10.-EL VISITANTE QUE NO FUE INVITADO

[MICHAEL GILBERT]

El señor Calder era un hombre silencioso, solitario y generoso en todo, capaz tanto de regalar una cesta de cerezas o de setas como de practicar una eficiente primera ayuda a un niño que se hubiera caído. Era muy querido por los chiquillos, mas la admiración de éstos estaba reservada al perro del señor Calder.

El grande, solemne e inteligente "Rasselas" era un galgo de caza. Había nacido bajo la luz del sol. Su pelaje era color jerez seco, su hocico, negro azulado, y sus ojos relucían con brillo ambarino. Desde el extremo de sus finas patas hasta la parte alta de su cabeza, todo en él emanaba distinción. Había vivido en cortes reales y tratado de tú a tú a los príncipes.

La casa del señor Calder se encontraba en la cumbre de un repliegue del terreno, en las Hondonadas de Kent. El sinuoso camino ascendía desde Lamperdown, en el valle, hasta el edificio. Al principio, el sendero discurría en una suave cuesta, atravesando los bosques. Luego giraba bruscamente a la izquierda e iniciaba un empinado ascenso que conducía hasta la explanada donde se alzaba la casa, y que era una plataforma redonda y desnuda, con cierto aspecto de cráneo calvo. El sendero sólo conducía a aquella edificación, y acababa frente a su puerta.

Más allá, una serie de caminitos discurrían a través de los terrenos del señor Calder y se introducían en los bosques que se hallaban tras éstos. Se trataba de unos bosques de exuberante vegetación, en los que abundaban las campanillas, las amapolas, los castaños, los árboles añosos y los fantasmas. Aquellos bosques no pertenecían al señor Calder sino que, en teoría, eran propiedad de una asociación de hombres de negocios de las ciudades de Medway que, en otoño e invierno, acudían allí para cazar aves. Cuando el sonido de las escopetas anunciaba la presencia de los cazadores, el señor Calder llamaba a "Rasselas" al interior de la casa. Durante el resto del tiempo, el enorme perro vagaba libremente por el jardín y por las tierras que constituían los dominios del señor Calder. Sin embargo, el animal nunca se perdía de vista ni iba más allá del alcance de la voz de su amo.

Los niños decían que el perro hablaba con su dueño, y tal vez aquello no estuviera muy lejos de la verdad. Antes de que llegase el señor Calder, en la casa había vivido un estúpido y malhumorado individuo que se constituyó en guardián de los intereses de los deportistas de Medway, y que perseguía y acosaba a los chiquillos, los cuales, a su vez, se acostumbraron a eludirle.

Al llegar el señor Calder, los niños invirtieron cierto tiempo en probar al nuevo inquilino, hasta llegar a la conclusión de que era por completo inofensivo. Tampoco tardaron mucho en averiguar otra cosa. Nadie podía cruzar la explanada sin ser visto. Por pequeño que fuese y por silenciosamente que se moviera, siempre había un par de sensibles orejas que escuchaban y dos ambarinos ojos que vigilaban. "Rasselas" iba hasta la puerta de la casa y miraba inquisitivamente al señor Calder, el cual le decía:

—Sí, son los niños Lightfoot y su hermana. Yo también los he visto.

Después de lo cual, "Rasselas" iba a tumbarse en su lugar favorito, al abrigo del montón de leña.

Aparte de los niños, las visitas, en aquella casa, eran muy poco frecuentes. A diario, el cartero ascendía en bicicleta hasta el edificio; los camiones de los proveedores llegaban en los días establecidos; el pescadero, los martes; el de la tienda de ultramarinos, los jueves; el carnicero, los viernes. Durante el verano, ocasionales caminantes atravesaban la explanada sin advertir que el dueño de la casa era informado de su presencia desde que aparecían hasta que se perdían de vista.

El único visitante asiduo era el señor Behrens, el maestro retirado, que vivía en el extremo del valle, a doscientos metros del pueblo de Lamperdown, en una casa que en tiempos fue la del rector. El señor Behrens criaba abejas y vivía con su tía. Su cabeza, siempre inclinada hacia adelante, su piel oscura y llena de arrugas, sus pequeños ojos y su malhumorada expresión le hacían parecer una tortuga despertada a destiempo de su sueño invernal.

