11.-EL MERODEADOR DE LAS DUNAS

[JULIAN MAY]

Sólo dos seres, hace mucho tiempo, vieron caer el meteoro en el lago Michigan. Uno fue un indio pottawatomie que cazaba conejos en las dunas de la orilla; observó cómo el trazo luminoso se introducía en el lago y sintió miedo, ya que el que las estrellas abandonaran el cielo y se sumergiesen en el "Gran Agua" era una señal de mal augurio. El otro ser que lo vio fue un esturión que ávidamente se abalanzó sobre el meteoro mientras éste se hundía, ya muy reducido de tamaño, en el mar de agua dulce. El gran pez lo tomó en su boca y, con gran repugnancia, volvió a soltado. Aquello no era comestible. El meteoro continuó descendiendo hacia el fondo de las frías y oscuras aguas, y desapareció. El esturión se alejó, y al cabo de poco rato, había muerto...

 *****

El doctor Ian Thorne se inclinó junto a una charca de la orilla y sumergió su red en el agua. Bajo el sol de finales de julio, el agua del lago tenía un brillante tono azul oscuro que se convertía en cristalino en las olas que rompían sobre la charca del doctor Thorne. Un grupo de pequeños insectos emergieron a la superficie y fueron hacia el hombre, dejando tras ellos unas pequeñas olas en forma de V que se reflejaban en el oscuro fondo. Un notonéctido salió, con suaves movimientos, de una nube de verdes algas y husmeó alrededor de un termómetro centígrado que se hallaba introducido en el agua, pendiente de la pequeña varita de un madero.

«15,00 horas... Temperatura en el exterior, 32 grados en el agua...», anotó el doctor Thorne, en una libreta grande y gastada. Se inclinó para ver con mayor claridad el termómetro sumergido. «...28 grados... Viento suave, variable; la acción de las olas tiende a disminuir. Ausencia de nuevos especimenes». Fechó una nueva hoja de papel, encabezándola con la inscripción: «Día decimocuarto», y comenzó el recuento de insectos.

Bajo el ardiente sol de julio se dedicó a escribir con rapidez. Era un hombre de rostro agradable, de unos treinta años. Llevaba un juego de camisa hawaiana y shorts de color magenta, estampado con unas hojas verdes de lo menos botánico. Sobre su cabeza se veía una vieja gorra de baseball.

Rodeó la charca que se encontraba junto a la orilla, cuyas dimensiones eran de uno por dos metros, y anotó que la arena seguía acumulándose. No faltaba mucho para que la charca quedase estancada. Cada día aportaba nuevos y fascinantes cambios en su población. Grínidos, hidrofílidos, una corixa que se escondía en el cieno; cierta clase de larvas junto a un madero medio podrido.

Sería mejor que tomase algunos especimenes de estas últimas. Una L. intacta  tomaba tranquilamente el sol encima del termómetro.

El notonéctido, habiendo recobrado la confianza, movía sus pequeñas patas y zigzagueaba en el agua, entrando y saliendo del cúmulo de desperdicios. "N. undulata", escribió el doctor Thorne.

Cuando hubo concluido el recuento, sacó una botella colectora de la cesta de pescador que colgaba de su hombro y metió en ella unas cuantas larvas, empleando el mango de la red para ponerlas en su lugar.

Entonces observó que en el fondo de la charca, claro y libre de algas, había algo que brillaba con una luz más dorada que el mero reflejo del sol en el agua. Para apartar los sueltos granos de arena empleó la red.

El objeto no era, como había creído al principio, un guijarro ni un trocito de cristal; en lugar de eso se encontró con que había pescado una cosa pequeña, con forma de gota y que se asemejaba a una canica con rabito. Era una diminuta y pequeña cosa de un trasparente color ámbar. Su superficie estaba cubierta por doradas vetas. El sol se reflejaba en sus pulidos bordes, que aparecían sorprendentemente libres de la inevitable pátina que acompaña siempre a los objetos que se encuentran sumergidos.

Thorne agitó el fondo de la red hasta que la cosa cayó en el interior de una botella colectora vacía. Allí la examinó durante un minuto. Aquello sería un nuevo y precioso elemento para su colección de "Miscelánea Inútil". Podía ponerlo en una botellita, entre la esquila de yak de bronce labrado y el cristal de sulfato de cobre de quince centímetros.

Cuando se encontraba recogiendo su equipo y preparándose para irse, llegó el barco. Apareció por el Norte y avanzó cautamente por entre los bancos de arena del litoral. Era un majestuoso crucero Matthews, llamado  Carlin, que pertenecía a su amigo, Kirk MacInnes.

—¿Qué hay, Mac? —inquirió el doctor Thorne, cordialmente—. ¡Cuidado con el nuevo banco de arena que formó la tormenta!

En el puente del barco, una figura hizo un leve ademán de saludo y gritó algo que el hecho de tener una pipa entre los dientes convirtió en ininteligible. El crucero dio la vuelta y el zumbido de sus motores se apagó suavemente. A unos cien metros de la orilla quedó meciéndose sobre las pequeñas olas. Tras una corta pausa, surgió de uno de sus costados una amarilla balsa de goma.

Thorne sonrió. ¡El bueno de Mac! El pequeño ex ingeniero, con su bigote de skye-terrier, era el propietario de aquel magnífico barco y le visitaba regularmente, trayéndole el correo y su ejemplar del Biological Review, o bien ciertos productos químicos embotellados para evitar que el aislado científico se acatarrase. MacInnes era un visitante asiduo y bien recibido; pero hasta aquel día, siempre había llegado solo.

Esta vez no fue así.

—Bien, bien —murmuró el doctor Thorne, y volvió a mirar hacia el bote de goma.

La muchacha se sentaba en la parte delantera de la balsa, mientras MacInnes remaba diestramente. Cuando estuvo lo bastante cerca, Thorn advirtió que el cabello de la chica era oscuro y rizado. Vestía un inmaculado traje blanco de deporte, y alrededor del cuello llevaba un pañuelo azul oscuro. No dejaba de mirar a Thorne y éste, por primera vez, lamentó haberse puesto aquel conjunto hawaiano.

El amarillo costado de la balsa rozó contra las rocas de la playa. Maclnnes saltó a tierra y fue a estrechar la mano de su amigo. El recién llegado era un hombre de unos sesenta años, de cabello entrecano y sostenía entre los dientes una vieja pipa.

—Esta vez te, he traído un visitante, Jan —dijo—. Una estupenda compañía. Jeanne, este caballero de los shorts y la cesta de pescador es el doctor Jan Thorne, el distinguido escritor y conferenciante. Escribe libros sobre la ecología de las dunas, sea eso lo que fuere. Jan, ésta es mi sobrina, la señorita Wright.

Thorne murmuró unas frases corteses. ¡Caramba con el viejo zorro! No cabía duda de que su sobrina era una chica guapísima.

—¡Qué estupendo! —sonrió la chica—. Un ecólogo con mirada maliciosa.

Repentinamente, el rostro del científico trató de adoptar la protectora coloración de sus shorts.

—En el fondo, los ecólogos no somos malos sujetos, señorita Wright —dijo—. Lo que nos da aspecto de sátiros es el aire libre.

—Comprendo —aseguró la muchacha, con un tono de voz que hizo que Thorne se preguntase hasta qué punto comprendía —. ¿Estaba usted recogiendo especimenes?

—No exactamente. Verá... Estoy preparando un capítulo sobre la ecología de las asociaciones orgánicas en las charcas de ribera, y esta pequeña charca de aquí es mi conejillo de indias. El banco de arena del extremo cercano al lago irá creciendo hasta dejar la charca totalmente aislada. A medida que aumente el estancamiento, en el agua irán creándose formas progresivas de vida animal y vegetal: algas, escarabajos, larvas y cosas por el estilo. Si durante las próximas semanas tenemos un tiempo tranquilo, conseguiré un excelente muestrario de las asociaciones vegetal-animales que se forman en este tipo de medio ambiente. El capítulo referente a la charca forma parte de un libro que estoy escribiendo sobre estudios eco lógicos en las dunas del Estado de Michigan. Bostezando desmesuradamente, MacInnes comentó:

—Todo lo que hace falta es ponerlo en marcha. Luego, él solo se pasará todo el día hablando. —Empujó la balsa hasta la arena y sacó un grueso envoltorio—. Te he traído un regalo, si te interesa.

—¿Qué es? ¿El correo?

—No. Algo endiabladamente más digerible: unos solomillos. Convencí a Jeanne para que me acompañara y nos los preparase. He experimentado tu manera de cocinar.

—Puedo quemar un filete tan bien como cualquiera protestó Thorne, dignamente—. Pero estoy dispuesto a darte la razón. Ya había acabado de trabajar aquí.

¿Vamos a mi cabaña? Vivo junto a la orilla del lago, señorita Wright; en lo alto de una duna. Se trata de una vivienda un poco rústica, pero es un hogar.

MacInnes rió entre dientes y comenzó a andar por la firme y húmeda arena de la playa.

En algunos lugares, las dunas coronadas de árboles parecían surgir casi del nivel del agua. Los juníperos, pinos y la espesa maleza eran las únicas cosas que se veían en el enorme y pavoroso monstruo que son las dunas viajeras. Estas, sin el freno representado por las raíces de los árboles, se extenderían sobre las granjas y bosques, dejando a su paso muerta vegetación y llanuras de arena silícea.

Los tres avanzaron tierra adentro y rodearon un gran valle de angosta entrada que se extendía por entre las altas colinas de arena. Era un desnudo y lúgubre lugar, silencioso y árido, en el que se veían árboles muertos y desgajados por el viento.

—Es un arenal —explicó Thorne—. Lo produjo el aire. Esas dunas que hay al final del valle están en movimiento. ¿Ve esos árboles muertos? Hace muchos años fueron sepultados por las colinas. Luego, éstas siguieron su camino, dejando a su paso esos esqueletos. Probablemente eran robles jóvenes.

—¡Pobrecillos! —comentó la muchacha.

Dejaron atrás el triste arenal y se adentraron entre unas verdes colinas en las que sólo se veían pequeñas cantidades de arena. La casa de Thorne se encontraba en la cumbre del mayor de los montículos. El rústico exterior de la cabaña apenas se distinguía entre los arces y las coníferas que la rodeaban por tres lados. En la parte frontal de la vivienda había plantados tejas y juníperos, para evitar el movimiento de la arena.

Por la falda del montículo ascendía una escalera de troncos, a cuyo pie se veía un banco de madera, una bomba de agua de color verde y una vieja campana de barco colgada de un palo.

—¡Si tiene llamador y todo! —gritó la joven, haciendo sonar la campana.

—Aún no hay nadie en casa —rió Thorne—. Pero ahí arriba está mi choza.

—Sí —dijo MacInnes, en tono fúnebre—. Y hay que subir ciento treinta y tres escalones para llegar a ella.

Al cabo de un rato, los tres se encontraban sentados en el porche de la cabaña. Thorne preparó unas bebidas.

—Verdaderamente, se subestima usted, doctor Thorne —dijo la muchacha—. Esto no es una choza, sino un verdadero hogar. Un estupendo hotelito entre los pinos.

—Dejémoslo en humilde —sonrió el científico—. Vine aquí dispuesto a conseguir sólo un pequeño sitio donde guardar mi máquina de escribir y mis microscopios, y un tipo me cargó con este chalet.

—El panorama es precioso. Puede usted ver kilómetros y kilómetros.

—Pero cuando el viento sopla fuerte desde el lago, parece como si la casa fuera a salir volando. Sin embargo, esto es lo que necesito para mi trabajo. No hay vecinos, ni demasiados excursionistas y ni siquiera una carretera decente. Tengo que ir tres kilómetros en mi jeep a lo largo de la playa antes de encontrar el camino de herradura que desemboca en la carretera general. Tampoco hay teléfono. Y si no tuviera mi propia planta generadora, ni siquiera tendría electricidad.

—¿No tiene teléfono? —Jeanne frunció el ceño—. Pero tío Kirk dice que habla con usted cada día. No lo comprendo.

—Venga conmigo —invitó él, de forma misteriosa—. Le enseñaré algo.

Thorne condujo a la muchacha hasta una pequeña habitación con enormes ventanas que había al lado de la sala de estar. Sobre una mesa y junto a las paredes se veía un equipo de radio. Encima del aparato transmisor aparecía una gran cigarra de yeso que llevaba puestos un par de audífonos.

Thorne explicó:

—De pequeño era radioaficionado, y ahora este aparato es lo que me mantiene en comunicación con el mundo exterior. Conocí a Mac por radio, mucho antes de verle en persona. Debe usted de haber visto su emisora en casa. Y creo que incluso en el barco tiene una de corto alcance.

—Sí, lo he visto. ¿Quiere decir que puede hablar con usted siempre que lo desea?

—Bueno, esto no es como el teléfono —admitió Thorne—. El tipo al que uno llama tiene que estar a la escucha en la misma frecuencia de onda. Pero su tío y yo tenemos concertado un horario para las noches, y a veces también para las mañanas. Y hay otros radioaficionados en el resto del país que son muy amables y me permiten hablar con mis colegas y amigos. La cosa funciona de maravilla.

—El tío Kirk habla de usted como de una especie de científico anacoreta —dijo Jeanne, tomando el micrófono y pasando los dedos por su bruñida superficie—. Pero me parece que no está en lo cierto.

