12.-CASI UN CRIMEN
[HENRY SIESAR]
Fran salió de casa de Lila guardando en el bolsillo de su delantal los boletos de apuestas impresos en verde. ¡Qué afortunada era la tal Lila! ¡Tres ganadores en una semana! Mientras subía las combadas escaleras, hacia su apartamento, en el piso superior, Fran meneó la cabeza, descontenta de su propia suerte y envidiosa de Lila.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, la mujer corrió a la mesa de la cocina e hizo a un lado los restos del desayuno de su marido. Luego sacó el programa de las carreras del día siguiente y su vista recorrió la pequeña letra impresa hasta encontrar los participantes de la cuarta carrera.
«Sonny Boy, County Judge, Chicago Flyer, Marzipan, Goldenrod...»
Fran leyó los nombres en voz alta, pasándose los dedos por el seco y castaño cabello. Luego cerró los ojos y levantó la cabeza. Alguno de aquellos nombres tenía que significar algo para ella, de no ser así, ello significaba que no eran buenos. En eso consistía su sistema. No era gran cosa, pero se trataba de cuanto poseía.
—"Sonny Boy"... —susurró. Ed, su marido, era admirador de Jolson [6] . La mujer repitió, en voz alta—: «Sonny Boy».
Fran fue al teléfono y marcó rápidamente un número.
—"Vito's" —respondió la voz de un hombre.
—¿Está ahí el señor Cooney?
—¡Eh, Phil! —gritó el otro—. ¡Es para ti!
—Dígame —pidió Cooney.
—¿Señor Cooney? Soy Fran Holland. ¿Querría apuntarme cinco dólares en la cuarta carrera de mañana? Me gustaría...
—Un momento, señora Holland. Me alegro de que haya llamado. Resulta que iba a ir a visitarla. Pensaba pasarme por su casa después de cortarme el cabello.
—¿Pasará por mi casa? —La mujer miró al teléfono con extrañeza.
—Sí, señora Holland, así es. En primer lugar, no tengo permiso para aceptar más apuestas suyas mientras no salde su cuenta. Y, en segundo lugar, me han dicho que vaya a hablar con usted para ver si puedo cobrarle el dinero que nos debe. En estos momentos la suma asciende a veinticinco dólares.
—¿Veinticinco dólares? ¡Pero eso no es mucho! ¿O sí lo es?
—Claro que sí, señora Holland. Lo que ocurre es que usted no comprende. Se trata de una orden de la oficina central. No es cosa mía. Hay un número excesivo de cuentecillas pendientes; ya sabe a lo que me refiero.
—No. ¡No lo sé! —La mujer estaba honradamente indignada, como cuando el de la tienda le cobraba de más.
—Bueno, me pasaré por ahí a explicárselo. Hasta luego.
—¡No! Aguarde un momento...
Pero el hombre llamado Cooney no estaba dispuesto a esperar. El clic» que se oyó al otro extremo de la línea era definitivo.
Antes de volver a ponerlo en su sitio, Fran miró estúpidamente al receptor. Luego el pensamiento de que iba a llegar una visita — cualquier visita —, le hizo dedicarse a una serie de acciones automáticas. Fregó los platos del desayuno y los amontonó sobre la pila. Quitó las migas de pan que había sobre la mesa, las recogió en la mano y las echó en la bolsa de papel que había junto al fogón. Luego se desprendió del delantal y lo dejó en un armario.
En el dormitorio, la mujer se contempló en el espejo del tocador. La suya era una cara aún joven, con todos los indicios del paso de los años concentrados alrededor de los ojos. Tenía el pelo revuelto, así que se pasó el peine, produciéndose unos dolorosos tirones.
Pensó en llamar a Lila, pero la idea de ver de nuevo aquella alegre cara regocijándose con su infortunio era excesiva. No, ya se lo contaría en otro momento, cuando ambas estuvieran lamentándose de la actuación de un caballo excesivamente lento.
Se sentó a la mesa de la cocina y fumó un cigarrillo. Al cabo de diez minutos llamaron a la puerta. Fran fue lentamente hacia ella.