Una o dos veces a la semana, en verano o invierno, el señor Behrens se ponía su curioso sombrero de tweed, tomaba su delgado bastoncito y ascendía la colina para tomar el té con el señor Caldero El perro conocía y toleraba al señor Behrens, el cual le rascaba la cabeza, comentando:

—"Rasselas". Es un nombre tonto. Tú provienes de Persia, no de Abisinia.

Según se creía, durante aquellas visitas, los dos caballeros jugaban a las damas.

En el comportamiento del señor Calder había ciertas otras peculiaridades que no eran tan evidentes para el observador casual.

Cuando alquiló la casa, alguna de las alteraciones que deseó introducir hicieron que el señor Benskin, el maestro de obras, se rascara la cabeza. ¿Por qué, por ejemplo, había hecho tapiar una espléndida ventana orientada  al Sur y abrir dos nuevas en el lado norte de la casa?

Las explicaciones del señor Calder fueron muy vagas. Dijo que le gustaba disfrutar de una amplia perspectiva y poder saturar sus pulmones de aire fresco. Entonces el señor Benskin preguntó que, en ese caso, ¿por qué había hecho instalar gruesas persianas en todas las ventanas del piso bajo, y chapas de acero tras la madera de las puertas delantera y trasera?

Estaba también el curioso asunto de la línea telefónica. Cuando el señor Calder mencionó que había solicitado que le instalaran el teléfono, Benskin se rió. No era de creer que la compañía, abrumada por el trabajo de la posguerra, fuera a llevar su línea de postes a un kilómetro y medio de distancia para servir a una solitaria casa. Sin embargo, el señor Benskin se equivocó en dos aspectos. La compañía no sólo instaló el teléfono con sorprendente rapidez, sino que llegó hasta el extremo de cavar una zanja y conducir la línea bajo tierra.

Al enterarse de esto, el señor Benskin anunció a la opinión pública, desde el León de Oro, que siempre tuvo la seguridad de que en el señor Calder había algo muy extraño.

—Es un inventor —dijo—. No me cabe la menor duda de que eso es lo que es: un inventor. Cuenta con el apoyo del Gobierno. De otra forma, ¿cómo podría haber conseguido una línea telefónica como la que le han instalado?

Si el señor Benskin hubiera podido observar a Calder cuando por las mañanas se levantaba de la cama, el hombre se hubiera ratificado en su opinión, ya que es un hecho bien conocido que los inventores son una gente muy estrafalaria, y la rutina mañanera del señor Calder no podía ser más extraña.

En verano e invierno, el hombre se levantaba media hora antes del amanecer. No encendía luces, sino que, armado con una gran linterna, descendía al piso de abajo, seguido muy de cerca por "Rasselas", y efectuaba una minuciosa inspección de las tres habitaciones de la planta baja. En los bordes de las persianas había ciertos alambres finísimos y casi imperceptibles a simple vista. Una vez se convencía de que aquello estaba en orden, el señor Calder subía de nuevo a su cuarto y comenzaba a vestirse.

Para entonces, era ya casi de día. Las tinieblas se retiraban de los desiertos prados, haciendo que los fantasmas volvieran a esconderse en los bosques cercanos. El señor Calder tomaba de la cómoda unos grandes prismáticos navales, se sentaba frente a la ventana y examinaba cuidadosamente los contornos de sus dominios. Nada escapaba a su atención: unas zarzas que obstruían un pequeño sendero; una torcida rama de árbol junto a la charca; un montoncito de tierra al lado del seto. Luego, el hombre repetía su examen desde la ventana del lado contrario.

Después, silbando suavemente para sí mismo, el señor Calder bajaba a preparar su desayuno y el de "Rasselas".

El cartero, que llegaba a las once, traía los periódicos y el correo. Tal vez por el hecho de vivir solo y ver a tan poca gente, Calder era particularmente cuidadoso con sus cartas y periódicos. Los trataba con un cuidado y un cariño que cualquier observador hubiera encontrado ridículos. Sus dedos acariciaban el sobre, o el envoltorio, con gran suavidad, como si estuviera palpando un veguero. Muy a menudo miraba los sobres a contraluz, como si pudiera leer su contenido sin necesidad de abrirlos. En ocasiones llegaba incluso a pesar los sobres en el delicado pesacartas que tenía sobre su escritorio, entre una gaviota disecada y un búcaro con unos jazmines.

