Resulta paradójico, casi inverosímil, contemplar la despreocupación o el conformismo con los que la sociedad española vive la merma paulatina y constante de sus derechos. La crisis, como recurso comodín, pretende justificar cualquier medida, pero el punto de partida previo ya nos situaba en desventaja, y no es serio exigir más sacrificios a los paganos de un sistema injusto y de los errores de otros. ¿O es que no lo sabíamos?

Los sueldos más bajos de la UE anterior a la ampliación a los desfavorecidos países del Este europeo —siempre en compañía de Grecia y Portugal— jalonan nuestra estadística. Ni los precios, ni los desiguales impuestos —en nuestro país los ricos apenas los pagan— compensan la ecuación. España, por tanto, no ha conocido ni en sueños el Estado del Bienestar del que buena parte de los países de la UE —encabezados por Suecia, Francia o Dinamarca— disfruta. Y que se traduce en bajas maternales remuneradas hasta de más de un año en Suecia, por citar un solo ejemplo. España, en cambio, es el país europeo que menos ayudas presta a la maternidad. Invertimos mucho menos en gasto social que nuestros socios, aun con el esfuerzo hecho en las dos últimas legislaturas. La mayor parte, sin embargo, se la llevan los subsidios a los cuantiosos desempleados de nuestro inadmisible paro.

Si los grandes directivos españoles no fueran los mejor retribuidos de Europa —con una revisión anual del 15 por ciento en sus emolumentos— o las grandes fortunas no incrementaran sus beneficios de año en año una media de un 20 por ciento —y con cifras que cuentan por miles de millones los euros—, entenderíamos a los que apelan a nuestra pobreza como país, tratando de hacernos engullir ruedas de molino.

Luego llegaron las mermas. Homologarse (con Europa o con quien sea) es establecer una relación de igualdad y no solo en los sectores que convienen a los «ajustes». Nadie pediría a un mendigo que pagara la misma factura de electricidad que el dueño de un palacete (alemán, pongamos por caso), apelando a que ellos, los alemanes, lo ingresan sin rechistar. Y eso es lo que nos están imponiendo con sus cifras. «Si torturas los datos lo suficiente, terminarán por confesar lo que quieras», reza un dicho popular. Deme salarios europeos y empezamos a hablar. Buena parte de nuestros vecinos han erradicado el mileurismo.

Como dejados a la intemperie, los españoles pagamos las tarifas bancarias y las de telefonía móvil e Internet más caras de Europa. En términos absolutos, no en relación a nuestros ingresos. Y numerosos estudios atestiguaron que la burbuja especulativa inmobiliaria que nos estalló en la cara nos llevó a tener el acceso a la vivienda más caro y atenazador de Europa. Aquella ley liberalizadora del suelo 6/1998 del Partido Popular infló una bomba que no atemperó el Gobierno socialista, aferrado a los brillantes y equívocos datos macroeconómicos que proporcionaba. Entonces sí nos querían los mal llamados mercados y sus portavoces mediáticos. Basta repasar las hemerotecas para encontrar alusiones al milagro económico español, como ejemplo que había que imitar. Junto, casualmente, a Irlanda o Islandia, en cabeza de los países caídos en la bancarrota a causa del neoliberalismo.

¿EL PERIODISMO COMO CAUSA?

En un ordenamiento social basado en el dinero, en la obtención de beneficios económicos como fin prioritario, todos los ámbitos de la vida —el cuerpo social en sí— se resienten en la crisis. Por más que no sea sino la crisis de los pobres. Este libro contiene datos abrumadores sobre ello, globales y pormenorizados por sectores.

A veces me pregunto: ¿son conscientes los ciudadanos de su realidad? Y termino por concluir que la mayoría no, o no mostrarían tamaña abulia. Y que en esa anomalía tienen un alto grado de responsabilidad los medios informativos, siquiera por no constituirse en remedio. La información es elemento esencial para una existencia plena, responsable, para la toma de decisiones. Nadie compraría un piso solo por el color de las paredes y sin saber si le caben los muebles o dispone de baño y cocina. Todo usuario necesita contar con los detalles básicos. ¡Cuánto más lo que afecta a su vida!, y, lo que es todavía de mayor trascendencia, a la de sus conciudadanos. Educación e información son las llaves. No destacamos por ser el país más culto, cívico e instruido de la Tierra, ni nos cabe presumir de limpieza y ética cuando un número nada desdeñable de personas soporta y aun apoya la corrupción y el liderazgo de la economía sumergida. Y el periodismo —tanto en España como a escala planetaria— atraviesa una profunda crisis.

