Con el título Reacciona Rosa María Artal nos convoca a un grupo de personas para dirigirnos a la sociedad en general, y a los jóvenes en particular, intentando concienciar y provocar una reacción frente a las medidas neoliberales impuestas como única salida posible a «la crisis».
Por mi edad me ha correspondido el papel de telonero que acepto gustoso para acompañar los documentados y certeros análisis de mis colegas. Por su carácter introductorio mi exposición pretende ofrecer una visión general centrada en las causas históricas y sociales de la crisis. Intentaré ir a las raíces o, como lo expresa la metáfora del título, destapar y mirar debajo de la alfombra, reflexionar sobre lo menos visible (que no es otra cosa que lo menos leído en los medios).
Basta levantar un pico de la alfombra para que inevitablemente surjan preguntas clave.
¿Por qué se atrevieron los bancos a ser tan codiciosos?
¿Por qué lo permitieron los gobernantes en lugar de controlar el desenfreno, del mismo modo que controlan los productos alimenticios o las medicinas?
¿Por qué el público ha seguido votando a políticos tan descuidados en la defensa del pueblo?
Y, si seguimos levantando un poco más, tirando del otro pico ya encontramos algunas respuestas.
La primera que se me ocurre es que los actuantes en la crisis (desde el Gobierno hasta el que pide el crédito y el desempleado), todos somos piezas de algo mucho más complejo que es nuestra sociedad, nuestro sistema de vida, nuestra cultura europea.
La segunda es que Europa está, pero ya no es. Ni siquiera es el «pequeño cabo de Asia», como la definiera hace un siglo Paul Valéry. Europa está en coma, como así lo demuestra su apatía ante los grandes problemas. Incluso parece simbólico que siendo Bruselas la capital europea Bélgica lleve más de medio año sin gobierno.
EL OCASO
Contemplando la sociedad como organismo, parece obvio que una enfermedad sistémica en un cuerpo envejecido no puede ser tratada como un trastorno transitorio y puntual de un órgano concreto. Dicho de otro modo, es una falacia hablar de crisis financiera únicamente. La crisis es política. La crisis es del sistema de vida occidental.
Al comienzo del siglo XX el sistema de vida occidental todavía se creía sólidamente establecido, pero la Primera Guerra Mundial (tan apocalíptica que fue llamada la Grande) acabó con esa ilusión y hasta rompió la unidad al transformar la Rusia zarista en un sistema diferente y rival. Al mismo tiempo emergía Estados Unidos como nuevo posible dirigente del sistema. No por casualidad el profesor Oswald Spengler concluyó y publicó entonces su libro La decadencia de Occidente. El texto provocó discrepancias, pero los acontecimientos posteriores han confirmado el acierto del título hasta el punto de considerarlo insuficiente. Porque Estados Unidos tampoco es aquel líder de los vencedores que llegó a ser en 1945. Tras la Segunda Guerra Mundial Washington ocupó el trono de Occidente, sustituyendo a la Europa destrozada por la guerra, pese a las diferencias entre ambas partes que algunos pensadores simbolizan en la comparación entre Marte (viril y poderoso técnico) y Venus (dama sensible, incapaz de afrontar los problemas). Pero en poco más de medio siglo el imperio americano ya no es hegemónico en un mundo con adelantos técnicos revolucionarios y con nuevos rivales tan sobresalientes y en pleno auge, como son China e India. Tras casi cien años decisivos el título de Spengler resulta justificado por la Historia. Estamos viviendo en pleno ocaso del mundo en que vivieron nuestros padres.
Hablar de ocaso quizá escandalice dada la sobreinformación mediática acerca de los constantes progresos técnicos. Por supuesto no niego las admirables hazañas humanas en todos los campos, desde los átomos hasta las galaxias. Comprendo que tales adelantos permiten incluso esperar un futuro todavía más sorprendente. Pero ese crecimiento no es toda la verdad. Para incidir en la realidad actual es indispensable conocer el reverso de la medalla, escamoteado en la versión oficial.
