8.-EL OTRO VERDUGO
[CARTER DICKSON]
¿Que por qué en Pennsylvania se emplea la electrocución en vez de la horca? (preguntó mi viejo amigo, el juez Murchison, acercándose diestramente la escupidera con el pie). Pero..., ¿qué les enseñan en esas modernas escuelas de Leyes? Porque eso, hijo, se debió a un caso de asesinato. Los magistrados del Tribunal Supremo se vieron negros para encontrar la solución final y, desde hace treinta años, se discute este asunto en las antesalas de todos los tribunales, desde aquí a la costa del Pacífico. El caso ocurrió aquí mismo, en este condado... Fue cuando colgaron a Fred Joliffe por el asesinato de Randall Fraser.
Ocurrió en el noventa y dos o el noventa y tres; de cualquier forma, fue el año en que instalaron el primer teléfono en el Juzgado, y resultaba posible hablar hasta con Pittsburgh, excepto cuando el viento derribaba los cables. Considerando que era la capital del condado, nos sentíamos muy orgullosos de nuestra ciudad (población, 3.500 habitantes). Las autoridades no dejaban de elogiar lo próspera y rica que era nuestra comunidad y habíamos llegado a un punto tal de entusiasmo que, cada diez años, teníamos la seguridad de que los encargados del censo se habían olvidado de contar a la mitad de nuestra población. El viejo Mark Sturgis, que por entonces era dueño del Bugle Gazette, dijo un montón de cosas feas en un editorial cuando en el almanaque pusieron que nuestra ciudad contaba sólo con tres mil doscientos sesenta y tres habitantes. Eso nos ofendió muchísimo a todos.
Además, nos sentíamos orgullosos de muchas otras cosas. Teníamos buenas razones para presumir del "McCellan House", el mejor, hotel del condado. Aún recuerdo cuando, por dos dólares a la semana, se tenía derecho a cuarto y pensión completa, con tarta de manzana para desayunar todos los días. Nos sentíamos orgullosos de las antiguas familias del condado, que llegaron de detrás de las montañas en 1775, cuando las tropas de Braddock, escalpadas por los indios, se asentaron aquí, en cabañas de troncos, para curar sus heridas. Pero, sobre todo, nos sentíamos orgullosísimos de nuestras baterías legales.
¡Era un gran grupo de juristas! Bueno, no diré que todos ellos dominaran a la perfección los libros de leyes; pero conocían a fondo los textos de Blackstone y Greenleaf y eran expertos oradores. Y había algunos — los mejores, llenos de gracia, sabiduría y dignidad— que eran verdaderos diablos en el conocimiento exacto de la letra de la Ley. Todos éramos presbiterianos escocés-irlandeses, y nos encantaban las discusiones y el buen whisky. Estaba Charley Connell, graduado en Harvard y fiscal de distrito. Sus manos eran elegantísimas. Llevaba siempre unos cuellos de camisa muy distinguidos y pronunciaba tales discursos al jurado que la gente acudía a oírle desde muchos kilómetros de distancia, aunque casi siempre perdía los casos. Estaba también el juez Hunt, que se enorgullecía de su parecido con Abraham Lincoln y, en consecuencia, llevaba siempre una levita cruzada y un elegante sombrero alto de seda. Y luego, tu propio abuelo, que tenía en su biblioteca más de doscientos libros y la gente acostumbraba a ir a su casa por las noches para pedirle prestados tomos de la enciclopedia.
¿Conoces el gran Juzgado de piedra, al final de la calle, con jardines alrededor y la cárcel al lado? La gente iba allí como ahora acude al cine, aunque aquello era muchísimo mejor. Bueno, pues desde allí sólo había dos minutos de camino, a través del prado, hasta la taberna de Jim Riley. En ella se reunían todos los hombres de leyes; en la parte trasera, desde luego, donde Jim había colocado una elegante escupidera de bronce y un retrato de George Washington para dignificar el lugar. Hasta que construyeron una casa sobre aquel prado, era posible advertir el sendero abierto en la hierba por los pies de los juristas. Aparte del grupo habitual, en la trastienda estaba Bob Moran, el sheriff, un tipo alto y muy agradable, pero extraordinariamente puntilloso respecto a lo de cumplir con sus deberes al pie de la letra. Y el pobre Nabors, rechoncho, tranquilo, de ojos enrojecidos. Se dedicó a la medicina hasta que tomó el primer trago. Siempre estaba sin dinero. Tenía dos hijas —una de ellas, tuberculosa—, y a Jim Riley le daba tanta pena que le servía gratis todo el licor que el otro deseaba. Eran unos tiempos felices y magníficos en los que, con elocuencia y grandes dotes especulativas, resolvíamos, en aquella trastienda, todos los problemas de la nación... hasta que nuestras esposas venían a llevarnos a casa.