El viejo lema de los medios, de todos los medios, «informar, formar y entretener» pasó a convertirse en «entretener para vender». Entretener, deformar y vender si se quiere. La ola azul neoliberal nos invadió a todos y aquellos periodistas románticos que fundaban un periódico casi pasaron a la historia para devenir en grandes emporios empresariales, sujetos a las inexorables leyes del mercado y sus servidumbres. Su consigna prioritaria: trivializar, fabricar productos asequibles que rentabilicen la inversión.

Una multiplicidad agobiante de fuentes de comunicación nos rodea para terminar desinformando por saturación. Y, en la pugna, reina la urgencia, la prisa por llegar el primero a la audiencia a costa incluso de la falta de comprobación de los datos. Juicios mediáticos sumarísimos declaran culpables de asesinato y violación a personas que, a veces, en pocas horas salen libres sin cargos. O tras purgar erróneamente cárcel por una condena influida por el sensacionalismo sin escrúpulos. Y apenas nadie se inmuta. La libertad —tristemente manoseada palabra— de información se resumió en una única libertad: la de negocio. Y no les faltó más que la irrupción masiva de Internet con su aumento de focos de noticia, reglas independientes e incremento de la competencia.

QUÉ ES UNA NOTICIA

Tuve el inmenso privilegio de pertenecer a una joven generación que, al salir de la Dictadura, hubo de prácticamente inventarse el periodismo en España, bebiendo de escasas fuentes locales y del universo exterior. Quizá porque nos sentíamos acuciados por una realidad que era esencial cambiar, por el afán de construir y sedimentar, no fuera a ser que volviera a hundirse el edificio. Hoy nos encontramos en un punto crítico de similar envergadura y, como a muchos de mis colegas, me preocupa si se mantienen siquiera los conceptos elementales de la profesión, incluso el de «qué es noticia».

Noticia es un hecho novedoso o atípico, que interesa a una comunidad y que se divulga, se comunica. Hay quien añade «algo que alguien está interesado en que no se dé a conocer», aludiendo al alma imprescindible del periodismo: la crítica al poder y el servicio a la sociedad. Un hecho, no una opinión, salvo que esta sea insólita, relevante o altamente aportativa. La noticia precisa una verificación y un contexto para explicar por qué se ha producido. Nunca el rumor es noticia, ni los «podría» que tanto proliferan.

El periodismo español se ha llenado, sin embargo, de opiniones. El cliente se surte de ellas, según su gusto, no su razón. Se ha roto la frontera, antaño infranqueable, entre información y opinión. La opinión también es periodismo, pero el destinatario ha de identificar de qué vertiente, tenemos que aclararle si informamos asépticamente o damos nuestra visión subjetiva sobre unos hechos. Todo hoy es opinable, todo se diluye en una maraña. No es objetividad, sino equidistancia (en el significado peyorativo, acuñado en Internet por cierto, de contraposición de opiniones «equidistanís» pesadas con báscula) servir el parecer contrapuesto de uno y otro sin ofrecer los datos reales. Por eso se hace imprescindible para el receptor saber cuál es el juego y reaccionar frente a la desinformación.

LA NOTICIA Y LOS POLÍTICOS

Tras haberme criado viendo a Franco inaugurando pantanos y a todos sus ministros y altos cargos en actos de propaganda mis ojos se anegaron de emoción al escuchar de los entonces responsables de los telediarios en la Transición —y de ideologías tan distintas como Ladislao Azcona, Eduardo Sotillos, Pedro Macía y Luis Mariñas—: «El hecho es la noticia, si hay un político y, lo encuentras justificado, lo citas al final del texto». Los políticos tenían que ganarse su aparición en televisión. La experiencia apenas duró. El sabroso caramelo se volatilizó a las puertas de la escuela del poder.

