UNA SOCIEDAD QUE REACCIONE

Rebus sic stantibus a lo mejor tendríamos que pensar en reaccionar como sociedad, tendríamos que reorientar un poco el rumbo o quizá tendríamos que reformatear algunas políticas públicas en lugar de entregarnos al tradicional disfrute de competir sobre quién es el más estridente, el más apocalíptico y más ingenioso diagnosticador de los males de la «patria mía», que decía Quevedo.

Para promover en Europa lo que habría de ser «el mayor espacio de bienestar» se lanzó en el año 2000 la Agenda de Lisboa con el objetivo de alcanzar en 2010 el 3 por ciento del PIB dedicado a la financiación de la investigación, al que el sector productivo contribuiría con el 66 por ciento. Los últimos datos oficiales (INE) de 2008 para el caso de España nos sitúan en el 1,38 por ciento, con una contribución de la iniciativa privada del 45 por ciento, es decir, llegados ya al año 2010, nos encontramos a una distancia inalcanzable de los objetivos de aquella, en su día, famosa Agenda de Lisboa.

El último estudio La Responsabilidad Social Corporativa en las memorias anuales de las empresas del IBEX 35 elaborado por el Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa, ya aludido en este libro, constata datos que tienen mucho que ver con el asunto que tratamos. Las empresas del IBEX 35 han reducido su contribución fiscal un 55 por ciento entre 2007 y 2009 a pesar de que esos mismos años crecieron de manera llamativa sus inversiones en paraísos fiscales y a pesar de que, ni por asomo, habían visto reducidos sus beneficios en semejante proporción. El mismo informe explica cómo esas empresas, cuyos beneficios netos están gravados con un 30 por ciento, no suelen llegar a pagar más de un 10 por ciento por exenciones, deducciones y otras comprensivas figuras fiscales. Pues bien, contamos, como es bien sabido, con algunas empresas que son líderes mundiales en su sector de actividad, pero no tenemos ninguna en la cima de la contribución a la financiación de la investigación según el último European Innovation Scoreboard.

Habría que recordarle, pues, al desconcertado obispo inglés que esos brutos e irreflexivos ciudadanos alemanes están sometidos a una política fiscal tan estricta como aparentemente eficaz y que quizá por ello tanto su Estado federal como sus länder pueden hacer frente a los compromisos electorales y a las políticas sociales con mayor solvencia que otros países europeos.

Don Ramón de Campoamor, tan popular en su día por sus Humoradas y otros similares versillos de vuelo rasante, sostenía: «En guerra y amor es lo primero / el dinero, el dinero y el dinero», aforismo que se puede hacer extensivo a cualquier política pública: difícilmente se podrán financiar infraestructuras o políticas sociales sin «el dinero, el dinero y el dinero» y ello conlleva, necesariamente que se debe mejorar hasta donde sea posible el funcionamiento de la Agencia Tributaria y cualesquiera otros instrumentos de la política fiscal, porque en la misma medida en que disminuya la economía sumergida y aumente la recaudación fiscal se reducirá el déficit del Estado y no solo se podrán financiar mejor las políticas públicas, sino que será menos necesario recurrir a los intratables mercados exteriores para llegar a fin de mes.

CAMBIAR DE DIOSES

El afortunado título que Sánchez Ferlosio dio en 1986 a un libro suyo (Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado) podría adoptarse como una especie de eslogan de un posible movimiento de regeneración o de reacción política y social en esta situación insostenible e inaceptable para una mayoría de los ciudadanos: si no estamos contentos con la situación presente de nuestro país, probemos a cambiar a sus dioses para que de verdad cambien las cosas y para que no ocurra aquello del príncipe de Salina en Il Gattopardo, que proponía astutamente cambiar solo algunas cosas para que todo siguiese igual.

Cambiar los dioses, entendiendo por ello las creencias más íntimas y aparentemente firmes e inamovibles de las personas, no solo es posible, sino que incluso es relativamente frecuente. Es solo cuestión de tiempo y de que se den las circunstancias adecuadas.

Recordemos, por ejemplo, cuáles eran los valores dominantes en España durante el franquismo y comparémoslos con la situación actual en que la mayoría de la población ya no considera al matrimonio un sacramento y, en consecuencia, se casa solo por lo civil; en que miles de personas contraen matrimonios homosexuales; en que miles de ciudadanos donan sus órganos o los de sus seres más queridos para trasplantes; en que amplios sectores sociales abogan por la despenalización de la eutanasia; en que se han abandonado costumbres que parecían eternas, como el servicio militar obligatorio o la imposibilidad de que las mujeres accediesen a puestos de combate en las Fuerzas Armadas, y tantos otros cambios de valores, usos y costumbres que hemos visto a lo largo de unos pocos años, y que suponen unos cambios más profundos que los que supondrían un cambio de dioses. De hecho, cuando el emperador Constantino legalizó el cristianismo y poco después cuando Teodosio lo convirtió en religión oficial del imperio, no se dieron cambios tan grandes, por ejemplo en los ejércitos.

