23.-VOCES DE MUERTE

[LUCILLE FLETCHER Y ALLAN ULLMAN]

La mujer se incorporó una vez más para coger el teléfono colocado sobre la mesilla de noche. Luego; hizo girar el disco con innecesaria fuerza. La lamparita de la mesilla —la única luz en la habitación en penumbra —hizo brillar las joyas de su mano. En su rostro, delicadamente bello en la favorecedora penumbra se advertía un ceño de disgusto que hacía pareja con su brusca forma de manejar el disco telefónico.

Una vez marcado el número, Leona permaneció tensa durante unos momentos, incómoda por la molestia que le producía estar sentada en la cama sin apoyar la espalda en ninguna parte. Luego en su oído sonó la percutiente señal de línea ocupada. De un golpe, dejó el auricular en su sitio, diciendo, en voz alta:

—No puede ser. No puede ser.

Volvió a recostarse contra el montón de almohadas.

Cerró los ojos, desconectándose de las sombras del cuarto y del rectángulo de brumosa noche que se veía a través de la abierta ventana. Mientras permanecía acostada sobre la fina colcha de verano, notó cómo la brisa nocturna movía suavemente los pliegues de su camisón. Aún eran audibles los sonidos nocturnos que subían del río y de la calle, tres pisos más abajo.

En furiosa concentración, consideró el vejamen que estaba convirtiendo aquélla en una hora de tormento. ¿Dónde estaba su marido? ¿Qué le retrasaba? ¿Por qué había tenido que elegir precisamente aquella noche para dejarla sola, para desaparecer sin una llamada, sin una palabra en absoluto? Aquello no era propio de él. No lo era en absoluto. Henry conocía demasiado bien el efecto que una cosa así produciría en ella. Y también en él. Resultaba increíble que, deliberadamente, provocase la clase de escena que ya se había producido un par de veces en el pasado. Pero... si su ausencia de ahora no era deliberada... ¿a qué se debía? ¿Le habría pasado algo? ¡Qué poco probable era que a Henry le ocurriese algo sin que nadie se lo notificara a ella instantáneamente!

Existían otros vejámenes, todos ellos subsidiarios del más importante: el constituido por la inexplicable ausencia de Henry. Estaba el asunto del teléfono. En muchos aspectos, aquello era lo más irritante de todo. Leona había estado llamando a la oficina de su marido durante más de media hora. O, al menos, había tratado de hacerlo. Cada vez que marcó el número, le respondió la señal de comunicar. No era que no le contestasen, cosa que hubiese sido un poco más tranquilizadora. Era una señal de línea ocupada. Si Henry estaba allí —y era evidente que en la oficina había alguien—, ¿era posible que estuviese telefoneando durante media hora completa? ¿Posible? Sí. ¿Probable? No.

Mentalmente, Leona pensó todas las cosas que su marido podría estar haciendo, enfrentándose resueltamente a todas las posibilidades. Tal vez al fin todas las molestias que representa una enfermedad —la de ella— hubieran acabado con la reserva de paciencia de su marido. A Henry nunca habían parecido importarle los inacabables períodos en los que ella no había podido corresponderle. Aunque era un hombre intensamente pasional —un ser vigoroso y saludable— su autocontrol fue siempre inagotable. En otras palabras, y si Leona deseaba exponer llanamente el tema, ella nunca sospechó que hubiera otra u otras mujeres. Pero ahora...

Sin embargo, en aquella evidente posibilidad había algo que no encajaba con las actuales circunstancias. Al menos eso le pareció después de examinarlo todo abierta y detenidamente. Henry era muy cauto. Todo cuanto hacía era cuidadosamente planeado y llevado a efecto con toda limpieza. Ni en un millón de años sería tan estúpido —o negligente— como para ponerse en evidencia de forma tan clara.

Y las posibilidades intermedias tampoco resultaban lógicas. A Henry le gustaba todo en gran escala, de acuerdo con su propia audacia, una audacia que se reflejaba perfectamente en su impresionante y protector aspecto.

Al pensar en su marido, Leona abrió los ojos por un momento y echó un vistazo al retrato de boda que había sobre la mesilla de noche. Apenas visible en la oscuridad —excepto para los claros ojos de su recuerdo—, se advertía la marfileña belleza de ella y la inmensa, fornida y sonriente presencia de Henry. En él nada había cambiado, se dijo la mujer. En diez años, nada alteró las limpias y musculares líneas de su cuerpo ni la extraña y leve sonrisa de su rostro terso y carente de arrugas.

Sin embargo, ella sí había cambiado. Sólo con el mayor de los cuidados lograba ocultar las pequeñas señales que el tiempo y su invalidez, que ahora era crónica, habían dejado... Muy pronto, a no ser que consiguiese recuperar la salud y aprovechar la juventud que aún le quedaba, ni siquiera el más cuidadoso de los maquillajes podría ocultar la creciente red de arrugas que rodeaban sus ojos, los pliegues en las comisuras de los labios, la incipiente papada bajo la barbilla. ¿Era posible que Henry hubiese atribuido la aversión de ella a la luz del día a algo más que la enfermedad?

Leona repasó de nuevo los gustos de su marido, las cosas que él ponía por encima de todo. Tras diez años de matrimonio —un matrimonio que ella había planeado con minuciosidad casi militar—, Leona sabía perfectamente bien que la fortuna de su padre había sido un arma muy poderosa contra cualquier descarrío de Henry. Era muy difícil considerar la posibilidad de que él hiciera algo que colocara los millones Cotterell fuera de su alcance.

Así le gustaban a ella las cosas, se recordó Leona. Que todo estuviera perfectamente claro. Ella siempre lo había querido así. Las relaciones que actualmente mantenía con su marido daban a Leona lo que ella más deseaba: un hombre que, por encima de todo, daba cuerpo a la ilusión que ella había creado; la ilusión de un matrimonio feliz. Era envidiada por sus amigas, y ser envidiada es una de las sensaciones más agradables que la vida puede ofrecer.

La consideración de su matrimonio a la medida se desvaneció para dar paso de nuevo a la irritación que le producía aquella indeseada soledad. ¡El maldito teléfono! Aquella persistente señal de comunicar tenía algo de inverosímil...

Entonces se le ocurrió que en el sistema de comunicaciones automáticas podía haber alguna avería mecánica. Se incorporó, tomó el auricular, furiosa consigo misma por no haber pensado antes en ello. Marcó el número de la central y esperó.

En el teléfono, la señal de llamada fue seguida por un "clic" y la agradable voz de la telefonista preguntando:

—¿Qué número desea, por favor?

—¿Me pone con Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres?

—Puede usted efectuar esa llamada automáticamente —le dijo la muchacha.

—No puedo —replicó Leona, con tono de fastidio—. Por eso recurrí a usted.

—¿Cuál es el problema, señora?

—Pues que he estado marcando Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres, durante la última media hora y la línea está siempre ocupada. Y eso resulta absurdo.

—¿Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres? —repitió la telefonista—. Trataré de comunicarle. Un momento, por favor.

—Es la oficina de mi marido —explicó Leona, escuchando cómo marcaba la telefonista—. Hace horas que debía estar en casa. Y no sé qué puede entretenerle, ni por qué esa ridícula línea tiene que estar ocupada. Por lo general, la oficina cierra a las seis.

—Llamando a Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres —dijo la telefonista, mecánicamente.

¡Otra vez la señal de comunicar! ¡La maldita, estúpida y eterna señal de comunicar! Estaba a punto de quitarse el teléfono del oído cuando milagrosamente la señal cesó y un hombre dijo:

—¿Hola?

—¡Oiga! —gritó ella, ansiosa—. Póngame con el señor Stevenson, por favor.

El hombre repitió, estúpidamente:

—¿Hola?

El tipo tenía una voz profunda, ronca, muy peculiar, fácilmente clasificable apenas se le hubiera oído decir una palabra.

Leona acercó la boca al micrófono y dijo, cuidadosa y crispadamente:

—Deseo hablar con el señor Stevenson. Soy su mujer. y la ronca voz replicó:

—¿Eres tú, George?

Absurdamente, procediendo de alguna parte, una segunda voz —vulgar, nasal—, contestó:

—Al habla.

Desesperada, Leona gritó:

—¿Quién está ahí? ¿Qué número es ese, por favor?

—Recibí tu recado, George —dijo la voz ronca—. ¿Está todo listo para esta noche?

—Sí. Todo a punto. Ahora estoy con nuestro cliente. Dice que no hay moros en la costa.

Resultaba fantástico. Inexplicable e imposible. Fríamente, Leona dijo:

—Perdón. ¿Qué está ocurriendo? Estoy empleando esta línea. Hagan el favor...

Incluso mientras hablaba, la mujer sabía que ellos no podían oírla. Ni George ni el hombre de la voz ronca podían escucharla. Era un cruce. Debería colgar, ponerse de nuevo en contacto con la central y empezar de nuevo toda la operación. Al menos eso era lo que debería hacer. Pero le resultaba imposible. Los dos desconocidos seguían hablando, y lo que decían congeló a Leona junto al teléfono.

—Perfecto —dijo la voz ronca—. ¿Sigue siendo a las once y cuarto, George?

—Sí. Espero que te sepas las instrucciones de memoria.

—Creo que sí.

—Bueno, pues repítelas otra vez para aseguramos de que lo has entendido bien todo.

—De acuerdo, George. A las once, el policía privado entra en el bar de la Segunda Avenida para tomarse una cerveza. Me meto por la ventana de la cocina, en la parte trasera. Luego espero a que pase un tren por el puente... por si su ventana está abierta y a ella se le ocurre gritar.

—Exacto.

—Oye, se me olvidó preguntarte una cosa, George. ¿Irá bien un cuchillo?

—Perfecto —replicó la nasal voz de George—. Pero hazlo rápido. Nuestro cliente no desea que la mujer sufra mucho.

—Comprendo, George.

—Y no te olvides de llevarte los anillos y pulseras... y las joyas que hay en el cajón del buró —continuó George—. Nuestro cliente desea que todo parezca un simple robo. Un simple robo. Eso es muy importante.

—No habrá ninguna pega, George. Ya me conoces.

—Sí. Y ahora, otra vez...

—De acuerdo. Cuando el policía entre a tomarse la cerveza, yo me meto por la ventana trasera; o sea, la cocina. Luego espero a que pase el tren. Después de acabar, me llevo las joyas.

—Exacto. ¿Estás seguro de que conoces la dirección?

—Sí —replicó la voz ronca—. Es en...

Rígida de miedo y excitación, Leona oprimió el auricular contra su oído hasta que le hizo daño en la sien. Pero en aquel instante la comunicación se cortó y fue seguida, tras un segundo o dos, por la tranquila monotonía de la señal de línea.

Jadeó, horrorizada. Susurró:

—¡Qué espanto! ¡Qué cosa tan horrible!

¿Podía existir alguna duda acerca del significado de aquellos estrafalarios, y fríos y casi comerciales comentarios? ¡Un cuchillo! ¡Un cuchillo! El hombre había dicho aquello con la misma frialdad que si el hablar de cuchillos, ventanas abiertas y mujeres gritando fuera la cosa más corriente del mundo.

9:35

Leona se quedó con el teléfono en la mano, mirando con horror la atestada mesita de noche. ¿Qué acababa de oír? No podía ser... Era imposible. Se trataba de una broma de su imaginación, debió de adormecerse un momento y un sueño se introdujo en las cavernas de su cerebro. Pero el calmado e impersonal tono que emplearon George y el hombre de la voz ronca volvía con inconfundible claridad cada vez que ella trataba de recordar. Nunca un sueño había tenido líneas tan definidas. Les había oído. La cosa era tan real como el auricular que aún mantenía en la mano. Había escuchado sus dos voces haciendo la sinopsis del asesinato de alguna pobre mujer, que se encontraba sola y sin protección y cuya muerte había sido ordenada con la misma sencillez con que uno pide que le manden unas verduras de la tienda.

Pero, ¿qué podía hacer ella? O, mejor, ¿qué debía hacer? Había oído todo aquello accidentalmente, debido a un fallo mecánico en el sistema telefónico. No había escuchado nada que condujera directamente a aquellos espantosos hombres. Tal vez fuera mejor que tratara de olvidar aquella extraña conversación. Pero no. Había que pensar en aquella mujer —que, tal vez como ella misma, se encontrara sola y sin amigos— que debía ser puesta sobre aviso por difícil que resultara lograrlo. No podía permanecer ajena al asunto... Debía hacer algo inmediatamente para tranquilizar su conciencia. Con dedos temblorosos tomó el teléfono y marcó el número de la central.

—Señorita... —dijo Leona, nerviosamente—. Me han cortado...

—Lo siento, señora. ¿A qué número llamaba?

—Bueno... Tenía que haber sido Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres. Pero no lo era. Debió de producirse un cruce. Me pusieron con un número equivocado y... he oído algo espantoso... Un asesinato... —Imperiosamente, Leona levantó la voz—. Y ahora quiero que vuelva a ponerme con ese número.

—Lo siento, señora. No comprendo.

—¡Oh! —exclamó la mujer, impaciente—. Ya sé que era un número equivocado y que no tenía por qué escuchar, pero esos dos hombres, unos despiadados asesinos, van a matar a alguien. A una pobre e inocente mujer que se encuentra completamente sola en una casa cercana a un puente. Y tenemos que detenerles. Tenemos que hacerlo.

—¿A qué número llamaba, señora? —preguntó la telefonista, paciente.

—Eso carece de importancia. Era, un número equivocado. Un número que marcó usted misma. Y debemos averiguar inmediatamente cuál era.

—Pero, señora...

—¡No sea usted estúpida! —estalló Leona—. Mire, indudablemente, todo fue debido a un pequeño error suyo al marcar. Yo le dije que tratara de ponerme en contacto con Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres. Usted marcó ese número... Pero su dedo debió de resbalar y me puso con otro número... Yo podía oírles a ellos, pero ellos no me oían a mí. Lo que no veo es por qué no puede usted cometer de nuevo ese mismo error, esta vez a propósito. ¿No le es posible marcar de nuevo Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres, en la misma forma descuidada?

—¿Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres? —repitió la muchacha, rápidamente—. Un momentito, por favor.

Mientras esperaba, Leona movió la mano hacia los frascos de medicinas que había sobre la mesilla de noche y tomó el pequeño pañuelo de encaje que había entre ellos. Estaba secándose la frente con él cuando sonó la señal de comunicar y la telefonista la cortó para decir:

—Esa línea está ocupada, señora.

En su furia, Leona golpeó con el puño el larguero de la cama.

—¡Señorita! —llamó—. ¡Señorita! Ni siquiera ha intentado usted conseguir ese número equivocado. Se lo pedí explícitamente. Y todo lo que usted hizo fue marcar bien. Ahora deseo que localice esa llamada. ¡Es su deber hacerlo!

—Un momentito —dijo la muchacha, con una suavidad en la que se advertía cierto tono de resignación—. Le pondré con la telefonista jefe.

—Sí, haga el favor..,.. dijo Leona, retrepándose furiosa contra las almohadas.

Otra voz, suave y eficiente, dijo:

—Telefonista jefe.

Leona volvió a concentrarse en la boquilla del teléfono y de nuevo comenzó a hablar de forma exageradamente cuidadosa, con la voz tensa por el fastidio.

—Soy una inválida y acabo de sufrir un terrible shock debido a algo que oí por teléfono. Es necesario que localice esa llamada. Se trataba de un asesinato, un terrible crimen a sangre fría que iban a perpetrar esta noche contra una pobre mujer. A las once y cuarto. Verá: estaba tratando de comunicarme con la oficina de mi marido. Estoy sola. Mi doncella está fuera y los otros criados no duermen en casa. Mi esposo prometió estar en casa a las seis, así que cuando a las nueve no hubo llegado, comencé a llamarle. El teléfono estuvo dando todo el rato la señal de comunicar. Entonces pensé que tal vez hubiese alguna avería en el sistema automático y pedí a la telefonista que tratara de ponerme con ese número. Cuando lo hizo, se produjo un cruce y oí esa espantosa conversación entre dos asesinos. Luego, antes de poder averiguar quiénes eran, la comunicación se cortó. Así que pensé que podían ustedes conectarme de nuevo con ese número equivocado, o localizar la llamada, o algo por el estilo...

La telefonista jefe era muy amable y comprensiva. Lo era de forma casi enloquecedora. Explicó que las únicas llamadas que podían localizarse eran las que se estaban efectuando en el momento de intentarlo. Como es lógico, con las que ya habían concluido no podía hacerse nada.

—Estoy segura de que ahora ya habrán acabado de hablar —dijo Leona, con acritud—. No estaban hablando precisamente de temas sociales. Ese es el motivo de que pidiera a la telefonista que les localizara inmediatamente. Se diría que una cosa tan sencilla como esa...

El áspero tono de crítica de la mujer no consiguió alterar a la telefonista jefe.

—¿Qué razón tiene para desear que se localice esa llamada, señora?

—¡Razón! —exclamó Leona—. ¿Es que no son suficiente todas las razones que ya le he dado? Por casualidad, escuché a dos asesinos. El crimen de que estaban hablando se va a cometer esta noche, a las once y cuarto. En alguna parte de esta ciudad, una mujer va a ser asesinada...

La telefonista jefe se mostraba comprensiva... y razonable.

—Comprendo perfectamente, señora. Mi consejo es que pase esa información a la policía. Si marca el número de la central y pide que le comuniquen...

Leona colgó un momento, luego volvió a tomar el micrófono, esperando la señal de línea. En su interior la furia iba creciendo, tiñendo de rojo sus pálidas mejillas, aislándola de todo cuanto no fuera el sonido del disco telefónico al girar. No oyó los susurrantes ruidos que producían los barcos al cruzar las oscuras aguas, ni el zumbar del tráfico deslizándose por la autopista que bordeaba el río. No advirtió el machacar de acero contra acero, el claqueti-clac, claqueti-clac del tren que se aproximaba al puente. No notó el temblor de las ventanas de su cuarto, que vibraban junto con el estremecido puente. Hasta que el tren no hubo alcanzado el punto álgido de su rugir, Leona no lo oyó, y para entonces, la telefonista estaba diciendo:

—¿Qué número desea, por favor?

—Póngame con la policía —pidió, estremeciéndose mientras el aullido del acero machacando resonaba en la noche y luego se extinguía lentamente.

Mientras el teléfono daba la señal de llamar, Leona advirtió una vez más el opresivo calor reinante. Se secó el sudor de los ojos y de la frente con el pañuelo. Luego una cansada voz respondió:

—Estación de policía. Distrito diecisiete. El sargento Duffy al habla.

—Aquí la señora Stevenson... La señora de Henry Stevenson, de Sutton Place, cuarenta y tres. Llamo para informar de un asesinato.

—¿Cómo dice, señora?

—He dicho que quería informar de un asesinato.

—¿Un asesinato, señora?

—Si me deja terminar, por favor...

—Claro, señora.

—Se trata de un crimen que aún no se ha cometido, pero que tendrá lugar esta noche. Por casualidad, oí como lo planeaban por teléfono.

—¿Quiere usted decir que oyó eso por teléfono?

—Sí. En un número equivocado con el que me puso la telefonista. He intentado que localizasen ese número, pero todos son tan estúpidos...

—¿Y si me dice dónde se supone que va a cometerse ese crimen, señora?

—Se trata de algo que es seguro que ocurrirá  —dijo Leona, con firmeza, notando las dudas del policía—. Oí claramente los planes. Había dos hombres hablando. Iban a matar a una mujer a las once y cuarto. Ella vive cerca de un puente.

—Sí, señora.

—Y en la calle hay un policía privado que a determinada hora va a algún sitio de la Segunda Avenida a tomarse una cerveza. Entonces el asesino aprovecha para meterse por una ventana y matar a la mujer con un cuchillo.

—¿Sí?

—Y también hay un tercer hombre (un cliente, así le llamaban) que les paga para que hagan eso tan horrible. Quería que se llevasen las joyas de la mujer para que pareciese un robo.

—Sí, señora. ¿Es eso todo, señora?

—Bueno, todo esto me ha alterado terriblemente... No estoy bien de salud...

—Comprendo. ¿Y cuándo ocurrió la cosa, señora?

—Hace unos ocho minutos.

—¿Me da usted su nombre, por favor?

—Soy la señora de Henry Stevenson.

—¿Y su dirección?

—El cuarenta y tres de Sutton Place. Eso está cerca de un puente. El de Queensboro, ya sabe. En nuestra calle... y en la Segunda Avenida, tenemos un policía privado de vigilancia.

—¿A qué número llamaba usted, señora?

—A Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres. Pero ese no es el número que he oído, sino el de la oficina de mi marido. Trataba de llamarle para averiguar por qué no había vuelto a casa aún...

—Bien, investigaremos eso, señora Stevenson. Trataremos de comprobarlo con la compañía telefónica.

—Pero allí dicen que no pueden localizar una llamada que ya ha concluido. Personalmente, creo que deberían hacer algo mucho más inmediato y drástico que investigar la llamada. Para cuando la localicen, el crimen ya se habrá cometido.

—Bueno, bueno, ya nos ocuparemos de eso —suspiró Duffy—. No se preocupe.

—Es que no puedo evitarlo, oficial —se quejó Leona—. Tienen que hacer algo para proteger a esa persona. Yo misma me sentiría más segura si mandasen un auto patrulla a este vecindario.

Duffy volvió a suspirar.

—Mire, señora, ¿sabe usted lo larga que es la Segunda Avenida?

—Sí, aunque...

—¿Y sabe cuántos puentes existen en Manhattan?

—Claro que no, pero...

—Ahora dígame qué le hace pensar que ese asesinato, si es que sucede en algún sitio, va a suceder precisamente en su barrio. Tal vez la que usted oyó no era ni siquiera una llamada hecha en Nueva York. Puede que fuera un cruce con la línea de larga distancia.

—Creí que ustedes, al menos, intentarían algo —dijo la mujer, acremente—. Se supone que la policía está para proteger a las personas decentes. Pero cuando le digo que va a cometerse un asesinato, usted me contesta como si le estuviera gastando una broma.

—Lo siento, señora —replicó Duffy, con suavidad—. Si pudiéramos evitarlos todos, lo haríamos. Pero una pista como la que usted me ha dado, resulta un poco vaga, ¿comprende? En realidad, nos es tan poco útil como el no saber nada. Ahora, atiéndame. Tal vez lo que usted oyó fue una de esas extravagantes emisiones de radio. Puede que de alguna forma conectase usted con un programa policíaco. Incluso es posible que sonara en la calle y usted creyese que lo oía por el teléfono.

—No —replicó ella, fríamente—. Es imposible. Le digo que lo oí por teléfono. ¿Por qué se muestra tan reacio a creerlo?

—Deseo ayudarla en lo que pueda, señora —aseguró el policía—. ¿No cree que en esa llamada puede haber algo raro, que tal vez alguien planea asesinarla a usted? Leona rió, nerviosa.

—¿A mí? Pues... claro que no. Eso es ridículo. Quiero decir que... ¿por qué iba a querer nadie? En Nueva York no conozco a una sola persona. Llevo aquí pocos meses y no trato más que con mis criados y mi marido.

—Bien, señora, entonces no tiene por qué preocuparse —dijo Duffy, en tono realista—. Y ahora, si me perdona, hay otras cosas que necesitan mi atención. Buenas noches, señora.

Con una exclamación de disgusto, Leona volvió a dejar el receptor sobre la horquilla. De la mesilla de noche tomó un pequeño frasco de sales de olor, lo destapó y luego se lo pasó por debajo de su nariz, aspirando su fuerte y vivificante aroma. Volvió a colocar el tapón y puso el frasco sobre la mesilla. Se apoyó de nuevo contra las almohadas, preguntándose qué debía hacer ahora. La irritación provocada por la indiferente actitud del policía se apaciguó un poco. Después de todo, era muy poco probable que aquellos dos hombres pudieran ser localizados directamente. Pero aun así, debía haberse tomado alguna medida. Al menos la policía debió ofrecerse a emitir una alarma de radio para alertar a todos los agentes de la ciudad sobre el peligro que amenazaba a alguien, no importaba en qué lugar.