Hoy sus comparecencias son diarias. No es noticia lo que opinen —por muy jocoso o patético que a veces resulte—, lo son sus hechos. No lo es en absoluto la repetición machacona de su ideario —sabemos qué van a decir antes de que abran la boca, ¿cómo va a ser eso una noticia?—. Los medios no son oficinas de prensa de los partidos en permanente campaña electoral. Pero así parecen actuar —las televisiones sobre todo—. De hecho los políticos intervienen medidos y pesados según sus votos. Y, como no hay tiempo, la opinión se reduce al bipartidismo (al que refuerzan) cuando España es plural y, en justa lógica, tendrían que habilitar espacio para todos los partidos y colectivos sociales… en informativos eternos y tediosos. ¿Sería eso periodismo? No.

La clase política representa el tercer problema para los españoles, quizá porque los vemos y oímos demasiado. ¿Sabemos de este modo lo que piensan en realidad? Escasamente. Ahí tenemos el simulacro de los debates en los que el periodista es mero controlador de tiempos y de temas pactados sin su intervención; a diferencia de lo que ocurre en otros países, donde el moderador inquiere y precisa. El periodista debe incomodar, insistir, buscando la verdad. Los políticos se han acostumbrado asimismo a la insólita figura de la «rueda de prensa sin preguntas». ¿Cómo se atreven? ¡Son servidores públicos! Se deben a la sociedad. Y sus ojos, sus oídos y su cerebro en esas comparecencias son los periodistas… que se ven obligados a asistir para tomar nota sin abrir la boca.

Con la Televisión Digital Terrestre, TDT, llegó la invasión de cadenas entregadas por los políticos (autonómicos sobre todo) a medios de ultraderecha de forma mayoritaria. Aquí realizan programas low cost. Lo más barato es sentar a tertulianos en una mesa y, de la mañana a la noche, destripar al gobernante opositor, incluso al propio si no manifiesta una extrema radicalidad reaccionaria. El manual de la manipulación exhibiría como prototipo a estas cadenas.

Los debates pueblan los medios. El que contrapone a Rajoy y Zapatero (o cualquiera que ocupe la cúpula de los partidos), cargando sobre uno de ellos todos los males de la humanidad, es estéril cuando manda la UE y el reinado neoliberal está garantizado por vocación genética o por pragmatismo. Apenas se diferencian —y no es poco— en el rancio conservadurismo ideológico del PP, necesitado de una urgente modernización al servicio del progreso de todos.

El periodismo de declaraciones (vacías y repetitivas en su mayoría) y tertulias con el mismo espíritu tiene un efecto devastador. Porque —no nos confundamos— la Política es imprescindible en un sistema democrático. Con tropiezos, avances y errores la humanidad persigue disfrutarla desde los griegos, cinco siglos antes de la era cristiana. Para dignificar el papel del ciudadano, de un ser libre sujeto a derechos y deberes. Para regular una actividad humana cuyo fin es gobernar y dirigir la acción del Estado en beneficio de la sociedad. Hemos de obligar a nuestros representantes a regenerar la Política.

LA IDEOLOGÍA EN PÍLDORAS

Diagnostica Fermín Bouza, catedrático de Sociología y Opinión Pública: «La televisión ha contribuido a un proceso de debilitamiento de las ideologías porque ha impedido el discurso ideológico. Es un discurso de píldoras, sintético, rápido, y ha formateado al resto de la sociedad a su manera». Así es. El tiempo en televisión es caro —salvo en el modus operandi de buena parte de las TDT—. Las declaraciones han de ser cortas, cada vez más cortas. De un minuto y medio o un minuto que ocupaban cuando solo existía TVE han llegado a los veinte o a los diez segundos. El tiempo vuela para emplearlo en otros menesteres y la ciudadanía se aburre hoy antes que ayer. Los políticos y cualquier entrevistado saben que han de dar titulares y nada más. Incluso prevén cuándo conectarán los medios con su mitin, pongamos por caso, y preparan la frase rotunda. Reaccionemos. Es desinformación. Es vaciar el juicio, la elaboración mental. Es adormecer, perder la memoria. Resulta difícil de entender que tantos ciudadanos olviden declaraciones o antecedentes, hechos sucedidos poco tiempo antes. No arraigan. Nada parece real. Una sucesión de flashes desfilan ante nuestros ojos. El mejor caldo de cultivo para engullir la manipulación.