—Tal vez no —dijo Thorne, lentamente—. O puede que sí. Me las arreglo para salir adelante. La emisora es de gran ayuda para librarme de la soledad, pero... hay otras cosas. ¿Vamos a tomar un trago?

La chica volvió a dejar el micrófono en su sitio y miró a Thorne de una manera muy extraña. Dijo:

—Como quiera. Gracias por enseñarme su emisora.

—No tiene importancia. Si alguna vez se encuentra ante un aparato de radioaficionado, busque a W8-DamianZorra-Víctor en la banda de diez metros. Ese soy yo.

—De acuerdo. Si tengo la oportunidad, lo haré.

La muchacha se volvió y fue hacia la puerta.

En labios de Thorne murió el ligero comentario que había estado a punto de hacer. Repentinamente, toda la soledad de su vida en las dunas pareció caerle encima.

Se encontraba allí, rodeado por los muertos árboles, de los que había desaparecido para siempre el vivo verdor. y lo mismo le ocurría a él.

—Este whisky sabe a yodo —dijo MacInnes, desde el porche.

Thorne salió del pequeño cuarto, del que cerró la puerta.

—Pues es el único alcohol que hay en la casa, como no quieras probar el que utilizo para la conservación de mis especimenes —dijo, volviendo a sentarse en su sillón—. y por lo que respecta al sabor de eso..., debías estar enterado. Fuiste tú el que trajo la botella hace una semana.

Jeanne tomó la cesta de pescador de Thorne y comenzó a colocar los frascos en fila, sobre la mesa. Algas, escarabajos, y unas cuantas cositas horribles que se retorcían cuando las movía. A la joven le dieron mucho asco.

—¿Qué es esto? —preguntó curiosamente, indicando la botella con la bolita ambarina que tenía entre las manos.

—Una cosa que encontré en mi charca este mediodía. No sé lo que es. Tal vez cristal de roca, o una pieza de bisutería que se le cayó a alguien al agua.

—A mí me parece muy lindo —dijo la muchacha, en tono admirativo—. Ese pequeño rabito me recuerda algo... Ya sé, a las bolitas Príncipe Rupert. Tienen un aspecto muy parecido al de ésta, sólo que son un poco mayores y con una burbuja de aire en su interior. Cuando se les rompe el rabito, toda la bola salta en pedazos. —La joven se encogió de hombros—. Creo que eso se debe a las tensiones internas, o algo así. Pero nunca había visto ninguna que tuviera un color semejante. Casi parece hecha de cristal veneciano.

—Si le gusta, quédesela —ofreció Thorne.

MacInnes se sirvió tres dedos más de whisky y añadió escrupulosamente dos gotas de soda. En el centro de la mesa, la ambarina bolita brillaba con suavidad bajo la luz del sol.

 *****

A Tommy Dittberner le gustaba pasear por la orilla del lago al atardecer y observar cómo jugaban los sapos de arena. Había cientos de ellos, que salían a comer tan pronto como caía la noche. Eran pequeñas criaturas de color gris plata, con grandes ojos como gemas, y que nadaban en el agua o permanecían inmóviles en su mano cuando él los atrapaba. Los había de todos los tamaños, desde los que medían más de diez centímetros de largo hasta los diminutos, que podían asentarse confortablemente en la uña de su pulgar.

Tommy acudía a Port Grand cada mes de agosto y se hospedaba en un centro veraniego cercano a la ciudad. El niño sabía que no le estaba permitido alejarse mucho de la residencia; pero le daba la impresión de que los sapos siempre eran más abundantes y mayores un poquitito más lejos.

Sólo iría hasta aquel saliente arenoso, eso era todo. Bueno, o quizá hasta aquel trozo de madera que había un poquito más abajo. No estaba perdido, como decía su madre que podía pasarle si se alejaba demasiado. Sabía dónde se encontraba; casi al lado de la casa del hombre de los insectos.

Tommy era un muchacho raro. Vivía su propia vida y nunca hablaba con nadie. Al menos, eso era lo que decían los otros chicos. Pero él no se sentía muy firme en esa actitud. Una vez, la semana anterior, el hombre de los insectos y una guapa señorita habían estado paseando por las dunas cercanas al lugar donde se hospedaba Tommy, y éste había visto cómo el hombre besaba a su compañera. ¡Caramba, eso era algo que merecía ser contado a los compañeros!

Había llegado ya al trozo de madera, y la oscuridad cada vez se hacía mayor. Llevaba fuera desde las seis de la tarde, y si no regresaba pronto, su madre le daría una tunda.  

Los sapos eran más grandes que nunca. El chiquillo tenía que ir con mucho cuidado para no pisados. De pronto vio a uno de ellos que yacía junto a la orilla. Estaba boca arriba y movía débilmente las patas. Tommy se arrodilló para examinar más de cerca al animal.

«Está enfermo», decidió, tocándole con un dedo. El bicho dio un pequeño respingo y en sus ojos se vio una expresión de miedo. Aún no estaba muerto.

El muchacho lo tomó cuidadosamente con ambas manos, y remontando la pequeña duna del litoral, se dirigió al pie de la gran colina donde vivía el hombre de los insectos.

Thorne abrió la puerta y miró con asombro al niño. El científico no sabía si reír o no. El esfuerzo de subir los ciento treinta y tres escalones había cubierto de sudor la cara del chico, trazando en ella franjas más claras que el resto de la piel. La camisa se le había salido por encima del cinturón de sus pantalones tejanos. El muchacho le tendía con ambas manos un sapo inmóvil.

—He encontrado este sapo ahí abajo —explicó el niño, sin aliento—. Me parece que está enfermo.

Sin decir palabra, Thorne abrió la puerta e hizo pasar a Tommy. Ambos entraron en la habitación de trabajo.

—¿Puede usted curarle, señor? —preguntó el muchacho.

—Primero tendré que ver lo que le pasa. Ve a la cocina a lavarte la cara y coge una Coca-Cola de la nevera mientras yo echo un vistazo al paciente.

Thorne depositó al animal sobre la mesa para someterlo a examen. El abdomen estaba pálido e hinchado. Mientras le observaba, el débil latido de su garganta comenzó a espaciarse y al fin se detuvo por completo. El animal no volvió a moverse.

—Ha muerto, ¿verdad? —preguntó una voz, a espaldas de Thorne.

—Me temo que sí, muchacho. Cuando lo encontraste, debía de estar agonizando.

El chico asintió gravemente. Miró en silencio al bicho durante unos segundos y luego inquirió:

—¿De qué ha muerto, señor?

—Te lo podré decir si le hago una disección. Sabes lo que es eso, ¿verdad?

Tommy asintió con la cabeza. El científico siguió:

—Algunas veces, mirando en el interior de un animal, se puede averiguar qué es lo que ha provocado su muerte. ¿Te gustaría ver cómo lo hago?

—Supongo que sí.

El escalpelo y la aguja de disecar brillaron bajo la luz de la lámpara de sobremesa. Thorne trabajaba rápidamente, mirando de vez en cuando al muchacho con el rabillo del ojo. Los instrumentos se movían en el interior de la roja incisión, cortando los órganos extrañamente oscuros y retorcidos.

Thorne miró con fijeza al sapo. Luego se enderezó y sonrió amistosamente.

—La muerte fue debida al cese de actividad cardiaca, amiguito. Creo que será mejor que ahora te vayas a casa. Está oscureciendo y tu madre se sentirá preocupada por ti. No querrás que piense que te ha ocurrido algo, ¿verdad? Al menos, no creo que sea así. Un muchachote como tú no debe causar preocupaciones a su madre.

—¿Qué es eso de "cardiaca"? —preguntó el niño, mirando hacia el sapo muerto, mientras Thorne le conducía afuera.

—Significa "referente al corazón" —dijo Thorne—. ¿Sabes lo que vamos a hacer? Voy a llevarte a casa en mi jeep. ¿Te gusta?

—Supongo que sí.

La puerta de tela metálica se cerró a sus espaldas. Thorne se dijo a sí mismo que el chico olvidaría muy pronto al sapo. De todas maneras, Tommy no había visto lo que había en el interior del animal.

Más tarde, en la cabaña, bajo la luz de la lámpara de sobremesa, Thorne metió en alcohol el cuerpo del sapo. Junto a él, sobre la mesa, brillaban las dos pequeñas bolitas ambarinas con diminutos rabos que había sacado de las rotas y cauterizadas fibras del estómago del bicho.

*****

El reloj de barco que había en uno de los paneles de la emisora de radioaficionado de Thorne marcaba las cinco y cuarto. A través del altavoz, su comunicante le dijo:

—Ahora tengo que acabar la conversación. Mi mujer me está diciendo que antes de cenar eche un vistazo a las ventanas. Este es W8GB hablando con W8DZV. W8GB cambia y corta. Buenas noches, Thorne.

—Buenas noches, Mac. W8DZV cambia y corta. —Tras decir esto, Thorne desconectó su emisora.

Encendió un cigarrillo y permaneció junto a la ventana, mirando al exterior. Sobre el lago, en el cielo azul, se veía una enorme nube blanca, presagio de tormenta; era como una gigantesca ola marmórea de espuma, tétrica y amenazadora. El creciente viento silbaba al pasar por entre las ramas de los árboles de la duna, y a través del cristal, Thorne podía oír el amortiguado rumor de las olas.

Después de la cena, se dedicó a vagar por la casa, sin saber qué hacer, esperando que algo ocurriera. Pasó a máquina las notas del día, aseó el cuarto de trabajo, trató de leer una revista y luego pensó en Jeanne. Era una chica estupenda, pero él no la amaba. Y ella se daba cuenta.

Parecía como si las dunas fueran a cerrarse de nuevo sobre él. No es que se encontrara entre los árboles muertos, sino que él era uno de ellos, enraizado en la arena y con el corazón desprovisto de toda savia.

¡Bah! ¡Qué diablos! La revista cruzó volando la habitación y fue a caer tras el sofá, con un revoloteo de hojas blancas.

Entró furioso en el cuarto de trabajo, dio un topetazo a las estanterías y dejó a los especimenes meciéndose tristemente en el alcohol de los frascos. En la segunda botella por el final, a la derecha, había un sapo. En la tercera, dos pequeñas bolitas ambarinas con pequeños rabos, cuya etiqueta decía sólo:

«Explícame esto. 5-8-57.»

Aquello excitó su interés. Era algo muy extraño que casi había olvidado. Según parecía, las bolitas fueron la causa de la muerte del sapo. Era evidente que afectaron al estómago y los tejidos de alrededor, aun antes de pasar al sistema digestivo. Un trabajo rápido. Thorne tomó la segunda botella y la movió suavemente. El pequeño y pálido cuerpo que había en el interior fue girando hasta que la incisión quedó visible, mostrando todos los retorcidos órganos. A Willy Seppel le hubiera gustado ver aquello. ¡Qué lástima que se encontrase en Ann Arbor, en el otro extremo del Estado!

Thome jugueteó perezosamente con la idea de mandar el par de bolitas a su viejo amigo. Aquellas dos cosas tenían un aspecto poco normal. Podía dejar la etiqueta, escribir una nota enigmática y ajustar las cuentas a Seppel por haber puesto aquellos pececillos en su recipiente colector de larvas durante la última excursión que hicieron juntos.

Si se daba prisa, podría enviar las bolitas aquella misma noche. Dentro de cuarenta y cinco minutos salía un tren de Port Grand. Aún faltaba bastante para que estallase la tormenta. El científico no creía que eso ocurriese antes de que cayera la noche. Además, la actividad le sentaría bien.

Encontró una cajita pequeña y la preparó para enviarla por correo. ¿Dónde estarían los sellos? ¡Ah, y la carta a Seppel. Introdujo una hoja de papel en la máquina de escribir y tecleó rápidamente. Cordel, ¿dónde estaría? ¡Ah, sí! En el estante de las revistas. Ahora habría que ponerse un impermeable y asegurarse de que las puertas y ventanas quedaban cerradas.

Su jeep se encontraba en un pequeño cobertizo, al pie de la duna, protegido por una densa aglomeración de álamos y cedros. Dado que en el cobertizo no había puerta, Thorne sólo tuvo que poner la marcha atrás, salir, dar la vuelta y dirigirse, por el improvisado camino de piedra, hasta la dura y húmeda arena de la playa. Yendo por la orilla unos ocho kilómetros se llegaba a un maltratado, aunque aún utilizable, camino de carretas que llevaba hasta la carretera.

Cuando el doctor Thorne y su jeep desaparecieron tras una alta duna, las nubes se acumulaban espesamente por el Oeste.

 *****

El señor Gimpy Zandbergen, un ocioso caballero que tiempo atrás recorriera los amplios mares y que ahora hacía lo mismo por la abierta carretera, se dirigía a su hogar. Durante una larga y agitada vida, los vagabundeos del señor Zandbergen le habían llevado muy lejos de sus lagos natales para hacerle navegar en aguas más agitadas; pero ahora sus días de aceitador habían acabado y en su corazón se produjo el nostálgico deseo de ver una vez más los barcos fruteros que salían de Port Grand. Dado que no tenía ni el dinero para pagarse el viaje a casa en autobús, ni el deseo de trabajar para obtenerlo, decidió efectuar su viaje en vagones de mercancías y en los camiones cuyos chóferes se sintieran amistosamente dispuestos hacia él.