Una agradable mañana de mayo, mientras el sol prometía, desde las alturas, un brumoso atardecer, el señor Calder desplegó su ejemplar del Times, buscó, como era su costumbre, la sección de noticias del extranjero, y comenzó a leer.

Había extendido su mano hacia la taza de café cuando de pronto se detuvo. Fue una breve vacilación. un minúsculo cambio en la secuencia de sus movimientos, pero bastó para suscitar la atención de "Rasselas". El señor Calder sonrió a su perro. Su mano reanudó el movimiento, tomó la taza de café y la llevó a su boca. Sin embargo, el perro no se quedó tranquilo.

El señor Calder leyó, una vez más, el párrafo de cinco líneas que había captado su atención. Luego echó un vistazo a su reloj fue hacia el teléfono, marcó un número de Lamperdown y se puso al habla con Jack, el encargado del garaje, que al mismo tiempo atendía el servicio de taxis.

—Si nos damos prisa, podremos llegar —dijo Jack—. No hay tiempo que perder. Ahora mismo voy a buscarle.

Mientras esperaba que apareciese el coche, el señor Calder telefoneó primero al señor Behrens para advertirle que tendrían que posponer su partida de damas. Luego empleó un ratito en explicar a "Rasselas" que iba a dejarle al cuidado de la casa; pero que regresaría antes del anochecer. "Rasselas" barrió la alfombra con su pomposa cola y no trató de seguir a su amo cuando el  “Austin” de Jack ascendió por la colina y dio la vuelta frente a la puerta del edificio.

Al final resultó que el tren llegó al empalme con diez minutos de retraso, y el señor Calder pudo tomarlo con toda facilidad.

*****

El señor Calder se apeó en la estación Victoria, bajó por la calle del mismo nombre, torció a la derecha, en dirección contraria al abierto espacio en que estuvo la oficina colonial. Luego volvió a torcer a la derecha y se adentró en la plaza. Allí. en la esquina suroeste, se encuentra la sucursal de Westminster del Banco de Londres y de los condados de Home.

El señor Calder entró en el Banco. El cajero jefe, el señor Macleod, le dirigió una inclinación de cabeza y dijo:

—El señor Fortescue le espera. Puede usted pasar.

—Me temo que el tren llegó con retraso —explicó Calder—. Perdimos diez minutos en el empalme y no los pudimos recuperar.

—Los trenes ya no son tan de fiar como antes —asintió el señor Macleod.

Una joven de una oficina cercana acababa de depositar los ingresos del día anterior. Macleod la observó por el rabillo del ojo hasta que la puerta se cerró tras ella. En seguida preguntó. empleando exactamente la misma inflexión. aunque con mayor suavidad:

—¿Será necesario que hagamos algún arreglo especial cuando se vaya?

—No, no gracias —replicó el señor Calder—. Ya he tomado todas las precauciones necesarias.

—Estupendo —dijo MacIeod.

Abrió una gruesa puerta. adornada con paneles de nogal de imitación, según el estilo utilizado por los decoradores de Banco de la preguerra, e hizo pasar al señor Calder a la antesala, donde le dejó a solas unos momentos. El hombre distrajo su espera contemplando el único ornamento del cuarto: una reproducción, en el interior de un enorme marco dorado, de la alegoría de Landseer "El juego de la cuerda". La Moderación y la Laboriosidad parecían estar consiguiendo una difícil victoria sobre el Lujo y la Extravagancia.

En aquel momento reapareció el cajero jefe y mantuvo la puerta abierta para que pasara Calder.

El señor Fortescue, que se adelantó para recibirle, hubiera podido ser identificado en cualquier circunstancia como un director bancario. No era sólo su convencional indumentaria, el rostro, cuadrado y sagaz, la sensación que producía de que, en cuanto la puerta de la oficina se cerraba tras él, el hombre debía de sacar una vieja pipa y colocarla entre sus discretos, aunque sonrientes labios. No, había algo más: Su modo de portarse, su aspecto equilibrado, su aire de firmeza y estabilidad en un mundo inquieto e inestable. En fin, toda la serie de características que se unen en un hombre que representa una corporación con un capital en activo de cien millones de libras esterlinas.

—Me alegro de verle —dijo el banquero—. Tome asiento, por favor. ¿Ha tenido alguna dificultad al venir?

