germán pinilla

LAS MONTAÑAS, LOS BARCOS Y LOS RÍOS DEL CIELO

Me llamo Juan, tengo once años y soy huérfano de padre. Todos mis amigos tienen padre y madre, pero yo soy el único huérfano del barrio. Hay un muchacho que hace poco se le murió un tío; pero un tío no es igual que el padre de uno.

Mi madre es muy buena conmigo y sé que me quiere mucho. Siempre cree todo lo que le digo y nunca me regaña. Cuando le conté lo del barco que volaba, me dijo que ojalá ella lo hubiera visto también y que la próxima vez que pasara uno la llamara para poder mirarlo. Mi padre se puso bravo cuando ella me dijo esto y se puso a pelear diciendo que no debía hacerme caso cuando me pusiera a contar boberías, porque me iba a convertir en un mentiroso. Lo que pasa es que la gente, cuando crece, deja de ver ciertas cosas. Claro que ése no es el caso de mi mamá. A veces, cuando mi padre se quedaba hasta tarde en el trabajo, nos sentábamos en el portal y mirábamos las estrellas. Entonces mi madre me contaba cosas del cielo y los planetas y de cómo si uno dibuja unas rayitas de unas estrellas a otras, se forman las constelaciones, que quiere decir cómo el cuerpo de una figura y las estrellas son los brazos, los ojos y demás. Yo nunca me acuerdo de los nombres que tienen las figuras, pero sí sé que algunas son como barcos y otras como montañas, y hasta hay una que se parece a un río. A veces nos pasábamos mucho rato mirando estas cosas, pero cuando llegaba mi padre, mama orne dejaba solo y se iba a prepararle la comida, y entonces no veía ni las montañas, ni los barcos, ni nada.

Mi madre me advertía que no le dijera nada de esto a papá, que era un secreto entre nosotros dos; pero el día que vi el barco volando no pude aguantarme y fui a decírselo, sin darme cuenta de que papá estaba delante. Entonces fue que empezaron a pelear y mamá hasta lloró por su culpa. Cuando vi que ella estaba llorando, le di una patada y le dije que lo iba a matar; pero él, en vez de pegarme, nada más que me miró y se fue a su cuarto. Esa noche, mamá me dijo que lo que yo había hecho era muy malo y que mi padre estaba muy triste. Pero yo sabía que era mentira y que mi padre quería engañarla.

Durante unos días me dejaron hacer todo lo que quería. Hasta correr sin zapatos por el patio. Yo sabía que tenían algún plan porque un día los oí hablando en la cocina de que iban a mandarme por un tiempo a casa de mi tía, en Camagüey. Mi padre decía que era todo por mi bien, que allá podía jugar todo lo que quisiera. Pero es que él estaba celoso porque sabía que mamá me quería más que a él. Yo me daba cuenta de que mi padre me odiaba. Y yo a él.

Tenía que hacer algo para que no me separara de mi madre y me senté a pensar debajo de la mata de mamóncilio que está en el patio. Fue en eso cuando vi la bola.

No sé cómo llegó, pues nunca la había visto hasta ese momento. Era como de cristal y brillaba mucho y se movía a gran velocidad. Rodaba de un lugar a otro del patio, como buscando algo, y poco a poco se fue acercando al lugar donde yo estaba. Sin que se diera cuenta, me levante y corrí hasta el garaje. Sabía que papá tenía un jamo allí guardado para cuando iba a pescar, y con eso podría cazar la bola. No me fue muy difícil hacerlo.

Cuando regresé al patio lo hice muy despacito para no asustarla. Pude ver entonces que la bola también estaba cazando. En el tronco del mamoncillo estaba una lagartija con la cabeza para abajo. La bola se le acercaba brillando cada vez más y la lagartija sacaba y metía el pañuelito del cuello, pero no huía. No sé qué tiempo estuve mirando; lo único que recuerdo es que de pronto la lagartija desapareció y la bola se quedó quietecita, poniéndose más grande y más chiquita, como si masticara, y hasta podía oír cómo partía los huesitos de la lagartija.