Cooney se quitó el sombrero. La badana estaba tirante y dejó una huella circular en la brillante superficie de su recién cortado cabello. El hombre parecía un agente de seguros entrado en años, ansioso de ser simpático.
—Buenos días, señora Holland. ¿Me permite pasar?
—Ya sabe que sí —respondió Fran.
Cooney entró, escrutando con la mirada las tres habitaciones del apartamento. Tomó asiento junto a la mesa y comenzó a juguetear con el pequeño montón de ceniza que había en el cenicero.
—Ahora dígame de qué se trata —dijo Fran, en el tono de una madre regañona.
—No es nada personal, señora Holland. Ya lo sabe. Me gusta hacer negocios con personas como usted. Lo que pasa es que la dirección se está poniendo un poco pesada con las cuentas pendientes.
La mujer casi sonrió.
—Eso es ridículo.
—No: la cosa va en serio —Cooney parecía sentirse herido—. ¿Qué beneficios cree usted que sacamos de este negocio? Mire. el tipo que apuesta dos dólares es la base de nuestra empresa. Pero cuando ustedes empiezan a apostar más dinero del que tiene, señora Holland...
—¡Empleo mi propio dinero! No puede acusarme de...
—¿Quién la acusa de nada? Mire, señora: nos debe esos veinticinco pavos desde... —El hombre metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y extrajo una libretita negra—. Desde el veinte de mayo —precisó—. De eso hace casi dos meses. ¿Cómo cree que le sentaría eso a unos grandes almacenes o a cualquier otro comercio?
—Escuche, señor Cooney. Ya sabe que, tarde o temprano, siempre le pago. Desde que comencé...
—Es usted amiga de la señora Shank, ¿verdad? —preguntó el hombre, de pronto.
—Ya sabe que sí. Fue Lila quien me habló...
—Sí, sí. Bien, ella no se encuentra en una posición mucho mejor. Tal vez eso la consuele, señora Holland.
—Pero Lila acaba de ganar...
—Me alegro por ella. Y cuando la señora Shank gana, nosotros tenemos que pagarle rápidamente, o se pone por las nubes. Sin embargo, cuando anda escasa de dinero... — Cooney frunció el ceño y Fran dejó de sentirse segura de sí misma.
—De acuerdo —dijo la mujer, acremente—. Si van a portarse así, buscaré a otros que tengan menos prisas.
—Como guste. Puede hacerlo cuando quiera, señora Holland —Cooney devolvió la libretita a su bolsillo—. Pero aún hay pendiente una cuestión de veinticinco dólares.
—Le pagaré la semana que viene.
—No, señora Holland.
—¿Qué quiere usted decir con eso de que no? Le daré el dinero la próxima semana. Mi marido no cobra hasta entonces.
—Tch, tch.
La mujer miró fijamente a su visitante.
—¿Qué le pasa a usted? No puedo darle algo que no tengo. ¿Qué espera?
—Veinticinco pavos, señora Holland. Esas son las órdenes que he recibido. ¿No puede pedir dinero prestado?
A la señora Shank, por ejemplo.
—A ella, no —replicó Fran, con acritud.
—Debe usted de tener dinero en casa. El de la compra...
—¡No! Tengo un dólar y cincuenta centavos. ¡Eso es todo! Lo he estado dejando todo a deber...
El hombre se puso en pie y, o él o la luz del cuarto habían cambiado. La mansedumbre había desaparecido de su rostro y lo parecía todo menos inofensivo.
—He de tener ese dinero hoy mismo, señora Holland. Si no lo cobro hoy...
—¿Qué pasará? —Fran apenas podía creer en la actitud del hombre. Cooney siempre le había parecido un caballero.
—Regresaré a las seis, señora Holland.
—¿Regresará?
—Sí. A ver a su marido.