Entonces Randall Fraser fue asesinado y aquello provocó una conmoción de todos los diablos.
Claro que, si no hubiera sido Fred Joliffe quien le mató, no le hubiéramos condenado, como es lógico. Eso es algo imposible de hacer, hijo. Al menos, en una pequeña comunidad. Está muy bien lo de hablar del poder y la grandeza de la Justicia, y en un discurso suena estupendo. Pero cuando se trata de alguien a quien has visto por la calle durante años, y sabes cuándo nacieron sus hijos, y le viste llorar cuando murió uno de ellos, y recuerdas que, cuando los necesitaste, te prestó diez dólares... Bueno, entonces no te es posible sacar a esa persona a la fría luz de la mañana y colgarla por el cuello hasta que muera. Después de eso, siempre estarías viendo la expresión de su rostro. Por eso, haya hecho lo que haya hecho, uno siempre encuentra excusas para esa persona.
Pero con Fred Joliffe era distinto. Fred Joliffe era el vecino más antipático y desagradable que habíamos tenido nunca, con la posible excepción del propio Randall Fraser. ¿No has visto nunca una culebra arrollada sobre una piedra? Y una culebra es aún peor que una serpiente de cascabel, porque ésta no te hace nada si no la pisas y, antes de atacar, avisa con sus crótalos. Fred Joliffe tenía el mismo color parduzco y se movía con la misma sinuosidad de una culebra. Siempre recordaré cómo atravesaba la ciudad en su carro —el tipo tenía una especie de negocio de trapería—. Aún lo veo allí subido: flacucho y vestido con un abrigo oscuro, husmeando siempre para dar con algo sobre lo que chismorrear. Y sonriendo. No eran sólo las cosas que decía de la gente a su espalda. O en su cara, ya que confiaba en el hecho de que era demasiado débil para que nadie le pegase. Se trataba de un tipo realmente sibilino. Siempre sospechamos que fue él quien escribió aquellos anónimos que provocaron... Pero eso no importa. De todas maneras, lo que si te diré es que una vez hizo perder los estribos a Will Farmer hasta tal punto que Will por poco le mata de la paliza que le dio. Cosa de cuatro semanas más tarde, una noche fue incendiado el establo de Will, con once caballos dentro, pero nunca pudo probarse nada. Fred era demasiado listo para nosotros.
Eso me lleva al único compañero de Fred Joliffe, y no quiero decir amigo. Randall Fraser era propietario de una guarnicionería en Market Street, un sitio polvoriento con un enorme caballo disecado en el escaparate. Supongo que la única cosa del mundo que le gustaba a Randall era aquel caballo, un objeto de pesadilla, con repulsivos ojos de cristal. Randall era un tipo alto, de fino bigote y que llevaba en la corbata un alfiler de herradura. Iba vestido siempre con trajes deportivos a cuadros. Era empalagosamente cortés y un verdadero mal bicho. Consideraba que las jugadas sucias y los timos eran las bromas más divertidas del mundo. Pero, ¿para qué negarlo?, gustaba a las mujeres y muchas de ellas entraban en su tienda por la puerta de atrás. Randall contaba luego sus aventuras en la barbería, para demostrar lo estúpidas que eran ellas y lo viril que era él, aunque debía andarse con ojo. Muchas veces, él y Fred Joliffe se emborrachaban juntos.
Entonces llegó la noticia. Fue en octubre, según creo, y me enteré de ella por la mañana, cuando estaba poniéndome el sombrero para bajar a la oficina. Pero entonces, el viejo Whiters ocupaba el cargo de alguacil. Se levantó muy temprano, aunque no tenía necesidad de hacerlo, y cuando, a eso de las cinco, bajaba por Market Street vio que en la parte trasera de la tienda de Randall estaba encendida la luz de gas. La puerta frontal se encontraba abierta. Whiters entró, encontrándose a Randall caído sobre un montón de arreos, en manga de camisa y la cara destrozada a mazazos. No quedaba mucho del rostro, pero era posible reconocerle por su bigote y el alfiler de corbata.