Al cabo de un momento, la ansiedad producida por la conversación de los asesinos comenzó a difuminarse. No es que llegara a olvidarse por completo de aquellas terribles palabras, ni que dejase de pensar en aquella pobre mujer sentenciada a muerte. Pero su propia soledad volvió a convertirse en el hecho desagradable más inmediato. Era absolutamente imperdonable que Henry la hubiese dejado sola de esta forma. Con sólo que él se lo hubiera advertido, Leona podría haber pedido a la doncella que se quedase.

Ahora todo cuanto le rodeaba comenzó a alterarle los nervios. La habitación en penumbra, tan rica, tan espléndidamente amueblada, se convirtió en una odiosa celda de la que no había escapatoria. El carísimo juego de tocador que brillaba suavemente sólo la hacía pensar en su decadente belleza. La mullida tumbona, las sillas y banquetas tapizadas de alegres colores, los delicados veladores colocados sobre la gruesa alfombra de un tono que hacía juego con el de las paredes... Todo parecía haber sido colocado por un tramoyista sin imaginación. El cuarto carecía de vida. Era una celda. Los transparentes visillos de etamín y las espléndidas cortinas de las ventanas lo mismo podían haber sido barras de hierro. Leona detestaba aquel lugar. Detestaba su propia incapacidad para soportar la soledad. Descolgó de nuevo el teléfono y marcó el número de la central.

—Señorita, por amor de Dios, ¿querría marcar de nuevo ese número, el Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres? No comprendo qué puede estarle retrasando tanto.

Esta vez no sonó la señal de comunicar. En lugar de eso, se oyó el zumbido de llamada hasta que la telefonista la interrumpió para decir:

—No contestan.

—Ya lo veo —contestó Leona, agriamente—. Lo estoy oyendo. No tiene que decírmelo. Me doy cuenta yo misma.

Y tras estas palabras, colgó.

Volvió a retreparse contra las almohadas, mirando hacia la entornada puerta del cuarto, escuchando con esa intensidad con la que las personas que se encuentran solas tratan de extraer del silencio que les rodea algún sonido, alguna prueba de movimiento, alguna señal indicadora de que la soledad ha concluido. Pero no había nada. Su mirada recayó sobre la mesilla de noche, donde se veía el montón de frascos de medicinas, el reloj, el pañuelo arrugado, todo dispuesto alrededor del teléfono. Sin casi darse cuenta de lo que hacía, la mujer se inclinó hacia delante, abrió el pequeño cajón de la mesilla y sacó un peine adornado con pedrería y un espejo de mano. Comenzó a arreglarse el cabello, paseándose rápidamente el peine por él y moviendo la cabeza a ambos lados para observar el resultado en el espejo. Satisfecha de haber restaurado la elegancia de sus cabellos, Leona sacó del cajón un lápiz labial y restauró las líneas carmesí de su boca.

Pensó que Henry nunca había dejado de demostrar su admiración por la belleza de ella. Tal vez últimamente sus lacónicos comentarios se habían vuelto menos espontáneos, más mecánicos. ¿O sólo se lo parecía ahora ante aquella inexplicable tardanza? Esto hizo que Leona recordase que el paradero de su marido seguía siendo el problema del momento, la fastidiosa situación respecto a la cual aún había que hacer algo.

Del mismo cajón de la mesilla sacó un pequeño cuaderno de notas. Lo había abierto por la letra J cuando sonó el teléfono. Rápida, ansiosamente, lo descolgó y dijo, con tono musical:

—Dígame.

Su alegría se truncó al oír:

—Aquí larga distancia. Tengo una llamada de persona a persona para la señora de Henry Stevenson. La llaman de Chicago.

—Sí —replicó ella—. Aquí la señora Stevenson.—Y segundos después—: Hola, papá. ¿Cómo estás?

—Muy bien —replicó Jim Cotterell—. Muy bien, Leona... Y... ¿cómo se encuentra esta noche mi niña?

Durante toda su vida, Leona Stevenson había oído con desagrado el fuerte tono de voz con el que su imponente padre desarrollaba sus unilaterales conversaciones de costumbre. Por lo general, siempre estaba diciéndole a alguien lo que debía hacer. Y habitualmente, lo que debía hacerse tenía algo que ver con la comodidad personal o con la enorme cuenta bancaria de Jim Cotterell. O con ambas cosas. Su pasmosa energía y su punzante lengua habían convertido la fórmula de una píldora en uno de los negocios farmacéuticos más importantes del mundo. No siendo químico él mismo, había explotado el filón de platino puro que es la pasión del público por la automedicación. Los químicos — como le divertía decir al hombre siempre que no había ningún químico presente, y algunas veces cuando lo había — podían encontrarse a centavo la docena. Pero los buenos vendedores eran escasos y valían su peso en oro.

Treinta años atrás, Jim Cotterell había convencido a un modesto farmacéutico de que le vendiese por una nadería la fórmula de un inofensivo y en ocasiones eficaz remedio contra el dolor de cabeza. En la actualidad, sus píldoras, polvos y jarabes calmantes eran fabricados en doce fábricas gigantes y llegaban a todas partes del mundo. El hombre dirigía esta enorme red corporativa con mano férrea, la misma mano que temblaba de agitación siempre que su hija Leona fruncía el ceño. La relación entre Jim y Leona era muy rara, y nadie sabía eso mejor que los mismos Jim y Leona.

La madre de Leona, que no sobrevivió al nacimiento de su hija, había sido de una gran belleza y poseído un refinado orgullo. Pero no fue la compañera adecuada para el inquieto demonio del que se enamoró. Su muerte había sido el primer fracaso de Jim Cotterell, y le afectó muchísimo. Le dejó vacío de toda ternura, de todo instinto que no fuera el de acumular riquezas. Excepto, claro, en lo que respectaba a su hija. Leona no se convirtió tanto en un objeto al que amar como en una especie de souvenir de amor. Jim la cuidó como un cazador perdido y medio muerto de frío cuida la hoguera que le calienta. Y a medida que la muchacha fue creciendo, el hombre comenzó a sentir miedo. No a que la hoguera le consumiese a él, sino a que se extinguiera.

Leona, que heredó la belleza de su madre, era una extraña mezcla de la testarudez de su padre y del orgullo de la muerta. Sin embargo, a medida que fueron pasando los años, esta extraña mezcla no desarrolló en Leona ninguna fortaleza de carácter. En vez de eso, la muchacha se hizo excesivamente suspicaz, demasiado calculadora y firmemente dispuesta a que todo se hiciese a su manera. Y a costa de quien fuera.

Jim, por razones cuidadosamente ocultas en las profundidades de su agresiva naturaleza, alentaba los excesos temperamentales de su hija. En cierto modo, le agradaba —o satisfacía alguna necesidad interior del hombre— tener aquella especie de ídolo ante el cual humillarse. En la superficie, Jim justificaba su indulgencia atribuyendo a Leona una debilidad física que amenazaba su vida. En este aspecto, sus miedos habían sido convenientemente apoyados por el médico de la familia, el cual, francamente desconcertado por los berrinches de Leona, había aconsejado una política de apaciguamiento. La facilidad que Leona tuvo durante su infancia de emplear como protección y arma una imaginaria enfermedad, le había dado alas hasta que, en los últimos años, comenzaron a presentarse unos síntomas que tenían todas las características de una verdadera afección. Los recuerdos de infancia yacían bajo la superficie de su conciencia y quedaban sólo los alarmantes síntomas físicos, que aparecían en los momentos de gran tensión. Así que ahora, a los treinta y tantos años, Leona se creía a sí misma desesperanzadamente a merced de un débil corazón. Su médico, que seguía sin saber a qué atenerse, pensó que tal vez fuera así. Indudablemente, existían muchas indicaciones tendentes a apoyar su juicio. El hombre siguió tratándola según esos indicios. Sólo cuando Leona decidió ir a Nueva York, el médico sugirió que consultase con otro especialista del corazón.

—¿Cómo se encuentra esta noche mi niña? —había preguntado Jim.

—Estoy terriblemente trastornada —replicó Leona, como haciendo pucheros.

—¿Trastornada?

—¿Y quién no lo estaría? No hago más que pensar dónde se encuentra Henry y, además, por teléfono oigo cómo se planea un crimen.

—¡Por el amor de Dios, preciosa! ¿De qué estás hablando?

—Trataba de llamar a Henry a la oficina. Y no sé cómo, se produjo un cruce y oí a esos dos hombres hablando de matar a una mujer...

—Un momento, un momento —pidió Jim, con voz ronca—. A ver si entiendo eso. ¿Por qué tratabas de llamar a Henry a la oficina a esta hora de la noche?

—Pues simplemente porque aún no ha vuelto a casa. No sé lo que ha ocurrido. Le llamé una y otra vez a la oficina y siempre daba la señal de comunicar. Hasta que se produjo el cruce con esos dos hombres.

—Realmente, esto me saca de quicio —gruñó su padre—. Ese tipo no tiene otra responsabilidad en el mundo y te gasta un bromazo como ese. Aunque haya ida a esa reunión de Boston, debía haber...

—¿Boston? —gritó Leona—. ¿Qué pasa con Boston?

—¿No te lo dijo Henry? Allí hay una convención de farmacéuticos, y en su último informe, Henry me escribió que tal vez fuese a ella. Pero aunque haya tomado la decisión en el último minuto, no tiene derecho a irse sin hacértelo saber.

—Tal vez haya intentado hacerlo —dijo la mujer, dudosa—. Puede que haya estado tratando de comunicarse conmigo al mismo tiempo que yo le llamaba a él. Si tenía que tomar un tren, es posible que...

—¡Narices! Nada debió impedirle ponerse en contacto contigo.

—Ya.

—Bueno, no te preocupes, preciosa. Ya le ajustaré las cuentas a Henry...

Leona le interrumpió:

—Lo malo es que no puedo evitar preocuparme. Esa llamada telefónica que oí...

—Tranquilízate. Probablemente, era una broma, un par de patosos. ¿Quién va a hablar de un asesinato verdadero por teléfono?

—La cosa iba de veras —aseguró ella, hoscamente—. y la verdad es que me ha trastornado mucho, porque encontrándome sola en casa...

—¡Sola! ¿Quieres decir que no están ni siquiera los criados?

—No. Se han ido todos.

—Pues sí que estamos buenos... ¿Has llamado a la policía?

—Desde luego. No mostraron mucho interés. Es ridículo.

—Bueno, pues, en estas circunstancias, has hecho lo que podías. Así que no te preocupes más, preciosa. —Y con voz temblorosa por la ira, añadió—: Y mañana tendré una pequeña charla con Henry, esté donde esté.

—De acuerdo, papá. Buenas noches.

—Buenas noches. Me gustaría que volvieras a casa.

Esto está tan muerto como un depósito de cadáveres.

No sé cómo permití que Henry me convenciera... Bueno, cuídate y no te preocupes. Mañana te llamo.

Al colgar, el rostro de Leona estaba animado por una levísima sonrisa. Pensaba en cómo detestaba Henry aquellas llamadas, o a su suegro. No es que Henry hubiera dicho nunca nada, pero su odio era algo que se notaba sin necesidad de que lo expresase.

9:51

Leona se sintió un poco calmada por la preocupación de su padre y por la perspectiva del broncazo que le esperaba a Henry. A pesar de todo, fue incapaz de persuadirse a sí misma de reflejarse y permitir que el tiempo respondiera a sus preguntas. Respecto a la espantosa charla entre George y el otro malhechor, ella había hecho cuanto estaba en su mano para atraer la atención de la policía sobre el asunto. Si ocurría alguna tragedia, ella, honradamente, no podría reprocharse nada. Probablemente, los periódicos del día siguiente revelarían el final de aquella historia... si es que la historia tenía final. y si alguna persona inocente era encontrada muerta a cuchillazos y robada, le diría a Henry que escribiese a los periódicos y al jefe de policía, y quizá al mismo alcalde, revelando la falta de interés con que la policía trataba una información tan vital. Y luego, pensó Leona, tendrían que investigar un verdadero misterio, ya que su testimonio probaría que el robo era sólo una farsa y que alguien había contratado al asesino de la pobre mujer. Una cosa así causaría sensación en la Prensa, y su intento de prevenir el crimen provocaría, indudablemente, grandes titulares. Los amigos de Chicago quedarían asombrados de su valor. Yeso que era una inválida... o casi.

Pero, ¿dónde estaba Henry? Leona había interrumpido varias veces el hilo de sus pensamientos para volver a prestar oído a los minúsculos ruidos —amplificados por la concentración de su escucha— que podían significar la presencia de alguien en la casa. Un madero que crujía, un trozo de papel al que la suave brisa hacía revolotear, y, por un momento, la mujer creía haber oído unos pasos, o una respiración humana. Cada vez, su corazón se aceleraba; ante cada nueva desilusión, aumentaba la llama de su rencor. No podía permanecer tumbada, limitándose a esperar. Al menos, debía hacer algún esfuerzo por conseguir noticias de Henry.

Recordó la libretita negra Y volvió a sacarla del cajón de la mesilla, abriéndola de nuevo por la J. Había una anotación en la que se leía: «Señorita Jennings», y junto a ella, el número: Main 4:4500.

 *****

Las pajariles damas que tenían su nido en el Hotel para Mujeres Elizabeth Pratt parloteaban animadamente en el salón principal. Aquella noche tocaba jugar a la lotería, y rodeando una veintena de mesas —mesas de bridge, escritorios y simples mesas tomadas del comedor— las damas concentraban su atención en los cartones que tenían frente a ellas, cloqueando, gorjeando y a veces cacareando cuando se cantaban las números.

Era una habitación decorada a la antigua, con muebles raídos, que olían a terciopelo viejo y a respetabilidad. De las deslucidas paredes pintadas de color oscuro colgaban borrosas y polvorientas pinturas rodeadas por enormes marcos. A lo largo de las paredes, en rígida hilera, se alineaban recargados butacones y canapés separados por mesas sobre las que había gran cantidad de lámparas de loza provistas de pantallas de flecos. Del techo colgaba una complicada araña de bronce, en la cual los quemadores de gas de emergencia hablaban de la época escéptica en que fue fabricada. Las empantalladas bombillas eléctricas arrojaban una tamizada luz sobre la sala. En aquel lugar no había nada que desmintiese la ilusión del pasado en el que la mayor parte de las huéspedes del hotel vivían.

En un extremo de la habitación, una alta y huesuda mujer, vestida con un ajado traje negro, atisbaba, a través de sus lentes de pinza, los números que iba sacando del bombo que tenía ante ella. Luego, cuando cada bolita había sido convenientemente examinada, la mujer volvía la cabeza a un lado, miraba hacia el fondo del salón, y en voz alta y resonante, cantaba el número. Después, por su enjuto rostro pasaba una breve sonrisa y se preparaba para extraer otra bolita del bombo. El proceso se había ido desarrollando durante algún tiempo con monótona regularidad, cuando una interrupción sin precedentes desconcertó por completo a la mujer de los lentes de pinza.

Una mujercita vestida de gris, con cuello y puños almidonados, había entrado en el cuarto y extendido una vacilante mano hacia la voceadora de números.

—¡Ssssst! —llamó—. ¡Señorita Jennings!

La mujer de los lentes de pinza dirigió una sorprendida y reprobatoria mirada a la que le había interrumpido.

—Haga el favor —dijo, en tono cortante.

Luego volvió a dedicarse a su tarea de extraer bolitas del bombo. Pero la intrusa, aunque visiblemente intimidada, no estaba fuera de combate. Como disculpándose, murmuró:

—La llaman por teléfono, señorita Jennings. Una tal señora Stevenson...

La señorita Jennings dirigió una penetrante mirada a la nerviosa mujercita.

—¿Quién? —preguntó, asombrada.

—La señora Stevenson. Si es que no se ha cansado de esperar.

La señorita Jennings abrió mucho los ojos, y los lentes de pinza de su nariz temblaron visiblemente.

—¡Oh! —exclamó—. Dígale que voy inmediatamente.

—Luego, haciendo cimbrearse su teñido moño negro, volvió la cabeza de un lado para otro, y dijo, excitada—: Lo siento muchísimo, señoras. Espero que me disculparán. Se trata de una llamada urgente de la señora Stevenson. Ya saben, la hija del señor Cotterell, el amo de la compañía Cotterell. Mi compañía...

La mujer abandonó la sala y al pasar frente al mostrador del vestíbulo donde se encontraba la centralita, dijo que le pasasen la comunicación a su cuarto. Este se encontraba al final de un largo y estrecho corredor del primer piso. La señorita Jennings pareció salvar esa distancia sin poner los pies ni una sola vez en los alfombrados peldaños de la escalera ni en las desnudas baldosas del corredor. Abrió la puerta de su cuarto y se abalanzó hacia el monstruoso sillón de terciopelo verde que había junto a su metálica cama. Luego, sin detenerse un instante, descolgó el teléfono:

       —Dí... dígame, señora Stevenson —jadeó.

Sus ojos parecían más pajariles que nunca, ahora que los lentes de pinza colgaban sobre su pecho al extremo de una cinta de seda.

—Lamentaría haberla molestado —se disculpó Leona.

—En absoluto, en absoluto —aseguró la señorita Jennings—. Sólo estaba participando en un juego que hemos organizado en el hotel. Perdone si la he hecho esperar.

—No tiene importancia —replicó Leona—. Sólo quería preguntarle si sabe dónde puede estar el señor Stevenson. Esta noche mi teléfono ha estado ocupado durante mucho rato, y me temo que a mi marido le haya resultado imposible comunicarse conmigo. Y como me siento muy inquieta...

La señorita Jennings apretó con más fuerza el aparato telefónico contra su enjuto pecho. En sus ojos se reflejó un brillo de interés maligno. Aquello prometía.

—Pues no —dijo, sin aliento—. No tengo ni idea. Es raro que aún no haya llegado a casa.

—¿Tenía algún motivo para trabajar hasta tarde? —preguntó Leona.

—No... No lo creo. A las seis, cuando yo salí, él no estaba en la oficina.

—¿No estaba?

—No. En realidad, durante todo el día no estuvo más que unos pocos minutos. Eso fue alrededor de las doce. Luego se fue con esa mujer y no volví a verle.

—¿Una mujer?

—Pues, sí —replicó la señorita Jennings, con los ojos más brillantes que nunca —. Una mujer que esperó más de media hora a que el señor Stevenson llegara. Parecía muy impaciente.

Leona dudó unos momentos. Luego, con voz trémula, preguntó:

—¿Era alguien que conociese el señor Stevenson? ¿Alguien que le hubiera visitado con anterioridad?

—No. Nunca había estado antes allí. Al menos, eso creo. Y el señor Stevenson pareció como si... como si no quisiera reconocerla. Bueno, al menos al principio.

—¿Recuerda el nombre de esa mujer, señorita Jennings?

—Sí. Era Lord. LORD, la señora Lord. Y creo que se llamaba Sally.

—Bueno, ¿y qué hicieron? —preguntó Leona.

La señorita Jennings miró al techo, tratando de recordar lo ocurrido durante el día.

—El señor Stevenson parecía un poco incómodo. Sin embargo, puedo decir que trató de salir airoso de la situación. Le dijo a la señora Lord que tenía una cita, y le preguntó si le importaría verle otro día. Ella dijo que no, que se trataba de algo muy importante. Así que el señor Stevenson sugirió que almorzara con él después de esa cita. Luego, los dos salieron juntos.

—¿Y él no regresó?

—No, señora Stevenson. Yo salí a las seis, como le dije, y su marido aún no había vuelto. Durante el día no se recibió más que un recado para él.

—¿Un recado? ¿De quién?

—¡Oh, de ese hombre! De ese señor Evans que llama a su marido cada semana. Una molestia periódica.

—To... Bueno, todo esto es muy extraño —balbució Leona—. Pero estoy segura de que si ocurriese algo importante, el señor Stevenson me lo hubiera dicho. Siempre me cuenta lo que ocurre en la oficina.

—Sí, señora Stevenson.

En el rostro de la mujer había una burlona sonrisa al decir esto.

—Dígame —siguió Leona—, ¿habló el señor Stevenson acerca de un viaje a Boston? Me dijo algo respecto a ello.

—¡Ah, eso! Sí, su marido informó al señor Cotterell que tal vez fuera a la convención de Boston. Pero si ha ido, yo no me he enterado.

—Bueno, gracias —dijo Leona, lo más animadamente que pudo—. Muchas gracias, señorita Jennings. No la entretengo más.

—Gracias a usted, señora Stevenson. Ha sido un placer. Espero haberle sido útil. En la oficina, la mayor parte de las empleadas la envidiamos, señora Stevenson. Su marido vive tan consagrado a usted...

—Sí, desde luego.

—Espero que le gustaran las flores de hoy —prosiguió la señorita Jennings —. Pensé que, por variar, las camelias resultarían agradables.

—Muy agradables —replicó Leona—. Adiós, señorita Jennings.

La solterona dijo adiós y colgó. Luego se echó hacia atrás y se quedó mirando tranquilamente la lámpara de bronce con tres bombillas desnudas que daba luz al cuarto. En realidad, no veía ni la escasa luz ni nada en absoluto. Sus ojos estaban vueltos hacia dentro, contemplando lo que prometía ser un excitante y jugoso secreto. Porque a ella no le sabía duda de que aquello era o había sido un secreto. En el señor Stevenson siempre hubo algo extraño. Una especie de lucha interna que ni su rostro pétreo e inexpresivo ni su reservado comportamiento lograban ocultar por completo. Y realmente, cuando una pensaba en ello, lo cierto es que pasaba el mínimo tiempo necesario en la oficina.

Y la señorita Jennings, con su retorcido cerebro trabajando a toda potencia, comenzó a hacer recuento de todas las posibilidades que arrojaba la situación.

 ******

Pálida y temblorosa, Leona volvió a recostarse contra las almohadas. ¡Así que se trataba de aquello! ¡Lo imposible había sucedido! ¡El muy estúpido! Meterse en un asunto turbio con una fulana que debió de conocer años atrás... Caer en sus redes casi instantáneamente... Poner de manifiesto el poco interés que sentía por la Corporación Cotterell... Forzarla a ella a una elección, que por un lado conducía a la desgracia pública —a hacer añicos el sueño de toda su vida—, y por el otro a vivir una existencia llena de humillaciones, vencida para siempre por el convencimiento de Henry de que ella ya no podía causarle ningún daño. ¡Era inverosímil! ¿Por qué tenía que ocurrir todo aquello precisamente esa noche? ¿Es que alguien, tal vez Henry, trataba de volverla loca o de provocarle otro ataque cardíaco?

De pronto, recordó algo vagamente... El nombre de aquella mujer... Lord... Lo había oído antes. O visto. Aquel mismo día. En algún momento se había tropezado con ese nombre. En su ansiedad, le resultaba difícil recordar dónde y cómo... Sin embargo, estaba segura de que había sido así. De pronto. lo recordó. Sacó los pies de la cama y se puso en pie. Vacilante, se dirigió al tocador y encendió una de las lámparas que había a cada extremo del mueble. Su mirada se fijó en la blanca tarjeta que había llegado con las camelias mandadas por Henry aquel día. «Con todo mi amor, Henry», había escrito su marido. Leona rompió la cartulina y echó al suelo los pedazos. Comenzó a rebuscar entre los objetos que había sobre el tocador. Al fin, tras una hilera de frascos de perfume, lo encontró: una hojita de papel en la que se veían unas letras escritas con la torpe letra de la doncella. En el momento en que tomaba el papel sonó el teléfono.

Con la hojita en una mano, regresó a la cama y contestó. Una voz de hombre, hueca, cansada, con marcado acento inglés, dijo:

—El señor Stevenson, por favor.

—No está en casa —replicó Leona—. ¿Quién le llama?

—Soy el señor Evans. ¿Cuándo espera que regrese? Se trata de algo muy urgente. He estado llamando a su oficina, pero no parece que esté allí.

—Pues yo no tengo ni idea de dónde está el señor Stevenson. Será mejor que vuelva a llamar más tarde.