Aquélla era una palabra que Cooney no había mencionado ni una sola vez. Durante los últimos tres meses, el hombre estuvo visitándola dos mañanas semanales. Siempre encontró muestras de la presencia de Eddie: los platos del desayuno, bien rebañados a causa del gran apetito del hombre; su vieja pipa sobre la escurridera; encima de alguna silla, una camisa que necesitara un remiendo. Pero Cooney, hasta entonces, nunca había hecho referencia a Ed.
—¿Por qué? —preguntó Fran—. ¿Por qué tiene usted que hacer eso? Ya le he dicho que conseguiré el dinero. Mi marido no tiene por qué enterarse de nada.
—¡Claro que no, señora Holland! Todo lo que tiene usted que hacer es pagamos lo que nos debe... Nada más. Entonces su esposo no tendrá que saberlo.
—¡No es que me sienta avergonzada! —gritó la mujer —. No he perdido una fortuna, ni mucho menos.
—Desde luego, señora Holland.
—Usted no puede portarse de esa forma, señor Cooney...
El sombrero volvió a cubrir el grasiento cabello.
—Tengo que irme, señora. Ya sabe dónde puede encontrarme. En "Vito's". Si va antes de las seis, olvidaremos todo este asunto.
—¡Pero si se lo estoy diciendo! —Los dedos de Fran desbarataban el trabajo realizado por el peine—. ¡No tengo ese dinero! ¡No puedo conseguirlo! ¡No puedo! No hay ninguna forma...
—¿No ha oído hablar de las casas de empeño?
—Ya lo he... —Fran se detuvo, llevándose los dedos a la boca. ¡Si Eddie supiera!...
—Hasta luego, señora Holland.
Cooney salió del apartamento y cerró la puerta con suavidad.
Fran escuchó alejarse los pasos del hombre hasta que la escalera volvió a quedar en silencio. Entonces pensó en Eddie. Miró hacia el otro extremo de la mesa, y casi pudo ver a su marido sentado allí, con aspecto dolorido y contrariado. El mismo aspecto que tuvo en tantas ocasiones anteriores, cuando meneaba la cabeza y decía:
—¿Por qué lo haces, Fran? ¿Para qué?
¿Cómo podría enfrentarse de nuevo con aquello después de tantas promesas, tras dolorosas escenas de reproches y perdón? La primera vez no fue demasiado desagradable; aún estaban en luna de miel, y todo cuanto hiciera la mujercita de Eddie era divertido, acertado y maravilloso, incluso apostar a las carreras el dinero de la casa. En aquella ocasión se rieron de ello y, tras una breve disputa, hicieron las paces de esa forma especialmente tierna reservada a los recién casados. Pero hubo una segunda vez. Y una tercera. Ante cada descubrimiento, Eddie había parecido más dañado y aturdido, hasta que el aturdimiento se convirtió en ira. Y luego tuvo lugar aquella terrible experiencia, en el pasado octubre, el día en que el hombre descubrió el círculo blanco en el dedo de Fran, en el lugar que debía haber ocupado su anillo de boda...
La mujer se estremeció ante el recuerdo. Aquella vez no hubo perdón por parte de Eddie. Ella le juró que había roto con su vicio; intentó convencerle, de todas las maneras posibles, de que había aprendido la lección.
Pero, aun así, Eddie no la había perdonado. Se limitó a advertir:
—Te concedo una oportunidad más, Fran, así que ayúdame. Como vuelva a ocurrir, me iré...
Fran se levantó de su silla junto a la mesa y corrió al dormitorio. Abrió los cajones de la cómoda, diseminando ropas y cajas llenas de botones, agujas y retales. Registró todos sus bolsos, metiendo los dedos en los forros, en busca de cualquier moneda olvidada. Cacheó los bolsillos de los dos trajes de su marido que colgaban en el armario, atenta a si se producía el tintinear de calderilla. Abrió el joyero de plástico que Eddie le regalara las Navidades anteriores, y le descorazonó ver que todo lo que contenía eran unas cuantas baratijas sin valor.
Incluso cuando corrió hacia la sala de estar, Fran tenía la sensación de que cuanto estaba haciendo lo había hecho ya con anterioridad.