Si bien el celebrado progreso ha mejorado las condiciones de vida de parte de la humanidad, ha influido muy poco en el perfeccionamiento de los individuos. Por un lado el logro de prodigiosas creaciones, por otro la creciente sucesión de guerras y luchas fratricidas por el poder y la riqueza, por la pasión de dominar. En suma, diez en técnica y cero en humanismo. Es en ese contexto en el que los financieros culpables de la crisis obraron sin escrúpulos con un afán de saqueo propio de las hordas bárbaras.
A los dirigentes de Occidente no les interesa comprender que los destrozos irreparables de la Naturaleza han comenzado ya. Ni siquiera respetan las normas de las instituciones creadas por ellos mismos. Las decisiones de la Organización de las Naciones Unidas, nacida para mantener la paz, quedan marginadas o anuladas con las adoptadas antidemocráticamente por la minoría del grupo G20 ampliado. Incluso acuerdos tan importantes como los del Consejo de Seguridad de la propia ONU se ven subvertidos por decisiones unilaterales, como ocurrió cuando el presidente de Estados Unidos se empeñó en atacar a Irak. La Unión Europea, necesitada de inmigrantes, los recibe imponiéndoles vejaciones inhumanas; mira para otro lado ante problemas como el permanente acoso de Israel a Palestina y es cómplice de aquellas dictaduras que convienen a sus intereses económicos, anteponiéndolos a la defensa de los derechos humanos. Otro ejemplo patente de barbarie es la doctrina del llamado «ataque preventivo», invocada por Estados Unidos para justificar la invasión de Irak. Esa expresión, aparentemente refinada, ha significado siempre, por su naturaleza, «la ley del más fuerte» o la «ley de la selva».
SOCIEDAD DE MERCADO
Pero lo más grave y lo más destructivo para una civilización es, en mi opinión, la pérdida de los valores morales superiores y, con ello, de las más altas referencias para la conducta humana. Esa decadencia es la máxima barbarie y es muy perceptible en la situación actual. El alto ideal de justicia, por ejemplo, aparece viciado con frecuencia y, sobre todo, el derecho internacional ha sido violado repetidamente, según ocurrió con Irak. El desdén por la difusión de la educación y la sanidad en los países más pobres, la sobreexplotación de los más débiles, como la infancia o la mujer, violan valores, supeditándolos a los intereses materiales. El concepto de libertad es tergiversado de forma irresponsable para permitir abusos de los poderosos, como ocurre en la desregulación financiera o en la globalización incontrolada. Más que en la economía de mercado vivimos en una sociedad de mercado, donde todo tiene su precio en vez de considerarse su valor. El sistema, como expresó tajantemente Marx, lo convierte todo en mercancía. Ejemplo de ello es la corrupción generalizada que, en definitiva, significa que hasta los hombres mismos (y los más responsables por los puestos que ocupan) se ofrecen en venta a otros dispuestos a comprarlos. Y lo que es peor, ese tráfico ya ni siquiera escandaliza, se toma como algo natural, sin repercusión electoral alguna. La Rochefoucauld afirmaba: «La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud». Pues bien, en la actualidad la hipocresía ha sido sustituida por el cinismo y hasta altos dignatarios se pavonean de sus conductas inmorales, se consideran modelos dignos de admiración y de seguimiento por los ciudadanos. ¡Y son votados! He aquí otro descubrimiento debajo de la alfombra que empieza a revelar una maraña de injusticias, irracionalidades, y hasta delitos, impunes o encubiertos, dejando la impresión desoladora de que tanta brillantez de la técnica y la ciencia se debe a un organismo social vivo, pero cuyas contradicciones internas lo están descomponiendo. De ahí la sensación de ocaso y de barbarie, entre cuyos componentes se encuentra la crisis.
Pero el ocaso no es el fin de la historia, sino el del sistema. Porque el mundo sigue adelante. La barbarie no es destrucción sino una mutación, una fase violenta del cambio. El mundo no es un compuesto de innumerables equilibrios, sino de interdependencias desequilibradas que se compensan unas con otras en el funcionamiento, aunque a veces hay distorsiones.
