17.-EL PERRO MURIÓ PRIMERO

[BRUNO FISCHER]

Aquella noche yo estaba pensando en la sangre, pero sangre de la Revolución francesa. Estaba corrigiendo unos ejercicios de Historia Moderna Europea mientras Dot se hallaba en una reunión en casa de Marie Cannon. A medianoche me fui a la cama sabiendo que entre el bridge y la cháchara no había manera de calcular cuándo Dot regresaría a casa.

El ruido de un coche que se detenía en la calzada me despertó. Como no tenemos garaje en nuestra casa tipo bungaló, siempre dejamos el coche aparcado al aire libre, en la calzada de cemento. Oí cómo Dot entraba en la casa por la puerta de atrás, y luego escuché cómo corría el agua por el grifo de la cocina.

Corrió durante largo tiempo... demasiado para que Dot estuviera bebiendo y, por supuesto, yo no creía que se estuviese lavando en plena cocina. Medio dormido me preguntaba qué estaría haciendo con el agua y aún me hice muchas más preguntas cuando ella cerró el grifo del agua y dejó nuevamente la casa. El reloj luminoso de la mesita de noche marcaba en aquel momento la una y cinco de la mañana.

Me volví de lado y miré por la ventana. Dot había dejado encendidos los faros del coche y en aquel momento caminaba por delante de ellos. El cubo que llevaba en la mano estaba lleno de agua, evidentemente. Su peso le hacía oscilar ambas caderas. Abrió la portezuela del negro sedán, encendió la luz del interior, extrajo una escobilla mojada del cubo y comenzó a limpiar el interior del vehículo.

Así, pues, aquello explicaba su raro comportamiento. No cabía duda de que alguien había hecho una mancha sobre la tapicería y Dot estaba intentando limpiarla antes de que se secara. Hundí mi cabeza en la almohada para evitar el cegador brillo de las luces de los faros que penetraba por la ventana.

Estaba casi dormido cuando se encendió la lámpara de la habitación.

—¿Estás despierto, querido? —preguntó Dot.

—¡Hummmm! —murmuré, volviendo la cabeza para hacerle saber que sentía demasiado sueño para conversar.

Pero como no había nada que hiciera desistir a Dot de charlar, no prevalecieron mis deseos de dormir. Ya me había entrenado lo suficiente para oír su cháchara sin escucharla realmente, y eso fue lo que hice durante un rato, hasta que una frase que pronunció Dot hizo que me despertara totalmente.

—No pude limpiar toda la sangre —dijo.

—¿Sangre? —interrogué, abriendo mucho los ojos—. ¿Has dicho sangre?

Dot estaba buscando un camisón de noche en un cajón del armario, y replicó:

—Murió cuando le llevaba al doctor. Me siento como una auténtica asesina.

Luego se incorporó sosteniendo el camisón en la mano.

La suave luz nocturna se reflejaba sobre su bien formado cuerpo, y su rostro aparecía más cándido que el de una muñeca.

—¿Quién murió? —interrogué, ansiosamente.

—El perro, por supuesto —dijo ella, deslizando el camisón sobre su cabeza.

Yo volví a hundirme en el lecho. Un perro, por supuesto. Bien, ¿qué era lo que yo había esperado?

—No pensaba decírtelo porque siempre estás criticando mi forma de conducir —añadió Dot—. Como cuando derribé aquella valla la semana pasada. Pero realmente no lo pude evitar esta noche. El perro se metió materialmente bajo las ruedas del coche. Luego, cuando llegué a casa me di cuenta de la sangre que había en el coche y traté de limpiarla, pero no pude hacerlo del todo porque se había secado ya. Entonces decidí decírtelo porque de todas formas tú lo ibas a ver por la mañana.

Yo me había adormilado nuevamente, pero aun así, pude preguntar:

—¿Cómo es posible que la sangre se meta dentro del coche al atropellar un perro?

—Todavía respiraba, y por eso lo llevé al veterinario, pero ya estaba muerto cuando llegué. Me refiero al perro, naturalmente, ¡pobrecillo!

Dot apagó la luz y se metió en la cama, pero esto no detuvo su conversación. Me contó al detalle cómo había perdido un dólar con diecisiete centavos en el bridge, lo desaliñada que aparecía Ida Walker, la elegancia de Marie Cannon y Edith Bauer...

—¿Qué te parece si dormimos un poco? —interrogué, quejándome.

Dot permaneció quieta durante un minuto, o al menos así me lo pareció. Luego me sacudió por un hombro, al mismo tiempo que musitaba a mi oído:

—Bernie, hay alguien en el exterior de la casa con una linterna.

El reloj luminoso marcaba las tres y diez, cosa que significaba que en realidad yo no había dormido más de dos horas. Dot se sentó en la cama, y por encima de uno de sus hombros vi un rayo de luz que se movía junto al coche.

—Puede que ese hombre intente robarnos el coche —dijo Dot.

—¿Dejaste puesta la llave del encendido?

No me sorprendió nada cuando admitió que creía haberla dejado puesta. Refunfuñando, me levanté y me acerqué a la ventana. Quienquiera fuese la persona que sostenía una linterna en la mano allí fuera, parecía haber perdido todo interés por el coche y se estaba alejando hacia la calle.

—Ya se va —dije lleno de esperanzas.

Yo era hombre que, evidentemente, siempre trataba de evitar toda dificultad.

Ya había puesto un pie sobre la cama cuando sonó el timbre de la puerta principal. Me quedé como paralizado escuchando. Hay pocas cosas que sean tan molestas e intranquilizadoras como un timbre de la puerta que suena a las tres de la mañana.

—Debe ser el ladrón —murmuró Dot.

—Los ladrones no suelen llamar a los timbres, querida —repliqué, despejado ya totalmente mi sueño.

—Bien, de todas formas, alguien será —añadió Dot, por decir algo.

Ciertamente, era alguien. El timbre siguió sonando con insistencia. Me calcé las zapatillas y me puse la bata y luego fui hasta el vestíbulo, encendí la luz y abrí la puerta.

El hombre que entró sostenía una linterna en la mano, de forma que era el mismo que habíamos visto merodear desde la cama. Tenía más tripa que pecho y un rostro abultado.

—¿El señor Bernard Hall? —preguntó.

Yo asentí con un movimiento de cabeza y pregunté:

—¿Qué ocurre?

El hombre no respondió, de momento. Pasó de largo ante mí y examinó el living-room como si tuviera intención de alquilado. Luego clavó en mí sus tristes ojos.

—Mi hijo Steve está en su clase de historia. Se llama Stephan Ricardo.

—¡Ah, sí! —exclamó empleando mi tono de relación entre profesor y padre.

Pero aquello era absurdo. Aquel hombre seguramente no me habría sacado de la cama a las tres de la mañana para hablarme de los problemas escolares de su hijo. Luego recordé lo que Stephan Ricardo me había dicho hacía su padre para ganarse la vida y todos mis nervios se tensaron.

—Usted es detective —declaré.