Me encontraba en mi oficina cuando alguien, desde la calle, gritó que habían encontrado a Fred Joliffe en el granero, borracho, con las manos manchadas de sangre y una botella vacía del whisky de Randall Fraser en el bolsillo. Se encontraba aún en pésimo estado y, cuando el sheriff, que era Bob Moran, ya te he hablado de él, se presentó en el lugar, Fred no podía ni andar ni comprender lo que estaba sucediendo. Bob tuvo que llevarle en el propio carro de Joliffe. Les vi subir por Market Street bajo la lluvia. Fred yacía en la parte trasera del carro, con las ropas manchadas de harina y no hacía más que removerse y decir palabrotas. La gente se mostró muy tranquila. Estaba satisfechísima, pero no lo demostraba.
Bueno, con la única excepción de Will Fanner, el dueño del establo que fue incendiado.
—Ahora le colgarán —dijo Will—. ¡Por Dios que le colgarán!
Te parecerá raro, hijo, pero no comprendí la importancia de todo aquello hasta que, después del juicio, oí al juez Hunt pronunciar la sentencia. Me designaron para defender a Joliffe porque yo era un joven abogado sin experiencia, y alguien tenía que hacerse cargo de aquella tarea. Toda la ciudad conocía las pruebas aun antes de que yo pudiera entrevistarme con Fred. Uno se daba cuenta de que el tipo no tenía una sola posibilidad. Un esmerilador que vivía al otro lado de la calle (ahora no me acuerdo de su nombre) había visto a Fred entrar en la guarnicionería de Randall a eso de las once. Un par de ancianos que vivían encima de la tienda les oyeron beber y gritar. A eso de medianoche oyeron un ruido como de pelea y una caída, pero eran demasiado cautos para intervenir. Por último, dos campesinos que abandonaron la ciudad a medianoche vieron a Fred salir dando traspiés por la puerta delantera, sacudiéndose las ropas y secándose las manos en el abrigo, como si padeciera un ataque de delirium tremens.
Fui a la cárcel a ver a Fred. Estaba sobrio, aunque su forma de hablar era vacilante. Sus pálidos ojos eran tan venenosos como de costumbre. Aún puedo verle, sentado en el banco de su celda, chupando un cigarro barato y mirándome burlonamente. No quiso contarme nada porque, según dijo, si lo hacía, yo iría a contárselo todo al juez.
—¿Ahorcarme? —dijo, arrugando la nariz y volviendo a sonreír burlonamente—. ¿Ahorcarme? ¿A mí? No se preocupe por eso, señor. Esos fulanos nunca me colgarán. Me tienen demasiado miedo. Demasiado miedo, ¿eh, señor?
Y el muy estúpido no pudo quitarse eso de la cabeza hasta que oyó la sentencia. En el tribunal no hizo más que pavonearse, decir impertinencias, llamar al juez por su nombre de pila y amenazar con decir lo que sabía de la gente. Llevaba una pechera postiza nueva que se había comprado para estar más elegante.
Fue sorprendente la calma con que la gente se lo tomó. Los que asistieron al juicio no susurraron ni se movieron. Se limitaron a permanecer inmóviles, mirando a Fred. Lo único que se oía era el ruido de la respiración. Un tribunal es un sitio muy raro, hijo. Tiene su olor peculiar, que no te molesta a no ser que te pongas a pensar en lo que significa, pero las partes estropeadas y las grietas en las paredes son allí mucho más notables que en cualquier otro lugar. Uno oía la voz de Charley Connell el fiscal — un leve ruidito que resonaba en la enorme sala —, y el crujir de las pisadas de Charley. Era posible captar la tos de alguien del público, o el rumor de unas faldas femeninas, o el siseo de los quemadores de gas. Estábamos en la estación de las lluvias, así que encendían el gas a las dos de tarde.
La única defensa que me fue posible fue la de alegar que Fred había estado demasiado borracho para ser responsable, y no recordaba nada de lo ocurrido aquella noche, lo cual él admitió que era cierto. Pero eso, además de no ser ninguna defensa legal, resultaba terriblemente frío. Mi propia voz me sonaba mal. Recuerdo que seis miembros del jurado llevaban barba, y los otros seis, no, y el juez Hunt, en su estrado, con la bandera a su espalda, se parecía más que nunca a Lincoln. Incluso Fred Joliffe comenzó a darse cuenta de lo que iba a ocurrir. No hacía más que volverse a mirar a la gente, sintiéndose muy incómodo. Una vez, estirando el cuello, gritó a los del jurado:
—¿Es que no pueden hacer ni decir nada?