—No —replicó Calder—. No creo que ese hombre vaya a empezar nada, al menos hasta dentro de dos o tres semanas.

—Puede que hayan retrasado la publicación de esta noticia para sorprenderle a usted con la guardia baja.

Fortescue tomó su propio ejemplar del Times y releyó las cuatro líneas y media que anunciaban que el coronel Josef Weinleben, el mundialmente famoso experto en anticuerpos bacteriales, había muerto en KIagenfurt a consecuencia de una operación abdominal.

—No —replicó Calder—. Ese hombre quería que yo leyera eso y comenzara a temblar.

—Sería el procedimiento normal para organizar su propia muerte antes de acometer una importante misión —reconoció el señor Fortescue. Tomó una pesada plegadera y, pensativo, comenzó a golpear con ella el escritorio —. Pero también puede que esta vez sea cierto. Weinleben debe de tener cerca de sesenta años.

—Va a venir —dijo Calder—. Lo siento en mis huesos. Puede que incluso sea verdad lo de que está enfermo. Si va a morir, deseará llevarme con él.

—¿Qué le hace estar tan seguro?

—Le torturé. Y le arruiné. Nunca podrá olvidarlo.

—Desde luego —replicó Fortescue. Dirigió la punta de la plegadera hacia la ventana y apuntó con el cortapapeles como si fuera una pistola—. Probablemente, está usted en lo cierto. Trataremos de detenerle en el puerto y ponerle a buen recaudo. Pero no podemos garantizar que no consiga meterse en el país. De todas maneras, si trata de operar, tendrá que delatar su presencia. Cuenta usted con una protección permanente. ¿Desea alguna medida extraordinaria?

El señor Calder pensó que el banquero lo mismo podía haber estado hablando con un cliente: «Cuenta usted con el crédito normal. ¿Desea alguna disposición extra, señor Calder? El Banco está para servirle». En el hecho de tratar la vida y la muerte como si fueran entradas en un mismo libro de caja había algo que, al mismo tiempo, resultaba grotesco y confortante.

—No estoy muy seguro de desear que ustedes le detengan —replicó Calder—. No nos encontramos en guerra. Lo único que podrían hacer es deportarle. Casi sería más satisfactorio que le dejaran seguir adelante.

—¿Sabe una cosa? —preguntó Fortescue—. A mí se me había ocurrido la misma idea.

*****

La señora Farmer, propietaria de la pensión Los Siete Aguilones, enclavada entre Aylesford y Bearsted, consideraba al señor Wendon un huésped perfecto. Su pasaporte y la tarjeta que había rellenado debidamente a su llegada le mostraban como holandés; pero su inglés, aunque con un extraño acento, era fluido y comprensible por completo. Se trataba de un hombre erguido, de rostro sanguíneo y cabellos grises. Se mostraba particularmente cariñoso con los dos niños de la señora Farmer. Además, no producía ninguna molestia. Era —y esto, a los ojos de la señora Farmer, constituía una maravillosa virtud— metódico y siempre se sabía lo que iba a hacer.

Cada mañana, durante la inacabable sucesión de hermosos días que anunciaban el próximo verano, Wendon salía a pasear vestido con un añoso pero respetable traje de tweed, con los prismáticos colgados de un hombro, y en el otro una pequeña mochila que contenía la cámara fotográfica, los bocadillos y el termo. Por las noches tomaba asiento en el diván, y como aperitivo de la cena, se bebía un único vaso de ginebra holandesa. Luego entretenía a Tom y a Rebeca con relatos sobre los pájaros que había observado durante el día. Al verle allí sentado resultaba muy difícil imaginar que aquel hombre plácido, gentil y de buen porte había matado hombres y mujeres, y también niños, con sus propias y bien cuidadas manos. Sin embargo, el señor Wendon, o Weinleben, o Weber, era un individuo muy notable.

El décimo día de su estancia, Wendon recibió una carta de Holanda. Su contenido pareció causarle cierta satisfacción. Antes de guardar el papel en su cartera lo leyó dos veces. Arrancó los sellos del sobre y se los dio a la señora Farmer para que se los entregara a Tom.

—Puede que esta noche llegue un poco tarde —dijo—.Voy a reunirme con un amigo en Maidstone. No cenaré aquí.