—¿Digamos en quince minutos? —preguntó el hombre—. No tengo mucho tiempo. A medianoche salgo de la ciudad.

—De acuerdo —asintió Leona—. Dentro de quince minutos.

—Muchas gracias —murmuró el hombre—. Lo haré... Y en caso de que vuelva, ¿querrá decide que le he llamado? Mi nombre es Evans. EVANS. Es muy importante.

En cuanto hubo colgado, Leona se olvidó del señor Evans y de su llamada. Puso bajo la luz el trozo de papel que había tomado del tocador. En la parte de arriba podía leerse: «Llamadas para el señor Stevenson». Debajo, tres breves anotaciones:

15:10 h. — Señor Evans. Richmond 8: 1112

16:35 h. — Señor Evans. Riehmond 8: 1112

16:50 h.— Señora Lord. Jackson Heights 5:9964.

¡Allí estaba! ¡Señora Lord! Llamando a Henry directamente a su propia casa... ¡A casa de ella! Resultaba ridículo. Para todo había límites, y aquello era demasiado. Tomó el teléfono y marcó el número de Jackson Heights. Su rostro había adoptado una expresión pétrea e impasible. Mientras esperaba, los dedos de su mano libre golpeaban nerviosamente sobre el filo de la cama. Tras unos momentos, la señal de llamada concluyó en un "clic" e inesperadamente, una voz infantil dijo:

—Diga. Aquí la residencia Lord.

Confusa, Leona pidió:

—Desearía hablar con la señora Lord.

—Un momento —replicó el niño—. Veré si está.

La mujer oyó un golpecito cuando el teléfono fue dejado sobre una mesita. Luego una lejana voz de hombre preguntó: «¿Era para mí, hijo?» El chiquillo replicó: «No. Para mamá». Se oía un confuso rumor de voces masculinas, no lo bastante cerca del teléfono para poderlas distinguir bien. Leona escuchó atentamente para reconocer, si era posible, a los hombres que hablaban. Pero ninguna de sus voces le sonaba familiar. De pronto se puso tensa y oprimió el teléfono contra su oído, en un esfuerzo por captar mejor los sonidos que le llegaban. A través del auricular había oído claramente el nombre "Stevenson" entre el rumor de la conversación. ¡Y el de la "Corporación Cotterell"! Y el de "Staten Island". Después, alguien —una mujer— se acercó al teléfono, ordenó al chiquillo que volviese a la cama y dijo a uno de los hombres: «Fred, ¿sabes lo que ha hecho? Estaba en la calle con los pies descalzos». Luego un leve ruido cuando recogieron el teléfono y la voz de la mujer, contestando:

—Dígame.

A Leona le pareció de pronto que la boca se le había llenado de algodón. Hizo una breve pausa para tragar saliva.

—Oiga... —pudo decir, al fin—. ¿La señora Lord?

—Yo misma.

—Aquí la señora de Henry Stevenson, señora Lord. No... no creo que nos conozcamos; pero tengo entendido que usted vio a mi marido esta tarde.

—Ah, pues... sí —replicó la otra, tras algunas dudas. El evidente nerviosismo de la mujer desató la lengua de Leona.

—Como es lógico, en circunstancias normales ni siquiera soñaría en molestarla, señora Lord —dijo, con tono sarcástico—. Pero resulta que mi marido aún no ha vuelto a casa esta noche. A mí me es totalmente imposible localizarlo, y pensé que tal vez usted pudiera darme alguna idea.

—Ah, pues... sí —repitió la mujer, débilmente.

—No la oigo bien, señora Lord. ¿Le importaría hablar un poco más alto?

—Desde luego. Yo...

—¿Pasa algo malo? —preguntó Leona, fríamente—. Espero que no me esté ocultando nada.

—Oh, no... ¿Le importa que la llame luego?

—¿Llamarme luego? ¿Por qué?

—Porque yo... —de pronto, la voz de la mujer sufrió un cambio total, pasando de la casi desesperación a una extraña y forzada alegría—. Bueno, ya sabe. Es mi día de bridge.

—¿Cómo? —preguntó Leona—. ¿A qué viene ahora el bridge? Perdone, pero no la comprendo en absoluto, señora Lord.

—Y luego está esa excursión a Roton Point —siguió la mujer, estúpidamente.

—Oiga, ¿es que trata de burlarse de mí? —preguntó, secamente, Leona—. En caso de que no lo sepa, soy una inválida. No puedo soportar ciertos modales. Ahora, conteste: ¿está mi marido ahí con usted? ¿Está? ¡Dígame la verdad!

—Son tres huevos por separado, dos tazas de leche y un tercio de taza de manteca —balbució la otra—. Mezcla la manteca con un poco de azúcar, luego añade una cucharita rasa de harina... —Durante un segundo, reinó el silencio. Luego la mujer susurró—: Leona... Leona... Soy Sally Hunt, Leona. ¿Me recuerdas? Siento portarme de una forma tan ridícula, pero mi marido está aquí al lado. No puedo hablar. Volveré a llamarte tan pronto como pueda. Aguarda...

Y luego, colgó.

Leona volvió a recostarse en la cama, relajándose un poco. Se sentía asombrada por esta última revelación. ¡Qué extraño resultaba que Sally volviera a introducirse en su vida en aquellos momentos!

¡Sally Hunt!

 *****

Sally había estado enamorada de Henry. Probablemente aún lo estaba, pese a que, al parecer, tenía marido e hijos. Estaba enamorada de él cuando la invitó a aquel baile del colegio. Aquella fue la noche en que Leona escogió a Henry de entre la multitud. Hacía muchos años. Pero le resultaba fácil recordar lo ocurrido.

En el fonógrafo colocado en el escenario del salón de actos sonaba música de baile. Abajo, en la gran sala adornada con banderines y gallardetes de papel, las parejas bailaban, o conversaban, o se movían alrededor de la mesa de los refrescos. La mayor parte de los chicos tenían un aspecto similar: pelo cortado a cepillo, pantalones holgados, chaquetas de tweed. Y las muchachas también tenían su propio uniforme: suéters anchos y faldas, pelo largo y anudado en la nuca.

Pero había dos personas que eran distintas.

Indudablemente, el hombre que bailaba con Sally no era un mozalbete en edad escolar. Las ropas le sentaban bien, llevaba el pelo cortado de modo convencional y cuidadosamente arreglado, su forma de bailar era seria y nada movida. Un tipo alto, fuerte, atractivo. Por la forma en que Sally le miraba resultaba fácil comprender que en los ojos de la muchacha brillaba algo más que la animación producida por la fiesta.

En el rostro del joven no había nada que resultase particularmente revelador. Sobre la cabeza de Sally miraba al resto de los asistentes con un aire de indiferencia que estaba muy cerca de ser paternal.

Leona, una pálida y exquisita belleza vestida de rayón negro, con el brillante cabello cortado en melena a la altura de los hombros, se destacaba de la multitud como un transatlántico entre una flotilla de remolcadores. En ella, todo resultaba casi excesivamente distinto. Que esa diferencia había resultado cara de conseguir resultaba evidente. Las chicas no se vestían de esa forma con poco dinero.

Durante unos momentos, Leona observó cómo Sally bailaba. Luego cruzó la sala, dirigiéndose a las amplias espaldas de la pareja de Sally. Le dio unos golpecitos en el hombro y dijo, sonriente:

—¿Me permites?

Aquello sorprendió a la pareja. Sally quedó asombrada, y el hombre miró a Leona con descarada curiosidad.

—No te importa, ¿verdad, Sally? —preguntó Leona.

Sally se recuperó en seguida, diciendo:

—Has hecho una conquista, Henry. Te felicito.

Leona dirigió su lánguida mirada al compañero de su amiga:

—Soy Leona Cotterell. ¿Tú cómo te llamas?

Antes de que el hombre pudiera contestar, Sally le presentó rápidamente:

—Es Henry Stevenson.

Leona sonrió, agitó alegremente su brillante cabeza y fue hacia él, preguntando:

—¿Bailamos?

Eso fue todo.

Bailaron, y Leona estuvo deslumbrante. Después de aquello, desapareció del rostro de Henry toda expresión de indiferencia. Se mostró francamente encantado, y aunque su charla no tuvo nada de brillante, el hombre logró expresar en cierto modo la admiración que le producían los encantos de Leona y la distancia que separaba a ésta del resto de las jóvenes, que la separaba, por ejemplo, de chicas como Sally.

Henry adivinó en seguida que el padre de la muchacha era Jim Cotterell.

—Es de la clase de hombres que admiro —aseguró—. Sabe lo que quiere y tiene el suficiente cerebro para ir a ello y conseguirlo. Dinero. Uno puede obtenerlo todo con dinero. Algún día... —Henry se cortó, sonriendo como un chiquillo.

A Leona le gustó su sonrisa. No se extendía por el rostro del hombre como las exageradas exhibiciones dentales de los demás muchachos. Más bien parecía como si en sus ojos se encendieran un par de lucecitas, y en las comisuras de sus labios se formaban unas atractivas arrugas. Era una sonrisa que añadía fuerza a su expresión. Una sonrisa franca, ni ingenua ni de superioridad.

Mientras se movían lentamente por la pista, Leona descubrió que en el joven había otras cosas que la atraían. No le importaba confesar que él no tenía estudios.

—Soy excesivamente pobre —dijo, sin sonreír—. Mi familia no tiene dinero. Tengo que ganarme la vida como puedo.

Leona quitó importancia a este detalle.

—Varios de los hombres más interesantes que conozco no fueron a la Universidad. Mi padre mismo no asistió a ella.

—¿Ah, sí? —preguntó Henry, divertido—. Entonces aún me quedan esperanzas. De triunfar, quiero decir.

—Mi padre siempre dice que si un hombre carece de talento para ganar dinero, en la Universidad no le enseñarán a hacerlo. Y si tiene talento, ¿para qué perder tiempo estudiando?                                                       .

Eso complació a Henry.

—¡Hurra por papá! —dijo.

La música se detuvo y Henry soltó a la muchacha.

—Gracias —dijo—. Muchas gracias.

Leona le sonrió, casi traviesamente.

—¿Qué tal si descansamos durante la próxima pieza?

El hombre la miró con burlón horror.

—Un momento, un momento. ¿Y qué pasa con Sally? Después de todo, ella es mi pareja. Si no me hubiese invitado, yo...

Leona señaló hacia el lugar en que Sally charlaba animadamente con un joven de pelo cortado a cepillo.

—Sally sabe cuidarse sola. Además, sólo tardaremos unos minutos. Ven conmigo y te enseñaré mi coche. Es un cielo.

Le tomó de la mano y le condujo fuera del salón. Cruzaron el jardín bañado por la luna en dirección al sendero que lo atravesaba. A lo largo del bordillo se veían aparcados muchísimos coches, pero había uno que era más bajo y largo diez veces más airoso que los que había junto a él.

—¿No es precioso? —dijo ella—. Nadie tiene uno igual. Puede ponerse a ciento ochenta kilómetros por hora. Al menos eso dijo el hombre que nos lo vendió. Papá dijo que era mucho coche para mí, pero después de verlo, me pareció que ya no podía conformarme con otro.

—¡Caray! —exclamó él—. ¡Un "Bugatti"! ¡No está mal! ¡Nada mal!

Leona le tomó por el brazo.

—¿No te gustaría conducirlo? —sugirió—. Sólo un trecho corto. Nadie nos echará de menos.

Henry aceptó en seguida y Leona recordaba claramente cómo cruzó corriendo el jardín para traer la chaquetilla de visón de ella y su propio abrigo. En cuestión de minutos estuvieron rodando a toda velocidad por la carretera. El frío viento cortaba sus rostros, produciéndoles una alegre excitación. Ahora, al pensar en ello, Leona se daba cuenta de que el casi frenético agrado que produjo a Henry aquel paseo no era debido a ella, ni al magnífico coche, sino a lo que ella y el automóvil representaban; algo que el hombre nunca había visto de cerca, algo con lo que ni siquiera había soñado, pero que estaba allí, al alcance de la mano. A eso era debida la animación de su cara mientras conducía. Por eso echó a un lado la reserva que mantuvo mientras estuvieron en el baile.

En aquellos momentos, Leona ya presintió lo que más tarde confirmaron los hechos, y ya entonces, comenzó a trazar un plan para el futuro. En aquel breve primer encuentro, en el cerebro de la mujer ya se formó una firme determinación.

Dijo al hombre que torciera por un ramal que, en breve plazo, les condujo a un callejón sin salida.

—¡Menudo coche! —dijo Henry, deteniendo de mala gana el automóvil—. ¡Este bicho sí que corre! Me gustaría cogerlo un día y sacarle toda la potencia que lleva dentro.

—Lo harás —respondió ella, lentamente. Se echó hacia delante y cerró la llave de contacto—. Quedémonos aquí un momento. Tengo ganas de hablar.

Henry rió:

—Bueno, apenas te conozco. Me temo que tengas que llevarme a casa. ¿O debo volver andando?

Ella se recostó en el respaldo del asiento para mirar al cielo nocturno, terciopelo negro tachonado de estrellas y rasgado en parte por la fría luminosidad de la luna.

—Sally Hunt —dijo Leona, ensoñadora—. Nunca se me ocurriría la idea de relacionarlos.

Él se volvió a mirarla. Puso el brazo sobre el respaldo del asiento.

—¿Por qué no?

—Pues... Es sólo una impresión. He corrido mucho mundo. Mi padre me ha llevado a todas partes... al extranjero y así..., y he conocido a muchísima gente. Después de haber viajado tanto, una comienza a clasificar a la gente a primera vista. Sally y tú no son de la misma clase. Pertenecen a mundos opuestos.

—¿Te refieres al dinero? —preguntó él, en tono amargo—. ¿Quieres decir que su familia está en muy buena posición y yo no debo tratar de introducirme en ese ambiente?

—Estás por completo equivocado —se apresuró a decir Leona—. No pensaba en eso para nada.

—¿No? Entonces, ¿en qué?

—Pensaba que Sally está bien para el pueblo de que ambos provienen. Pero tú eres distinto.

—¿Ah, sí? ¿Y todo eso puedes asegurarlo ya? —La risita de Henry era burlona.

—¿Por qué no? Fíjate en los muchachos que había en el baile. Estudiantes que proceden de familias buenas, ricas y respetables. Pero tú haces que todos ellos parezcan bebés. Y la mayor parte seguirán siendo bebés durante toda su vida.

—¿Y yo?

—Tú no eres un bebé, Henry. Tal vez nunca lo fuiste. Entonces el hombre se inclinó sobre ella y la besó. Fue un beso apasionado, experto, que duró lo suficiente para que el cuerpo de Leona comenzara a ser recorrido por pequeños estremecimientos de éxtasis.

Luego él se echó hacia atrás, mirando a la joven como un artesano que contempla su obra.

—Siempre he querido besar a un millón de dólares—comentó.

Leona sonrió suavemente.

—¿Te gustaría probar con dos millones?

Esto desconcertó a Henry, obligándole, contra su voluntad, a sonreír. Ella le tomó un momento de las manos, con ojos brillantes de animación.

—¡Vaya! —exclamó Henry. Y luego—: Tal vez sea un poco más hombre que todos esos mozalbetes de la fiesta, pero eso sólo se debe a que he tenido que abrirme camino por mí mismo... si bien es verdad que no he llegado muy lejos.

—Llegarás. Estoy segura. Me lo dice tu aspecto. La forma cómo impresionas a la demás gente. A gente como yo.

Henry adoptó de nuevo una expresión fría y cínica.

—Esto es realmente divertido —dijo—. Estar aquí, recibiendo halagos de una chica cuyos millones de dólares, sus chaquetillas de visión y su "Bugatti" no volveré a ver.

—Eso es algo que no sabes —replicó ella—. Tú no sabes... nada.

—No te entiendo.

—Lo entenderás muy pronto —susurró Leona—. Háblame de ti, Henry. ¿De dónde provienes? ¿Quiénes son tus padres?.

Él rió cínicamente.

—Esa es una historia muy fácil de contar. Provengo de lo que vulgarmente se llama "la clase baja". Cuando está sobrio, mi padre vende carbón, y cuando se emborracha hace discursos sobre la pobreza. Mi madre hubiera vivido muy bien de no haberse enamorado de papá. Ella tenía algo de educación, y deseaba adquirir más. En vez de eso, ha arruinado su vida sacando adelante a seis hijos, manteniéndoles vivos y libres de problemas, con un tejado —con goteras— sobre sus cabezas con alguna cosa que echarse al estómago de vez en cuando. Eso es todo. El ideal norteamericano.

—Pero, ¿y tú? No parece como si... como si...

—¿Cómo si hubiera pasado hambre? ¿Cómo si partiese los cigarrillos en dos trozos para que me durasen más? No, no he llegado a tanto. Mi madre me obligó a ir a la escuela secundaria, en vez de ponerme a trabajar después de que hube concluido el octavo grado. En la secundaria descubrieron que, con un balón de rugby bajo el brazo, yo podía correr mucho más rápido que nadie. Me convertí en una especie de personaje. Sally Hunt me presentó a su familia —en nuestro pueblo, a los Hunt se les considera gente importante — y le caí simpático al padre. Me consiguió un empleo en la farmacia más grande del pueblo.

—¡Una farmacia! —exclamó Leona—. ¡Henry, eso es el destino!

—Seguro —sonrió él, aceptando su sarcasmo—. Supuse que dirías eso.

—Cuéntame más cosas —pidió Leona, alegremente—. ¿Seguimos dedicándonos al mismo negocio?

—Desde luego —replicó Henry—. Ahora soy el encargado de todo menos del departamento de recetas. El chico se da traza. Hace buenos refrescos, buenos sándwiches...

—¿Y qué hay de Sally?

El hielo ya había sido roto. Henry dudó, volviendo a adoptar la expresión melancólica que parecía la más natural en él.

—Es una buena chica. Somos amigos. Nada más. Su familia ha sido muy amable conmigo. Me ayudaron cuando en casa las cosas se pusieron feas. Pero... no sé... A veces me parece como si...

Ahora el hombre no la miraba. Su vista estaba fija en un punto muy distante, en algo tan lejano como los negros bosques que había más allá de los campos situados al final de la carretera, en algo que se encontraba a una distancia mucho mayor que la que ellos podían alcanzar.

—¿Sí? —le acució ella, suavemente—. ¿Como si...?

—Como si estuviera atrapado. Me da la sensación de que, haga lo que haga, nunca podré conseguir lo que deseo. Y eso se debe, simplemente, a que deseo demasiadas cosas.

Permanecieron en silencio. Henry le ofreció un cigarrillo, tomó uno para sí y encendió ambos. Su confesión parecía haberle cargado de muda ira. Al fin exhaló una larga bocanada de humo, se volvió hacia ella y, sonriendo, dijo:

—¡Tú y tu condenado "Bugatti"! Volvamos a la fiesta.

Regresaron rápidamente, sin decir nada hasta que el hombre aparcó el coche y le abrió la portezuela a Leona.   

Entonces ella le tomó por una manga:

—¿Te gustaría conocer a mi padre, Henry?

—Desde luego. Sería estupendo. Tenemos un montón de cosas en común. Los dos nos dedicamos al negocio farmacéutico.

Rió esta vez, no con amargura, sino para demostrar a la muchacha que encontraba la situación muy divertida.

—Lo digo en serio —aseguró Leona—. Creo que le gustarás. Sobre todo si yo le pido que sea así. Él va a ir a Nueva York el próximo fin de semana. Yo acabaré las clases el sábado. ¿Por qué no te reúnes con nosotros?

—Bueno —dijo él, lentamente—. ¿Por qué no? No tengo nada que perder.

 *****

Aquél había sido el comienzo. Al principio, Henry, como un indómito potro, no había sido fácil de manejar. El orgullo, su independencia, el saber que una de las muchachas más ricas de Norteamérica sentía un especialísimo interés hacia él... Todo eso le hacía mostrarse receloso. Pero Leona podía esperar. Henry había dicho que tal vez él fuese demasiado ambicioso. Esa era la llave con la que abrir su corazón. Teniendo el mundo en sus manos, podría dejar a un lado su orgullo. Y cuando él se rindiese, ella tendría lo que deseaba.

*****

Recordó aquella escena casi cómica con Sally Hunt, poco después del baile. La muchacha había ido a su cuarto una tarde, un poco indecisa, pero con la determinación reflejándose en su bonito rostro, por lo general tan animado.

—Leona, hay algo sobre lo que debo hablarte.

 Leona estaba inclinada sobre un par de maletas que había sobre su cama. Miró a Sally y dijo, en tono displicente:

—Bueno, pues suéltalo de una vez y acabemos. Dentro de unos minutos salgo para Chicago.

Sally mantuvo la mirada en el suelo por unos momentos. Luego, levantando la cabeza y fijando los ojos en su amiga, dijo:

—Durante estas últimas semanas has estado viendo mucho a Henry, y hay algo...

La joven se cortó, vacilante.

—¿Sí? — La actitud de Leona era claramente despectiva.

—Hay algo que creí mi deber contarte.

—Eso ya lo has dicho y yo te he respondido que lo soltaras.

—Henry no es el tipo de hombre con el que se puede jugar, Leona. Deja de hacerlo.

—¿Y quién te ha dicho que yo esté jugando con él? —quiso saber Leona, yendo a la cómoda a por otro montón de ropas.

—¡Oh, Leona! Henry no es tu tipo... Muchísimo menos que todos los demás...

Leona se detuvo y la miró fijamente.

—Me maravilla tu desfachatez.

Pero Sally continuó presurosa:

—Si no te detienes ahora, lo lamentarás, Leona. Henry no está hecho para ti. Le conozco casi de toda mi vida. Mi padre le ha ayudado. Toda mi familia le trata casi como si fuera uno de nosotros. Y cuando estamos cerca de él, para cuidarle, todo va bien. Pero Henry es muy retorcido por dentro. Puede ser dulce, amable y gentil y, de pronto, sufre un cambio brusco. Desea cosas que no está en su mano conseguir. Entonces es cuando nos necesita. Supongo que, en realidad, estoy enamorada de él. Pero la comprensión es más importante que el amor. Con alguien que no le comprenda, Henry no está seguro. Ha hecho cosas que... que le hubieran metido en toda clase de líos si la gente no le hubiese entendido.

Leona rió, indiferente.

—Es una buena treta, pero no conseguirás nada con ella, Sally. En esta lucha no tienes la más mínima posibilidad. Hablando claramente, pienso mucho en Henry Stevenson. y le comprendo. Y creo que es demasiado bueno para este pueblo de ustedes. Si a mí me apetece enseñarle el mundo y presentarle a ciertas personas, eso es asunto mío. Y si quiero casarme con él... ¡eso sigue siendo asunto mío!

—¡Casarte con él! —jadeó Sally—. No hablas en serio. Estás bromeando.

Leona sonrió con complacencia.

—¿Es que hay alguna buena razón por la que no deba hacerla?

Después de aquello, Sally se replegó, recordó Leona mientras se removía inquieta sobre la cama. No opuso mucha resistencia. Claro que de nada le hubiera valido oponerla.

La lucha tampoco le sirvió de nada a Jim Cottrell, aunque se lanzó a ella con el ímpetu de un novillo a la hora de ser marcado.

—Pero si ese tipo no es nadie —había dicho Jim, un año más tarde, con una leve nota suplicante en su voz—. Desde luego, tiene buena pinta. Pero es de lo más corriente, tan vulgar como una piedra. Gente como él se encuentra a patadas. Después de todo lo que he gastado en tu educación, de llevarte al extranjero, de darte cuanto has querido, ¿por qué deseas echarte a perder de esa forma?

—Le quiero —dijo Leona, mirando fijamente a los ojos a su padre.

—¡Qué tontería! —gritó Jim—. Lo que te pasa es que eres muy tozuda.

Leona discutió tozudamente con su padre para dejar bien sentado que no era tozuda. Amaba a Henry. Lo repitió muchas veces. Pero Jim conocía bien a su hija. Ella amaba a Henry de la misma forma que amaba aquel "Bugatti". Y así se lo dijo.