Lo hicieron.
Cuando el portavoz del jurado dijo:
—Culpable de homicidio en primer grado —se produjo sólo un leve sonido entre el público. No fue un grito ni nada parecido. Se trató de una especie de suspiro general, como si todos hubieran estado conteniendo la respiración. Fue muy desagradable oído. Fred no comprendió nada hasta que el juez Hunt hubo pronunciado más de la mitad de la sentencia. Fred permanecía en pie, mirando a su alrededor con una salvaje e incrédula expresión en el rostro. Al fin, cuando oyó decir al juez: «Y que Dios tenga piedad de su alma», Joliffe estalló. Adoptó una actitud suplicante e indecisa, como si todo aquello fuera llevar la broma demasiado lejos.
Dijo:
—Bueno, no serán capaces de hacerme eso, ¿verdad?
No pueden engañarme. Tú no eres más que Jerry Hunt. Te conozco. No me puedes hacer eso. —De pronto, comenzó a golpear la mesa, gritando—: No están dispuestos a ahorcarme, ¿verdad?
Pero sí lo estábamos.
La ejecución fue fijada para el doce de noviembre. La orden, debidamente firmada, decía: "...dentro del recinto de la dicha cárcel de condado, entre las ocho y las nueve de la mañana, el citado Frederick Joliffe será colgado por el cuello hasta que muera; con tal propósito, unverdugo será nombrado por el sheriff, y la sentencia llevada a cabo ante una autoridad médica calificada; el cuerpo será enterrado..." En fin, y todo lo demás. Todos se sentían nerviosos. Desde que aquel equipo jurídico estaba en el cargo no se había efectuado ningún ahorcamiento, y nadie sabía exactamente cómo se debía proceder. El viejo Doc Macdonald, el forense, iba a estar allí y, como es lógico pidieron la presencia del reverendo Phelps, el predicador, y la mujer de Bob Moran iba a preparar las tortas y salchichas para el último desayuno. Tal vez pienses que eso eran nimiedades. Pero considera por un momento la idea de tomar a alguien al que conoces de toda tu vida, atarle los brazos a la espalda en una fría mañana y conducirle a tu propio patio trasero para partirle el cuello con una cuerda... todo eso, de forma religiosa y legal, sin que nadie interfiera. Entonces comienzas a asustarte de los poderes de la vida y la muerte y de la leve brecha que los separa.
A Bob Moran, la idea de que las cosas no salieran como era debido le ponía blanco de miedo. Había designado al borrachín de Ed Nabors como verdugo. Eso se debía en parte a que Ed necesitaba los cincuenta dólares porque Bob tenía la vaga idea de que un ex médico sería más capaz de manejar una ejecución. Ed había jurado mantenerse sobrio. Bob Moran aseguró que Nabors no recibiría un céntimo como no lo hiciera así, pero nunca podía asegurarse nada.
Nabors parecía muy inquieto. Había estudiado el asunto del ahorcamiento científico en un viejo libro que tomó prestado de la biblioteca de su abuelo, y, junto con el carpintero, montó en el patio de la cárcel un enorme armatoste de aspecto vacilante. En las pruebas, utilizando sacos de arena, el patíbulo funcionaba a la perfección. La trampa se abría con un golpetazo que le ponía a uno el corazón en la garganta. Pero una vez dieron a la cuerda excesiva tensión y se partió. Entonces el viejo Doc Macdonald hizo una broma respecto a aquel tipo, John Lee, de Inglaterra, y eso casi acabó con los nervios de Bob Moran.
Eso ocurrió durante la noche anterior a la ejecución. Nos encontrábamos en la oficina de Bob, alrededor de la lámpara, tratando de jugar al póker descubierto. Repartidos por el cuarto había peonzas, cuerdas para hacerlas girar y toda clase de juguetes. Bob permitía a sus hijos que jugasen allí; cosa que no debería haber hecho, ya que una de las puertas de la oficina conducía al corredor de celdas, en la última de las cuales se encontraba Fred Joliffe. Como es lógico, los otros presos —acusados de conducta desordenada, robo de gallinas y cosas por el estilo — habían sido trasladados al piso de arriba. Alguien le había dicho a Bob que la proximidad de una ejecución convertía a los demás prisioneros en una especie de animales salvajes enjaulados. Se lo dijese quien se lo dijese, tenía razón. Podíamos oírles removerse y patear allá arriba, y un muchacho de color se pasó toda la noche cantando himnos.