Cuando le eché el jamo por poco me lo arranca de la mano, pero lo aguanté bien duro y al poco rato dejó de brincar y de moverse. Al fin pude darle vuelta y la bola quedó en el fondo de la malla. Su luz subía y bajaba, por lo que me di cuenta de que estaba muy cansada, así que aproveché y corrí hasta la casa para esconderla.

Mi casa es una casa antigua que tiene un desván al que se sube por una escalerita de mano desde el segundo piso. Allí es donde se guardan las cosas viejas, y algunas veces, cuando mi padre está en la casa, yo me metía allí a jugar. Llevé la bola al desván y la puse en una caja vieja de zapatos, echándole primero un poco de algodón y algunos trapos para que estuviera cómoda. Como no sabía si tendría hambre todavía, bajé al patio y cogí dos o tres lagartijas. Cuando se las eché en la caja desaparecieron en la misma forma que la que ella había cazado. Entonces sentí una cosa muy rara dentro de la cabeza. Era como si me hablaran aunque no oía nada. Pensé que me estarían llamando y baje, pero mi padre y mi madre estaban conversando en la cocina y cuando entré se callaron. Mi madre se me acercó y me abrazó, preguntándome si no me aburría solo en casa. Yo le dije que no y por poco le cuento lo de la bola, Pero me contuve porque papá estaba delante y a lo mejor me rebotaba.

—¿No te gustaría ir a casa de tu tía por unos días? —me preguntó papá.

—No quiero ir a ningún lado. Estoy bien aquí.

Mamá me dijo que allí podría jugar con mis primos y montar a caballo y bañarme en el río. Le pregunté que si ella iría conmigo y me contestó que ella tenía que quedarse para cuidar a papá.

—Entonces no voy —le dije a mi padre.

—Tienes que ir porque tu madre y yo nos vamos de viaje.

Miré a mamá y me di cuenta que era verdad. Papá se Ha llevaba y quería quitarme de en medio. Salí corriendo pe la cocina y subí al desván. Tenía que hacer algo. No podía dejar que él me robara mi madre.

Cuando entré al desván lo primero que hice fue buscar la bola. No estaba en la caja de zapatos y pensé que se había escapado, pero entonces la vi en un rincón. Había crecido hasta casi el doble del tamaño que tenía cuando la dejé y me asusté mucho. Iba a salir corriendo cuando sentí lo mismo que un rato antes. Una cosa muy rara dentro de la cabeza. No sé por qué, pensé que aquello tenía que ver con la bola. Me acerqué a ella y me di cuenta de que me hablaba. No con palabras, sino con aquello que sentía dentro de la cabeza. Me dio las gracias por las lagartijas y me dijo que si no hubiera sido por mí se hubiera muerto de hambre, porque ya casi no le quedaban fuerzas para cazar. Venía desde muy lejos y se había perdido. No venía sola pero sus compañeras habían muerto al llegar aquí y ahora no sabía qué hacer. Le dije que si quería se podía quedar, que yo seguiría trayéndole lagartijas y podríamos ser amigos y jugar juntos.

Sentí una gran sensación de agradecimiento y de cariño de parte de aquella cosa y casi me olvidé de lo que había dicho papá. De pronto me acordé. ¿Qué haría mi bola mientras yo estuviera en casa de mi tía? Pensé que a lo mejor no volvía nunca y entonces no vería más a mi madre ni a mi bola. Ella pareció darse cuenta. Comenzó a brillar y a brillar que parecía que iba a estallar. Sentí la pregunta: "Por qué iban a mandarme lejos?" Era la primera vez que tenía alguien a quien contarle mis problemas. Le dije cómo mi padre quería robarme mi madre y cómo nunca creía nada de lo que yo decía. Ahora quería mandarme a casa de mi tía para que yo no lo estorbara y entonces no íbamos a poder jugar juntos ni yo le iba a poder traer lagartijas.