—Así es —replicó el hombre, dándose un ligero masaje en la papada—. Parece que hay sangre en su coche.

—¿Era eso lo que estaba usted mirando con la linterna?

El hombre asintió, y luego añadió:

—Se hizo un intento por limpiada con agua, pero la sangre ya había empapado la alfombrilla del suelo.

En aquel momento, Dot entró en el living-room. Se cubría con su floreada chaqueta de la casa, por debajo de la cual asomaba el camisón.

—Yo soy quien usted busca —dijo—. Supongo que no debí dejar el cuerpo entre los matorrales.

Ricardo se echó hacia atrás el sombrero y luego parpadeó dos o tres veces nerviosamente antes de interrogar:

—¿Admite usted haberlo hecho así, señora Hall?

—¿Debí comunicarlo a la policía? —interrogó a su vez Dot, esbozando una de sus más típicas sonrisas ingenuas—. La cuestión es que yo no deseaba meterme en dificultades de ningún género.

—No —replicó Ricardo, suavemente—. Supongo que no...

El hombre guardó silencio y miró a Dot como si no acabara de creer que existiera. Luego, añadió:

—¿Por qué lo hizo, señora Hall?

—Fue un simple accidente. Se metió materialmente bajo el coche.

Ricardo movió la cabeza tristemente.

—Eso no le llevará a ninguna parte, señora Hall. Su cabeza estaba aplastada, pero no había más señales en su cuerpo.

—¡Pero eso es imposible! Le sostuve en mis brazos y su cabeza no tenía nada de particular. Parecía haber sido herido interiormente. Me refiero a haber sufrido alguna hemorragia interna. Murió antes de que le pudiese llevar al veterinario.

—¿Veterinario? —preguntó Ricardo, parpadeando de nuevo.

—Sí, al veterinario, al doctor Harrison, el que vive en Mill Street —explicó Dot, pacientemente—. ¿Adónde podría llevar un perro sino allí?

Ricardo abrió la boca, pero no pronunció una sola palabra. Respiró profundamente y luego dijo:

—Supongamos, señora Hall, que usted me lo cuenta todo...

Dot se acomodó en un sillón y plácidamente cruzó sus hermosas piernas. Yo encendí un cigarrillo y me di cuenta de que la cerilla temblaba entre mis dedos. Ni por un solo momento creí que un detective despertaría a Dot a las tres de la mañana para interrogarla acerca de la muerte de un perro.

—Cruzaba un puente que hay cerca de la casa de Marie Cannon esta misma noche —dijo—, y a unos dos bloques de casa de aquí, un perro corrió delante del coche y no pude parar a tiempo. Me apeé del coche y allí estaba el pobrecillo en plena agonía. Era pequeño, de color negro, con las patas blancas y una mancha también blanca en la cara. No sé a qué raza pertenecería, aunque había en él algo de pomerano, porque cuando yo era niña tuve un pomerano que era lo más bonito que...

—¿A qué hora fue eso? —interrogó Ricardo, interrumpiéndola.

—Cerca de las ocho y media. Marie Cannon estaba ansiosa de que llegáramos a su casa a las ocho y media y sería aproximadamente esa hora cuando salí de aquí. Pensé que llegaría tarde, pero no podía abandonar en la carretera a un perro herido, de forma que lo metí en el coche y me fui al veterinario.

—Al doctor Harrison, de Mil Street —comentó Ricardo, esbozando un gesto hosco—. A unas buenas siete millas de distancia, aunque llegara usted tarde.

—¿Conoce usted otro veterinario que viva más cerca? —preguntó Dot.

Ricardo admitió que no.

—Por lo tanto, no tenía dónde elegir —añadió Dot—. Pero cuando llegué allí, vi que el pobre perro estaba muerto y que no valía la pena ya consultar al doctor Harrison. Regresé a East Billford y dejé al perro entre unos arbustos junto a la escalera.

—Así que no fue más que eso —dijo Ricardo, suspirando hondo.

Dot enrojeció y dijo:

—Supongo que fue cruel hacerlo así, pero entonces eran las nueve y diez y la partida de bridge no podía comenzar hasta que yo llegara porque era la jugadora número cuatro. Pensé que Marie Cannon estaría furiosa conmigo. Y después de todo, el perro ya estaba muerto, ¿no? Me fijé en si tenía licencia, pero carecía de collar. Evidentemente, se trataba de un perro perdido o vagabundo, y no sabía qué hacer con él.

Después de que Dot pronunciara estas últimas palabras, hubo un prolongado silencio que rompí yo, diciendo:

—Supongo que matar a un perro es algo de lo que  debe ser informada la policía. Esa es la ley, ¿verdad?

—Desde luego —replicó Ricardo, mirándome.

Luego posó sobre Dot su triste mirada y preguntó:

—¿Se manchó de sangre el vestido cuando recogió al animal?

—Estoy segura que no. Cualquiera de mis amigas lo habría notado en seguida.

Dot se detuvo y frunció el ceño, agregando:

—No parecía sangrar en absoluto, pero después sí debió de hacerlo porque vi sangre en el coche cuando regresó a casa, horas más tarde.

—¿Dónde dejó el cuerpo?

—En Pine Road, en una sección donde no hay casas. A un lado de esa sucia carretera.

—Wilson Lane —apuntó Ricardo.

—Sí, eso es. A corta distancia de Wilson Lane viniendo hacia la ciudad, hay unos espesos matorrales a la derecha. Allí es donde le dejé.

Ricardo asintió con un movimiento de cabeza y se rascó las mejillas con las yemas de los dedos.

—Sería mejor que se vistiera, señora Hall, y me acompañara ahora mismo hasta allí.

Dot abrió enormemente sus ojos azules, y preguntó:

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo, señora.

—Yo también iré —dije yo.

—Como guste —dijo Ricardo.

Entramos en el dormitorio y nos vestimos rápidamente.

—No acabo de comprender por qué hacen tanto ruido por un perro atropellado —dijo Dot, al mismo tiempo que se calzaba—. Desde luego sé que no hice bien, pero sacar de la cama a la gente a estas horas... ¿Por qué no me extiende una multa y todo listo?

Yo no dije nada. Sentía el estómago terriblemente vacío.

Subimos al sedán de Ricardo y viajamos los tres en el asiento delantero.

Durante el camino, Dot dijo:

—Supongo que Al Wilcox me vio llevar el perro hasta los arbustos. Vive allí cerca y me conoce. Vi pasar su coche blanco policíaco cuando yo regresaba al mío.

—Está bien, señora Hall —dijo Ricardo, torvamente.

Había menos de una milla hasta aquel lugar. Había tres coches aparcados a un lado de la carretera y a la luz de un par de potentes linternas eléctricas vi a seis hombres reunidos en la corta extensión de hierba que había entre la curva de la carretera y los arbustos. Uno de ellos era Al Wilcox vestido de uniforme.

—¡Todos esos hombres a causa de la muerte de un perro! —exclamó Dot.