Además, caía una lluvia torrencial. Tal vez fuera eso lo que recordó a Doc Macdonald el asunto. Doc era un viejo cínico. Cuando advirtió que Bob no podía estarse quieto y que tiraba sus cartas sin mirar siquiera las que había sobre la mesa, dijo:
—Bueno, espero que todo salga bien. Pero tienes que tener cuidado con la lluvia. ¿Conoces el caso del tipo que trataron de ahorcar en Inglaterra... y la lluvia mojó las maderas, éstas se deformaron y la trampilla no se abrió? Trataron de ahorcarle tres veces, pero la cosa siguió sin funcionar.
Ed Nabors dio una palmada sobre la mesa. Supongo que su estado de ánimo era pésimo, ya que una de sus hijas se había escapado de casa y la otra se moría de tisis. Estaba tembloroso y con los ojos enrojecidos. No había tomado un trago en dos días, aunque sobre la mesa había una botella. Dijo:
—O te callas, o te mato. ¡Maldito Macdonald! —exclamó, aferrándose al borde de la mesa—. Te aseguro que nada puede ir mal. Si quieres, vamos a probar otra vez el aparato, pero poniéndote a ti la cuerda al cuello.
Bob Moran preguntó:
—¿Qué pretendes hablando así, Doc? ¿No está ya todo bastante difícil? Ahora haces que me preocupe aún de otra cosa. Hace un rato, he ido a la celda y Fred Joliffe ha dicho la cosa más rara que nunca le he oído. Está loco. Se rió, asegurando que Dios no permitiría a esos fulanos que le ahorcasen. Fue terrible oír hablar así a Fred Joliffe. ¿Alguien sabe qué hora es?
Aquella noche hizo frío. Yo me adormecí en un sillón, oyendo la lluvia y el ruido de animales enjaulados en el piso de arriba. El muchacho de color cantaba aquella parte del himno en la que se decía que cuanto más calmadas están las aguas, más cerca está la tempestad.
Me despertaron a eso de las ocho y media para decirme que el juez Hunt y todos los testigos estaban ya en el patio de la cárcel, listos para empezar. Entonces comprendí que, después de todo, iban a ahorcarle realmente. Tuve que colocarme al fin de la procesión, como había jurado hacerlo, pero no vi la cara de Fred Joliffe. Ni quise verla. Le habían dado una buena lavada y una camisa nueva con el cuello desbocado a propósito. Al salir de la celda, Fred se tambaleó y comenzó a andar en dirección opuesta, pero Bob Moran y el alguacil le llevaban sujeto por los brazos. Era una mañana fría, oscura y ventosa. Las manos de Fred estaban atadas a la espalda.
El predicador decía algo que no pude oír. Todo fue bien hasta que llegaron a mitad del patio de la cárcel. Era un patio bastante grande. No miré al artefacto que había en medio, sino a los testigos, en pie junto a la pared y con los sombreros quitados. Pero Fred Joliffe sí miró al patíbulo. Se le doblaron las rodillas. Volvieron a ponerle en pie. Oí que volvían a caminar y comenzaban a subir las escaleras, que crujieron.
No miré hacia el cadalso hasta que oí un golpe y todos comprendimos que algo iba mal.
Fred Joliffe no se encontraba sobre la trampilla, ni tenía el capuchón sobre la cabeza, aunque sus piernas estaban atadas. Estaba en pie, con los ojos cerrados y la cara vuelta hacia el rojo cielo. Ed Nabors, colgado de la cuerda con ambas manos, daba patadas a la trampilla. Esta no se abría. Al tiempo que oí a Ed gritar algo acerca de que la lluvia había humedecido las tablas, el juez Hunt pasó junto a mí, dirigiéndose al pie del cadalso.
Bob Moran comenzó a lanzar obscenos juramentos.
—Colócale otra vez y prueba de nuevo —dijo, agarrando el brazo de Fred—. Ponle ese capuchón sobre la cabeza y dale otra oportunidad a este cachivache.
Serenamente, el predicador dijo:
—En Su nombre, no lo harás si yo puedo evitarlo.
Bob, como un loco, corrió a la trampilla y saltó sobre ella con ambos pies. Estaba encallada. Entonces el sheriff se dio la vuelta y sacó su "Ivor-Johnson" del 45. El juez Hunt se puso frente a Fred, cuyos labios se movían ligeramente.