—Lo que te pasa es que no quieres que me case con nadie —gritó Leona—. Lo único que deseas es que me quede en casa... haciéndote compañía.

Mientras permanecía frente a su padre, todo el cuerpo de Leona estaba rígido, en desafiante actitud. Jim, furioso, caminaba de un lado a otro de su despacho. Su bovino rostro había adoptado un tono casi purpúreo motivado por la impotencia y el desagrado.

—No es cierto —dijo, deteniéndose frente a su hija—. No es cierto en absoluto. Sabes que te concedería cualquier cosa. Siempre te he dado lo que querías, te he permitido hacer tu voluntad, sin pensar para nada en mis propios sentimientos. Pero esta vez es distinto. Para una chica de tu posición, el matrimonio es algo muy serio. Durante mi vida, he trabajado mucho. He creado un gran imperio. ¿Para mí? ¡No! Primero para tu madre, ahora para ti. Cuando muera, tú lo heredarás todo. Y no me gustaría ver cómo un estúpido inútil mete manos en ello sólo porque tú has querido aparearte con él en unos momentos en que estabas demasiado perturbada para pensar como es debido. Escúchame, preciosa... Debes pensar en esto durante algún tiempo más. Date un año de tiempo para ver si ese joven te conviene. Vele con toda la frecuencia que quieras... Y luego, si aún le sigues queriendo...

La razonable actitud del hombre sólo logró excitar la impaciencia de su hija.

—¡Eres odioso! —gritó—. Egoísta y odioso. No te importo nada. Sólo piensas en ti mismo y en tu cochino negocio. Te es antipático Henry sólo porque piensas que será un obstáculo en tus planes egoístas. Digamos que si, que no es más que un rústico campesino. ¿Qué eras tú cuando empezaste, allá en Texas?

Leona, que temblaba de ira, observó con agrado la preocupada expresión que apareció inmediatamente en el rostro de su padre.

—¡Cálmate, preciosa —rogó Jim—. Te vas a poner enferma.

—¡Enferma! —gritó ella—. ¡Que yo me pongo enferma! ¡Eres tú quien me pone así! Tú y tus maravillosos negocios y tu maravilloso dinero. No te importa si todo eso me lleva a la tumba. Lo único que te interesa es que tu riqueza esté segura y nadie te la arrebate.

Leona comenzó a sollozar y Jim trató de pasarle un brazo por los hombros. Ella se apartó, dejándose caer desmadejadamente sobre un sillón.

—No..., no quiero hablar más de eso —dijo entre lágrimas—. No me encuentro bien.

Y luego, mediante una furiosa concentración, consiguió desmayarse. Mientras se sumergía en la apetecida oscuridad, oyó cómo su padre llamaba frenéticamente al mayordomo.

 *****

La boda fue un triunfo. Rica, fastuosa, solemne... Leona recordaba la vibrante, apasionadamente, posesiva forma en que pronunció las palabras:

—Yo... Leona..., te acepto... Henry...

Y el comportamiento de Henry había colmado todas sus esperanzas. No se mostró ni nervioso ni excesivamente tranquilo. Sus modales encantaron a cuantos asistieron a la boda. Ya entonces comenzó a sentir los efectos sedantes y emolientes del contacto con el lujo perpetuo. Si en su interior quedaban algunas dudas, alguna reserva, Leona disipó esto en seguida. Por el momento, Henry se comportaba a la perfección, y ella se sentía orgullosa.

Incluso pareció que Jim, al menos por unos momentos, se enternecía con la escena. Pero Leona sabía que tras el cansado y sonriente rostro de su padre se escondía una gran amargura. Jim nunca aceptaría a Henry por completo. Nunca. Por mucho empeño que pusiera en lograrlo.

Estos pensamientos ocuparon su cerebro durante la boda, y luego, en el almuerzo que se sirvió en la enorme mansión de Jim. Para Leona, Henry era un proyecto aún por realizar, una ecuación que debía ser resuelta. Y estaba decidida a resolver la ecuación, a completar el proyecto al precio que fuera. Al fin, Jim tendría que reconocer que había cometido un error. El placer de esta victoria aún no conseguida bullía alegremente en el cerebro de Leona, mientras con gran destreza y sin que nadie lo notase, guiaba la mano de Henry para que tomara el cubierto adecuado de entre los muchos que brillaban frente a él en la mesa del comedor.

Durante la larga luna de miel europea que siguió, Leona quedó encantada por la fácil docilidad con que Henry se sometía a sus enseñanzas. No cabía duda de que la oferta de lujo ilimitado que ella le hizo, unida al exquisito atractivo de la mujer y la extraordinaria buena disposición de su cuerpo, habían desarmado a Henry. Este aceptaba de buena gana, e incluso con agrado, que su mujer le enseñase. Si Leona insistía en elegir las ropas que él debía llevar, esto era más digno de agradecimiento que de molestia o indiferencia. El hombre pareció comprender inmediatamente lo importantes que eran aquellas cosas en el mundo de ella y lo mucho más cómodo que se sentiría si su aspecto era correcto y a sus modales no se les podía oponer reparo alguno. Y tampoco dejaba de darse cuenta de la forma en que su recio y tosco atractivo era realzado por todos aquellos acicalamientos.

Leona observaba cómo su marido iba asentándose en una vida en la cual el pasado —cualquiera que hubiese sido— se desvanecía. Al menos, así lo creía ella. Pero en realidad, eso carecía de importancia. Lo básico es que, con el tiempo, Henry se apegaría tanto a la vida que ella le brindaba, que no habría poder en el mundo capaz de hacerle renunciar a esa existencia. Y así era cómo a Leona le gustaba que fueran las cosas.

Ahora, mientras permanecía en la cama recordando lo ocurrido desde la noche en que Sally Hunt le presentó a Henry, en las marchitas facciones de Leona se reflejaba una expresión de triunfo, una sonrisa de autocomplacencia.

En aquel momento oyó la ahogada sirena de uno de los barcos del río. La sonrisa se desvaneció al incorporarse la mujer para mirar a los frascos de medicinas y al reloj que había sobre la mesilla de noche. Entonces sonó el teléfono, sobresaltándola.

9:55

Era Sally.

—Siento mucho haber sido tan estúpidamente misteriosa hace un momento —dijo—. No podía hablar. Tenía miedo de que mi marido me oyese. Por eso, utilizando una excusa, he venido hasta esta cabina telefónica.

—Bueno —replicó Leona—. Digamos, como mínimo, que la cosa fue realmente rara.

—Probablemente pensarás que todo el asunto es muy extraño, Leona; eso de que sepas de mí otra vez después de tantos años. Pero hoy tenía que ver de nuevo a Henry. He estado muy preocupada por él.

—¿Preocupada? ¿Y por qué, si es que puedo preguntarlo? Espero que recuerdes que conmigo nunca valió de nada tratar de ocultarme las cosas.

—No trato más que de ayudarte. Esto puede ser muy grave, terriblemente grave para Henry. Resulta un poco difícil de explicar. Trataré de hacerla lo más rápido que pueda.

—Sí, haz el favor —pidió Leona, bruscamente.

—Bueno... Fred, mi marido, trabaja como investigador para la oficina del fiscal.

—¡Qué bien! —murmuró Leona.

—Hace cosa de tres semanas, Fred me enseñó un recorte de periódico que hablaba de ti y de Henry. Era no sé qué noticia aparecida en la sección de sociedad.

—Sí, ya recuerdo.

—Y él quería saber si aquél era el Henry Stevenson que fue mi adorador.

—¿Tu adorador? ¡Qué forma más fina de hablar!

—Le dije que sí y Fred, riéndose, dijo: «¡Vivir para ver!» Luego se metió el recorte en el bolsillo. Le pregunté qué había de raro en ver el nombre de Henry en el periódico. Él se limitó a sonreír y dijo que se trataba de una coincidencia, de algo relacionado con un caso en el que estaba trabajando.

—¿Un caso?

—Sí. Me dijo que no era nada de lo que pudiese dar pruebas, sino una simple corazonada. Traté de sacarle algo más; pero él comenzó a gastarme bromas diciendo que aún estaba enamorada de Henry.

—Lo cual, como es lógico, tú negaste —dijo Leona, sarcástica.

—¡Claro que sí! —exclamó Sally—. ¡Es ridículo decir eso después de tantos años!

—Sigue.

—Para aquellos momentos ya casi habíamos acabado de desayunar. Sonó el teléfono. Era uno de los hombres de Fred, de los de la oficina del fiscal. Oí a Fred decir algo respecto a Stevenson y de alguien que se llamaba así como Harpootlian. Fred dijo: «Sí, claro que iremos. Dile a Harpootlian que lo prepare. El jueves, a eso de las diez y media, en la taquilla del Ferry Sur».

Sally se detuvo un momento, y Leona exclamó furiosa:

—Mira, Sally... Todo eso es muy interesante. Pero, ¿no puedes ir al grano? Puede que en estos momentos Henry esté tratando de llamarme. Y de todas maneras, ¿qué conexión posible puede haber entre Henry y todo ese ridículo asunto de tu marido?

—Te lo estoy contando lo más rápidamente que puedo —gimió Sally—. Pero es un poco complicado y tengo que narrarte toda la historia. Si no fuese importante, no te molestaría, Leona.

—Bien —suspiró la otra, resignada—. ¿Qué más?

—Pues... les seguí...

—¿Qué hiciste?

—Les seguí. Aquel jueves por la mañana. Sé que es difícil creerlo, que suena muy ridículo, pero estaba asustadísima. Quería enterarme de lo que pasaba. Después de todo, conocía a Henry de casi toda la vida. Además... Bueno, en él hay cosas que resultan muy extrañas. Traté de decírtelo una vez, hace años.

Leona hada pequeños ruiditos de impaciencia.

—Pero, bueno... —dijo—. ¿De veras que todo eso es necesario? Si tratas de alarmarme, Sally, ya puedes desistir inmediatamente.

La réplica de Sally fue aún más lastimera que las anteriores:

—Por favor, no seas tan suspicaz —rogó—. Sólo te cuento lo que ocurrió porque tal vez tenga algo que ver con la ausencia de Henry esta noche. No lo sé seguro. Pero déjame acabar...

—Haz todo lo posible por darte prisa —exigió Leona.

—Aquella mañana estaba lloviznando. Yo llevaba paraguas, así que mi rostro estaba cubierto casi todo el tiempo, aunque no creo que eso significase una gran diferencia. No es difícil seguir a una persona, sobre todo si está lloviendo. Vi cómo Fred se reunía con dos hombres. Uno de ellos era Joe Harris, que trabaja mucho con Fred, el otro era un tipo de tez morena, fuerte constitución y pelo blanco y rizado. Supongo que era el tal Harpootlian que Fred mencionó. Esperé a cierta distancia, hasta que ellos, entre la multitud, se dirigieron hacia el ferry. Luego compré un billete y les seguí. En el barco no resultaba difícil mantenerse oculta. De todas maneras, pasé la mayor parte del viaje en los lavabos.

—¡Qué encanto! —se burló Leona.

—Bueno, era el mejor sitio... —Luego, Sally continuó, sumisa—: El caso es que en Staten Island dejaron el ferry y se subieron al tren. Yo fui tras ellos. No en el mismo vagón, desde luego...

—¡Desde luego! —repitió Leona.

—... Sino un par de coches más atrás. Vigilé el momento en que se apeaban, y cuando lo hicieron, yo les imité. Seguía lloviznando y nadie me prestó atención. Casi todo el mundo iba con prisas, ansiosos de librarse de la lluvia, supongo.

—Muy observadora —comentó Leona.

—Aquel lugar era una especie de colonia veraniega. Tenía un aspecto terriblemente arruinado y solitario. Las calles estaban llenas de agujeros y muy mal pavimentadas. Había lugares en los que se veían grandes montones de arena. La mayor parte de las edificaciones eran de un solo piso, y en medio de ellas, se levantaba un casino en pésimo estado. Cuando Fred y los dos hombres se dirigieron a la playa, yo fui al casino y les observé desde un lado del porche. Desde allí disfrutaba de una amplia perspectiva. Y era poco probable que nadie me distinguiese entre las sombras.

—Pero, bueno... ¿Esperas que me crea...?

—¡Es cierto, te lo aseguro! —exclamó Sally—. Ya te dije que iba a parecerte absurdo.

—Absurdo no es la palabra exacta.

—Aparte de Fred y los dos hombres, sólo era visible otra persona: un muchacho que recogía almejas junto a la orilla. El hombre de pelo blanco pareció detenerse un momento para mirar al chico, y éste movió levemente la cabeza, señalando hacia un punto lejano. Luego siguió su búsqueda y mi marido y los otros dos hombres se dirigieron a un merendero a cuyo interior pasaron.

Leona, indignada, gritó, interrumpiendo a su amiga:

—¡Por Dios, Sally! ¿Tienes que seguir así todo el rato? ¿No puedes decirme de qué se trata sin pasearme por todo Staten Island? ¿O es que me estás manteniendo al teléfono deliberadamente por alguna oculta razón?

Sally trató de calmarla.

—Tienes que oírlo todo. ¿Crees que a mí me gusta estar metida en esta asfixiante cabina? El dueño de la tienda no deja de mirarme. Está furioso porque quiere cerrar y yo se lo impido. De todas maneras, esperé bajo la llovizna durante una hora o así y no ocurrió nada. Luego, cuando ya empezaba a pensar que había sido una completa estúpida por darme un paseo tan desagradable, observé algo muy extraño. El muchacho que buscaba almejas se enderezó y extendió los brazos, como si se desperezase. Un momento después oí un motor, y cuando apenas habían pasado unos segundos, vi una lancha que se aproximaba a tierra. Cuando estuvo cerca, la barca redujo velocidad y se dirigió hacia un arruinado embarcadero contiguo a una de las casas más desagradables de todo aquel lugar. Me gustaría que hubieras visto ese edificio, Leona. Era tan viejo como las colinas y estaba ligeramente torcido. Supongo que sus cimientos llevan años anegados por el agua. Es un lugar destartalado y tenebroso, como una de esas casas que dibuja Charles Adams en el New Yorker.

—Por favor —pidió Leona—. ¡Ve al grano!

—Bueno, la lancha se dirigió a ese embarcadero y de ella saltó un jorobado y la amarró. Luego salió un tipo de mediana edad, alto y corpulento. Iba vestido totalmente de negro, excepto por un sombrero de jipijapa, y llevaba bajo el brazo un portafolios. En cuanto el hombre estuvo en tierra, el pequeño jorobado puso en marcha el motor y partió de nuevo. El tipo de negro recorrió el embarcadero en dirección a la vieja casa y entró en ella. Un momento después, el buscador de almejas recogió su cubo y su pala y comenzó a andar hacia el merendero. Observé que, al pasar junto al pequeño edificio, el chico dio un golpe en la puerta con el cubo de almejas. Debió de ser una señal. El siguió hacia abajo y Fred y los otros salieron del merendero y fueron hacia la vieja casa. El hombre del pelo blanco llamó a la puerta, ésta se abrió y todos entraron. Aún no entiendo nada del asunto, Leona. No sé quiénes eran esas gentes o lo que ocurría en esa casa...

—Sería un burdel, sin duda —comentó Leona, sarcástica.

—Pero lo que sí sé es que estuvieron allí dentro durante más de media hora. Cuando salieron, Fred llevaba el portafolios; el que había llevado el hombre de negro.

—Muy bien; Fred llevaba un portafolios. ¿Qué más?

—No lo sé —dijo Sally, débilmente—. Después de eso tuve que darme prisa en ir a casa, para llegar antes que Fred. De lo que estoy segura —añadió, con convicción— es que tenemos que hacer algo... antes de que sea demasiado tarde.

Antes de que Leona pudiera replicar, una moneda cayó al fondo del depósito del teléfono y la telefonista interrumpió la conversación. Los cinco minutos de Sally habían concluido. Leona pudo oír cómo su amiga rezongaba al buscar en su bolso otra moneda. Al fin, Sally dijo:

—Aquí está, señorita. —Y luego—: Leona, Leona, ¿estás aún ahí?

—Sí, aquí estoy —dijo ella, suspicazmente—. Y debo decir que todo eso resulta muy extraño.

—Lo sé. A mí también me lo parece. No puedo creerlo. No me es posible relacionar a Henry con... con la clase de crímenes que Fred investiga. Por eso fui a verle hoy... para que él me dijese la verdad.

—¿Y lo conseguiste?

—Le vi, eso ya lo sabes, pero no pude averiguar nada. No tuve oportunidad.

—Pero saliste con él. Su secretaria te vio.

—Sí, salí con él. Henry no se mostró tan entusiasmado por la idea, pero como es lógico, yo no esperaba que se pusiera a dar saltos de alegría. No fue muy cortés. Parecía preocupadísimo. Cuando era muchacho le vi otras veces de esa forma, y siempre fue en ocasiones en que atravesaba... no sé..., una especie de crisis interior. Me preguntó si quería almorzar con él y fuimos a la Sala Georgiana del Metrópolis. Casi en el momento que nos sentamos un tipo llamado Freeman —Bill Freeman, un hombre ya mayor y de aspecto próspero— se nos unió y comenzó a hablar de Bolsa con Henry.

—¿Freeman? —inquirió Leona—. Estoy segura de que no conocemos a nadie de ese nombre.

—Henry no parecía querer hablar del tema, pero el señor Freeman insistió. Me dio la impresión de que esa mañana algo había ido mal en la Bolsa. Henry dijo: «Todo el mundo tiene derecho a equivocarse alguna vez», y Freeman le contestó, riendo: «¿Alguna vez, Stevenson? Yo diría que usted ha tenido más que una racha de mala suerte. Pero un hombre de su posición puede afrontar cualquier clase de dificultades. Sin embargo, yo debo ser cuidadoso, porque sólo soy un don nadie.»

»¡Henry no comió mucho, ni yo tampoco!. Lo que me molestaba era que, con el señor Freeman presente y hablando de sus problemas, yo no podía decir palabra. Al fin, cuando nos levantamos para irnos, Freeman nos dejó. Henry y yo pasamos al vestíbulo del hotel. Él me dijo que lo sentía mucho, pero que tenía una cita dentro de unos minutos y que por qué no te llamaba a ti, Leona, para que nos reuniéramos todos un día u otro. Sin embargo, no parecía desearlo de veras. Estábamos junto a la entrada de la sucursal del hotel de un corredor de Bolsa, y de ella salió un delgado hombrecillo que dijo a Henry: «Señor Stevenson, me gustaría hablar con usted lo antes posible». Me pareció que Henry se ponía muy pálido, y contestó al hombre: «De acuerdo, señor Hanshaw. Inmediatamente estoy con usted». Luego se despidió de mí a toda prisa y vi cómo se metía en la oficina del corredor. En la puerta ponía: "T. F. Hanshaw. Administrador".

—Bueno, pero él debió... debió decirte algo. Estoy segura de que no se limitó a estar hablando de acciones (acerca de las cuales no sabe nada) durante todo el rato.

—Bueno... Le pregunté si era feliz y si le gustaba su trabajo. Él dijo: «Es estupendo..., estupendo. Soy un gran vicepresidente. Aprieto más botones que nadie, exceptuando a los demás vicepresidentes». Trataba de mostrarse animado, pero noté la amargura que realmente sentía. Iba a preguntarle algo respecto a ella; pero entonces se presentó el señor Freeman.

—No comprendo nada en absoluto. —El escepticismo de Leona era evidente—. Esta mañana, cuando Henry me dejó, era el mismo de siempre, te lo aseguro. Durante más de diez años hemos sido felicísimos. Felicísimos. Henry no ha tenido una sola preocupación. Papá se ha ocupado de eso. Y en cuanto a su cometido en la empresa, estoy segura de que es el más adecuado pará él. Debes de haber interpretado mal sus comentarios... si es que Henry los hizo. Aún no estoy segura de que esto no sea una especie de broma que tratas de gastarme, Sally.

De nuevo, antes de que Sally pudiera contestar, la telefonista intervino:

—Sus cinco minutos han acabado, señora. Haga el favor de depositar cinco centavos para los siguientes cinco minutos.

Sally rebuscó en su bolso y luego dijo, desesperada:

—No tengo otra moneda. Tendré que volverte a llamar cuando consiga cambio. —Luego, en un susurro, añadió—: Sólo quiero decirte que, y ahora estoy segura, Henry está en apuros. Esta noche, Fred está trabajando en un caso. El asunto, cualquiera que sea, parece muy importante. No ha dejado de telefonear. He oído el nombre de Henry una y otra vez. Y hay alguien más envuelto en la cosa. Un tal Evans.

—Sus cinco minutos han acabado, señora —dijo la telefonista.

—Waldo Evans —se apresuró a decir Sally, sin aliento—. Creo que ése es el nombre que vi en esa casa de Staten Island.

—Sus cinco minutos han acabado, señora.

10:05

En cuanto Sally hubo colgado, Leona tomó el arrugado trozo de papel en el que encontró el número telefónico de su amiga. Allí estaba. "Señor Evans. Richmond 8: 1112". Marcó cuidadosamente el número y quedó sorprendida cuando, tras una breve pausa, sonó la voz de la telefonista, preguntando:

—¿Está usted llamando a W. Evans, Richmond ocho, uno, uno, uno, dos?

—Pues... sí —respondió Leona, sorprendida—. Al mismo.

—Ese número ha sido desconectado.

Leona quedó rígida sobre la cama. Dejó el teléfono sobre la horquilla y con grandes y asombrados ojos, miró fijamente hacia la oscuridad que tenía ante sí. Los acontecimientos de aquella extraña noche se sucedían en su cerebro. La ausencia de Henry, los dos asesinos, la señorita Jennings, el absurdo cuento de Sally... Nada de aquello tenía sentido. Sin embargo, en cierta forma indefinible, en el aire se notaba un clima de tragedia, de peligro. Tal vez Harry se encontrase realmente en dificultades. Tal vez estuvieran sucediendo cosas que ella nunca había sospechado. La idea de que se encontraba sola en aquella enojosa incertidumbre, provocó en Leona una creciente ola de autocompasión. ¿Por qué tenían que suceder tales cosas aquella noche, la única en que ella no tenía a nadie, ni siquiera a una criada, aliado? Eran demasiadas emociones. Demasiadas para una pobre inválida. Temblándole los labios, marcó el número de conferencias y pidió que le comunicasen con Jim Cotterell, en Chicago.

La telefonista de Chicago repitió el número y Leona en seguida oyó llamar el teléfono de casa de Jim. Cuando contestaron, Leona dijo:

—Oiga...

Pero la cortaron inmediatamente. El silencio la irritó y comenzó a rezongar, exasperada. Transcurrieron unos segundos, y luego la telefonista dijo, amable:

—El señor Cotterell no responde en el número de Lake Forest, señora. Trataré de localizarle.

—¿Cómo?

—Volveré a llamarla, señora —replicó la telefonista. Y colgó.

Chasqueada por la costumbre de su padre de acudir a clubs nocturnos o a partidas de póquer que duraban toda la noche, Leona volvió a rebuscar en su cerebro alguien con quien desahogar su angustia. Siendo una casi completa extraña en Nueva York, resultaba difícil encontrar a alguien cercano a su disposición. Lo escaso de las posibilidades de elección resultaba enloquecedor.

Al fin pensó en el médico, en el doctor Alexander. La persona adecuada. La había examinado varias veces. El hombre realizó varias pruebas, cuyos resultados Leona aún no conocía. Iba a llamarle. Él tendría que ir. Así, al menos, Leona tendría alguien cerca por unos momentos.

Fue a tomar el teléfono, pero se detuvo mientras otro tren atravesaba el puente con gran ruido. La mujer pensó lo absurdo que resultaba vivir en una ciudad donde nadie, fuera quien fuese, podía encontrar paz y reposo. Recordó también el tren que el asesino había mencionado (¡qué parecido debía ser a este que ahora pasaba!) y se estremeció. Era mejor no acordarse de aquel horrible asunto.