Incluso ella comenzaba a pensar en algo más serio que la muerte de un perro.

Ricardo no hizo el menor comentario. Nos condujo a lo largo de la carretera y entonces vi la forma humana cubierta por una lona. Los hombres acababan de guardar silencio y miraban a Dot.

—Señora Hall, ¿es éste el lugar? —preguntó Ricardo.

Dot asintió con un movimiento de cabeza y luego deslizó un brazo por encima de otro mío. Después frunció el ceño cuando se fijó en la figura cubierta por la lona.

—Échale una ojeada, Al —ordenó Ricardo.

Wilcox se inclinó y tomando un extremo de la lona la deslizó hacia un lado de un solo golpe. Dot lanzó un chillido y la sentí temblar cuando se arrimó más a mí.

—¡Pero... pero si es Emmett Walker! —exclamó, angustiada—. Jugué al bridge esta misma noche con su esposa.

Efectivamente, se trataba de Emmett Walker, pero ya no era el apuesto agente de seguros que Dot y yo habíamos conocido durante años. Sus cabellos rubios estaban mezclados con sangre reseca y sobre sus facciones esta última se había deslizado formando unos feos manchones.

—Cúbrale otra vez, Al —dijo Ricardo, con tono indiferente.

Luego se volvió hacia Dot. En el tono de su voz se advirtió una controlada furia.

—Fue asesinado, señora Hall —dijo.

—Pero... pero, ¿dónde está el perro? —tartamudeó Dot.

—No hay tal perro, señora Hall.

—¡Si yo lo dejé ahí entre los arbustos!

—No, señora Hall —dijo Ricardo—. Usted golpeó a Emmett Walker en la cabeza con algo y lo mató. Luego lo arrastró hacia su coche y lo condujo aquí para dejarle entre los matorrales. Así es como la sangre apareció en su coche.

—¡No es cierto!

Dot ya se había recuperado de su terrible sorpresa y ahora lo que sentía era pura indignación.

En aquel momento yo debía haber dicho algo. Salir en defensa de mi esposa. Pero aun cuando me hubiese sentido lo suficiente bien para encontrar palabras, no podía pensar en alguna que valiese la pena pronunciar.

Al Wilcox habló finalmente:

—Pasaba yo por aquí pocos minutos después de las nueve, señora Hall, y la vi a usted salir de estos matorrales y entrar en su coche. A las dos pasé de nuevo por aquí y con los faros del coche vi lo que me pareció ser la pierna de un hombre que sobresalía de entre estos matorrales. Me detuve e inmediatamente lo encontré.

—Bien, yo no lo hice —replicó Dot, airadamente—. ¿Por qué habría de querer matar a Emmett Walker?

—Supongamos que nos lo dice, señora Hall.

Dot se volvió hacia mí completamente desesperada.

—Trata de hacérselo comprender, cariño —dijo.

Llené de aire mis pulmones y dije:

—Desde luego, que tú no lo hiciste...

Pero mi voz tembló un poco al pronunciar estas palabras.

Ricardo se alejó de nosotros para consultar con los otros policías y hablar en voz baja. Cuando regresó a nuestro lado, preguntó a Dot si el vestido que llevaba puesto era el mismo que había usado en la partida de bridge. Ella replicó que así era. Luego, Ricardo me pidió las llaves de mi coche y él, a su vez, se las entregó a Wilcox.

—Está bien, vámonos ya —dijo Ricardo.

No le pregunté adónde porque me lo imaginaba.

Esta vez viajábamos cuatro personas en el sedán. Yo me senté al lado de Ricardo que conducía, y Dot tomó asiento en la parte posterior del coche con otro detective. Ricardo no perdía el tiempo. Mientras conducía aún tuvo que hacer más preguntas a Dot.

—¿Dónde dijo usted que se había celebrado esa partida de bridge?

—En casa de Marie Cannon.

—¿Es la esposa de George Cannon, el abogado?

—Sí.

—¿Quién más estuvo allí?

—Sólo éramos cuatro. Además de Marie y yo, estaban Edith Bauer e Ida Walker.

Dot se detuvo y su voz se quebró un poco al comentar:

—¡Pobre Ida! ¿Quién va a darle la mala noticia ahora?

—Ya la conoce —replicó Ricardo—. No pareció disgustarse mucho.

—Desde hacía cierto tiempo no se llevaban muy bien. Había rumores de que Emmett no era... bien, que no le era muy fiel...

Dot se inclinó sobre Ricardo y preguntó, en voz baja:

—¿Cree usted que Ida le haya matado?

—Sé quién lo mató —replicó Ricardo, secamente.

Estas palabras fueron el final de la conversación hasta que llegamos al juzgado del condado, edificio en el que también se hallaban la comisaría de policía y la cárcel. Dot fue llevada a un despacho del segundo piso, pero yo no pasé más allá de la puerta.

—Usted puede irse a casa —me dijo Ricardo—. Su esposa queda aquí retenida.

—¿Qué es lo que van a hacer con ella, aplicarle el tercer grado?

En el regordete rostro de Ricardo se dibujó una sonrisa y el hombre contestó:

—Vamos a interrogarla.

—Tiene derecho a que haya un abogado presente.

—Seguro —dijo Ricardo, haciendo un gesto con la mano—. Abajo en el vestíbulo hay una cabina telefónica.

Bajé hasta la cabina y marqué el número de George Cannon. Su voz era la de un hombre totalmente soñoliento, pero despertó en el acto cuando le dije lo que estaba ocurriendo.

—Inmediatamente estaré ahí —me dijo.

Esperé en el vestíbulo. Al cabo de diez minutos llegó George Cannon. Venía con los cabellos despeinados y el traje parecía colgarle sobre su frágil cuerpo, pero todo ello no se debía a haberse vestido apresuradamente. Siempre se las arreglaba para tener aspecto un tanto desaliñado, aun cuando era el abogado más prominente de East Billford.

Le di brevemente todos los detalles del caso. Mientras escuchaba George, apretó los labios crispadamente más de una vez.

—Se suponía que Emmett iría a buscar a Ida esta noche... —dijo—. Ella esperó en mi casa hasta la una en punto y luego yo mismo la llevé a casa. Creo que sospechaba que Emmett estaba fuera con otra mujer. y durante todo ese tiempo, Emmett ya había muerto —comentó.

—No perdamos más tiempo aquí charlando —dije—. Sabe Dios lo que estarán haciendo con Dot.

—¡Oh! No se mostrarán rudos con una mujer. Espera aquí, Bernie.

Llamó sobre la puerta por donde había desaparecido Dot e inmediatamente fue admitido en el interior.

Durante una hora estuve paseando por el desierto vestíbulo hasta que al fin George salió de aquella estancia.

Movió la cabeza sombríamente y dijo:

—Se la han llevado a una celda... por otra puerta.

Aún no se la ha acusado formalmente de nada. Hay cabos sueltos sin solucionar.

—¿Cómo están las cosas?