Bajo los almohadones del pequeño sofá encontró una moneda de diez centavos y otra de uno. En un pequeño jarrón de porcelana que había sobre una estantería halló un doblado billete de a dólar.
Llevó a la mesa de la cocina todo el dinero encontrado y lo contó.
—Dos dólares y setenta y ocho centavos —susurró. Escondió la cabeza entre los brazos.
—Dios mío, Dios mío... —exclamó.
Veinticinco dólares no eran mucho. Pero... ¿dónde podría encontrarlos? No tenía más amigas que Lila. Su familia vivía a muchos kilómetros de distancia. ¿Dónde lograr aquella suma? Y antes de las seis. Miró a su muñeca, pero recordó que el reloj que esperaba hallar estaba en poder de un prestamista de Broadway. Miró el reloj eléctrico que había en la pared de la cocina y se quedó sin aliento al darse cuenta de que ya eran casi las once y media.
¡Tenía menos de siete horas! ¡Veinticinco dólares! "Cuentecillas", las había llamado Cooney...
Entonces se le ocurrió la idea. Nació de un lamentable recuerdo, de una desagradable escena ocurrida en una esquina callejera hacía sólo dos semanas. Fran acababa de concluir un día de compras y bajo su brazo llevaba una caja en cuyo interior iba un traje excesivamente caro. Había permanecido en la esquina, con dolor de pies y rezando porque el autobús número cinco llegara vacío. Entonces abrió su bolso, el mismo que ahora estaba sobre la mesa, en busca de calderilla...
Se levantó tan súbitamente que la silla arañó el linóleo. Fue al dormitorio y arregló a fondo su maquillaje. Se puso sus mejores zapatos de ante y sacó de un cajón la prenda de seda que llamaba su "estola de tarde". Al mirarse en el espejo no se sintió satisfecha, así que se cambió de vestido.
Cuando hubo acabado, Fran se parecía mucho a la chica que Ed llevaba a las fiestas.
Luego, la mujer salió del pisito.
La parada de autobús se encontraba a cuatro travesías del edificio de apartamentos. Era la parada de autobús ideal, porque, durante las horas punta, los conductores de las líneas número cinco, quince y veintitrés se turnaban en arrimarse al bordillo. En aquellos momentos el número cinco acababa de partir, medio lleno; pero aún había quienes esperaban a que llegara su transporte hacia sabe Dios qué diligencia.
La mayor parte de la gente estaba constituida por personas ancianas. Los viejos no eran excesivamente adecuados para lo que Fran se proponía hacer. Decidida, fue hasta la señal en forma de flecha que marcaba la parada y adoptó el aspecto de alguien animado por un propósito.
Con el rabillo del ojo seleccionó a su primera víctima. Sabía que iba a ser la más difícil, así que debía tratarse de alguien adecuado. En realidad, el hombre no parecía excesivamente viejo. Puede que pasara un poco de los cincuenta. Sus ojos eran saltones, y llevaba los hombros encogidos, como si — reacción bastante extraña — el sol de julio le diese frío. Tenía las manos en los bolsillos y, en el interior de éstos, sonaba un tintineo de monedas.
Furtivamente, Fran se acercó al desconocido, fingiendo que atisbaba al fondo de la calle para ver si venía algún autobús. El hombre la miró con escaso interés.
Entonces Fran vio, a lo lejos, el autobús quince, que se acercaba. Rápidamente abrió el bolso y comenzó a rebuscar en su interior.
—¡Dios mío! —dijo, en voz alta.
Al oír la exclamación, el hombre alzó las cejas. Fran le miró, desolada. Con gran destreza, adoptó una expresión en la que se mezclaban la preocupación y el humor.
—¿Qué le parece esto? —dijo—. No traigo ni un centavo.
El hombre sonrió, inseguro, sin saber qué partido tomar. Sus manos dejaron de juguetear con las monedas.
—¿Qué puedo hacer? Tengo que ir al centro...
—Yo... bien... —el hombre carraspeó—. Mire, si usted me permite...
—¡Oh! ¿Querría usted? ¿Podría prestarme quince centavos? ¡Me siento tan estúpida...!