El último de estos trayectos le había llevado hasta un punto de la carretera de la costa que se encontraba unos cuantos kilómetros al sur de su meta. El hecho de que el viaje hubiera acabado en aquel lugar se debió a una discusión sobre los valores intrínsecos de los "Tigres" de Detroit. El resultado de esa conversación fue que el señor Zandbergen fue invitado a seguir su viaje a pie. Pero él era un alma sencilla, así que se limitó a encogerse de hombros, fortificarse con un trago de la botella que llevaba en su bolsillo y comenzar a caminar.

Sin embargo, el tiempo era tan caluroso como sólo puede serlo en Michigan, en agosto. El sol calcinaba el asfalto y se reflejaba en las arenosas colinas de ambos lados del camino. El hombre se detuvo, extrajo de su bolsillo un pañuelo de hierbas y secó la reluciente calva que había bajo su sombrero. Pensó. con deseo anhelante, en el fresco camino que discurría entre las dunas, y que él estaba seguro de encontrar al otro lado del bosque, yendo hacia el lago.

Había pasado mucho tiempo, pero tenía la seguridad de recordarlo. La vereda le llevaría a Port Grand y a los barcos fruteros, y en ella la temperatura sería agradablemente fresca.

Cuando llegó la tormenta, la opinión del señor Zandbergen era muy distinta. El espeso ramaje le había impedido ver el amontonamiento de nubes. Cuando el cielo se oscureció, el hombre supuso que se trataría de un simple chubasco de verano y confió en que se despejase rápidamente.

Le fastidió el hecho de que las grandes gotas siguieran cayendo con fuerza por entre las ramas de los árboles, y este fastidio aumentó cuando el sendero le condujo por entre arbustos perennes que le protegían mucho menos de la lluvia. La vereda concluyó en una desnuda colina y el señor Zandbergen lanzó unos cuantos reniegos.

Un relámpago rasgó las tinieblas, y el vagabundo echó a correr. Ahora se daba cuenta de que había equivocado el camino. No obstante, reconocía aquella parte del litoral. Recordaba de forma vaga que por allí, junto a un viejo camino de carros, había una cabaña de madera. Si lograba llegar a ella, después de todo no se mojaría tanto.

Ahora podía verse ya el lago. El furioso viento formaba agitadas olas en las otras veces plácidas aguas del lago Michigan. El señor Zandbergen temblaba bajo la furiosa lluvia. Bajó, aturdidamente, por la vertiente de una duna. Apenas podía ver, y los enormes truenos le ensordecían. ¿Dónde estaría el camino que conducía a la cabaña?

Cuando llegó a la cima de la siguiente duna, un enorme relámpago encendió el cielo. ¡Allí estaba! ¡El camino se encontraba allá abajo! Y los árboles, y también la cabaña.

Cruzó diagonalmente la duna a gigantescos pasos, esquivando las ramas y los arbustos agitados por la tormenta. El viento ululaba, desgajando ferozmente los árboles. Una de las ramas azotó de forma brutal al hombre, que cayó al suelo, y con un grito de agonía, comenzó a rodar por la arenosa vertiente. Al fin se detuvo en un seto de juníperos y quedó allí, inmóvil, sollozando y maldiciendo débilmente, mientras la lluvia y el viento percutían sobre él.

Las ramas arrancadas de los árboles le golpearon, implacablemente, al tratar de enderezarse. Desistía una vez y volvía a intentarlo. A unos cien metros de allí en la oscura playa, las olas se levantaban furiosas hacia el cielo.

Entonces se produjo un nuevo rumor y en el lago apareció una luz. Se alzó y cayó sobre las olas. A los pocos momentos, el caído y horrorizado hombrecillo de la orilla pudo ver de qué se trataba. Un enorme trueno cubrió su grito de pánico.

Gritando cosas sin sentido, el vagabundo se puso en pie penosamente y, arañándose con los arbustos, fue a caer en el camino. ¡La cosa le había visto! ¡Estaba seguro de ello! Se arrastró de rodillas por la arena durante un corto trecho, y luego se desplomó por última vez.

El viento volvió a ulular entre las ramas de los árboles; pero la furia de la tormenta había pasado ya. La lluvia caía ahora quietamente sobre las empapadas dunas y goteaba de las ramas de los álamos sobre el inmóvil cuerpo del señor Zandbergen, quien jamás volvería a ver partir los barcos fruteros.

 *****

El sheriff era un hombre parlanchín. Explicó a Thorne:

—Mire, he vivido cuarenta años junto al lago y nunca, nunca había visto una tormenta como la de hoy. ¡No, señor! —Se volvió hacia su ayudante, que permanecía junto a él—. ¡Menudo tifón, eh, Sam! No creo que lo olvidemos.

El doctor Thorne no podría olvidarlo en absoluto. Aún oía en su cerebro el clamor con que el trueno se había perdido entre las dunas, y veía la lluvia tomar cuerpo en el ámbito luminoso formado por los faros de su coche. De regreso a casa, había conducido lentamente por la deslizante arena húmeda; pero, incluso así, el cuerpo casi le pasó inadvertido. Recordaba que al principio creyó que se trataba de una rama caída. Luego bajó del coche y permaneció bajo la lluvia, junto al cadáver, durante unos momentos, hasta que se quitó el impermeable, cubrió con él el cuerpo y regresó a la ciudad.

       Ahora la lluvia había cesado al fin, y la oficina del médico de Port Grand, que era también forense del condado, estaba limpia, en penumbra, y con un sofocante olor a productos farmacéuticos y a impermeables húmedos. Sobre estos olores habituales flotaba el hedor de la carne quemada.

Las tijeras del médico emitieron un chasquido al cortar la carbonizada ropa. Thorne encendió un cigarrillo y aspiró una bocanada, pero el otro olor, agudo y nauseabundo, siguió martirizando su olfato.

—Según su tarjeta internacional de marino, este hombre era George Zandbergen, de Port Grand —dijo el sheriff a Sam, quien transcribió cuidadosamente a su cuaderno de notas la información. Luego, volviéndose hacia Thorne, el hombre preguntó—: ¿Le conocía usted, señor?

El científico meneó la cabeza.

—Yo le recuerdo, Peter —dijo el médico, determinando, de forma experimental, la rigidez de los dedos muertos que tenía ante él—. En 1946 le operé de apendicitis. Después, abandonó la ciudad. Creo que era aceitador del Josephine Temple, de la flota frutera. En algún sitio debo de tener su ficha.

—Anota eso, Sam —pidió el sheriff. Luego se volvió hacia Thorne, que permanecía, inseguro, al pie de la mesa donde se encontraba el cuerpo—. Tenemos que tomarle declaración. Espero que eso no nos lleve mucho rato. Comience por el principio, por favor.

Conteniendo su nerviosismo y malestar, Thorne contó que había vuelto de la ciudad a eso de las nueve, y en medio de un camino lateral, encontró el cuerpo de un hombre. Thorne recordaba que le había extrañado el estado del muerto, ya que, aunque había llovido mucho, algunas partes del cadáver aparecían totalmente carbonizadas. El científico también había encontrado un objeto, mas no pudiendo establecer ninguna conexión entre aquella cosa y el suceso, se reservó, prudentemente, su descubrimiento. Se dijo que al sheriff no le interesaría, pero, pese a todo, deseaba que el bulto del objeto no se notara demasiado en su bolsillo.

El comisario Sam trazó el último signo taquigráfico que marcaba un punto seguido en su trascripción y miró nerviosamente a su alrededor. Su jefe miró, aprobador, hacia las notas —aunque no las comprendía en absoluto—, y dijo:

—¿Qué opina del cuerpo, doctor?

—Quemaduras de tercer grado en el cincuenta por ciento de la piel, calcinada hasta el hueso en algunas partes de la cara y alrededor del omóplato derecho. ¿Cuál dijo que era la posición del cadáver cuando usted lo encontró, señor Thorne?

—Yacía en el suelo, sobre el lado derecho, en una posición bastante antinatural.

El médico bostezó, revolvió en un armario y extrajo una sábana con la que cubrió el carbonizado cuerpo. Dijo:

—Con todas estas quemaduras, el veredicto es bastante obvio, Peter: muerte accidental. El pobre diablo fue fulminado por un rayo. La muerte debió de producirse a eso de las veinte horas. —Remetió la sábana cuidadosamente alrededor de la cabeza del cadáver y continuó—: Los rayos son una cosa muy rara. Pueden hacer volar la suela de los zapatos de un hombre sin afectarle a él para nada, o generar el suficiente calor para fundir metal. Nunca se sabe qué broma van a gastar. Fíjate en este tipo: la mitad de él está totalmente carbonizada, y el resto totalmente incólume. En fin, cosas raras...

Tomó el teléfono y mantuvo una breve conversación con la empresa local de pompas fúnebres. Cuando hubo completado las disposiciones para el enterramiento del infortunado señor Zandbergen, el médico colgó el auricular y fue hacia la puerta. Thorne advirtió que, bajo los chanclos, el hombre llevaba unas zapatillas de estar por casa.

—Mañana puedes completar tu informe, Peter —siguió el médico—. A mi esposa le sentó muy mal que esta noche saliera así. Ya sabes cómo son las mujeres. Buenas noches, señor Thome. Creo que en ese armario hay un viejo impermeable... Tómelo, supongo que estará deseando mandar el suyo a la tintorería.

El sheriff soltó una cordial risotada. Luego, dijo:

—Por hoy ya no le entretendremos mucho, señor Thorne... Dígame sólo cómo me puedo poner en contacto con usted.

—Mediante Kirk MacInnes, de River Road —explicó el científico—. Estará encantado de comunicarle conmigo a través de su emisora de radioaficionado.

Thorne salió por la puerta a la tranquila noche. El sheriff le siguió de cerca.

—Así que es usted radioaficionado, ¿eh? —dijo, amistosamente—. ¡Qué casualidad! En los buenos tiempos yo también tenía una emisora.

El representante de la Ley seguía emitiendo sus amables ruidos. ¿No era aquello una casualidad? Ellos dos eran almas gemelas. Había sido una mala suerte que tuviera que ser precisamente Thorne quien encontrara el cuerpo. Pero no pasaba nada, hombre. Aquello no tenía ninguna importancia... El científico se preguntaba por qué aquel hombre no paraba de hablar. En su bolsillo, el peso del objeto parecía aumentar cada vez más.

—¿Sabe? Un día de éstos me dejaré caer por mi casa para echarle un vistazo a su aparato. Si a usted no le importa, claro. Apuesto a que en esas solitarias dunas echa de menos un poco de compañía. ¡A que sí!

¿Por qué había de importarle? Estaría encantado, hombre... Podía ir siempre que quisiera.

Lo que llevaba en el bolsillo parecía estar a punto de desgarrar el tejido. Entonces caería al suelo. Y tenía adheridos trozos de tela quemada. ¿Por qué no se iban aquellos hombres? Era imposible que sospechasen que él no había...

Sí, sí; emitía en la banda de diez metros. Podía escucharle... ¡Ah! ¿Así que el sheriff había logrado c. w. sobre 180? Aquello era estupendo.

Caminaron hacia los coches bajo los viejos y grandes olmos que había a ambos lados de la calle. En el punto en el que ésta acababa sobre el río se veían unas cuantas estrellas, y observaron unas luces que se movían hacia el canal de gran calado que conectaba el río con el lago.

—Buenas noches, sheriff —dijo Thorne—. Adiós, señor Stern. Espero que la próxima vez nos encontremos bajo circunstancias más agradables.

—Buenas noches, señor Thorne —se despidió Sam, que estaba más que aburrido de una conversación que no podía comprender y deseaba volver a su casa, con su esposa y su bebé.

Los policías se acomodaron en su coche y se fueron. Thorne permaneció tranquilamente sentado tras el volante de su jeep hasta estar seguro de que los otros se habían ido. Luego, cautelosamente, sacó el objeto de su bolsillo y retiró el pañuelo que lo envolvía.

El objeto era del tamaño de un puño cerrado y de forma irregular. Lo había encontrado bajo las carbonizadas cenizas de lo que había sido un hombro humano. En el interior del objeto brillaba una viva luz amarilla. Tenía el mismo aspecto que las tres bolitas pequeñas que había visto con anterioridad; pero ahora se daba cuenta de que lo que él había tomado por vetas doradas era, en realidad, una fina trama de hebras metálicas que formaban una red que, en apariencia, se encontraba a pocos centímetros de la superficie del objeto.

¡El maldito objeto! Era indudable que en él había algo muy extraño.

A su alrededor, en la calle, las luces de las tranquilas casas iban apagándose, una a una. Eran las once de la noche. En el suelo, bajo los faroles, aún brillaban unos cuantos charcos, y en el río se oyó el motor de una lancha que, tras unos momentos, quedó silencioso.

Thorne miró rápidamente a su alrededor; luego salió del jeep y dejó, sobre el bordillo, el objeto. Las húmedas hojas que había en la calzada adquirieron un leve reflejo amarillo.

Resultaba curioso que una simple diferencia de tamaño pudiera cambiar tan radicalmente sus sentimientos hacia el objeto. Las bolas más pequeñas habían sido más bien bonitas, con su aspecto semejante al de gotas; pero la grande, aunque estaba hecha del mismo bello material, no tenía nada de hermosa. La cavidad irregular que aparecía en uno de sus lados, adaptada a la forma de un omóplato humano, le daba un aspecto siniestro; la sangre seca y las cenizas la convertían en algo monstruoso.