—Le aplicaremos la ley, y nada más que la ley —dijo el juez—. Aparta ese revólver, loco, y llévate a Fred a su celda hasta que consigas hacer funcionar el patíbulo. y ahora, ten cuidado con él.
Aún hoy, no creo que Fred Joliffe hubiera comprendido lo que ocurría. Creo que sólo se confirmó en su creencia de que no tenían el propósito de ahorcarle. Cuando se encontró a sí mismo bajando de nuevo los escalones, abrió los ojos. Tenía el rostro descompuesto y una expresión de aturdimiento, pero, de pronto, la verdad pareció llegar hasta él.
—Sabía que esos fulanos no iban a colgarme —dijo.
Su garganta estaba tan seca que, aun cuando lo intentó, no pudo escupir al juez Hunt. Sonriente, siguió su camino a través del patio, repitiendo —: Sabía que esos fulanos no iban a colgarme.
Todos tuvimos que sentarnos durante un minuto. Ed Nabors necesitó una copa. Bob le hizo darse prisa, e iba a salir de nuevo a arreglar la trampilla cuando el conserje del Juzgado entró a toda prisa en la oficina de Bob.
—Le llaman —dijo—. Por esa nueva máquina. El teléfono.
—¡Déjeme en paz! —gritó Bob—. Ahora no puedo atender llamadas telefónicas. Venga a echarnos una mano.
—Pero es de Harrisburg —insistió el conserje —. De la oficina del gobernador. Tiene que ir.
—Quédate tú aquí, Bob —dijo el juez Hunt. Me hizo una seña para que le acompañara.
Al ir hacia el Juzgado, el juez y yo cambiamos una extraña mirada. El reloj marcaba casi las nueve. Pude ver cómo, en el patio de la cárcel, la gente seguía dando golpes a la trampilla. Después de que Hunt hubo escuchado lo que tenían que decirle desde Harrisburg, le costó un buen rato poder colocar de nuevo el receptor sobre la horquilla.
—En cierto modo, siempre he creído en la Providencia —dijo—; pero nunca creí que fuera algo tan personal. Fred Joliffe es inocente. Hemos de suspender la ejecución y esperar a un enviado del gobernador. Una mujer ha aportado nuevas pruebas... Sea lo que sea, ya nos enteraremos más tarde.
No estoy muy ducho en lo de describir estados mentales, así que no puedo decirte cómo nos sentíamos. Sobre todo, nos dominaba una enorme excitación producida por el horror de que tal vez hubieran vuelto a sacar a Fred y le hubiesen ahorcado. Pero cuando miramos de nuevo hacia el patio, vimos a Ed Nabors y al carpintero discutiendo sobre si debían serrar la trampilla, y una sensación de dicha nos invadió al comprender que podíamos reducir a pedazos aquel desagradable armatoste.
El pasillo del piso bajo estaba desierto. El juez Hunt había recuperado el resuello y, como era uno de esos oradores a los que les encanta hacer comentarios halagüeños acerca de Dios, se dedicó a lanzar un vigoroso discurso. Sólo se calló al ver que la puerta de la celda de Fred Joliffe estaba abierta.
—Incluso Joliffe merece ser el primero en enterarse de la noticia —dijo el juez.
Pero Fred nunca se enteró de ella, a no ser que su fantasma estuviera escuchando. Ya te he dicho que era muy bajito y ligero. En el interior de la celda, sus talones se mecían a cosa de medio metro del suelo. Esto se debía a que estaba colgado por el cuello de una cuerda de peonza atada a un clavo de la pared. A sus pies se veía una banqueta tumbada.
No, hijo, no creímos durante mucho tiempo que se tratase de suicidio. Durante unos momentos estuvimos perplejos, y la histeria casi nos dominó, como es lógico. Era como pensar en los propios problemas a las tres de la madrugada, cuando a uno le impiden dormir las preocupaciones.
Pero, verás... Fred tenía las manos atadas a la espalda. En la parte de atrás de su cabeza había un chichón producido por el martillo que había junto a la caída banqueta. Alguien había entrado en la celda con el martillo oculto, había golpeado a Fred cuando éste no miraba, hecho un nudo corredizo en la cuerda y ahorcado con ella a Joliffe. La parte más agitada del asunto llegó cuando comprendimos esto. Todos comenzamos a decir a gritos dónde habíamos estado durante la confusión. Nadie se había fijado en nada. Yo estaba verde de miedo.