La clave de José Luis Balbín no podría existir en la televisión actual. Se aproximó el Hoy de Iñaki Gabilondo de la fenecida CNN+. Conversaciones para clarificar, no rifirrafes —odiosa y tópica palabra— con el único afán de entretener, sin buscar el esclarecimiento real de nada. El espectáculo se enseñorea hasta en la selección y la presentación de noticias, en tratar incluso asuntos trascendentales como productos de consumo a sustituir de inmediato por nuevos impactos. Las noticias —por muy importantes que sean— mueren cuando se agota su novedad extrema. En caso contrario… nos aburrimos y cambiamos de canal. Somos la sociedad más entretenida de la historia. Como si no tuviéramos nada de qué preocuparnos.

RECUPERAR LA FUNCIÓN DE LOS MEDIOS

¿Tienen solución los problemas del periodismo actual? Los ciudadanos —periodistas y no— ¿habremos de buscarnos, o seguir buscándonos, la vida fuera de los medios tradicionales? Sin duda aportan noticias pero han alterado en buena medida los términos del «informar, formar y entretener», y algunos se muestran bastante más relajados en la crítica independiente al poder. ¿Serán capaces de cambiar? Algunos lo hacen. ¿Lograremos provocarles una reacción?

Comiencen los periodistas en activo. A pesar de sus justas quejas laborales y profesionales necesitan ir más al fondo, al contenido que al medio de difusión que emplean, vibrar (muchos no lo hacen) con la labor que realizan y no espantarse de la relación estrecha entre periodismo y compromiso. Veo a algunos que, entretenidos con los juguetes nuevos que surgen sin freno —iPod, iPad, Quora, o lo que quiera que sea—, con la visión estrictamente laboral de una profesión que, ante todo, es una vocación de servicio, terminan siendo manejados por el sistema. Ellos son los primeros que deben reaccionar. En bien de todos.

OBJETIVO: CONSUMIR

Lo nuestro, lo de la sociedad en su conjunto, es distraernos, no pensar; estamos demasiado cansados, saturados de problemas. Hay que desconectar, reír, escandalizarse con las vidas de los otros, de los muñecos-cebos que nos presentan para evadirnos de nuestras vidas. Danzan las pantallas, las ondas, las páginas, sobre todo las pantallas, en baile monocorde de risas y ficticia felicidad o de morbosos escándalos y accidentes. Trivialidad extrema, bajezas, sexo, dolor y muerte. Incitando a comprar: productos o un sistema de vida. El más anquilosado de este tiempo vital, donde los demás —que contemplábamos con superioridad— han terminado por rebelarse. ¿No falla algo? ¿No es indispensable reaccionar?

La pantalla de la vida perfecta se parece, dramáticamente, muchas veces a la de Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. O a todos los resortes que afianzaban Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Incluso al control —más sutil ahora si se quiere— de 1984, de George Orwell. En todos los casos, en toda la historia de la literatura y de la vida, un ser integrado en un sistema enfermo y corrupto se cuestiona un día si va por el camino acertado. Grandes obstáculos jalonarán su camino si intenta salir del carril y buscar una regeneración; lo que no ocurre cuando se manifiesta de forma masiva la disconformidad.

La más alucinante diferencia de aquella ficción —escrita en la primera mitad del siglo XX— con nuestra realidad estriba en que ningún poder garantiza al menos nuestra subsistencia a cambio de control. Como manadas, seguimos los dictados del consumismo comprometiendo nuestros propios recursos. Apenas caben más vehículos en nuestras calles, hay demasiados coches, demasiados edificios, demasiada ropa y accesorios de todos los tamaños y colores, demasiada comida —para algunos—, demasiados juguetes para incontables funciones. ¿De verdad necesitamos imprescindiblemente todo eso? ¿A qué precio?

Y cuando, ahítos, nos quedamos sin recursos y frustrados, nos reprenden —además— con la falacia de que hemos gastado «por encima de nuestras posibilidades». Cierto en algunos casos de compradores imprudentes; si hablamos de países enteros, del nuestro, ¿quiénes dilapidamos el dinero? ¿Todos, salvo los ricos, poderosos o conectados al poder, que son los únicos depositarios de ese derecho? ¿Qué influencia tendrían una política fiscal más justa o la racionalización de la caótica Administración española en este cómputo?