De la caja de las herramientas extrajo una llave inglesa y con ella golpeó levemente el reluciente objeto.

No cabía duda de que era más fuerte de lo que su aspecto indicaba. Al no poder romper la bola con golpes algo más violentos, Thorne levantó la herramienta y la descargó con toda su fuerza. La llave inglesa rebotó, resbaló por la superficie del objeto e hizo saltar fragmentos de la piedra del bordillo. Sin embargo, la cosa continuó intacta.

Thorne se inclinó y, tomando el objeto, lo palpó incrédulamente. De pronto, con un grito de agonía, dejó caer la llave inglesa. ¡Abrasaba! La herramienta cayó al suelo y quedó allí, emitiendo un penetrante siseo entre las gotas de agua que aún perlaban la hierba. Thorne encajó las mandíbulas para no gritar. La mano le dolía terriblemente.

Sin embargo, el objeto que había sobre el bordillo no estaba caliente. De la llave inglesa caída sobre la hierba brotaba vapor, mientras el pequeño charquito sobre el que estaba la bola permanecía fresco. Thorne estuvo a punto de recordar algo, pero el dolor de la mano reclamó toda su atención y volvió a olvidar la cosa.

Entre las hojas y la basura, el objeto, que no había sido afectado por los golpes del científico, pareció adquirir un mayor brillo dorado. Permaneció así unos instantes, y luego, con un leve y deliberado movimiento, se libró de las feas cavidades que había en su superficie, volviendo a quedar liso y suave y con la misma forma de gota que sus predecesores.

«200.000 vatios como máximo. ¿Tienes más chismes como ése en casa? Llegaré el jueves a mediodía. Abrazos. Seppel.»

—Te crees muy vivo, ¿verdad? —preguntó Thorne.

—Mucho —presumió Willy Seppel, sonriendo afectadamente tras su cerveza. Dejó el vaso sobre la mesa y su sonrisa se abrió aún más, convirtiéndose en una muñeca—. Lo bastante vivo para creer que las bolas que me mandaste formaban parte de una bromita. Como tú y yo siempre estamos igual... Pensé tirarlas. Lo que las salvó fue la intervención de Archie Deck. Creyó que podían ser "bolas Príncipe Rupert", e intentó romper sus rabitos con una lima.

—¡Ajá! —exclamó el doctor Thorne.

Seppel le miró con sus brillantes, inocentes y azules ojos. Era un hombre alto y bien vestido, de faz sonrosada, nariz aguileña y pelo rubio.

—No tienes por qué mirarme así —dijo Thorne—. Por mí mismo he podido averiguar unas cuantas cosas más respecto a esas bolas.

—Cuéntame —pidió Seppel, complaciente.

—Generan calor. Probablemente me enteré de ello de la misma forma que Archie Deck. —Hizo un ademán con su vendada mano—. Sólo que yo lo averigüé de la forma más desagradable.

Thorne recogió en una bandeja los vasos vacíos y las botellas de cerveza y desapareció con todo ello en la cocina. Desde allí continuó:

—Las dos que te mandé las había encontrado en el interior del estómago de un sapo. Mira en la habitación de trabajo. Segunda botella, por la derecha, del estante grande.

Secándose la mano sana en los pantalones, Thorne volvió junto a Seppel, que permanecía inmóvil, mirando pensativamente la botella en que estaba el sapo.

—Se comió las bolitas —explicó Thorne escuetamente, indicando al bicho.

—Hum..., sí —murmuró Seppel—. Es posible que los jugos digestivos produjeran...

—Sigue, Willy. ¿Qué son esas cosas?

—Al decir que generaban calor estabas casi en lo cierto. He traído una de ellas para demostrártelo.

Seppel salió de la habitación y volvió al cabo de unos momentos con una gran cartera de cuero.

—El aparato está en un par de piezas —se disculpó WilIy—. Tendrás que esperar a que lo monte. ¿Posees un reductor de voltaje?

Thorne asintió y fue a buscado a la estantería.

—Esta bolita que tenemos aquí puede parecer una canica; pero posee ciertas propiedades muy singulares. —Seppel extrajo el pequeño objeto de una caja que había sido cuidadosamente cerrada y enguatada, y la colocó en el centro de la mesa, sobre una especie de nido de materia gris y lanosa. Luego el hombre continuó—: Estos objetos emiten rayos infrarrojos de una intensidad de unos doscientos mil angstroms. Pero su energía es mucho menor de lo que esa cifra podría hacerte esperar. Este pequeño artilugio lo montamos Deck y yo para medir toscamente la potencia de esos objetos. Se trata, en esencia, de una pareja TC130X conectada con una pistola de resorte. Se pone la bolita ahí, se regula la tensión del resorte y, al disparar la pistola, sale despedida esta varita, que da al objeto un golpe adecuado. —Los dedos de WilIy, de uñas impecablemente manicuradas, trabajaban diestramente—. Esto no nos proporciona una medida totalmente exacta, desde luego, pero al menos te ayudará a comprender lo que quiero decir... ¿Dónde hay un enchufe?

—Detrás de la pecera. Ten cuidado de no desconectar el aireador.

—La pantalla de ese extremo te mostrará la cantidad de energía liberada.

Al ser disparado el resorte, la verde línea horizontal que había en la pequeña pantalla gris onduló violentamente y luego acusó una serie de impulsos oscilatorios.

—¿No es absurdo? —comentó el doctor Thorne—. Dispara otra vez, pero reduce la tensión del resorte.

De producirse alguna diferencia, ésta consistió en que los impulsos fueron aún mayores.

—La violencia del golpe y la energía desencadenada no son proporcionales —dijo Seppel—. Algunas veces, el más ligero roce produce unos efectos enormes. Pero en Ann Arbor, a los siete días de estar experimentando para averiguar de qué se trataba, el objeto mostró una marcada tendencia a permanecer indolente. Y al cabo de poco tiempo más, dejó de mostrarse activo.

—En realidad, la energía liberada es muy pequeña, ¿no? —preguntó Thorne.

—Desde luego; pero aun así, resulta sorprendente para un objeto de su tamaño. —Quitó la bolita del aparato y la devolvió a su pequeña caja—. Creemos que el brillo que hay en el interior tiene algo que ver con todo eso y esas vetas doradas (supongo que sabes que son de oro), también intervienen. El viejo Camestres, el famoso científico, se encontraba de visita en la Universidad y dijo que ese brillo es algo que volverá tarumbas a los físicos.

—¡Acaba de una vez, por favor! —apremió Thorne.

—Espera un poquito —pidió Seppel—. Aunque no hemos hecho aún los análisis, esperamos grandes cosas, —y añadió—: No se trata de radiactividad, si es que pensabas en eso.

Thorne se dijo que Willy se sentía orgulloso de todo aquello. En realidad, era un descubrimiento de su amigo, no de él mismo. Seppel encontraba retos y estimulaciones en los lugares más extraños, y el asunto de las bolitas doradas había batido todos los records.

Pero Thorne estaba recordando una bola mayor, del tamaño de un puño de hombre, y el carbonizado cadáver de un ser humano.

—Encontré otro especimen —dijo, volviéndose hacia un cajón de la mesa de trabajo—. Uno mayor —aclaró, mostrando la bola del señor Zandbergen.

—¡Esto es maravilloso! —gritó Seppel—. Es casi del tamaño de una toronja. Ahora podremos...

Thorne le interrumpió cortésmente:

—Respecto a este objeto, deseo decirte algo. Luego te lo entregaré. Al encontrada, esta bola tenía una forma irregular. Parecía un terrón de barro seco. Francamente fea. Ahora está tersa y pulida, lo mismo que las otras. y el cambio se produjo ante mis ojos. Pareció disolverse para luego volver a solidificarse en forma de gota. Y aún hay algo más.

Narró a Seppel su intento de romper el objeto y se refirió al brusco calentamiento de la llave inglesa. Su amigo decidió:

—Sí, es posible. Es muy probable que un especimen mayor, como éste, pueda calentar perceptiblemente un objeto metálico cercano a él. Los rayos infrarrojos no producen calor por sí mismos; pero cuando penetran en un objeto, su amplitud de onda aumenta y la energía desencadenada calienta el material. En el caso de la llave inglesa, la conductibilidad del metal era mayor que la de tu mano. Por eso notaste que el hierro estaba caliente antes de que tu misma piel resultase afectada.

—No es que la llave estuviese caliente, Willy. Estaba ardiendo. Y se puso así en cuestión de segundos. Seppel meneó la cabeza.

—No sé qué decir. Es la cosa más divertida con que me he encontrado.

—No creo que el hombre muerto que se hallaba junto a esta bola opinase que se trataba de algo divertido.

—No pensarás que esta casita le mató, ¿verdad? La mitad del cuerpo del hombre estaba reducida a cenizas. No hay rayos infrarrojos que produzcan unos efectos como ésos.

—No he dicho que piense que esta bola le mató —dijo Thorne, con una segunda intención que Seppel decidió ignorar—. Sólo digo que el cuerpo se encontraba directamente encima de ella.

—Es demasiado absurdo para que lo crea —comentó Seppel. Luego se puso en pie, se desperezó a placer y dirigió una mirada a su reloj—. De todas maneras, es hora de irse a dormir. Mañana trataremos del asunto, ¿eh?

Thorne no pudo por menos de sonreír. ¡El bueno de Willy! Ningún pequeño monstruo brillante le iba a dejar sin sueño.

—Devuelve la toronja a su cajón —dijo Seppel—. Luego nos tomamos un trago y nos vamos a la cama.

—¿Y no crees que la toronja, como tú la llamas, estaría mejor en un cubo con hielo? —preguntó Thorne, sonriente.

—En caso de que decidiese largarse, lo más probable es que fundiera antes el cubo que el hielo. Y además —añadió, satisfecho—, esas bolas nunca emiten radiaciones, a no ser que sean molestadas.

 *****

En el suelo había grandes cantidades de arena a su alrededor. Thorne se encontraba en ella, enterrado hasta el cuello. En las alturas brillaba un sol dorado y transparente, y un viento que parecía no refrescar en absoluto su enfebrecida piel le arrojaba a la cara granos de amarilla arena.

A veces aparecía el rostro familiar de una mujer. El gritaba su nombre y ella se esfumaba. Después olvidó aquello, ya que de la arena comenzaron a saltar pequeñas cosas sin forma que, en cuanto salían a la luz del sol, quedaban reducidas a cenizas...

Por quinta vez en aquella noche —o al menos así se lo parecía—, el doctor Thorne se despertó. Sus ojos, abiertos de par en par, escudriñaron las tinieblas. Se maldijo a sí mismo y volvió la almohada, que el sudor había humedecido, y le dio unos golpes para mullirla. Junto a él reposaba Seppel, roncando suavemente.

En algún lugar de la cabaña crujió una tabla. Thorne notó que el miedo regresaba a él. Tornó a ver el negro bulto yaciente bajo la luz de los faros de su coche, y notó de nuevo el lacerante dolor en la mano, que, despacio, iba sanando. Resultaba extraño, pero no recordaba en absoluto su sueño.

Sólo el miedo.

Pero, ¿por qué tenía que estar asustado? Allí no había nada que pudiera causarle temor. Nada en absoluto.

El cuerpo yaciente en mitad del camino. Un rayo. Pero la bola pequeña le había quemado a él. ¿Y qué? La bola pequeña era de un tamaño demasiado reducido para producir serias quemaduras a un hombre. Lo sé. Pero el vagabundo estaba carbonizado. ¡Por un rayo, maldito estúpido! ¡Estaba carbonizado! Cállate ya. Una bola de ésas le abrasó. ¡Cállate! ¡Cállate! Esta noche, por ahí fuera, ronda otra de esas bolas.

No. En el exterior no había nada en absoluto. Nada más que las dunas y el lago. Nada más.

Las rachas de viento silbaban por entre las ramas de los pinos y los granos de arena arrancados de la playa golpeaban suavemente en el cristal de las ventanas. Las olas del lago Michigan producían su habitual murmullo..., pero en el exterior no había nada más.

Finalmente pudo dormirse.

Cuando volvió a abrir los ojos estaba ya casi amaneciendo, pero esta vez, al bajar los pies desnudos hasta el suelo, Thorne se encontraba en guardia y alerta. Su mano se cerró sobre una linterna que había en la cómoda. Luego se movió silenciosamente para no despertar al durmiente que se hallaba junto a él.

Atravesó de puntillas la habitación de trabajo y la sala de estar. En el porche había algo.

Ásperamente preguntó:

—¿Quién hay ahí?

Un olor a madera quemada hirió su olfato. Conteniendo el aliento, lanzó un exclamación y alumbró con la linterna hacia el umbral de la puerta exterior. Allí se veía un oscuro agujero redondo, de cuyos bordes salía humo y un resplandor verde.

Volvió corriendo a la habitación de trabajo y abrió el cajón en que guardaba la bola del tamaño de una toronja. El cajón estaba vacío y en su fondo se abría un agujero. La dura madera seguía ardiendo lentamente.