El ruido del tren fue extinguiéndose y Leona hizo otro movimiento hacia el teléfono, pero el aparato eligió aquel instante para sonar. Leona contestó a la llamada.

Era el tal Evans. La mujer no tuvo ninguna dificultad en reconocer la culta y ronca voz.

—¿Está el señor Stevenson? —preguntó.

—No —replicó Leona—. ¿Es usted el señor Evans?

—Sí, señora Stevenson.

Crispadamente, la mujer dijo:

—En primer lugar, quiero saber la verdad respecto a ese asunto de Staten Island. Esta noche he oído hablar de él por primera vez... Y ya estoy lo bastante nerviosa con todo lo que está ocurriendo... lo de que el señor Stevenson no se encuentre aquí, y luego, recibiendo toda clase de absurdas llamadas, incluyendo la de dos asesinos...

De pronto, la mujer se detuvo, desconcertada.

Mientras hablaba, había ido advirtiendo, cada vez con mayor intensidad, un lejano sonido ululante al otro lado del teléfono. Procedía del lugar en que se encontraba el señor Evans. Mientras Leona escuchaba, el sonido fue intensificándose. Sonaba parecido a algo que ella había oído muchas veces con anterioridad; siempre que las calles eran recorridas por coches de la policía o los bomberos.

Nerviosa, Leona llamó:

—¿Está usted aún ahí, señor Evans?

No se produjo más respuesta que el ululante sonido. Desesperada, Leona colgó. Inmediatamente, el teléfono volvió a sonar.

—Dígame... ¿Señor Evans? —preguntó Leona, casi gritando.

La única respuesta fue una especie de creciente trueno, que resultaba aún más pavoroso que el sonido anterior.

—¡Señor Evans! —repitió.

Nadie contestó. Sólo el enorme rugido. Casi histéricamente, Leona dijo:

—¡Oiga! ¿Quién llama? ¿Quién está ahí? —Se detuvo un momento y luego gritó—: ¿Por qué no me contesta? —Una nueva pausa. Después, al no sonar ninguna voz sobre el misterioso ruido, las compuertas de la histeria se rompieron, y Leona chilló—: ¡Contésteme!

Muy lejana, casi tapada por el continuo rugido, una débil voz dijo:

—¡Leona...!

Asustada, Leona preguntó:

—¿Quién es?

Ahora el ruido pareció ir disminuyendo y la voz, con mayor claridad, dijo:

—Soy Sally. Te llamo desde una estación de metro. En este barrio, todas las tiendas cierran a las diez. Como tenía que hablarte, he venido aquí. Desde que te hablé la última vez, he estado en casa... y han ocurrido más cosas.

Leona, con rostro tenso, advirtió:

—Esta vez, Sally, haz el favor de contármelo todo, o si no, no me molestes más. Esta noche ya he oído demasiadas cosas.

—Cuando volví a casa, frente al portal había un coche de la policía —dijo Sally, en un susurro—. Ese edificio de Staten Island se ha quemado por completo esta tarde. La policía lo rodeó. Detuvieron a tres hombres. Pero ese Evans logró escapar.

—Pero, ¿quién es ese Evans? ¿Qué tiene que ver con Henry?

—Aún no lo he averiguado, Leona. Lo que sé es que todo el asunto tiene algo que ver con la compañía de tu padre.

—¿La compañía de mi padre? Pero eso es absurdo. Mi padre me ha llamado esta noche desde Chicago y no ha mencionado nada al respecto.

Leona se detuvo, esperando a que el ruido de otro tren se extinguiera. Luego, continuó:

—Bueno, ahora hablemos claramente. ¿A quién han detenido? ¿Y por qué?

—A tres hombres. No sé el motivo.

—¿Y por qué crees que Henry es uno de ellos?

—No he dicho que lo fuera. Lo único que sé es que está terriblemente envuelto en el asunto.

La exasperación de Leona aumentó:

—¿Dijeron que había sido detenido... o que iba a serlo?

—No, no exactamente.

—Entonces, ¿de qué me hablas? —preguntó Leona, furiosa—. ¿A qué viene tu actitud? ¿No comprendes que me estás asustando de una forma terrible?

—Lo sé, pero...

—Primero cogí el teléfono y, por casualidad, oí a dos espantosos asesinos.

—¡Asesinos!

—Que planeaban matar a una mujer. Luego, ese tipo, Evans, me llama y parece que esté hablando desde la tumba. Después, todos los demás teléfonos a que llamo o están comunicando, o han sido desconectados... y ahora tú, sin razón que lo justifique...

—Lo siento.

—... Sin razón que lo justifique... —Leona se detuvo para tomar aliento—. ¿Estás celosa porque te quité a Henry? ¿No puedes soportar el verme feliz?

—Pero, Leona...

—¿No puedes, ni siquiera ahora, dejar de decir mentiras y crear problemas? No creo una palabra de todo lo que me has contado, ¿entiendes? ¡Ni una palabra! Henry es inocente. Va a volver a casa junto a mí... ¡dentro de muy poco!

Antes de que pudiera decir nada más, Sally colgó.

*****

Leona permanecía inmóvil en la cama, moviendo los dedos y preguntándose si había hecho bien permitiéndose el lujo de aquel estallido nervioso. Pese a todo, tal vez Sally supiera realmente algo que representara un peligro para Henry. Pero, ¿qué? ¿Un asunto de dinero? ¿Aquella charla respecto al mercado bolsístico? Resultaba difícil de comprender. Ella sabía que nadie jugaba a la Bolsa sin tener dinero. Henry carecía de capital. Su sueldo como vicepresidente de la Compañía Cotterell no era muy grande, y la mayor parte se invertía en los gastos de casa, que él insistía en pagar. Su orgullo le obligaba a hacer eso, lo mismo que su orgullo había sido responsable de aquel estúpido episodio del apartamento; el que Henry había querido alquilar para ella cuando ambos vivían con Jim en Chicago... No, la verdad es que su marido no tenía un céntimo. Podía permitirse el lujo de mantener la casa, pero los gastos importantes aún corrían por cuenta de Jim Cotterell.

A Leona no se le ocurría ninguna forma mediante la cual Henry pudiese dedicarse a inversiones financieras. Incluso los títulos y acciones que Jim le transfería a ella —para reducir los derechos reales por herencia que algún día serían gravados sobre su fortuna— estaban registrados a nombre de Leona y eran completamente intocables por lo que a Henry respectaba. A no ser que ella muriese, desde luego. En tal caso. las acciones y propiedades pasarían a manos de su marido. Leona, en bien de Henry, ya lo había previsto así en su testamento. Pero... ¡qué idea tan morbosa para ocurrírsele en aquellos momentos! Debía dejar de pensar en ese asunto inmediatamente. Resultaba demasiado aterrador.

Pero tras el absurdo cuento de Sally debía de haber algo de cierto. A no ser que fuera una simple muestra de fantasía por parte de ella. A no ser que su amiga tuviese la absurda y loca intención de herirla por lo ocurrido en el pasado. Suponiendo que esto fuera así. ¿Era Sally capaz de inventar la historia que le había contado? Y si lo era, ¿por qué explicársela precisamente esta noche?

El misterio crecía en su cerebro, arremolinándose en nubes de conjeturas. Pequeñas y terribles sospechas crecían en el interior de su cabeza y se negaban a morir. Un pensamiento horrible traía a otro, y la imaginación de Leona se convertía en una pantalla por la cual desfilaban una sucesión de posibilidades diabólicamente lógicas. ¿Y si...? ¿Y si...? Como pesadillas, el enorme terror que producían en ella originó casi una aguda reacción física. El corazón comenzó a latirle más rápido, dolorosamente rápido. Al respirar se dio cuenta que le costaba grandes esfuerzos exhalar el aire de sus pulmones. Temblorosa, tomó su pañuelo y secó el viscoso sudor que cubría su rostro. Ya no trataba de comprender lo que le había ocurrido a Henry... o lo que podía haber sucedido. Su preocupación por ella misma restaba importancia a todo lo demás. Pensar en el caos por venir, en el derrumbamiento de su pequeño edificio de mentiras, le resultaba insoportable. Había comenzado a revolverse agónicamente en la cama cuando volvió a sonar el teléfono.

—¿Plaza, nueve, dos, dos, seis, cinco? —preguntó una voz masculina.

—Sí. ¿Qué ocurre? —respondió Leona, en voz baja y entrecortada.

—Aquí la Western Union. Tenemos un telegrama para la señora de Henry Stevenson. ¿Puede alguien tomarlo?

—Yo soy la señora Stevenson.

—El telegrama es como sigue: «Señora de Henry Stevenson, Sutton Place, cuarenta y tres, Nueva York, Nueva York. Cariño, lo siento muchísimo, pero a última hora decidí asistir reunión Boston. Punto. Salgo en próximo tren. Punto. Regreso lunes mañana. Punto. Traté comunicarme contigo, pero teléfono siempre ocupado. Punto. Cuídate. Besos, Henry».

10:15

Confundida, Leona se llevó una mano a la boca, en ademán de desesperación. El telefonista de la Western Union preguntó si era necesario que se le mandase copia del telegrama. Ella respondió, con débil voz:

—No, no es necesario...

Luego, mecánicamente, colgó el teléfono.

Un momento después comenzó a oír otro retumbante sonido que provenía del puente, y como en sueños, se levantó de la cama y, trabajosamente, fue hasta la ventana. Con una mano en el marco, miró hacia las grandes líneas góticas del puente, que se siluetaban contra la noche. Ahora podía ver el tren, una larga columna de puntos luminosos que, como un veloz gusano, se acercaba al puente. Y al aumentar la proximidad, el batiente sonido fue aumentando, aumentando, aumentando... Luego se redujo paulatinamente, cuando el tren se alejó y, por fin, desapareció. En su mano, Leona advirtió la vibración del marco de la ventana. La mujer permaneció allí, como hipnotizada. En su cerebro bullían fragmentos de conversaciones. «Luego espero hasta que el tren pase por el puente... Nuestro cliente dice que no hay moros en la costa... Recibí tu recado, George, ¿está todo listo para esta noche?.. ¿Dónde está Henry? Negocios. ¿Qué negocios?.. A veces han pasado días enteros sin que el señor Stevenson apareciese... Henry está en apuros..., desesperadamente en apuros... Cariño, lo siento muchísimo, salgo en el próximo tren... Luego espero hasta que el tren pase por el puente... Luego espero hasta que el tren pase por el puente...».

Con un gemido, Leona volvió a la realidad y regresó, tambaleante, a la cama. Al llegar a ella, aferró el frío e impersonal teléfono. Lo profundo de su angustia quedó evidenciado por la nerviosa fuerza con la que hizo girar el disco.

*****

Sobre el rumor de voces que reinaba en el pequeño y desnudo salón del apartamento se oía el monótono zumbido de un ventilador, cuyo chorro estaba enfocado a la centralita telefónica que ocupaba una de las paredes. El aparato refrescaba a las cuatro muchachas que manejaban afanosamente clavijas telefónicas e interruptores y garrapateaban a gran velocidad los mensajes que luego serían comunicados a los clientes del Servicio de Contestación de Llamadas. Sobre un sofá, cerca de la abierta ventana, descansaba una quinta telefonista. Si volvía la cabeza hacia la ventana, la chica podía ver la escalera de incendios y un polvoriento geranio que se mecía suavemente en su tiesto. Sin embargo, como no era una amante de la naturaleza, la chica prefería estar allí tumbada y observar cómo sus compañeras realizaban sus turnos de trabajo. A una señal se puso en pie y fue a sentarse en una silla frente a la centralita mientras la otra telefonista se retiraba. Se encajó los auriculares y el micrófono, y al cabo de un momento, sus ojos captaron el primer titilar de una lucecita en el cuadro de mandos. La chica comenzó el trabajo, diciendo:

—No, señora. El doctor Alexander no está en casa. ¿Puedo tomar el recado?

Escuchó unos momentos y en su rostro apareció una expresión de alarma.

—¿Qué ocurre, señora? No... no le puedo decir... Si me da su nombre y el número de teléfono... Sí, señora. Sí... Stevenson... Señora de Henry Stevenson. Plaza nueve, dos, dos, seis, cinco... Desde luego, trataré de localizarle.

*****

El doctor Alexander descubrió sus cartas sobre la mesa y las dispuso en ordenadas columnas con sus elegantes manos.

—Aquí tienes, compañera —dijo, sonriendo hacia el otro extremo de la mesa—. A ver qué puedes hacer con esto.

—¡Perfecto!

—Eso creí... Si había entendido tu apuesta. —El hombre se volvió hacia su anfitriona, que se sentaba a su izquierda—. ¿Querrás perdonarme un minuto, Mona? Querría llamar...

—Claro, Philip —replicó ella—. ¿Sabes dónde está el teléfono?

—Me temo que no —dijo, levantándose.

—Al otro lado del recibidor, en el despacho. Sobre el escritorio de Harry. Lo verás en seguida.

—Ahora me acuerdo... ¡Qué estúpido!

A largas y rápidas zancadas, el esbelto médico salió del cuarto. Las dos mujeres sentadas a la mesa de bridge se volvieron involuntariamente para mirarle. El hombre atraía mucho la atención de las mujeres. Por consecuencia, también cobraba altísimos honorarios; merecidamente altos, ya que su destreza era al menos tan grande como su atractivo personal.

Ahora, al sentarse ante el escritorio, con el teléfono frente a él, la lámpara de sobremesa proyectaba atractivas sombras sobre las firmes facciones de su rostro. Era un rostro aguileño, vigoroso, saludable, con arrugas profundizadas por el tiempo y el buen humor en los rabillos de sus ojos grises y en las comisuras de sus finos labios. Su cabello era negro y abundante, con tonos plateados en las sienes. Era, como tantos prosaicos maridos habían comentado mientras sacaban de la cartera no menos prosaicos billetes, un médico de cine, un actor que, en vez de guión, utilizaba escalpelo. Pero tenían que admitir que era un buen doctor, aunque muy a menudo sus esposas adquirían, junto con el saludable aspecto recuperado, un aire ensoñador y una mirada perdida en el horizonte.

Mecánicamente, marcó el número del Servicio de Contestación de Llamadas, pensando lo agradable que sería que nada arruinase su noche. Estaba divirtiéndose, cosa extraña aun en los médicos de éxito.

—Soy el doctor Alexander —dijo a la chica que le respondió—. ¿Hay algo para mí? Y conste que espero que no.

—Oh, sí que lo hay, doctor —replicó ella—. Una tal señora Stevenson. Señora de Henry Stevenson. Está muy enferma y preocupadísima. Eso me dijo. Uno de sus pacientes del corazón. Me pareció muy trastornada.

—¿Algo más?

—No, doctor. Sólo la señora Stevenson.

—Bien. La llamaré ahora mismo.

Del bolsillo de su smoking sacó una elegante libretita y buscó el número de Leona. Antes de marcarlo, dudó, diciéndose que aquélla iba a ser una llamada muy molesta. La señora Stevenson. tendía a ser imperiosa. Muy imperiosa, y muy prolija, y él no tenía ningunas ganas de escuchar las interminables explicaciones acerca del estado de la mujer. Era evidente que había impresionado a la chica del Servicio de Contestación de Llamadas, aunque eso era algo muy difícil de lograr. «Bueno, sonríe y aguanta», pensó. Esta vez, la cosa no podía ser tan mala, ya que ella sabía cómo iban en realidad las cosas. Marcó el número.

Leona contestó al primer timbrazo. Quejosa un instante y beligerante al otro, fue abrumando al médico con sus preocupaciones.

—Estoy asustada, terriblemente asustada —dijo, en tono débil—. Me parece como si me estuvieran estrujando el corazón. Las palpitaciones son tan dolorosas... que no puedo soportarlas. Y noto mis pulmones como si fueran a arder si respiro profundamente. No hago más que temblar. Apenas puedo sostener el teléfono, imagínese.

—Bueno, bueno, señora Stevenson —trató de calmarla el médico—. Estoy seguro de que la cosa no será tan mala. ¿Dónde está su doncella? ¿No puede hacerle compañía? Si tuviese a alguien con usted, no sufriría tanto.

—No hay nadie aquí, nadie —gritó Leona—. Y no estoy bien. Sé que no lo estoy. Quiero que venga usted esta noche. Es mi doctor y le necesito ahora, inmediatamente.

—Pues, me temo que no va a ser posible —replicó él, aun con suavidad profesional—. Iría si lo creyese necesario; pero no lo es. Sufre usted un trastorno nervioso, eso es todo. Si se obliga a relajarse y a descansar unos minutos, verá lo mucho mejor que se siente. Si lo desea, tómese un par de pastillas de bromuro. Le ayudarán a calmar los nervios.

Leona gritó:

—¡Pero soy una enferma! ¿Para qué he estado yendo a visitarle durante todos estos meses? ¿Qué clase de doctor es usted?

El hombre encajó las mandíbulas. Aquello era ir demasiado lejos, aun para la acaudalada señora Stevenson.

—Mire usted —dijo, en tono seco—. ¿No cree que ya va siendo hora de que se enfrente a la realidad y comience a cooperar con su marido y conmigo?

—¿De qué habla? —preguntó ella—. ¿Qué significa eso de cooperar?

Aquella pregunta desconcertó a Alexander.

—¿Que de qué hablo? Bueno, señora Stevenson, lo sabe usted tan bien como yo. Se lo expliqué todo a su marido... hace una semana.

—¿Mi marido? Debe de estar usted intentando volverme loca, como todos los demás. Le aseguro que mi esposo no me ha dicho una palabra...

El médico se sentía cada vez más intrigado.

—Su marido tuvo que... Le conté toda la historia... Me prometió... ¿Y no le ha dicho nada?

—¿De qué historia habla? —preguntó Leona—. ¿A qué se refiere? ¿Por qué tanto misterio?

El doctor Alexander hizo una pausa. Todo era de lo más desconcertante.

—Bueno, no cabe duda de que ocurre algo muy, muy extraño. Hace unos diez días, discutí con su marido el caso de usted. Vino a verme a la consulta.

—¿Y qué le dijo usted, doctor?

—La verdad, querida señora, ahora apenas tengo tiempo de contárselo. Si se calma y duerme un poco, tal vez mañana podamos discutirlo.

—¡Explíquemelo todo ahora! ¡AHORA! ¿Me oye? —Leona se estremeció—. ¿ Cómo cree que voy a sentirme esta noche, con esta incertidumbre, preguntándome qué cosa terrible puede sucederme?

El doctor Alexander se encogió de hombros y arqueó cínicamente una ceja.

—De acuerdo, señora Stevenson. Si me espera un momentito...

Dejó el teléfono sobre la mesa y salió del despacho. En la puerta del salón se detuvo. Sus compañeros habían acabado de jugar la mano y le esperaban.

—Lo siento mucho —les dijo—. Voy a tardar unos minutos más...

—¿Otra de tus conquistas, Philip? —preguntó su compañera, con un tono irónico algo excesivo.

—Desde luego. Pero sólo será un momentito. Lamento interrumpir así la partida.

Regresó al despacho.

—Gracias por esperar, señora Stevenson —dijo.

—Espero que me aclarará en seguida este misterio —exigió ella, malhumorada—. No tenía ni idea de que mi marido le hubiese hablado.

—Vino a mi consulta para enterarse de mi diagnóstico sobre el estado de usted. Me dijo que su suegro le había prevenido respecto al estado de su corazón, diciéndole que usted, desde niña, había padecido de ataques cardíacos. En respuesta a mis preguntas, su esposo me dijo que pasaba usted por largos períodos de buena salud y que, antes de casarse, él no tuvo ninguna noticia de que su corazón funcionase mal. El padre de usted le advirtió de ello el día de la boda. Fue toda una impresión.

—Mi padre tiende a ser más bien brusco.

—Su marido dijo que usted no había tenido ningún ataque hasta cosa de un mes después de regresar de la luna de miel. ¿Es cierto, señora Stevenson?

—Sí. Lo recuerdo. Sentí mucho que ocurriera.

—Su esposo me contó que la cosa había ocurrido por que él deseaba romper con la firma de su padre y usted no quiso ni oír hablar de ello.

—Pues... supongo que fue así. Henry quería —era una estupidez, desde luego—, abrirse paso por su cuenta. Es muy impetuoso... a veces.

—Según él, fue más que eso, señora Stevenson.

—¿Ah, sí? ¿Más?

—Sí. Tengo entendido que hubo ciertas fricciones con su padre, ¿no es cierto?

—Bueno, sí —admitió Leona, a regañadientes—. Henry creía que papá no le concedía suficiente importancia. Una idea ridícula.

—Su marido no parece pensar así.

—Da lo mismo, era ridícula. Papá incluso nombró a Henry vicepresidente y le puso en una de las oficinas más bonitas...

—Sea como fuere, el caso es que se peleó primero con su padre y luego con usted. Y usted se puso gravemente enferma.

—Sí. No puedo soportar las peleas.

—En apariencia, su esposo adivinó eso —dijo el médico, secamente—. A él tampoco le gustaban... al menos, después de eso. Parece ser un hombre bastante fuerte. y tozudo, si me permite decido. Me dijo que, después de aquello no hubo más ataques hasta que la sorprendió con aquello de que deseaba irse a vivir con usted a un apartamento.

—Ah, sí... Fue una cosa muy tonta. Quería sacarme de casa de mi padre y vivir en un piso que había alquilado. Pobre Henry. No sabía nada de esas cosas. No comprendía las ventajas de vivir con mi padre, sin los problemas de formar un hogar. Papá nunca nos molestó. Lo único que ocurría es que Henry tenía una tonta idea de lo que representa ser el cabeza de familia... Pensaba como cualquier oficinista o vendedor, de esos que viven en los barrios suburbanos.

—También se pelearon por eso, ¿no?

—Sí. Y, aunque traté de evitado, me puse terriblemente enferma.

—Eso coincide con la historia de su marido. Y fue lo que le hizo decidir no volverle a llevar la contraria. Pero, después de ese incidente, usted comenzó a sentirse mal, y ha llegado a empeorar —según él dice—, hasta el extremo de que ahora es casi una inválida permanente. Como es natural, su esposo deseaba saber lo que podía esperar del futuro.

—Seguro que estaba muy trastornado —dijo Leona—. Siempre se ha preocupado por mí. Está muy enamorado.

El doctor Alexander carraspeó.

—Estuve de acuerdo con él en que no hiciera nada que la contrariase. Le pregunté si había pensado alguna vez en abandonada. —Oyó que Leona se aclaraba la garganta y continuó, apresuradamente—. Él pareció sorprendido. Aseguró que nunca había considerado la posibilidad. Yo le dije que, según mi punto de vista, eso era lo que usted necesitaba, señora Stevenson. Resulta evidente que él ha sido la causa de todos sus trastornos emocionales durante los últimos diez años. Si su marido desaparece de su vida, es probable que usted mejore de inmediato.

—¿Cómo pudo decir usted algo tan horrible...? —sollozó Leona.

—Su marido pensaba que eso la mataría —prosiguió el médico, en tono calmado—. Pero, como es lógico, le di todas las seguridades respecto a eso. Le dije que, probablemente, usted haría una escena más o menos aparatosa pero que, a la larga, se repondría. Y estoy seguro de que sería así. En otras palabras, le dije la verdad, querida señora. A su corazón no le pasa nada malo...

—¡Cómo!

—Lo que he dicho, señora Stevenson. Orgánicamente, su corazón funciona a las mil maravillas.

—¿Cómo puede decir eso? —preguntó ella, furiosa—. Sabe que soy una enferma.

—No padece la clase de enfermedad que usted cree —replicó Alexander—. Se trata de algo mental...

—¡Mental! Creo que está usted confabulado con todos los que quieren volverme loca.

—Por favor, señora Stevenson, sea razonable. Nadie trata de perjudicarla.

—¡Claro que sí! —gritó ella—. ¡Desean hacerlo!

—Creo que no sé de qué está usted hablando —replicó él, con suavidad— . ¿Puedo sugerirle que discuta el asunto con el señor Stevenson?

—¿Discutirlo? ¿Cómo lo voy a hacer? Mi marido no está aquí. No sé dónde está.

