20.-LA DIOSA BLANCA
[IDRIS SEABRIGHT]
—No creo en absoluto que desee usted de veras mis pobres cucharillas de té —dijo acremente la señorita Smith.
Acremente, sí, pero su voz encerraba todos los trémulos, ricos y guturales matices de una actriz de la BBC representando un papel de anciana; de una «joven» actriz de la BBC. Por ello Carson alimentó, junto a su indignación por ser despojado de su pequeño botín —la vieja debía de tener ojos en la nuca—, la esperanza. de que, en realidad, la señorita Smith fuese una joven que, por algún convincente motivo personal, hubiera decidido vestirse y actuar como una vieja. En cierto modo resultaba menos crispante pensar en ella como en una joven disfrazada que como en una mujer de edad que se movía y hablaba como una veinteañera.
Quienquiera que fuese, desde luego no era la agradable, suave y encantadora víctima que él había supuesto, sino todo lo contrario. La había conocido en el paseo, uno de los lugares más efectivos para encontrar agradables damas ancianas. Carson no había tenido que esperar más de lo corriente para que le invitase a tomar el té. Ahora se daba cuenta de que la mujer no era ni anciana ni dama. Y el nombre que había adoptado constituía un insulto. ¡La señorita Mary Smith...! No podía llevarse más lejos el anonimato.
—¿Qué le hace sonreír? —preguntó ella—. Quiero mis cucharillas.
Silenciosamente, Carson se metió la mano en el bolsillo del abrigo sacó cinco cucharitas de té. La mujer tenía razón. El no necesitaba el dinero. Casi nunca podía vender las cosas que robaba a las viejas y, cuando lo hacía, guardaba lo obtenido en una cuenta aparte y nunca lo tocaba. Era una neurosis, menos honrosa que el masoquismo moral, pero mejor que un montón de otras que se le ocurrían. Y le causaba demasiado placer para intentar desprenderse de ella.
Colocó las cucharitas sobre la mesa de té, frente a la mujer, y se hundió en su asiento. Ella las contó. Sus pies —carentes de juanetes, pero calzados con unos severos zapatos negros— comenzaron a golpear, nerviosos, el suelo.
—Aquí sólo hay cinco. Había seis. Deme la otra.
De mala gana, Carson entregó la última cucharilla.
Era la mejor de las seis, de plata fina y antigua, pero de tamaño tan reducido que nunca valdría mucho más de lo que costó cuando fue hecha. La parte cóncava llena de pequeñísimas melladuras, como si algún niño, contemporáneo de Washington y Jefferson, hubiera echado los dientes con ella. Un niño que seguramente quedó bastante malparado, pues los agudos bordes de la cucharilla debieron de dañar sus encías.
La mujer tomó la cucharita y la frotó con el borde del mantelito de té. Luego se la devolvió a Carson, diciéndole:
—Mire en el cacillo.
El hombre hizo lo que se le pedía. Era evidente que la señorita... Smith no iba a llamar a la policía y él, aunque se sentía molesto, no estaba precisamente asustado.
—¿Y bien? —preguntó, volviendo a colocar la cucharita sobre la mesa.
—¿No ha visto nada?
—Sólo a mí mismo, vuelto del revés. Lo corriente.
—¿Eso es todo? —gritó ella, agitada—. Devuélvame mi acuarela antes de que me enfade. Aún tiene menos valor que las cucharillas.
La mujer no podía haberle visto coger la acuarela. Había estado vuelta de espaldas a él, preparando el té, y enfrente no tenía ni espejos ni superficies brillantes. Ni siquiera podía haber observado el hueco que dejó el pequeño cuadro, ya que estaba colocado tras cuatro o cinco pinturas de muy escaso gusto.
—De todas maneras, tomemos el té —dijo la señorita Smith, colocando la recuperada acuarela sobre la mesa, junto a ella. Aun con el marco, el cuadrito no era mayor que una postal. En él se veía una palmera, una isla, agua, todo muy tosco e imitando el estilo Winslow-Homery. No era raro que Carson lo considerase digno de ser robado—. ¿Quiere en el té un poco de ginebra? Le sentará bien.
—Sí, gracias.
Tomando la cuadrada botella que había sobre la mesa, la señorita Smith echó un chorro en la tetera. Ambos bebieron. El té ardía y Carson únicamente logró hacer tolerable la carga alcohólica de la bebida añadiéndole azúcar.