Sacó el cajón, lo llevó a la pila de la cocina y abrió el agua. Luego llenó un cubo y se dirigió a la puerta, a apagar el fuego iniciado en el lugar.

«¡Nunca emiten radiaciones, a no ser que sean molestadas!» ¡Qué ridículo! No solo había emitido radiaciones sino que, además, las había enfocado de alguna forma. El doctor Thorne no era físico, pero comenzó a preguntarse si el medidor lo habría dicho todo respecto a la pequeña bolita brillante.

Abrió la puerta y se metió en la negra noche. En la arena, al pie de la escalera, había un pequeño, casi imperceptible rastro. Thorne lo siguió por la ladera de la colina, lo perdió momentáneamente entre unos matorrales y volvió a encontrarlo en la tranquila extensión del arenal.

Continuó andando por el silencioso valle. La amarilla luz de su linterna le ayudaba a seguir el débil rastro. Cuando llegó al centro del arenal, se detuvo bajo las largas sombras de los delgados árboles.

En la arena se veía otro rastro, que se unía y se fundía con el pequeño. El nuevo rastro medía un metro de ancho.

Como en sueños siguió la pista hasta la cima de la primera pequeña duna del litoral y permaneció allí, entre la hierba y los arbustos. La luna, en creciente, se encontraba cerca de nivel de las aguas y tenía un tono anaranjado. Thorne observó que el rastro descendía por el pequeño talud y desaparecía entre las olas, que se arremolinaban en una nueva depresión de la arena.

El viento agitaba la chaqueta del pijama del científico. El hombre permanecía allí, dándose cuenta de que estaba asustado de aquel rastro en la arena, y comprendiendo que el vagabundo no había muerto a causa de un rayo.

Hasta que cerró tras él la puerta de la cabaña, Thorne no advirtió que había hecho corriendo todo el camino de regreso.

 *****

En la región de las dunas, el viernes es un día tranquilo, pero a pesar de todo, la policía recibió tres quejas menores. Un granjero denunció que alguien no sólo le había robado, para comérselas, tres de sus mejores gallinas ponedoras, sino que, además, había quemado los huesos y las plumas de los animales, dejándolo todo en el gallinero. La Comisión de Carreteras del Condado de Ottawa deseaba saber quién se entretenía en hacer hogueras en mitad de sus caminos de asfalto, manchándolo todo con alquitrán. Por último, una vieja señorita se quejó de que los artistas de la colonia veraniega local debían de estar volviendo a celebrar “salvajes orgías”, a juzgar por las luces que había visto por los alrededores a eso de las tres de la madrugada.

El doctor Thorne se inclinó sobre los rastros visibles en la arena. Para él, parecía indudable que la gran bola había esperado a la que mató al señor Zandbergen.

—Apártate de ahí —pidió Seppel, dispuesto a disparar su “Graflex”. Luego siguió—: Con el viento que sopla por aquí, estos rastros no durarán mucho.

Seppel rodeó el punto de conjunción, dejó al lado su pluma estilográfica, como referencia de tamaño, y volvió a disparar su "Graflex".

—También necesitaremos la puerta —comentó, dejando la cámara a un lado para tomar unas notas en su cuaderno.

Thorne inició una protesta.

—Está bien, sólo la parte en que está el agujero —concedió Seppel —. ¿Averiguaste de dónde venía el rastro más ancho?

—Lo seguí hasta los bosques, pero allí el terreno es demasiado blando y cenagoso para que en él pueda marcarse un rastro tan ancho como ése, de modo que, al final, lo perdí.

Seppel se puso en pie y recogió su chaqueta, que, para mayor seguridad, había dejado colgada en la rama de un árbol muerto. Luego, dijo:

—Imagínate el tamaño de un objeto que en la arena blanda deja un rastro de un metro. ¡Y pensar que eso, habiendo permanecido en el lago durante sabe Dios cuánto tiempo, es la primera vez que se hace evidente!

—Yo no estaría tan seguro... Quiero decir de que sea la primera vez. En esta región se cuentan historias muy extrañas. Cuando tenía doce años, oí una de ellas de labios de mi abuela. Era referente a una especie de fantasma merodeador más grande que una galera y que vivía en las grutas del fondo del lago. Cada cien años salía a vagar por las dunas y los pantanos, dejando tras él en los lugares en que se había comido la vegetación un rastro de arena desnuda. La gente decía que el merodeador buscaba a un hombre, y que cuando lo encontrase dejaría de vagar y regresaría al fondo del lago.

—¡Cielos santos! —exclamó Seppel, solemnemente—. Es como si lo viera: el enorme globo brillante escondido en lo más profundo de unas cavernas en las que jamás brilla el sol y donde no existe más vida que la de unas pocas diatomeas que flotan en las aguas inmóviles.           

—¡Esto no es cosa de broma, patoso! —dijo Thorne, ásperamente.

—iHummm! —gruñó Willy Seppel, sacudiendo unos cuantos granos de arena de la manga de su elegante traje.

Ya era tarde cuando la señorita Jeanne Wright salió del cine, en Muskegon. En realidad, era tan tarde que apenas tuvo tiempo de hacer las compras que habían sido, en apariencia, su pretexto para llevarse el Carlin. «En Port Grand no pueden adquirirse ropas decentes, tío Kir», había dicho la muchacha, añadiendo que a él no le importaría que ella cogiese el barco, ¿verdad? Desde las profundidades de su nuevo panadaptor, MacInnes había gruñido que claro que le importaría, maldita sea, y que qué había de malo en utilizar el coche. Pese a todo esto, el hombre le dejó las llaves del barco.

Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse cuando Jeanne, cargada de paquetes, detuvo un taxi para que la condujera al muelle de los yates. Era un atardecer magnífico, y las estrellas comenzaban a brillar en un cielo que, por el Oeste, aún estaba teñido de púrpura. Majestuosamente, el Carlin se deslizó fuera de las aguas del muelle, llenas de barcos anclados, para entrar en el lago Muskegon.

En la orilla brillaba una fogata y sobre las aguas flotaban, melodiosas, las voces de unas gentes que cantaban en una fiesta playera. Aquellas personas saludaron alegremente al Carlin, y Jeanne les devolvió el saludo con la sirena del barco. Mientras conducía el crucero por el canal, hacia el lago, de vuelta a casa, la muchacha se sentía contenta y con el corazón ligero.

En sus labios bailaba una enigmática sonrisa. Pensaba, con enorme agrado, en cierto joven biólogo de severo rostro. Era un hombre muy raro, y a veces, sin darse cuenta, podía resultar hasta brusco. Además, le preocupaban cosas tan pesadas como los ciclos botánicos y las adaptaciones al medio ambiente. Pero un día paseó con ella por las dunas con gran suavidad, y la besó una vez en los labios. Después de aquello, Jeanne supo lo que deseaba.

Ahora Jan estaría sentado ante su mesa de trabajo, examinando los insectos conseguidos durante el día y sin pensar en ella en absoluto. O quizá estuviera hablando por radio con su tío.

Canturreó, ensoñadora, para sí misma. La velocidad del crucero aumentó hasta los veinte nudos y el barco cabeceó momentáneamente entre dos olas, haciendo que el pequeño amuleto de buena suerte que colgaba del timón se moviera como un péndulo. Jan le había dado aquella pequeña y ambarina bolita. Y a Jeanne le encantaba el objeto precisamente por proceder de quien procedía.

Momentos después, la joven encendió el receptor de onda corta que había en un estante de la cabina y se puso a escuchar la conversación mantenida entre Jan y su tío.

Thorne estaba diciendo:

—Tengo a mi lado a un colega que ha venido de Ann Arbor. Estamos investigando respecto a aquella bolita ambarina que encontré. ¿Recuerdas que te hablé de ello? Le di una a Jeanne como recuerdo. Mi amigo es biofísico y cree que esas bolitas son un gran descubrimiento científico. Se llama Willy Seppel. Di algo, Willy.

—Gambusia —dijo Seppel, recordando el nombre de los pececillos que introdujera en el recipiente colector de larvas de su amigo.

Jeanne escuchaba la charla sin prestar mucha atención. Jan hablaba de que las bolas, cuando eran molestadas, emitían calor y decía creer que existían por los alrededores otras bolas más grandes, que podían desencadenar una energía de 40 db. por encima de Sg. (¿Y qué diablos querría decir todo aquello?) Thorne y aquel Willy pensaban buscar esas bolas mayores.

»¿Podrá emitir verdaderamente calor?», se preguntó Jeanne, mirando con curiosidad la pequeña esfera colgante que, en el interior de su cestita de plata, se mecía con suavidad sobre la bitácora. No tenía aspecto de ser peligrosa. En aquel momento, Jan dijo que las bolitas pequeñas no emitían demasiadas radiaciones. Sólo las suficientes para producir unas pequeñas cosquillas.

En el lago, a lo lejos, brillaban las luces de un barco transporte de minerales. El Carlin pasó el pequeño pueblecito de Lake Harbor y se alejó un poco de la costa. Ahora ya no habría más pueblos hasta Port Grand.

Por la radio, la simpática y familiar voz de su tío Kirk describía las grandes cosas que tenía pensadas para su nuevo panadaptor. Ian, de vez en cuando, hacía algún comentario, pero Jeanne observó que su voz sonaba cansada. ¡Pobrecillo!

El Carlin se deslizaba sobre las olas, fácil y poderosamente, persiguiendo su propia sombra. Era una sombra larga y muy negra. Jeanne pensó que la luz que la proyectaba procedía de un barco con faros de búsqueda, y miró hacia popa.

La cosa estaba allí, flotando sobre las negras y agitadas aguas. Era un globo grande y emitía una brillante fosforescencia. Se encontraba a unos veinte metros de la popa, y perseguía al barco, acercándose rápidamente a él.

La joven lanzó un grito, y cuando el objeto se aproximó más, apretó el acelerador y trató de eludido haciendo movimiento en zigzag. Pero el gran monstruo fosforescente se detenía mientras el barco evolucionaba y se movía en espiral, y volvía a aproximarse cuando el Carlin trataba de alejarse. En el casco, bajo los pies de Jeanne, los motores rugían al ser obligados por la joven a desarrollar una velocidad para la cual no habían sido fabricados.

El objeto se acercaba más y más. La muchacha podía divisar el surco que en el agua y a su paso dejaba la gran bola. ¿Qué era aquello? ¿Qué le haría a ella, si conseguía atraparla?

¡Esferas mayores! Jeanne miró, horrorizada, a la pequeña bolita que colgaba de su cadena de plata. Era una miniatura perfecta de la horrible cosa que había en el agua, a sus espaldas. Mientras hacía virar al Carlin de un lado a otro, en un histórico frenesí, la joven sollozaba. En el otro extremo de la cabina, la tranquila voz de Ian explicaba a MacInnes cómo manipular el panadaptor para convertirlo en un monitor de frecuencia. ¡Ian!

Si alguna vez se encuentra ante un aparato de radioaficionado...

Con lágrimas resbalando por sus mejillas, Jeanne conectó el piloto automático y comenzó a manipular torpemente en la pequeña emisora que descansaba en un estanque. Sólo se la había visto utilizar a su tío una vez. Estaba casi segura de que aquel mando servía para poner en funcionamiento el aparato, pero... ¿cómo saber si aquella era la forma adecuada de accionarlo? Y... ¿habría que tocar alguna de aquellas otras cosas?

En el pequeño panel se veían tres interruptores, dos botones, un dial y una pequeña luz roja. Como es lógico, Kirk MacInnes no había rotulado los controles del instrumento, construido por él mismo. El panel no daba la más leve indicación de cómo debían accionarse los mandos.

El Carlin se deslizaba entre la oscuridad de la noche. El brillante objeto estaba a menos de quince metros del barco.

Jeanne sollozaba histéricamente mientras por el altavoz sonaban plácidas voces hablando de la charca del doctor Thorne, arruinada por la tormenta.

¡Aquellos botones e interruptores! Jeanne creía que primero se accionaba aquél y luego aquel otro. No... No era así. Puede que el aparato ni siquiera estuviese conectado. O podía estarlo a alguna otra onda en la cual ni Ian ni su tío consiguieran oírla. Por otra parte, ella no entendía aquella extraña escala de sintonización.

—He instalado un amplificador móvil VFO en el Carlin —explicaba MacInnes.

—¿Qué es eso de VFO? —preguntó Seppel.

—En el caso de Mac significa que se Va Fuera de Onda.

Sonaron unas risas.

Pero, ¿qué diferencia implicaría el hecho de que ella pudiera comunicarse con Ian? ¿Qué podría hacer él para ayudarla? El brillo de la inmensa esfera iluminaba el agua varios metros a su alrededor.

Mientras las tranquilas voces fluían a través del receptor, el globo se aproximaba más cada vez.

Jeanne accionó uno de los interruptores de la emisora y, repentinamente, sus sollozos y el rugir de los motores se convirtieron en los únicos sonidos que se oían en la cabina. Lo intentaría. Eso era todo. Intentaría ponerse en contacto con Ian. Rezó porque su tío hubiera dejado el transmisor conectado a la onda adecuada.

—¡Ian! —gritó la muchacha. Luego se acordó de oprimir el botón que había en un lado del pequeño micrófono de mano. Conteniendo sus lágrimas, preguntó—: Ian, Ian... ¿Me oyes?

Temblorosamente, su mano accionó el mando del receptor.