Se podría decir, por tanto, que hemos podido asistir en el espacio de nuestras vidas al cambio de algunos dioses y en consecuencia no parece descabellado postular como posible y deseable que España siga renovando obstinada y pacientemente su viejo panteón.

LOS MEDIOS PRECISOS

Los autores de este texto, cuya lectura parece no haber desanimado al amable lector hasta aquí, no nos resignamos concretamente a que España no tenga una educación tan buena como la de Finlandia o una investigación científica tan profesional como la de Suecia, país que cuenta en las bases de datos internacionales con 15,80 artículos científicos per cápita frente a los 3,54 de España. Por otra parte, si bien es cierto que España ocupa de forma provisional el noveno puesto mundial por el número de trabajos científicos publicados, esa posición se sitúa por debajo del veinte cuando la comparación es sobre el número de citaciones por artículo.

Conseguir el nivel educativo y el nivel científico de Finlandia y Suecia no es imposible: es una cuestión de diseño estratégico, de consenso político y social, de reformas en la arquitectura institucional y de esfuerzo económico sostenido.

Si hemos logrado introducir reformas, algunas bien dolorosas, en el mercado de trabajo, en el sistema financiero y en las pensiones, parece razonable pensar que se pueden introducir también en el sistema educativo y en el sistema de I+D, imprescindibles para «cambiar de dioses», es decir, para cambiar de modelo de crecimiento.

Se puede lograr en el mismo tiempo que ha tardado el país en renovar una gran parte del panteón considerado inmutable bajo el franquismo: con las políticas adecuadas España puede figurar, en unas pocas décadas, entre los líderes mundiales en educación y en I+D o, lo que es lo mismo, puede situarse entre los best performers o alumnos más aventajados al respecto del planeta Tierra.

Conocemos el marco tanto en el ámbito nacional como en el internacional; sabemos de qué estamos hablando y, por tanto, creemos poder afirmar, documentada y empíricamente, que se trata de un objetivo político al alcance de esta sociedad siempre que se pongan los medios adecuados.

Hemos hablado, en primer lugar, de diseño estratégico. Es cierto que nuestro país dispone ya desde 2007 de una llamada «estrategia nacional de ciencia y tecnología» (ENCYT, www.micinn.es), pero cuando hablamos aquí de una estrategia en ciencia y tecnología hablamos de unas pocas directrices, bien meditadas, que orienten la política científica futura, y no de un catálogo de áreas de conocimiento universitarias, en el que deben figurar todas para que no se enfaden los olvidados o los preteridos.

Cuando hablamos de consenso político, no nos referimos a que el ministerio de turno se ponga de acuerdo con otros departamentos y luego presente un documento ya cerrado a los consejeros de las Comunidades Autónomas para que lo conozcan y, si acaso, lo bendigan.

Cuando hablamos de reformas en la arquitectura institucional, no nos referimos a la creación de nuevas instancias de gobernanza del sistema de I+D «sin aumento del gasto público», como proponen las Adicionales octava y duodécima del proyecto de Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación (LCTI), actualmente en trámite parlamentario.

Reformar el sistema actual para hacerlo más eficiente y dinámico, como es el caso de la creación de la Agencia de la Financiación de la Investigación, cuesta dinero y, por tanto, legislar que se va a acometer su reforma a coste cero no resulta muy esperanzador.

Como decía Ortega, en memorable ocasión: «No es eso, no es eso». Cuando hablamos de cambios en la arquitectura institucional, nos referimos a la simplificación y ordenación del minifundio existente, al cambio de régimen de contratación del personal, al desarrollo de una auténtica carrera científica, a la concesión de flexibilidad y autonomía a los centros de investigación; a la creación de un espacio capaz de retener y atraer talento internacional, ofreciendo masa crítica, infraestructuras y salarios acordes con los tiempos actuales y a otros asuntos de mayor enjundia sobre los que existe abundante literatura escrita por los expertos en la política científica española.

Cuando hablamos de un «esfuerzo económico continuado», nos referimos a romper con esa tradición tan enraizada por estos lares, de otorgar incrementos presupuestarios considerables, generosos incluso en las fases alcistas del ciclo y estrujar los presupuestos de I+D hasta el ahogo de las instituciones en las fases bajistas, como es ahora el caso. Hablamos de alejar definitivamente aquello que Cajal ya criticaba hace un siglo: las arrancadas de caballo y las paradas de burro. Tampoco es eso, porque la ciencia, como Zamora, no se conquista en una hora, sino que necesita años para dar frutos, como el olivar.

EL ÁRBOL DE LA CIENCIA

Existe una creencia muy extendida en la clase política y parte de la ciudadanía de que el polinomio I+D+i es una descripción exacta de un proceso lineal, que se cumple de forma inexorable, según el cual en primer lugar surgiría una idea brillante en un laboratorio científico (I), luego esta idea sería desarrollada en algún centro tecnológico o similar (D) y finalmente este desarrollo sería transferido a una empresa, que lo convertiría en una innovación (i) y lo lanzaría después al ávido mercado.