—Es un poco pronto para decirlo —replicó George, sin mirarme a los ojos—. Si la sangre del coche pertenece a un perro, entonces el caso de esta gente, caso circunstancial por su puesto, se derribará por sí solo como un castillo de naipes.

George se detuvo y colocó una mano sobre mi hombro, añadiendo:

—Pero no vale la pena pasar más tiempo aquí. Ve a casa y procura dormir un poco.

Me dejó en la puerta de mi casa cuando comenzaba a amanecer y vi que mi coche había desaparecido. La policía se lo había llevado porque era una prueba..., una prueba que podía significar la vida o la muerte.

La casa estaba terriblemente desierta. Entré en el dormitorio y allí estaba el camisón de noche arrojado descuidadamente sobre los pies de la cama. Recordé cómo hacía sólo unas horas, la había visto vestirse aquel camisón y nadie hubiese podido tener menos aspecto de mujer que acabara de asesinar a alguien.

No lo había hecho. Así lo había asegurado Dot. Era una mujer locuaz y hasta traviesa, pero jamás me había mentido.

Pero nunca había tenido ocasión de mentir acerca de un asesinato.

Me tendí en la cama, donde estuve despierto durante una hora y luego dormí durante otra. Luego me despertó el timbre de la puerta. Era Herman Bauer, profesor y compañero del instituto. Su esposa Edith era una amiga de Dot.

Herman, usualmente alegre, se mostraba ahora tristón y violento. Dijo que se había detenido un momento de camino al colegio para decirme que la policía les había interrogado a él y a Edith.

—Nos sacaron de la cama a las seis y media de esta mañana —dijo Herman—. Hicieron preguntas a Edith sobre la partida de bridge de ayer noche. Cuándo llegó Dot, cuándo se fue, si había estado en casa todo el tiempo, y así sucesivamente. También preguntaron en qué medida se conocían Dot y Emmett...

Herman se detuvo estrujando entre sus manos el ala de su sombrero y añadió luego:

—Ni Edith ni yo mencionamos el hecho de que Emmett y Dot solían salir juntos.

—Eso fue hace años, antes de que Dot y yo nos comprometiésemos —dije.

—Desde luego —murmuró Herman, mirándose los dedos. Pero la policía quizá no lo entendiera así...

Luego se volvió hacia la puerta, y añadió:

—Si hay algo que pueda hacer por ti, no dudes en decírmelo.

Cuando Herman se fue permanecí en el mismo lugar durante largo rato. Herman se lo había figurado todo ya en la misma forma que se lo había figurado todo el mundo y así lo haría también la policía. Yo no podía saber que no tenían razón.

Reponiéndome un tanto, me acerqué al teléfono para llamar al colegio y avisar que aquel día no iría a clase y que probablemente no lo haría en toda la semana. Pero antes de comenzar a marcar el número, sonó el teléfono.

Era George Cannon y dijo:

—Bernie, ¿puedes venir ahora mismo hasta el despacho del fiscal del distrito?

—¿Hay algo nuevo? — pregunté.

—Sí, pero me temo que no sea nada bueno. Se ha analizado la sangre que había en tu coche...

George hizo una ligera pausa, y luego añadió:

—Es sangre humana y pertenece al mismo tipo de la de Emmett.

Se había esfumado la última esperanza, pensé al colgar el teléfono. La ciencia al servicio de la policía acababa de demostrar que la historia de Dot acerca de un perro era mentira, y si aquello era falso, todas sus demás declaraciones también lo serían.

Me vestí y abandoné la casa. La policía tenía mi coche, de forma que tuve que ir andando hasta el juzgado.

El detective Ricardo y George Cannon se hallaban en el despacho del fiscal del distrito. Este último, John Fair, era uno de esos políticos que rara vez, si se encuentran con un elector, le dejan sin haberle estrujado la mano y haberle aplicado unos cuantos y molestos golpecitos sobre la espalda, pero cuando penetré en su despacho simplemente me saludó con una inclinación de cabeza y no se movió de su asiento.

—El análisis de la sangre del coche —dijo—, no ofrece duda alguna sobre la culpabilidad de su esposa...

El comienzo era un tanto brutal, pero Fair añadió tras un breve silencio:

—Su esposa de usted tardó unos cuarenta minutos en llegar a la partida de bridge desde que dejó su casa, distancia de poco más de una milla. Ahora sabemos que su demora no fue causada por la muerte de un perro que luego llevó al doctor Harrison. Contó esa historia para explicar su demora y también para justificar la presencia de la sangre en el coche. Evidentemente se encontró con Emmett Walker y le mató con algún instrumento romo, quizá en el momento en que se hallaba en el coche con ella.

—¿A qué hora murió Walker? —pregunté, con voz ahogada—. Quiero decir si murió después de que mi mujer llegara a esa partida de bridge.

Ricardo movió negativamente la cabeza y dijo:

—El examen médico no pudo hilar tan fino. El forense cree que Walker murió entre las nueve y las diez y media de la noche pasada, media hora más o menos.

—¿Qué dice mi esposa? —interrogué, débilmente. Fair se encogió de hombros con gesto irritado y comentó:

—A pesar de las pruebas claras, ella se aferra a su historia del perro. Permítame decirle que es una mujer muy terca y ciertamente con poco sentido común...

El fiscal abandonó su asiento, y al cabo de unos segundos, añadió:

—Hall, créame que no trato de perseguir a su mujer. Sabemos que ella y Walker fueron novios en otra época. Siento mucho tener que decirle esto a usted, pero parece ser que su esposa continuó siendo una de sus mujeres hasta la noche pasada.

—¡No! —me oí a mí mismo gritar.

—Todavía no lo hemos probado —continuó diciendo Fair—, pero eso explica sus motivos para matarle. Digamos que le golpeó en un rapto de celos. En ese caso yo no insistiría en una acusación de asesinato en primer grado. Quiero que usted hable con ella, Hall. Quiero que la haga usted comprender que para ella será una gran ventaja hacer una confesión total.

—La prisión —murmuré amargamente—. ¿Es eso lo que usted le ofrece... años y años de prisión?

—Es mucho mejor que la silla eléctrica —respondió Fair, volviendo a tomar asiento en su sillón.

George Cannon no había dicho una sola palabra desde que yo había entrado en el despacho. Él era nuestra mente legal. Le pedí consejo inmediatamente.

—Bernie, yo me opongo a cualquier componenda —declaró lacónicamente—. Creo que la sacaré libre.

¡Lo creía! Le miré fijamente. Allí estaba aquel hombre, en pie, con un rostro que exteriorizaba una perpetua hambre de algo. Era el mejor abogado de East Billford, pero aquella era una ciudad pequeña y su reputación de buen letrado no iba más allá. No creía que Dot fuese inocente, nadie lo creía, pero él estaba deseando arriesgar la vida de Dot para aumentar más su reputación al intervenir en un sensacional juicio por asesinato.

—Hablaré con ella —dije al fiscal del distrito.

Ricardo me condujo hasta la planta superior y luego pasé a una estancia desnuda que contenía sólo unas cuantas sillas. Minutos más tarde, una matrona entró en el cuarto con Dot.