—Quizá mañana sea el momento...

—¡Es usted...!

El médico casi pudo ver la conmoción de Leona cuando colgó el teléfono de golpe. Por un instante, en su oído sonó la señal de línea. Se apartó el auricular de la oreja y descansó la otra mano sobre el disco del teléfono. ¿La llamaba de nuevo? No. Sonrió cínicamente, se encogió de hombros y remplazó suavemente el receptor sobre la horquilla. Cuando comenzaba a ir hacia la puerta, desde la otra habitación una voz dijo:

—¡Philip! Ya has tardado bastante, cariño.

*****

Leona —asombrada, incrédula— miraba al aparato telefónico, una máquina infernal diseñada especialmente para torturarla a ella más allá de toda resistencia. En su interior luchaban la ira, el orgullo herido y la duda. ¡No podía ser! Quizá durante su infancia hubiera exagerado la importancia de su dolencia. ¡Pero ahora estaba enferma! ¡No fingía! ¡Estaba enferma! ¡Enferma! Se llevó la mano al corazón, apretándola sobre el sitio en que estaba localizado el malestar. Aspiró profundamente, sintiendo el lacerante, insoportable dolor. Alexander era un estúpido. Un ser estúpido y brutal. ¿Cómo podía haberle dicho todas aquellas cosas terribles, sugiriendo que ella había hecho infeliz a Henry? ¿Trataba deliberadamente de trastornarla, de producir en ella una crisis? Leona se dijo que haría que el hombre fuera denunciado al Colegio Médico.

¡Y sus mentiras respecto a Henry! Porque eran mentiras, y ella haría que Henry le hiciera responder al doctor de ellas. Eran mentiras. Ella estaba enferma. Y Henry la amaba y deseaba ayudarla. Debía ser así. Era imposible que fuese de otra forma. Era imposible.

De pronto, en sus ojos brilló el desafío. Echó a un lado la colcha, puso un pie en el suelo y luego el otro. Se levantó y, reteniendo el aliento, dio un vacilante paso hacia la ventana. Su corazón latía locamente. Oprimió su pecho, como si pudiera calmar los latidos con la presión de sus dedos. ¡Y el teléfono volvió a sonar!

¡Era demasiado! Se desplomó sobre la cama, jadeando, vencida por la intensidad de su angustia.

—¡Mentirosos! —sollozó—. ¡Mentirosos... mentirosos... mentirosos...!

El teléfono seguía sonando y Leona volvió su trastornado rostro hacia él, gritando:

—¡No quiero hablar con nadie! ¡Los odio a todos!

Pero los calmados timbrazos sosegaron su ira. Luego, sobre la llamada, oyó un sonido familiar. Pudo advertir el ligero temblor del edificio al cruzar otro tren sobre el puente. La proximidad del ruido la calmó un poco, atenuando los febriles impulsos de sus alterados nervios. Mientras el teléfono no dejaba de sonar. Leona descolgó.

10:30

—Dígame —pidió, con voz débil y llorosa.

—¿La señora Stevenson?

Esta vez Leona no tuvo ninguna dificultad en reconocer la voz del hombre.

—Sí, señor Evans, yo soy.

—¿Ha llegado ya el señor Stevenson?

—No —replicó la mujer, tensa—, aún no. No volverá a casa hasta mañana. —Luego, de forma explosiva, añadió—: Por favor, señor Evans, por el amor de Dios, ¿puede decirme qué ocurre? ¿Por qué llama usted cada cinco minutos?

Evans dijo, en tono de disculpa:

—Lo siento mucho. No pretendía preocuparla.

—Bueno, pues me está preocupando —gritó Leona—. Insisto en que...

—Este es un momento difícil... quiero decir para el señor Stevenson —explicó Evans, con tono de lamento —. Creí que si usted podía decirle...

—Ahora no puedo tomar ningún recado – interrumpió Leona, furiosa—. Estoy demasiado trastornada...

—Mucho me temo que debe usted intentarlo, señora. Es muy importante.

—¿Qué derecho tiene a...? —comenzó ella. Pero Evans, imperturbable, prosiguió:

—Por favor, dígale al señor Stevenson que la casa del veinte de Dunham Terrace —D-U-N-H-A-M—, el veinte de Dunham Terrace, ha ardido por completo. Yo la incendié esta tarde.

Asombrada, Leona gritó:

—¿Cómo? ¿Qué dice?

—Y dígale también —continuó el hombre, imperturbable—, que no creo que el señor Morano —M-O-R-A-N-O—, nos traicionase a la policía, ya que ha sido arrestado. Por lo tanto, ahora ya es inútil tratar de conseguir el dinero.

—Y... ¿quién es Morano? —preguntó Leona, temblorosa.

Esta pregunta, como las anteriores, fue ignorada por Evans.

—En tercer lugar —siguió—, ¿querrá decirle al señor Stevenson que yo he huido y me encuentro en la dirección de Manhattan? Sin embargo, no espero seguir aquí después de medianoche, así que si desea localizarme puede llamar al Caledonia, cinco, uno, tres, tres. Anote usted ese número con cuidado, por favor.

—Pero..., ¿a qué viene todo esto? —protestó ella.

—Y creo que ya no hay más —dijo Evans, suave—. Si tuviera la amabilidad de repetirme...

—¡Repetírselo! ¡No pienso hacerlo! —chilló Leona—. ¿Se da usted cuenta de que soy una inválida, señor Evans? ¿De qué estoy gravemente enferma? Yo... no puedo soportar más esta incertidumbre...

En la voz de Evans había un matiz de piedad, de comprensión, cuando dijo:

—Comprendo su desagradable situación, señora Stevenson. En realidad, hace tiempo que tengo noticias de usted.

—¿Tiene noticias de mí? —preguntó Leona, furiosa—. Bueno, pues yo en mi vida había oído hablar de usted. ¡Nunca!

Con cierta deferencia, Evans dijo:

—Lo siento mucho por usted, señora Stevenson, pero puedo asegurarle que todo este asunto no ha sido culpa única del señor Stevenson.

—¡Por Dios! ¿Quiere dejar de andarse por las ramas? ¿Qué ha ocurrido?

—Quizá sea mejor contárselo —murmuró Evans, pensativo—. Y hacerlo antes de que los hechos reales sean desvirtuados por la... policía.

—¡La policía!...

Evans hizo una breve pausa y luego, lentamente, comenzó:

—¿Tiene usted un lápiz, señora Stevenson? En lo que voy a contarle hay nombres y lugares que podrían resultar provechosos si usted... tuviera la amabilidad de anotarlos. ..

*****

»Debó comenzar por la noche en que conocí al señor Stevenson —dijo Evans—. Creo que la fecha exacta fue el día 2 de octubre de 1946. El lugar, la fábrica de su padre en Cicero, Illinois. Había mucho quehacer y yo estuve trabajando hasta muy tarde en mi laboratorio, comprobando algunos de los informes sobre fórmulas. Un leve sonido a mi espalda atrajo mi atención y me volví, encontrándome frente a alguien que me miraba a través del panel de cristal de la puerta de mi despacho. Un momento más tarde se abrió y entró un joven.

—Buenas noches —dijo—. ¿No es muy tarde para estar trabajando?

—Sí, señor Stevenson —repliqué—; pero es necesario.

Le expliqué que tenía la costumbre de trabajar hasta última hora de la noche.

—Esta parte de la fábrica siempre me ha interesado mucho —me dijo, mientras iba de un lado a otro del laboratorio—. Es la primera vez que puedo echarle un vistazo.

Eso me satisfizo. Rara vez tenía visitantes que estuvieran interesados en mi trabajo, y la oportunidad de poder hablar de él fue, debo confesarlo, una novedad muy agradable. Además, como el señor Stevenson era yerno del señor Cotterell, la visita resultaba doblemente satisfactoria.

El laboratorio era un sitio agradable. Contaba con el mejor equipo de trabajo, y todo ello había sido dispuesto de la mejor forma posible bajo las baterías de tubos fluorescentes cuya luz se reflejaba sobre los suaves tonos de los azulejos de las paredes.

—¿Hay algo en particular que le interese? —pregunté.

—No, no... Sólo quería echar un vistazo. Este departamento siempre me ha inspirado curiosidad. ¿Qué hacen aquí?

—Nuestro trabajo se relaciona con la química de narcóticos. Los narcóticos no ocasionan siempre las cosas dañinas que leemos en los periódicos. Muchos de ellos son verdaderas bendiciones para la Humanidad, cuando son administrados en las dosis justa... como es el caso de los productos Cotterell.

Supongo que mi forma de hablar, en cierto modo pedante, le divirtió.

—Mire, Evans —dijo—. He pasado entre drogas la mayor parte de mi vida. Ahora, dígame qué es lo que hacen aquí.

—Bueno, en este laboratorio descomponemos el opio puro en sus diversos alcaloides. Supongo que sabe que el opio tiene veinticuatro alcaloides: morfina, codeína...

— Bueno, bueno —me cortó—. Narcóticos. Aquí debe de haber enormes cantidades.

—Desde luego —asentí—. Y ésa es toda una responsabilidad, por decirlo así.

—¿Y qué hacen con los distintos alcaloides?

—Bueno, pues los usamos en los productos Cotterell, como es lógico.

—No, no. Quería decir que qué hacen con ellos antes de que la fabrica los necesite. No creo que los guarden por aquí, en frascos colocados sobre estanterías.

—Bueno... eso es un secreto —repliqué.

—Como debe ser. Supongo que podría preguntárselo al señor Cotterell...

—¡Qué tontería! Sólo quería demostrarle el cuidado con que guardamos esta información. Como es lógico, no hay ningún motivo para que el yerno del señor Cotterell no deba ser informado.

Me dirigí hacia la pared de azulejos que había frente a la puerta e inserté una llave en un pequeño orificio que había bajo el interruptor de la luz. Parte del muro se descorrió, revelando la inmensa caja de caudales en la que guardábamos nuestra reserva de narcóticos. El señor Stevenson pareció muy impresionado.

—¿Y no le preocupa tener alrededor toda esa dinamita humana? —quiso saber él.

—Como dije antes, es una gran responsabilidad, pero no es probable que esa caja se abra ante nada que no sea su combinación exacta.

—Lo que quería preguntar es qué ocurre con los errores. Suponga que se equivoca en la cantidad que pone en alguno de los productos. ¿No podría eso hacer mucho daño?

—Es muy poco probable que una cosa así pueda suceder. Nuestras medidas son exactas y van de acuerdo con las fórmulas prescritas. Llevo aquí quince años y nunca se ha cometido ningún error.

—Desde luego —dijo él, con una sonrisa—. Sólo lo he preguntado por curiosidad.

Después de eso, volvió a pasarse por el laboratorio unas cuantas veces. Siempre se mostró muy amistoso y cordial conmigo. Le mostré los distintos procesos en acción, y él pareció tener, por sus años de experiencia en el negocio farmacéutico, una cierta comprensión básica de lo que era una terminología bastante complicada. A mí me hacía sentir muy satisfecho que una figura tan importante de la compañía se mostrase tan amable conmigo.

*****

«No me ha dicho usted nada que no supiera ya —pensó Leona—. Henry es así. Curioso. Todo le interesa. Se siente obligado a conocer todos los detalles del trabajo de la compañía. Es lo que papá llama ser entrometido. Uno de los temas por los que discuten. Henry cree que papá siente animadversión hacia él, que trata de hacerle de menos. Incluso habló de ello al doctor Alexander. Tal vez papá sea demasiado severo.»

*****

—Aproximadamente cuatro semanas después —continuó el señor Evans, tras una pausa— de mi primer encuentro con el señor Stevenson, me encontraba fuera de la fábrica, esperando un autobús que me llevara a casa. Era una noche de perros, con un viento huracanado que hacía caer la fría lluvia casi horizontalmente por las calles de la ciudad. Como puede imaginar, mi paraguas no era una gran protección. Esperando en aquella esquina, me sentía totalmente desamparado. Pero la cosa no duró mucho. Un magnífico sedan negro se detuvo justo enfrente de mí y alguien gritó:

—¡Evans!

Miré a través de la lluvia y vi que era el señor Stevenson.

—Sube —me dijo—. La llevaré.

—Es usted muy amable, pero no quisiera molestarle. Tal vez pueda ayudarme a tomar un autobús más abajo. No me apetece mucho seguir más rato bajo esta lluvia.

—Olvídelo. Encantado de llevarle a casa. En realidad, detesto conducir a solas.

El coche se puso en marcha suavemente y no pude por menos de admirar la belleza del automóvil.

—Es de mi esposa —dijo el señor Stevenson, cuando se lo mencioné.

—Nunca he tenido coche. Siempre me han parecido demasiado... bueno... mecánicos. Personalmente, prefiero un tronco de briosos caballos y un buen carruaje.

El señor Stevenson no me interrumpió, por lo que supongo que seguí hablando un buen rato de... caballos. Verá, me crié entre ellos. Eso fue en Surrey, y supongo que uno nunca puede olvidarse de la infancia.

—Los caballos son maravillosos —dije—. Tan fuertes y, al mismo tiempo, tan elegantes. Desearía tener cientos de ellos.

Al oír esto, el señor Stevenson me miró de una forma bastante extraña.

—¿Quiere usted decir...?

—Sí —le aseguré—. Nada me gustaría más que tener una pequeña finca, con unos grandes y limpios establos, buenos pastos y el mejor ganado equino de Inglaterra.

—¿Inglaterra?

—¡Oh, sí! Supongo que todos los ingleses que viven en el extranjero desean acabar su vida en la patria. Siempre hay algo que le tira a uno hacia ella, por mucho tiempo que lleve fuera.

Volvió a mirarme, con la sombra de una sonrisa en sus labios.

—No hay nada malo en desear una cosa —dijo—. Lo malo es no hacer nada para conseguida.

—Eso es muy fácil de decir, si me perdona la impertinencia, pero no todos pueden respaldar sus deseos con la energía necesaria ni precisar con exactitud lo que uno quiere. A veces, uno lo averigua cuando ya es demasiado tarde. Yo, por ejemplo, tengo un pequeño juego conmigo mismo.

—¿Sí? —preguntó él, con tono levemente divertido.

—Sí —repliqué—. Hace unos años, volví a Inglaterra a pasar unas vacaciones y elegí un pequeño lugar cerca de Dorking. Un sitio perfecto. Un pequeño terreno con jugosos prados, umbrías arboledas y un bello arroyo. A los caballos les encantan los arroyos. De vez en cuando, me entero del precio de ese lugar. Sólo por divertirme, claro, porque sé que nunca tendré medios para comprarlo. Pero me gusta planear lo que haría en ese lugar si pudiera.

—Tiene usted razón —dijo el señor Stevenson, con tono de cinismo—. Trabajando para mi suegro, nunca logrará comprar esa finca.

Esto me dejó desconcertado.

—No —admití—. Supongo que no.

Volvió a mirarme y observé que esta vez en su mirada había un leve matiz especulativo, como si dudase entre decirme algo. Lo que al final dijo me dejó totalmente desconcertado.

—Usted y yo, Evans, tenemos mucho en común.

«¡Fantástico! —pensó Leona—. ¡Henry y ese cansino viejo! ¿Por qué tendría Henry que compararse con ese pesado farmacéutico? Tengo la sensación de que Evans está un poco mal de la cabeza.»

*****

—Pero..., señor Stevenson..., ¡qué cosa más absurda! Yo pensaba...

—No piense nada, Evans, a no ser que se trate de su trabajo o de esa finca en Inglaterra. —Dijo esto con cierta aspereza. Durante un rato, ninguno de los dos habló. Cuando llegamos a mi casa, abrí la portezuela del coche para salir. De pronto, sentí su mano sobre mi brazo—. Espere un momento, Evans. Quiero hablar con usted.

—Desde luego, señor Stevenson —repliqué, cerrando la portezuela.

—Evans, se me ha ocurrido una idea. Si es buena, para usted significará esa finca de Inglaterra. Para mí significará... Bueno, eso no importa. Usted puede decirme si es buena o mala. Nadie más puede hacerla. —En ese momento el señor Stevenson estaba serio. Su expresión era tan sombría como la misma noche. Tenía la mirada clavada en mis ojos y su mano me atenazaba el brazo dolorosamente.

—¿Qué quiere decir? —pregunté, con aprensión, ya que su modo de hablar resultaba impresionante.

—Quiero decir que puede usted comprarse su viaje a Inglaterra, o a cualquier otra parte. Y eso sólo a base de cometer unos cuantos errores.

—¿Errores? —pregunté, con poco aliento—. Me temo que no le comprendo.

Suavemente, él replicó:

—Errores en la cantidad de narcótico que pone en los productos Cotterell. No es que deba poner más, Evans, sino menos... mucho menos.

—¡Cielo santo, no! —exclamé tembloroso—. Nunca se me ha ocurrido.

—Nadie más que usted —y yo— se enteraría, Evans. Los dos sabemos que esas medicinas baratas serían mucho mejores para la Humanidad si contuviesen menos narcóticos. Nadie —y mucho menos la compañía Cotterell— advertiría la diferencia. Y las drogas que usted no pusiera, Evans, significarían para usted esa finca en Inglaterra de la que antes hablaba.

*****

«¡No! —gritó Leona, para sí—. Es imposible. Este hombre es un lunático. ¿Qué trata de hacer? ¿Quién cree que va a tragarse toda esa sarta de embustes? ¡Sugerir que Henry haría una cosa así! Está loco. Eso es lo que está. ¡Loco! Pero debajo de todas esas tonterías debe haber algo. Henry habrá hecho algún negocio con ese hombre. La señorita Jennings mencionó que Evans había llamado a Henry varias veces.»

*****

Me sentía horrorizado... y fascinado. Todo había sido tan repentino que casi me era imposible pensar. Necesitaba un poco de tiempo para ordenar mis ideas.

—No estoy tan seguro de que se pueda hacer tan fácilmente —dije.

—¡Cómo! Para un químico tan bueno como usted sería sencillísimo.

Debo admitir que sus palabras me envanecieron. Nadie se había molestado nunca en mostrar ningún aprecio por los milagros químicos que se realizaban, bajo mi dirección, en el laboratorio Cotterell. y el señor Cotterell, menos que nadie.

—¿Cree de veras que soy un buen químico? —pregunté, tontamente.

—El mejor que conozco —aseguró el señor Stevenson rápidamente—. He observado su trabajo. He consultado su historial. Y me ha desagradado profundamente ver la miseria con que pagan su talento.

No supe qué hacer. La tentación es algo terrible, sobre todo, cuando lo que se pide de uno resulta tan fácil de hacer... si se es buen químico. Dudé, jugueteando con la manija de la portezuela. Pero el señor Stevenson tenía más cosas que decir.

—Vamos, Evans, no sea tonto. Ya he discutido el asunto con otra persona.

Esto me dejó estupefacto.

—¿Otra persona? —grité—. ¡Cielo santo, qué locura!

—Nada de locura —replicó él, sonriendo torvamente—. Sentido común. Alguien debe vender el producto una vez nosotros lo hayamos conseguido. Yo no sabría qué hacer con él. Al menos, por ahora. Pero el hombre con el que hablé podría encargarse de eso. Se llama Morano. Tomará todo cuanto le entreguemos y dividirá los beneficios en tres partes.

*****

«Está loco —pensó Leona—. Ahora ya no me cabe duda. Tal vez se trate de un empleado despedido cuya cabeza se ha trastornado. Un cuento absurdo. Parece una película.»

*****

Finalmente, la enormidad del asunto hizo sonar un timbre de alarma en mi cerebro. De haberse tratado de cualquier otro que no fuese el señor Stevenson, la cosa no me hubiera afectado tanto. Pero el que aquel atractivo y poderoso joven que vivía en el seno de una familia millonaria pudiese forjar un plan así, resultaba increíble.

—Me desconcierta usted, señor Stevenson —dije, débilmente—. ¿Por qué tendría usted —precisamente usted— que desear meterse en un asunto tan turbio como el que sugiere? Creo que ha tratado de probar mi integridad... y eso me duele mucho, señor.

Torció la boca. La expresión de su rostro no tenía nada de agradable.

—Evans..., usted quiere algo—dijo—; esa finca. Yo también quiero algo: dinero. Mi propio dinero. Voy a lograrIo. Y cuanto antes y más fácilmente, mejor. Eso es todo. Deseo algo. Lo consigo. Ahora subamos a su cuarto y hablaremos del asunto.

—Pero, aguarde —supliqué—. ¿Y si nos atrapan?

—No lo harán. Vamos.

*****

Y no nos atraparon, señora Stevenson. Desde el quince de diciembre de mil novecientos cuarenta y seis, hasta el treinta de abril de mil novecientos cuarenta y siete, todo funcionó a la perfección. Yo realizaba mi parte del trato con sorprendente facilidad. Era muy sencillo sustituir por polvos y líquidos inofensivos considerables cantidades de alcaloides de morfina. Generalmente, lo hacía por la noche, cuando mis ayudantes no estaban. Nadie me prestó la más mínima atención. Cada viernes le entregaba al señor Stevenson los paquetes de drogas y él, a su vez, los pasaba al señor Morano. No sé dónde lo hacía. Por aquella época, nunca llegué a ver a Morano. Para el treinta de abril, yo ya había ahorrado casi quince mil dólares. Resultaba increíble. Era mi sueño hecho realidad. Entonces, un día recibí una nota de la compañía Cotterell diciéndome que iba a ser trasladado a la planta de Bayonne, Nueva Jersey. Aunque, según la nota, en ese lugar iba a seguir encargándome del departamento de narcóticos, la cosa me asustó. Me parecía totalmente innecesario trasladarme a un lugar en el que haría el mismo trabajo por el mismo sueldo. En cuanto pude, fui a ver al señor Stevenson.

Cuando estuvimos a solas en su oficina, le mostré mi orden de traslado.

—¿Lo solicitó usted? —me preguntó.

—No, en absoluto. Por eso me preocupa el asunto. Estoy seguro de que sospechan algo.

—¡Qué tontería! —replicó él—. Si algo fuera mal, hace tiempo que le hubiese detenido la policía. Ese traslado debe de ser cosa de rutina. Yo mismo lo comprobaría, pero... ¿por qué atraer la atención sobre ello? No hay razón alguna para preocuparse.

Su fría seguridad no me calmó por completo. El señor Stevenson tiene un carácter de hierro, pero yo, no.

—Es una señal, un presagio —dije, nervioso—. Estoy seguro.

—Una señal, ¿de qué?

—De que debemos detenemos. Este... este es un asunto terrible, señor Stevenson. No podré seguir en él mucho más tiempo. Ahora ya casi tengo suficiente dinero ahorrado para volver a Inglaterra. Tal vez pueda hacerla antes de que el traslado a Bayonne se haga efectivo.

El señor Stevenson me miró con su peculiar sonrisa socarrona. No es una cosa muy agradable de ver, se lo aseguro.

—Evans —comentó, suavemente—, se retirará usted cuando yo se lo diga. Que eso quede bien claro: cuando yo se lo diga. No antes.

Se levantó de su escritorio y fue hasta la puerta para asegurarse de que nadie podía oímos. Luego volvió junto a mí y tomó asiento en el borde de su escritorio. Seguía sonriendo, pero sus ojos eran fríos como el hielo.

—Le necesito, Evans, y no pienso dejarle ir. Tal vez a usted le interesen las migajas que hemos conseguido. Pero yo, no. Quiero más. Mucho más, Evans, y pienso lograrlo. Y me parece que sé cómo hacerlo... rápidamente. Mucho más rápido que hasta ahora.

—¿Qué quiere decir?

—Me ha dado usted una idea. Una gran idea, como las que a mí me gustan. Tenía razón al decir que el traslado era una señal. Se trata de la señal más clara que haya usted visto. E indica directamente al mayor montón de dinero que pueda imaginarse. Cuando logre ese montón, podrá irse, Evans. Si hace lo que yo le diga, no será una espera demasiado larga.

Hablaba en voz muy baja, pero su determinación era indudable. En sus ojos brillaban unas intensas lucecitas en las que había algo casi demencial.