Ahora el hombre sonreía: aquello iba a ser una experiencia anecdótica. Fran no se sintió culpable. Era ella quien estaba haciendo un favor al desconocido, que sacó del bolsillo una mano llena de monedas. Escogió una de diez centavos y otra de cinco y se las tendió a la mujer.
—No tiene importancia —dijo. En aquel momento, el autobús se detuvo frente a los que aguardaban—. Me lo puede devolver por correo. Bueno, aquí está el autobús...
—No es el mío —sonrió Fran—. Yo espero al cinco.
Muchas, muchas gracias.
—Encantado de hacerle un favor —dijo el hombre, alegremente, antes de subir al vehículo.
«Hoy ya tendrás algo que contar, amigo», pensó Fran.
Frente a ella, un joven que había bajado del autobús que acababa de partir doblaba un periódico.
—Perdone...
—¿Eh...? —El joven miró a Fran, extrañado.
—Ya sé que voy a parecerle tonta, pero... —Pestañeó, coqueta. El chico era realmente muy joven, porque se puso colorado—. Resulta que he salido de casa sin un centavo. Y debo tomar el próximo autobús hacia el centro...
—Caramba... —dijo el muchacho, con embarazo—. Comprendo cómo se siente. Ahora mismo... —Metió la mano en un bolsillo de su chaqueta—:. Lo único que tengo es una moneda de veinticinco centavos...
—Ah, entonces...
—No, no. Guárdesela. Lo que le ha sucedido a usted me ocurre a mí muy a menudo. —Miró de cerca al rostro de Fran y pareció comprender que la mujer era más vieja que su sonrisa. Inclinó levemente la cabeza y siguió su camino.
—Perdone —dijo Fran a una anciana señora que atisbaba con mirada miope hacia el final de la calle—. Me siento muy confundida; pero me ha ocurrido una cosa horrible...
—¿Qué? —preguntó la otra, con acritud. Fran sonrió forzadamente.
—Nada —dijo.
Un delgado caballero con gafas y que llevaba un libro bajo el brazo caminaba con lentitud hacia la parada del autobús. Cuando Fran se le acercó, el hombre le hizo un guiño.
—Perdone —musitó ella.
Una hora más tarde Fran habría jurado que tenía una ampolla en el talón derecho. Resultaba asombroso que el permanecer junto a una parada de autobús hubiera podido hacerle aquello a sus pies. ¡Caramba, ella podía andar kilómetros y kilómetros a través de unos grandes almacenes y nunca le ocurría nada!
Entonces recordó las monedas que llevaba en el interior del bolso y cruzó rápidamente la calle. En la esquina había una farmacia. Fran entró en una de las cabinas telefónicas del establecimiento y cerró la puerta.
Allí hizo un cuidadoso recuento.
El total ascendía a tres dólares y quince centavos.
Añadidos a la suma con que empezara, la cantidad se elevaba a cinco dólares noventa y tres centavos. Fran se estremeció. Aún tenía que recorrer un largo camino...
Cuando abrió las puertas de la cabina, fuera había un hombre esperando.
—Perdone —dijo la mujer, automáticamente—. Me siento estúpida, pero he salido sin un centavo, y tengo que ir al cen... Tengo que hacer una llamada.
El otro sonrió, amablemente.
—¿Sí? —dijo. Entonces comprendió lo que se esperaba de él, y su mano fue hasta el bolsillo donde llevaba el dinero suelto—. ¡Oh, sí, desde luego! —exclamó—. Aquí tengo diez centavos.
—Gracias, muchísimas gracias.
Fran volvió a cerrar las puertas y, sin haber introducido la moneda, marcó un número. Durante unos momentos, habló animadamente con el silencioso aparato, colgó tras un musical "adiós" y sonrió con gran amabilidad al hombre que entró en la cabina tras abandonarla ella.
Luego regresó a la parada de autobús.
A las tres de la tarde, Fran había conseguido casi diez dólares más. A las cuatro menos cuarto volvió a la cabina telefónica para realizar un nuevo recuento.