Pues bien, las cosas no funcionan así, prácticamente nunca; desde luego antes del siglo XIX las innovaciones tecnológicas (molinos, barcos, máquinas de vapor, armas, tejidos, cultivos, construcciones, etcétera) fueron obra de simples improvers of technology sin ninguna aportación apreciable de la ciencia de su tiempo; durante los siglos XX y XXI las relaciones entre el conocimiento científico y las innovaciones tecnológicas han venido siendo mucho más estrechas, pero en ningún caso han seguido un proceso lineal o secuencial, como podría hacernos creer el manido polinomio I+D+i. Se ha dicho, por ejemplo, y con toda razón, que deben más los principios de la termodinámica (Carnot, 1824) a la máquina de vapor (James Watt 1770, George Stephenson 1825) que esta a aquellos.

No es este el lugar para entrar en detalle sobre el complejo proceso de innovación tecnológica y sus complicadas relaciones con los descubrimientos científicos, pero queremos dejar claro a los lectores que los investigadores sabemos que no existe una relación ni lineal ni directa entre la ciencia y las innovaciones que se introducen en el mercado.

Sabemos también que la insuficiencia en el desarrollo de la ciencia en un determinado país no es la responsable ni de su paro laboral ni de su baja productividad relativa.

Ahora bien, existen abrumadoras evidencias empíricas de que los países que no tienen un alto nivel educativo y un alto nivel científico alcanzan enseguida un techo de cristal que, si no lo rompen, los condena a perpetuarse en una determinada cota de desarrollo.

España se ha desarrollado mucho y muy rápidamente en los últimos decenios, hasta superar la media de riqueza de los países de la Unión Europea, pero hemos llegado ya a nuestro techo de cristal y para superarlo no hay otra alternativa que mejorar los niveles educativo y científico del país.

No es una extravagancia propia de ricos ociosos el hecho de que los países de mayor producción tecnológica y mayor dinamismo económico sean también los que más invierten en investigación básica. Se trata más bien de que los países son ricos porque investigan, no investigan porque ya son ricos. No es solo el caso de Estados Unidos que, en contra de esa falacia retórica de la llamada «paradoja europea», produce más y mejor ciencia básica que Europa, sino también el caso de Japón, cuyo primer ministro Nakasone lanzó en 1987 el Human Frontier Science Program, al que se han ido asociando casi todos los países desarrollados del mundo (con la consabida ausencia de España); o de Corea, con su Basic Research Program, que pretende generar conocimientos «ante el cambio de paradigma causado por la reestructuración del orden financiero internacional», y así sucesivamente.

El argumento del cambio de paradigma es clave: para Thomas Kuhn la ciencia avanza a través de paradigmas que dominan, como si fuesen modas, toda una época y la mayoría de los científicos trabajan inmersos en una corriente mayoritaria (mainstream). Los grandes científicos serían, según este autor, los que son capaces de romper con esa corriente mayoritaria y luchan por crear un nuevo paradigma.

Pues bien, esa especie de salto cuántico lo suele dar la investigación científica y no, salvo raras excepciones, los meros improvers of technology, e igualmente solo aquellas sociedades que tienen un tejido científico denso y profesional pueden crear o anticipar o adaptarse con rapidez a los nuevos paradigmas.

Si queremos estar entre esas sociedades más alerta y, por tanto, mejor preparadas para capear las crisis económicas cíclicas, debemos pues aplicarnos aquello de «recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte» porque, por ejemplo, el presidente Obama viene aplicando notables incrementos en los presupuestos de I+D de 2010, 2011 y en el anteproyecto de 2012 a pesar de la grave situación económica de la Unión y a pesar de las duras resistencias del Congreso.

En concreto, en el borrador de presupuestos para 2012 se prevé un incremento destinado a la National Science Foundation de un 13 por ciento sobre 2010 (www.genomeweb.com, Biotech NEWS Feb. 14). Sus argumentos son muy convincentes: «Como muchas empresas no invierten en investigación básica, que no ofrece resultados inmediatos (that does not have an immediate pay off), nosotros, como nación, tenemos que dedicar nuestros recursos a estas áreas fundamentales de la indagación científica (these fundamental areas of scientific inquiry)», dijo el presidente en un discurso del pasado día de San Valentín.

Si el presidente de la nación que viene siendo líder mundial en ciencia desde la Segunda Guerra Mundial sostiene que hay que incrementar la aportación del Estado a la financiación de la I+D, porque las empresas norteamericanas han reducido su contribución al respecto, imagine el lector lo que debería hacer Europa en general, y España en particular, si no quiere acabar convirtiéndose en una especie de conjunto de pintorescos y mal avenidos parques temáticos para disfrute de americanos, asiáticos y, en un futuro, quizá también africanos.

Más claramente: o mejoramos de manera muy significativa nuestros niveles educativo y científico o seguiremos adorando a Zeus, Júpiter, Odín y otros dioses, tan enternecedoramente europeos como definitivamente anacrónicos.