—¡Jeanne! —la voz sonó como una bomba dentro de la cabina—. ¿Eres tú? ¿Qué estás haciendo?

—¡Me persigue, Ian! —gritó la joven—. ¡Una esfera brillante de cinco metros! ¡Viene detrás del barco!

—El barco... —balbuceó la voz de MacInnes—. ¡Jeanne se lo llevó a Muskegon!

—¡Jeanne! Escúchame... No estoy seguro de que esto valga para algo, pero debes intentarlo. Has de hacer exactamente lo que yo te diga. ¿Me oyes?

—¡Sí, Ian! ¡Esa cosa está casi sobre el crucero!

—Escucha... Óyeme, cariño. En algún lugar del Carlin tienes aquella bolita ambarina. ¿Te acuerdas? La bolita ambarina que te di. Ve a por ella. Tómala y arrójala por la borda. Lo más lejos que puedas. ¡La bolita amarilla! Ahora dime si has entendido.

—Sí. Te entiendo. La bolita...

La bolita. Se balanceaba al extremo de su cadena de plata, y la lucecita de su interior brillaba cálida e intermitentemente. Jeanne la arrancó del lugar donde colgaba y fue hacia el puente de la embarcación. La joven, deslumbrada por el brillo de la gran esfera, permaneció inmóvil en la borda durante casi un minuto.

Luego la bolita cayó en el agua, describiendo un arco, como lo hiciera, muchos siglos atrás, cierto meteoro.

 *****

La luz, reflejándose en las paredes pintadas de un aséptico y liso color blanco, estaba llena de formas borrosas y difuminadas, según pensó Thorne, que podían haber sido casi cualquier cosa. El hombre se estremeció al pensar que, por ejemplo, podrían haber sido una mesa sobre la cual hubiera un cuerpo de bruces y reducido a cenizas por uno de sus lados.

Sin mover la cabeza ni cambiar de expresión, el científico cerró los ojos lentamente y los volvió a abrir. Pero no se encontraba en la oficina del forense, sino en la sala de espera del pequeño hospital del pueblo. En el sofá de cuero. Willy Seppel se sentaba junto a él. Por las bajadas persianas de la ventana que había a su espalda entró una ráfaga de fresco aire nocturno que despejó el humo que llenaba la habitación y volvió una página de la revista que Seppel leía.

En el otro extremo de la sala, un joven de unos veinticinco años engullía una prodigiosa cantidad de caramelos. Al entrar ellos en la habitación, les había sonreído, explicando:

—Mi esposa... Es nuestro primer hijo.

A través de la abierta puerta, quienes estaban en la sala de espera podían ver la entrada de un cuarto que se encontraba al final del vestíbulo. De él entraban y salían periódicamente personas vestidas de blanco; pero un acongojado grupo que entrara hacía una hora, no había vuelto a salir.

—Willy, me estoy volviendo loco — estalló por fin Thorne—. ¿Qué hacen ahí? Al menos deberían decirme... dejarme verla.

—Calma. Tendrás noticias de un momento a otro —Seppelle ofreció su pitillera de oro, pero Thorne negó con la cabeza—. ¿Por qué no te sientas bien y tratas de calmarte? Llevas no sé cuánto rato ahí, más tieso que un huso y mirando fijamente al suelo. Tus ojos han llegado a parecer dos bombillas fundidas. ¿Cómo crees que, de seguir en ese estado, vas a poder ayudar a Jeanne?

Thorne se retrepó en su asiento y quedó en reposo, con la palma de su mano derecha haciendo sombra sobre sus ojos. ¡Si hubiera podido encontrarse allí cuando la llevaron! Pero se necesita tiempo para averiguar dónde ha ido a parar un barco a la deriva. Tiempo durante el cual el joven científico había permanecido ante su receptor, no pudiendo hacer otra cosa que esperar. Cuando al fin se produjo la llamada y se enteró de que Jeanne se hallaba a salvo, las manecillas del reloj marcaban casi la una de la madrugada.

Ahora eran las tres y media. MacInnes y su esposa estaban dentro, con ella. Y él no podía hacer otra cosa que mirar con desesperación el largo corredor y aguardar.

En su cerebro volvió a oír el sonido de aquella voz femenina, rota y entrecortada por los sollozos. Jeanne había dicho que la esfera medía cinco metros. La bola mayor en persona. ¡Y pensar que. podría haberla...!

Aquello no conducía a nada. Recordaba con horrible claridad su sueño de la noche anterior. El dorado y brillante sol y los pequeños objetos carbonizados. Pero los rayos infrarrojos no queman. El dorado y brillante sol...

—El sol —dijo el doctor Thorne, en voz baja, para sí mismo.

—¿Mmmm? —inquirió Seppel.

—El sol —repitió Thorne, con firmeza—. Willy, ¿siempre piensas de la misma forma?

—No.

—Si te golpeo, ¿cómo piensas?

—Furiosamente —dijo Seppel, con triunfante sonrisa. —Pero, ¿cómo lo haces si cavilas sobre cuál es la mejor forma de escabullirte de aquí sin ser visto? —Entonces pienso de forma racional.

—He estado meditando de nuevo sobre las bolas. Ya sabes que entre nosotros existe una discrepancia bastante seria respecto a las llamadas propiedades de esos objetos. Hemos demostrado que emiten infrarrojos, pero esos rayos no queman la carne.

—De eso he estado tratando de convencerte —dijo Seppel, paciente.

—A pesar de todo, estoy convencido de que la gran bola que vio Jeanne es la causante de la muerte del vagabundo. Ahora bien, ¿qué pasa si la energía que emite no consiste siempre en rayos infrarrojos? ¿Y si los infrarrojos son. sólo una especie de reacción involuntaria ante los golpes que dimos a la bola, mientras que, por lo general, al ser molestada, emite en otra amplitud de onda? Digamos algo en la parte visible de la gama, con un montón de energía, y que esos objetos pueden concentrar en forma de rayo.

Seppel no contestó.

El silencio se extendió pesadamente sobre ellos. El joven comedor de caramelos cambió de posición y les miró con boquiabierta reverencia. ¡Eran científicos!

Se produjo un rumor de faldas almidonadas y en la puerta apareció una enfermera. Thorne se puso en pie y comenzó a preguntar:

—¿Podemos... ?

—¿El señor De Angelo? —llamó la mujer, fríamente—. Es un niño. ¿Me hace el favor de seguirme?

El joven lanzó un alegre grito inarticulado y salió corriendo de la habitación.

Thorne volvió a sentarse.

—¡Maldita sea! —murmuró.

—Esto te ha afectado muchísimo, ¿verdad? — preguntó Seppel.

—¡Oh, cállate ya, Willy! Sabes de sobra que la chica sólo me interesa a causa del objeto que la persiguió. Y borra esa expresión de tu cara. Entre tú y MacInnes me tienen frito.

Seppel pareció un poco ofendido.

—Lo siento —se disculpó Thorne.

Se puso en pie y comenzó a caminar por la habitación. El joven que acababa de ser padre había tenido tanta prisa en irse que había olvidado sus caramelos. Thorne se comió uno. Era de menta. Él detestaba la menta.

Seppel bostezó con disimulo. En seguida se inclinó hacia adelante y miró hacia la puerta.

—Alguien viene —advirtió, con voz pausada.

Del cuarto que había en el otro extremo del pasillo acababa de salir un hombre alto y con uniforme de verano que se dirigía decididamente hacia la sala de espera.

Cuando el hombre entró en el cuarto, Seppel se puso en pie y dijo:

—Buenas noches... O, mejor dicho: buenos días. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

—Me llamo Cunningham, y soy comandante del guardacostas Manistique. ¿Es usted el señor Ian Thorne?

—No. Me llamo Seppel. El señor Thorne es ése. ¿Quiere usted sentarse?

—Sí, gracias. —Volviéndose hacia Thorne, que se encontraba en pie y con las manos a la espalda, el comandante empezó, hablando con rapidez —: Señor Thorne, esta noche, a las nueve, su estación de radioaficionado se ha puesto en contacto con nuestra base para informarnos que el crucero Carlin se encontraba en dificultades en algún lugar entre Port Grand y Muskegon.

—No fui yo, sino Kirk MacInnes.

Thorne no sentía el más mínimo interés por aquel apresurado caballero.

—Encontramos el crucero a la deriva, con el combustible agotado, a unas siete millas del faro de Port Grand. La señorita Wright, el piloto del barco, yacía inconsciente sobre el suelo de cubierta. Ahora mismo acabo de verla...

—¿Cómo está? —interrumpió Thorne.

—Los médicos dicen que padece una conmoción muy fuerte, pero no encuentran en ella ninguna otra lesión. Ahora lo que me gustaría saber...

—¿Está consciente? ¿Ha podido hablar?

—Está muy débil y lo que dice carece de sentido.

Pensé que tal vez usted pudiera ayudarnos a aclarar el caso.

Thorne miró fijamente al comandante del guardacostas.

—Estábamos conversando con ella por radio cuando de repente pareció encontrarse mal y, según todos los indicios, se desmayó.

—¿MacInnes no le dijo nada, comandante? —preguntó Seppel.

—No.

—Calla, Willy —advirtió Thorne.

—La muchacha parecía querer indicarnos que la perseguía alguien —insistió Cunningham—. ¿Está usted seguro de que en su charla no dijo nada que nos dé una pista de cuáles fueron sus problemas?

—Por el tono de su voz me di cuenta de que algo andaba mal. Eso es todo. Al no responder Jeanne, el señor MacInnes llamó por radio a los guardacostas.

—Y después de una búsqueda de cuatro horas, encontramos a la señorita. Fue muy afortunada al quedarse sin combustible. El piloto automático del barco la hubiera conducido directamente al centro del lago.

—¿Había alguna otra cosa en el agua, cerca del crucero?

—El lago estaba vacío. —Cunningham se detuvo y luego preguntó, como sin darle importancia—: ¿Esperaba usted que encontrásemos algo, doctor Thorne?

—Claro que no. Sólo preguntaba.

—Comprendo. —El oficial se puso en pie—. No me importa decirles, caballeros, que creo que me están ocultando algo. Mi labor ha concluido, y si bien es cierto que no tengo la más mínima autoridad legal para interrogarles, no es menos cierto que mi trabajo consiste en mantener la seguridad en las aguas del lago. La joven que se encuentra en esa habitación, al final del vestíbulo, no se desvaneció por depresión nerviosa ni por hambre. Hubo algo en las aguas que provocó en ella un terror pánico. Si ustedes saben qué fue, les exijo que me lo digan.

—¿Ha leído usted alguna novela de fantasía científica, comandante Cunningham? —preguntó Seppel, jugueteando con su pitillera de oro—. ¿Un cigarrillo? —ofreció, un poco tardíamente.

El oficial tomó uno y dio suspicazmente las gracias. Luego preguntó a su vez:

—¿Insinúa usted que los pequeños marcianos verdes han puesto motores fuera borda en sus barcos cohetes y se dedican a cazar las embarcaciones de recreo que surcan nuestro lago?

Thorne dijo con aspereza:

—Lo que el doctor Seppel quiere decir es esto: tenemos razones para creer que el responsable de los sucesos de esta noche ha sido un hecho altamente poco usual. No me gusta emplear medias palabras, comandante. Creo estar enterado de lo que había en el lago, pero no voy a decírselo. No puedo probar nada y me desagrada que se rían de mí.

—No tengo intención de reírme, señor Thorne. Pero si usted posee información relativa a la seguridad marina, permítame recordarle que tiene la obligación de comunicársela a las autoridades adecuadas.

—Las autoridades adecuadas no se destacan por su amabilidad. Se reirían en mis narices. No, gracias, comandante. No pienso hablar hasta tener pruebas.

La puerta que había al final del corredor se abrió una vez más para volver a cerrarse suavemente. Kirk MacInnes y su esposa echaron a andar hacia la sala de espera. Thorne se puso en pie.

—Jeanne quiere verte —dijo Maclnnes, cansado—. Ahora se encuentra un poco mejor y ha preguntado por ti. Voy a llevar a Ellen a casa. Todo esto ha sido una dura prueba para ella.

—Estoy bien —dijo su esposa. La mujer aferraba con fuerza un pequeño pañuelo de encaje, pero sus facciones permanecían inmóviles e inexpresivas.

 —¿Jeanne se recuperará? —inquirió Thorne, angustiado.

—¡Claro que sí! —dijo MacInnes, palmeando en la espalda a su amigo—. Vete a verla antes de que los médicos decidan que no puede recibir más visitas.

 —Ahora mismo voy. Y... gracias, Mac.

 Thorne desapareció por el corredor. El ingeniero y su mujer se fueron en silencio.

—Thorne es buen chico, aunque un poco cabezota —comentó Seppel. Sus brillantes ojos azules miraron irónicamente al medio enfadado comandante. Lanzó una breve risa, se arrellanó en el sofá de cuero e invitó—: Siéntese, comandante. Tome un cigarrillo y coja unos cuantos caramelos. Le voy a contar una historia muy extraña.

 *****

En la cabaña de Thorne, en las dunas, faltaba poco para la hora de comer. Sin embargo, del bullente vaso que había sobre el fogón y que Willy Seppel revolvía, emanaba un aroma decididamente poco apetitoso. Era un olor orgánico acre y ácido. Los humos provocaron, por fin, los indignados comentarios de Thorne.