—Catorce dólares y nueve centavos —dijo, en voz alta.
Su dedo se metió en el orificio de devolución del teléfono y salió de él con una moneda de diez centavos.
—¡Hoy es mi día de suerte! —rió la mujer.
Pero a las cuatro se encontraba más descorazonada.
Alrededor de la parada había cada vez más personas. No obstante, el incremento de tráfico no la ayudó en su colecta de calderilla.
A las cuatro y media aún estaba muy lejos de su meta de veinticinco dólares.
—Perdone. —Esta vez se dirigió a un hombre gordo, de rostro inexpresivo—. Soy una tonta; he salido de casa sin ningún dinero. Tal vez usted tuviera la caballerosidad...
—Largo — replicó el tipo, mirándola aviesamente.
—Usted no me comprende... Sólo iba a preguntarle si tenía...
—Váyase, por favor, señora —insistió el gordo.
Aquélla era la primera vez que le negaban ayuda.
Fran sabía que era mejor no discutir. No merecía la pena. Pero, de pronto, se sintió indignada.
—Mire —dijo acaloradamente—. Sólo son quince centavos. Lo que cuesta un billete de autobús.
Fran notó que una mano aferraba su brazo y se revolvió con furia.
—Perdone, señora...
La mujer miró, indignada, al hombre cuyos dedos agarraban con tal fuerza la manga de su vestido. El desconocido tendría treinta y tantos años, y sus ropas estaban cortadas a base de ángulos agudos. El hombre grueso se apartó de ellos, y eso hizo que Fran se sintiera aún más irritada.
—¿Qué quiere?
El hombre sonrió. Sus dientes eran largos, y sus ojos permanecían fríos y nada cordiales.
—Creo que será mejor que me acompañe.
—¿Qué?
—Por favor. Será preferible para ambos que no haga una escena. ¿Qué responde?
—¡No sé de qué habla!
—Mire, señora: la he estado observando durante los últimos treinta minutos. ¿Me entiende ahora? Será mejor que me acompañe por las buenas antes de que empiece a ponerme en plan antipático.
Fran comenzó a notar en su vacío estómago una desagradable sensación.
—¿Por qué tengo que acompañarle? ¿Quién se cree que es?
—Si quiere ver mi chapa, se la enseñaré. Pero me parece que ya tenemos bastante gente pendiente de nosotros. ¿Qué dice?
La mujer tragó saliva con dificultad.
—De acuerdo.
Se alejaron de la parada de autobús. El hombre seguía sujetando a Fran por el brazo, sonriendo como un viejo amigo que ha efectuado un encuentro casual, y no dijo nada hasta que llegaron a un automóvil gris aparcado a unos treinta metros de la parada.
El tipo abrió la puerta.
—Pase usted, por favor.
—Mire, señor... Si me deja que le explique...
—Ya tendrá tiempo de hacerla. Adentro, señora.
Fran montó. Su acompañante dio la vuelta para entrar por la portezuela contraria y se instaló junto a ella. El coche arrancó y, al llegar a la primera esquina, torció a la izquierda.
—Usted no comprende —dijo Fran, suplicante—. No hacía nada malo. Ni robaba ni nada de eso. Me limitaba a pedir, ¿entiende? Verá... me encuentro en un aprieto.
—Sí que está en un aprieto, de eso no cabe duda. —El hombre eludió un semáforo que estaba cambiando de color y volvió a torcer a la izquierda.
Fran escondió la cara entre las manos y comenzó a sollozar. Pero sus ojos estaban secos; las lágrimas se negaban a acudir.
—Es inútil que emplee esos trucos —dijo él—. He visto montones de mujeres como usted, señora. Sin embargo, admito que no conocía su sistema. ¿Cuánto dinero creía poder reunir?
—No necesitaba mucho. ¡Sólo unos pocos dólares!
Antes de las seis tengo que haber conseguido veinticinco dólares. ¡Es necesario!
—¿Cuánto llevaba reunido?