—Por favor, señor Stevenson —supliqué—. ¿Cree acertado llevar más lejos este asunto? Admito que, hasta ahora, todo ha sido muy sencillo. Pero, ¿no le estará ofuscando este éxito inicial? Después de todo..., ¿hasta qué punto puede confiar en el señor Morano?

Él resopló.

—Morano. Un gánster sin importancia. Se ha estado aprovechando de nosotros, Evans. Nos arriesgamos, y él se queda con un buen bocado de los beneficios.

Se puso en pie y fue a la ventana que daba sobre la inmensa fábrica. De espaldas a mí, dijo:

—No pienso dejar que Morano siga interviniendo en esto. No, ese pequeño oportunista ya no va a meter más baza — se volvió a mirarme —. Con usted en Bayonne, Evans creo que el señor Morano tendrá que encontrar algún otro que el abastezca.

Yo no tenía idea de a qué se refería.

—No creo que sea fácil echar a un lado a alguien como Morano —dije—. Esos hombres trabajan en grupos y, por lo general, se les supone bastante difíciles... quiero decir que, en esos asuntos, suelen mostrarse violentos.

—Ya me las arreglaré con Morano. Cuando se entere de que ha sido usted trasladado a Bayonne, cortando así la fuente de la que me proveo, no lo pensará dos veces. Es un estúpido. Y entre todos los de su pandilla no hay ni uno con cerebro. No creará problemas.

»Ahora —dijo, volviéndose a sentar tras su escritorio —, el panorama es el siguiente. El asunto de los narcóticos es muy importante. Nunca había comprendido eso hasta que vi el gran negocio que un pistolero barato como Morano podía hacer sólo con nosotros. Y no olvide que tiene otros abastecedores. De acuerdo. Acabamos el asunto aquí, nos deshacemos de Morano, y de la obligación de darle un tercio de los beneficios. Luego, comenzamos nuestro propio negocio en Bayonne, vendiendo el producto en Nueva York, el mercado más rico del país. Haremos más transacciones, con beneficios mayores y partes más importantes para cada uno. Lo único que debe usted hacer es lo que ha venido haciendo hasta ahora. Sólo que tal vez tengamos que almacenar las drogas en algún lugar seguro. Ya encontraremos otro sitio para establecer nuestro negocio. Y ya estaremos metidos en el asunto.

—Pero, señor Stevenson... Eso es fantástico. Supongamos por un momento que yo fuera capaz de ayudarle de esa forma. ¿Cómo podría usted... entrar en contacto con los clientes de nuestro producto? Es excesivamente peligroso, se lo aseguro. Resulta mejor seguir siendo pequeños, sin arriesgarnos, que tentar a la Providencia.

—Mire, Evans, cuando era joven y me dedicaba a servir refrescos y hacer paquetes en una farmacia, me las arreglaba para sustraer unas cuantas cajas de polvos, botellas de perfume y toda clase de cositas pequeñas. Siempre había alguien interesado en comprarlas baratas y sin hacer preguntas. Sólo me atraparon una vez, y un tipo llamado Dodge, que me apreciaba y sabía que yo era pobre y tenía que ayudar a mi familia, me sacó del aprieto. Me atraparon porque no vigilé mis pasos, y eso me enseñó una lección. Uno puede hacer cualquier cosa, con tal de que sea listo y se ande con cuidado. Bueno, Evans, soy lo bastante vivo para establecer las conexiones adecuadas en Nueva York. Déjeme eso a mí. Y, créame, nadie soñará nunca en que usted o yo tenemos algo que ver con ese negocio.

*****

«¡Cielo santo, qué insidiosas eran sus palabras! Y ella comenzaba a creerlo. Lo hacía todo tan real... Todo encajaba tan limpiamente... Pero no debía hacerle caso. Era imposible que aquello fuera cierto. Ella no permitiría que lo fuese.»

*****

Mes y medio más tarde comenzamos las operaciones en Staten Island, Nueva York. Nuestro cuartel general estaba instalado en una vieja casa en el veinte de Dunham Terrace. Yo compré la casa por encargo del señor Stevenson. Contraté un par de tipos de la localidad — cuidando que no fueran muy listos, ¿comprende?— que creían que yo trabajaba para un proyecto científico del Gobierno. Uno de ellos hacía de centinela, advirtiéndome de la proximidad de extraños y cosas por el estilo. El otro, un jorobado, mantenía la casa limpia y manejaba la pequeña lancha a motor que yo había comprando para llegar al edificio por mar. Los dos eran muy leales y poco habladores, aunque había poco que temer, ya que en la casa no se guardaban nada que les pudiera hacer sospechar. Se trataba sólo de un centro de distribución, y las drogas eran llevadas allí desde el "almacén" y entregadas inmediatamente.

El almacén estaba instalado en mi cuarto, desde donde le habla ahora. Está situado en una casa eminentemente respetable, y mi patrono es un pastor protestante retirado. Un hombre muy ingenuo. Mi camioneta ha servido a la perfección como depósito para las diversas sustancias que vendíamos. No creo que hubiera podido encontrarse un sitio más seguro que esta agradable habitación.

Me desplazaba a Staten Island varias veces a la semana, y allí me entrevistaba con los clientes mandados por el señor Stevenson. El sistema como entablaba contacto con ellos lo desconozco. Hasta que los conocí a todos de vista, empleamos una palabra clave para identificar a los clientes. Esos hombres — y unas pocas mujeres —trabajaban al por menor. Compraban cierta cantidad y redistribuían el producto a los... consumidores.

Como puede usted suponer, yo estaba ganando considerables sumas de dinero cada semana. Pero, en apariencia, el señor Stevenson no se sentía satisfecho con mis progresos.

Varios meses después —como sabe— el señor Stevenson llegó a Nueva York, ya que, no sé cómo, había conseguido que le trasladasen a la sucursal de la compañía Cotterell en esta ciudad. Un verdadero objetivo, como puede suponerse, era el de hacerse cargo de la supervisión de nuestras ventas de narcóticos, pues creía que el creciente volumen de nuestro pequeño negocio podía ser grandemente estimulado si él estaba cerca. Poco después descubrí que existía una urgencia mucho mayor que el simple deseo del señor Stevenson de hacer la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo posible. La verdad era que el señor Stevenson, sin decirme nada, había estado jugando a la Bolsa, utilizando como capital los beneficios que le producía su mucho menos honorable actividad. Por desgracia, era menos astuto en sus especulaciones bolsísticas de lo que había sido en su ilegal negocio. Se encontraba en un grave aprieto. y lo que era aún más lamentable era que, tan pronto como llegó a Nueva York, continuó invirtiendo más y más dinero en inútiles operaciones en el mercado de valores, de forma que cada penique que yo le entregaba pasaba directamente a sus corredores de Bolsa.

*****

«¡Sally! ¡Sally había mencionado la oficina de un corredor de Bolsa! Y aquel hombre —Freeman, o como se llamase—, que se lamentaba con Henry de ciertas pérdidas. Eso no había sido una coincidencia, ni fue tramado por Evans. Toda la historia se estaba haciendo cada vez más y más racional. Tal vez Evans no estuviera loco...»

*****

Eso resultó un duro golpe para mí, ya que no veía oportunidad de librarme del dominio del señor Stevenson. Su abrumadora vanidad —que, en el fondo, era el motivo de que estuviese tan ansioso de triunfar en los negocios legales —le llevó a repetidos intentos de recuperar sus pérdidas. Cuando yo le sugería que se detuviese, limitándose a acumular fondos mientras nuestro negocio diese tan excelentes resultados, él me miraba con aquel desprecio que yo había aprendido a conocer y me decía que ahorrase saliva.

Un día le pregunté:

—Señor Stevenson, ¿por qué insiste en jugar a la Bolsa? No cabe duda de que, en estos días, las oportunidades de obtener ganancias sustanciales en el mercado de valores son muy limitadas... sobre todo, comparándolas con nuestro propio negocio.

Él me dirigió una extraña sonrisa.

—Usted sabe que deseo dinero; pero no me sirve cualquiera, sino uno que yo pueda enseñar, que me consiga un poco de respeto. Quiero montones de dinero. Y no pienso esperarlo toda la vida. Bueno... ¿Cómo podría explicar la procedencia de los beneficios que consigo en este negocio? La respuesta es... no podría. Cuanto me es posible hacer es emplear esos fondos para introducirme en algo respetable. Por eso juego a la Bolsa. Cuando tenga suerte en ella, nadie sabrá lo que me costó empezar. Puedo decir que ahorré parte del dinero que el viejo Cotterell me pagaba por calentar mi silla. Luego, cuando consiga eso, seré rico, respetable... y podré decirle a Cotterell lo que puede hacer con su vicepresidencia hecha a la medida.

Como puede ver, el señor Stevenson es un hombre rencoroso y lleno de vanidad. Su deseo de prestigio hubiera sido totalmente lógico en cualquiera. Pero otro hombre se hubiese contentado con trabajar honestamente para conseguir su meta. Esta noche puedo moralizar sobre la falta de principios del señor Stevenson, porque —como ya debe usted de sospechar— me he liberado finalmente de esa esclavitud. Ya no pertenezco al señor Stevenson. No pretendo disculpar mi propia conducta. Pero mi debilidad fue la de un viejo sin esperanzas que es seriamente tentado. La suya, por el contrario, fue el desgraciado producto de una mente retorcida y degenerada que se alberga en un cuerpo fuerte y bello. En otras palabras: yo soy un mal hombre; él, un elemento peligroso.

Por suerte —o por desgracia, según se mire— el capítulo final de nuestra historia estaba ya escribiéndose aún en los momentos en que el señor Stevenson se proponía aumentar las ventas de los narcóticos suministrados por mí. Hace cosa de un mes, recibimos una visita.

10:40

Una noche, tuve que reunirme con el señor Stevenson en la casa de Dunham Terrace. Llegué un poco más tarde de lo habitual. Esa vez había ido en ferry desde Manhattan, y un banco de niebla sobre el río provocó un cierto retraso. Subí a toda prisa las escaleras de la vieja casa y entré en la sala de estar. El señor Stevenson estaba sentado en una de las desvencijadas sillas que formaban parte de] mobiliario del cuarto. Junto a él, sobre una mesa, había un quinqué, y a luz pude verle el rostro claramente. Estaba blanco como una sábana, y en sus labios flotaba aquella extraña sonrisa. Me miró a mí y luego hacia el rincón del cuarto que ocultaba la puerta, que yo continuaba manteniendo abierta. Entré en la habitación, cerré..., ¡y vi al hombre del rincón!

Estaba sentado a horcajadas en una silla de cocina, con los brazos cruzados sobre el respaldo. A la escasa luz del quinqué no pude distinguirle demasiado bien, pero me di cuenta de que nunca le había visto con anterioridad. Parecía ser un hombre bajo, cuidadosamente vestido. Su aceitoso pelo negro reflejaba el brillo del quinqué. Estaba mirándome y, lo que pude distinguir de su rostro no tenía nada de agradable. Moreno, de facciones duras y regulares y ojos pequeños que no pestañeaban. Después de que hube cerrado la puerta, nadie habló por unos instantes. Luego el hombre movió la cabeza hacia el señor Stevenson.

—¿Es él? —preguntó.

—Sí —replicó el señor Stevenson. y luego, dirigiéndose a mí—: Evans, le presento a un viejo amigo: Morano.

El hombre me miró de arriba abajo.

—Siéntese.

Lo hice... con bastante alivio, debo añadir. El shock de esta inesperada reunión me había puesto muy nervioso. Estaba enormemente alarmado.

—Morano no está muy satisfecho de nosotros — explicó el señor Stevenson, burlón —. Le duele mucho que le hayamos excluido del consejo de directores.

Miré a Morano para observar el efecto de las palabras del señor Stevenson. Pero si al hombre le afectaron en algo, no se le notó. Siguió en silencio, esperando a que el señor Stevenson acabase.

—Acabo de notificar al señor Morano que no podemos considerar su demanda de reinstalación. El iba a hacer comentarios sobre mi respuesta cuando entró usted.

El señor Stevenson unió las yemas de los dedos, frunció los labios y miró a Morano con exagerada cortesía.

Morano le contempló un buen rato en silencio, como si estuviera meditando sobre algo. Luego comenzó a hablar. Su voz sonaba un poco turbia, ya que el hombre articulaba las palabras sin mover apenas los labios. Pese a todo, estoy seguro de que tanto el señor Stevenson como yo no tuvimos ninguna dificultad en entenderle.

—No se haga ilusiones —dijo—. Tal vez todo esto no sea tan divertido. Tal vez si se decide a escucharme aprenda algo, Stevenson. Hasta un caballero tan listo como usted puede enterarse de cosas que no sabe. Como, por ejemplo, la mejor forma de seguir con vida.

Tras una breve pausa, el hombre siguió:

—¿Qué clase de negocio cree que es éste? ¿El de comestibles? ¿Supone que cualquier puede abrir una tienda? ¿Que el primer advenedizo que no tiene más que llegar y ponerse al trabajo? ¿Su extraordinario cerebro le dijo eso, Stevenson? ¿Lo mismo que le dijo que me hiciera a mí a un lado y que yo no iba a hacer nada por vigilarle?

—Un tanto para usted —dijo el señor Stevenson perezosamente—. Le infravaloré, Morano.

—No es en lo único que se ha equivocado. Si no fuera por mí, lo más probable es que en estos momentos estuviera usted muerto. Todos los que forman parte del negocio saben lo que está usted haciendo. ¿O creyó que no sería así? Ha de saber que pensaban matarle en cuanto consiguieran al profesor. Deseaban obtener a Evans y, una vez lo tuvieran, asegurándose así que seguirían contando con la droga, a usted le ocurriría algo, Stevenson. Algo muy desagradable. Pero ya arreglé eso. Tengo muchos amigos en esta ciudad. Por eso le dejaron en paz... aunque sólo por breve tiempo.

El señor Stevenson ya no sonreía.

—No creo que eso nos interese, Morano. Podemos arreglárnoslas muy bien sin usted. Cuando es necesario hacer una transacción, la hacemos directamente. Ya tiene usted su negocio de Chicago. Debería conformarse con eso.

—Le parecerá raro, pero no me conformo. Ha sido usted muy estúpido, Stevenson. No creo que en este asunto tenga muchas posibilidades de elección. Me parece que no tiene ninguna.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pues que, o yo entro en el negocio... o les denuncio a la policía. Es así de fácil. O intervengo —ahora— o esto se acaba.

El señor Stevenson se crispó ante aquello.

—No seré capaz de hacer eso, Morano. Usted también intervino en el asunto de Chicago. Se hundiría con nosotros.

—Ni hablar. Nadie me molestaría. Resulta imposible probarme nada. Jamás les había visto a ustedes, ¿comprende? Y, lo que es más, nadie va a saber quién dio el soplo respecto al yerno del viejo Cotterell. Con una información como ésa se consigue muchísima protección.

Entonces ocurrió la cosa.

El señor Stevenson saltó de su silla, lívido de ira, y se lanzó contra Morano. Su puño golpeó al hombrecillo en la mandíbula y le hizo caer hacia atrás. El señor Stevenson, como un animal rabioso, le siguió, echándosele encima y buscándole la garganta. No me cabe duda de que hubiera matado a Morano en aquel momento... si algo no se lo hubiese impedido. Pero, como yo ya había observado, en lo que respectaba a Morano, era imposible tomarle por sorpresa. En el momento en que los dos hombres caían al suelo, la puerta se abrió y, en un instante, el señor Stevenson se vio en pie y sujetando firmemente por dos matones de Morano. Tenían un aspecto sumamente amenazador y, por un momento, temí que redujeran al señor Stevenson a pulpa. Pero Morano, desde la puerta, dijo:

—Déjenlo en paz, muchachos. No quiero que le queden señales. No es conveniente que tenga que explicar nada a nadie.

Morano se levantó del suelo, sacudiéndose sus elegantes ropas y enderezándose el nudo de la corbata. De un bolsillo sacó un peine con el que devolvió a su aceitoso pelo negro la brillante perfección anterior. Luego dijo:

—Siéntenlo en esa silla... y lárguense.

Devolvieron al señor Stevenson a su asiento. Observé que uno de los hombres palpaba las ropas del señor Stevenson, supongo que buscando algún arma. El, pálido y tembloroso, se sentó y los dos hombres salieron del cuarto. Morano se acercó al señor Stevenson.

—¿Comprende lo que quería decir? —preguntó.

El señor Stevenson asintió de mala gana.

—Bueno. Ahora nos comprendemos mutuamente. No hay necesidad de que volvamos a tiramos del pelo. Haga lo que le digo y me cuidaré de usted. Y eso también va por el profesor —añadió, sonriéndome de forma muy desagradable.

»Desde este momento, soy yo quien dirige el negocio. Dividiremos mitad y mitad. El cincuenta por ciento para mí y el resto para ustedes dos. No les irá tan bien como antes, pero yo tengo grandes gastos.

—Eso... no es justo —dijo el señor Stevenson, débilmente—. No habrá bastante...

—Es justo —le espetó Morano—. Y es justo por que yo digo que lo es. Si no le gusta, siempre puede largarse, mientras el profesor se quede — se volvió hacia mí—. Puede que a él le gustase. Así recibiría una parte mayor, ¿no? El profesor no pensaría en traicionar a nadie... excepto puede que a usted, señor Stevenson.

Pero el burlón humor de Morano no duró mucho. Su fría mirada volvió a fijarse en mi compañero.

—Ahora ya sabemos cuáles son nuestras posiciones a partir de este momento. Sólo queda un pequeño asunto que saldar... una insignificancia de cien de los grandes.

El señor Stevenson se sobresaltó.

—¿Cien de los grandes? ¿Para qué?

—Para cubrir el tiempo transcurrido entre ahora y el día en que me dejó usted de lado.

—¡Está loco! —gritó el señor Stevenson—. No tengo esa cantidad. He perdido en la Bolsa cada céntimo que gané.

—Es una lástima —dijo Morano, en tono de lamento—. Una verdadera lástima. —Luego su cara adoptó una fría expresión—. Consígalos. y en el plazo de un mes.

El señor Stevenson se puso pálido.

—Está usted mal de la cabeza, Morano. No puedo reunir tanto dinero en un mes. Necesito mucho más tiempo. Entonces, tal vez mi esposa...

Con desprecio, Morano dijo:

—¡Su esposa! ¡A ella no puede sacarle nada!

—No comprende —balbució el señor Stevenson, roncamente—. Está enferma. No tardará mucho en morir. Me lo deja todo. Eso dice su testamento. No tiene que esperar más que unos pocos meses... Eso será todo, estoy seguro...

—Nunca espero a que nadie muera —replicó Morano—. Y usted, si es listo, no lo hará tampoco. Si es necesario que alguien se muera... se muere.

—¡Por Dios! —gritó el señor Stevenson—. Yo no puedo...

—No me importa lo que pueda o no pueda hacer usted. Reúna ese dinero en treinta días.

—Pero...

—Mire... —Morano sonrió—. No quiero apretarle demasiado las clavijas, señor Stevenson.

—¿Sí? —preguntó él, esperanzado.

—Si se encuentra con demasiados problemas, acuda a mí. Tal vez pueda prestarle... cierta ayuda.

Eso ocurrió durante la noche del diecisiete de julio. Desde entonces, no he vuelto a ver al señor Morano ni al señor Stevenson. y ahora, puesto que ya le he dado el mensaje final, creo que todo se explica por sí mismo.

*****

El teléfono temblaba en la mano de Leona. De sus ojos comenzaron a brotar lágrimas de horror. Notaba su cuerpo débil, como muerto, y apenas podía controlar el temblor de su mandíbula.

—Se explica por sí mismo..., ¿cómo? —preguntó—. ¿Dónde está mi marido? ¿Dónde está ahora el señor Stevenson?

—Me gustaría saberlo, señora Stevenson —replicó la cansina voz—. Tal vez si probara en el número de Caledonia...

—¿El número de... Caledonia?

—El que le di en mi mensaje —explicó él—. Y ahora, si pudiera repetirme todos los datos...

—No puedo —gritó Leona—. No puedo. Los he olvidado.

—Entonces se los repetiré una vez más. Punto primero: la casa en el veinte de Dunham Terrace ha sido incendiada esta tarde por el señor Evans. Punto segundo: el señor Evans ha logrado escapar. Punto tercero: al señor Morano le han detenido. Punto cuarto: no es necesario reunir el dinero, así como no fue el señor Morano quien dio aviso a la policía.

—Eso no importa —murmuró Leona—. No importa. Deme sólo ese número de Caledonia...

—Punto quinto —dijo Evans, con toda claridad—. Punto quinto: el señor Evans se encuentra en su dirección de Manhattan, pero va a partir ahora mismo y se le puede encontrar en el Caledonia, cinco, uno, uno, tres, tres.

—Caledonia, cinco, uno, uno, tres, tres —repitió Leona, anotando el número con un lápiz de labios en el pequeño papelito del bloc telefónico.

—Después de medianoche —dijo Evans, con voz suave. Luego, con algo que pareció una especie de sollozo, añadió —: Muchas gracias, señora Stevenson. y adiós.

Después de que Evans hubo colgado, Leona continuó mirando los números escarlata que se destacaban sobre el papel. Lo hacía como si la anotación fuera a borrarse si ella dejaba de contemplarla. Mecánica, hieráticamente marcó el número. La primera vez que lo intentó, el temblor de sus dedos le hizo equivocarse y tuvo que empezar de nuevo. Mientras hacía girar el disco, la tensión de su cuerpo llegó al extremo de que cada inspiración constituía un doloroso esfuerzo. Esta vez completó la llamada y, tras unos segundos, le contestaron.

—Caledonia, cinco, uno, uno, tres, tres —dijo una voz de hombre.

El miedo, el pavor y el casi histerismo dieron a la voz de Leona un tono demasiado alto:

—¿Caledonia, cinco, uno, uno, tres, tres? —preguntó—. ¿Está ahí el señor Stevenson?

—¿Quién?

—El señor Stevenson. El señor Henry Stevenson. El señor Evans... me dijo que le llamase ahí.

—¿Ha dicho Stevenson? Un momento. Iré a mirar.

Leona oyó el golpe del teléfono al ser dejado sobre una mesa. Esforzándose por escuchar, captó los pasos del hombre, que se alejaban. Luego, silencio. Los segundos transcurrieron lentamente. El corazón le latía de forma salvaje, como si tratara de salírsele del pecho. Abría y cerraba su mano libre, apretando hasta que sus largas uñas se le hundieron en la palma de la mano. En el exterior del edificio, una gimiente sirena ascendió desde el río ya allá abajo, en alguna parte, alguien —¿tal vez un policía?— golpeó una verja de hierro con un palo.

De pronto, el hombre volvió a estar allí.

—No. No está aquí, señora.

—¡Oh! El señor Evans me dijo que no tardaría en llegar ahí. ¿Podría dejarle un recado?

—¿Un recado? Aquí no tomamos recados, señora —el hombre parecía confuso... y un poco divertido—. No servirían para nada en este sitio.

—¿No? ¿Qué número es ése? ¿Quién...? ¿Adónde he llamado?

—Al Caledonia, cinco, uno, uno, tres, tres  —replicó el hombre —. El Depósito Municipal de Cadáveres.

*****

Ahora Leona permanecía inmóvil en la cama, tratando desesperadamente de reunir las piezas del macabro rompecabezas que constituían los sucesos de aquella noche. De aquel caos de pesadilla de shock tras shock, iba extrayendo la verdad. Y a medida que ésta se delineaba más y más claramente, su enormidad la hacía estremecerse. ¡Que una cosa así le ocurriera a ella!

Recordó aquella espantosa llamada telefónica. ¿Por qué había tenido por ser ella quien oyese a aquellos terribles criminales? ¿Por qué todas sus llamadas a la oficina de Henry —las que hizo antes de solicitar la ayuda de la telefonista —, habían sido contestadas por la señal de comunicar? ¿Quién había estado en la oficina de Henry, sino él? Y si alguien, no importaba quién, había estado empleando el teléfono de la oficina de Henry, ¿no podría ser la comunicación de esa misteriosa persona la que se hubiese cruzado con la suya...? No..., no podía pensar en ello. Debía quitárselo de la cabeza. Había otras cosas sobre las que meditar.