—WilIy... —comenzó, asomándose a la puerta y tapándose la nariz con los dedos—. Nunca critico la forma de cocinar de los demás, pero... ¿puedes decirme cómo diablos se llama lo que estás preparando?

—¡Oh, sólo es una pequeña cantidad de jugos gástricos¡ —explicó Seppel, alegremente, apagando el gas y retirando el vaso del fuego con una especie de tenazas. Luego se llevó el humeante cacharro a la habitación de trabajo, adonde fue seguido por Thorne.

—Supongo que será mejor que no te pregunte de dónde has sacado eso —comentó Thorne, desde el santuario del cuarto de la emisora.

—No seas tonto —dijo Seppel—. Me he limitado a apoderarme de unas cuantas de tus enzimas y a calentarlas un poco. Se trata de una idea que se me ha ocurrido.

Sacó de su receptáculo la pequeña bolita y la dejó sobre la mesa, junto al vaso. Luego continuó:

—Pensaré que si los jugos gástricos de un sapo la hicieron emitir en una ocasión, pueden volverlo a hacer. Thorne le miró dubitativamente. Seppel prosiguió:

—Lo único que desearía es que la bola del tamaño de una toronja no se hubiera escapado. —Rodeó la esferita con una abrazadera de plástico y la sumergió en el brebaje.

—Ten cuidado con ésa, Willy. Es el único eslabón que tenemos con la grande.

—Así que crees que hasta pueden comunicarse, ¿no? —preguntó Seppel, sin mirar a su compañero.

—No sé si será comunicación, o vibraciones simpáticas, o la llamada de la selva. Pero aquel enorme objeto persiguió a Jeanne a causa de la bolita que había en el barco, y desapareció al conseguir lo que deseaba. La del tamaño de una toronja oyó también a mamá y se marchó. Apostaría a que si esa bola tan pequeña hubiera sido lo bastante fuerte para salirse del aislamiento a que la habías sometido, se hubiera largado junto con la otra.

—Y los dos rastros se unieron en uno solo — dijo Seppel, probando la empapada bolita con el par termoeléctrico. No ocurrió nada—. Como se dijo el rústico detective: «Había dos juegos de pisadas que conducían a la escena del crimen, y sólo uno que se alejaba de ella». Me pregunto qué clase de cohesión molecular tiene esta envoltura transparente. — Tanteó la bolita con uno de sus dedos, se encogió de hombros y volvió a dejarla dentro del jugo.

—Si mi idea es acertada, la bola grande mató al vagabundo —dijo Thorne—. El tipo debió de ver cómo el objeto salía del lago, se volvió para defenderse y cayó boca abajo. Y me parece que fue a elegir el peor sitio para caerse.

—Sobre la bola toronja —asintió Seppel—. Todo lo que mamá deseaba era reunirse con su hijita perdida. Ella no pudo evitar que se interpusiera en su camino un cuerpo humano.

—Pero el caso es que mató —dijo Thorne—. Y esas viejas historias del merodeador de las dunas indican que no es su primer asesinato.

Pescó la bolita en miniatura, la sacó del líquido y observó pensativamente su amarillo corazón. Luego añadió:

—Willy..., a menos que hagamos algo pronto, cometerá un nuevo crimen.

 *****

Durante los días que siguieron, el doctor Thorne se dedicó a su trabajo con silenciosa preocupación; y esto, por sí solo, era lo bastante raro como para despertar los recelos de Seppel. Thorne rara vez mencionaba las bolitas, aunque visitaba a Jeanne cada día, llevándole ramos de flores, cajas de bombones y frutas. Seppel le acompañaba en estos peregrinajes, pero sólo hasta el pueblo, ya que, la mayor parte de las veces, con mucho tacto, declinaba pasar a ver a la enferma y, en vez de eso, se dirigía a la estación de los guardacostas para charlar con su nuevo aliado, el comandante Cunningham.

Mientras Seppel paseaba a grandes zancadas por el despacho del oficial, la ansiedad marcaba arrugas en su sanguínea frente.

—Thorne está preparando algo —aseguró—. Cada mañana sale en el jeep y no vuelve hasta mediodía. Cuando le pregunto dónde ha estado, me contesta que sólo ha venido al pueblo a ver a Jeanne. ¡Pero las horas de visita son de dos a cuatro! Si no va al hospital, ¿dónde diablos va?

Cunningham se encogió de hombros y tomó un periódico doblado que había sobre la mesa.

—¿Has visto esto, Willy? Quizá te explique unas cuantas cosas.

Intrigado, Seppel leyó en voz alta:

—«Pagamos buenos precios en efectivo por ciertos minerales raros. Precios muy altos, elección libre. Los ejemplares que se buscan son redondos, semitransparentes, de color ambarino y con vetas metálicas. ¡Apresúrense! Escriban hoy mismo. Apartado 236, Port Grand, Michigan.»

Seppel miró, estupefacto, a su amigo.

—Estoy seguro de que no sabías esto —dijo el oficial. Fue hasta la ventana y observó a un barco frutero que navegaba por el canal—. ¿Sabes lo que piensa hacer tu amigo?

—No, pero sé lo que yo haría. Entre el globo grande y las bolitas existe cierta clase de atracción; una fuerza que hace que las esferas pequeñas corran a casa con mamá cuando oyen su llamada. Averiguamos esto mediante uno de esos objetos, en la cabaña de Thorne. Pero esa atracción es tan grande que también surte efecto en el sentido contrario. La señorita Wright ya te contó eso. Si las bolitas no pueden ir, si las retenemos quietas, mamá acude a por sus hijitas. Es probable que Thorne cuente con eso.

Ahora le llegó a Cunningham el turno de asombrarse.

—¿Quieres decir que empleará como cebo las bolas que consiga mediante el anuncio?

Suavemente, Seppel dijo:

—¿Qué puede hacer un hombre, Rob? Thorne no puede permitir que esa gran esfera siga libre. El tipo que se tropieza con el monstruo tiene tres elecciones: puede correr a casa y esconderse debajo de la mesa, pretendiendo que nunca lo ha visto; puede tratar de advertir a las autoridades adecuadas; o bien puede intentar ajustarle las cuentas al monstruo él mismo. Thorne sabe que nadie creerá su historia del merodeador de las dunas, por tanto, no pierde tiempo en tratar de convencer a la gente.

Cunningham se volvió bruscamente, quedando de espaldas a la ventana, y dijo, con violencia:

—No contarás conmigo, ¿verdad, Willy? No puedo hacer nada. Mi posición es ésta: soy una autoridad un poco gastada. pero que aún puede prestar servicio. Por alguna razón, creo en ese condenado cuento del merodeador de las dunas. Pero con eso no se adelanta nada. Si tratase de iniciar una investigación oficial sobre un objeto brillante y redondo de cinco metros de diámetro, me ganaría la mayor carcajada que se ha oído desde aquí a los Estrechos de Mackinac. El mundo no va a cambiar sólo porque Michigan tenga su propio monstruo. Y..., ¿qué puedo hacer, aunque emplee el Manistique? Puede que Ian Thorne sepa cómo cazar monstruos, pero yo, desde luego, no lo sé.

—Supongo que piensas dejarle seguir adelante —dijo Seppel. y añadió, pensativo—: No me hace ninguna gracia que le frían el pellejo precisamente ahora, que empieza a pensar en sentar la cabeza.

—Obsérvale. Eso es todo. Y cuando creas que vaya a hacer algo, avísame. Haré cuanto esté en mi mano. —El oficial consultó su reloj—. Ahora tengo que salir, Willy. Mantén abiertos los ojos. Lo único que podemos hacer es esperar.

—Y, según parece, esto es todo cuanto había que decir — comentó Seppel, con un ligero tono de duda en su voz.

 Las bolitas brillaban sobre la mesa de la cocina.

—¡Siete! —exclamó Ian Thorne, con tono triunfal—. ¿Qué te parecen, Willy? Desde el tamaño de un guisante, hasta al de una pelota de tenis. Siete pequeños ojos diabólicos.

—¿Qué vas a hacer con ellos? —preguntó Seppel. Sobre los pantalones llevaba un viejo delantal de laboratorio, y se ocupaba en secar los platos del desayuno. Era por la mañana, muy temprano.

—Un pequeño experimento. El otro día, mientras visitaba a Jeanne, se me ocurrió una brillante idea. Si quieres, te dejaré las bolas cuando haya acabado, pero primero quiero intentar algo.

—Me gustaría ayudarte.

—No, Willy.

—Cunningham también te cree —insistió Seppel—.¿Por qué no nos dices lo que vas a hacer?

—Ni hablar —Thorne metió las bolas en una caja de bakelita—. Estaré fuera casi todo el día. Tengo que buscar algo en las dunas.

Se metió en el dormitorio. Al salir llevaba unas botas de campo y un chaquetón de cuero. De su brazo colgaba una mochila vacía. Thorne guardó la caja de bakelita en uno de los departamentos exteriores de la mochila; luego tomó un pequeño paquete que había en la pila de la cocina y se lo metió en el bolsillo trasero.

—¡Anda! Casi olvido mis botellas colectoras —rió Thorne, dirigiéndose al cuarto de la radio.

Seppel dejó el trapo con el que estaba secando los platos y fue, silenciosamente, detrás de su amigo. En el cuarto de la radio no había botellas colectaras. Willy llegó a tiempo de ver cómo Thorne metía en la mochila un puñado de pequeños cilindros metálicos y un negro artilugio de unos seis centímetros de largo.

Thorne no pareció turbado al advertir la presencia de su amigo. Pasó junto a él, y dirigióse hacia la puerta de la cocina.

—Hasta luego, Willy. Mantén encendido el fuego del hogar. Si no he vuelto antes del anochecer, manda patrullas a buscarme.

La puerta de tela metálica se cerró tras el científico. Al cabo de un momento, Seppel, cogió unos prismáticos de una estantería y salió silenciosamente de la casa. Dejó atrás el edificio del generador y dirigióse al camino que bajaba por la ladera de la duna e iba a dar al cobertizo donde estaba encerrado el jeep.

La niebla matutina aún se ensortijaba en torno a los árboles o se pegaba al suelo de las depresiones. En el bosque se oyó el lejano trino de un pájaro. En un recodo del sendero, Seppel pudo ver un momento la ancha espalda de Thorne, que el naciente sol iluminaba a través de la niebla.

El camino giraba bruscamente y descendía en diagonal hacia el cobertizo. En vez de continuar, Seppel se apartó del sendero y, andando con cautela, se metió en el bosque hasta llegar a un punto de la ladera situado directamente encima del garaje. Se quitó el delantal, lo extendió sobre la húmeda tierra y se tumbó sobre él, entre los arbustos. Luego sacó los prismáticos y los enfocó sobre el hombre que estaba allá abajo.

De la trasera del jeep, Thorne extrajo una pequeña caja de madera que llevaba una inscripción en rojo:

G. B. VANDER VREES E HIJOS

CONSTRUCCION DE CARRETERAS

También había otras palabras, pero Thorne se interponía en el campo de visión de Seppel. El hombre trasladó rápidamente el contenido de la caja a su mochila.

Luego, dirigiendo un rápido vistazo alrededor, echó a andar por el camino que se internaba en el bosque, paralelo a la orilla del lago.

Tan pronto como Thorne se perdió de vista, Willy Seppel se puso trabajosamente en pie y regresó por el camino que conducía a la cabaña. Una vez allí pronunció unas cuantas palabras ante el micrófono de la emisora de radio, maniobra esta que hubiera hecho fruncir el ceño a las autoridades de la Comisión Federal de Comunicaciones, que prohíben el uso de las emisoras de radioaficionados a las personas no autorizadas.

 *****

Si le hubiesen preguntado respecto a ello, el doctor Ian Thorne hubiese insistido en su desinterés y su desapego científico, pero lo cierto era que el hombre amaba las dunas. Vivió en ellas durante su infancia, luego creció y se alejó de ellas; pero al regresar las había encontrado sustancialmente iguales. Recordaba que esto le había sorprendido un poco. Esperaba que hubiesen cambiado. Las dunas eran como las personas, aunque sólo alguien que conociera las alturas y las marismas de aquella región podía explicar la curiosa y aletargada vitalidad que poseen las arenas bajo el bosque. Cosas de vida más breve que las dunas podían agitarse, arrastrarse o andar audazmente a través de ellas, hasta hacer que uno pensara en las dunas como en cosas muertas y domadas. Pero el doctor Thorne había visto a las dunas viajeras moverse incansables ante los vientos y se sentía unido por una especie de parentesco a las inquietas dunas.

El camino que recorría era un viejo amigo. A lo largo del mismo había perseguido a los invertebrados ciudadanos del bosque. Había dado largos paseos por su sinuoso recorrido, había vadeado sus cenagosas charcas interdunales y había sufrido la picazón de la hiedra venenosa que festoneaba los troncos y arbustos a lo largo de aquellos senderos.

El camino bordeaba la orilla por más de ocho kilómetros —al menos, en horizontal—, y Thorne no se apresuró. En parte porque la mochila pesaba demasiado, y, además, porque el calmado aire se iba calentando lentamente a medida que el sol se elevaba sobre los pinos y los robles. En una cañada, a su derecha, un insecto emitió un soñoliento carraqueo y, como si esto fuera una señal convenida, una nube de mosquitos salió del bosque y comenzó a atormentar la nuca del científico.