—No mucho. De veras. ¡Únicamente unos dólares! No irá usted a arrestarme por tan poco, ¿verdad?
—¿Cuánto, señora?
Fran abrió el bolso y contempló las monedas que había en el fondo.
—No lo sé exactamente —musitó—. Tal vez unos quince o dieciséis dólares. Pero no es suficiente...
Ahora el coche se encontraba en una calle lateral, lejos del espeso tráfico, camino de los almacenes cercanos al río.
—¡Por favor! —gritó Fran—. ¡No me encierre! ¡No volveré a hacerlo! Necesitaba desesperadamente ese dinero...
—¿Cuánto más necesitas, muñeca?
—¿Qué?
—¿Cuánto te falta para llegar a los veinticinco? La mujer volvió a mirar en su bolso.
—No estoy segura. Otros diez dólares... Tal vez ni siquiera eso.
—¿Eso es todo? —sonrió el tipo.
El pie del hombre apretaba cada vez más el acelerador, como si, de pronto, se sintiera ansioso de llegar a su destino. Dobló a gran velocidad varias esquinas, y las ruedas del coche protestaron chirriando. Fran empezó a alarmarse.
—¡Eh! —La mujer contempló por la ventanilla el desierto y desconocido vecindario—. ¿Dónde estamos? ¿Es usted un policía o no?
—¿Tú qué crees?
Fran le miró fijamente.
—No, claro que no lo es. No pensaba arrestarme en absoluto... —Se inclinó hacia la portezuela, poniendo los dedos en la manilla.
—Tch, tch. No hagas estupideces. Lo único que conseguirías es hacerte daño. Además, muñeca, aún puedo llamar a un polizonte y hablarle de tus raterías.
—¡No le creerían!
—Es posible, pero... ¿para qué arriesgarse? —El falso agente soltó la mano derecha del volante y pasó el brazo sobre los hombros de Fran.
—¡Estese quieto!
—No eres nada lista, cariño. Has de reunir esos veinticinco antes de las seis. Ahora son casi las cinco. ¿De dónde crees que los vas a sacar?
—¡Déjeme salir!
—A lo mejor yo puedo ayudarte, muñeca. —La atrajo hacia sí. Sus ojos estaban fijos en la calle y su sonrisa era cada vez más amplia—. Si eres amable...
—No —dijo Fran—. ¡No!
El tipo redujo velocidad para doblar otra esquina y entonces Fran vio llegado su momento. Levantó la manilla de la portezuela y ésta se abrió de golpe. El hombre lanzó una palabrota y aferró a la mujer por el brazo.
—¡Déjeme en paz! —gritó ella, agitando el bolso, cargado de monedas, que fue a golpear al hombre en la sien. El tipo lanzó un grito rabioso y, al tratar de retener a Fran, le desgarró la manga del traje. Luego, temerariamente, soltó la otra mano del volante. El coche cabeceó como un caballo salvaje al que de pronto sueltan de sus ataduras, y arrojó a Fran contra la abierta portezuela, a través de la cual la mujer cayó a la calzada.
Lo hizo sobre las rodillas y las manos, sollozando, pero ilesa. Observó, sin horror ni remordimientos, cómo el coche se subía a la acera e iba a chocar contra la fuerte pared de ladrillo de uno de los almacenes.
El primer pensamiento de Fran fue correr, ya que en los alrededores no había nadie que pudiera observar su huida. Entonces recordó que su bolso se había quedado en el coche, y se dirigió al accidentado vehículo para recogerlo.
La portezuela permanecía abierta, y el bolso se hallaba junto al inconsciente conductor. Fran no sabía si el hombre estaba vivo o muerto, ni, en aquellos momentos, le importaba la diferencia. El tipo se encontraba inclinado sobre el volante, con las manos colgando fláccidamente. Jadeando, la mujer se inclinó para tomar su monedero.
La idea se le ocurrió con tal naturalidad que comenzó a buscar la cartera del hombre sin que sus dedos acusaran el más mínimo nerviosismo. Encontró la billetera en el bolsillo interior de la chaqueta. Dentro había un montó de billetes, pero, con un extraño sentido de la honradez, sólo cogió diez dólares.