Alrededor de sus ojos se marcaban unas líneas de cansancio, pero aparecía tan bella como siempre. La abracé fuertemente y su boca me pareció más dulce que nunca.

«La silla eléctrica o años de prisión, que para ella serían una muerte constante», pensé.

Después de transcurrir un minuto, ella se separó de mí y me dijo:

—Me gustaría fumar un cigarrillo, querido.

Se lo encendí y Dot tomó asiento en una silla y cruzó las piernas. Aspiró el humo del cigarrillo y dijo:

—Querido, se dicen cosas terribles de mí.

Su tono era el de una profunda indignación. No estaba atemorizada, ni deprimida, sino simplemente indignada ante el hecho de poder ser acusada de haber hecho algo malo.

—Incluso dicen que Emmett Walker era mi amante —añadió tras una pausa de silencio.

—¿Lo era?

Cuando la pregunta surgió de mis labios me odié a mí mismo por haberla hecho, pero yo tenía que saber...

Las cejas de Dot se arquearon.

—Querido —murmuró—. No creerás tú eso también, ¿verdad?

—¿Lo era, Dot?

—Desde luego que no —replicó ella, profundamente indignada—. Emmett significaba muy poco para mí, aun cuando hubiese salido con él unas cuantas veces antes de conocerte a ti.

Me incliné sobre ella y tomé su rostro entre mis manos mirando fijamente sus ojos azules. Estos mostraban gravedad, sin engaño.

—Dot —dije—, ¿le mataste tú?

—No.

—¿Cómo llegó su sangre hasta el interior del coche?

—Pertenecía al perro que atropellé.

Pero la policía había demostrado que era un hombre el que se había desangrado en el coche y no un perro. No tenía el menor sentido que Dot dijera la verdad en todo menos en aquel detalle. Frenéticamente yo deseaba creerla, pero en mi interior no sabía ya qué hacer.

Me puse en pie y dije:

—Lucharemos, Dot.

Cuando volví al despacho del fiscal me estaban esperando aún los tres mismos hombres.

—Bien, ¿todo arreglado? —preguntó Fair.

—No —repliqué yo.

Ricardo suspiró hondo. Fair descargó un puñetazo sobre la superficie de su mesa y exclamó:

—Bien, entonces será asesinato en primer grado.

Yo di media vuelta. George me siguió hasta el exterior del despacho y apoyó una mano sobre mi hombro.

—Tenemos una buena oportunidad de derrotarles —dijo—. No creo de ninguna manera que Fair pueda reunir un jurado que condene a Dot a la silla. Podemos lograr un veredicto de locura transitoria si ella coopera. Le diré lo que exactamente tiene que decir en el estrado de los testigos, y si ella se ciñe a mis consejos...

—Dot es inocente —repliqué, al mismo tiempo que me alejaba.

Yo huía en aquel momento de su lógica legal, pero no podía huir lo mismo de mis infernales dudas.

Emmett Walker siempre había tenido éxito con las mujeres bonitas y, sin embargo, se había casado con una que era poco atractiva. No le había ido muy bien como agente de seguros. Financieramente, al ser el marido de una mujer que poseía una considerable fortuna, las cosas le habían ido mucho mejor.

Ida Walker era una mujer regordeta y su rostro hacía perfecto juego con su figura. Cuando me admitió en la casa, no me dio la menor impresión de ser una viuda que lamentara la muerte del esposo. Se mostró muy sincera en este aspecto.

—No soy una estúpida —dijo—. Estaba enterada de que Emmett constantemente me engañaba.

—¿Con Dot? —interrogué, mirando hacia la alfombra.

El tono de voz de Ida fue suave, al responder:

—No, Bernie. Nunca sospeché de Dot. Pero una esposa es la última que se entera...

O un marido, pensé yo, y el silencio que hubo a continuación fue mucho más embarazoso para mí que para ella. Después de un minuto le pregunté a qué hora se suponía que Emmett iría a buscarla la última noche.

—No me lo dijo con seguridad. Me dijo que tenía trabajo en el despacho y a las ocho y media me dejó en casa de Marie. Luego dijo que trataría de regresar antes de las diez porque quería ver un combate de boxeo en el televisor de los Cannon. A la una en punto abandoné la espera y George me llevó a casa.

—¿No te preocupaste cuando Emmett no apareció?

—¿Preocuparme? —preguntó a su vez Ida Walker, avanzando ambos labios—. No, no me preocupé en el sentido a que tú te refieres. Supuse que estaría con otra mujer. Luego la policía me sacó de la cama y me dijeron que Emmett había muerto.

Me puse en pie e Ida me acompañó hasta la puerta.

—Lo siento mucho más por Dot que por Emmett —dijo—. Él se merecía eso. Era una especie de diablo con las mujeres y yo le perdoné muchas veces. Yo siempre estuve dispuesta a aceptar sus migajas, pero no lamento que haya desaparecido para siempre.

En aquel momento me pregunté en qué medida le habría perdonado al final.

Edith Bauer era la mejor amiga de Dot. Se trataba de una mujer delicadamente formada, cuya figura hubiese sido una verdadera delicia en porcelana. Cuando le dije que se acusaba a Dot de asesinato en primer grado, Edith Bauer estalló en lágrimas.

Su marido estaba allí. Herman vivía cerca del colegio donde enseñaban ciencias, y así, después de las clases, podía acercarse a casa para comer. Les encontré a ambos sentados ante una pequeña mesa.

Después de que Edith se enjugó los ojos, me preguntó si estaría dispuesto a comer un bocado en su compañía. Moví la cabeza negativamente. Aquella mañana no tenía más deseos que beber café. Me senté a la mesa con ellos y pregunté a Edith si alguna de las cuatro mujeres que aquella noche formaban la partida de bridge se había ausentado en algún momento.

—¿Quieres decir abandonar la casa? —interrogó Edith, frunciendo el ceño.

—O por lo menos abandonar la habitación.

—No más de un minuto o dos —replicó Edith—. Las cuatro estuvimos jugando al bridge todo el tiempo, desde las nueve menos cuarto hasta casi la una en punto, en que abandonamos la partida. Desde luego, descansamos un poco para comer algo, pero estuvimos todas en la misma habitación.

—¿Quién servía el refrigerio?

—Marie, naturalmente, pero no tuvo que dejar la casa para hacer eso.

—¿Cómo pudiste comenzar a jugar a las nueve  menos cuarto si Dot no llegó hasta más tarde de las nueve?

—George Cannon hizo el cuarto —dijo Edith—. No tenía muchas ganas de jugar, y cuando Dot llegó abandonó su asiento para cedérselo a ella. George bajó luego a la otra planta para trabajar con sus herramientas. Su entretenimiento favorito es construir armarios y nos enseñó el archivador que estaba haciendo. Un mueble muy bonito.

Edith se detuvo y murmuró:

—¿Cómo podré hablar de muebles en un momento como éste?