El sendero le condujo a través de un claro en la arena cubierto por parches de polvorienta hierba y de roja cizaña india. En el borde del claro, en el lado opuesto al viento de una gran duna desnuda, se erguía un solitario álamo, medio enterrado en la arena. El árbol, para librarse de la sofocante arena había crecido hacia arriba, convirtiendo sus ramas inferiores en raíces. El álamo era una de las pocas formas de vida que desafiaba a las dunas —creciendo con ellas—, y sus ramas eran fuertes y verdes.

Thorne dejó atrás el claro y volvió a internarse en la espesura del bosque.

Cerca del mediodía llegó al pie de un conglomerado de arenosas dunas. la más alta de las cuales se elevaba a unos cincuenta metros sobre los bosques. Era el punto más alto de la costa en muchos kilómetros, y recibía el nombre de Monte Scott. El sendero rodeaba su ladera oriental y continuaba más allá; pero Thorne se apartó del camino y siguió por una poco marcada vereda que conducía a la cumbre de la duna.

La ascensión resultó muy penosa. Las espinosas ramas se cimbreaban a la altura de sus ojos. y a medida que la subida iba haciéndose más acusada, repentinos pozos en la sucia arena, bajo sus pies. le hacían hundirse hasta las rodillas. Cruzando el camino, las raíces de los árboles habían bloqueado parcialmente la arena, formando toscos escalones naturales en las partes bajas de la ladera; pero al ir subiendo, los árboles fueron quedando atrás. al mismo tiempo que la arena se hada más limpia y caliente. y la vegetación más abundante era constituida por las zarzas silvestres, las ortigas y la hiedra venenosa.

Cuando al fin llegó a la cima de la duna, Thorne estaba sudoroso y sin aliento. Lanzó un breve vistazo a su alrededor y acabó por elegir como campamento un punto al que daba sombra un achaparrado junípero. Tomó asiento, se desprendió de la mochila y de su grueso chaquetón y encendió un cigarrillo.

Allá abajo, las ondulantes colinas se extendían, en verdes olas, hacia las granjas y huertos del Este, y las azules y brillantes aguas del lago por el Oeste. A varios kilómetros, siguiendo la orilla, se divisaban los tejados de Port Grand, asomando por encima de la bruma. De detrás del promontorio que ocultaba la entrada al puerto fluvial surgieron las blancas velas de varios barcos.

Luego Thorne dirigió su atención al mismo Monte Scott. En realidad, la cima de la duna estaba compuesta por dos leves jorobas, con una depresión en el lado que daba hacia el lago. en el cual se encontraba el científico. Desde allí descendía una empinada ladera arenosa que se prolongaba hasta el pequeño bosque situado entre la duna y la orilla del lago.

Thorne abrió cuidadosamente la mochila y sacó de ella las siete bolitas, agrupándolas luego en un círculo sobre la ladera que daba hacia el lago. Después de esto, el hombre se retiró a su depresión y se instaló lo más confortablemente que pudo.

El envoltorio que guardaba en su bolsillo contenía tres sándwiches. A pesar de encontrarse un poco húmedos, se los comió con verdadero apetito. Un breve recorrido por la cúspide aportó el postre, en forma de unos arándanos tardíos. Después de este almuerzo, Thorne pasó largo rato disponiendo el contenido de la mochila. Cuando, por fin, el trabajo estuvo hecho, se sentó bajo el junípero y esperó.

La sombra del árbol comenzó a disminuir, desapareció cuando el sol llegó a su cenit y luego reapareció por el otro lado del junípero, dejando a Thorne con el sol en los ojos y una sed monumental. Desgraciadamente, los arándanos se habían acabado.

Al fin, a las cuatro de la tarde, la mayor de las bolas comenzó a moverse.

Rodó lentamente. saliendo del pequeño agujero que la contenía y comenzó a descender por la ladera. Thorne observó cómo el objeto ascendía un montoncito de arena que obstruía su camino. Luego, la bola desapareció en el bosque, al pie de la duna.

A las cinco menos tres minutos, una de las bolas menores siguió el camino recorrido por la primera. Al llegar al montoncito de arena —que era uno de los varios que se extendían por la superficie de la duna—. tuvo algunas dificultades; pero al fin consiguió superadas, salvó el obstáculo y desapareció.

 Cuando el sol empezaba a enrojecer las aguas, una tercera bola inició su descenso. Silenciosamente, Thorne se levantó y volvió a colocarla en su agujero. El leve brillo en el interior de la esfera pareció aumentar un poco cuando el hombre interfirió su camino, pero tal vez fuera, sólo, el reflejo del sol.

Las cinco bolas restantes constituían un grupo en forma de herradura apuntando hacia atrás. La bola cuya fuga acababa de ser frustrada ocupaba uno de los extremos de la herradura. Pocos minutos más tarde, la bola mayor que ocupaba el otro extremo intentó iniciar el descenso de la colina. Thorne volvió a colocarla en su sitio, y luego golpeó con su encendedor las otras bolas, hundiéndolas más en la arena. Ahora Thorne estaba inclinado hacia delante, en actitud alerta, con la mirada fija en la franja de bosque al pie de la duna. El sol se sumergía perezosamente detrás del lago, y el susurro de los pinos producía un grato rumor. Las bolas no volvieron a moverse.

Con la puesta del sol, el brillo que latía en el interior de cada uno de aquellos objetos aumentó más y más, hasta que el conjunto se convirtió en una rutilante corona sobre la arena, una extraña constelación que refulgía desde el suelo.

Thorne se recordó a sí mismo que aquel brillo no era belleza. Era muerte. Una muerte que habitaba en la grande y resplandeciente madre de aquellos objetos, que ya había llamado a dos de sus increíbles hijos. Muerte que merodeaba, acechante, a través del lago y los bosques de las dunas.

En la oscuridad, la brasa del cigarrillo era una lucecita mucho más borrosa que la emitida por las bolitas. La claridad ambiente aún permitía ver. Encima de Thorne, el cielo era de Una roja tonalidad. Abajo, las marismas y los bosques permanecían en silencio.

 El científico se preguntó qué olvidado poder habría diseminado las bolitas por la playa. Thorne estaba casi seguro de que aquellos objetos no eran terrestres. Quizá provinieran de un meteoro que hizo explosión sobre el lago, y la vida de aquella gran esfera, si se trataba realmente de vida, había estado reuniendo pacientemente, desde entonces, las diseminadas porciones, asimilando los fragmentos durante sus largos reposos en el fondo del lago.

A juzgar por su tamaño, la esfera debía de haber estado creciendo durante siglos, recogiendo porciones de sí misma aquí y allá, por carreteras, dunas y granjas, dando a quienes obstaculizaban imprudentemente su camino la única respuesta defensiva que el objeto conocía.

Y ahora, él tenía que destruirlo. La gran bola había matado a un hombre. Puede que incluso antes de esto, hubiera habido hombres que encontraron atractivas aquellas bolitas y se las guardaron despreocupadamente en un bolsillo... y el merodeador de las dunas buscaba a esos hombres. Había matado al pequeño vagabundo, y casi acabó con Jeanne. Thorne no podía darle la oportunidad de que lo intentase de nuevo.

En su mente surgió la imagen de Jeanne. El recuerdo de los momentos en que ambos caminaron por la vereda del bosque, y de una ramita que se metió en la sandalia de ella. La muchacha tenía granos de arena en sus bronceados brazos, y sobre un oscuro rizo llevaba una brillante flor amarilla. Jeanne rió cuando él la hizo sentar sobre la musgosa raíz de un viejo roble para sacarle la ramita, pero no había reído cuando la besó.

A su alrededor, las marismas estaban silenciosas.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. No se oía nada. Ni un pájaro, ni un insecto, ni un ruido animal. Los bosques estaban silenciosos.

Thorne sintió deseos de gritar: «¡Ven de una vez!¡Ven y persígueme como la perseguiste a ella!»

El científico palpó el botón del pequeño instrumento negro que tenía en la mano. ¡Le ajustaría las cuentas a aquella gran bola! ¡Qué se atreviese a aparecer!

«¡Ven! Sal de una vez.»

El objeto acudió.

Thorne jamás había creído que fuera tan grande.

No había hecho ningún ruido. Fascinado por el horror, el científico observó cómo el objeto rodaba hasta el pie de la gran duna. Luego desapareció entre los árboles, pero se siguió percibiendo una amarilla radiación bajo las hojas, a medida que el objeto se movía entre las plantas. Al salir de ellas, su luz fulguró, y la gran bola, ascendió por la colina, dirigiéndose directamente hacia Thorne.

Las bolas pequeñas parpadeaban en sus cepos de arena. Thorne les dio unos salvajes golpes. Como si también ella compartiese la afrenta, la gran esfera fulguró violentamente Y luego volvió a disminuir su intensidad. Pero su impresionante ascensión era alarmantemente rápida.

Thorne no podía apartar los ojos de la esfera. Las bolitas pequeñas eran guijarros, simples trozos de un cristal que brillaba extrañamente; pero el gran objeto que tenía ante sí era la cosa más bella y terrible que jamás había visto. Y estaba viva. Nadie, viéndola podría decir que no lo estaba. El brillante corazón dorado que había en su interior latía y refulgía, iluminando las áureas venas que lo envolvían.

Ahora se escuchaban ruidos provenientes de allá abajo, del sendero del bosque, y se veían brillar las linternas que sostenían unos hombres. Pero Thorne no les oyó ni vio otra luz que la enorme y cegadora que tenía ante él. El científico no se podía mover. El sudor bañaba su rostro y el instinto de huir quedaba paralizado por un terror que doblaba sus piernas como si éstas careciesen de huesos. El hombre estaba medio en cuclillas, con las manos en el suelo, incapaz de hacer nada que no fuese contemplar con ojos desorbitados aquel objeto...

Ahora la gran esfera estaba ya muy cerca, casi sobre la línea de montones de arena que Thorne había preparado tan minuciosamente. Tenía que huir. Apenas le quedaba tiempo. Obligó a sus paralizados miembros a que se movieran sobre la suelta arena de la ladera de la depresión y le levantasen. Tenía que llegar a la otra vertiente de la colina.

En el último minuto, sus entumecidos dedos oprimieron el botón del pequeño transmisor que debía activar los detonadores de los cartuchos de neonitro enterrados en la arena.

Pero, de una u otra forma, el monstruo debió de adivinar sus intenciones, ya que, al saltar hacia el otro lado de la colina Thorne sintió un lacerante dolor que comenzó en el interior de su cuerpo y fue llenándolo todo. Thorne cayó inconsciente en el lado opuesto de la colina al mismo tiempo que cinco solemnes detonaciones hacían pedazos la gran esfera brillante.

 *****

En el lugar adonde sus ojos miraban había círculos blancos y borrosos. Thorne se sintió vagamente sorprendido al ver a seis personas a su alrededor. Parpadeó, y las seis personas se convirtieron en Seppel, MacInnes y Jeanne. Trató de levantar una mano y sólo consiguió un terrible aguijonazo de dolor. Su brazo estaba hinchado y cubierto de vendas, lo mismo que el resto de su cuerpo.

Las seis —tres— personas le habían visto abrir los ojos y se acercaron a él. Jeanne se sentó junto a la cama e inclinó la cabeza hacia él.

—Espero que seas tú quien está dentro de las vendas —dijo la muchacha.

Thorne se asombró al ver que había lágrimas en sus ojos.

—¿Qué tal me encuentro? —murmuró, a través de los vendajes.

—A medio asar, maldito loco —dijo Seppel.

—De todas maneras, nosotros estábamos ya casi en la cumbre —gruñó MacInnes—. Pero tú te nos anticipaste.

—Tenía que hacerlo —explicó Thorne, débilmente.

—Y lo lograste —aseguró Jeanne.

—¿Lo destruí? —preguntó Ian. De nuevo veía a seis personas y experimentaba un gran cansancio.

—Lo redujiste a simples átomos —aseguró Seppel—. Deberías ver el cráter en la arena. Pero aún tenemos bolitas pequeñas para estudiadas. Tu anuncio ha hecho que hoy recibiéramos cuatro más. He estado hablando con Camestres por teléfono, y dice que está seguro de lograr una buena subvención para que sigamos las investigaciones tan pronto como tú puedas abandonar esa cama...

Thorne emitió unos sonidos ininteligibles. Jeanne los tradujo:

—Dice que está trabajando en los "Estudios Ecológicos sobre las Dunas de Michigan", Capítulo Ocho. No quiero saber nada más sobre monstruos, merodeadores, gracias.

McInnes rió y meneó la cabeza.

—Será mejor que se rinda, doctor Seppel. Jeanne ya ha tomado una decisión. Y hay algo respecto a ella que debe saber: diga lo que diga, siempre lo mantiene.

—No estés muy seguro de eso —dijo la joven, descansando sus dos pequeñas manos sobre el vendado brazo de Thorne. A éste, el contacto no le dolió ni levemente.

 *****

En la cumbre de una duna que se alzaba sobre el lago, la luna iluminaba un negro cráter que se abría en la arena. Dos de los granos de arena, que a la pálida luz lunar brillaban más que los otros, cayeron juntos en el interior de una pequeña cavidad para unirse en uno solo y recomenzar el trabajo de trescientos años.