Fran llegó a la barbería "Vito's" a las seis menos diez. Vito inició una sonrisa, pero la truncó al ver las desencajadas facciones y la maltrecha ropa de la visitante.
—¿Cooney, eh? Sí, está dentro. ¡Phil, una señora te busca!
Al salir de la trastienda, Cooney miró con curiosidad a Fran. El hombre, en mangas de camisa, llevaba en una mano una pobre jugada de póker. Cuando vio que la señora Holland abría el bolso, se le iluminó el rostro. Luego, al ver aquella cantidad de pequeñas monedas, no pudo evitar reírse.
—¿Qué ha hecho usted, señora? ¿Ha robado un cepillo de iglesia?
—Cuéntelo —dijo Fran, en tono distante—. Hágame ese favor, señor Cooney.
El hombre volcó el contenido del bolso sobre una mesita de manicura. Vito ayudó en la cuenta. Cuando hubieron hecho la suya, Cooney miró a Fran:
—Treinta dólares y cuarenta y seis centavos, señora Holland — anunció, con satisfecha sonrisa —. Aún le sobra dinero. Siento mucho haberle tenido que apretar las clavijas; pero ya ve que todo ha ido bien.
Fran ascendió lentamente las escaleras del edificio de apartamentos. Al llegar al tercer piso, se abrió una puerta y por ella asomó una rubia con el pelo lleno de rizadores.
—¡Fran! Por el amor de Dios, ¿dónde has estado?
—De compras —replicó la mujer, fatigada.
—Pareces molida. ¿Compraste algo bonito?
—No, nada, Lila.
—Bueno, he de darte una noticia. Esta noche no tendrás que preparar cena. Si no te apetece cocinar, puedes venir a comer conmigo.
—¿Qué quieres decir?
—Esta noche eres libre, preciosa —la rubia lanzó una carcajada—. Esta tarde, Ed debe de haber telefoneado lo menos nueve veces. Al final me llamó a mí, creyendo que estabas en mi casa, cotilleando o algo por el estilo.
—¿Ed? —Fran parpadeó.
—Sí. Llamó desde la oficina. Quería decirte que no regresaría hasta mañana. Había surgido un asunto urgente con un comprador o algo así. Dijo que debía salir hacia Chicago en el avión de las cinco.
—¿No vendrá a casa? —repitió Fran, estúpidamente.
—Anímate, mujer. Ya has oído lo que te he dicho. Ed se ha marchado a Chicago. Esta noche podrás descansar.
Fran se estremeció y comenzó a ascender el siguiente tramo de la escalera.
—Gracias, Lila.
—De nada —replicó la rubia, encogiéndose de hombros—. ¿Estás segura de que te encuentras bien?
—Sí, sí. Muy bien. Perfectamente.
En el piso de arriba Fran abrió la puerta de su apartamento y pasó al interior. A la luz del atardecer, los platos del desayuno, aún amontonados sobre la pila, tenían un aspecto grisáceo. La mujer dejó el bolso sobre la mesa y, de dos patadas, se desprendió de los zapatos.
En la sala de estar se dejó caer pesadamente en un sillón y encendió un cigarrillo. Permaneció allí, exhausta, contemplando la débil luz que entraba del exterior y fumando en silencio.
Se echó sobre los hombros la "estola de tarde", como si en la habitación hiciese frío.
—Chicago —dijo, con amargura.
Entonces el nombre adquirió una significación. Quería decir algo. Fran se levantó rápidamente. Aquélla era la clave del asunto. El nombre «tenía que significar algo».
Fue hacia el teléfono y marcó un número muy familiar.
—Oiga, ¿está el señor Cooney?
Su pie, sólo cubierto por la media, golpeó con impaciencia el suelo.
—¿Señor Cooney? Escuche, soy Fran Holland. Se trata de esa cuarta carrera de mañana. Me gustaría apostar cinco dólares a "Chicago Flyer. Eso es: en la cuarta carrera.