Luego centré mi atención sobre Herman, quien no había pronunciado hasta entonces ni una sola palabra. Al mismo tiempo que masticaba su comida, parecía hallarse muy pensativo.

—¿Dónde estuviste la noche pasada, Herman? —pregunté.

—Solo, en casa, leyendo un poco —replicó a la vez que prendía en su tenedor una raja de tomate—. ¿Acaso es eso importante?

—Quizá lo sea —dije yo— porque Dot no fue la única mujer de esa partida de bridge que en otro tiempo salió con Emmett.

—Si te refieres a mí, te puedo decir que reñí con Emmett cuando yo era sólo una niña —dijo Edith.

Luego Edith se levantó rápidamente de la mesa, demasiado rápidamente, me pareció, y fue a la cocina en busca de la cafetera.

Herman detuvo el tenedor a medio camino de su boca y me estudió durante un momento, antes de preguntar:

—¿Adónde quieres ir a parar, Bernie?

—No estoy seguro —murmuré.

Y era la verdad. Estaba dando palos de ciego tratando de alejar la culpabilidad de Dot para depositarla sobre otra persona. Sobre cualquiera.

Fui a visitar a Marie Cannon. Marie era una mujer maravillosamente formada, de lentos movimientos, que llamaba la atención de todos los hombres aun cuando hubiese a su lado mujeres más bonitas que ella. La bata de casa que vestía ceñía bastante su figura y mostraba un bajo escote, que acentuaba aún más su exuberancia femenina. Sostenía en la mano un pañuelo y al igual que Edith Bauer se echó a llorar en cuanto me vio, ya que asimismo era amiga íntima de Dot.

—No puedo imaginar a Dot asesinando a alguien a sangre fría —dijo—. Debió haber sido un accidente o un rapto de locura temporal.

Yo no discutí. Había ido allí a hacer preguntas y la primera fue si Dot se había mostrado disgustada cuando la noche anterior había llegado a la casa.

Marie lo pensó un poco.

—Parecía respirar un poco agitadamente, pero eso fue todo. George jugó una mano antes de dejarle el sitio a ella y mientras Dot esperó, nos contó muy calmosamente que acababa de atropellar a un perro...

Marie se detuvo un par de segundos para echar una ojeada a su húmedo pañuelo. Luego, añadió:

—George teme que el hecho de haber preparado una historia sobre la muerte de un perro cause mal efecto en el jurado.

Alguien bajaba en aquel momento las escaleras. Marie y yo volvimos la cabeza casi al mismo tiempo cuando George entró en la estancia. Vestía un deslucido albornoz de baño y unas chancletas.

—Vine a casa para echar una siesta —explicó—. Sólo dormí un par de horas la noche pasada cuando tu llamada telefónica me despertó...

Se detuvo y me miró fijamente antes de añadir:

—Tú también debías dormir un poco, Bernie. ¿Dormir? ¿Cómo podría yo dormir cuando Dot estaba encerrada entre cuatro paredes?

—¿Por qué habrá declarado Dot que dejó el cuerpo de un perro en el mismo lugar donde estaba el cadáver? Si hubiese matado a Emmett sabría que su cuerpo se encontraría precisamente allí, donde dijo que había abandonado el cadáver del animal —razoné yo en voz alta.

George se encogió de hombros y dijo:

—Sabía que Wilcox la había visto salir de entre los matorrales y que cuando se hallase el cadáver de Emmett Wilcox sumaría dos y dos. Dot, sin duda, estaba furiosa en aquellos instantes.

—Marie dice que no estaba ni siquiera nerviosa cuando llegó aquí pocos minutos después.

—No, no lo estaba. Pero es difícil calcular estas cosas con una mujer como Dot. Siempre está excitada por algo y a veces toma las cosas en forma anormal. Y es... bien, Bernie..., es encantadora y dulce, pero su pensamiento salta de aquí allá como un relámpago. Quiero decir que esa historia del perro posiblemente le pareció a ella muy buena y válida en aquellos momentos, pero Dot no es exactamente lo que se llama una persona lógica.

Desde luego que no lo era, pensé, y su fantasía a veces me divertía y otras me molestaba. Ahora aquella forma de ser podía significar su muerte o la prisión para toda la vida. Repentinamente me sentí tan cansado que apenas podía mantenerme en pie. Me apoyé contra el mueblecito de la televisión y recordé que había sido en aquella pequeña pantalla donde Emmett había pensado ver un combate de boxeo la última noche. Al menos eso me había dicho Ida.

Dije:

—La única que tenía razones para matar a Emmett Walker era su propia esposa.

Marie replicó repentinamente:

—Sí. ¿Quieres decir antes de que viniese aquí la última noche?

—Es posible —dije—. Y a propósito, ¿dónde se encontró el coche de Emmett?

—En su casa —contestó George—. La policía cree que regresó a casa después de dejar aquí a Ida y que luego Dot le recogió en su coche...

George se detuvo y movió la cabeza dubitativamente, añadiendo:

—He estudiado el asunto desde todos los ángulos posibles, Barnie, pero todos los caminos conducen a la sangre de Walker en tu coche y a esa maldita historia de Dot sobre un perro.

Tampoco yo estaba siendo muy lógico. Miré a Marie, que estaba abriendo el pañuelo para sonarse, y miré a George que apretaba los labios pensativamente.

—Haré todo cuanto pueda para salvarla —añadió George, al cabo de unos segundos de silencio—. Puede que la saque libre. Nunca se sabe...

Como en un juego de azar. Dot podría morir en la silla eléctrica, pasarse la vida en prisión o salir en libertad con las manos sucias de sangre.

Había piedad en los ojos de Marie y de George. Piedad hacia mí y hacia Dot. No pude soportarlo un momento más y me despedí. Abandonando rápidamente la casa.

Algunas veces cuando yo me sentía totalmente agotado después de todo un día de dar clases y deseaba leer el periódico tranquilamente, la incesante e intrascendente charla de Dot me irritaba. Ahora la ausencia de su voz hacía que la casa apareciese terriblemente vacía. Había regresado a casa, pero no podía soportar estar allí sin Dot. Estaba a punto de salir nuevamente cuando sonó el timbre de la puerta principal.

Un muchacho de diez años se hallaba en pie en el umbral de la puerta. Era Larry Robbins, el hijo del farmacéutico que vivía en el cercano bloque de casas.

—Señor Hall —dijo—, ¿ha visto usted un perro pequeño y negro?

Miré al muchacho fijamente.

—Se perdió —añadió el muchacho—. Anoche le dejé salir unos minutos y ya no regresó más. Estoy preguntando a todos los vecinos si lo han visto. ¿Lo vio usted, señor Hall?

Haciendo un poderoso esfuerzo para que el tono de mi voz sonara tranquilo, pregunté:

—¿Cómo era?

—Pequeño. Totalmente negro, excepto las patas y una mancha blanca en la cara. Lo tenía desde la semana pasada. Mi tío me lo regaló... y aún no le habíamos comprado collar ni sacado la licencia. Puede que alguien haya pensado que era un perro extraviado, le darían de  comer y se lo han llevado.