La bola pareció crecer más y más. Sentía dentro de mí el odio que crecía en la bola hacia mi padre. "Mátalo, mátalo, decía la bola dentro de mi cabeza. Parecía querer romperlo todo. Se revolvía en el rincón y destrozaba, nada más que de tocarlos, los trapos y palos viejos que estaban a su alrededor. "Mátalo, mátalo", repetía. En eso oí que me llamaban. Le dije a la bola que volvería y bajé corriendo a la cocina, quitando antes la escalera que sube al desván.

Papá y mamá me esperaban muy sonrientes.

—Hemos pensado que es mejor que tú vengas con nosotros en el viaje —dijo papá.

Yo sabía que aquello era un truco para tranquilizarme. Seguramente iríamos los tres a Camagüey, pero una vez allí me dejarían en casa de mi tía y ellos se escaparían a otro lugar donde yo no pudiera encontrarlos. Pensé que era mejor seguirles la corriente. Miré a mamá y la vi muy sonriente. Comprendí que papá la había engañado por completo.

—¿Puedo llevar mi bola? —pregunté a papá.

—No te hará falta. Tus primos tienen toda clase de juguetes.

—Mi bola no es un juguete. Está viva. Mis padres se miraron y mamá bajó la cabeza, dejando de sonreír.

—Ya estás otra vez con tus mentiras —gritó papá. —No es mentira —dije llorando—. La encontré en el patio y le di lagartijas para que comiera y si me mandas para Camagüey te va a matar.

Cuando mamá oyó esto se levantó y le dijo a papá que me había puesto nervioso y que me dejara tranquilo, que a lo mejor había encontrado cualquier cosa en el patio y que ya se me pasaría. Papá dijo que sí, que a lo mejor era una tarántula o una cascabel, pero parecía más calmado.

—Está bien, puedes llevar tu bola —dijo.

Yo no podía creerlo. Mi padre sonreía y mamá estaba de lo más contenta.

—Ven a verla. La tengo en el desván.

Papá no se decidía, pero mamá le sonrió y le habló bajito:

—Bueno, vamos.

Subí corriendo las escaleras y esperé a papá en el segundo piso. Cuando lo vi venir y le miré a la cara, me di cuenta de que me había engañado otra vez. No creía en mi bola ni en nada. Lo estaba haciendo nada más que para engañar a mamá.

—Tú no crees en mi bola, ¿verdad?

—Sí, hijo, sí. De verdad.

"Bola, bola", pensaba yo, "no me cree, me ha engañado".

—¿Aquí? —preguntó, siguiendo su juego.

—No, en el desván. Sube —le dije—, allí está la escalera.

La apoyó contra la pared y subió. Yo lo seguí. En cuanto entró en el desván cerré la trampa que servía de puerta y quité la escalera, quedándome abajo. Oí cuando me llamaba, pero no contesté. Y entonces sentí a mi bola. La sentí como si fuera yo mismo. "Mátalo, mátalo", decía. Y corría por todo el desván y yo sentía cómo crecíamos los dos al mismo tiempo y brillábamos cada vez más y más. "Mátalo", decía la bola. Y mi padre gritando, pero los gritos no se oirían abajo. Y la bola y yo que sentíamos "Mátalo, mátalo y mátalo". De pronto supe que todo había terminado. Ya no me iría a Camagüey ni mi padre se llevaría a mamá. Bajé a la cocina y la encontré preparando la comida. Me preguntó por papá y le dije que en seguida venía. Le pedí ir al portal para mirar las estrellas.

Salimos y nos sentamos en el quicio como hacíamos siempre y entonces me enseñó las montañas y los barcos y los ríos que hay en el cielo.

—Mami —le dije—, mañana te voy a enseñar mi bola. Te va a gustar mucho.

Me abrazó, me dio un beso y me quedé dormido.

ECUADOR