Cuando en la oficina de Bob nos reunimos alrededor de la mesa, el juez Hunt recuperó la serenidad. Miró a Bob Moran, a Ed Nabors, a Doc Macdonald y a mí. Uno de nosotros era el otro verdugo.
—Este es un mal asunto, caballeros —dijo, tras carraspear un par de veces, como hacen los oradores nerviosos—. Lo que deseo saber es quién, estando en sus cabales, estrangularía a un hombre sabiendo que, de todas maneras nosotros pensábamos hacerlo.
Entonces Doc Macdonald se puso desagradable.
—Bien... —dijo— si vamos a eso, deberías comenzar preguntando de dónde salió esa cuerda de peonza.
—No te entiendo —murmuró Bob Moran, asombrado.
—¿Ah, no? —dijo Macdonald, tirándose de la patilla—. Entonces..., ¿quién tuvo tanto empeño en que esta ejecución se realizase según lo programado que hasta intentó emplear un revólver cuando la trampilla no funcionó?
Bob emitió un ruido como si le hubieran golpeado en el estómago. Se quedó mirando a Doc durante un minuto, con los brazos caídos a los costados... y luego se echó sobre Doc. Lo atrapó al otro lado de la mesa y empezó a darle golpes. Entonces el cuarto comenzó a llenarse de gente atraída por los gritos. Algo curioso: el primero en entrar en la cárcel fue el carpintero, que se sentía un poco molesto de que nadie le hubiera dicho que la ejecución se había suspendido.
—¿A qué viene esta pelea? —preguntó, en tono irritado. Era más grande que Bob, y pudo apartarle de Macdonald con un par de manotazos—. ¿Por qué no me han dicho lo que ocurría? Dicen que no va a haber ejecución. ¿Es cierto?
El juez Hunt asintió, y el carpintero —Barney Hicks, así se llamaba; ahora me acuerdo —Barney Hicks, de mal humor, dijo:
—Bueno, bueno, pero no hay por qué empezar a pelearse de esa forma. —Luego, mirando a Ed Nabors—:Lo que quiero es mi martillo. ¿Dónde está, Ed? Lo he buscado por todas partes. ¿Qué has hecho con él?
Ed Nabors tomó asiento, se sirvió cuatro dedos de whisky y se los bebió de un trago.
—Perdona, Barney —dijo, en el tono más frío que nunca he oído—. Debí dejármelo en la celda, cuando ahorqué a Fred Joliffe.
¡Y se habla de pausas dramáticas! El silencio que se produjo fue parecido al que se hace cuando el mago del Opera House dispara una pistola y de una caja vacía salen volando seis palomas. Yo no podía creerlo. Recuerdo a Ed Nabors, sentado en aquel rincón, junto a la enrejada ventana, con su chaqueta negra y su corbata de lazo. Tenía las manos sobre las rodillas y nos miraba, sonriendo un poco. Parecía tan viejo como los profetas y ya había tomado el suficiente licor para dominar el tic de su párpado. No hizo más que eso: quedarse sentado allí, tranquilamente, mascando su tabaco y sonriendo.
—Juez —dijo en tono reflexivo—, acaba usted de recibir una llamada del gobernador, en Harrisburg, ¿no? Ajá. Estaba seguro de que sería eso. Se ha presentado una mujer a confesar que Fred Joliffe era inocente y que era ella quien había matado a Randall Fraser, ¿no es así? Ajá. Esa mujer es mi hija. Jessie no tenía valor para confesarlo aquí, comprenda. Por eso se escapó y fue a ver al gobernador. No hubiera hecho nada de no haber ustedes condenado a muerte a Fred.
—Pero..., ¿por qué? —gritó el juez—. ¿Por qué?
—Lo que ocurrió fue esto —comenzó Ed, con su lentitud habitual—. Había mantenido relaciones bastante íntimas con Randall Fraser. Eso hizo Jessie. Y tanto Randall como Fred se estaban divirtiendo en grande amenazándola con revelar a todos la historia. Supongo que Jessie estaba a punto de volverse loca. Y, en la noche del crimen, Fred Joliffe estaba demasiado borracho para poder recordar nada de lo que ocurrió. Supongo que, cuando despertó y vio sus manos manchadas de sangre y a Randall muerto, pensó que él lo había matado.