Aquella mañana, Wendon preparó con particular cuidado su mochila y en el cruce de Aylesford tomó el autocar de Maidstone. Había anunciado que iba a ir a Maidstone, y Wendon nunca decía mentiras innecesarias.

Después de aquello, sus movimientos se hicieron un poco complicados; pero a las cuatro en punto se encontraba a seguro en una seca acequia, al norte de la antigua rectoría de Lamperdown. En ese lugar. Wendon, mientras se tomaba un bizcocho, se dedicó a observar el camino que conducía a la casa.

A las cuatro y cuarto llegó el taxi de Jack. La tía del señor Behrens salió del edificio llevando, pese a lo caluroso del día, abrigo, guantes y una bufanda más bien chillona. La mujer se instaló en el asiento trasero del coche y el señor Behrens le pasó su cesta de compra, hizo un gesto de despedida y volvió a meterse en su domicilio.

Cinco minutos más tarde, el señor Wendon llamó a la puerta delantera del edificio. Behrens acudió a la llamada y pestañeó al ver la pistola que había en la mano de su visitante.

  —Debo pedirle que se vuelva y camine frente a mí —dijo Wendon.

  —¿Por qué he de hacerlo? —preguntó el señor Behrens.

  En su tono había más irritación que alarma.

 —Si no me obedece, le mataré —explicó Wendon, y por su forma de decirlo, se comprendía que estaba dispuesto a cumplir la amenaza.

  El visitante empujó a Behrens hacia una puerta, y tras unos momentos, el dueño de la casa preguntó:

  —¿Y ahora adónde?

  —Este parece la clase de sitio que yo deseaba encontrar... Abra la puerta y métase dentro. Pero hágalo todo muy despacio.

Se trataba de un cuarto pequeño y oscuro, dedicado a guardar sombreros, abrigos, bastones, viejas raquetas de tenis, mazos de cracker, velos para protegerse de las abejas y cosas por el estilo.

—Excelente —dijo Wendon. Cogió el anticuado sombrero de tweed y el bastoncito que siempre llevaba el señor Behrens en sus paseos por los contornos—. Una ventana pequeña y una puerta fortísima. ¿Qué más podría pedirse?

Observando aún fijamente al señor Behrens, Wendon dejó el sombrero y el bastoncito sobre la mesa del vestíbulo, metió la mano derecha en el bolsillo de su propia chaqueta y sacó un objeto metálico de extraña apariencia.

—Quizá usted no haya visto nunca una de estas cosas. Funciona partiendo del mismo principio que las granadas «Mills», pero resulta seis veces más potente, y aparte de explosiva, es incendiaria. Cuando cierre esta puerta, echaré los pestillos y colgaré la granada del de arriba. El más mínimo movimiento la hará caer. Le advierto que se trata de un artefacto lo bastante poderoso para echar abajo la puerta.

—De acuerdo —dijo Behrens—. Pero no se descuide... Mi tía regresará pronto.

—No hasta las ocho, si se atiene a su horario de la semana pasada —replicó Wendon, con conocimiento de causa.

Cerró la puerta, echó los pestillos superior e inferior y colgó la granada, con artístico cuidado, del de arriba.

*****

El señor Calder acabó su té a las cinco en punto, y poco después se dirigió hacia un extremo del jardín, donde estaba reparando la cerca. "Rasselas". permanecía tranquilamente tumbado a la sombra del montón de leña. La dorada tarde iba transformándose, poco a poco, en anochecer.

"Rasselas" movió levemente el hocico para librarse de una mosca. A un lado oía al señor Calder cavando con su azada sobre la piedra caliza de la cima de la colina. Mientras realizaba su trabajo, Calder refunfuñaba. Más allá, a unos cuatro sembrados de distancia, un caballo se libraba de las moscas tirando pequeñas coces y corveteando. Luego, a la izquierda, allá en lo lejos, "Rasselas" captó un sonido familiar. El "clic" de un bastoncito metálico al golpear contra una roca.

A "Rasselas" le gustaba dar la bienvenida, en particular a aquel amigo de su amo; pero, dignamente, esperó hasta que en su campo visual apareció el familiar tweed. Entonces el animal se puso en pie y trotó suavemente hacia el camino.