La mujer dejó la taza sobre la bandeja. Tosió y luego sonóse con un masculino pañuelo de algodón.
—Será mejor que entre aquí —dijo, golpeando con un dedo la superficie de la acuarela— y vea qué tal le sienta.
Carson se encontraba en el interior de la acuarela, en la isla y entre las palmeras.
La hierba era infernalmente espesa y el lugar tan ruidoso como un pandemonio. Las olas, bloques de un azul intensísimo, se deshacían contra la playa como si en vez de por agua estuvieran compuestas por objetos de loza. Las gaviotas emitían sonidos de gaita y las copas de las palmeras parecían formadas con hojas de zinc.
Sin embargo, Carson no estaba tan distraído como para no comprender que, en el sentido smithiano de la palabra, la isla le sentaba muy bien. El ruido constituía un aislamiento. Ya no le importaba que sobre la repisa de ninguna anciana existiera una acuarela lo bastante pequeña como para caber en su bolsillo. Se sentía mullido y confortable, como si la señorita Smith le hubiera acomodado entre los pliegues de su capelina de lana.
Ufff... Debía de ser la ginebra. Garson se durmió.
Al despertarse, todo seguía igual. Gaviotas, olas y palmeras emitían sus respectivos ruidos. Allá lejos, donde se formaban las sólidas olas, se veía una turbulencia azul oscuro. ¿Estuvo allí desde el principio? Así debía de ser. Carson no tenía la seguridad.
Podía deberse a un montón de cosas: un tiburón, una tortuga gigante, un descomunal pulpo. Tal vez. Pero no era nada de eso. No lo era. Carson emitió un débil gemido de miedo.
¡Zas! Volvía a estar sentado frente a la señorita Smith, ante la mesa de té. La mujer había puesto una tapa sobre la tetera, pero el cacharro parecía ser el mismo de antes.
La mujer untó un bollo con mantequilla y se lo metió entero en la boca.
—¿Le gustó la isla? —preguntó, masticando.
—Al principio estaba muy bien —replicó él, de mala gana—. Luego, nadando bajo el agua, apareció algo que no me gustó nada.
—Es interesante —la mujer sonrió—. No le importó el ruido ni la soledad. Lo que acabó de agradarle... fue algo que iba bajo el agua y usted no podía ver.
¿Qué se proponía la señorita Smith? ¿Trataba de efectuar una especie de sicoanálisis? ¿Intentaba, hablando en términos siquiátricos, averiguar qué cosas le daban miedo para conseguir librarse de sus obsesiones? ¡Cá! Lo más probable es que estuviera delineando los contornos de su miedo para poder emplearlo mejor contra él.
—¿Por qué se interesa usted tanto? —preguntó Carson. Trató de untarse un bollo con mantequilla, pero le temblaban tanto las manos que tuvo que dejar el cuchillo.
—No es muy frecuente que alguien trate de robarme.
No. No debía de ser frecuente. Y tenía que ser Carson quien, pudiendo elegir entre todas las ancianas del mundo, tuviera que ir a dar con una que era Isis, Rea, Cibe. les — había montones de diosas dónde elegir—, Anat, Dindimena, Astarté. O Neith.
Carson se humedeció los labios.
—¿Qué le parece un poco más de té? —sugirió—. ¿Y si le ponemos un poco más de ginebra? Eso hace que la bebida sea más refrescante.
—Ya hay mucho licor en la tetera.
Sin embargo, la mujer no protestó cuando él quitó la tapadera y tomó la cuadrada botella. No parecía mirarle. Como antes ya le había engañado de esa forma, Carson pensó que, probablemente, le estaría observando. Aunque tal vez fuera posible emborrachar hasta a una diosa.
Dejó el frasco sobre la mesa, con la etiqueta hacia su compañera, para que no pudiese ver cuánto había echado.
—Sirva usted —pidió Carson.
¿Temblaba la mano con que le sirvió? El hombre no estaba seguro.
—¡Qué fuerte está! —comentó la diosa.
—Es muy refrescante —sonrió Carson—. Coja un bollo. A esta hora de la tarde hay que tomar un tentempié.
—Sí —la diosa fue interrumpida por un golpe de tos. Una miga parecía habérsele atragantado. El hombre deseó que se asfixiase hasta morir.