El consumismo nunca sacia, siempre pide más. De ahí que los especuladores que nos atenazan se vean poseídos de una avaricia sin freno. Nunca saturan su ansia de acumular dinero.

¿Podremos huir de la consigna y practicar algún cambio de actitud? Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política, pronostica que si no contamos con un proyecto «mesurado y consciente acabaremos por decrecer de resultas del hundimiento sin fondo del capitalismo global». A las malas.

INSTRUMENTOS DE CONTROL

El lenguaje

Es uno de los más sutiles. Orwell ya definía las características de su neolengua, desactivadora del pensamiento crítico, aun del raciocinio:

1. La simplificación del lenguaje. Disminuir el área del pensamiento «reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable». Primar a quien menos emplee. Y eso que no se habían inventado todavía ni los SMS, ni Twitter, ni el programa de televisión 59 segundos.

2. Eliminar algunas palabras para eliminar el concepto. Citaba en concreto «libertad» en su acepción absoluta. Y no hay palabra más restregada, pisoteada y alterada en nuestros días que libertad.

3. Mantener la vieja lengua solo para actos elementales (comer, beber, andar, dormir), el resto se reinventa, suprimiéndole significados potencialmente peligrosos: malo ya es no bueno.

No fue casualidad que en la década de 1990 comenzaran a aplicarse grandes cambios en el lenguaje. Eran una parte de toda la estrategia neoliberal decidida a imponer sus postulados de forma implacable: la caída del comunismo dejaba al capitalismo en una hegemonía mundial incontestada. No se podía desperdiciar la ocasión. Aunque el término ya se había empleado previamente y se usaría con profusión después, la guerra de los Balcanes —iniciada en 1991— fue la primera sin muertos civiles: nos hallábamos ante «daños colaterales» que duelen mucho menos a la sensibilidad de los espectadores. En realidad se logra que el cerebro borre a las víctimas. Desde entonces hemos experimentado una invasión de eufemismos dulcificadores y en todos los terrenos. Nos hablan de «flexibilidad en el empleo» cuando quieren decir expulsión sin indemnización; utilizan «regulación de plantilla» por despidos, «reforma laboral» para referirse a una merma sin paliativos, «gasto social» para que nos lastime (¡qué despilfarro, estamos tirando el dinero en las personas!), llamando al resto de los «gastos» «inversiones» (infraestructuras por ejemplo). Cuanto se refiere a la economía, y no por casualidad, es un puro escamoteo de la verdad, un rodeo lingüístico, destinado a desviar nuestra atención. El más flagrante: «mercados» por especuladores.

Y siguen por todos los campos: «técnicas avanzadas de interrogatorio» = torturas al estilo de la china medieval. «Limpieza étnica» = genocidio. «Fuego amigo» = intento de consuelo para los familiares de las víctimas ocasionados por la chapuza del ejército propio. Y la más manipuladora e ideologizada: «antisistema», usada (con el deliberado propósito de infundir temor) tanto para gamberros que tiran piedras como para quien evidencia razonadamente los atropellos que se están produciendo. Los poderes actuales, sin control, son los auténticos antisistema, los que atacan a la sociedad en su conjunto.

Cada día soy más cruda, más realista en el lenguaje, porque vengo observando que muchas personas han tomado miedo a las palabras. Las palabras son su contenido. Invito a reaccionar y decir las cosas tal cual son, se llenan de aire los pulmones. Porque, imaginad, si ocasionaría la misma respuesta una noticia que se redactara así: «El Gobierno, de acuerdo con empresarios y sindicatos, ha decidido mermar los derechos laborales de los trabajadores españoles. En algún caso, acabar con ellos. Permitirá que los empresarios estipulen las condiciones de trabajo, rebajen sus sueldos y los despidan sin compensación alguna. La jubilación será oficialmente a los 67 años, con 38,5 años trabajados; más adelante llegaremos a los 69, tratando en todos los casos de no pagar la pensión íntegra a casi nadie». No sería lo mismo, ¿a que no? Pues la realidad es esta. Y muchas más de las que no nos informan, o no como debieran. ¿No pueden escucharla nuestros tiernos oídos? Reacciona, traduce el discurso a palabras reales. No las temas.