—¿A qué hora le soltaste la última noche?

—Fue después de las ocho. No le ha visto usted, ¿verdad?

—Gracias, Larry —dije, acariciando la cabeza del muchacho.

—Gracias, ¿por qué, señor Hall? —preguntó el chico, parpadeando.

—No importa —dije.

Y al cabo de un par de segundos, añadí:

—No, no he visto a tu perro, Larry.

Un par de horas más tarde, la pequeña máquina excavadora que yo había alquilado llegó cerca de la intersección de Pine Road y Wilson Lane. Yo la estaba esperando allí desde hacía algún tiempo. Cuando la excavadora llegó dije a su conductor donde debía comenzar a excavar. Luego me acerqué hasta el teléfono más próximo y llamé al detective Ricardo, que se hallaba en el cuartelillo de la policía.

—¿Puede usted venir ahora mismo al lugar donde se encontró el cuerpo de Emmett Walker ayer noche? —pregunté.

—¿Hay algo nuevo, señor Hall?

—No lo sé —dije—. Pero si lo hay, quiero que esté usted allí como testigo.

Me apresuré a regresar adonde se hallaba la excavadora trabajando en una zona de unos cincuenta pies de anchura. que comenzaba a partir de los matorrales que había a lo largo de la carretera. Aunque había excavado unos tres pies de profundidad y unos veinte de longitud, no se habían encontrado más que piedras. Yo caminé junto a la potente máquina hundiendo mis pies en la tierra recién removida.

El área examinada se duplicó antes de que apareciera Ricardo. Se balancearon sus voluminosas caderas cuando comenzó a caminar sobre la blanda tierra. Miró pensativamente a la excavadora y luego suspiró hondo.

—La fe mueve montañas, ¿verdad, señor Hall? —comentó, secamente.

Le conté lo del perro perdido de Larry Robbins.

—¿Y por qué no acudió usted a la policía y dejó que nosotros buscáramos de esta forma? —inquirió.

—Porque se necesitarían realizar muchos trámites oficiales antes de que la policía se moviese... si es que lo hacía.

Ricardo se rascó las mejillas pensativamente.

—Este campo pertenece a Gridley. No le gustará lo que está usted haciendo en él.

—Ya obtuve su permiso. Le pago por esto y le prometí que se lo nivelaría de nuevo.

El conductor de la excavadora gritó. En aquel momento saltaba desde su asiento a tierra. Ricardo y yo corrimos hacia él. Allí, en la tierra, medio cubierto por esta última, había un montón de piel negra. Se encontraba a unos cincuenta pies de distancia de donde había sido hallado el cadáver de Walker.

Ricardo se inclinó, apartó la tierra de la piel y sacó al animal muerto al aire libre, arrastrándole por una de las patas. Yo nunca había visto aquel pequeño perro negro, pero ya conocía su aspecto por las descripciones hechas tanto por Dot como por Larry Robbins.

Dot no poseía un pensamiento lógico. Únicamente había dicho la verdad. Súbitamente me sentí terriblemente aliviado. Tuve la impresión de no haberme sentido mejor en toda mi vida.

—¿Cree usted ahora que mi esposa atropelló a un perro? —pregunté.

Ricardo se puso en pie, restregándose ambas manos, y replicó:

—¿Por qué había de creerlo?

—¡Có...mo! —tartamudeé incrédulamente—. ¿Es que no cree en lo que está viendo?

—Veo un perro muerto, de acuerdo, pero hay al menos dos cosas que este animal no ha hecho. No se desangró en el coche de usted, ni ocultó el cadáver de Emmett Walker entre los arbustos. Me parece que sé cómo ha llegado este perro hasta aquí.

—Fue enterrado por el asesino.

—Eso es lo que a usted le gustaría que pensáramos nosotros. Muy temprano, esta misma mañana, después de que abandonó usted el cuartelillo de la policía, decidió intentar salvar a su esposa haciendo algo para que su rara historia fuese cierta. Encontró usted a este perro, lo mató y luego lo enterró aquí. Más tarde..., ahora mismo pretende usted haberlo descubierto.

El conductor de la excavadora estaba escuchando con la boca abierta. En cuanto a mí, la emoción de la alegría había cedido el paso a una amarga cólera.

—¿Va usted a ordenar que se examine al perro? —pregunté.

—Seguro, señor Hall, aunque supongo que no será posible asegurar si fue un coche o un palo el que lo mató.

No había nada más que decir. El hallazgo del perro muerto lo demostraba todo para mí, pero nada para el detective. Dije al conductor de la excavadora que volviese a arreglar el terreno y luego me dirigí hacia mi coche. Me lo habían devuelto hacía unas horas... y faltaba la alfombrilla manchada de sangre.

Ricardo avanzó, se colocó a mi lado y dijo:

—Supongo que yo habría hecho lo mismo por mi esposa, pero hubiese sido más ingenioso.

Me volví al entrar en la carretera para enfrentarme con él:

—¡Así que usted es ingenioso! —exclamé—. Pero no lo suficiente para darse cuenta de que una historia puede parecer tan fantástica que pueda llegar a ser cierta. Mi esposa no es la mujer atolondrada o estúpida que todos ustedes están creyendo es.

Ricardo no hizo más comentarios por el momento. Sus negros y tristes ojos reflejaban una expresión pensativa. No era un mal muchacho, pensé. Al menos no era uno de aquellos zafios y brutos policías. Estaba tratando de hacer lo que le parecía más correcto en su profesión.

—¿Sabe usted? —dijo mirando hacia atrás, a la mancha de pelo negro que quedaba sobre el campo—. Hay otra respuesta si la historia de su esposa es cierta.

—Ya va siendo hora de que vea usted algo más en todo esto.

Súbitamente, Ricardo me sonrió y dijo:

—Usted espere aquí. Tengo que hacerme cargo de ese perro. Puede ser una prueba.

El detective caminó de nuevo sobre la tierra removida. Entonces tuve la rápida impresión de que yo pudiese conseguir mucho más que un policía, y que cuando éste volviese a verme tendría algo que regalarle. Subí a mi coche y partí rápidamente.

Marie Cannon me abrió la puerta de su casa. Las líneas que circundaban sus ojos y las comisuras de su boca se habían hecho mucho más profundas en unas horas.

—George no está en casa —me dijo.

—Es a ti a quien vengo a ver —repliqué.

Marie me condujo hasta el living-room. Ella tomó asiento en el sofá manteniendo rígido su bien formado cuerpo. Yo permanecí en pie ante ella.

—Marie, has estado llorando todo el día por Emmett Walker —comenté.

Ella se llevó el pañuelo a la nariz y replicó, casi en voz baja:

—Desde luego, siento mucho que haya muerto. Era un amigo.

—Un amigo y un amante —dije—. Y puede que hayas llorado también un poco por Dot, o por tu propia conciencia, porque tú sabes muy bien que Dot es inocente. Sabes que Emmett estaba vivo alrededor de las diez de la noche, lo cual significa que Dot no pudo haberle matado.