Con el último sorbo de té, la diosa se tragó la miga. — y ahora, deme mi pisapapeles.
Era la última parte del botín de Carson. Lo que más le gustaba. Tristemente, se sacó la esfera del bolsillo y se la tendió.
La diosa sacudió el globo, en cuyo interior se levantaron unos diminutos copos de nieve que, al llegar arriba, volvieron a caer sobre el nevado panorama de la base.
—Muy bonita —dijo ella, admirativa—. Una nieve preciosa.
—Sí. Me causó admiración.
—...Se está haciendo tarde para probar en usted nada más. Por otra parte, le conozco bastante bien. Es usted de la clase de hombres que no soportan esperar a que algo desagradable les ocurra —la diosa volvió a llenarse la taza.
Su voz resultaba cada vez más turbia. Al servirse el té derramó varias gotas sobre el mantel.
Había llegado el momento, si es que Carson iba a tener alguna oportunidad.
—Muchas gracias por este rato tan agradable —dijo el hombre, retirando su silla y levantándose—. Tal vez podamos repetirlo más adelante.
La diosa abrió la boca. Sobre sus separados labios brillaba una película de saliva.
—¡Qué idiotez! ¡Adentro contigo, maldito estúpido!
El pisapapeles le recibió. En cierto modo, fue como andar contra el viento, o como andar, pero Carson podía respirar bastante bien. A duras penas, se abrió camino por entre el líquido —¿glicerina?—, hasta la cristalina pared de la esfera.
Vio cómo la señorita Smith hacía chasquear los dedos. Sus labios se movían. La mujer comenzó a levantarse. Se derrumbó en el suelo. Sus dedos sin fuerza saltaron la tetera.
La señorita Smith había bebido demasiado. Pero, a medida que pasaba el tiempo, Carson empezó a preguntarse si era sólo eso. Lo natural sería que su cuerpo se moviera algo. Al fin, el hombre comprendió que la señorita Smith no estaba borracha, sino que había muerto.
A eso de las ocho entró alguien y la encontró. Durante un buen rato, hasta que llegaron los de la camilla, en el cuarto reinó un gran ajetreo. Luego se fueron todos. La tetera continuaba en el suelo.
Además, nadie había pensado en bajar las persianas.
Sobre la vítrea prisión de Carson brillaba la luna, que iluminaba brillantemente la nieve del fondo. ¡Si al menos fuese nieve de veras!
Anhelante, el hombre pensó en el exquisito agujero que podría haberse preparado en la nieve, en el cálido sueño estilo Steffanson que habría disfrutado en su abrigado refugio. Y, en vez de eso, se pasó la noche flotando verticalmente, atormentado por el insomnio y tan incómodo como un espárrago en una cacerola.
Al fin se hizo de día. Carson no estaba seguro de si lamentaba o no la muerte de la señorita Smith. ¿Acaso quedaba en él una irracional esperanza en la benevolencia potencial de la diosa? ¿Después de lo de la isla y de aquello?
Bien entrada la mañana, apareció la mujer de la limpieza. Era joven, de boca rojísima y flamígero pelo rubio.
Enchufó el aspirador. Luego recogió la mesita de té y lavó las tazas. Al fin, tomó el pisapapeles.
Lo meneó fuertemente. La nieve comenzó a caer en torno a Carson. La mujer apretó la nariz contra el vidrio, en un prodigio de enfoque visual a corta distancia. Tenia unos ojos enormes. Parecía imposible que no distinguiera a Carson.
Sonrió. El hombre la reconoció. La señorita Smith. Carson debía haber comprendido que Neith no iba a quedarse muerta.
La diosa meneó una vez más la esfera. Luego la dejó bruscamente sobre la repisa.
Por un momento, Carson creyó que la diosa iba a estrellar el pisapapeles contra los ladrillos de la chimenea. Pero eso ocurriría más adelante.
Iba a dejarle vivir unos cuantos días. Podía colocar el globo bajo el sol, congelarlo en la nevera o sacudirlo de arriba abajo hasta que el hombre estuviera medio muerto de mareo... Las posibilidades eran incontables.
Y al final se produciría la rotura.
Juguetonamente, la diosa se pasó el índice por la garganta. Luego desenchufó el aspirador y salió del cuarto.