El miedo

Por voluntad premeditada o inercia, los medios se han aplicado con fruición a infantilizar a la sociedad, con lo que se convierte en dependiente de una autoridad o principio superior. Con la colaboración entusiasta de muchos ciudadanos, desde luego. Entre los múltiples y más inadvertidos temores cotidianos, la meteorología. Cada verano nos informan de manera exhaustiva de que hace calor y cada invierno nos asustan con el frío (dentro de los informativos). Si llueve o nieva, también los encontramos dispuestos a darnos cumplida cuenta de ello. Empiezo a sospechar que en las Facultades de Periodismo actual se habilitan clases prácticas para el mantenimiento en pie durante huracanes, tormentas y tornados, y en el sostenimiento del micrófono y la expresión en condiciones climatológicas adversas. Incluso, medios y autoridades varias aconsejan situarse en la sombra o utilizar ropas ligeras, si la temperatura al sol es superior a 40 °C. Como nuestros propios padres se comportan.

Mientras nos distraen con zanahorias tras las que correr —ley del tabaco, reducción del límite de velocidad— los asuntos cruciales pasan inadvertidos. Dirigidos y constantemente alarmados, con necesidad de tutela y motivación, nos mostramos inermes a las manipulaciones y aceptamos cualquier imposición. El inoportuno y mal planteado conflicto de los controladores fue ejemplo paradigmático. Creó problemas sin duda aunque a un porcentaje mínimo de la población, pero durante los días que duró el conflicto (y algunos, muchos más) las quejas de los afectados monopolizaron los informativos. Los más bajos instintos —envidia incluida— brotaron en calculada estimulación para pedir casi el linchamiento —desde luego el señalamiento— de los «asalariados de lujo» mientras seguían y siguen permaneciendo en la impunidad los multimillonarios causantes de males mucho mayores. A continuación se privatizó de forma parcial el control del espacio aéreo español y la población desinformada y manejada respiró tranquila. Vendiendo lo nuestro a manos particulares que dirigen los destinos de todos desde consejos de administración y en busca de su único interés estamos a salvo. Carambola perfecta.

Un número creciente de personas se rebela ante esta tendencia, la televisión —como otros medios tradicionales en crisis— pierde espectadores en cascada y la audiencia se reparte por el sinfín de ofertas. Pero todavía hay quien pondría las manos en el fuego por cualquier noticia si «lo ha dicho la tele». Son estos quienes más tienen que aprender a cuestionarse y dudar de las verdades oficiales. De todas en realidad. Cuestionar es el principio del pensamiento crítico y propio.

Y un día descubrieron Internet y las redes sociales

Internet es un miura al que se mira de lejos y con recelo, incluso por intelectuales que desconocen su potencial. Los nuevos salteadores de caminos que quieren «todo gratis», robando a los creadores —dicen—, como si estos no fueran también internautas y se comunicasen aún por señales de humo, priman en el discurso oficial. Terca ceguera de quien no entiende que el modelo ha cambiado y dejará en la cuneta a quien no se renueve.

Ante un hecho nuevo —y nuevo es Internet como fenómeno masivo a pesar de sus, como mínimo, cuatro décadas de Historia— se producen opiniones muy variadas. La mía entiende que por primera vez en la historia toda la humanidad puede estar —y terminará estando— comunicada y que toda la cultura y el conocimiento, sugerencias y oportunidades, se encuentran al alcance de quien tenga acceso a un ordenador aunque la escuela o la universidad más cercanas se hallen a kilométrica distancia. ¿Precisa una guía, un criterio? Sin duda, como todos los terrenos inexplorados. Muchas personas comienzan ya a otorgar verdad de fe a correos inscritos en la corriente magufa que también nos circunda: magia y remedios milagrosos, bulos, superchería. El criterio es esencial. Con un balance positivo podemos afirmar que Internet sí representa ¡un inmenso peligro!: la sociedad habla entre sí, al instante si quiere. Los minoritarios poderes establecidos tiemblan y quieren cercenarlo.