La fuerza de la costumbre era tan potente, y las. impresiones óptica y visual resultaban tan familiares, que hasta los cinco agudos sentidos de "Rasselas" se confundieron. Pero su instinto estaba alerta. La figura se encontraba aún a una docena de pasos y avanzaba con toda confianza. Entonces, "Rasselas" se detuvo. Sus ojos examinaron al paseante. La apariencia, el sombrero, los sonidos, todo estaba en orden. Pero la forma de andar era distinta. Más rápida y decidida que la de su viejo conocido. Y, sobre todo, el olor también era otro.

El perro gruñó y luego se agazapó, como para saltar. Sin embargo, el que saltó fue el hombre. Lo hizo directamente hacia el animal. Su mano derecha salió de debajo de la chaqueta y el pesado bastón cruzó el aire con brutal fuerza. "Rasselas" se movía y por eso el golpe no le alcanzó en la cabeza, sino que le dio de pleno en la parte trasera del cuello. El animal se desplomó sin lanzar un gemido.

El señor Calder acabó de cavar el hoyo para el poste que estaba plantando, se enderezó y decidió ir a la casa en busca de la broca y la creosota. Al salir del jardín vio al perro tendido en el camino.

Corrió hacia el animal y se arrodilló en el polvo. No le fue necesario mirar dos veces.

Calder apenas se molestó en alzar los ojos cuando una voz, que reconoció en seguida, habló a sus espaldas.

—Mantenga las manos a la vista —dijo el coronel Weinleben—, y trate de no hacer ningún movimiento inesperado ni repentino.

El señor Calder se puso en pie.

—Sugiero que vayamos a la casa —dijo el coronel—. Allí estaremos más en privado. Me gustaría dedicarle al menos tanta atención como la que usted me dedicó a mí la última vez que nos vimos.

Calder parecía que apenas escuchaba al otro. Su mirada estaba fija en el inmóvil cuerpo de "Rasselas", al cual la ausencia de vida había ya cambiado de forma increíble. Los ojos del hombre se llenaron de lágrimas.

—Usted lo mató —dijo.

—Como le mataré a usted dentro de un momento —replicó el coronel.

Y al tiempo que hablaba, giró sobre sí mismo, dio un rígido paso hacia adelante y cayó de bruces.

El señor Calder le miró sin curiosidad. De la profunda herida que Weinleben tenía en un lado de la cabeza brotaba una oscura sangre que iba a mezclarse con el blanco polvo del camino. "Rasselas" no había sangrado en absoluto. Calder se alegraba de esta pequeña diferencia entre ambas muertes.

El señor Bebrens era quien había matado al coronel Weinleben mediante un solo disparo hecho desde el extremo del bosque, con un rifle de ocho milímetros. La escopeta se hallaba provista de una mira telescópica; mas, pese a todo, el tiro fue extraordinario aun para un tirador tan bueno.

El señor Behrens, antes de hacer el disparo. Corrió durante casi medio kilómetro, tuvo que situarse en posición muy rápidamente Y sólo pudo ver la cabeza del coronel sobresaliendo de un seto que se interponía en su campo visual.

Ahora Bebrens saltó aquel seto, vio a "Rasselas" Y comenzó a renegar.

—No ha sido culpa de usted —dijo Calder.

El hombre estaba sentado en el camino, con la cabeza del perro sobre sus piernas.

—Si estoy encargado de vigilarle, debo hacerlo debidamente —replicó Behrens—. No debí permitir que un aficionado me tomase el pelo. Se me escapó la posibilidad de que el hombre bloquease la puerta con una granada. Tuve que romper la ventana, y eso me llevó casi media hora.

—Tenemos mucho que hacer —dijo Calder.

Se puso en pie rígidamente y fue a buscar una pala.

Los dos hombres cavaron una profunda sepultura detrás de la pila de leña y depositaron en ella al perro.

Luego rellenaron la fosa y amontonaron la tierra en forma de túmulo. Aquél era un bello lugar para el eterno reposo, orientado hacia el Sur y dominando sobre las pomposas copas de los árboles de la campiña de Kent.

Un mausoleo digno de un príncipe.

Al coronel Weinleben le enterraron después, en el bosque, mucho más de prisa y con menos ceremonia.

A fin de cuentas, era el hijo ilegítimo de un zapatero de Hainz y muy inferior, en nacimiento y categoría, a "Rasselas».