¿Y la historia de Sally? ¿Lo de que Henry estaba envuelto en alguna clase de problema con las autoridades? Ahora tenía que creerlo —al menos en parte—, ya que Evans había establecido la veracidad de aquello. Sí, había algo de cierto, o sea, que no se trataba de una confabulación para volverla loca... Supongamos que Evans hubiese dicho la verdad. En tal caso, Henry hubiera sido presionado fuertemente para reunir aquel dinero, aquellos cien mil dólares. Y él no podía hacerlo. A no ser que contase toda la sórdida historia a Jim Cotterell. Y eso él no lo haría nunca. Leona se maravilló de la forma en que Henry había conseguido parecer tan... tan normal durante aquellas últimas semanas. Luego se encontró recordando las palabras de Sally, las pronunciadas hacía años, cuando trató de hablarle de los extraños recovecos del carácter de Henry. ¡Sally no había mentido!

¿Qué le quedaba a Henry por hacer? Leona sabía la respuesta, desde luego. La sabía desde que Evans dejó de hablar con ella. Ya no podía excluirla de sus pensamientos, así como no podía olvidar la verdadera significación de aquel cruce de líneas telefónicas.

Y mientras aquella horrible comprensión estaba a punto de hacerle perder la cabeza, Leona volvió a oír el traqueteante sonido de un tren que cruzaba el puente. En su conciencia comenzaron a mezclarse hebras de conversación... «Nuestro cliente... luego espero a que pase un tren por el puente por si a ella se le ocurre gritar... ¿Irá bien un cuchillo?.. Nuestro cliente... nuestro cliente... ella va a morir... nunca espero a que nadie muera... nuestro cliente... nuestro cliente...»

En un frenesí de pánico, Leona descolgó de nuevo el teléfono y marcó la central.

—¿Qué número desea, por favor? —¡Qué suaves e impersonales sonaban aquellas palabras!

—Póngame con la policía —gritó Leona, con voz rota.

—Llamando al departamento de policía.

Al cabo de unos segundos, contestaron.

—Estación de policía. Distrito Diecisiete. El sargento Duffy al habla.

—Soy otra vez la señora Stevenson. Le llamé hace poco.

—Sí señora. ¿Ha dicho usted Stevenson?

—Señora de Henry Stevenson, del cuarenta y tres de Sutton Place. Le llamé respecto a una conversación telefónica oída por casualidad.

—Sí, señora. Lo recuerde muy bien.

—Bueno, me preguntaba..., ¿qué han hecho sobre ese asunto?

—Lo tengo apuntado en el cuaderno, señora —dijo Duffy, con cautela.

—Pero..., ¿no ha?..

—Haremos cuanto esté en nuestra mano, señora. Si algo ocurre...

—¿Si algo ocurre? —repitió Leona—. ¿Quiere decir que ha de pasar algo para que ustedes tomen cartas en el asunto?

—Ya le dije antes, señora, que cuando la información es tan vaga, no podemos hacer mucho.

—Pero... —Leona se cortó. No podía decírselo. Aunque pudiera ser cierto, no podía. Porque, pese a todo, también podía no serlo. Y si ahora hablaba, la cosa seria irrevocable. No podría volverse atrás. Significaría el final de su sueño. No podía decírselo a la policía. Tendría que encontrar otra forma...

—Siento haberle molestado —dijo, débilmente —. Pensé que ustedes, al menos, tal vez hubieran enviado una llamada a los autos patrulla...

—Eso es asunto de la Central —replicó Duffy—. Les hemos pasado la información, y a ellos corresponde hacer lo que sea. Hasta ahora, no han enviado ninguna llamada.

—Muchas gracias —dijo Leona—. Espero que todo no sea más que un error.

Colgó el teléfono. Dominada por el pánico pensó en el siguiente paso a dar. Debía hacer algo, algo que la protegiera en caso de que...

¿Una agencia de detectives? Sería una forma de conseguir alguien que la vigilase, alguien que se vería obligado a guardar el secreto. Miró al reloj de la mesilla de noche. ¡Las once! No tenía mucho tiempo. Temblorosa, marcó la central.

—Póngame con una agencia de detectives —pidió, nerviosamente.

—Las encontrará todas en el listín telefónico, señora.

—No tengo listín... Quiero decir que no tengo tiempo de... buscar nada... corre... mucha prisa.

—La pondré con Información.

—¡No! —gritó Leona, iracunda—. A usted no le importa lo que me ocurra, ¿verdad? ¡Podría morirme sin que a usted le importase en absoluto...!

—¿Perdone...?

—Póngame con un hospital —pidió ella.

—¿Alguno en particular?

—¡Cualquiera! Cualquier hospital, ¿me oye?

—Un momento, por favor.

11:00

Esperó mientras el teléfono sonaba, mirando con recelo la entornada puerta, los cuadros de las paredes, los elegantes frascos de la mesilla de noche y el tocador. Al cabo de un momento la llamada se interrumpió y una mujer dijo:

—Hospital Bellevue.

—El departamento de enfermeras. Deseo contratar una. Inmediatamente, para esta noche.

—Comprendo —replicó la mujer—. Paso la comunicación.

—Departamento de enfermeras —dijo otra voz.

—Quiero contratar una enfermera —repitió Leona—. Necesito una inmediatamente. Es muy importante que la consiga ahora mismo.

—¿Cuál es la naturaleza del caso?

—¿El caso? Bueno... soy... soy una inválida... y me encuentro totalmente sola... acabo de sufrir un espantoso shock... no puedo quedarme sola.

—¿Algunos de nuestros médicos le ha dicho que llamase, señora?

—No —replicó Leona, con impaciencia—, pero no comprendo a qué vienen tantas preguntas. Después de todo, pienso pagar a esa persona...

—Comprendo perfectamente, señora —siguió la voz, con calma—. Pero éste es un hospital del Municipio, no una clínica privada. No enviamos enfermeras a no ser que la emergencia del caso sea certificada por uno de los médicos de nuestro equipo. Le sugiero que llame a una de las agencias de enfermeras.

—Pero no conozco ninguna —gimió Leona—. No puedo aguardar. Necesito ayuda desesperadamente.

—Le daré un número al que puede llamar. Schuyler, dos, uno, cero, tres, siete. Tal vez allí alguien pueda asistirla.

—Schuyler, dos, uno, cero, tres, siete. Muchas gracias.

Volvió a hacer girar el disco, cuyos «clics» percutían en su cabeza como pequeños martillos. Al otro extremo, la señal de llamada le pareció interminable, aunque sólo pasaron unos segundos antes de que contestaran.

—Agencia Central de Enfermeras. La señorita Jordan al habla.

—Quiero contratar una enfermera... en seguida.

—¿Quién llama, por favor?

—La señora Stevenson. La señora de Henry Stevenson, en el cuarenta y tres de Sutton Place. Es muy urgente.

—¿Algún doctor le dijo que llamase, señora Stevenson?

—No —replicó Leona, impaciente—. Pero soy forastera aquí, me encuentro enferma y estoy pasando una noche horrible. No puedo seguir más tiempo sola.

—Bueno... —comenzó la señorita Jordan, en tono de duda—, en estos días hay una gran escasez de enfermeras. Resulta muy poco corriente enviar una a no ser que el doctor de la paciente haya certificado la necesidad de que así se haga.

—Pero es necesario —gimió Leona—. Lo es. Soy una enferma. Estoy sola en esta casa... no sé dónde se encuentra mi marido... no puedo ponerme en contacto con él. y me siento asustadísima... Si no viene alguien en seguida... si no hacen algo, me temo que vaya volverme loca.

—Comprendo —replicó la mujer, en tono reflexivo—. Bien... dejaré un recado a la señorita Phillips para que vaya a su casa tan pronto llegue.

—¿La señorita Phillips? ¿Y para cuándo la espera?

—A eso de las once y media...

—¡Las once y media!

Entonces fue cuando Leona oyó el "click". Fue un sonido muy leve, un "click" en el teléfono. Algo que ella había oído muchas veces antes.

—¿Qué ha sido eso? —gritó.

—¿El qué, señora?

—Ese... "click"... ahora mismo... en mi teléfono. Como si alguien hubiera descolgado el teléfono supletorio de la planta baja...

—No he oído nada, señora.

—¡Pero yo sí! —jadeó Leona, en voz casi ahogada por el miedo—. Hay alguien en la casa... abajo, en la cocina... y ahora me esté escuchando... Es... —el terror la dominó. Lanzando un grito, colgó el teléfono con un movimiento mecánico.

Con las manos crispadas sobre las ropas de cama, Leona se concentró en el silencio que la rodeaba. De pronto oyó unos leves golpecitos por el suelo... Lentos, continuos... Se enderezó, estremecida, con ojos desorbitados, llevándose una mano al contorsionado rostro.

—¿Quién es? —gritó, frenética—. ¿Quién está ahí? Se sentía acorralada. Mientras el sonido continuaba —lento, incansable—, Leona miraba con horrorizada fascinación hacia la puerta de su cuarto, esperando... esperando. De súbito gritó, con voz ronca:

—¡Henry! ¡HENRY!

No hubo respuesta. El continuo y uniforme ruido prosiguió. Leona echó la colcha a un lado, tratando de saltar de la cama. Pero un miedo paralizador se lo impidió. Trató con todas sus fuerzas de lograrIo y al fin se derrumbó contra las almohadas, presa del pánico, incapaz de moverse. Recorrió con ansiosa mirada todo el cuarto, deteniéndose un momento en la entornada puerta y apartándose en seguida por miedo a lo que pudiese ver. De la calle subió el ruido de un camión, y al mirar hacia la ventana, Leona descubrió por fin el motivo del ruidito: ¡los plomos de lastre de las cortinas, que eran mecidas por la brisa!

Por un instante, supo lo que era el alivio. El latir de su corazón se calmó. Se dijo que el doctor Alexander debía de tener razón. No tenía ninguna dolencia cardíaca. Y, de pronto, sintió un ramalazo de inmensa alegría. Si lograba pasar aquella noche, nunca volvería a guardar cama. Nunca. Se repondría lo más rápido posible. Pero la sensación de peligro estaba en todas partes. Debía hacer algo rápidamente. ¿Cómo escapar de aquel cuarto?

Automáticamente. extendió la mano hacia el teléfono. Pero se detuvo sin completar el movimiento. ¿A quién llamar? ¿Quién podía ayudarla ahora? El hombre que había escuchado en silencio su conversación con la enfermera estaba en algún lugar de la casa. ¿Qué oportunidades tenía ella de eludir ahora su pavorosa presencia?

Leona quedó desmadejada, sumida en una niebla de indecisión, incapaz, por el terror que la dominaba, de utilizar el cerebro para dar con alguna solución. Entonces, como tantas veces con anterioridad, el enorme y opresivo silencio fue perforado por el agudo timbre del teléfono. Leona respondió rápidamente, aferrándose a       cualquier posibilidad.

—Dígame —pidió, con expectante ansia.

Fue contestada por la fría e impersonal voz de una telefonista.

—Conferencia desde New Haven para la señora de Henry Stevenson. ¿Es la señora Stevenson?

—Sí —gritó Leona, añadiendo luego, con tono angustiado—: Pero ahora no tengo tiempo... vuelva a llamar más tarde. No puedo hablar...

—Tengo una llamada de persona a persona para la señora de Henry Stevenson, del señor Henry Stevenson.

¿No desea aceptar la llamada?

Estupefacta, Leona preguntó:

—¿El señor Henry Stevenson...? —casi entre lágrimas, insistió—: ¿Ha dicho... señor? ¿Desde New Haven?

—¿Acepta la llamada, señora?

En aquel momento, en el interior de Leona comenzó a crecer la fantástica sospecha de que todo hubiera sido una mentira, un terrible sueño. Algo tan espantoso no podía haber sido planeado por el hombre que compartió su vida durante tanto tiempo. Sin embargo, ella sabía que no se trataba de un sueño. ¡Con sólo que hubiera alguna otra justificación para todo el asunto...! Bien, al menos podría pedir a Henry que llamase a la policía, y todo podría hacerse abierta y normalmente.

—Sí...; acepto la llamada.

Esperó en tensión, temblorosa, sin aliento. Oyó la breve llamada de la telefonista de Conferencias, y luego:

—Hable, New Haven.

11:05

A aquellas horas de la noche, la estación de ferrocarril de New Haven, era un lugar muy solitario. Las pocas personas que vagaban por ella o permanecían sentadas eran simples manchas en la soledad. Los pasos sobre las losas de piedra resonaban en el alto techo. El vacío era algo casi tangible. En el lugar reinaba una extraña irrealidad, como si la estación, desprovista del bullicio de las horas de sol, dormitase durante la noche.

Bajo un inmenso reloj se alineaba una fila de cabinas telefónicas pegadas a la pared. Todas estaban a oscuras y vacías, excepto una. Junto a la puerta de la cabina ocupada se veía una elegante maleta de piel de cerdo, con las iniciales "H. S." grabadas en oro junto a la cerradura central. En la cabina iluminada, Henry Stevenson esperaba a hablar con su esposa.

No llevaba sombrero. Bajo su cabello castaño, el rostro resultaba muy atractivo. Ojos grandes y de espesas pestañas, nariz recta, boca y mandíbula enérgicas. Mientras permanecía allí dentro, mirando al teléfono, su expresión era torva y decidida. Parecía un hombre consciente de lo que estaba haciendo seguro de lo acertado de sus actos.

Al fin oyó a la telefonista de Conferencias que decía:

—Hable, New Haven.

—Oye... ¿Eres tú, cariño?

—¡Henry! ¿Henry, dónde estás? —el hombre casi pudo sentir cómo su esposa se aferraba a él, aun a través de todos aquellos kilómetros.

—Pues... camino de Boston, cariño. Me he detenido en New Haven. ¿No recibiste mi telegrama?

—Sí... Lo recibí... Pero... no comprendo...

—No hay nada que comprender. No pude hablar contigo antes. Tu teléfono no dejaba de comunicar. Pensé llamarte ahora y preguntarte cómo estabas. Siento mucho haberme ido tan inesperadamente..., pero estaba seguro de que te encontrarías bien.

—No me encuentro bien... estoy... —comenzó Leona, vivamente—. En estos momentos hay alguien en casa..., estoy segura.

Por un instante, los ojos del hombre adoptaron un brillo malévolo y desagradable. Las aletas de la nariz le temblaron y contuvo la respiración.

—¡Qué tontería, cariño! ¿Cómo va a haber alguien? ¿No estás sola?

—Claro que sí —gimió ella—. Sola por completo.

¿Quién iba a estar conmigo? Le diste a Larsen la noche libre...

—Es cierto —admitió Henry, con gravedad.

—Y me prometiste estar en casa a las seis en punto.

—¿De verás? —preguntó él, haciéndose de nuevas—. No recuerdo.

—Claro que sí. Y llevo a solas muchísimo rato. He recibido toda clase de horribles llamadas telefónicas que no comprendía... Y, Henry... Quiero que llames a la policía..., ¿me oyes? Diles que vengan aquí en seguida.

El hombre se preguntó el porqué del pánico en la voz de Leona. Estaba realmente asustada. Sin embargo..., resultaba absurdo. ¿Qué podía saber? Hubiera entendido que estuviese irritada, ya que Leona tenía una capacidad descomunal para la irritación. Pero aquel miedo era otra cosa.

—Oye, Leona... No tienes por qué estar tan nerviosa.

—¡Nerviosa!

—Sabes que estás totalmente segura en casa. Sin duda, Larsen habrá cerrado todas las puertas antes de irse.

—Ya lo sé —dijo ella, débilmente—. Pero oí a alguien..., alguien levantó el teléfono de la cocina. Estoy segura.

—Eso es una tontería. La casa está cerrada. Además, recuerda al policía privado. Y tienes el teléfono junto a la cama. Y, lo que es más, te encuentras en el corazón de Nueva York. El lugar más seguro del mundo.

—Me sentiría mejor si llamase a la policía, Henry. Yo les llamé y no me prestaron ninguna atención. —Leona comenzó a emitir sollozos de autocompasión.

—Mira, yo estoy en New Haven. Si llamo desde aquí, la policía creerá que estoy loco. Además, ¿qué necesidad hay? Tal vez si llamases al doctor Alexander.

Henry pensó que debía dar conversación a su mujer. Miró el reloj. Que siguiese hablando unos cuantos minutos más. ¿Qué podría hacer luego? El hombre sonreía; una extraña media sonrisa que convertía su atractivo rostro en una máscara del mal. Al cambiar de posición en la cabina, miró a través de la puerta por un instante y luego se volvió de nuevo hacia el teléfono. Apenas había observado al corpulento hombre de pelo blanco, tez morena y grandes ojos glaucos que paseaba a pocos metros de la cabina.

Pero..., ¿qué decía Leona?

—¡Henry! ¿Qué sabes de un hombre llamado Evans?

—¡Evans! —exclamó, cogido por sorpresa.

—Sí. Waldo Evans.

—En mi vida he oído ese nombre, Leona. ¿Por qué me lo preguntas?

—Esta noche me ha llamado... Tuve una larga charla con él... ¡respecto a ti!

11:10

El fornido hombre de cabellos blancos y rostro permanentemente triste se había alejado de la cabina sólo lo suficiente para quedar fuera del campo de visión de su ocupante. De no ser por eso hubiera podido observar que Henry se ponía pálido como la muerte. Pero el hombre no sentía interés en la llamada telefónica de Henry. Esperaba pacientemente, observando la hilera de cabinas, y jugueteando de forma ausente con el distintivo policíaco que llevaba en uno de sus bolsillos.

*****

—¡Respecto a mí! —Henry lo dijo con toda la naturalidad que le fue posible—. ¿Qué tenia que decir de mí?

—Me contó una serie de cosas terribles. Algunas de ellas parecían locuras. Pero otras sonaban a ciertas...

—Sería un chiflado —dijo Henry—. No debes hacer caso de todos los maniáticos que te llamen. Ahora trata de olvidarlo...

—Me dijo... que habías estado robando narcóticos de la compañía de papá. ¿Es cierto?

Henry resopló.

—¿Cierto? Oye, Leona, me duele el que siquiera hagas referencia a una sandez de esa clase. Debes de haber tenido un mal sueño...

—¡Un mal sueño! —chilló ella—. No he soñado, Henry. Evans dejó una especie de recado para ti, me dijo que te comunicase que la casa de Staten Island ha ardido por completo... y que la policía estaba enterada de todo. Añadió que habían detenido a un tal Morano...

—¡Cómo! —la cortó Henry—. ¿Qué has dicho?

—Y... nunca le hubiese creído... de no ser por la señora Lord, ya sabes, Sally Hunt, que me contó la misma historia.

Hubo un segundo de silencio, y Leona dijo:

—¿Sigues ahí, Henry?

Él se humedeció los labios.

—Sí. Estoy aquí.

—Dijeron que tú eras un criminal —murmuró Leona—, un hombre desesperado... Y Evans dijo que tú.... tú... deseabas que yo muriese.

—Yo... —comenzó a decir el hombre, pero no pudo contener el chorro de palabras de su esposa.

—Ese dinero, Henry... Los cien mil dólares. ¿Por qué no me los pediste? De haberlo sabido, hubiera estado muy contenta de dártelo.

—Olvídalo —murmuró él.

—¿Es que ya es demasiado tarde? —gritó Leona—. Si no lo es, te los conseguiré.

—No importa —aseguró Henry—. Olvídalo.

Ahora las lágrimas rodaban ya por las mejillas de la mujer. Su voz era ronca y estrangulada.

—No quería ser tan desagradable para ti, Henry —dijo—. Sólo lo hice... porque... te quería. Supongo que tenía miedo de que no me amases de verdad. Tenía miedo miedo de que te fueses... y me dejaras sola...

11:11

Henry recordó ahora al tipo que había visto junto a la cabina. Miró a través de la puerta y, al no ver a nadie, la abrió con cautela para aumentar su campo de visión. Allí estaba el hombre, no muy lejos. Observando las cabinas. Henry cerró la puerta. Dijo, al teléfono:

—¿Leona?

—Sí.

—Leona, hay algo que debes hacer.

—¿Me perdonarás primero, Henry? —sollozó—. ¿Lo harás?

—¡Por Dios! —la cortó él, brutalmente—. Deja de decir tonterías y escúchame.

—De acuerdo —susurró Leona.

—Ahora haz lo que te digo, ¿quieres? Deseo que salgas de la cama...

—No puedo... —gimió ella—. Me es imposible.

—¡Tienes que hacerlo! Tienes que salir de esa cama... y de ese cuarto. Ve al dormitorio principal. Asómate a la ventana y grita..., que te oigan en la calle.

Henry esperó, tenso, luchando con el miedo que crecía en su interior. Oyó la pesada respiración de su mujer en el teléfono.

—¡No puedo! —dijo ella, en tono plañidero—. No me es posible moverme, Henry. Estoy excesivamente asustada. Lo he intentado una y otra vez, pero no puedo moverme...

—Sigue intentándolo... —la urgió él—. ¿No comprendes que me electrocutarán si no lo haces?

—¿Que te electrocutarán? —sollozó Leona—. ¿Qué... ?

—Tienes que moverte, Leona. Vuelve a intentarlo. Si no lo logras, sólo te quedarán tres minutos de vida.

11:12

—¿Cómo? —en la voz de Leona había un estremecido temblor.

—No hables más —la propia voz del hombre estaba rota por el miedo. El sudor le cubría el cuerpo. Se recostó contra la pared de la cabina para aliviar a sus temblorosas rodillas del esfuerzo de aguantarle—. No hables. Sal de esa cama. Tienes que hacerla. Todo es cierto, Leona. Todo, ¿me oyes? Estaba en un gran aprieto, desesperado... Incluso traté... Esta noche hice los arreglos para que te...

—¡Henry! —De los labios de Leona se escapó un aullido de terror—. ¡Henry! ¡Alguien está subiendo las escaleras!

—¡Sal de ahí! —gritó él, enloquecido—. ¡No sigas en esa cama! ¡Muévete, Leona!

—¡No puedo!

—¡Debes hacerla! ¡Debes hacerla!

—¡Henry! —volvió a gritar ella—. ¡Henry! ¡Sálveme! ¡Sálvame!

Sin poder ya controlarse, con la horrible certeza de su destino y el de su mujer borrando los últimos restos de valor, Henry temblaba de cabeza a pies.

—¡Por favor, Leona! —gritó—. ¡Me atraparán! ¡Morano se lo contará todo a la policía!

Y entonces, a través del teléfono, Henry oyó lejanamente un sonido, algo que podía ser provocado por un tren que cruzaba el puente. Y, por encima de ese ruido, el horripilante grito de Leona:

—¡Henry!

11:15

Por un breve momento después de su grito, Leona siguió agarrando el auricular. Luego volvió a dejarlo caer sobre su horquilla. Con ojos en los que brillaba un indecible horror, con el corazón latiéndole de forma implacable, oyó el trepidar del tren que se aproximaba. Jadeando y gimiendo, trató de saltar de la cama. Pero era como si estuviese sujeta al lecho por cables de acero. No podía moverse. Cada vez más y alto, rasgando la quietud nocturna, el tren fue acercándose hasta que la noche estuvo dominada por su atronador rugido. Era imposible oír ninguna otra cosa. Ni siquiera el último y terrible alarido de Leona.

Cuando el tren se hubo alejado, en el cuarto no quedó más sonido que el de una ronca respiración y el de una fugaz sombra que se alejaba del lecho.

De pronto el teléfono comenzó a sonar. Los pasos de unos pies calzados con zapatos de goma cruzaron silenciosamente la habitación. Una mano enfundada en un guante manchado de sangre levantó el instrumento por su base. La voz de Henry, agitada por una última esperanza, gritó:

—¡Leona! ¡LEONA!

—Lo siento, se equivoca de número...

11:16