»Imagino que ahora se sabrá todo. Lo que ocurrió es que los tres se encontraban en esa trastienda, cosa que Fred no recordaba. Mientras se burlaban de Jessie, él y Randall se pelearon. Fred le golpeó con aquella maza y le dejó sin sentido, pero toda la sangre que manchaba sus manos provenía de una herida en la ceja de Randall. Jessie... Bueno, ella acabó el trabajo cuando Fred huyó, eso es todo.
—¡Pero... condenado loco! —gritó Bob Moran, comenzando a dar golpes sobre la mesa—. Si Jessie había confesado ya, ¿por qué tenías que matar a Fred?
—Ustedes, amigos, no hubieran condenado a Jessie, ¿verdad? —dijo Ed, guiñándonos un ojo—. No. Pero... si Ed hubiera estado vivo después de la confesión de ella, se hubieran visto obligados a hacerlo. Eso pensé. Una vez enterado Joliffe de lo ocurrido, de que él no era culpable y Jessie sí, no habría descansado hasta arrancarles el caso de las manos y llevarlo a un tribunal superior. Hubiera revuelto todo el Estado hasta conseguir, o que la ahorcasen, o que la mandaran a la cárcel de por vida. Y yo no podía soportar eso. Como digo, eso pensé que ocurriría, aunque en estos tiempos mi cerebro no está tan claro como antes. Por eso —siguió, meneando la cabeza e inclinándose sobre la escupidera—, cuando me enteré de lo de la llamada telefónica, fui a la celda de Fred y acabé mi trabajo.
En el tono que se emplea para hablar con un loco, el juez Hunt preguntó:
—Pero..., ¿no comprendes que Bob Moran tendrá que arrestarte por asesinato y...?
Lo que nos asombró entonces fue la pacífica expresión del rostro de Ed. Se levantó de su silla, sacudió el polvo de su negra chaqueta y nos sonrió.
—¡Oh, no! —dijo—. Eso es lo que no comprenden. No les es posible hacer una cochina cosa contra mí. Ni siquiera arrestarme.
—Está loco —dijo Bob Moran.
—¿De veras? —preguntó él, con afabilidad—. Escúchenme. He cometido lo que podría llamarse un crimen perfecto, porque todo lo he hecho con legalidad... Juez..., ¿a qué hora habló con la oficina del gobernador y recibió la orden de suspender la ejecución? Ahora vaya con tiento al responder.
De pronto, comprendí todo el asunto, repliqué: —Serían las nueve y cinco o así, ¿no, juez? Recuerdo el reloj del Juzgado.
—Yo también lo recuerdo —dijo Ed Nabors—. Y Doc Macdonald podrá decirles que Fred Joliffe había muerto antes de que ese reloj marcase las nueve. —Desabotonándose la chaqueta, siguió—: Tengo en mi bolsillo una orden judicial que me autoriza a matar a Fred Joliffe, colgándole por el cuello, lo cual hice entre las ocho y las nueve de la mañana, cosa que también hice. Y lo hice en el mejor estilo legal, antes de que la orden fuera revocada. ¿Y bien?
El juez Hunt se quitó el sombrero y se secó la frente con un pañuelo de hierbas. Todos le mirábamos.
—No podrás salirte con la tuya —dijo el juez, tomando la orden del sheriff de encima de la mesa—. No puedes burlarte así de la Ley. Y una persona sola no puede ejecutar una sentencia. ¡Mira aquí! «En presencia de una autoridad médica calificada». ¿Qué dices a eso?
—Bueno, puedo enseñar mi diploma médico. Seré todo lo borrachín e indigno de confianza que quieras, pero aún no me han excluido del Registro Médico... Ustedes, los abogados, son condenadamente buenos en la interpretación de la letra de la Ley... y eso es lo que corresponde ver en este caso. Hasta que esa Ley no se altere, no hay nada en este documento por lo que el verdugo y el médico no puedan ser una misma persona.
Tras un momento, Bob Moran se volvió hacia el juez con una extraña expresión en el rostro. Tal vez fuera una sonrisa.
—Esto no va de acuerdo con la moral —dijo—. Un ciudadano tan excelente como Fred no debió morir de esa forma. Es horrible. Hay que hacer algo. Como dijo más que la Ley. ¿Tiene razón Ed, juez?
—La verdad: no lo sé —replicó Hunt, volviéndose a secar el rostro—. Pero, hasta donde llegan mis conocimientos, la tiene. ¿Qué haces, Robert?
—Le estoy extendiendo un cheque por cincuenta dólares —dijo Bob Moran, fingiéndose sorprendido—. Todo tiene que ser limpio y legal, ¿no es así?