Oí cómo un coche se detenía al lado de la casa. Ricardo, pensé, pisándome los talones. Pero esperaba que tuviese suficiente sentido común para dejarme manejar a Marie.

—¡No, no! —dijo esta última.

—Encontramos al perro enterrado cerca de donde apareció el cuerpo de Emmett —añadí—. Eso prueba que la historia de Dot es cierta, y también demuestra que una de las personas que anoche estuvo en esta casa mató a Emmett, porque fueron las únicas personas que sabían dónde Dot había dejado al perro muerto.

Hubo un ruido de pisadas en el porche de la casa. Luego reinó el silencio. Eso significaba que Ricardo estaba siguiendo mi juego. Me estaba permitiendo interrogar debidamente a Marie mientras él escuchaba por la ventana abierta.

Marie volvió a sonarse ruidosamente.

—Esto es lo que debió haber sucedido —continué diciendo—. Ayer noche fuiste a la cocina para preparar un refrigerio. Por la ventana viste a Emmett Walker que llegaba para ver la televisión. Y saliste al exterior por la puerta de la cocina para hablar con él.

—¡Yo no le maté! —estalló Marie—. ¡Déjame sola!

—No le mataste. De acuerdo. Ninguna de las cuatro mujeres que había en la casa pudo hacerlo porque ninguna de ustedes estuvo fuera de la casa el tiempo suficiente para llevarse el cuerpo de Emmett. Pero había una quinta persona en la casa: tu marido.

Entonces, junto al borde de la cortina, en una de las dos ventanas que daban al porche, vi la cadera de un hombre. Ricardo estaba escuchándolo todo.

—¡No! —volvió a gritar Marie—. ¡No, no!

—Sí —repliqué yo—. Es la única forma posible en que pudo suceder todo. George se encontraba en la parte baja de la casa construyendo un archivador. Yo mismo estuve allí algunas veces. Hay una ventana a nivel del suelo. George te vio correr para encontrarte con Emmett. Quizá le besaste y quizá concertaste una cita con él. Luego volviste a la cocina y llevaste el refrigerio a tus invitadas. Emmett trató de demorarse un poco en el exterior de la casa para no entrar al mismo tiempo que tú y así evitar que su esposa pudiese sospechar algo. Y fue entonces cuando George salió del sótano por la puerta del garaje sosteniendo en la mano un martillo o cualquier otra herramienta pesada que tomara de su banco de trabajo.

Marie no cesaba de llorar. Al cabo de un minuto estaría hablando para que la escuchara Ricardo.

Miré hacia la ventana y vi que Ricardo había cambiado de posición y que ahora era visible algo más que su cadera.

Pero no era Ricardo. El detective tenía mucho vientre y amplias caderas. El hombre que se ocultaba allí era delgado, frágil. George Cannon, que con toda seguridad había visto aparcado mi coche en el exterior y se había acercado hasta el porche silenciosamente.

Bien, que siguiera escuchando. Era posible que se derrumbara él también cuando lo hiciese Marie. O probablemente huiría, cosa que sería lo mismo que hacer una confesión.

Me volví hacia Marie y añadí:

—Y así George mató a Emmett Walker, arrastrado por unos ciegos y furiosos celos. Y allí estaba el hombre con un cadáver entre las manos. Pero había oído decir a Dot que había atropellado un perro y donde lo había dejado. Entonces se dio cuenta de cómo podía apartar de sí toda posible sospecha para canalizarla hacia Dot. Arrastró el cuerpo hasta el coche de Dot y así la destrozada cabeza del hombre que se de sangraba sobre la alfombrilla del coche encajaba perfectamente en su proyecto. Llevó el coche hasta donde Dot dijera que había abandonado al perro. Encontró éste y lo enterró en el campo, detrás de los matorrales y allí dejó el cadáver de Emmett. Volvió a casa y condujo el coche de Emmett hasta la casa de éste y después regresó andando. Todo esto costó algún tiempo, pero ustedes que seguían jugando, no se dieron cuenta de que George había abandonado la casa. Hasta puede que George hubiera dejado funcionando alguna de sus máquinas para que ustedes, al oírla, creyeras que seguía abajo.

—¡Qué desgracia, Dios mío! ¡Qué escándalo! —se lamentó Marie.

Y entonces vi la pistola. Fuera de la ventana, George Cannon la sostenía en su mano a la altura de la cadera. Los rayos del sol, que se estaba poniendo, se reflejaron en el cañón del arma.

Tuve la impresión de no poder respirar. No había esperanza alguna en la huida. Solamente la había en seguir hablando y en que George no se diese cuenta de que yo le había visto.

—Por eso le protegiste —continué—, aunque él acababa de matar al hombre que tú amabas. Sabías muy bien que George le había asesinado. Habiendo visto vivo a Emmett fuera de la casa a las diez de la noche, no cabía otra posibilidad. Y aun así, estabas dispuesta a ver morir a Dot por un crimen cometido por George. Marie lanzó un profundo sollozo y luego dijo:

—George me aseguró que la sacaría libre. Y hubiese habido un terrible escándalo si George hubiese tenido que declarar en el banquillo de los acusados. Todo el mundo habría sabido que Emmett era mi... mi...

Y al pronunciar estas últimas palabras la voz de Marie se quebró totalmente.

La miré al seguir hablando, pero en realidad mis palabras iban dirigidas al hombre que en el exterior sostenía una pistola en la mano.

—La policía conoce la verdad —dije—. Cuando encontraron el cuerpo del perro, todas las piezas del rompecabezas encajaron en su lugar. Ahora, con tu declaración ya no quedará ninguna duda sobre su culpabilidad. La policía ya está de camino para...

En el exterior alguien gritó. El hombre de la ventana dio un salto y todo el cuerpo de George Cannon se hizo perfectamente visible. Durante un segundo sostuvo el cañón de la pistola contra su sien.

El sonido del disparo no fue muy fuerte. Luego, al derrumbarse, su cuerpo se perdió de vista tras el alféizar de la ventana. Al cabo de un momento vi a Ricardo que subía corriendo los escalones del porche.

Yo también corrí hacia el exterior. Ricardo contemplaba en silencio al hombre muerto.

—Disparó cuando me vio —dijo Ricardo—. Supongo que pensó que venía a detenerle.

—Sí —murmuré—. Se lo hice creer así.

Ricardo alzó hacia mí sus negros ojos.

—¿Por qué no me esperó? —preguntó.

—¿Importa eso mucho ahora? —pregunté a mi vez, apartando la vista del cadáver de George Cannon.

En el interior de la casa, Marie seguía sollozando.

—No —replicó Ricardo—. Supongo que no.

Caminé hasta el pie de los escalones del porche para alejarme del hombre muerto. Pensé que al cabo de unos minutos me llevaría a Dot a casa.

Y que, por supuesto, tendría que comprar un perro a Larry Robbins.