CRISIS POLÍTICA
La crisis financiera estalló por el abuso de los beneficios, pero el hecho de que los daños no los hayan sufrido tanto los causantes como sus víctimas (con pérdidas o con desempleo) es consecuencia de la estructura del sistema, cuyas reglas permitieron los atropellos y cuyas autoridades no los controlaron a tiempo. La raíz de los daños no radica en los préstamos mismos, sino en el poder dominante de los bancos, libres para poner condiciones al crédito. Más que un problema económico se trata de una desigualdad de poder, un hecho político que, si no se remedia, provocará crisis ulteriores.
Pese a ello los gobiernos no han hecho gran cosa para regular mejor el crédito, desoyendo todas las propuestas de reformas importantes. Esa pasividad de las autoridades obliga a reflexionar sobre la jerarquía real de poderes, a darnos cuenta de que si el capital logra evitar los necesarios controles es porque su poder no solo supera al de los clientes, sino que también es más fuerte que el de los gobiernos. Dicho de otro modo, en nuestro sistema quien manda es el capital. También en los casinos las reglas de juego de la ruleta permiten a veces que se enriquezca algún cliente, pero en el conjunto de operaciones siempre gana la empresa. Los gobernantes dependen del capital que, entre otras cosas, financia sus campañas electorales. Las técnicas de ventas se han extendido a la esfera política (recuérdese: todo es mercancía). Publicidad, creación de imagen, manejo de relaciones e influencias y otros medios se adaptan a las competiciones electorales. Con ello la democracia solo lo es nominalmente. En realidad el poder lo ejercen los grupos dominantes.
¿DEMOCRACIA?
Es verdad que el pueblo vota y eso sirve para etiquetar el sistema, falsamente, como democrático, pero la mayoría acude a las urnas o se abstiene sin la previa información objetiva y la consiguiente reflexión crítica, propia de todo verdadero ciudadano movido por el interés común. Esos votos condicionados por la presión mediática y las campañas electorales sirven al poder dominante para dar la impresión de que se somete al veredicto de la voluntad popular expresada en libertad en las urnas. En ocasiones, como se ha visto, sirven incluso para avalar la corrupción. Se confunde a la gente ofreciéndole libertad de expresión al tiempo que se le escamotea la libertad de pensamiento.
Ya en la primera infancia se inculcan al niño creencias, que la mente infantil no puede sino asumir. Así continúa la formación mental de súbditos en las sucesivas etapas de una enseñanza orientada a formar productores competitivos y consumidores, que son los que interesan a los dominantes. Fuera de las aulas los medios audiovisuales siguen inculcando las ideas del mando, sugieren preferencias políticas y desvían el interés de las personas hacia los atractivos del consumismo y los espectáculos. Es imposible enumerar la infinidad de argucias contra el pensamiento crítico, sin el cual la famosa libertad de expresión pierde su valor. Con un somero repaso a los programas y a los resultados electorales de nuestro entorno descubriremos fácilmente bajo la alfombra, etiquetada y vendida como «democracia occidental», un sistema oligárquico en manos de las minorías dominantes.
Resumiendo: queda claro que la crisis —en principio un problema económico— nace de una dominación política (gobiernos sumisos al poder financiero) en la que influye el problema social de los votantes condicionados por la propaganda. En la degradación de esos tres niveles del suelo bajo la alfombra —económico, político, social— se encuentran las respuestas a nuestras tres preguntas iniciales. En la terna, sin duda, el poder del dinero es el más fuerte.
CREENCIAS Y DESARROLLO
Ahora bien, tanto los financieros como los gobiernos y el pueblo mismo actúan inspirados por la ideología común vigente. Cada civilización encarna un sistema de valores que moldean las conductas individuales. Un sistema de creencias que los dirigentes asumen, como todos. Una de esas creencias es la convicción occidental del crecimiento imparable. Las actuales consignas de moda (productividad, competitividad, innovación) expresan con claridad la intensidad de esa fe. La ambición ha llevado incluso a la idea de comercializar viajes y estancias en la Luna, pues para algunos el futuro ya no cabe en la Tierra. Ese ambicioso planteamiento cultural también subyace en el fondo de la crisis.