Y, de repente, los medios tradicionales descubrieron las redes sociales de Internet. Y se aprestaron a intervenir. Cayeron de nuevo en la frivolidad. Convertir en noticia una conversación de Twitter. Con particular énfasis los comentarios estentóreos de famosos, quienes —también como nunca— salen al ruedo y se enfrentan a un público real fuera de su corte de aduladores. Quienes no lo odian se han vuelto en realidad —nos hemos vuelto— locos por Twitter. Y ¡héteme aquí!, que, súbitamente, ¡son las redes sociales quienes tumban gobiernos! Un poco de cordura.

El periodista Javier Valenzuela decía, a raíz de la revolución del mundo árabe: «Las dictaduras se derriban en la calle, con sangre y con muertos, no haciéndose amigo de tal o cual iniciativa en una página de Facebook». Fui testigo de la caída del Muro de Berlín, tan similar a todos los hartazgos que desembocan en acción. No había ni teléfonos móviles entonces e igualmente los ciudadanos supieron ponerse en contacto y actuar. Las redes sociales, Internet son solo un medio. Nadie debería desvirtuar su importancia por miedo o papanatismo. Tampoco Twitter puede ser considerado el nuevo periodismo, como se ha dicho. Con sus 140 caracteres como máximo se reduce a titulares. Certeros. Ágiles, al punto de despertar el ingenio y la concreción, pero detrás debe haber un desarrollo, un contexto, que los grandes medios tienen la obligación de aportar en lugar de copiar la liviandad de las redes sociales. Eso sí, los correos, las webs, los blogs y las redes como medio de comunicación son impagables. Y permiten que una sociedad en red logre encontrar resquicios al sistema del atado y bien atado. Wikileaks es otro ejemplo que ha evidenciado también la deriva del periodismo actual, que no investiga, ni se enfrenta seriamente al poder para servir a la sociedad, como manda su misión.

LA HORA DE LA SOCIEDAD

Avienta la indiferencia, el miedo e incluso la cáscara amarga. Reacciona. Con efectividad. Pacíficamente. ¿Vamos a seguir contemplando cómo los especuladores nos acosan, examinan, ordenan hacer deberes, subastan países enteros con personas dentro, se deprimen y exigen recortes a toda la población para tranquilizarse y contentar su codicia, mandan en definitiva? ¿Por qué?

Pocos apuestan ya por el fracasado comunismo como alternativa y los expertos (que hoy tanto predican a toro pasado) llevan dormitando desde hace décadas. El catedrático de Economía Aplicada Carlos Berzosa afirma haber llegado a «la escandalosa conclusión de que en la segunda mitad del siglo pasado ningún científico social ha añadido algo que sea fundamentalmente nuevo a nuestra comprensión del sistema económico capitalista». Libertad de mercado, pues, pero tiene que incluir otras libertades imprescindibles, de cumplimiento conminatorio: la libertad de comer, de beber agua potable, de vivir, de educarse, tener acceso a la sanidad, a la justicia, a la cultura, a pensar y a expresarse, a estar verazmente informados. Todos. La libertad no puede ligarse únicamente al beneficio económico.

Infórmate. Si es preciso, usa una brújula y bucea por la Red. Ve a las librerías y compra libros. Lee, si no lo has hecho, a los premios Nobel Krugman y Stiglitz, a Naomi Klein y Susan George y a todos los citados en este libro. Recomienda a otros si encuentras algo que te aporta conocimientos o inquietudes, descúbrenos hallazgos. Haz que destierren de los pupitres de superventas a los autores que manipulan o entontecen. Por la lógica de la oferta y la demanda, si tú quieres y muchos otros quieren, y todos se lo cuentan a otros, acabarán relegados. Eduardo Galeano dijo: «Estoy comprometido con la pasión humana y con la certeza de que somos mucho más que lo que nos han dicho que somos». Lo somos.

Queremos ser felices. Tenemos derecho a ello. Pero buscando un bienestar personal que no hiera la conciencia. Juntos. Serena y firmemente. Toma posesión de ti mismo, hazte cargo de las riendas de tu vida, busca el bien común frente al egoísmo (así es el germen de la verdadera educación). Teje y ayuda a tejer. Avispas, abejorros, moscas, incluso alguna avutarda y reptil quedarán detenidos en la tela. No te quedes solo en casa con tu información. Sal. Comparte. Actúa. Como asegura un proverbio africano, «mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo pequeñas cosas, puede cambiar el mundo».