Dicha mentalidad colectiva es el resultado de una larga evolución con sucesivos cambios históricos de lo que venimos llamando «Occidente». En la Grecia originaria (de la que aún utilizamos muchos descubrimientos) el hombre era la medida de todas las cosas. Pero, como dijera Antonio Machado, las sociedades cambian cuando cambian sus dioses. La Edad Media puso su fe en el supremo referente Dios, sin que ello impidiera el creciente peso de las actividades técnicas o económicas y de la razón frente a la fe. Con la expansión mundial de la Europa moderna la razón y los éxitos materiales engendraron los ideales, primero de la Ilustración y luego del Progreso, como hoja de ruta para Occidente, intensificándolos ya en el siglo XIX con su positivismo científico. Hoy la creencia en la producción imparable se concreta en el objetivo del desarrollo económico, defendido con pretensión de sostenible.
Junto al progreso científico evolucionaron históricamente las ideas económicas, y se instauró el mercado libre como centro de los intercambios y se consagró el dinero como referente genérico. Se llegó así a la actual sociedad de mercado con los dueños del dinero que son, dada esa organización, el poder máximo del sistema.
La peligrosa creencia de un desarrollo ilimitado ha arraigado en la opinión general básicamente por dos motivos. El primero: los acelerados adelantos científicos del siglo XX, capaces de hacer creer que la ciencia creará todo lo que el hombre se proponga, incluso sustituyendo recursos naturales agotados por sucedáneos. El segundo motivo es el estímulo aportado por la ideología religiosa que, al atribuir alma inmortal al ser humano, lo eleva sobre el mundo material y le da sustancia superior y privilegiada. La religión asegura al hombre que está hecho a imagen y semejanza divina, que es el rey de la creación y que la Tierra es su posesión en esta vida. El hombre se siente así con derecho a someter bajo su voluntad a la Naturaleza al ser esa la voluntad divina. El gobernante, como la mayoría, vive convencido de poseer los medios para transformar el mundo, así como el derecho de explotarlo según convenga. En definitiva, no se ignoran los daños infligidos al medio ambiente, sino que se actúa según esa concepción del mundo y del hombre. La fe en la ciencia y la fe en la religión tranquilizan a los desarrollistas, que además se benefician económicamente con ambas justificaciones.
Por desgracia estos soportes de la confianza no garantizan que el llamado desarrollo sostenible sea efectivamente sostenible. Al contrario, con la persistencia en el error empeoran las perspectivas futuras. Volvemos así a nuestra afirmación inicial acerca de la decadencia de Occidente y los serios desajustes de un sistema en el que, pese a los disfraces, la religión permanece anclada en el siglo XVI, la economía en el XVIII y el sistema parlamentario en el XIX.
BAJO LA ALFOMBRA
En conclusión: debajo de la alfombra aparece un suelo corroído que no va a mejorar remendando el tejido para taparlo mejor. Occidente puede correr la misma suerte de otros imperios extinguidos, dejando un vacío bajo la palabra Europa.
Pero la Historia no admite vacíos: imparable la Vida los llena. Todo ocaso ofrece una ocasión. Así aprovechó Carlomagno el de Roma bajo los bárbaros y erigió su imperio, semillero de Europa. Ha llegado el tiempo del cambio, de un cambio que va más allá de la restauración del Estado del Bienestar en retroceso y de la defensa de los derechos conseguidos por nuestros antecesores. El sistema reclama un cambio profundo que los jóvenes entienden y deberán acometer mejor que los mayores atrapados aún en el pasado.
Este ocaso es el momento de la acción entre todos porque otro mundo no solo es posible, es seguro. Si mejor o peor, dependerá de nuestra reacción. Mi mensaje a los jóvenes es que ha llegado el momento de cambiar el rumbo de la nave. Aunque sus líderes sigan en el puesto de mando y al timón, aunque desde allí sigan dando órdenes anacrónicas, los jóvenes puestos al remo pueden dirigir la nave. Solo necesitan unirse y acordar que a una banda boguen hacia delante mientras en la otra cien hacia atrás y el barco girará en redondo, poniendo proa hacia un desarrollo humano.